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Décima Conferencia Correspondiente al II Seminario de Antropología Bíblica

Dictado por el Doctor Hernán Vergara, 17 de Julio de 1972

Tema:
Politización y militancia

El que hoy, en un seminario sobre antropología bíblica, nos veamos precisados a incluir el
tema de la politización y la militancia, es un hecho que está determinado desde hace siglo y
medio por Marx.

Conocemos a Marx, confusamente, como el pensador que escudriñó fundamentalmente la


Ciencia económica, y que puso en marcha la más grande revolución de que tenga noticia la
humanidad para darle el bote a la economía vigente en su época, o sea para cambiar el
capitalismo por el comunismo. Aún hoy día cuando el marxismo ha tomado rumbos que, en
puntos fundamentales, suscitarían en Marx reacciones tan fuertes como las que le produjera
en su época la burguesía, sigue identificando al marxismo como el sistema económico que
suprime la propiedad privada. El solo título de la obra que más lo identifica, “El Capital”, es el
nombre con que se identifica la economía.

Sin embargo, cualquiera que profundiza en la obra intelectual de Marx cae pronto en la
cuenta de que a Marx no le interesaba la economía y que, si se ocupó tanto en ella fue por la
misma razón que la falta de un puente en Quebrada Blanca acaba de producir paro cívico en
Villavicencio.1 A estos llaneros que hicieron el paro no les interesan las quebradas donde
falta un puente sino su trabajo y la vida que sostienen con su trabajo; pero hubieron de
ocuparse obsesivamente en una quebrada a la que faltaba un puente porque allá quedó
detenida la vida. Las filas kilométricas de vehículos a lado y lado de esa quebrada eran la
imagen de la vida estancada, de la vida que se extingue. Los llaneros se ocuparon de esa
quebrada a más no poder, cuando la falta del puente se interpuso entre ellos y la totalidad de
su vida.

Si Marx hubiera escrito solamente sobre lo que le interesaba su obra tendría como titulo “El
Hombre”. Pero encontró que la producción del hombre estaba detenida, bloqueada, frustrada
y saboteada por lo que A. Smith, vocero indiscutido de su época, llamaba economía. La
economía, o lo que así era identificado, estaba convirtiendo en cosas a todos los seres vivos.
Era la clase dirigente de la humanidad entregada a la tarea de cambiar todo lo que vive en
cosa. La economía, el capital, era una empresa de cosificación, que al tocar al hombre e
incluirlo en este proceso se constituía en la contra-creación, en el anti-génesis.

La Biblia nos había conmovido, de niños, con el relato de la mujer de Lot, convertida
súbitamente en estatua de sal, o sea en una cosa. El descubrimiento de Pompeya y Erculano
también nos sobrecogió de horror con su población convertida de un momento a otro en
museo de estatuas de lava. La literatura y el cine de horror han tratado el tema de sujetos
monstruosos que tenían el hobbie de coleccionar las momias, admirablemente
embalsamadas, de hombres famosos y mujeres bellísimas atraídos ladinamente a sus
fatiduos sótanos. Lo que Marx vio, como ningún otro hombre de su época viera, es que el

1
Acontecimiento que ocupo a la opinión nacional durante 15 días.
capital o la economía, elevada a la dignidad de ley natural, cosificaba a los hombres
masivamente, sin excluir a los propios cosificadores.

La Biblia también nos ha entusiasmado con la resurrección del hijo de la sunamita realizado
por Eliseo (2R 4, 8-37), con el gesto patético de acostarse sobre el cadáver, boca contra
boca, pecho contra pecho, miembros contra miembros, hasta devolverle el calor y la respi-
ración, que son la vida. Todos los que hemos leído el relato de la resurrección del hijo de la
viuda de Naín y de Lázaro, precedidas de la conmoción de Jesús ante el estrago de la
muerte, que cambia en cosa cadáver -a quien era un viviente, hemos sentido esa
constricción en la garganta, ese suspenso de la respiración por el que, una gratitud que
excede a todo medio de expresión, trata de expresarse. El panorama de una humanidad en
proceso de cosificación constituye la contrapartida a la visión de Ezequiel (37,1-11).

A Marx, que fue un humorista del género del humor negro, le ha ocurrido lo que suele ocurrir
a los humoristas: que se les toma al pie de la letra y, con ésto, se les hace decir lo contrario
de lo que quisieron decir. Es así como la diatriba de Marx contra la economía ha sido
convertida, por discípulos sin sentido del humor, en economismo cosificante. Nietzsche dijo
que todo genio es castigado con discípulos.

Pero si detrás del interés que mostró Marx por la Economía está la reivindicación del hombre,
detrás de ésta reivindicación está a su vez la de Dios. Debemos a San Isidoro de Sevilla esta
frase que resume todo el plan bíblico: “Homo vivens, gloria Dei”. El hombre viviente es la
glorificación de Dios. De acuerdo con ésto, el hombre cosificado es, en cambio, el escarnio
de Dios y el hombre aparecen en la Biblia solidarios en la cosificación -que para Dios
consiste en la fabricación de ídolos- y en su reivindicación, que el lenguaje bíblico llama
glorificación. La indignación de Marx ante la cosificación de los hombres denuncia en él al
hombre de la Biblia que habitaba su más íntimo ser. De vez en cuando se exalta como lo
haría cualquier profeta de Israel y olvida los modales del científico de la economía y de la
historia en que quiso instalarse. Pensando en la seguridad de la clase burguesa, escribe:
“Este barco lleno de bufones tendrá que fracasar porque estos bufones no lo creen. Están
enturbiados por la ceguera, y con ceguera habrán de sucumbir. Es una ira justa -o la ira de la
justicia- la que desea que caiga desde el cielo el rayo, un odio que busca las extremas
contraposiciones; la masa rasgará la red de las ilusiones. De la conciencia de sí de vuestra
dominación, del autoengaño de vuestra arrogancia, que mira por encima de la plebe, habréis
de despertar terriblemente. Os aniquilará lo que os ha engendrado, os derrumbará lo que
habéis despreciado. Este odio ya no aclara sino que desenmascara. Busca la prueba. Obliga
al contrincante a que se encadene al sistema, en el que cada paso que da lo conduce cada
vez más cerca del abismo. La primera tesis reza: la revolución vendrá, justamente porque no
creéis. Y la última satisfacción: la revolución vendrá aunque ya lo hubieseis “sabido”2. Uno se
siente en el clima de Ezequiel: “Ellos los dirigentes judíos desorientan a mi pueblo diciendo:
¡Paz! cuando no hay paz” (Ez. 13,10); o en el clima de Juan el Bautista: ”Raza de víboras,
dice a los notables judíos que han ido a escucharle: ¿quién os ha enseñado a huir de la ira
inminente?” (Lc.3, 7-8).
Consta por declaraciones suyas que la crítica de la conciencia religiosa había sido el
presupuesto de su propio desenmascaramiento de la ideología burguesa, y que si él mismo
no dedicó más empeño al desenmascaramiento de la hipocresía religiosa fue porque ya
Feurbach, a juicio suyo, lo había hecho a cabalidad. La religión sólo puede ser criticada
2
Citado por Popitz. Op. Cit. p. 112
desde la religión, pues como lo hace notar Juan Lacroix, “Las luchas que tienen éxito son,
generalmente, las que se realizan en nombre de los mismos valores que el adversario
proclama en teoría y no lleva a práctica”3. Al criticar la religión de la burguesía como una
ideologización de la religión, el crítico reivindica, en cierto modo, a la religión misma. El
mismo J. Lacroix hace esta observación: “En el siglo XIX Nietzsche y Marx, sean cuales
fueren por otra parte sus diferencias, ahondaron un modo nuevo de pensamiento, que sin
dificultad alguna llamaríamos método de las infraestructuras. En lugar de oponer un sistema
a otro, excavan por debajo -podría decirse- conmueven y consiguen el hundimiento del
sistema adverso por destrucción de los cimientos. Constituye una denuncia de la hipocresía y
la mala fe objetiva. El “sistema”, que se presenta como una búsqueda de la verdad, no es, en
realidad, otra cosa que una “ideología” fundada en razones muy opuestas al amor de la
verdad”4. La crítica de la religión, en cuanto sustituto de la genuina relación de Dios el
hombre, fue parte esencial de la predicación de Jesús. En su época, la religión se concretaba
en el fariseísmo, al que probó Jesús en varias ocasiones que había sustituido la Ley divina
por preceptos humanos, crítica que tenía ya varios antecedentes en los profetas.

La critica de la época (siglo XIX), como crítica de la hipocresía

La crítica a la conciencia religiosa adelantada por Hegel y por Nietzsche coincide con su
crítica a la conciencia política. Ellos localizan en un mismo punto el falseamiento a la
hipocresía que en su época presentaban el cristianismo y la política. Para Hegel, el
falseamiento se sitúa en el cristianismo y se produce por su desligamiento de la política: “El
hecho de que la religión cristiana no es política, que se desinteresa por principio de las
realizaciones políticas, escribe Rohrmoser, ponía en tela de juicio su valor a los ojos del
joven Hegel”5. Para Nietzsche, el falseamiento se sitúa en la política y se produce por
identificación de ésta con el cristianismo: “La igualdad de las almas delante de Dios, esta
falsedad, este pretexto de los más viles rencores, este explosivo de la idea, que acabó
convirtiéndose en revolución, idea moderna, principio de degeneración de todo el orden
social, es la dinamita cristiana!… NO QUITEMOS VALOR AL DESLIZAMIENTO DEL
CRISTIANISMO EN LA POLITICA. Nadie se atreve hoy a reclamar privilegios de dominación,
el pathos de la distancia. Nuestra política está enferma de esta falta de coraje. El sentimiento
aristocrático ha sido profundamente minado por la mentira de la igualdad de las almas”6.

La ambigüedad en que estaban sumidos en el siglo pasado el cristianismo y la política,


expresada en la posibilidad de interpretar el falseamiento de la época lo mismo como
apoliticidad del cristianismo que como cristianización de la política, aparece en Hegel cuando
hace juicios en iguales al anterior de Nietzsche: “Lo que ha hecho a la religión cristiana tan
fatal para la historia de la humanidad, escribe Rohrmoser interpretando a Hegel, es que esta
fe, que no podía realizarse sino en personas privadas o en la comunidad de una secta, se
convirtió en la religión del pueblo absorbiendo al Estado y haciendo sancionar y garantizar su
existencia por el poder y por la autoridad del Estado”7.

