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Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para

serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y


sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se
complace en variarnos como si fuésemos de cera y en
destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay
hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las
flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de
los cardos y de las chumberas. Aquellos gozan de un mirar
sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del
inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y
arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay
mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y
colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de
borrar ya.
Nací hace ya muchos años -lo menos cincuenta y cinco- en un
pueblo perdido por la provincia de Badajoz; el pueblo estaba
a unas dos leguas de Almendralejo, agachado sobre una
carretera lisa y larga como un día sin pan, lisa y larga como los
días -de una lisura y una largura como usted para su bien, no
puede ni figurarse- de un condenado a muerte.
El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me
conmovió como un grave saludo de bienvenida.
Enfilamos la calle de Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel
octubre de espeso verdor y su silencio vivido de la respiración de mil almas detrás de los
balcones apagados. Las ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que
repercutía en mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el armatoste. Luego
quedó inmóvil.
—Aquí es —dijo el cochero.
Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se
sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no
pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano
un poco temblorosa di unas monedas al vigilante y cuando él cerró el portal detrás de mí,
con gran temblor de hierro y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera,
cargada con mi maleta.
Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones
de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo.
Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas
desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando
antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los
latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona: «¡Ya va! ¡Ya va!».
Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorriendo cerrojos.
Luego me pareció todo una pesadilla.
La anciana seguía sin comprender gran cosa, cuando de una de
las puertas del recibidor salió en pijama un tipo descarnado y alto
que se hizo cargo de la situación. Era uno de mis tíos, Juan. Tenía la
cara llena de concavidades, como una calavera a la luz de la
única bombilla de la lámpara.
En cuanto él me dio unos golpecitos en el hombro y me
llamó sobrina, la abuelita me echó los brazos al cuello con los ojos
claros llenos de lágrimas y dijo “pobrecita” muchas veces…
En toda aquella escena había algo angustioso, y en el piso
un calor sofocante como si el aire estuviera estancado y podrido.
Al levantar los ojos vi que habían aparecido varias mujeres
fantasmales. Casi sentí erizarse mi piel al vislumbrar a una de ellas,
vestida con un traje negro que tenía trazas de camisón de dormir.
Todo en aquella mujer parecía horrible y desastrado, hasta la
verdosa dentadura que me sonreía. La seguía un perro, que
bostezaba ruidosamente, negro también el animal, como una
prolongación de su luto. Luego me dijeron que era la criada, pero
nunca otra criatura me ha producido impresión más desagradable.
Doña Rosa va y viene por entre las mesas del café, tropezando
a los clientes con su enorme trasero. Doña Rosa dice con
frecuencia leñe y nos ha merengao. Para doña Rosa, el mundo
es su café, y alrededor de su café, todo lo demás. Hay quien
dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la
primavera y las muchachas empiezan a andar de manga
corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no
hubiera soltado jamás un buen amadeo de plata por nada de
este mundo. Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le
gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por entre las
mesas. Fuma tabaco de noventa, cuando está a solas, y bebe
ojén, buenas copas de ojén, desde que se levanta hasta que se
acuesta. Después tose y sonríe. Cuando está de buenas, se
sienta en la cocina, en una banqueta baja, y lee novelas y
folletines, cuanto más sangrientos, mejor: todo alimenta.
Entonces le gasta bromas a la gente y les cuenta el crimen de
la calle de Bordadores o el del expreso de Andalucía.
Cela, La colmena
Comprendía Daniel, el Mochuelo, que ya no le sería fácil dormirse. Su
cabeza, desbocada hacia los recuerdos, en una febril excitación, era
un hervidero apasionado, sin un momento de reposo. Y lo malo era
que al día siguiente habría de madrugar para tomar el rápido que le
condujese a la ciudad. Pero no podía evitarlo. No era Daniel, el
Mochuelo, quien llamaba a las cosas y al valle, sino las cosas quienes
se le imponían, envolviéndole en sus rumores vitales, en sus afanes
ímprobos, en los nimios y múltiples detalles de cada día.
Por la ventana abierta, frente a su camastro quejumbroso, divisaba la
Cresta del Pico Rando, hincándose en la panza estrellada del cielo. El
Pico Rando asumía de noche una tonalidad mate y tenebrosa.
Mandaba en el valle esta noche como había mandado en él a lo
largo de sus once años, como mandaba en Daniel, el Mochuelo, y
Germán, el Tiñoso, su amigo Roque, el Moñigo. La pequeña historia
del valle se reconstruía ante su mirada interna, ante los ojos de su
alma, y los silbidos distantes de los trenes, los soñolientos mugidos de
las vacas, los gritos lúgubres de los sapos bajo las piedras, los aromas
húmedos y difusos de la tierra avivaban su nostalgia, ponían en sus
recuerdos una nota de palpitante realidad.
Miguel Delibes, El camino
De un gallo de veleta que cazó unos lagartos y lo que con ellos
hizo un niño

