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Juicio abreviado vs.

Estado de Derecho·

Por Fernando Díaz Cantón

1. Garantismo y eficiencia

La lectura de algunos trabajos relativos al instituto de la supresión del debate oral


en el proceso penal por "acuerdo" entre el imputado y el Fiscal sobre la aceptación
de la culpabilidad por el hecho imputado, su calificación jurídico penal y el monto de
la pena, llamado entre nosotros "juicio abreviado"[1], nos ha incentivado a sumar
una voz a la crítica, ante los serios reparos que el mecanismo presenta desde el
punto de vista de los principios del Estado de Derecho, y que no hemos visto
superados por ninguna argumentación convincente.

Esta herramienta procesal se sustenta principalmente en la urgencia por


descomprimir el sistema judicial mediante la simplificación y abreviación de los
procedimientos, a fin de que se brinde respuesta penal a la gran mayoría de los
casos que ingresan, evitando así la prescripción. Se ha señalado, empero, que
también procura un objetivo garantista, ya que el anegamiento del sistema
conspira contra la efectividad de las garantías de la libertad y el derecho al proceso
rápido, por la consabida duración excesiva de gran cantidad de detenciones y
procesos[2].

La utilización del término eficiencia, de referencia obligada cuando se habla de


mecanismos de este tipo o similares, no podría excluir la perspectiva garantista[3].
Pero aquí este enfoque ha pasado a un segundo plano, prevaleciendo el otro, de
inferior jerarquía axiológica: la necesidad de dar respuesta punitiva a todos los
casos posibles, frente al riesgo de impunidad o, en el mejor de los casos, de un
grado de impunidad mayor que el socialmente tolerable, y eliminar el "cuello de
botella" que afecta al sistema.

Dado que el respeto consecuente de las garantías individuales representa


usualmente un escollo para evitar ese funcionamiento deficiente, algo
comparativamente subalterno como la impotencia del sistema para captar todos los
casos y brindarles respuesta punitiva rápida, tiene tanta fuerza para reflotar la
cuestión acerca de si aquellas garantías individuales son o no "renunciables",
planteo congénitamente viciado: toda renuncia o conformidad, para ser tal, precisa
de la libertad total de decisión, inexistente por definición en nuestro juicio
abreviado.

En las esforzadas -en verdad quiméricas- concepciones que ven en el juicio


abreviado una garantía para el imputado, sea porque la rápida adjudicación de
responsabilidad penal pone fin a la "pena procesal" derivada de la perdurabilidad de
la coerción, sea por "los disgregatorios tormentos de la incertidumbre que todo
enjuiciamiento genera"[4] a los que pondría fin la obtención de una pena menos
severa que las que pueden aplicar tribunales duros[5] se halla, sin que sus
sostenedores se percaten, la misma idea que estaba en la base del sistema
procesal penal premoderno: el ejercicio de la coerción sobre el individuo para que
se declare culpable (tortura), quien finalmente se autoincrimina para hacer cesar el
tormento de la coerción y la incertidumbre acerca de si la tortura misma terminará
con su vida. En palabras de Hobbes: "lo que se confiesa en una situación así, tiene
sólo a aliviar a quien está siendo torturado, y no a informar a los torturadores. Por
tanto, esas confesiones no tienen suficiente valor de testimonio; pues quien se
libera a sí mismo mediante una acusación, ya sea ésta verdadera o falsa, lo hace
usando de su derecho a conservar la vida"[6].

Hay quienes podrían replicar que el problema se podría solucionar eliminando la


coerción procesal o algunas de sus manifestaciones[7]. Es ilusorio pensar que la
coerción puede ser eliminada del proceso, ya que la misma existencia del proceso la
implica necesariamente. Así fue reconocido expresamente por la misma Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, al referirse al principio de
inocencia[8]. Se suele descuidar que uno de los principales cometidos de los
revolucionarios fue romper la histórica vinculación entre coerción y admisión de
culpabilidad (tortura para obligar al torturado a que confiese y confesión para hacer
cesar la tortura). De ahí en más la coerción sólo puede servir a fines procesales, no
sustanciales (asegurar la sujeción del imputado a la jurisdicción y la preservación
de la prueba).

También se sostiene que el efecto del rechazo del juicio abreviado con basamento
en el respeto de las garantías haría operar a éstas en contra de aquellos a quienes
se pretende proteger debido a que el único efecto que ello tendría para los
imputados sería -atento al volumen de trabajo- el de prolongar ilegítimamente sus
encierros preventivos y los tiempos efectivos de persecución[9]. Para poner al
desnudo una supuesta interpretación perversa de las garantías, sus sostenedores
incurren, sin quererlo, en un vicio similar. Porque si fueran consecuentes en su
argumento, deberían bregar directamente por la inmediata liberación y absolución
de los imputados que están en esa situación, ya que nada autoriza a poner fin a esa
ilegítima situación, generada por la impotencia del sistema, con la claudicación
forzada del estado jurídico de inocente, base del sistema mismo.

En esa dirección también se ha dicho que resulta contrario al interés del imputado,
a quien se dice proteger, imponerle "el derecho" a tener que transitar por un juicio
oral si él se opone y prefiere asegurarse el mínimo de la pena, al pactar con la
fiscalía, antes que tener que correr el riesgo de que los jueces se la puedan elevar
y, aunque esto no sucediese, de todos modos exponerlo en un juicio oral y público
frente a sus vecinos respecto de actividades que prefiere mantener reservadas[10].
Este argumento no hace otra cosa que desnudar dos de los aspectos coactivos del
sistema en sí mismo: el riesgo de sufrir una pena alta[11] y de difamación, a lo que
se suma el riesgo de manipulación por fiscales y defensores oficiales siempre
recargados de tareas. Además confunde la cuestión del interés del imputado con
sus garantías, que operan aun contra su voluntad: de allí que por más que el
imputado confiese y pida que se le imponga el máximo de la pena inmediatamente,
o pida que se lo torture para poder decir hasta las cosas que no se acuerda, los
magistrados se hallan inhibidos de hacerlo.

2. Garantías procesales que afecta el "juicio abreviado"

Por su trascendencia polémica, al menos en nuestro medio[12], mencionamos en


primer lugar la vulneración de la garantía del juicio oral y público (arts. 24, 75, inc.
12 y 118 CN), ya que importa directamente su supresión, reposando la sentencia
sobre los actos procesales de la etapa instructoria (escasamente contradictoria,
parcialmente secreta y preponderantemente escrita). No nos detendremos aquí -sí
más adelante- en la cuestión de la exigencia constitucional del juicio por jurados;
tomamos, en cambio, las normas constitucionales mencionadas como inequívoca
exigencia de que el juicio penal sea oral y público[13]. De otra opinión es Bruzzone,
quien sostiene que "la garantía del juicio previo prevista en el art. 18 de la CN no
exige necesariamente la realización de audiencias orales y continuas para la
imposición de una sanción; lo que exige es que se constate la existencia de:
acusación, defensa, prueba y sentencia, que hacen a la esencia del
contradictorio"[14], postura que, según creemos, se basa en la jurisprudencia de
nuestra Corte Suprema nacional, gestada sobre la base del proceso escrito, que no
ha sido compatibilizada con la disposición de los arts. 14, numeral 1 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el 8, numeral 1 de la Convención
Americana de Derechos Humanos, y, con mayor claridad todavía, la Declaración
universal de derechos humanos (art. 11) que exigen el juicio público (art. 75 inc.
22 de la Constitución Nacional). Nos parece, de todos modos, que la única manera
de asegurar la vigencia de todas las garantías del debido proceso es con la
publicidad del juicio[15], prueba de ello es el paralelismo que se ha dado
históricamente entre secreto y privación de garantías, de modo que dicha exigencia
puede extraerse también de las garantías innominadas compatibles con el principio
de la soberanía del pueblo y la forma republicana de gobierno (art. 33 de la CN).