La relación entre cristianismo y política, o sea entre Iglesia y Estado no podía ser más
neurótica por cuanto no podían concebirse y practicarse ni unidos ni separados. La
3
Hist. y Mist. p. 101
4
Op. Cit. p. 31
5
Theologie et Aliénation dans la Perisée du Jeune Hegel, p. 27
6
Citado por Gustave Thibon en “Nietzsche o el declinar del espíritu”, p. 41
7
Op. Cit. p. 37
burguesía liberal había atacado el sistema monárquico-clerical denunciando la dominación
que tal sistema ejercía sobre el pueblo, pero no para emancipar a éste sino para sustitución
al sistema en la dominación del pueblo. La revolución liberal había sido una simple
laicización del sistema dominante. Hegel duda entre la supresión de la Iglesia para dejarle al
Estado manos libres en la determinación de las formas morales de la vida humana, y
mantener a la Iglesia, única fuente de la moral. En la imposibilidad de escoger lo uno o lo
otro, señaló como salida la subordinación de la Iglesia al Estado y la protección de éste a la
Iglesia. Rousseau definió la ambigüedad y confusión entre la religión y la política en términos
muy semejantes, pero advirtiendo, con más lucidez que Hegel, que el Estado mismo era una
religión. El conflicto se daba, según él, entre dos religiones. Karl Lowith lo formula así: “Todo
dominio político se fundamenta originariamente en lo religioso y cada religión determinada se
limita por su parte al Estado, dentro de cuyos límites vive su culto. El destino del Estado
coincide con el de sus dioses. Esa religión de concordancia se modificó con el ingreso del
cristianismo en el mundo antiguo. Separó la religión de la política y proclamó un reino
celestial que estaba por encima de todo dominio terrenal. Pero desde que el cristianismo
mismo, en la forma de Iglesia católico-romana se volvió político, (constantinismo), Europa
vivió dentro de la escisión del Estado y la Iglesia, del imperio y del papado (Escisión significa
aquí, sin duda, neurosis, agresividad). El hombre perteneciente a alguna iglesia cristiana no
puede ser un ciudadano pleno e íntegro, pues su conciencia religiosa contradice a la del
ciudadano (a su conciencia política). Según éso, Rousseau distingue dos clases de religión:
en primer lugar, la religión del “hombre” que carece de limitaciones nacionales (el Ecumene)
y de cultos particulares, y que corresponde a la profesión de fe del Emilio; y en segundo
lugar, la religión del Estado, nacional y politeísta. La relación del Estado con la religión se -
fundamenta en la utilidad; la del hombre con la religión, se decide por la verdad. El resultado
es el siguiente: LA RELIGION UNIVERSAL DEL HOMBRE ES VERDADERA PERO INUTIL;
LAS RELIGIONES DEL ESTADO, PARTICULARES Y PAGANAS, SON UTILES PERO NO
VERDADERAS. Rousseau trató de solucionar esta contradicción con la religión civil”8.

La oposición entre cristianismo y política fue concretado por Hegel en estos puntos: la
religión es subjetiva, el Estado es objetivo; la religión se circunscribe al ámbito de la vida
privada, el Estado abarca la vida pública o civil. Para valorar el alcance de estas apre-
ciaciones hay que recordar que, para el pensamiento ilustrado, solamente lo objetivo era real
y el dominio de lo privado debía subordinarse incondicionalmente al de lo público. De la
subordinación de la religión al Estado no había más que un paso al rechazo total de la
religión, y Hegel lo dio: “Quien reconoce la supremacía de un Ser, no solamente sobre las
tendencias de su vida… sino aún sobre su espíritu, sobre todo lo que contiene su ser, ése no
puede escapar a una fe positiva”9.

Rohrmoser comenta: “El hombre que no puede sustraerse al reconocimiento de un tal ser,
soberanamente poderoso y que le es extraño, es el hombre que no ha logrado realizar la
dimensión política de su razón. Esta tesis de Hegel tiene dos consecuencias esenciales tanto
para su filosofía de la historia como para su filosofía política. Según el joven Hegel, el triunfo
del cristianismo en la historia universal no ha sido posible en un mundo que había perdido su
libertad política. En esta argumentación, el joven Hegel anticipa y desarrolla esquemáti-
camente el plan de toda la crítica que debía desenmascarar la religión como un
desdoblamiento y una alienación. La acentuación política es seguramente bajo esta forma -a

8
De Hegel a Nietzsche. Ed. Suramericana, p. 332
9
Hegel Theologische Jugendschirften. p. 234
mi parecer- una nota específicamente hegeliana, y subraya también, bajo forma de negación,
la íntima correlación del tema político y del tema religioso en el punto de partida de su
filosofía. De este hecho se deduce para la teoría política de Hegel que la exigencia de
realizar la libertad, aún en el dominio político, es una exigencia de orden religioso”10.

La confusión y el resentimiento neurótico no pueden ser más notorios: el cristianismo triunfa


a favor de la falta de libertad política, pero la realización de la libertad política es una
exigencia del cristianismo. Es preciso tener muy presente esta confusión al momento de
buscarle una verdadera salida a la contradicción entre el Estado y la Iglesia. A favor de dicha
confusión, el liberalismo utilizará y rechazará la religión discrecionalmente, según las
conveniencias políticas del momento.

Marx aprovechó la crítica de Hegel a la religión, pero la llevó más allá. A él ya no le


interesaba denunciar una religión que dominaba sobre el Estado tal como ocurrió en la
teocracia constantiniana, sino toda forma de la religión, incluyendo a la que admitía ser
subordinada al Estado. Marx no quiere saber nada de subjetividad ni de interioridad. El sólo
quiere saber de objetividad, de eficacia en la lucha liberadora del pueblo. Como la política es
precisamente éso, objetividad y eficacia en la lucha, él sólo quiere saber de política. Mutatis
mutandis, cambiando lo que ha de cambiarse, la política en manos de Marx será al complejo
religioso-filosófico de la burguesía lo que fueron las Sagradas Escrituras en manos de Jesús
frente al complejo religioso-tradicional de los judíos de su época. En otras palabras, la
política es en manos de Marx el desenmascaramiento de una hipocresía.

No es necesario ser un militante marxista para identificar a la burguesía como la forma


moderna de la hipocresía. Jean Guitton, de cuya fidelidad católica nadie se atrevería a dudar,
dice al respecto:

“¿Existe, en nuestro tiempo, un medio ambiente en el que la causa del Espíritu haya
resultado comprometida en algún modo por aquéllos mismos que eran sus representantes?
Existe, sin duda alguna. Si queremos buscarlo, será preciso estudiar la clase burguesa que
dominó en los diversos países de Occidente”.

“La burguesía tenía su espiritualidad: la moral. O más propiamente, esa deformación de la


moral que es el moralismo. Cuando una mentira se ha alojado en nosotros tan hondo como
para convertirse en inconciente; cuando se habla el lenguaje de lo eterno y se practica la
búsqueda de lo temporal, hay que contar con que la simulación llegue a convertirse en ley
del ser interior, el cual, forzado a traducir al lenguaje de la virtud las tendencias de su instinto
y a metamorfosearlas sin corregirlas, no logra más que trasponerlas; o sublimarlas, como
dice Freud”11.

La claridad con que Hegel vio que “El Estado (o sea el lugar de la política) es la realidad de la
idea moral”; o con la que Marx vio la identidad entre política, objetividad y eficacia, hace
obligatorio ponerlos a la cabeza de la educación política. De otra parte, los pensadores
cristianos han empezado a admitir sin ambages que “los problemas sociales pasan por la
necesaria mediación de la política”12; que, “la moral es inspiradora de la política y la política
10
Op. Cit. p. 39
11
Justificación del tiempo” pp. 94 y 96
12
Monseñor López Trujillo, Obispo Auxiliar de Bogotá, en “El Cristiano ante la Política”. Ed. mimeográfica
encarna a la moral”13; que “la verdad bajo la forma del bien común del grupo no se impone a
los hombres por su sóla evidencia sino que requiere la mediación de los políticos” 14; que “la
experiencia enseña que el desarrollo de la política a lo largo de la historia tiene a su cargo,
hacia y en contra de todo, la realización de la moral, lo que va contra la idea de que “los
pueblos serán felices cuando sus gobernantes sean filósofos o cuando los filósofos sean
gobernantes”, idea de Platón en la que fue seguido por Aristóteles y por todos los
antimaquiavélicos15; que “la moral obra normalmente por mediación de lo político”16.

Esta aproximación a la política en los pensadores cristianos se está haciendo con mucha
timidez y recelo, entre dos temores: el de volver atrás, a la teocracia clerical, imposible de
repetir aunque se quisiera hacerlo, perspectiva que hoy rechazan todos los pensadores
católicos a excepción de los integristas, y el de verse envueltos en el marxismo, única
escuela de politización acreditada en el presente.

La resistencia al marxismo está determinada, de una parte, por el ateísmo ideológico de


Marx y el ateísmo militante de Rusia, primer Estado socialista; de otra, por el
desconocimiento de la crítica marxista. Entre tanto, el pensamiento del Magisterio busca la
ubicación de la Iglesia en un nivel de reflexión ideológica, moviéndose en la línea del
pensamiento filosófico, al lado y por fuera de la historia. Pensamiento sin encarnación
concreta, como sí lo fue el pensamiento teocrático y como lo es el marxismo. El propio
pensamiento de Pablo VI, tan preciso en otros campos de la actividad humana, muestra la
falta de fronteras entre lo que debe ser, o sea la idea moral, y lo que resulta siendo, o sea el
hecho histórico. Falta de fronteras o confusión que es característica de la falta de esa
sagacidad crítica que ha desarrollado Marx, para los hechos sociales y Freud para los
hechos individuales. He aquí un ejemplo: “La Iglesia, al tiempo que es extraña en sí misma y
por sí misma a la acción política, reivindica sin embargo una presencia en la sociedad civil”17.
He subrayado el verbo reivindicar, porque en él se produce la ambigüedad entre lo filosófico
y lo histórico. En efecto, la presencia de una persona o de una institución en un ámbito del
que han sido rechazadas no se reivindica; se produce. El cobrador de una deuda no
reivindica su presencia ante el deudor moroso y evasivo; la produce. El esposo ofendido no
reivindica su presencia ante el rival adúltero, la produce. Reivindicar no es producir, y de lo
que se trata en el caso de la Iglesia frente a una sociedad civil que la ha excluido de sus
leyes y costumbres, es de producir su presencia en esa sociedad. La presencia de la Iglesia
no ha sido excluida de la sociedad civil en virtud de planteamientos filosóficos y no volverá a
hacerse presente apoyada en afirmaciones doctrinales. La Iglesia fue desalojada de la vida
civil porque era un poder: el poder católico. El retorno de la Iglesia como presencia en la
sociedad civil ha de producirse en forma distinta a la de un poder, y la posibilidad de hacerlo
en esta nueva forma está apenas en vía de ser pensada y ensayada.

