Sei sulla pagina 1di 10

Textos sobre la envidia.

Basilio de Cesarea.

“Ningún vicio tan funesto brota en las almas de los hombres como la envidia, que, sin
afligir apenas a los de fuera, es el mal principal y característico de quien lo posee. Pues, lo
mismo que la herrumbre corroe al hierro, así la envidia al alma que la posee; y, aún más,
como las serpientes que, según cuentan, devoran el vientre materno que las engendró, así
también la envidia provoca que se consuma el alma que la produce, porque la envidia es
pesar por el éxito del prójimo.
Por eso, las penas y las congojas nunca abandonan al envidioso ¿Produjo mucho el campo
del vecino? ¿Abunda en todo lo necesario para vivir? ¿No abandonan al hombre las
satisfacciones? Todo eso es alimento de este mal y aumento del dolor del envidioso. De
manera que éste en nada difiere de un hombre desnudo al que todo hiere ¿Alguien es
valiente? ¿Goza de buena salud? Eso hiere al envidioso ¿Otro es más agraciado? Otra
herida para el envidioso”. Basilio de Cesarea, Sobre la envidia, 1.

‘enfermedad’, ‘destrucción de la vida’ ‘oprobio de la naturaleza’, ‘madre del homicidio’,


‘desconocedora de la amistad’, ‘la más irracional de las desgracias’. Basilio de Cesarea,
Sobre la envidia, 3.

“¿Qué te entristece, hombre, si nada terrible has padecido? ¿Por qué haces la guerra al que
tiene ciertos bienes, si no disminuye en nada los tuyos?”. Basilio de Cesarea, Sobre la
envidia, 3.

“Y lo terrible de esta enfermedad es que no puede manifestarse, sino que anda con la
cabeza baja, es muda, está confundida, se lamenta y perece por este mal. Si se le pregunta
por su padecimiento, se avergüenza de hacer pública su desgracia: «Soy envidioso y cruel,
me consumen los bienes de mi amigo, lamento la alegría de mi hermano y no tolero la vista
de los bienes ajenos, sino que considero una desgracia la prosperidad del prójimo». Esto
diría si quisiera decir la verdad, pero nada de esto quiere pronunciar y oculta en su interior
el mal que abrasa y devora sus entrañas”. Basilio de Cesarea, Sobre la envidia, 1.

“La envidia es un género de odio indomable, pues a otro tipo de adversarios los beneficios
los hacen más dóciles, mientras que al envidioso y malvado, el recibir un bien lo irrita más;
cuantos más beneficios recibe, más se indigna, se aflige y se disgusta. En efecto, es mayor
el agravio por el poder del bienhechor que el agradecimiento por los bienes recibidos”.
Basilio de Cesarea, Sobre la envidia, 3.

“(…) un solo alivio aguarda para su enfermedad: ver si alguno de los que envidia se viene
abajo. Éste es el límite de su odio: ver que el envidiado, antes feliz, es ahora miserable; el
que antes era admirado, ahora es digno de lástima. Entonces hace las paces y es su amigo,
cuando lo ve llorando y lo contempla lamentándose. No se alegra con el que es feliz, pero
se lamenta con el que llora.
Y por ese cambio de vida, de unas a otras circunstancias, lo compadece y exalta su
situación anterior, no por caridad o por ser compasivo, sino para hacer más pesada su
desgracia. Alaba al hijo después de la muerte y lo colma de innumerables elogios: «¡Qué
hermoso era! ¡Qué inteligente! ¡Qué apto para todo!». Mientras que cuando vivía, no le
prodigó ninguna palabra elogiosa. Sin embargo, si ve que muchos están de acuerdo con el
elogio, cambia de nuevo y envidia al difunto. Admira la riqueza después de perdida; alaba y
exalta la belleza, el vigor y la salud del cuerpo después de las enfermedades. En una
palabra, es enemigo de los bienes presentes y amigo de los que perecen”. Basilio de
Cesarea, Sobre la envidia, 2.