Es que la supresión del juicio importa, en verdad, la aniquilación de todo el modelo


garantista del derecho penal, que se estructura a partir de principios
epistemológicos que, implicados entre sí en la forma de proposiciones
condicionales, aseguran la "decidibilidad" de la verdad procesal, que no es otra cosa
que el máximo grado de racionalidad y de fiabilidad del juicio y, por tanto, de
limitación de la potestad punitiva y de tutela de la persona contra la
arbitrariedad[16]. Así, la supresión del juicio implica la desaparición del principio de
jurisdiccionalidad en sentido lato (nulla poena, nullum crimen, nulla culpa sine
iuditio), y también en sentido estricto, es decir los procedimientos y garantías de
los que depende el carácter cognoscitivo del juicio (nullum iudicium sine
accusatione, sine probatione et sine defensione)[17].

Vamos a centrar nuestra atención en la supresión de la carga de la prueba, del


contradictorio y, consecuencia de ello, la desnaturalización total de la motivación de
la sentencia. Las tres reflejan, en la investigación judicial, la lógica de la
investigación científica, reduciendo al mínimo el poder de verificación fáctica del
juez y la arbitrariedad de su convicción, asegurando la máxima certidumbre o
seguridad posible de las decisiones condenatorias. Esos criterios epistemológicos de
justificación de la convicción inductiva se encuentran asegurados por numerosas
garantías específicamente jurídicas: la carga de la prueba a cargo de la acusación,
la publicidad, la oralidad y la inmediación del juicio, las reglas de exclusión de
pruebas, los derechos de defensa y la paridad de poderes entre las partes, la
motivación pública de la decisión mediante la explicación de todas las inferencias
inductivas que apoyan la conclusión dispositiva, el control de las decisiones
mediante la pluralidad de los grados de juicio activables por las partes
insatisfechas, la separación institucional del juez respecto de las partes como
tercero o imparcial y las conexas garantías orgánicas de la independencia, la
inamovilidad y la predeterminación natural del juez, además de la de sus
competencias[18].

La carga probatoria de la acusación es reemplazada, en el mecanismo del juicio


abreviado, por la destreza del fiscal en lograr un "pacto" sobre la prueba
(confesión) y sobre la pena; ello hace desaparecer el contradictorio, suprimiéndose
la exigencia de que las tesis fácticas y jurídicas de la acusación sean expuestas a la
refutación por parte de la defensa, así como el control de la prueba,
reemplazándosela por una mera relación de fuerzas, donde el fiscal es el tonante
Zeus de la metáfora de Anitua y el imputado la giganta virtuosa que finalmente
cede a sus coactivos y concupiscentes requiebros[19].

Porque toda esa hecatombe del sistema de garantías, hay que decirlo cuantas
veces sea necesario, se desata con la violación de la garantía nemo tenetur se
ipsum accusare (CN, art. 18), ya que la herramienta para la eliminación del juicio
público es la presión al imputado para que se declare culpable y acepte la pena que
le "propone" el fiscal[20], reposando la sentencia condenatoria únicamente sobre la
tradicional probatio probatissima de la confesión -provocada- y sobre las actas de la
instrucción, donde la publicidad y el contradictorio brillan por su ausencia[21].

Ello nos lleva a afirmar, asimismo, la violación de la garantía de la imparcialidad del


juzgador (CN, art. 18), ya que se habrá de sentenciar preponderantemente sobre la
base de actuaciones procesales llevadas a cabo principalmente por una de las
partes, la que ejerce la función acusatoria (el agente Fiscal) o por quien le prepara
la base de la acusación (juez instructor), a partir de una confesión no libre. Ese
tribunal, que sentencia sobre esa única base, tendrá una visión miope e interesada
de la realidad, comprometiéndose la imparcialidad de su fallo. No es este, claro
está, el caso tradicional de parcialidad, en el que el condicionamiento subjetivo del
juzgador proviene de la amistad, enemistad o prejuzgamiento, etc.; su
condicionamiento subjetivo provendrá de la hemipléjica base con que cuenta para
el fallo. Problema que se agrava en los procesos correccionales, donde, además, el
juez que realiza el debate y dicta el fallo es el mismo que llevó a cabo la
investigación preliminar. Claro que el tribunal conserva la potestad de rechazar el
acuerdo cuando no hay suficiente prueba del hecho o cuando la pena no parezca
adecuada, pero la impotencia del sistema -que el juicio abreviado no habrá de
resolver- hará seguramente prevalecer los criterios coyunturales basados en la
emergencia por sobre la justicia del caso.

3. Modelo acusatorio y discrecionalidad de la acción penal.

La institución del juicio abreviado proviene de la "ilusión panpenalista"[22], que


concibe al derecho penal como remedio frente a cualquier infracción al orden social,
proveniente en realidad de la ineficacia de los controles y sanciones no penales, y
que parte del reconocimiento de que la realización del procedimiento en su
totalidad impedirá la captación de todos los casos y muchos prescribirán por el paso
del tiempo. Lo grave es que esta concepción menosprecia el dato de la posible
condena de inocentes, forzados a declararse culpables para recuperar la
libertad[23].

Los críticos de la oralidad -y defensores de la escritura- basaban sus invectivas,


precisamente, en el bochorno que significaban, en nuestras provincias oralistas, los
dos casilleros de "causas con preso" y "causas sin preso"[24], estas últimas -
prácticamente todas- condenadas a la prescripción. Lamentablemente, para
resolver este problema, ¡se vuelve a la escritura y a la inquisición!, aceptándose
que un imputado sea castigado sobre la base de las constancias de la instrucción y,
fundamentalmente, de su confesión, obtenida de un modo lesivo a su libertad de
decisión[25].

Este mecanismo también proviene de "la particular perversión de la cultura


occidental que hizo del logro de la autocondena el gran objetivo del proceso
penal"[26] y de allí que este sistema vaya unido en los países anglosajones al
castigo por perjurio al imputado que miente en su declaración. Este proceder es
una constante, un vicio ancestral, que se remonta a la época en que, en la Europa
continental, se abolió la tortura como método principal de la obtención de la prueba
(confesión), sin que se reformara la legislación inquisitiva; el sistema, que
funcionaba con epicentro en el tormento, se mostró totalmente ineficiente y
amenazó con colapsar. Para resolver este problema, en vez de realizarse una
profunda y completa reforma penal, se establecieron las penas indiciarias o de
sospecha, la pena por desobediencia o por mentiras o todos los medios de tortura
psíquica. Arrancar la confesión se convirtió en el contenido principal de todo el
proceso, en el objeto de un solemne "arte de inquirir". Y si no se lograba la
confesión, se vino a aplicar la pena extraordinaria o pena indiciaria o de
sospecha[27].

No debe extrañar que en los países anglosajones este sistema sea la llave maestra
mediante la cual se "resuelve" el 95 % de los casos (plea bargaining y guilty plea).
"Recordemos -dice Schiffrin-, a este respecto, que en este proceso sobreviven
formas muy arcaicas derivadas del proceso acusatorio puramente privado de los
pueblos germánicos. Uno de esos residuos está constituido por el not guilty plea, o
sea, que el acusado niegue la acusación, no se declare culpable, con lo cual nace la
controversia que es requisito indispensable de la actuación jurisdiccional. Si no hay
not guilty plea y, en cambio, guilty plea, el reconocimiento de la culpabilidad
llevaba directamente a la sentencia. Pero si el acusado no quería manifestarse ni en
un sentido ni en otro, para evitar la impunidad, el common law escogió la peine
forte et dure que era, originalmente, un encarcelamiento en condiciones durísimas,
y, después desembocó en la aplicación de torturas que conducían a la muerte".
"Sobre esta base bárbara -prosigue el citado autor- se llegó, en el Derecho
anglosajón, al sistema, más bien moderno, de la negociación entre el fiscal (que no
está sometido al principio de legalidad, sino al de oportunidad), y el imputado y su
defensa, que conduce normalmente a la disminución de los cargos y de la
consiguiente pena, a cambio de la colaboración del imputado, ya para descubrir a
sus partícipes, o para simplificar la tarea de investigación"[28].