El magisterio viene ensayando también, para superar la contradicción de “ser extraña en sí y


por sí misma a la acción política” y estar, sin embargo, “presente en la sociedad civil”, un
recurso que, en realidad, está operando en contra de la unidad de la misma Iglesia: el de
distribuir las funciones de ausencia y de presencia entre clero y laicado respectivamente. En
el documento antes citado, Pablo VI acoge esta tentativa de solución: “El papel de los laicos.
13
Jean Lacroix, Historia y Misterio, p. 28
14
Id. p. 111
15
Georges Mounin, citado por J. Lacroix, id. p. 104
16
Id. p. 100
17
La Política de la Iglesia Alocución de Pablo VI al Cuerpo Diplomático, 9 enero 1972
-Es pues evidente- que esta abstención política de la Iglesia no significa inacción y rechazo
de los ciudadanos, de los laicos fieles a la vida eclesial; ella no significa en particular
ausencia de participación en la vida nacional”18. Esta salida al problema deja verdadera, para
los miembros del clero, la tesis de Rousseau: “El hombre perteneciente a alguna Iglesia
cristiana no puede ser un ciudadano pleno e íntegro, pues su conciencia religiosa contradice
a la del ciudadano”. Es precisamente a causa de esta convicción por lo que el pensamiento
político moderno le ha negado a la Iglesia el derecho de estar presente en la vida civil. El
respaldo que trae Pablo VI a la anterior tesis no es muy convincente: “Muy al contrario, dice:
estos laicos pueden ser la levadura en la pasta” (cf Mt. 13,33). La carta a Diognete los define
como el alma del mundo: “quod est in corpore anima, hoc sunt in mundo christiani” 19. Los
“cristianos”, en el lenguaje de los evangelios o en un documento del siglo II como lo es la
carta a Diognete no podían equivaler a nuestros ”laicos”; aquella era una identidad
diferenciadora de los paganos e incluía a todos los bautizados, desde el obispo de Roma
hasta los recién bautizados; ésta es una identidad intraeclesial, surgida en época
relativamente reciente, diferenciadora de otros estamentos eclesiales: el clero. La prueba de
que esta tentativa de solución no es la salida verdadera al problema está en la producción
incesante, una tras otra, de nuevas fórmulas de concebir la politización de la Iglesia.

La función que, dentro de esta tentativa, se le asigna al clero, es la de “formar la conciencia”


de los laicos o, como precisa monseñor López Trujillo, de los políticos cristianos. Esta
actividad es imaginada, en la literatura pastoral, como algo que se desempeña serenamente
desde un refugio de neutralidad. La fórmula pertenece a la antropología concientista
inaugurada por Descartes y desarrollada en su plenitud por Kant y por Hegel, antropología
que ha dominado sin estorbo alguno en la enseñanza cristiana de los últimos siglos. Ella
desconoce la índole dialéctica de la relación entre la conciencia y la realidad extramental
sobre la que se construyó todo el pensamiento y la práctica marxista y que está admitida
universalmente ya como la mejor expresión de la vida humana, en general y muy
particularmente de la actividad revolucionaria. En ésta concepción, la conciencia es un
momento fundamental de proceso, pero apenas un momento, siendo el otro la acción o la
praxis. Imposible enseñar algo excluyendo del proceso de enseñanza la acción misma que
se pretende enseñar. Tratándose de política, ésta es lucha, y lucha de clases. No es posible
“formar la conciencia” de alguien para la acción política permaneciendo ajeno a esa lucha,
desde fuera de la clase, y menos cuando por principio o por doctrina, se niega la lucha de
clases. Chuang-Tseu, filósofo taoísta, sucesor de Lao-Tse que vivió hacia el siglo V, ironiza
contra la enseñanza puramente doctrinal en un proverbio que se ha hecho popular en Occi-
dente: “Las cosas que pueden enseñarse no valen la pena de aprenderse”. Más de acuerdo
con la condición histórica del hombre fue en este punto el pensamiento medioeval. En esos
tiempos, cuando algún líder espiritual se sentía llamado a movilizar la fuerza cristiana contra
los musulmanes en alguna cruzada no se limitaba a formar la conciencia de los cruzados
desde alguna cátedra de serena neutralidad sino que entraba él mismo en la cruzada, dando
ejemplo de entusiasmo y de fogosidad y compartiendo los riesgos, y las penalidades de la
lucha que a menudo llevaban a la muerte.

El pensamiento de los cristianos se debate en la ambigüedad e imprecisión de sus fórmulas


de politización porque reposa en ciertos presupuestos que se dan por evidencias. Así, por
ejemplo, la tesis que hasta ahora no he visto criticada, de que “el Estado y la Iglesia, aunque

18
alocución del 9 de enero de 1.972 a Cuerpo Diplomático.
19
Ep. ad Diognete 6,1; p, 2,1173
a títulos diversos, están al servicio de la vocación personal y social de las mismas personas
humanas” esta afirmación viene al final del siguiente texto de Gaudium et Spes: “La Iglesia,
que en razón de su cargo y de su competencia, no se confunde de ninguna manera con la
comunidad política y no está ligada a ningún sistema político, es a la vez el signo y la
salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. Sobre el terreno que les es
propio, la comunidad política y la Iglesia son independientes la una de la otra y autónomas.
Pero ambas, aunque a títulos diversos, están al servicio de la vocación personal y social de
las mismas personas humanas.” (76).

Esta clase de literatura muestra hasta qué punto el pensamiento cristiano de hoy se ha
alejado del realismo histórico de la Biblia y se ha dejado envolver en las nieblas humanísticas
y abstractas del pensamiento ilustrado.

En efecto, ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento acogen esa visión de una humanidad


indiferenciada que la literatura de la Ilustración empezó a denominar “la especie humana”. El
pueblo de Dios del Antiguo Testamento y el Ecumene del Nuevo no son la humanidad sino
una parte de la humanidad. En la Biblia la humanidad no aparece en ningún momento como
una especie zoológica, cuyos individuos son por naturaleza iguales entre sí. El pueblo de
Dios y el Ecumene se forman con personas que han sido llamadas o elegidas y que han
respondido o aceptado el llamamiento y la escogencia. La Palabra de Dios se dirige a
“quienes tienen oídos para oír”; es perla “que no ha de echársele a los cerdos”. Cristo no vi
no a enseñar que debemos amar a quienes nos aman porque “eso ya lo saben y lo hacen los
extraños”. ¿Extraños a qué? al Reino; al Ecumene. El cristiano debe amar a todos los
hombres, pero el mandamiento del amor no es dado a todos los hombres sino a quienes han
sido llamados y han respondido. El Estado y el Ecumene no tienen por objeto de sus
respectivas acciones a las mismas personas. Las leyes del Estado obligan a todas las
personas del sector de población que constituye la nación y a ninguna de las personas
pertenecientes a otros Estados. El Magisterio y la Pastoral de la Iglesia se dirigen solamente
a los fieles de cada nación pero a todos los fieles que hay en todas las naciones. Estas
diferencias están cargadas de consecuencias, prácticas. La presunción, a primera vista
evidente, de que las mismas personas humanas son objeto del servicio del Estado y de la
Iglesia, se apoya en la concepción de la persona como sustancia o como naturaleza, o sea
en una concepción material, objetivizante, cosificante de la persona; a la luz de la concepción
dialógico-responsorial de la persona, es evidente que no es a las mismas personas humanas
a quienes interpela el Estado con sus leyes y la Iglesia con la Palabra de Dios y con los
sacramentos. El pensamiento del Magisterio no se ha desligado todavía del hábito mental,
adquirido en los 13 siglos de civilización constantiniana, de hacer coincidir al súbdito del
Estado y al fiel de la Iglesia, y ésto a pesar de que, a nivel de directivos, hay plena conciencia
de la no coincidencia entre mandatarios civiles y jefes religiosos.

La distribución de funciones entre el clero y el laicado, frente a la tarea de la acción política,


se expresa también en esta forma: el compromiso político, partidista, para los laicos; para el
clero, algo menos comprometedor: la reflexión y la denuncia. Pablo VI lo formula en estos
términos:

“Esta presencia de la Iglesia (en la sociedad civil)… puede llegar a ser, cuando sea
necesario, crítica saludable…Los obispos reunidos en el Sínodo han tenido conciencia de
este deber cuando han declarado que la educación para la justicia puede suscitar también “la
facultad crítica que lleva a reflexionar sobre la sociedad en la cual vivimos y sobre sus
valores”, y cuando han reconocido que en ciertos casos, la misión episcopal “impone el deber
de denunciar valerosamente y con caridad, las injusticias”.

Subrayo los verbos reflexionar y denunciar porque son dos verbos del pensar y del hablar,
pero no del actuar. San León Magno, saliendo al encuentro de Aníbal, interponiéndose entre
el bárbaro triunfador y el pueblo romano; Pío XII, saliendo a los suburbios de Roma que
estaban siendo bombardeados por Hitler; Pablo VI, escapándose del programa protocolario
para entrar a una humilde vivienda del barrio Venecia de Bogotá, han enseñado por acciones
que presuponen reflexión y denuncia, pero que no podría encerrarse en los verbos
reflexionar o denunciar, Eso es ya compromiso.

