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presentamos a usted

al fin estrenaron

jackie
brown
un fragmento inedito de

miller y gimenez

tal como era antes de ser


editado del relato

la viuda involuntaria
por batuchka

ruy xoconostle w.
&
AL FIN ESTRENARON JACKIE BROWN. El Marshall Giménez
sabía que eso significaba que el momento de conocerse
había llegado. Durante los últimos meses, el impasible
Marshall Giménez se había sentido impaciente. Cosa rara,
pues lo que le sobraba al Marshall Giménez era tiempo.
“¿Ya estrenaron Jackie Brown?”
Eso se preguntaba el Marshall Giménez todos los vier-
nes en la mañana, buscando la cartelera cinematográfica en
el periódico o en hold mientras llamaba al multiplex.
Sabía que cuando Tarantino estrenara su nueva película
en el país de Penn aquella larga misión terminaría.
Eso le habían paroleado la última vez que estuvo en la
compañía. Fue en el Gran Salón, rodeado por una docena
de sabios carcamales. Después de un larguísimo protocolo,
el mamón altavoz por el que el dios de los yajudis mandaba
sus órdenes retumbó y su voz de trueno le dijo que esperara
el estreno de Jackie Brown.
Esa era la señal. Ahí aparecería el asesino.
“¿Se puede saber por qué con esa película en espe-
cial?”, preguntó cortésmente el Marshall Giménez.
Del altavoz no surgió nada.
“El Señor actúa de forma misteriosa”, respondieron los
carcamales.
Aquello era raro. Las misiones siempre llegaban por
fax. En realidad, el Marshall Giménez nunca había eslusa-
do una directamente del dios de los yajudis.
“Entiendo. Así lo hizo.”
No que se sintiera especial o algo por el estilo. De he-
cho, una curiosa sensación de estupidez lo invadió cuando
un moreno con cara de rata mojada lo escoltaba afuera del
Gran Salón. Pensó en Charlie dándole órdenes a sus ánge-
les en la teleserie del fido.
El Marshall Giménez mantuvo, como siempre, la cordu-
ra. Dos meses después se topó con un póster de Jackie
Brown. Su entusiasmo creció desorbitadamente, pero se
enfrió cuando leyó

PRÓXIMAMENTE

Ah.
Ni hablar.
Lo importante es que el día había llegado.
Justo a tiempo.
A dos semanas de la boda.
Pasó todo ese día en el Odeon.
Desde la función de las diez cuarenta y cinco.
Poner atención. Escudriñar los rostros de todos los asis-
tentes.
Nada.
Hasta la función de las nueve y veinte.
Ah.
Ahí estaba.
Un curioso andrógino.
Bermudas. Tenis Nike. Playera con la inscripción “Ca-
tólico en rehabilitación”.
El Marshall Giménez, engabardinado como Columbo,
se sentó una fila atrás del andrógino.
Por quinta vez vio Jackie Brown. Claro que en esta oca-
sión, puso extra atención al andrógino de adelante. Ni el
caliente atuendo de Bridget Fonda lo desvió un poco de su
objetivo. Ni cuando la mataron
pas! pas!
en el estacionamiento.
Dos horas y media después, las luces se encendieron.
El andrógino se levantó. Caminó hacia afuera de la sala.
Rumbo al baño. El Marshall Giménez, con pasos ligeros y
poniéndose gafas oscuras, detrás de él.
Se detuvo a la entrada del baño. Vio cómo el andrógino
entró a uno de los escusados. Cerró la puerta detrás de sí.
El Marshall Giménez se recargó contra los lavabos. Ex-
trajo un arma de su gabardina. Una escuadra. Automática.
Cortó cartucho. Disimulando, la volvió a meter a la gabar-
dina, pero con todo y mano.
Listo.
Yo estaba trapeando la parte de los migitorios, por eso
lo sé.
Luego me enteré de los detalles, por supuesto. Cuando
estás trapeando meados ajenos no tienes tiempo para entrar
en detalles.
El Marshall Giménez esperó pacientemente.
Quizá unos diez minutos.
Demasiado tiempo. Incluso para cagar. Más en un baño
público. En tu casa, bueh, en tu baño, tárdate lo que quieras.
Pero no en un escusado de un multiplex. Las posibilidades
de pillar un piojo púbico aumentan considerablemente.