Ha sido Ferrajoli quien con mayor claridad ha explicado que entre el modelo teórico
acusatorio y la discrecionalidad de la acción penal no existe ningún nexo, ni lógico
ni funcional, que sin embargo ha caracterizado siempre la experiencia práctica -
antigua y moderna- del proceso acusatorio: "La distinción entre sistema acusatorio
y sistema inquisitivo puede tener un carácter teórico o simplemente histórico. Es
preciso señalar que las diferencias identificables en el plano teórico no coinciden
necesariamente con las detectables en el plano histórico, por no estar siempre
conectadas entre sí lógicamente. Por ejemplo, sí forman parte tanto del modelo
teórico como de la tradición histórica del proceso acusatorio la rígida separación
entre juez y acusación, la igualdad entre acusación y defensa, la publicidad y la
oralidad del juicio; no puede decirse lo mismo de otros elementos que, aun
perteneciendo históricamente a la tradición del modelo acusatorio, no son
lógicamente esenciales a su modelo teórico, como la discrecionalidad de la acción
penal, el carácter electivo del juez, la sujeción de los órganos de la acusación al
poder ejecutivo, la exclusión de la motivación de los juicios del jurado, etc. Por otra
parte, si son típicamente característicos del sistema inquisitivo la iniciativa del juez
en el ámbito probatorio, la desigualdad de poder entre la acusación y la defensa y
el carácter escrito y secreto de la instrucción, no lo son, en cambio, de forma tan
exclusiva, institutos nacidos del seno de la tradición inquisitiva, como la
obligatoriedad y la irrevocabilidad de la acción penal, el carácter público de los
órganos de la acusación, la pluralidad de grados de la jurisdicción y la obligación del
juez de motivar sus decisiones"[29].

Más adelante señala: "Es claro que en el antiguo proceso acusatorio, donde la
iniciativa penal estaba atribuida a la parte ofendida o a cualquier ciudadano, el
poder de acusación sólo podía ser discrecional. En un sistema de este género la
discrecionalidad estaba, en efecto, no sólo lógicamente implicada, sino incluso
axiológicamente justificada por el carácter privado o sólo popular de la acción, cuya
omisión, en coherencia con el carácter todavía tendencialmente privado del mismo
derecho penal sustancial, era indicativa de la tolerancia o cuando menos falta de
reacción social frente al delito. Pero al afirmarse -prosigue este autor- el carácter
público del derecho penal y sus funciones de prevención general no sólo de las
venganzas sino asimismo de los delitos, también la acusación perdió
progresivamente su originaria naturaleza privada, asumiendo carácter y
modalidades enteramente públicos"[30]. Por eso es que el sistema del plea
bargaining -concluye- es un reducto, del todo injustificado, del carácter
originariamente privado y después sólo cívico o popular de la iniciativa penal,
representando una fuente inagotable de arbitrariedades[31].

4. El plea bargaining "criollo"

El juicio público es ahora sustituido por lo que Ferrajoli llama "intercambio


perverso", acuerdo donde se cambia prueba por pena, donde el fiscal le ofrece al
imputado una pena menor a la que pediría en el juicio oral a cambio de su
declaración de culpabilidad, a lo que el imputado accede no por estar de acuerdo
con la pena, sino para poner fin, aun a costa de perder la oportunidad de su
absolución, a una prolongada detención preventiva, de límites imprecisos y
duración imprevisible[32].

La aplicación del sistema hasta el momento permite construir el siguiente


escenario: el fiscal cita a su oficina al imputado y a su defensor, le sugiere a aquél
que se declare culpable, acepte la calificación y la pena de, v. gr., 4 años de prisión
porque si va a juicio se verá obligado, por todos los parámetros de individualización
de la pena, a pedir 6 años, y el Tribunal lo va a condenar seguramente a más
tiempo, por ejemplo 8 años. Otra variante es pensar mejor del fiscal y suponer que
va a mantener la misma pretensión punitiva, pero que el Tribunal seguramente la
va a elevar. O como nos ha pasado en un caso -claro que no de juicio abreviado-,
que un fiscal diga que va a pedir una pena relativamente alta aunque no esté de
acuerdo porque si pide una baja el Tribunal se ofenderá, elevándola
considerablemente.

Esto demuestra que la realización del pacto es incontrolable por naturaleza y,


aunque lo fuera, imposible de eliminar su ínsita coacción[33]. Se podría objetar que
cuando el imputado confiesa libremente ante lo abrumador del cuadro cargoso
también confiesa coaccionado, pero en ese caso no existe el funesto intercambio,
ya que la confesión no se hace a cambio de la promesa de una "ventaja", aun
cuando la prueba no sea abrumadora, no pone fin al proceso inmediatamente, ni
asegura una condena. Es que el verdadero drama del juicio abreviado es la
resignación de la chance de una futura absolución, a cambio de la libertad,
resultando así penado un inocente[34]. Quien confiesa, por lo demás, siempre que
lo haga libremente, sólo renuncia a su derecho a no declararse culpable, no al
debido proceso[35]. Podría pensarse que la única manera en que el sistema no
funcione como mecanismo coactivo es obligando al fiscal a mantener la misma
pretensión punitiva ofrecida en el acuerdo en el juicio oral en caso de fracasar
aquél. El fiscal, como representante de la sociedad en un sistema regido por el
principio de legalidad, debería ofrecer la que a su juicio es la pena justa, no la que
convenga al imputado, y no debe pedir luego una mayor. Y el Tribunal debería
ceñirse a la pena peticionada por el Fiscal, absteniéndose de incrementarla en el
momento de la sentencia. De esa manera el imputado podría elegir ser condenado
en forma inmediata para poder salir en libertad condicional y no esperar a que se
realice el juicio. Pero, como se puede ya apreciar, ello no le quita el componente
coactivo, sólo hace más transparente y leal el proceder de los funcionarios
judiciales.

Habría que realizar un estudio de campo serio, pero sospecho que en la consabida
propensión de algunos tribunales a imponer penas elevadas se traba una silenciosa
lucha entre la necesidad de individualizar la pena justa y adecuada el caso concreto
y la urgencia por descomprimir lo más pronto posible el "trombo" en el sistema,
induciendo a los futuros enjuiciados a aceptar la alternativa que les ofrece el fiscal
de una pena, aunque elevada, siempre más conveniente. Con lo cual a la pena se le
agrega un nuevo fin preventivo: desalentar no sólo la recurrencia en el delito sino
que los imputados se sometan a juicio, poniéndose, además, en jaque el principio
de culpabilidad, al menos para ese "plus" punitivo, en su doble aspecto
fundamentador y limitador de la pena, ya que si el imputado no se acoge a la
"propuesta" recibirá la pena incrementada con un "plus" de castigo por no acogerse
al juicio abreviado.

5. La cuestión de la disponibilidad de las garantías. El juicio público


¿garantía renunciable o imperativo institucional?