El pensamiento cristiano permanece aún tímido, inseguro y confuso en cuanto a la


politización por la común renuencia de los cristianos a utilizar la crítica marxista o por el
hecho de que los cristianos que hacen contacto con la crítica marxista suelen dejar de ser
cristianos. Mucho se adelantará, a mi parecer, cuando el pensamiento cristiano, haciendo
justicia a Marx y a la Divina Providencia, incluya a este genio del pensamiento crítico entre
esos testigos insobornables de la realidad que renuevan de tiempo en tiempo la presencia de
Dios entre los hombres. Marx no fue el testigo de toda la realidad, como no lo fueron cada
uno de los profetas o de los santos, pues solamente Cristo es el testigo de toda la realidad.
La realidad por él descubierta, después de rasgar apariencias secularmente consolidadas, es
sin embargo indispensable al descubrimiento de todas las otras formas de la realidad de
nuestro tiempo. Un ejemplo en respaldo de esta afirmación puede ser el descubrimiento de
que el agente de la acción política no es la persona individual ni la sociedad en general sino
la clase social; que la lucha por el poder y el ejercicio del poder no es actuado por personas
naturales sino por clases sociales sobre clases sociales; que el Estado es, por lo tánto, el
lugar de la lucha de clases y la permanente búsqueda de un modus vivendi entre clases
sociales antagónicas. Con esta realidad a la vista, y teniendo en cuenta que la clase social es
una categoría ajena a la visión bíblica del hombre; una categoría no -bautizada ni bautizable,
es fácil admitir que el Estado y la Iglesia no están, ni aún a títulos diversos, “al servicio de la
vocación personal y social de las mismas personas”. El Estado está al servicio de la vocación
clasista de las personas, si así podría decirse, que es exactamente la antivocación bíblica. La
Iglesia de Cristo se introdujo en la historia como rechazo a las clases de la época: las razas,
las lenguas, las naciones. El Ecumene es la negación radical de las clases. La Iglesia existe
para hacer posible una sociedad sin clases, tal como lo soñara Marx, pero con la diferencia
de que Marx no lo soñó como un Ecumene que conviviría con los Estados, diferenciado de
ellos, sino como una humanidad indiferenciada o una “especie humana” de la que habrían
desaparecido los Estados y, con ellos, las clases sociales. De su parte, el Estado ejerce
normalmente una presión contra las vocaciones personales. La crisis del sistema feudal a
favor del liberalismo burgués se produjo precisamente para sustentar a las personas en su
lucha por la libertad, o sea por su vocación personal, en contra del Estado. El protestantismo
alemán, así como la burguesía liberal, protagonizaron por este aspecto una acción que
correspondía en propiedad a la Iglesia Católica. Esta se encuentra hoy, después de un largo
y difícil proceso de desvinculación con el derecho divino de los reyes, buscando una
conciliación con el Estado más que una resolución de la contradicción entre Ecumene y
Estado dentro de la cual se le reconoce al Estado una autonomía de alcances vagos y
ciertamente discutibles. El pensamiento de la intelectualidad católica a empezar a presentar
las formas liberales sobre el Estado La Iglesia cuando el liberalismo a pasado a la condición
de “ancien regime” de la negación de la política a la identificación con la política.
Después de desconocer “la dimensión política de la razón humana” (Hegel), no es extraño
que teólogos cristianos vayan al extremo opuesto de afirmar que “la razón humana se ha
hecho razón política” y que “la construcción desde sus bases económicas- de la Polis, de una
sociedad en la que los hombres pueden vivir solidariamente como tales abarca y condiciona
severamente todo el quehacer humano…Que los hombres entran en contacto entre ellos a
través de la mediación de lo político” 20 No tanto! los hombres entramos en relación también,
y en las primeras etapas del desarrollo de la personalidad, exclusivamente, por otras
mediaciones: la filiación o la paternidad y el enamoramiento. También podemos entrar en
relación por la mediación de la fe bíblica, tanto con Dios como con los prójimos, en el
Ecumene, por encima del ámbito estatal a que está circunscrita la relación política.

Esto no suprime el hecho de que la politización correcta deba ocupar hoy el primer lugar en
el espíritu de los cristianos, hasta el punto de que podamos suscribir la afirmación de Mao:
“El que no tiene un pensamiento político correcto es como el que no tiene alma”,
pensamiento que el cristiano ha de asociar a la sentencia evangélica: “¿De qué sirve al
hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? (Lc 9,25) La razón de ello es que la
apoliticidad de la Iglesia ha sido, desde que la cristiandad se vio recusada y reemplazada por
la Ilustración y el liberalismo, el lugar de la hipocresía.

Esta hipocresía no limita sus efectos a falsear la vida de los cristianos en un sector o en una
dimensión de la misma, o sea en el ámbito de la vida civil o pública; ella se ha constituido en
modelo para la vida cristiana en todas sus relaciones. La hipocresía política ha contaminado,
coloreado e impregnado de hipocresía todas las elaciones del cristiano. El saneamiento
moral de la relación política se ha constituido, por tal razón, en la mediación obligada para el
saneamiento moral de las relaciones familiares, de la relación hombre-mujer y de la relación
eclesial o ecuménica. Teniendo esto en cuenta.

La afirmación antes citada de Gustavo Gutiérrez, que resulta excesiva y excluyente en la


forma esencialista o sustancialista en que está expuesta, podría ser aceptada en un sentido
de prioridad operativa.

La política ha sido el lugar de la hipocresía en la Iglesia; el punto en que el cristiano pierde su


identidad y la confunde con la de ciudadano; el punto en que una superioridad, la de
sacerdote y rey, es vivida vergonzantemente o simplemente desplazada al inconciente para
no atraerse la ira de quienes, a nombre de la identidad política, reclaman el derecho a dirigir
la sociedad. Desde que el pensamiento ilustrado triunfó con las armas en la mano, contra la
cristiandad feudal, en la Revolución Francesa y en el imperio napoleónico, la jerarquía
católica ha sobrellevado ese tipo de existencia ambigua, entre la dignidad del príncipe y la
humillación del desterrado, que hemos conocido desde la guerra civil española como
“Gobierno en el exilio”. La solemne pero ineficaz literatura oficial del catolicismo, en la que se
sigue hablando un lenguaje de soberano a soberano, en la que se subentiende una armonía
entre los soberanos que se intercambian obsequios, expresa la ambigüedad de ese modo de
existencia. La fábula de la zorra y las uvas simboliza esa situación de quien, vencido en sus
aspiraciones y en sus derechos, enmascara ante si mismo y ante los demás la realidad de su
derrota y de la inferioridad de sus fuerzas frente a la tarea, con la dignidad de quien no está
20
Gustavo Gutiérrez, Teología de la Liberación, pp 66 y 67
interesado en conseguir lo que acaba de perder. El predominio cada día mayor, en todos los
países y bajo todos los regímenes, de la conciencia política sobre la conciencia religiosa, no
permite prolongar por más tiempo esta ilusión de soberanías en pie de igualdad. Se hace
apremiante acabar con tal ficción y buscar la salida a la contradicción entre el Estado y la
Iglesia en la diferenciación neta de sus identidades. Desde estas identidades, que no dan
lugar a un píe de igualdad en términos de poder, la Iglesia podrá verse a si misma despojada
de poder, pobre y violentada entre los pobres y los violentados, pero podrá también verse
como la presencia indiscutible del amor, de la misericordia y de la reconciliación entre los
hombres, o sea como la presencia, entre los hombres del Dios Bíblico. Del único que sabe a
cabalidad lo que es el hombre, lo que vale la pena de hacer por el hombre, toda la
monstruosidad que hay en explotar al hombre y todo el sufrimiento que hay en ser explotado.
Desde esta clarificación de identidades podrá plantearse claramente la dialéctica entre la
Iglesia y el Estado, o sea la politización del cristiano.

El ataque del pensamiento ilustrado a la Iglesia tuvo el éxito que buscaba, de hacerse al
poder que detentaba la jerarquía en el sistema feudal, heredero directo de régimen
constantiniano. La revolución liberal logró ese triunfo, porque tomó a la Iglesia en las redes
de su propia doctrina acerca del poder, la cual afirma que “El Reino de Dios no es de este
mundo” y que, por consiguiente, no tiene necesidad del poder.

Es que, como observa J. Lacroix, “Las luchas que tienen éxito son, generalmente, las que se
realizan en nombre de los valores que el adversario proclama en teoría y no lleva a la
práctica”21.

Esta salida a la contradicción entre Iglesia y poder temporal quedó limitada al orden empírico.
Fue una solución de facto pero dejó pendiente su liquidación en el orden doctrinal. Entre
tanto, la jerarquía eclesiástica, despojada objetivamente del poder ha mantenido, con
excepciones tanto más sonadas cuanto más escasas, los comportamientos de clase
gobernante adquiridos en 13 siglos de régimen constantiniano22. Es en este punto en el que
encontramos actualmente a los teólogos y a los pastores, debatiéndose entre la convicción
de que deben estar del lado de los pobres con la más sincera voluntad de hacerlo, y el
resultar estando del lado de los poderosos. Los pobres, ciertamente, no dan señales de
sentir que los obispos han entrado a formar parte de su clase. Los obispos lograrán su
propósito en lapso más o menos largo, porque presentan sus anhelos ante Dios y todo
anhelo presentado ante Dios resulta al fin cumplido, pero las consecuencias para la salud de
la humanidad y para la Iglesia misma variarán inmensamente, según que la buena voluntad
episcopal se realice siguiendo el modelo de la buena voluntad de las vírgenes acuciosas o el
de la buena voluntad de las vírgenes descuidadas. La dificultad no está, ciertamente, a nivel
personal, en el que la opción por los pobres está prácticamente hecha. La dificultad está a
nivel de la conciencia de clase, por la tenacidad y habilidad que toda conciencia de clase
tiene de recuperarse a contracorriente de los hechos más apropiados para desmontarla.

En la línea de documentos e ilustrativos de la contradicción entre el propósito que tienen


muchos jerarcas de “estar del lado de los pobres” y sus reflejos de clase poderosa pueden

21
Op. Cit. p. 101
22
Esta situación ficticia ha empezado a ser liquidada a favor de una diferenciación inequívoca en algunas partes, es ejemplar
al respecto la actitud y la actuación de la Jerarquía católica en Zaire (alto Volta) frente al régimen de Mobutu.
citarse muchos ejemplos. Para muestra, el siguiente texto, tomado de una de las cartas
pastorales más conmovedoras por la tónica de sinceridad que la enmarca.