“Al igual que los buitres son atraídos por los malos olores, después de volar sobre muchos
prados y muchos lugares agradables y fragantes, o como las moscas sobrevuelan lo sano y
se lanzan sobre las heridas, así también los envidiosos no ven los esplendores de la vida ni
la grandeza de las buenas obras, y centran su atención en los errores. Si algo llega a
fracasar, como sucede en muchos de los asuntos humanos, lo hacen público y desean
conocer a los hombres por esa causa”. Basilio de Cesarea, Sobre la envidia, 5.

“En efecto, no es posible caer en las redes de la envidia de otra forma, si no es


aproximándonos a ella por medio de la familiaridad, ya que según el proverbio de Salomón:
La envidia le llega al hombre de su compañero (Qo 4,4). Y así es ciertamente. No envidia el
escita al egipcio, sino cada uno a su compatriota, y, entre sus compatriotas, no envidia a los
que no conoce, sino a los que más trata, y entre los que más trata, a sus vecinos, a sus
colegas y a los que de alguna manera conviven con él. Y, a su vez, entre éstos, a los de su
edad, a sus parientes y hermanos. En una palabra, como el añublo es enfermedad propia del
trigo, así la envidia es enfermedad de la amistad”. Basilio de Cesarea, Sobre la envidia, 4.

“¿Entonces? ¿Cómo podremos no padecer la enfermedad desde un principio, o cómo


podremos escapar de ella una vez contraída? Primero, si no tenemos por grande ni por
extraordinaria ninguna cosa humana: ni la abundancia de recursos, ni la gloria pasajera, ni
el vigor del cuerpo, puesto que no limitamos nuestro bien a las cosas pasajeras, sino que
estamos llamados a participar de los bienes eternos y verdaderos. De modo que de ninguna
manera ha de ser envidiable el rico por su riqueza, ni el gobernante por el esplendor de su
dignidad, ni el fuerte por el vigor de su cuerpo, ni el sabio por su facilidad de palabra.
Todos estos son instrumentos de virtud para quienes usan bien de ellos, aunque no
contienen en sí mismos la felicidad. El que los usa mal es digno de compasión, como el que
se mata voluntariamente con la espada que tomó para vengarse de sus enemigos (…)
Si la riqueza es pasaporte para la injusticia, compasión merece el rico, y si es ayuda para la
virtud, no tiene cabida la envidia, puesto que la utilidad que de ella deriva es común para
todos (…)”. Basilio de Cesarea, Sobre la envidia, 5.

“Al que es así y no se impresiona por los honores mundanos, difícilmente le sobrevendrá la
envidia; pero si anhelas la gloria de cualquier manera y pretendes sobresalir entre todos y
por ello no soportas estar en segundo plano (pues también esto es ocasión de envidia),
cambia tu ambición, como un torrente, hacia la adquisición de la virtud”. Basilio de
Cesarea, Sobre la envidia, 5.

“¿No ves el gran mal que supone la hipocresía? Ella es fruto de la envidia. Entre los
hombres la doblez del carácter nace sobre todo por la envidia, cuando, teniendo odio en los
profundo del alma, [las personas] muestran una falsa apariencia de caridad; como los
escollos del mar, que, ocultos en aguas poco profundas, ocasionan un mal imprevisto a los
poco cautos”. Basilio de Cesarea, Sobre la envidia, 6.

Aristóteles

“Al hecho de sentir compasión se opone principalmente lo que se llama sentir indignación.
En efecto: al pesar que se experimenta por las desgracias inmerecidas se opone -de algún
modo y procediendo del mismo talante- el que se produce por los éxitos inmerecidos. Y
ambas pasiones son propias de un talante honesto, ya que tan adecuado es entristecerse y
sentir compasión por los que sufren un mal sin merecerlo, como indignarse contra los que
son inmerecidamente felices. Porque es injusto lo que tiene lugar contra lo merecido”.
Aristóteles, Retórica II, 1386b10-15.

“Con todo, podría parecer que también la envidia se opone a la compasión de esta misma
manera, suponiéndola muy próxima y de la misma naturaleza que la indignación, y, sin
embargo, es lo contrario; porque la envidia es ciertamente un pesar turbador y que
concierne al éxito, pero no del que no lo merece, sino del que es nuestro igual o semejante”.
Aristóteles, Retórica II, 1386b15-20.

“la envidia consiste en un cierto pesar relativo a nuestros iguales por su manifiesto éxito en
los bienes citados, y no con el fin de obtener algún provecho, sino a causa de aquéllos
mismos”. Aristóteles, Retórica II, 1387b20-25.