La consagración legislativa del juicio abreviado provocó, como he dicho, el


resurgimiento del debate acerca de si las garantías individuales del Estado de
Derecho son o no renunciables. Hemos dicho -y lo reiteramos- que el planteo
padece de un defecto genético, que lo deslegitima totalmente: no cabe hablar de
"renuncia" cuando la manifestación de voluntad no es fruto de la total libertad de
decisión, sino que no puede desprenderse del componente coactivo.
La cuestión giró principalmente alrededor de la supresión del juicio oral y público,
sosteniendo Magariños que el juicio público no es sólo una garantía individual sino
un imperativo institucional irrenunciable para el imputado[36]. Las cláusulas de
donde se desprende la imperatividad del juicio oral son los arts. 24, 75, inc. 12 y
118 de la CN, que exigen el juicio por jurados que, como es obvio, no puede ser
realizado de otra manera que oral y públicamente[37]. En efecto, mediante él el
imputado se asegura que su proceso no será tratado en las sombras, y que se
medirá en igualdad de fuerzas con el acusador (contradictorio) frente a un tribunal
imparcial; pero también se asegura al pueblo el acceso a los juicios, a modo de
control republicano de los métodos de hacer justicia, para evitar abusos y satisfacer
el interés público. Desde esta óptica el juicio oral sería irrenunciable para el
imputado, porque cumple la doble función de garantía tanto para él como para el
resto de la población.

Magariños sostiene que esa imperatividad no se acepta en los Estados Unidos,


donde, pese a la contundencia de la exigencia del juicio por jurados en la sección
segunda del art. III de la Constitución de los Estados Unidos y en la Sexta
Enmienda, ella se vio relativizada con el "esfuerzo interpretativo" de la Corte
Suprema de ese país[38] para concluir que, pese a la clara letra de las
disposiciones constitucionales en juego, el juicio por jurados era sólo un "valioso
privilegio" y, como tal, renunciable por el acusado.

Por su parte, Hendler sostiene que en los Estados Unidos, cuya Constitución es
antecedente directo de la nuestra, el juicio por jurados (juicio oral) es una garantía
renunciable, no un imperativo institucional, razón por la cual la jurisprudencia de la
Corte Suprema de ese país es correcta y ajustada a sus antecedentes históricos.
Nuestra Constitución, en consecuencia, no habilita a que se tome un camino
diferente y las leyes deben adecuarse a esa concepción[39].

Dice este autor, invocando importantes antecedentes históricos del derecho común
inglés como el Cuarto Concilio de Letrán celebrado en el año 1215 y el primer
estatuto de Westminster de 1275, que la institución del jurado, que se imponía a
partir de la aceptación del acusado, fue tervigersada por el autoritarismo
monárquico que comenzó a gestarse en la Edad Media, de modo que quienes se
rehusaran a ser juzgados "por su país" serían puestos en una prisión fuerte y dura
(prison forte et dure), que posteriormente se transformó en la pena fuerte y dura
(peine forte et dure)[40]. Su funcionamiento como prenda del autoritarismo
monárquico es claramente contrapuesta al reclamo de garantía de los ciudadanos
frente al despotismo de los reyes, que se estableció a partir de los movimientos
liberalizantes con que se inicia la era contemporánea. Por esa razón, concluye este
autor, el juicio por jurados nunca puede ser impuesto al imputado contra su
voluntad, siendo una garantía del acusado y no un imperativo irrenunciable[41].

Hendler quiere llamar la atención, de la misma manera que lo había hecho


Bruzzone, acerca de una posible interpretación perversa de la garantía: si el juicio
por jurados no puede ser impuesto al imputado so riesgo de remedar el
comportamiento autoritario de los monarcas ingleses del medioevo, si se impone
contra la voluntad del imputado se estaría haciendo funcionar la garantía en
perjuicio del propio portador. En vez de la pena dura y fuerte, se lo "atornilla" al
banquillo frente a "sus" jurados, lo cual en esencia vendría a ser lo mismo.

Ahora bien, en los Estados Unidos no sólo el juicio es renunciable sino también el
principio de inocencia, mediante el guilty plea, reconocimiento de culpabilidad de
tiene el efecto de poner fin al proceso con la inmediata condena del acusado, nota
típica del adversary system vigente en los países anglosajones. Por tradición
continental europea, el adversary system no existe entre nosotros, pues se impone
el principio de legalidad procesal, la obligatoriedad e irrevocabilidad de la acción
penal para el acusador público y la indisponibilidad del contenido del proceso para
el imputado, de modo que, por ejemplo, su confesión no habilita la finalización del
proceso, sino que impone su prosecución hasta su total finalización. El imputado no
tiene poder para evitar el procedimiento con su confesión, por lo que tampoco lo
podría tener para quemar una etapa fundamental por su propia voluntad. Esto
permitiría calificar al plea bargaining como un elemento bastardo de nuestro
sistema procesal.

Pero la cuestión puesta de manifiesto por Hendler sigue en pie: el hecho de que
siguiéramos el modelo de enjuiciamiento continental europeo, ¿nos autoriza a dar
un sentido distinto a las cláusulas constitucionales que establecen el juicio por
jurados como garantía del imputado, que puede ser declinada si es su voluntad? No
creemos que el imputado pueda resignar su derecho a ser juzgado por sus pares, ni
a negarse -en caso de que el juicio por jurados no se haya materializado, como
sucede en nuestro país- a ser enjuiciado oral y públicamente por jueces técnicos, ni
mucho menos a aceptar en lugar del enjuiciamiento la resignación de su inocencia y
la imposición de una pena.

6. La irrenunciabilidad y el principio de inocencia.


Como habrá de recordarse, todo comenzó cuando Magariños sumó a la concepción
del juicio oral como garantía individual aquello del "imperativo institucional". No
sería aventurado sostener que este magistrado se vio en la necesidad de recurrir a
ese "refuerzo" frente a ciertas concepciones acerca de la renunciabilidad de las
garantías individuales, aun a pesar de hallarse convencido de lo contrario. Así
Bruzzone: "Si bien el juicio abreviado, u otras formas de transacción, son posibles
en relación al art. 18 CN, no lo serían frente al carácter imperativo del art. 118 CN.
La imposibilidad de renunciar al juicio por jurados viene dada más por consistir en
un derecho de los ciudadanos a formar parte del jurado, participando de esa forma
en la administración de justicia penal, que como un derecho del acusado, que si
bien lo es, no define su carácter imperativo. Lo que lo convierte en irrenunciable es
un derivado de la organización republicana de gobierno en el reparto del poder"[42]
(el destacado me pertenece).

Hemos dicho en otro lugar que el principio de inocencia (CN, art. 18), entre otras
cosas, funciona como un resorte que impide al Estado considerar culpable y
condenar a una persona hasta tanto sea probada y demostrada la verdad de la
imputación. Esta demostración implica la adquisición del óptimo grado de
conocimiento (certeza), que, al menos para la condena, sólo puede adquirirse en la
oportunidad procesal de la sentencia condenatoria, es decir, luego de la tramitación
total del proceso penal[43]. Proceso que, como se sabe y por imperativo de otras
garantías (derivadas de aquel principio), no se puede realizar de cualquier manera,
sino de forma oral, pública, contradictoria y continua, con la carga de la prueba en
menos de la acusación y, si esta no logra demostrar la certeza de sus hipótesis, con
el funcionamiento de la regla in dubio pro reo. Por eso es que una pena sin juicio,
basada en una sentencia motivada en una dudosa confesión producto de un pacto y
en constancias procesales que nada tienen que ver con ese juicio contradictorio
querido por la Constitución, viola el principio de inocencia en la medida en que su
plena realización exige la comprobación de la certeza.