“Por la voluntad de Dios voy a ser de ahora en adelante el obispo y el pastor de esta
diócesis. Como Jesucristo no vengo a ser servido sino a servir. Tengo el deber de “hacerme
todo a todos para conduciros a todos vosotros a Jesucristo. Es natural, sin embargo, que me
sienta más servidor de aquéllos que tienen más necesidad de mi ayuda: de los pobres. De
aquéllos a quienes falta lo necesario para vivir dignamente; de quienes se sienten al margen
de la sociedad; de los que se creen sin voz para defender sus aspiraciones legítimas; de
quienes están privados de cultura y que, tal vez, no son concientes de su dignidad personal.
Mi deber, en efecto, es dar el testimonio mismo de Cristo: “Los pobres son evangelizados”.
Nadie ha de sorprenderse de verme manifestar mis preferencias para los pobres; ser la voz
de los que no son escuchados; defender el derecho de quienes no tienen más que deberes;
ser el apoyo y el amigo de quienes no tienen amigos”. Este lenguaje es el de una persona
que, sintiéndose o sabiéndose poderosa ante los poderosos y entre los poderosos, quiere
emplear su poder en favor de los pobres. Uno piensa en el mal rato que esta lectura le pudo
causar a un hombre como Franco y a su corte. Pero desde el punto de vista de la eficacia,
mucho más importante que interceder como poderoso ante los poderosos sería ayudar a los
pobres mediante la educación política y la organización para que ellos mismos hagan valer
sus derechos. Es lo que, desde hace un siglo, propone el marxismo. La dificultad está en
que, para ser escuchado y seguido por los pobres en este campo, es preciso formar causa
común con ellos. Ser uno de esos pobres cuya voz no encuentra audiencia ante los
poderosos. El modelo de esta kenosis, de este rebajamiento, de esta desaparición, lo dio el
Verbo de Dios al hacerse uno de nosotros, y no de cualquier clase, sino de esa clase que
forman los marginados, los sin importancia, los sin amigos y sin poder. Por eso pudo ser
calumniado, condenado a muerte y ejecutado con todas las de la ley. Jesús tenía clara
conciencia del puesto que le correspondía en la comunidad que El mismo fundaba, que era
el mismo que le corresponde objetivamente en la creación. “Vosotros, dijo a sus discípulos
en víspera de ser crucificado, me decís Señor y decís bien por que lo soy”. Pero sabía
también que esa jerarquía estaba oculta de momento en el campo de las apariencias y que lo
estaría hasta el fin de los tiempos cuando ocurrirá la parusía. San Pablo instruye a sus
discípulos sobre punto tan importante para que no se llamen a engaño cuando se vean
desconocidos: “Habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios hasta que
Cristo aparezca; entonces vosotros también apareceréis” (Col. 3, 3-4).

Sin duda la mayoría de los obispos y los sacerdotes quieren ponerse del lado de los pobres,
y de hacerlo sin dejarse coger por cualquier movimiento de recuperación como, por ejemplo,
la publicidad. Pero el veto que se ha impuesto a si mismo el pensamiento oficial de la Iglesia
en relación a la militancia política coloca a tantas buenas voluntades en la posición de
“ineficacia bienintencionada o mala fe objetiva” (Sartre). Ocurre que para estar con los
pobres no basta estar con los que aguantan hambre, desnudez, desempleo, falta de
asistencia médica, falta de vivienda y demás. Se puede carecer de todo y no pasar de ser un
indigente. Un indigente como tantos que inspiran compasión y que, si saben llevar su
indigencia con humildad, son hasta simpáticos. Para ser pobre hay que padecer persecución
por amor de la justicia; para padecer persecución hay que luchar con la eficacia necesaria
para que el poderoso se sienta amenazado en su posición; y para luchar con ese mínimo de
eficacia hay que hacerlo del lado de la clase de los pobres. Porque solamente la lucha que
adelanta una clase es eficaz y lleva el temor al poderoso.
Como no se destruye sino lo que se sustituye, la conciencia de clase que está determinando
los comportamientos sociales de los cristianos, (hecho admitido públicamente por el P.
Arrupe, por el P. Bigó y otros), no desaparecerá sino a favor de la conciencia de Iglesia, o de
Ecumene. La opción política, a favor de la clase de los pobres no puede ser una opción, un
acto libre, una expresión de amor, sino desde fuera de cualquier conciencia de clase. La
conciencia de clase es una alienación de la persona, y no se opta jamás en conciencia contra
la propia identidad. Optar por la clase a que se pertenece ya o por la clase antagónica es
optar por la alienación en la clase. Para optar por los pobres hay que optar por su clase,
porque es allí en donde se encuentran los pobres en la forma de alienación menos distante
de la identidad personal. La política, ciencia del mal menor y ciencia de lo realizable, exige
que se vaya a una persona alienada buscando como punto de encuentro la menos alienante
de sus alienaciones. Para un pobre, es menos alienante estar determinado por su conciencia
de clase pobre que por una conciencia de partido policlasista, dentro del cual juega
inevitablemente el papel de miembro sometido y utilizado.

No puede hablarse de politización del cristiano antes de enjuiciar la conciencia del cristiano
críticamente y poner en claro si se está determinando desde la conciencia eclesial o
ecuménica, o desde la conciencia de clase. El punto no se resuelve, de acuerdo a la
dialéctica, mediante simple crítica o reflexión intelectual, sino mediante un proceso que
incluye la reflexión y la práctica como sus dos momentos inseparables. Nuestra experiencia
de acción política, aunque breve, nos ha enseñado que desde los primeros pasos de opción
por la Anapo, partido de la clase pobre, hubo presiones, de parte de nuestra clase de origen,
para excluirnos de ella o para recuperarnos. La praxis política aceleraba el movimiento hacia
la desclasificación que era exigido por nuestra conciencia de Iglesia.

En el punto de la actitud frente a la conciencia de clase, la posición del cristiano converge y


difiere de la del marxismo, en el reconocimiento de la lucha de clases como realidad
fundamental de la acción política y la consiguiente necesidad de tomar compromiso de clase
con los pobres si se quiere realmente estar del lado de ellos; difiere en cuanto el marxismo
proyecta la supresión de las clases y la consiguiente posibilidad de una existencia personal,
en conciencia, a un futuro indefinido, mientras que para el cristiano esa posibilidad se da
inmediatamente como fiel de la Iglesia, como miembro del Ecumene.

En última instancia, sólo hay una contradicción antagónica, que por ahora está enmascarada:
la contradicción entre conciencia de clase y conciencia eclesial, que se proyecta
objetivamente como contradicción entre el Estado y la Iglesia, o como contradicción entre la
política y el cristianismo. Esta contradicción, apaciguada desde Constantino hasta nuestros
días por diferentes formas de conciliación, ha de ser desenmascarada para que pueda ser
resuelta. Con este presupuesto como punto de partida, hay que buscar todos los puntos que
favorecen o dificultan la diferenciación de la conciencia eclesial y de la conciencia política.

Todo el problema vuelve al punto de la contradicción entre el poder y la verdad, pues lo que
está demorando el encuentro entre la Iglesia oficial y los pobres es el conjunto de residuos
del poder que aún ostenta la jerarquía eclesiástica. Terminar por propia iniciativa el despojo
del poder que inició la burguesía liberal, llevándolo más allá del punto en que al liberalismo le
interesa, es tarea indiscutible de los jefes del Ecumene. Llevar a su extremo la prescindencia
de los apoyos que el Estado mantiene a la Iglesia para que también se produzca la supresión
total de la ayuda que la Iglesia presta al poder político en forma de legitimación moral del
mismo. Acabar de suprimir, en una palabra, la utilización mutua del Estado y de la Iglesia,
para que se haga posible establecer su relación en el exclusivo fundamento del servicio de la
Iglesia al Estado y que la Iglesia pueda afirmar históricamente: “No estoy para ser servida
sino para servir”. El despojo de poder o la pobreza de poder de la Iglesia puede ser
entendido y realizado al entender que no se trata de una simple falta de poder. La Iglesia
tiene una tarea ante el mundo y para el cumplimiento de toda tarea se requiere alguna forma
de poder. Es la cuestión del fin y de los medios. El poder es un medio para un fin. Sólo que
el poder de la Iglesia no es el del Estado y la política sino el del Espíritu (Ruah).

Las instrucciones del Magisterio en lo referente a la acción política de los cristianos insisten,
como es natural, en que el cristiano emplee exclusivamente medios evangélicos; con base
en esta visión, asignan al sacerdote o al obispo la tarea de formar la conciencia del laico, en
cuanto militante político. Ponen al miembro del clero en la condición de experto en evangelio
y, en cuanto tal, como experto en medios de acción política. Es una visión fácil de concebir y
de formular, pero irrealizable. El fin y los medios son de la misma índole, y sólo quien se
propone un fin es apto, moralmente, para escoger los medios. Porque la última esencia de la
moralidad de un medio es su eficacia, como lo ejemplariza Jesús en su parábola del
“mayordomo infiel”. Para los fines evangélicos, medios evangélicos; para fines políticos,
medios políticos. Jesús recrimina a Pedro por echar mano a la espada; San Pablo, con la
misma lógica previene a los cristianos de Roma que se cuiden de retar al principe porque
éste ”tiene en su mano la espada, y no la tiene de adorno”(Rom. 13,4). El pastor eclesial es
el más indicado para formar la conciencia de quien quiere ser santo, pero no es
necesariamente el más competente para formar la conciencia del militante político. En este
campo sólo tendría la autoridad que le confieran su claridad de visión y su compromiso. Si
decide no tomar partido, no comprometerse en la lucha, debe renunciar a tener alguna
competencia como formador de conciencia del militante político.