“En consecuencia, se sentirá envidia de quienes son nuestros iguales o así parecen; y llamo
iguales a quienes lo son en estirpe, parentesco, edad, modo de ser, fama o medios
económicos. También son envidiosos los que poco les falta para tenerlo todo (razón por la
cual los que realizan grandes cosas y los afortunados son más envidiosos), ya que piensan
que todos quieren arrebatarles lo que es suyo. Asimismo, los que gozan de una destacada
reputación en algo, y especialmente en sabiduría o felicidad. Como también son más
envidiosos los que ambicionan honores que los que no los ambicionan (…) E igualmente
los de espíritu pequeño [mikrópsychoi: ‘quien se juzga digno de menos de lo que se
merece’], porque a éstos les parece que todo es grande para ellos”. Aristóteles, Retórica II,
1387b15-35.

“Envidiamos, efectivamente, a quienes nos son próximos en el tiempo, el lugar, la edad y la


fama, de donde se ha dicho: ‘También la familia conoce la envidia’ (Esquilo). Asimismo,
resulta claro con quiénes rivalizamos en honores: rivalizamos, desde luego, con los mismos
que acabamos de citar, habida cuenta de que nadie entra en competencia con los que
vivieron hace diez mil años o vivirán en el futuro o están ya muertos ni con los que residen
en las columnas de Hércules. En cuanto a aquéllos de los que uno cree, sea por su propia
opinión o por la de otros, que le dejan a uno muy atrás o que uno supera en mucho, ocurre
de la misma manera, tanto en lo que se refiere a las personas, como en lo que atañe a las
cosas. En cambio, puesto que con quienes rivalizamos es con nuestros antagonistas, con
nuestros competidores en el amor y, en general, con cuantos aspiran a las mismas cosas que
nosotros, necesariamente será a éstos a quienes envidiemos, por lo cual se ha dicho: ‘Y el
alfarero al alfarero’ (Hesíodo). También se envidia a los que, por el hecho de llegar ellos a
poseer algo o de prosperar, nos sirven a nosotros de reproche, pues, por comparación con
ellos, se hace evidente que no hemos alcanzado el bien en cuestión, de modo que es este
pesar lo que nos produce la envidia. Lo mismo sucede con los que tienen o han llegado a
adquirir cuantas cosas son de nuestro interés o alguna vez poseímos, razón por la cual los
ancianos envidian a los jóvenes, o los que despilfarraron en muchas cosas a los que en lo
mismo gastaron poco. Y también envidian los que con dificultad consiguen algo, o ni
siquiera lo consiguen, a quienes todo lo logran con rapidez”. Aristóteles, Retórica, II,
1388a5-20.

“Porque si la emulación es un cierto pesar por la presencia manifiesta de unos bienes


honorables y considerados propios de que uno mismo los consiga en pugna con quienes son
sus iguales por naturaleza, y ello no porque dichos bienes pertenezcan a otros, sino porque
no son de uno (razón por la cual es honrosa la emulación y propia de hombres honrados,
mientras que la envidia es inmoral y propia de inmorales, pues así como, mediante la
emulación, se preparan los unos a lograr los bienes, los otros, en cambio, buscan con la
envidia que no los consiga el prójimo), resulta entonces necesario que sean propensos a la
emulación los que a sí mismos se consideran merecedores de bienes que no poseen, pero
que les sería posible conseguir, dado que nadie aspira a lo que se muestra como imposible”.
Aristóteles, Retórica II, 1388a30-1388b.

Agustín de Hipona

“Vi yo y hube de experimentar cierta vez a un niño envidioso. Todavía no hablaba y ya


miraba pálido y con cara amargada a otro niño colactáneo suyo ¿Quién hay que ignore
esto? (…) Yo no sé que se pueda tener por inocencia no sufrir por compañero en la fuente
de leche que mana copiosa y abundante al que está necesitadísimo del mismo socorro y que
con sólo aquel alimento sostiene la vida. Mas se toleran indulgentemente estas faltas, no
porque sean nulas o pequeñas, sino porque se espera que con el tiempo han de
desaparecer”. Agustín, Confesiones I, 7, 11.