La motivación de la sentencia es, por eso, un derivado del principio de inocencia, en


la medida en que sólo se va a poder irrogar una pena a un individuo si existe una
motivación que refleje la comprobación del hecho, comprobación hecha no de
cualquier manera, sino por los métodos que la propia Constitución impone, y que
implican un método lógico-inductivo apto para lograr certeza (carga de la prueba,
contradictorio y motivación). Y no puede sustituirse la certeza lograda por
convicción de los jueces luego del juicio público y contradictorio, por la "certeza
pactada" del juicio abreviado, que algunos hasta se animan a asociar con un nuevo
concepto de verdad procesal, de tipo consensual[44], cuando en verdad debieran
decir "verdad impuesta". ¿Cómo habría de compadecerse ese "pacto sobre la
certeza" con el imperativo de la regla de clausura in dubio pro reo, que obliga a
mantener el estado jurídico de inocencia cuando el fiscal no logró demostrar la
certeza de su imputación?

Todas las garantías del debido proceso (incluida por supuesto la del juicio previo)
no pueden sino derivar del principio de inocencia[45], que no es otra cosa que
abjurar para siempre de cualquier forma de castigo anticipado al momento de la
sentencia firme de condena. A la tradicional secuencia entre semiplena prueba
(conocimiento deficiente) y semiplena pena (tortura), realizadas antes de la
sentencia ahora se oponen la secuencia entre "plena prueba" y "pena" que sólo
pueden adquirirse con la sentencia condenatoria firme. Como se puede ver, existe
un paralelismo histórico entre prueba y pena, que el principio de inocencia viene a
vincular de un modo especial: sólo se puede imponer una pena a un individuo si
hay plena prueba, es decir, certeza, sobre su responsabilidad; la mera probabilidad
o verosimilitud, no autoriza la pena sino, en estapas anteriores del proceso, sólo
medidas cautelares de orden personal, si de dan los peligros procesales del caso,
que nunca pueden importar un castigo anticipado.

Por eso es que el juicio abreviado, al hacer depender la pena de una "verdad
coactivamente pactada" y no comprobada en el juicio público, quiebra el lazo
garantista entre plena prueba y pena, conquista principal del principio de inocencia.
Si no hay plena prueba (certeza) no puede haber pena, y certeza no puede haber si
no hay contradictorio en juicio público ante un juez imparcial.

Sólo la sentencia, motivada en la certeza resultante de la prueba ventilada en juicio


público, puede asegurar la plena realización del principio de inocencia. Sólo se
puede confiar en una motivación si a ésta ha precedido la realización del juicio
público y contradictorio (CN, art. 18), porque la publicidad y la oralidad son las
únicas garantías que tenemos de que los jueces, expuestos al control del pueblo,
serán imparciales y respetarán la defensa en juicio (garantías de garantías).

Si admitimos que el juicio público es una herramienta indispensable para la


concreción del principio de inocencia, entonces es una garantía individual
irrenunciable, conclusión a la que se llega no por el derecho del imputado a ser
juzgado por sus pares[46] ni por el de los ciudadanos a participar en la
administración de justicia, sino, antes bien, por su derecho a que su caso sea
ventilado a la luz del día, a la vista de todos, para cohibir la natural inclinación
humana a la arbitrariedad, cuando opera en la sombra y el anonimato.
7. El principio de inocencia, la obligatoriedad e irrevocabilidad de la acción
penal y la indisponibilidad del contenido del proceso

El reconocimiento del principio de la presunción de inocencia en el art. 9 de la


Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, tiene un enorme
trasfondo teórico e histórico, incomprensible si no se lo vincula a las formas de
enjuiciamiento penal llevadas a cabo hasta ese momento, pues todas ellas trataban
como culpable al individuo mientras se sustanciaba el proceso penal. Este principio
es una creación artificial destinada a evitar la coerción penal desproporcionada de la
necesidad cautelar durante el proceso, y que jamás pueda aplicarse la pena si no
está totalmente demostrada la culpabilidad, lo cual influye en la configuración
concreta de ese proceso. Fue la reacción contra los abusos de la inquisición, así
como la consagración del mismo principio en el art. 39 de la Magna Charta inglesa
de 1215 lo fue contra los del sistema acusatorio, en cuyas formas bárbaras se
imponía la ley del más fuerte. Y no ha perdido vigencia sino todo lo contrario: la
reafirmación del principio, asimismo, en la Declaración universal de derechos
humanos (art. 11, párr. I), en la Convención europea sobre derechos humanos (art.
6, párr. II) y en muchos otros instrumentos internacionales, implican su
reconocimiento universal, luego de los increíbles abusos en el siglo XX del
nacionalsocialismo, el fascismo y los "gulags" soviéticos, exponentes de la ingénita
y recurrente perversidad humana, que hoy nos ha vuelto a visitar en el corazón de
la Europa próspera, con los horrores de la ex Yugoslavia y, ya en este nuevo
milenio, con las fosas comunes de Chechenia.

El ideario de la Revolución impuso dos instrumentos: a) el principio de inocencia y


b) la ley del parlamento, como síntesis de la voluntad de la sociedad. Dado que las
imposiciones basadas en la superioridad del más fuerte eran comunes al sistema
inquisitivo y al acusatorio, la única manera de que la "ley del más débil" le oponga
resistencia a la del más fuerte era con esas dos herramientas. La arbitrariedad y el
abuso de poder en la persecución penal se reemplazaron, así, con la presunción de
inocencia y la legalidad. Ya no es ese poder incontrolado del más fuerte el que
presiona, doblega y decide, de acuerdo a su arbitraria voluntad, sino la ley, que
impone al órgano de la acusación formularla ante la existencia de una hipótesis
delictiva, sin guiarse por otro interés que no sea el de la ley misma. Esta extensión
a los órganos acusadores de las garantías de independencia y de sujeción sólo a la
ley es el único modo de asegurar igualdad de tratamiento en iguales circunstancias.

Por eso es que, una vez excluido que el modelo acusatorio suponga necesariamente
la discrecionalidad de la acusación, debe entenderse, por el contrario, que
comporta, lógica y funcionalmente, el principio opuesto de la obligatoriedad y la
irrevocabilidad de la acción penal por parte de los acusadores públicos. Este
principio, expresado en las tesis nullum crimen, nulla culpa sine accusatione es una
consecuencia de la inderogabilidad del juicio postulada por la tesis nullum crimen,
nulla culpa sine iuditio y por el mismo principio acusatorio nullum iudicium sine
accusatione[47]. El juicio abreviado, en tanto negación del juicio mismo, carece de
acusación y, aunque formalmente la hubiera, tendría un defecto esencial que
imposibilitaría considerarla tal ¿De qué serviría, por caso, la relación precisa y
circunstanciada del hecho imputado, con sus pruebas, si el acusado no pudiera
contradecir esa hipótesis fáctica y refutarla probatoriamente, sino sólo aceptarla sin
chistar?

La consagración del principio de inocencia y la legalidad, hacen de la acción penal


pública, obligatoria e irrevocable, y de la indisponibilidad del contenido del proceso,
baluartes de la preservación del individuo de los poderes que, influyendo sobre él,
lo obliguen a declararse culpable. Y tan grande es la desconfianza, que lo protegen
aun cuando él aparentemente sea libre en su confesión, obligando a que el proceso
continúe a pesar de ella[48].

8. Necesidad de una reforma integral

Si realmente se hubiera procurado con la reforma procedimental de marras la


eficiencia en su pleno sentido garantista, estaríamos ahora discutiendo, por
ejemplo, sobre la nueva ley de supresión o drástica abreviación de la hipertrofiada
etapa instructoria, legado indiscutible -e intolerable- del sistema inquisitivo, no
sobre una que elimina el juicio público, garantía fundamental del Estado de
Derecho[49]. Ello conduciría, sin duda, a una considerable aceleración del proceso
penal, que reposaría casi exclusivamente en la etapa del juicio oral y público,
contradictorio y continuo, cuya sentencia definitiva es dictada casi inmediatamente
después del último acto procesal del debate[50].