La idea de que los pastores sean competentes para”formar la conciencia” de los laicos que
han de actuar en política, o de los políticos cristianos, es consecuencia de la confusión entre
Estado y Ecumene peculiar de la estructura constantiniana a que sigue asociada
inconcientemente la mentalidad episcopal. En el documento antes citado del Cardenal
Enrique y Tarancon se lee este típico texto de la literatura oficial de la Iglesia:

“Los sacerdotes, como por lo demás toda la Iglesia, están obligados, en toda la medida de
sus posibilidades, cuando se trata de defender derechos humanos puestos en tela de juicio,
o cuando se ha de promover el desarrollo integral de las personas o cuando se ha de
promover la causa de la justicia y de la paz, a escoger una manera precisa de actuar que sea
conforme a los medios que concuerdan evidentemente y siempre con el Evangelio. Es por
ésto por lo que los sacerdotes deben ayudar a los laicos a formarse la conciencia de manera
recta”. Esta manera de ver supone que la acción política puede ser adelantada por medios
evangélicos, caso en el cual tendrían indudablemente competencia formadora los pastores.
Pero ocurre que la acción política tiene por objetivo el poder y por lugar el Estado, en tanto
que el Evangelio tiene por objeto la santidad y por lugar el Ecumene. Hubo tiempos en los
que muchos cristianos, resueltos a no hacer cosa alguna que no estuviera enseñada y
ejemplarizada en el Evangelio, huyeron al desierto o se encerraron en monasterios o
constituyeron comunidades mendicantes, renunciando a los deberes para con el Estado pero
también a la protección de éste. Ni en el desierto, ni en los monasterios se hacían presente
los funcionarios del Estado para proteger las vidas y bienes de sus habitantes o para
construir caminos, escuelas u hospitales. Todos los trabajos de infraestructura y los servicios
que hoy esperan los católicos del Estado como quien espera el respeto a derechos
adquiridos, eran realizados por los miembros de esas comunidades que, como se decía,
huían del siglo. En esas comunidades se desplegaban los medios evangélicos y solamente
éstos, con aspectos poéticos y sublimes como los registrados en Las Florecillas de San
Francisco. Los monjes no prestaban servicio militar ni aceptaban empleos policivos, con lo
que se ponían a salvo de ejercer violencia sin necesidad de constituirse en objetos de
conciencia. También daban por sentado que no tenían responsabilidades políticas, ni
directas como militantes ni indirectas como formadores de conciencias. Como lo recordé
antes, cuando algún líder espiritual, se sentía llamado a movilizar la fuerza cristiana se ponía
al frente de los ejércitos de militantes de la lucha, riesgos y penalidades que a menudo
llevaban a la muerte. En esos tiempos había claridad en lo que se buscaba. Con medios
pacíficos, evangélicos, o con medios violentos, nada evangélicos, los cristianos entendían
luchar por el Ecumene; los mismos príncipes se jugaban más como fieles de la Iglesia que
como jefes de Estado. En tal estructura, los obispos y los sacerdotes eran líderes con campo
de acción ilimitado. Si sólo había el Ecumene, sólo podía haber una clase dirigente; el clero.

Pero con el proceso que produjo la Revolución Francesa, la conciencia política pasó a
predominar sobre la conciencia religiosa y a la Iglesia le fue asignado, o un sitio de
subordinación al Estado como en Hegel o ningún sitio como en Marx. Este vuelco ha sido
retardado en países como el nuestro, pero eso no quita que nuestras clases dirigentes tanto
las de la Iglesia como las del Estado estén tomadas por los dinamismos inconcientes del
anticlericalismo de los laicos y de la liberación de los eclesiásticos intelectuales. Directrices
operativas. La clase política más dinámica, identificada como la izquierda y apersonada
efectivamente en los últimos lustros por Lleras Camargo y Lleras Restrepo encontraron en el
problema del control natal la oportunidad de notificar a la jerarquía eclesiástica que éste se
adelantaría con ella, sin ella o contra ellas. A esta notificación nuestra jerarquía respondió a
través de una directiva radicalmente conciliatoria con reacciones verbales de ineficacia
asegurada. Disimulándose y negándose a sí misma empecinadamente la realidad de su
situación de clase sometida para seguir jugando a la ilusión de clase poderosa, asociada a
las otras clases directivas del Estado.

La negación de esta realidad se ha cumplido en nuestro país, al igual que en el resto del
mundo, mediante la figura de la apoliticidad o de la neutralidad política. Entre nosotros, esto
está ocurriendo con el radicalismo correspondiente a una clase que conoció hasta hace muy
poco y ejerció efectivamente funciones directivas en el Estado. En el ensayo que acaba de
publicar mimeográficamente el obispo auxiliar de Bogotá es presentado así el
desplazamiento sufrido por la clase clerical bajo la presión de la clase política:

“EL CRISTIANO ANTE LA POLITICA.


Algo de historia. Durante los últimos lustros ha habido un alejamiento pronunciado por parte
de la jerarquía con relación a los problemas políticos. Este distanciamiento constituía una
necesaria liberación con relación a un pasado en que la jerarquía se encontró demasiado
ligada con una determinada facción política, la cual le ofrecía respaldo permanente y
aseguraba acudir a sus derechos conculcados. Es un pasado doloroso que no se puede
juzgar a la ligera”.
Este pasado que el autor califica de doloroso, sin precisar para cuál de las partes en
conflicto, estuvo constituido por la tardía oleada de la Revolución Francesa, o sea por la
rebelión de la conciencia política, apersonada en estos países por la masonería y su
instrumento político, el partido liberal, contra la estructura teocrática constantiniana y su
instrumento político, el partido conservador. En el momento actual ese conflicto ha terminado
prácticamente por el triunfo total de la conciencia política sobre la conciencia religiosa. El
autor del ensayo que comento niega esta derrota denominándola liberación, con lo que de
paso, a los vencedores de cualquier culpa y tiende hacia ellos una mano conciliadora.

“A lo largo de un buen trecho de la última centuria, continúa el autor, la Iglesia fue asediada y
perseguida en nombre de determinadas ideologías… Lo político y lo doctrinal se confundían
en inextricable maraña”.

Esta última observación es de excepcional importancia. Bien aprovechada, constituye el hilo


conductor hacia la salida del conflicto. En efecto, nuestros partidos políticos nunca fueron
tales sino partidos iglesias (Ver Testimonio. No. ). En ellos los intereses de clase
estuvieron hábil y sostenidamente enmascarados en posiciones ideológicas. La habilidad de
tal enmascaramiento alcanzó un grado de refinamiento tan alto en el General Santander y en
la escuela política de sus seguidores, que el “santanderismo” constituye la figura clásica del
mismo. La lectura de la obra “Don Florentino González”, figura máxima del santanderismo,
recientemente publicada por el doctor Duarte French, ilustra con claridad excepcional la
utilización de principios ideológicos para legitimar moralmente la explotación de las clases
pobres, operación que se hace tánto más fácilmente cuanto dicha explotación se cumple
mediante el poder del Estado. Los personeros de la Iglesia, miembros del clero o políticos
conservadores, fueron incapaces de desenmascarar el juego porque se dejaron llevar al
terreno de los principios doctrinales, o sea al del entendimiento en general. Después de todo,
eran también miembros de las clases poseyentes y ésto saboteaba inconcientemente el
enfrentamiento con sus adversarios anticlericales. Durante todo este pasado doloroso, las
clases pobres no pudieron representarse a sí mismas ni encontraron quién las representara.
El pensamiento político vigente era absolutamente inadecuado para desenmascarar la
realidad porque no fue un pensamiento crítico sino polémico y apologético. Aún no había
llegado a nuestro ambiente la crítica marxista. Heinrich Popitz recoge la diferencia entre
esas dos formas de pensamiento en los siguientes términos:

“¿En qué consiste el obstáculo que percibe el entendimiento general cuando pretende
oponerse al orden establecido? En el echo de que quienes están interesados en defender un
orden social no pretenden darle validez mediante la alusión abierta a sus intereses
particulares, sino que los defienden acudiendo a la dignidad de una “generalidad” jurídica y
política. Esta pretensión de validez bloquea la conciencia moral de los oprimidos, cuyo
instinto natural se vuelve sin embargo, contra las situaciones de hecho. Se encuentra aquí la
explicación psicológica de que sobrevivan pertinazmente aquéllas formas de vida que se han
refutado a sí mismas en sus hechos. Y es aquí en donde comienza la crítica. Esta no pone
en tela de juicio lo establecido, del que parten tanto la conciencia apologética como la
conciencia polémica o la conciencia prevenida aún por el conflicto de la conciencia moral.
Porque se dice que es fundamental guardar el derecho (entre nosotros, se dice que es
fundamental defender las instituciones democráticas). Su tarea consiste en privar a la esfera
dominante de la fuerza moral que recibe de su pretendida generalidad.”23
23
Op. Cit. p. 52
La renuencia del pensamiento oficial de la Iglesia a aceptar la posibilidad del compromiso
político y de la militancia política está asociada, indudablemente, a la imagen de los partidos
políticos del pasado, que se legitimaron en principios filosóficos y en opiniones discutibles, y
en ésto muestra ese pensamiento su dependencia de categorías propias del pensamiento
ilustrado. Este, en efecto, cambió la antigua conciencia moral religiosa, necesariamente
intransigente y radical, por una conciencia moral que Rousseau definió como la “libre
comunicación de los pensamientos y de las opiniones”. Aquí es del caso aclarar que si el
pensamiento de los cristianos se vio precisado a aceptar las categorías del pensamiento
ilustrado, o sea a la secularización o laicización de la conciencia moral, es porque la
Ilustración los encontró incrustados en la estructura teocrática constantiniana dentro de la
cual la intransigencia y el radicalismo que son propios a toda genuina conciencia religiosa se
traducía en absolutismo estatal. Hegel, que sabía distinguir como ningún otro en su época la
conciencia religiosa de la conciencia política, lo expresó con luminosa claridad.

Su rechazo decidido al sistema teocrático se basó en que éste hace degenerar la moralidad
en legalidad, la virtud en hipocresía, la libre actitud religiosa en coacción legal y en judaísmo.
Incapacitados los cristianos para abocar la disolución de la estructura constantiniana dentro
de la cual habían conocido 13 siglos de poder político, se plegaron insensiblemente al
pensamiento ilustrado que mantenía, después de todo, la confusión Estado Iglesia bajo su
nueva forma de Iglesia sometida al Estado.

Mientras el pensamiento oficial de la Iglesia se dejó insegurizar y contaminar profundamente


por el liberalismo, el marxismo hacía un contacto con la realidad que le permitió insurgir
contra el liberalismo armado con una bandera de intransigencia radical. Gracias a la crítica
de la burguesía, el pensamiento marxista descubría el hecho de la explotación del hombre
por el hombre, acerca del cual no se puede dar transigencia alguna. Por un desfasamiento
que los cristianos nunca podremos lamentar suficientemente, el pensamiento del Magisterio
se dejó impresionar más por la ideología atea del marxismo que por el realismo de su crítica,
y es así como hemos visto a las poblaciones cristianas enfrentarse al marxismo a nombre de
las libertades burguesas, a nombre del pluralismo, de la libre expresión de opiniones, en una
palabra a nombre del liberalismo, como si la conciencia moral bíblica, encarnada
ejemplarmente en la intransigencia de los profetas de Israel tuviera algo que ver con esa
conciencia moral de la Ilustración que se realiza en la “libre comunicación de los
pensamientos y de las opiniones”, es decir, en academias literarias, en las reuniones sociales
de las clases sofisticadas o en los cócteles de notables políticos y de ejecutivos.