Juan Casiano

“Hay que notar al mismo tiempo que el que se irrita es calificado como un necio y el
envidioso como un niño pequeño. Aquél no sin razón es considerado necio, ya que
voluntariamente, incitado por loa aguijones de la cólera, va hacia la muerte; y éste, al
palidecer de envidia, da a entender que se siente pequeño e inferior, pues al manifestar
envidia está probando que le es superior aquel cuya prosperidad le atormenta”. Juan
Casiano, Instituciones Cenobíticas V, 22.

Gregorio Magno

“No podemos tener envidia sino a aquéllos que pensamos que en algo son mejores que
nosotros (…) Así que, pequeño es el que es muerto por la envidia; porque, si él no estuviese
más bajo, no se dolería del bien del otro”. Gregorio Magno, Comentario al libro de Job V,
XLVI, 84.

“Porque cuando el veneno de la envidia corrompe el corazón vencido, las mismas cosas
exteriores demuestran cuán gravemente apremia al alma la locura. Porque la color se vuelve
amarilla, los ojos se bajan, el alma se enciende y los miembros se enfrían; hácese en el
pensamiento una rabia y en los dientes crujidos; y como en los secretos del corazón se
esconde el aborrecimiento acrecentado, la llaga, encerrada con su ciego dolor, obscurece la
conciencia. No se alegra nada de sus propias cosas, porque al alma que se consume, su pena
la aflige porque la prosperidad ajena la atormenta; y cuanto más es traído en alto el edificio
de la obra ajena, tanto más profundamente se baja el fundamento del alma envidiosa; y
cuanto más presto van los otros a cosas mejores, tanto peor caiga él en lo bajo”. Gregorio
Magno, Comentario al libro de Job V, XLVI, 85.

“Porque cosa dificultosa es que uno no tenga envidia de otro en aquello que desea alcanzar;
porque cualquier cosa temporal que se recibe, tanto se hace menor para cada uno cuanto
más es dividida entre muchos; y de aquí es que la envidia atormenta el alma del que desea;
porque o alcanza otro totalmente lo que él codicia, o lo disminuye en la cantidad”. Gregorio
Magno, Comentario al libro de Job V, XLVI, 86

“Pero entre estas cosas es de saber que suele suceder muchas veces que sin perder la
caridad nos alegre la caída del enemigo y sin culpa de envidia nos entristezca su gloria; lo
cual sucede cuando, cayendo él, creemos que se levantan bien algunos y cuando en su
prosperidad tememos que muchos son injustamente oprimidos. En lo cual ni su daño
levanta ya a nuestra alma ni su provecho la aflige, si nuestro recto pensamiento no se
endereza a lo que pasa en él sino a lo que por él suceda acerca de los otros”. Gregorio
Magno, Comentario al libro de Job XXII, XI, 23.

Tomás de Aquino

“El objeto de la tristeza es el mal personal. Pero sucede que el bien ajeno se considera
como mal propio, y en este sentido puede haber tristeza del bien ajeno. La primera, cuando
alguien se entristece del bien ajeno que le pone en peligro de sufrir algún daño; es el caso
de quien se entristece por el encumbramiento de su enemigo, porque teme que le
perjudique. Este tipo de tristeza no es envidia, sino más bien efecto del temor (…) Segunda:
el bien de otro se considera como mal personal porque aminora la propia gloria o
excelencia. De esta manera siente la envidia tristeza del bien ajeno (…)”. Suma Teológica,
II-II, q. 36, a. 1, sol.

“Nadie puede entristecerse del bien bajo la razón de bien; pero del bien en cuanto es
aprendido bajo la razón de un mal verdadero o aparente, alguien puede entristecerse; y de
este modo la envidia es tristeza por el bien ajeno, es decir, en cuanto es impeditivo de la
propia excelencia”. De Malo, q. 10, a. 1, ad 6.

“El que envidia no se entristece del bien del otro, sino en cuanto el otro sobresale o rechaza
la singularidad de la propia gloria”. De Malo, q. 10, a. 2, ad 1.