Pero sería una ilusión suponer que sólo con eso se resuelven todos los problemas
que afectan la eficiencia del sistema penal. Sería otro parche o remiendo más...
más "vino nuevo en odres viejos". Se impone, por el contrario, una reforma integral
del sistema penal en su conjunto, que contemple, por ejemplo:

a) Una reprogramación legislativa, que sólo puede expresarse a través de una


rigurosa recodificación, para incluir en la parte nuclear del Código Penal los delitos
más trascendentes de las leyes complementarias, acompañada de la llamada
"reserva de código", como método de prevención de la inflación penal[51],
fenómeno emparentado con la existencia masiva de presos sin condena[52].

b) La indispensable desincriminación de conductas que se encuentran tanto en el


Código Penal como en leyes especiales y que carecen de entidad como para prever
una sanción de índole penal, que debieran ceñirse a sanciones administrativas de
contenido preventivo y reparatorio, o leyes que castigan conductas que no debieran
ser castigadas desde el punto de vista de los principios de exterioridad y lesividad.

c) La indispensable adaptación de los procedimientos a las nuevas formas de


criminalidad moderna, y a los delitos "no tradicionales"[53].

d) Reestructuración y perfeccionamiento de los mecanismos preventivos y


sancionatorios de índole administrativa.

e) Una reorganización judicial, con optimización de los recursos y descentralización


territorial.

En tanto todo ello no se lleve a cabo con seriedad, el problema no puede ser
resuelto cambiando los presos sin condena por condenas sin juicio. Si las
situaciones que esas personas padecen son ilegítimas, la ilegitimidad debe
simplemente cesar y servir de estímulo para encarar con seriedad y celeridad las
necesarias reformas legislativas.

9. A modo de conclusión

Las nuevas formas de criminalidad económica, informática y ambiental, el


narcotráfico, el lavado de dinero, el terrorismo internacional, el tráfico de armas, la
corrupción estatal y el mortífero tráfico rodado eran fenómenos desconocidos en
1921 y 1930, época a que pertenecen, respectivamente, nuestra legislación penal
sustantiva y la fuente italiana de entreguerras en que abrevó nuestra actual
legislación procesal penal.

El ataque a esos megafenómenos exige, sin duda, una optimización de esas


herramientas, pero ello debe hacerse desde el indispensable atalaya de la
protección de las garantías constitucionales. Hoy se escuchan voces que parecen
querer relativizar esas garantías, con el argumento de que al poder del Estado,
frente al gual operan esas garantías, se le han opuesto otros "leviatanes"
(narcotráfico, terrorismo, etc.), que lo han debilitado considerablemente, y que se
escudan en esas mismas garantías para preservar su impunidad y su negocio. Hoy
esas garantías aparecen -desde esa concepción- como piezas de museo que
sirvieron sólo para los siglos XVIII y XIX, en la defensa de un individuo débil frente
a un Estado vigoroso y omnipotente, pero que hoy aparecen defendidas sólo por los
delincuentes y ciertos juristas e ideólogos trasnochados.

Esta visión del problema olvida totalmente todo lo que pasó en el siglo que
acabamos de dejar atrás, y que llevó a que aquellos mismos principios del
Iluminismo, sin variación alguna, fueran tomados como bandera por todas las
naciones del llamado "mundo civilizado"[54], y que hasta luchan por imponerse a la
misma soberanía de los Estados, cristalizándolos en numerosos instrumentos
internacionales que crean tribunales internacionales para su protección,
aspirándose a la creación de un tribunal penal internacional, que no termina de
imponerse por intereses subalternos de algunos países poderosos.

Olvida también que esos tremendos y recurrentes horrores no fueron otra cosa que
abusos del poder estatal, lo que demuestra que cuando el Estado abusa del poder
se transforma en el peor enemigo posible, en un Abaddón incontrolable. Frente a
ello, "es responsabilidad intelectual y política de los juristas y de los legisladores
defender y consolidar los valores de racionalidad, de tolerancia y de libertad que
están en la base de esa conquista de la civilización que es la presunción de
inocencia y que en buena parte se identifica con los valores mismos de la
jurisdicción"[55].

Notas:

· Este trabajo fue leido y discutido en el seminario de estudio e investigación en


derecho penal y procesal penal del Departamento de Derecho Penal y Criminología
de la Facultad de Derecho de la UBA, a cargo de los profesores Edmundo Hendler y
Norberto Spolansky, coordinado por los profesores Ignacio Tedesco y Daniel Pastor,
realizado durante el año 1999. Agradezco a todos ellos, y especialmente a los
profesores Mario Magariños y Gustavo Bruzzone, que me honraron con su presencia
y valioso aporte intelectual. Fue, asimismo, publicado en el libro "El procedimiento
abreviado", cuyos compiladores son Julio B. J. Maier y Alberto Bovino, editores Del
Puerto, marzo de 2001, ps. 251 y ss.

[1] Art. 431 bis del Código Procesal Penal de la Nación, arts. 395 y 396 del CPP de
la Provincia de Buenos Aires, art. 415 CPP de la provincia de Córdoba, art. 324 del
Código Procesal Penal de Tierra del Fuego. También está regulado en el art. 9, inc.
1° del Anteproyecto de Código Procesal Penal de la Provincia de Chubut de 1999,
elaborado por el Prof. Julio B. J. Maier. Para una noticia sobre la legislación
comparada, ver el trabajo de Pedro J. Bertolino, Para un encuadre del proceso
penal abreviado, Jurisprudencia Argentina, 22/10/97, Sección Doctrina, pág. 2 y
siguientes, y el de Nicolás Guzmán, La verdad y el procedimiento abreviado,
inédito.

[2] En cierto sentido es la opinión del diputado José I. Cafferata Nores, cuando
hace referencia a los seis objetivos que avalan la introducción del "juicio
abreviado": racional distribución de los recursos, cambiar condenas por presos sin
condena, agilizar los procesos, abaratar el costo, aliviar la tarea de los tribunales
orales, obtención por el imputado de una pena reducida (O.D. n° 561).

[3] De allí que tenga razón Bruzzone cuando se refiere al falso dilema "eficiencia v.
garantías", en Aspectos problemáticos de la relación entre el juicio abreviado y
juicio por jurados, leido en el mismo seminario e inédito, pág. 25.

[4] Gustavo Vivas, La confesión transaccional y el juicio abreviado, "Cuadernos de


Doctrina y Jurisprudencia Penal", editorial Ad-Hoc, año IV, número 8°, pág. 510.

[5] Gustavo A. Bruzzone, Acerca de la adecuación constitucional del juicio


abreviado, misma publicación, pág. 603/605.

[6] Hobbes, Leviatán, apud Luigi Ferrajoli, Derecho y Razón, editorial Trotta, año
1995, traducción de Perfecto Andrés Ibáñez y otros, pág. 677, nota 285.

[7] El propio Vivas sostiene que "la transacción presunta o presumida por el art.
415 (CPP Córdoba) exige un lubricado sistema garantizador del estado de libertad
en que debe mantenerse al acusado durante la tramitación de la causa; de lo
contrario podría operar como una modalidad compulsiva para lograr la confesión
transaccional y con tal corrupción del modelo se tornaría insustentable éticamente"
(lugar citado).

[8] Art. 9: "presumiéndose inocente a todo hombre hasta que haya sido declarado
culpable, si se juzga indispensable arrestarlo, todo rigor que no sea necesario para
asegurar su persona debe ser severamente reprimido por la ley", citado por Alfredo
Vélez Mariconde, Derecho procesal penal, Ediciones Lerner, 2ª. Edición, Tomo II,
pág. 30 (la cursiva es nuestra).