La conciencia religiosa, o más propiamente la conciencia bíblica no puede encontrarse a sí


misma sino en la intransigencia, pero no en una intransigencia más o menos legitimada en
principios ideológicos, tal como es propuesta por los movimientos integristas. La conciencia
bíblica será intransigente cuando resulte siendo intransigente y ésto ocurrirá solamente
cuando se encuentre comprometida en la defensa de la vida. Es decir, cuando se encuentre
comprometida en un conflicto de vida o muerte. Hasta antes de la encíclica Humanæ Vitæ, el
Magisterio estuvo dándoles consejos a los capitalistas, a los patronos, a los estadistas, a los
dirigentes sindicales. Estuvo dedicada, en una palabra a “formar la conciencia” de las clases
directivas del establecimiento. Esta consejería, que ya empieza a reconocerse como
totalmente ineficaz, le dejaba a la Iglesia un papel desairado, desaire bastante disimulable en
países como el nuestro en donde el presidente, de la República y los dirigentes políticos, los
ejecutivos y los diplomáticos del imperialismo se dejan todavía ver gustosamente en
compañía del Nuncio Apostólico y del Arzobispo de Bogotá en reuniones de carácter
aseguradamente diplomático, banal, insincero e intrascendente. Pero vivir en posición
desairada y sometida es, después de todo, vivir. En el diálogo de Yahvé con Satanás acerca
de Job, Satanás destaca la capacidad que tiene el hombre de transigir frente al despojo,
mientras no llegue al extremo de ver en juego su vida: “¡Piel por piel!. Todo lo que el hombre
tiene lo da por su vida” (Job 2,4)

Con la promulgación de la encíclica Humanæ Vitæ, simple ratificación, en lo más


controvertible que es el uso de anticonceptivos y el aborto, de las enseñanzas de Pío XI, Pío
XII y Juan XXIII, la Iglesia ha sido puesta en tela de juicio en su existencia misma. La
conciencia política, engreída hasta el absolutismo en la forma de imperialismo capitalista y
tecnológico, se ha resentido por el atrevimiento del Papa y ha reaccionado como quien está
seguro de su derecho y de su poderío para hacerlo valer. La lucha entre la conciencia
religiosa y la conciencia política ha sido puesta en marcha como lucha a muerte y si la Iglesia
no encuentra mejor manera de identificarse que la ejercida tradicionalmente dentro de la
estructura constantiniana, el desenlace de esta lucha está determinado claramente en contra
de la Iglesia. En mejores condiciones estuvo librando y perdió la batalla contra el divorcio y
contra la enseñanza laica obligatoria frente a una conciencia política que no se sentía atada
a estos objetivos como lo está la conciencia imperialista al control natal. Si la Iglesia perdiera
esta batalla, esto no sería una disminución de su influencia sobre la humanidad sino su
desaparición como dinamismo histórico.

Esta no es una afirmación literariamente hiperbólica. El pensamiento ilustrado y el marxismo


le han negado a la Iglesia el derecho a intervenir en la determinación de las relaciones
políticas, a las que se ha circunscrito la vida pública, pero le concedieron el derecho de
seguir interviniendo en la esfera privada. Sí la han enfrentado en la cuestión del divorcio y de
la enseñanza, es porque ambos pertenecen más a la vida pública que a la privada. La
relación hombre-mujer, en cuanto tal, o sea como enamoramiento, como relación sexual y
como relación abierta a la concepción de nuevas vidas humanas había sido dejada al sólo
influjo de la moral, y por lo tanto, al influjo de la Iglesia que, en Occidente, es la fuente
unánimemente reconocida de la moral. Con la intervención del Estado en la relación hombre-
mujer para hacerla infecunda, desaloja a la moral y junto con la moral a la Iglesia, de su
último reducto. Marx se opuso a Hegel en la defensa encarnizada que éste hacía de la
religión, como fuente de la moral, porque su crítica le llevó a ver en la religión y en la moral
una alienación del hombre igual a las alienaciones que Hegel había detectado en el orden
teocrático. Pero cuando Marx y sobre todo Lenin y después Mao denuncian y rechazan una
moral ideologista, o el moralismo, que es la moral burguesa, no lo hacen para dejar a la
humanidad a merced de los leviatanes, o sea a merced de la dinámica del Amo y el Esclavo
y cambiar el orden burgués y capitalista por la ley de la selva decretada e impuesta desde un
Estado totalitario. El marxismo ha atacado la moral burguesa a nombre de otra moral, que es
la moral proletaria o la moral revolucionaria. 24 El imperialismo, en cambio, al proponer que se
prescinda de toda moral para poder adelantar el control del crecimiento de la población al
ritmo señalado por sus demógrafos, lleva el rechazo a la moral y a la Iglesia a su último
extremo y pone en jaque la razón de ser y de existir de la Iglesia.

24
este juicio recoge solamente posiciones teóricas del marxismo; no suscribe la praxis marxista en los Estados socialistas.
En el imperialismo, la praxis anti-vida humana busca legitimar, además, teóricamente.
La importancia de la encíclica Humanæ Vitæ no ha sido detectada por las propias clases
dirigentes de la Iglesia. La mayoría de los episcopados se entregaron a exégesis destinadas
a ocultarse el significado político de la encíclica a favor de sutilezas y bizantinismos, que
serían explicables pero no justificables si la encíclica planteara un asunto interno canónico o
como asunto que interesa a la Iglesia en cuanto ésta puede verse a sí misma como secta
que tiene la tarea de autoconservarse y autoproducirse. Y ni qué hablar de los teólogos que
se han dedicado a atacar la autoridad de Pablo VI en forma tan significativa que el
imperialismo los exalta y los utiliza como asesores, seguramente más baratos que los
asesores médicos, para el control natal. El propio imperialismo va a producir con sus ataques
las señales necesarias para que las clases dirigentes de la Iglesia descubran su importancia.

La profunda importancia de esta encíclica está en que sólo con ella la conciencia religiosa va
a darse cuenta de que en los últimos siglos ha estado comprometida con valores y
estructuras simplemente políticos tales como el feudalismo, la monarquía o la democracia
liberal y del terreno que, por estar atada a valores relativos, opuestos a la visión bíblica, ha
venido perdiendo. Es solamente cuando un paso más hacia atrás nos lanzaría al abismo
cuando tomamos conciencia de que hemos venido retrocediendo.

Pablo VI ha visto claramente que la verdadera identidad de la Iglesia se da como testimonio


ante el mundo del valor de la vida humana, pues tal ha sido la identidad con que se ha
revelado el Dios bíblico. Que su tarea no es, por tanto, el autoconservarse y autoproducirse
frente a un mundo que le disputa cada vez con más audacia su derecho a una existencia de
viviente, sino la de conservar y producir al hombre, ya se encuentre éste alienado
oficialmente dentro de ella o al margen de ella. La vida humana que el control natal está
destruyendo y a cuya defensa ha salido el Papa no es la vida de los obispos, de los
sacerdotes ni de los laicos notables; éstas son vidas con cierta capacidad de defenderse a sí
mismas y por ellas no habría puesto el Papa a la Iglesia en trance de disgregación y de
enfrentamiento al imperialismo. La vida humana que está siendo destruida y que está
amenazada de exterminio masivo es la más indefensa que pueda imaginarse. Es la vida de
los hijos de los pobres y de los humildes cuando apenas constituye una posibilidad de llegar
a la existencia y cuando ni los mismos pobres de quienes podrían recibirla alcanzan a darse
cuenta de su destrucción.25 Claro que, anestesiada la conciencia de los pobres para que
acepten la esterilización, conseguirán que sea aceptado el aborto y así, en escalada, llegarán
los pueblos pobres a aceptar la eutanasia. El Papa ha visto claro, como sólo podían ver los
propios ojos del Dios bíblico, que la menor transigencia frente a la destrucción de la vida
humana en su primerísima fuente haría imposible detener el proceso genocida en ninguna de
las etapas posteriores de su escalada.

Resulta impresionante este momento dialéctico de la relación entre la Iglesia y el Estado


positivista. El acto que la determina a plantarse firme ante el enemigo que la venía
rechazando hacia el abismo, porque si da ese paso atrás seria el último paso de su vida, es
el mismo acto por el que se determina a proteger el primer paso de cada vida humana hacia
la existencia. La última oportunidad para la existencia de la Iglesia es la primera oportunidad
para la existencia de cada hijo de pobres.

25
Es también, la vida espiritual, invisible a los ojos humanos, pero visible a los de Dios, vida que se expresa sin embargo, en
forma de respeto del hombre a sí mismo y en las demás expresiones de la moral sexual.
Cuando se ve a la Iglesia y a la humanidad desde el mirador de la encíclica Humanæ Vitæ,
no cabe duda de cuál ha de ser la alienación de las fuerzas en conflicto. El imperialismo
estará contra los pobres y contra la Iglesia mientras ésta se alienará con los pobres.

La alienación con los pobres no se limitará a la alienación política, pues ello cambiaría la
identidad de la. Iglesia por la de un partido de clase, tal como lo propone el P. Girardi,
Gustavo Gutiérrez y otros en un planteamiento que considero incompleto.

No se limitará a un compromiso político dentro de una lucha de clases, pero ha de comenzar


allí. La Iglesia no tiene actualmente otra posibilidad de hacer contacto y frente común con los
pobres que la del compromiso político de clase. Renunciar a ello es renunciar al alineamiento
con los pobres. Una vez metida en el corazón de las clases pobres, tal como lo ha soñado el
P. Voillaume, en un sueño que no podrá realizarse sino pasando por la mediación del
compromiso político, podrá hacer estallar dentro de ellos ofertas de amor, de fidelidad, de
reconciliación y de opciones sublimes a favor del espíritu en las competencias que éste libra
con la carne. Los obispos y sacerdotes podrán entonces decirles a las masas que se les
habían alejado y a las que el imperialismo habrá llevado a la más extrema degradación y
miseria, lo que dice Yahveh a su pueblo en la figura del esposo que recoge a su esposa
adúltera, envilecida y reducida a un guiñapo humano:

“Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y equidad, en


amor y compasión; te desposaré conmigo en fidelidad” (Os. 2,21-23).

Después, desde las clases pobres como desde una playa de desembarco, la Iglesia podrá
reiniciar su evangelización del mundo. Esta nueva evangelización producirá una nueva
cultura que llevará el sello de lo que nace en un parto doloroso, de la vida que se inicia en la
pobreza como uno de esos hijos de pobres que habrán escapado al control natal. Esa nueva
cultura no será el fruto de paternidad responsable del imperialismo, porque el imperialismo,
como Yago, piensa que su única responsabilidad está en matar en germen a la civilización
que ha de reemplazarlo. Esa nueva cultura se está gestando ya en las entrañas de la
pobrecía latinoamericana, única pobrecía creyente en el mundo moderno, que está a la
espera de que sus pastores se conviertan hacia ella para dar a luz la nueva forma de la fe
cristiana que ha de regenerar al mundo.