“Hay un tercer modo de entristecerse por el bien de otro, es decir, cuando este no es digno
del bien que le cae en suerte. Este tipo de tristeza no puede recaer, en realidad sobre bienes
honestos, que mejoran a quien los recibe, como escribe el Filósofo en II Retórica, recae
sobre riquezas y sobre cosas que pueden caer en suerte a dignos e indignos. Este tipo de
tristeza, según el mismo filósofo, se llama némesis, y atañe a las buenas costumbres”. Suma
Teológica, II-II, q. 36, a. 2, sol.

“Como tales, una y otra [la misericordia y la némesis], son contrarias por el modo de
enjuiciar los males ajenos. El misericordioso se duele por creer que no se merecen esos
males; el nemésico, por su parte, se complace porque considera que son sufrimientos
merecidos, y se contrista si a los indignos les salen las cosas bien”. Suma Teológica, II-II,
q. 30, a. 3, ad 2.

[Tan adecuado es entristecerse y sentir compasión por los que sufren un mal sin merecerlo,
como indignarse contra los que son inmerecidamente felices (en el sentido de exitosos)
Aristóteles].
“Pero esto lo decía porque consideraba los bienes temporales en sí mismos, en cuanto
pueden parecer grandes a quienes no prestan atención a los bienes eternos. Pero, según la
enseñanza de la fe, los bienes temporales que reciben quienes son indignos de ellos les son
concedidos, por justa ordenación de Dios, o para su corrección o para su condenación. Por
eso, tales bienes no son, por así decirlo, de ningún valor en comparación con los bienes
futuros reservados para los buenos. Por eso esta clase de tristeza está prohibida en la
Escritura, según las palabras del Salmo 36, 1: ‘No te impacientes con los malvados, no
envidies a los que hacen el mal’, y en otro lugar, en el Salmo 72, 2-3: ‘Estaban ya
desligándose mi pies, porque miré con envidia a los impíos viendo la prosperidad de los
malos’. Suma Teológica, II-II, q. 36, a. 2.

“el entristecerse del bien ajeno no porque él mismo posea el bien, sino porque el bien que
tiene nos falte a nosotros. Esto propiamente es celo, como escribe el Filósofo en II Retórica.
Y si este celo versa sobre bienes honestos, es laudable, según la expresión del Apóstol en I
Corintios, 14, 1: ‘Envidiad lo espiritual’”. Suma Teológica, II-II, q. 36, a. 2.

“El que actúa con celo se prepara a sí mismo para obtener bienes, debido a que aspira a
ellos, mas el envidioso se prepara a sí mismo para que el prójimo no los obtenga, debido a
la envidia: pues hay envidia cuando alguien se entristece de que el prójimo tenga los bienes
que él no tiene; mas hay celo cuando alguien se entristece de que él mismo no tenga los
bienes que el prójimo tiene”. De Malo, q. 10, a. 1, ad 11.

“Dado que la envidia nos viene de la gloria de otro, porque aminora la que cada uno para sí
desea, se sigue de ello que solamente se tenga envidia de aquellos con los que el hombre
quiere o igualarse o aventajarles en su gloria. Esto no se plantea respecto de quienes están a
mucha distancia de uno. Nadie, en efecto, si no es un demente, pretende igualarse ni
aventajar en gloria a quienes son muy superiores a él; por ejemplo, el plebeyo respecto del
rey ni el rey respecto del plebeyo, a quien tanto sobrepuja. De ahí que el hombre no tenga
envidia de quienes están muy distantes de él por el lugar, el tiempo o la situación; la tiene,
en cambio, de quienes se encuentran cerca y con quienes se esfuerza por igualarse o
aventajar. Ciertamente, sobresalir ellos en gloria cede en perjuicio de nuestros intereses, y
por eso se origina la tristeza”. Suma Teológica, II-II, q. 36, a. 1, ad 2.
“es patente que la envidia, que hay en muchos, surge de la soberbia; pues por esto el
hombre se entristece principalmente por el bien de otro, porque es impeditivo de la propia
excelencia”. De Malo 8, 1 ad 5.

“Los que aman los honores son más envidiosos. Y de modo semejante también los
pusilánimes son envidiosos, porque todo les parece grande, y por cualquier bien que le
suceda a alguien les parece que han sido superados en mucho. Por eso leemos en Job 5, 2:
‘Al apocado le mata la envidia’. Y Gregorio, por su parte, escribe en Morales, V: ‘No
podemos envidiar sino a quien tenemos por mejores que nosotros’”. Suma Teológica, II-II,
q. 36, a. 1, ad 3.