El gallo de la veleta, recortado en una chapa de hierro que se


cantea al viento sin moverse y que tiene un ojo solo que se ve
por las dos partes, pero es un solo ojo, se bajó una noche de la
casa y se fue a las piedras a cazar lagartos. Hacía luna, y a
picotazos de hierro los mataba. Los colgó al tresbolillo en la
blanca pared de levante que no tiene ventanas, prendidos de
muchos clavos. Los más grandes puso arriba y cuanto más
chicos, más abajo. Cuando los lagartos estaban frescos
todavía, pasaban vergüenza, aunque muertos, porque no se
les había aún secado la glandulita que segrega el rubor, que
en los lagartos se llama "amarillor", pues tienen una vergüenza
amarilla y fría.

Rafael Sánchez Ferlosio, Alfanhuí


-¿Y qué hay de vuestra boda, Miguel? –preguntó Sebastián. Miguel estaba tendido, con el antebrazo derecho sobre los
párpados cerrados; dijo:

-Qué se yo. No me hables de bodas ahora. Hoy es fiesta.

-Pues tú estás bien. No sé yo qué problema es el que tenéis. Ya quisiéramos estar como tu novia y tú.

-Ca, no lo pienses tan sencillo.

-Pues la posición que tú tienes…

-Eso no quiere decir nada, Sebas. Son otros muchos factores con los que tiene uno que contar. Uno no vive solo, y cuando en
una casa están acostumbrados a que entre un sueldo más, se les hace muy cuesta arriba resignarse a perderlo de la noche a la
mañana. Eso aparte otras complicaciones que no sé yo, un lío.

-Pues yo no es que quiera meterme en la vida de nadie, pero, chico, te digo mi verdad: yo creo que uno en un momento dado
tiene derecho a casarse como sea. O vamos, compréndeme, a no ser que tenga responsabilidades mayores, por caso, enfermos
o cosa así. Pero si es sólo cuestión de que se vayan a ver un poquito más estrechos, ¿eh?, económicamente, yo creo que hay
que dejarse de contemplaciones y cortar por lo sano. Que les quitas un sueldo con el que han estado contando hasta hoy;
bueno, pues ¡qué se le va a hacer! Todos tienen derecho a la vida. Y también, si te vas, es una boca menos a la mesa. Por eso
te digo; yo que tú, no sé las cosas, ¿verdad?, pero vamos, que respecto a la familia, me liaba la manta a la cabeza y podían
cantar misa. Mi criterio por lo menos es ése, ¿eh?; mi criterio.

-Eso se dice pronto. Pero las cosas no son tan simples, Sebastián. Desde fuera nadie se puede dar una idea de los
tejemanejes y las luchas que existen dentro de una casa. Aun queriéndose. Las mil pequeñas cosas y los tiquismiquis que andan
de un lado para otro todo el día, cuando se vive en una familia de más de cuatro y más de cinco personas. No creas que es cosa
fácil.
-Si es que ya lo sabemos, pero con todo eso hay que arrostrar.
-Que no, hombre, que no; prefiere uno fastidiarse y esperar el momento oportuno.