La alienación de la Iglesia con los pobres en América Latina ha de ser pensada al margen de
cualquier idealización romántica y folclórica, porque esta vez los pobres no son pobres
”afeitados”. No se trata de un lavatorio de pies de jueves santo, con pobres numerados, bien
jabonados y estrenando vestido de dril. La alienación de la Iglesia con los pobres resulta si
es un drama, tal como empieza a serlo en Brasil y Paraguay y no si es apenas psicodrama.
La señal de que es un drama será por el compromiso de clase, por la solidaridad con los
pobres en cuanto clase política, pues en el momento actual de la historia todo es psicodrama
menos la lucha de clases. En ésta, todo es profundamente en serio. En el mundo actual sólo
es seria la lucha de clases.

Una señal inequívoca de que no se le ha tomado el pulso a la realidad del problema social,
es plantearse interrogantes acerca de cómo serían las relaciones de la Iglesia con el Estado
si, por virtud de su solidaridad con la clase de los pobres en la lucha por el poder, éstos
llegaran al poder. Amanecerá y veremos, nos decían nuestros mayores cuando
planteábamos problemas inexistentes. Un problema tal podría ser pertinente si la Iglesia
contemplara su solidaridad con algún partido de los llamados cristianos o de derecha
contaminados más o menos de complicidad con el sistema. Pero si la solidaridad se plantea
a propósito de la doctrina de Humanæ Vitæ, no hay peligro de que llegue a darse el
problema, porque al entrar al trabajo en este campo, la Iglesia se encontrará con la
resistencia que ofrece el sometimiento en que están sumidas las clases pobres e ignorantes.
El imperialismo no podría todo lo que puede sin ese aliado eficacísimo que es el
sometimiento, y es justamente en el punto de las relaciones hombre-mujer en donde las
clases pobres se encuentran más homologadas con las clases medias y ricas. En este punto
los pobres reciben sin defensa alguna los mensajes y consignas de promiscuidad, de
irrespeto a la persona, de egoísmo frente a los posibles hijos que, irradian todos los medios
de comunicación de masas, todas las industrias de la recreación a cuya cabeza están la
taberna y el prostíbulo, inseparables de los ambientes pobres. La tarea de sacar a los pobres
y a los humildes del sometimiento es demasiado ardua y larga para que sea serio plantearse
el problema de las relaciones de la Iglesia y el Estado en el régimen socialista.

Pero atendiendo a lo que hay de legítimo en preguntarse, después de 13 siglos de régimen


constantiniano y dos de conciliación de la Iglesia con el liberalismo, si es posible que se dé
una relación entre la Iglesia y el Estado que no constituya una recuperación de las viejas
conciliaciones, o que no constituya un apoliticismo enmascarador de oportunismo
gobiernista. El problema, en su planteamiento teórico, está constituido por el juego de
identidades. Una Iglesia netamente identificada como Ecumene puede relacionarse mucho
más eficazmente con un Gobierno ateo pero netamente identificado como poder estatal, de
lo que puede relacionarse una Iglesia como la actual, difusamente contaminada de civilismo
y de humanismo abstracto con Gobiernos como éstos del Frente Nacional, vagamente
contaminados de Divina Providencia. Lo que ocurre con la identidad es que no se consigue
mediante la reflexión mental sobre sí mismo, sea que quien reflexiona sea una persona o que
sea la Iglesia en Concilio o en asambleas regionales de obispos. La identidad es el resultar
siendo de cada persona, tal como se definió a Sí mismo el Dios bíblico desde la zarza
ardiente para responder a la pregunta de Moisés. Ahora, el resultar siendo no es el resultado
del trabajo exclusivamente ideológico sino, en igual o mayor medida, el resultado de la
acción. Es así como la identidad de Cristo se precisó mucho más y sobre todo
definitivamente, por la resurrección más que por todas sus predicaciones. No tiene objeto
entrar en difíciles especulaciones sobre lo que es el Ecumene en sus diferencias con el
Estado y lo que han de ser las relaciones entre el uno y el otro ámbito de la realidad humana,
cuando la respuesta a tales interrogantes sólo puede recogerse de la lucha.

Para terminar es indispensable que yo mismo me plantee críticamente en relación con mi


politización como cristiano.

Como primer punto, debo constatar que esta politización está siendo vivida en un grupo, lo
que garantiza, cuando menos, que es una posición reproducible, una alimaña puede no ser
más que una alimaña, lo que da una posición poco honrosa en la jerarquía del reino animal.
Pero una alimaña se reproduce en otras alimañas y ésto le da una superioridad absoluta
sobre las piedras preciosas, que no se reproducen. Lo primero que hemos de pedirle a un
planteamiento frente a la vida humana es su carácter de viviente y éste lo garantiza ya el
hecho de que se reproduzca. Porque hay planteamientos sublimes, que “cortan el aliento”,
como le escribía Marx a su amigo Ruge, pero que no se reproducen. Permanecen, para el
Ecumene y para la política, una nada (Is. 41,23).

Lo segundo, encontramos una oportunidad de utilizar la acción política como interpelación a


la conciencia religiosa, con miras a producir un resultado indicador de la identidad del
Ecumene, y la aprovechamos. La oportunidad estaba dada por la lucha de diversas
candidaturas a la presidencia de la República para suceder a Lleras Restrepo, el cual había
implantado la política de control natal abiertamente opuesta al Magisterio de Pablo VI.
Lanzamos la pregunta a los cuatro candidatos de si suspenderían tal campaña,
condicionando nuestro voto a una respuesta afirmativa. La respuesta dividió a los cuatro
candidatos en dos grupos: tres del lado del Frente Nacional, que evadieron como pudieron la
pregunta, y el General Rojas Pinilla, que la contestó inequívocamente en forma afirmativa.

Lo tercero, este resultado y la obligada adhesión a la ANAPO que de él se seguía, nos


descubrieron un hecho imprevisto: los cuatro candidatos no representaban a cuatro partidos
sino a dos clases sociales. La lucha no era entre partidos policlasistas sino entre clases
sociales.

Lo cuarto, ingresábamos a un partido de clase a partir de una exigencia religiosa, pero el


fundamento de nuestro ingreso era apenas -un punto relativamente secundario en los temas
que movían los personeros del partido, aplicados a planteamientos populistas. No
entrábamos a un partido de católicos con plataforma católica. Aceptábamos los riesgos y las
reglas del juego del pluralismo en las líneas programáticas y en las posiciones personales de
los líderes. Nuestra acción seria la única garantía a nuestra afiliación en el partido. De ella
dependería que el partido guardara fidelidad al punto programático que motivaba nuestra
adhesión y, además, que el partido evolucionara programática y organizativamente hacia la
doble meta de la conquista del poder y al ejercicio del poder en forma que incluyera
congruente y orgánicamente el cumplimiento de su política demográfica anti-control natal.

Lo quinto, encontramos un partido con una estructura muy peculiar, en la que se combinaban
muy espontáneamente el aporte popular con la dirección monárquica. Con el mismo
fundamento se podía identificar a la ANAPO con el General Rojas Pinilla y con el pueblo
anónimo. Las posibilidades de influir sobre el partido para asegurar nuestro objetivo habrían
de hacerse por lo tanto en dos frentes simultánea y complementariamente: hacia la dirección
monárquica y hacia las bases populares. Hemos tratado de hacerlo con juegos limpios en
cada caso, con lealtad para con cada estamento, poniendo en juego la fuerza de la verdad y
la efectividad del compromiso. En los dos años y medio en que hemos estado vinculados a la
ANAPO se han producido grandes cambios en el interior del partido y las otras fuerzas
políticas. Además del paso por las dos cumbres de popularidad, el 19 de abril y el 13 de junio
en Villa de Leyva, la ANAPO sufrió el descenso electoral del 16 de abril del presente año.
Entre tanto, a nuestro juicio, se ha modificado sensiblemente la correlación de fuerzas entre
la dirección y las bases, así como la actitud de las clases populares hacia la ANAPO. La
situación parece configurarse en sus líneas maestras, como desmoralización de las masas,
inflación correlativa de las oligarquías respecto a sus respectivas capacidades de lucha.
Tendencia, en las directivas de la ANAPO a sobrevivir a través de entendimiento con los
triunfadores y, en las bases, a radicalizarse como posición de lucha o a deslizarse hacia el
nihilismo político expresado en el abstencionismo.
Sexto, el pluralismo de la ANAPO nos puso en Contacto con distintas concepciones de la
política colombiana y con distintos métodos de lucha. De estos contactos, el más importante
ha sido, sin lugar a dudas, el encuentro con marxistas fuertemente conocedores de la teoría
marxista y endurecidos en la lucha revolucionaria de varios lustros. Tal hecho quedó
registrado en la plataforma de ANAPO.

Octavo, nuestra experiencia nos ha clarificado el carácter clasista de nuestra Iglesia, nos ha
indicado la necesidad de desligar la conciencia cristiana de la conciencia de clase dominante,
y de comprometernos con el partido o movimiento que en cada momento apersone más
auténticamente a la clase de los pobres, como punto de partida para la evangelización.

Noveno, la lucha nos clarificó, también el carácter estadista de nuestra Iglesia, hecho
concominante con el carácter clasista de la clase que controla y utiliza al Estado; en relación
a esta comprobación, hemos visto la necesidad de que la Iglesia se diferencie claramente del
Estado o, en otros términos, que se identifique como Ecumene. Es en cuanto Ecumene como
la Iglesia puede ser efectivamente “todo para todos”. No mediante una apoliticidad que la
lleva a ser nada para todos o mediante denuncias que no golpean al sistema, sino mediante
el compromiso con los pobres organizados en clase beligerante. Es mediante tal compromiso
como la Iglesia viene a ser golpeada por quienes golpean a los pobres y es también
mediante este ser golpeada como la Iglesia puede denunciar efectivamente la violencia
institucionalizada. Sólo asesinando a Dios mediante arreglos legales pudimos los hombres
descubrir nuestra vocación de asesinos de Dios y de políticos hábiles en vestir y enmascarar
sus intereses de clase con grandiosos ideales espirituales.

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