‘Hijas’ de la envidia: murmuración, difamación, alegría en la adversidad (ajena), tristeza en


la prosperidad (ajena) y odio. Cfr. De Malo, q. 10, a. 3. y Suma Teológica, II-II, q. 36, a. 4,
ad 3.

“El número de las hijas de la envidia pueden enumerarse de la manera siguiente: en el


proceso de la envidia hay un principio, un medio y un fin. Al principio, en efecto, hay un
esfuerzo por disminuir la gloria ajena, bien sea ocultamente, y esto da lugar a la
‘murmuración’, bien sea manifiestamente, y esto produce la ‘detracción’. Luego quien tiene
el proyecto de disminuir la gloria ajena, o puede lograrlo, y entonces se da la ‘alegría en la
adversidad’, o no puede, y en ese caso se produce la ‘aflicción en la prosperidad’. El final
se remata con el ‘odio’, pues así como el bien deleitable causa el amor, la tristeza causa el
odio, según hemos demostrado (q.34 a.6). Ahora bien, la aflicción en la prosperidad del
prójimo, en cierto modo, se identifica con la envidia, como es el caso de que la prosperidad
que da lugar a la tristeza, constituye precisamente la gloria que tiene el prójimo. Pero en
otro sentido es hija de la envidia, y es el caso de que esa prosperidad la tiene el prójimo a
despecho de los esfuerzos del envidioso para impedirlo. Mas la satisfacción de ver al
prójimo en dificultad no se identifica directamente con la envidia, sino que se sigue de ella,
ya que de la tristeza provocada por el bien del prójimo, es decir, la envidia, se sigue la
satisfacción de ver el mal que le ha ocurrido”. Suma Teológica II-II, 36, 4, ad 3.

“Según hemos dicho (a.5), el odio al prójimo ocupa el último eslabón en el proceso de
desarrollo del pecado por el hecho de que se opone al amor, que es un sentimiento natural
hacia el prójimo. El hecho, en cambio, de alejarse de lo natural acaece porque se intenta
evitar algo que por su naturaleza se debe rehuir. Pues bien, es natural al animal rehuir la
tristeza y buscar el placer, como demuestra el Filósofo en VII y X Ethic. De ahí que el amor
tiene por causa el placer, lo mismo que el odio tiene por causa la tristeza. En efecto, somos
inducidos a amar lo que nos deleita en cuanto es aceptado como bueno, del mismo modo
que sentimos impulso a odiar lo que nos contrista, porque lo consideramos como malo. En
conclusión, siendo la envidia tristeza provocada por el bien del prójimo, conlleva como
resultado hacernos odioso su bien, y ésa es la causa de que la envidia dé lugar al odio”.
Suma Teológica II-II, 34, 6

“No hay inconveniente en que, por títulos diferentes, la misma cosa proceda de diferentes
causas. A tenor de esto, el odio parece originarse no sólo de la ira, sino también de la
envidia. Nace, sin embargo, más directamente de la envidia, que hace entristecedor el bien
del prójimo, y, por consiguiente, lo hace odioso. De la ira, en cambio, nace el odio por el
acrecentamiento que recibe. En efecto, primero la ira nos induce a desear el mal del
prójimo en cierta medida, es decir, en cuanto que implica razón de venganza. Pero después,
si la ira persiste, hace llegar al extremo de que el hombre desee pura y simplemente el mal
del prójimo, y esto, por definición, es odio. Resulta, pues, evidente que, formalmente, el
odio nace de la envidia por razón del objeto; de la ira, en cambio, a título de disposición”.
Suma Teológica II-II, 34, 6 ad 3.

“La discordia tiene como punto de partida el alejamiento de la voluntad de los demás
provocado por la envidia; el punto final es el acercamiento a sus propios puntos de vista
causado por la vanagloria. Pero, dado que en el movimiento tiene mayor importancia el
punto de llegada que el de partida, pues el fin es mejor que es principio, la discordia es más
hija de la vanagloria que de la envidia, aunque pueda proceder de ambas, si bien bajo
aspectos diferentes”. Suma Teológica II-II 37, 2, ad 2.