Rafael Sánchez Ferlosio, El Jarama


No pensar. No pensar. No pienses. No pienses en
nada. Tranquilo, estoy tranquilo. No me pasa nada.
Estoy tranquilo así. Me quedo así quieto. Estoy
esperando. No tengo que pensar. No me pasa nada.
Estoy tranquilo, el tiempo pasa y yo estoy tranquilo
porque no pienso en nada. Es cuestión de aprender a
no pensar en nada, de fijar la mirada en la pared, de
hacer que tú quieras hacer porque tu libertad sigue
existiendo también ahora. Eres un ser libre para dibujar
cualquier dibujo o bien para hacer una raya cada día
que vaya pasando como han hecho otros, y cada
siete días una raya más larga, porque eres libre de
hacer las rayas todo lo largas que quieras y nadie te lo
puede impedir.
Luis Martín Santos, Tiempo de silencio
Pedro volvía con las piernas blandas. Asustado de lo que podía quedar atrás.
Violentado por una náusea contenida. Intentando dar olvido a lo que de absurdo tiene la
vida. Repitiendo: Es interesante. Repitiendo: Todo tiene un sentido. Repitiendo: No estoy
borracho. Pensando: Estoy solo. Pensando: Soy un cobarde. Pensando: Mañana estaré
peor. Sintiendo: Hace frío. Sintiendo: Estoy cansado. Sintiendo: Tengo seca la lengua.
Deseando: Haber vivido algo, haber encontrado una mujer, haber sido capaz de
abandonarse como otros se abandonan. Deseando: No estar solo, estar en un calor
humano, ceñido de una carne aterciopelada, deseado por un espíritu próximo. Temiendo:
Mañana será un día vació y estaré pensando, ¿por qué he bebido tanto? Temiendo:
Nunca llegaré a saber vivir, siempre me quedaré al margen. Afirmando: A pesar de todo
no es, a pesar de todo yo quizá, a pesar de todo quién puede desear con una así.
Afirmando: La culpa no es mía. Afirmando: Algo está mal, algo no sólo yo. Afirmando: El
mal está ahí. Interrogando: ¿Quién explica el mal? Reflexivo-recordante: Aquella mujer
que estaba allí y no tenía que estar allí porque era como si no estuviera porque no servía.
Incisivo-perdonador: No tiene nada de ángel porque además de no tener alas parece que
lo único a que aspira es a la aniquilación. El ángel puede volverse contra su dios, pero
este medio ángel no se vuelve más que contra su madre. Acusador-disoluto: Era una
vieja horrible, sólo una vieja horrible. Conclusivo: Soy un pobre hombre.

Luis Martín Santos, Tiempo de silencio


[…] gustando como gusto, me sabe mal tu
indiferencia, para que te enteres. Y todavía ahora,
pase, pero ¡mira que de novios!, la manita y ya era
mucho, claro que no te digo besarme, que eso ni por
ti ni por nadie, pero un poquito más de ardor,
calamidad, aunque te contuvieras, que sólo faltaría,
pero a las chicas, por si lo quieres saber, nos gusta
sentiros impacientes cuando estáis con nosotras, no lo
mismo que si estuvierais al lado de un bombero. Pero
tú, ya, ya, mucho "mi vida", mucho "cariño", pero tan
terne, como si nada, como un avefría, que acaba una
por no saber lo que es control y lo que es indiferencia
[...]. Y no es que yo pida imposibles, entiéndeme, que
a veces pienso si en este aspecto seré una ansiosa
pero procuro ser objetiva (cap. XX)
Miguel Delibes, Cinco horas con Mario
Merced a los documentos y pruebas atesorados
en las carpetas podías desempolvar de tu
memoria sucesos e incidentes que tiempo atrás
hubieras dado por perdidos y que rescatados del
olvido por medio de aquellos permitían iluminar no
sólo tu biografía sino también facetas oscuras y
reveladoras de la vida en España (juntamente
personales y colectivos, públicos y privados,
conjugando de modo armonioso la búsqueda
interior y el testimonio objetivo, la comprensión
íntima de ti mismo y el desenvolvimiento de la
conciencia civil en los reinos de Taifas.

Juan Goytisolo, Señas de identidad

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