[9] Bruzzone, Acerca..., pág. 607/608. Ilustrativo de esta suerte de "dilema


desgarrador" en que se encuentran inmersos los imputados es el trabajo de Ignacio
F. Tedesco, Algunas reflexiones en torno al juicio abreviado y el privilegio contra la
autoincriminación, inedito.

[10] Bruzzone, Aspectos problemáticos..., pág. 6.

[11] Por eso es que Gabriela Córdoba, en su trabajo El juicio abreviado en el Código
Procesal Penal de la Nación, inédito, pág. 14, dice que, en caso de restringirse la
aplicación del juicio abreviado a los casos en que la pena a imponer no fuera una
privativa de la libertad, si bien se atenuaría la coerción hasta límites quizá
tolerables, el juicio abreviado perdería su principal atractivo, pues no son muchos
los delitos que no están penados con pena privativa de libertad". Además, el
mecanismo se tornaría en totalmente inoperante e inútil, ya que es bastante difícil
suponer que los imputados se vayan a someter al juicio abreviado si la
consecuencia de someterse al juicio público no fuera una pena de privación de la
libertad efectiva, pues el verdadero motor del sistema -y por ende su moneda de
cambio más valiosa- es el riesgo concreto del imputado de ir efectivamente a
prisión.

[12] Para referirnos sólo a quienes han tenido incluso la oportunidad de confrontar
verbalmente, mencionamos a Mario Magariños, juez integrante del TOC N° 23, su
voto en disidencia en el caso "Osorio Sosa, Apolonio", causa N° 451, en "Cuadernos
de Doctrina y Jurisprudencia Penal", editorial Ad-Hoc, año IV, número 8°, pág. 642
y ss.; a Edmundo Hendler, El juicio por jurados, ¿derecho u obligación?, inédito; y
los dos trabajos de Gustavo A. Bruzzone, recientemente citados.

[13] Julio B. J. Maier, Derecho Procesal Penal, Tomo 1 Fundamentos, editorial del
Puerto, año 1996, pág. 654.

[14] Bruzzone, Aspectos problemáticos..., pág. 5.

[15] De allí la proclama de Beccaría: "Sean públicas las pruebas del delito, para que
la opinión, que acaso es el solo cimiento de la sociedad, imponga un freno a la
fuerza y a las pasiones..." De los delitos y de las penas, Altaya, Barcelona, 1994, p.
50.

[16] Ferrajoli, obra citada, págs. 34, 91 y 152.

[17] Ferrajoli, obra citada, pág. 539.

[18] Ferrajoli, obra citada, págs. 152 y 153.


[19] Gabriel Ignacio Anitua, En defensa del juicio, Comentarios sobre el juicio penal
abreviado y el arrepentido, en "Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal",
editorial Ad-Hoc, año IV, número 8°, pág. 543. Claro que en innumerables casos, si
no la mayoría, el fiscal estará en una actitud totalmente pasiva y será el imputado
quien, desesperadamente, acude a su oficina del procura del juicio abreviado. La
ominosa caracterización del fiscal es un recurso literario para expresar lo coactivo
del sistema en sí, con independencia del mayor o menor brío puesto por el fiscal
para lograr el acuerdo.

[20] Claramente Schünemann: "...el § 136 a) StPO consagra la garantía


constitucional de no declarar contra sí mismo, extendiendo correctamente también
a la promesa de ventajas, pues éstas tienen como reverso una amenaza
concluyente de la desventaja en caso de rebeldía y, de esta manera constituye una
forma de coaccionar a la confesión" (¿Crisis del procedimiento penal? ¿Marcha
triunfal del procedimiento penal americano en el mundo?, traducción de Silvina
Bacigalupo en "Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal", editorial Ad-Hoc,
año IV, número 8°, pág. 424/5).

[21] Hobbes, Del ciudadano: "Tampoco nadie puede estar obligado por un pacto a
acusarse a sí mismo o a otra persona cuya condena le amargaría la vida", Leviatán:
"Un convenio que implique un acusarse a sí mismo sin garantía de perdón, es
igualmente inválido" (Ferrajoli, obra citada, pág. 676, nota 285).

[22] Luigi Ferrajoli, obra citada, pág. 562.

[23] Advierten también este problema Alberto Bovino, Procedimiento abreviado y


juicio por jurados, pág. 12, inédito, y Gabriela Córdoba, obra citada, pág. 11.

[24] Mario A. Oderigo, Tinta versus saliva, La Ley, T. 1977-B, pág. 864.

[25] Miguel Angel Almeyra, Juicio abreviado ¿o la vuelta al inquisitivo?, LL. T.


1997/F y, con mayor desarrollo, en Réquiem para el juicio penal oral -A propósito
del procedimiento penal abreviado-", en Antecedentes Parlamentarios, Año 1997,
N° 7, pág. 1559 y ss.

[26] Leopoldo H. Schiffrin, Corsi e ricorsi de las garantías procesales penales en la


Argentina, "Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal", editorial Ad-Hoc, año
IV, número 8°, pág. 488.

[27] Gerhard Walter, Libre apreciación de la prueba, Temis, 1985, pág. 68 y ss.
[28] Leopoldo H. Schiffrin, obra citada, pág. 484.

[29] Ferrajoli, obra citada, pág. 563.

[30] Ferrajoli, obra citada, pág. 568, quien demuestra históricamente cómo el
principio de la publicidad de la acción pasó a ser una adquisición pacífica de toda la
experiencia procesal contemporánea.

[31] Ferrajoli, lugar citado.

[32] Existe incluso una instrucción del Procurador General de la Nación, que ordena
a los fiscales que privilegien la aplicación de este mecanismo a los casos de las
personas que vienen soportando detención (resolución 40/97, del 27/8/97).

[33] "Como lo enseña la psicología del juego de la negociación, el más poderoso,


concretamente, es quien impone sus fines, pero por su posición de poder más
fuerte y no por su mejor posición jurídica. Por tanto, los acuerdos transforman el
proceso penal, concebido hasta ahora como un conflicto de valores decidido por el
juez como un tercero imparcial, en una regulación de conflictos regidos por criterios
de poder y no por criterios jurídicos, lo que conduce en la mayoría de los procesos
al triunfo de las autoridades judiciales por la alianza normativa, llevada en algunos
casos, como por ejemplo, los de delitos económicos a concesiones a favor de la
defensa que resultan grotescas, e insoportables, además, desde el punto de vista
de la justicia y del tratamiento igualitario. Si la hipocresía no ha cubierto totalmente
la coacción mediante el uso infundado del poder y el arbitrio ilimitado que se
expresa en los acuerdos informales, tal como ocurre en ciertos ámbitos del plea
bargaining en los Estados Unidos, es gracias a los restos de nuestra tradición liberal
del Estado de derecho en materia procesal y no por una armonía ficticia de las
negociaciones que tienen lugar fuera del ámbito del Derecho" (Schünemann, obra
citada, pág. 427).

[34] El CPP de la provincia de Buenos Aires, por caso, contempla como motivo de
casación y revisión el caso de que esa conformidad no se hubiese prestado
libremente (art. 467, inc. 9 y 448, inc 2, segundo párr.), lo que es una perfecta
ironía, ya que jamás será voluntario, debiendo proceder siempre el recurso de
casación o revisión y ser exitoso, lo cual implicaría en los hechos la derogación del
sistema.