“Puesto que la ira busca una venganza abierta, como observa el Filósofo en II Rhet, por eso
la detracción, que se realiza en secreto, no es hija de la ira, como la contumelia, sino más
bien de la envidia, que procura por todos los medios disminuir la gloria del prójimo”. Suma
Teológica II-II, 73, 3, ad 3.

“La susurración (murmuración) y la detracción coinciden en la materia e incluso en la


forma, o sea, en la manera de hablar, puesto que en ambas se habla mal del prójimo
ocultamente. Pero difieren en el fin, pues el detractor tiende a denigrar la fama del prójimo;
de ahí que difunda principalmente sobre el prójimo aquellas cosas malas con que puede ser
infamado o, al menos, disminuida su fama; mientras que el murmurador tiende a romper la
amistad (…). Por tanto el murmurador profiere contra el prójimo aquellas cosas malas que
pueden mover contra él el ánimo del oyente, según el pasaje del Eclesiástico 28, 11: ‘El
hombre pecador turbará a los amigos y en medio de los que viven en paz pondrá
enemistad’. Suma Teológica II-II, 74, 1.

“El murmurador (…) difiere del detractor porque no se propone directamente decir algo
malo de otro, sino difundir todo aquello que pueda exacerbar los ánimos de una persona
contra otra, aunque lo que diga sea verdaderamente bueno y, por el contrario,
aparentemente malo por cuanto desagrada a quien se lo dice”. Suma Teológica II-II, 74, 1,
ad 1.

“en sentido propio el murmurador es llamado ‘hombre de dos lenguas’. Pues cuando hay
amistad entre dos personas, se esfuerza por romperla por ambas partes a la vez, y para ello
se vale de su doble lengua hacia cada uno de los interesados, hablando a uno mal del otro”.
Suma Teológica II-II, 74, 1, ad 3.

“el pecado contra el prójimo es tanto más grave cuanto mayor es el daño que se infiere al
prójimo, y es tanto mayor ese daño cuanto más excelso sea el bien que se destruye. Pero el
amigo es el más valioso entre los bienes exteriores, pues que ‘sin amigos nadie puede vivir’
como dice el Filósofo en VIII Ethic. Por eso se lee en el Eclesiástico 6, 15: ‘No hay nada
comparable a un amigo fiel’. De ahí que la murmuración sea mayor pecado que la
detracción, y aun que la contumelia, ya que ‘el amigo es preferible al honor, y vale más ser
amado que ser honrado, como dice el Filósofo en VIII Ethic.”. Suma Teológica II-II, 74, 2.
Kierkegaard

“La verdadera ciencia del escándalo no se aprende sino estudiando la envidia humana, un
estudio fuera de programa, pero que a pesar de todo he hecho y a fondo, de lo cual me
congratulo. La envidia es una admiración que se disimula. El admirador que siente la
imposibilidad de experimentar felicidad cediendo a su admiración, toma el partido de
envidiar. Entonces emplea un lenguaje muy distinto, en el cual ahora lo que en el fondo
admira ya no cuenta, no es más que insípida estupidez, rareza, extravagancia. La
admiración es un feliz abandono de uno mismo; la envidia una desgraciada reivindicación
del yo”. Kierkegaard, La enfermedad mortal.

Max Scheler

“El resentimiento es una autointoxicación psíquica con causas y consecuencias bien


definidas. Es una actitud psíquica permanente, que surge al reprimir sistemáticamente la
descarga de ciertas emociones y afectos, los cuales son en sí normales y pertenecen al
fondo de la naturaleza humana; tiene por consecuencia ciertas propensiones permanentes a
determinadas clases de engaños valorativos y juicios de valor correspondientes”. Max
Scheler, El Resentimiento en la Moral, 2° edición, 1998, Caparrós editores, Madrid, pág.
20 –21.

“Pero nada de esto es resentimiento. Son sólo estadios en el proceso de sus puntos de
partida. El sentimiento de venganza, la envidia, la ojeriza, la perfidia, la alegría del mal
ajeno y la maldad, no entran en la formación del resentimiento, sino allí donde no tienen
lugar ni una victoria moral (en la venganza, por ejemplo, un verdadero perdón), ni una
acción -respectivamente- expresión adecuada de la emoción en manifestaciones externas,
por ejemplo: insultos, movimientos de los puños, etc.; y, si no tienen lugar, es porque una
conciencia, todavía más acusada de la propia impotencia, refrena semejante acción o
expresión”. Max Scheler, El Resentimiento en la Moral, 2° edición, 1998, Caparrós
editores, Madrid, pág. 23.

“La condición necesaria para que éste surja se da tan sólo allí donde una especial
vehemencia de estos afectos va acompañada por el sentimiento de impotencia para
traducirlos en actividad; y entonces se “enconan”, ya sea por debilidad corporal o espiritual,
ya por temor y pánico a aquel a quien se refieren dichas emociones. El resentimiento queda
circunscrito por su base a los siervos y dominados, a los que se arrastran y suplican,
vanamente, contra el aguijón de la autoridad”. Max Scheler, El Resentimiento en la Moral,
2° edición, 1998, Caparrós editores, Madrid, pág 24.

“El impulso de venganza es el punto de partida más propio para la formación del
resentimiento”. Max Scheler, El Resentimiento en la Moral, 2° edición, 1998, Caparrós
editores, Madrid, pág. 21.

“La máxima carga de resentimiento deberá corresponder, según esto, a aquella sociedad en
que, como la nuestra, los derechos políticos -aproximadamente iguales- y la igualdad
social, públicamente reconocida, coexisten con diferencias muy notables en el poder
efectivo, en la riqueza efectiva y en la educación efectiva; en una sociedad donde
cualquiera tiene ‘derecho’ a compararse con cualquiera y, sin embargo, ‘no puede
compararse de hecho’”. Max Scheler, El Resentimiento en la Moral, 2° edición, 1998,
Caparrós editores, Madrid, pág. 26.

“La ‘envidia’, en el sentido usual de la palabra, surge del sentimiento de impotencia que se
opone a la aspiración hacia un bien, por el hecho de que otro lo posee. Pero el conflicto
entre esta aspiración y esta impotencia no conduce a la envidia sino cuando se descarga en
un acto o en una actitud de odio contra el poseedor de aquel bien; cuando, por virtud de una
ilusión, nos parece que el otro y su posesión son la causa de que nosotros no poseamos
(dolorosamente) el bien”. Max Scheler, El Resentimiento en la Moral, 2° edición, 1998,
Caparrós editores, Madrid, pág. 28.

“Pero en todos estos casos, el origen del resentimiento va ligado con una actitud especial en
la comparación valorativa de uno mismo con los demás”. Max Scheler, El Resentimiento
en la Moral, 2° edición, 1998, Caparrós editores, Madrid, pág. 29.

“La estructura formal en la expresión del resentimiento, es aquí siempre la misma: Se


afirma, se pondera, se alaba algo: A, no por su íntima calidad, sino con la intención -que no
es verbalmente expresada- de negar, de desvalorar, de censurar otra cosa, B. A es
‘esgrimido’ contra B”. Max Scheler, El Resentimiento en la Moral, 2° edición, 1998,
Caparrós editores, Madrid, pág. 45.

“Cuando se sienten fuertes afanes de realizar un valor y, simultáneamente, la impotencia de


cumplir voluntariamente estos deseos, por ejemplo, de lograr un bien, surge una tendencia
de la conciencia a resolver el inquietante conflicto entre el querer y el no poder, rebajando,
negando el valor positivo del bien correspondiente y aun, en ocasiones, considerando como
positivamente valioso un contrario cualquiera de dicho bien. Es la historia de la zorra y las
uvas verdes”. Max Scheler, El Resentimiento en la Moral, 2° edición, 1998, Caparrós
editores, Madrid, pág. 51.

“Todo odio que no se atreve a exteriorizarse se expresa fácilmente bajo la forma de un


amor aparente, del amor a ‘algo’ que presenta los rasgos opuestos a lo odiado; y esto de
modo tal, que el objeto secreto del odio no es ni siquiera nombrado”. Max Scheler, El
Resentimiento en la Moral, 2° edición, 1998, Caparrós editores, Madrid, pág. 75.

Potrebbero piacerti anche