[35] Gabriela Córdoba, en el trabajo ya citado, pág. 7, responde así a esta


cuestión: "el derecho consiste en no ser obligado a declarar contra sí mismo -y no
en no declarar en su contra, como parece entenderlo Bruzzone en la comparación
que realiza-. Con lo cual el imputado, puede elegir entre declarar o no hacerlo, y si
decide declarar, aun en su contra, no está renunciando a ese derecho, sino, antes
bien, está haciendo uso de él, está declarando voluntariamente. Distinto es que,
como consecuencia de esta garantía constitucional, el Estado no puede obligarlo a
hacerlo (porque, precisamente, la garantía consiste en una prohibición dirigida a
él). La garantía constitucional queda en pie, entonces, si la legislación en materia
procesal penal estructura el procedimiento previendo que la declaración sea libre y
voluntaria -y, por tanto, que una declaración coacta del imputado no pueda ser
valorada como elemento de cargo en su contra- y el Derecho penal sanciona la
conducta de los funcionarios públicos que, vulnerando esta garantía, obliguen por
cualquier medio al imputado a declarar en su contra".

[36] Mario Magariños, su voto en disidencia en el caso "Osorio Sosa, Apolonio",


citado supra. Ver asimismo, su trabajo inédito El "juicio previo" de la Constitución
Nacional y el "juicio abreviado" (Ley 24.825), especialmente las notas 24, 59 y 43.

[37] Julio B. J. Maier, obra citada, pág. 654; también Mirna Goransky, Un juicio sin
jurados, en el libro "El nuevo Código Procesal Penal de la Nación", compilado por
Julio B. J. Maier, editorial del Puerto, año 1993, pág. 103 y ss.

[38] Caso "Patton vs. U.S." (281 U.S. 276).

[39] Edmundo Hendler, El juicio por jurados, ¿derecho u obligación?, inédito.

[40] Hendler, obra citada.

[41] Hendler, obra citada.

[42] Bruzzone, Aspectos problemáticos, pág. 15.

[43] Ver nuestro trabajo El control de la motivación de la sentencia penal, en el


libro "Los recursos en el procedimiento penal", Compilador: Julio B. J. Maier,
editorial del Puerto, año 1999, pág. 59 y ss.

[44] Véase la aguda crítica a esta postura, en Perfecto Andres Ibáñez, Ni fiscal
instructor, ni Habermas "procesalista" (a pesar de Vives Antón), pág. 43 y ss.

[45] En palabras de Carrara: "Aquí la ciencia dice lo contrario, y con la frente


levantada afirma: protejo a este hombre porque es inocente, y como tal lo
proclamo mientras no hayáis probado su culpabilidad; y esta culpabilidad debéis
probarla en los modos y con las formalidades que yo os prescribo y que vosotros
debéis respetar, porque también proceden de dogmas racionales absolutos. Del
"postulado lógico y jurídico" de la presunción de inocencia Carrara hace derivar,
además de la carga acusatoria de la prueba, la "estricta adhesión a la
competencia", la "oportuna intimación de los cargos", la "moderación de la custodia
preventiva", la "crítica imparcial en la apreciación de los indicios" (ver Luigi
Ferrajoli, obra citada, pág. 626, nota 19).

[46] El derecho del imputado a ser juzgado por jurados populares, por lo demás,
también es irrenunciable, porque el verdadero significado de esa garantía es
impedir que los funcionarios del Estado puedan imponer pena a un individuo sin
que exista para ello la autorización o venia de sus pares. Claramente, sobre esto,
Maier: "El jurado, políticamente, no es otra cosa que la exigencia, para los
funcionarios permanentes que tienen en sus manos la aplicación del poder penal del
Estado, de lograr, para tornar posible la coerción estatal (la pena), máxima
herramienta coactiva del Estado de Derecho, la aquiescencia de un número de
ciudadanos mínimo, que simboliza, de la mejor manera posible -en nuestra
sociedad de masas-, política y no estadísticamente, la opinión popular. En todo
caso, el tribunal de jurados constituye un posible freno político para la arbitrariedad
de los funcionarios públicos permanentes -los fiscales, los jueces-, en el uso de
mecanismos coactivos de gran poder destructor de la personalidad, en el sentido de
consultar otra opinión, para el caso vinculante, que autorice a los funcionarios a
usar, conforme a la ley penal, la pena estatal: si el jurado niega su autorización,
aun en contra de la misma ley, el mecanismo de la pena estatal no puede ser
utilizado" (obra citada, pág. 787/8).

[47] Ferrajoli, obra citada, pág. 569.

[48] Gabriela Córdoba, en el trabajo citado, pág. 6, lúcidamente sostiene: "Al igual
que todos los derechos y garantías constitucionales, (el juicio previo) es, a la vez,
garantía para el individuo y límite para el Estado, dos caras de la misma moneda.
Afirmar que se trata de derechos renunciables es olvidar la esencia del paradigma
clásico del Estado de Derecho, olvidar que éste buscó limitar el poder absoluto del
Estado imponiendo límites y prohibiciones a los poderes públicos para tutelar los
derechos de los ciudadanos".

[49] De la misma idea son Daniel R. Pastor, ¿Es conveniente la aplicación del
proceso penal "convencional" a los delitos no "convencionales"?, en el libro "Delitos
no convencionales", compilador: Julio B. J. Maier, año 1994, pág. 269 y ss.; Anitua,
obra citada, pág. 548; Alberto Bovino, Simplificación del procedimiento y juicio
abreviado, en "Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal", editorial Ad-Hoc,
año IV, número 8°, pág. 537, y Luis Fernando Niño, su voto en disidencia en el
caso "Wasylyszyn", misma publicación, pág. 627.

[50] A ello tiende, precisamente, el interesante Anteproyecto de Código Procesal


Penal para la Provincia de Chubut de 1999, elaborado por el Profesor Julio B. J.
Maier. Como dice Bovino, Procedimiento abreviado y juicio por jurados, cit. pág. 2:
"A simple vista, parecería que el debate regulado en los arts. 363 y ss. del Código
procesal penal de la Nación ... ya es, en sí mismo, un juicio abreviado. Ello pues
por su particular regulación, en la práctica se ha vaciado de contenido a la etapa de
debate, circunstancia que ha impedido que el juicio se constituya en la etapa
central del procedimiento penal, tal como lo exige la Constitución Nacional".

[51] Esta idea pertenece a Ferrajoli (Conferencia dictada en la Asociación de


Magistrados de la Nación, el día 30 de agosto de 1999, con motivo de la celebración
del 10° aniversario del I.N.E.C.I.P.) quien sostiene que así como en la modernidad
el principio de legalidad, junto con el de reserva, fueron concebidos como garantías
frente al abuso del poder punitivo del Estado, hoy ese abuso se aprecia en el
exceso de tipos penales, con lo cual se fue reduciendo el espacio de reserva, y
desnaturalizado, frente a la inflación penal, la garantía. Por eso es que es necesario
recuperar el ámbito de libertad perdido, y para ello la mejor alternativa es
incorporar, con las debidas derogaciones, las leyes complementarias al Código
Penal, y que cualquier reforma penal deba implicar una reforma al Código, no una
ley especial, requiriéndose mayorías especiales.

[52] Daniel Pastor sostiene, en su tesis doctoral relativa al plazo máximo de


duración del proceso penal, en preparación, que: "... en consonancia con
fenómenos tales como la inflación penal y el aumento extraordinario de la cantidad
y duración de los procesos, también la prisión preventiva ha sido desnaturalizada y
su ámbito de juego se ha visto ampliado expresamente, al entendérsela,
patolópgicamente, como un medio más para el combate de la delincuencia".

[53] Daniel Pastor, obra citada, lugar citado.

[54] Y que hasta han logrado "colarse" en algunas de las legislaciones integristas
como la ley para la adopción de la Charia, en Pakistán.

[55] Ferrajoli, obra citada, pág. 561.

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