A little less conversation


A little more action.

Eso lo cantó Elvis por los altavoces del Programusic.


El Marshall Giménez se limitó a tararear la canción.
Cualquier otro policía se hubiera acercado, nervioso, a
la puerta por la que entró el truhán. Pero no el Marshall
Giménez. Él tomaba las cosas con calma. Simplemente,
caminó a paso lento hacia los escusados. Se paró frente a
las puertas, que eran como cinco (no me acuerdo muy bien,
esto pasó hace ya un tiempo). Entonces, como si pudiera
ver algo que los demás no ven, observó puerta por puerta,
como si alguien invisible atravesara las divisiones entre
escusados. Así siguió, caminando lentamente, hasta un bote
de basura que estaba cerca del lavabo.
Eslusé dos clics.
Cuando volteé, los dos vecos se apuntaban a la cara con
sendas pistolas. Nunca vi cuándo salió el asesino. Pero ahí
estaban, apuntándose. Los cañones a escasos centímetros
de la nariz. El andrógino, una Colt Mk serie 70. El
Marshall Giménez, una Llama Micro-Max.
(Ya les dije que supe los detalles después, así es que
déjense de preguntar “¿de dónde caraxos sacó esos datos si
él sólo trapeaba los meados?”)
“Eres rápido”, paroleó el Marshall Giménez.
“¿Quién eres?”, preguntó el andrógino respirando pesa-
damente y con los glasos inyectados de sangre.
“Y difícil de encontrar. Pero ya sabía que ibas a venir
hoy. ¿Por qué te gusta tanto Tarantino?”
El andrógino sonrió. Pero no quitó su pistola de la cara
del Marshall Giménez.
“Más que nada por Pulp Fiction.”
La Llama Micro-Max apuntaba de cerca al andrógino.
“¿Alguna razón en especial?”
“Pulp Fiction me gustó mucho”, el andrógino recitó
desapasionadamente. “Me pareció la definición por exce-
lencia de nuestros tiempos. Como llegar a la Luna. Quentin
Tarantino es el Neil Armstrong de nuestros tiempos.”
“Nuestro propio y privado Marco Polo”, paroleó el
Marshall Giménez. Y parpadeó.
Después de parpadear, se dio cuenta de que el andrógi-
no ya estaba en otro sitio del baño. Parado junto a la puerta
del escusado por el que había entrado originalmente.
Muy cerca de mí. Me engarroté y pegué la espalda a la
pared.
“Exactamente”, rió el andrógino.
Lentamente, el Marshall Giménez apuntó su pistola ha-
cia la nueva posición del andrógino.
“Insisto, eres rápido”, dijo el Marshall Giménez, “pero
no es nada que no haya visto antes”.
“¿Quién eres?”
“Católico en rehabilitación”, paroleó el Marshall Gimé-
nez, sin hacer caso de la pregunta.
“¿Qué?”
“Tu playera. Dice ‘católico en rehabilitación’. Me gusta.”
“¿Quién eres, caraxo?”, el andrógino apretó los dientes.
“Tranquilo”, el Marshall Giménez bajó su arma y cami-
nó hacia los escusados. “Giménez, sexta división.”
El andrógino arqueó las cejas.
“¿Deveras?”
El andrógino guardó su pistola y se acercó a ver la iden-
tificación del Marshall Giménez. Luego se dieron un apre-
tón de manos. “Miller, cuarta división.”
“¿No era Mr. Peppermint?”
“Ese es un alias de trabajo.”
“Ah. Mucho gusto, Miller.”
“¿Qué cuete trais?”
“¿Perdón?”
“¿Que qué pistola trais?”
“¿Trais?”
“¿Eres sordo?”
“Y…”, el Marshall Giménez miró su arma con hastío,
“una Llama Micro-Max.”
“Rara.”
“Es española”, paroleó el Marshall Giménez, arqueando
las cejas y poniendo nariz de alcanzaqueso. “Muy fina.”
“Pues se ve chafa.”
“Gracias por la opinión”, el Marshall Giménez guardó
el arma. “Vengo a avisarte que ya se acabó el asunto. No
más muertes. El que sigue es el bueno.”
“¿Ah, sí?”, Miller pareció decepcionado. “Me la estaba
pasando bien.”
“El octavo se casa en dos semanas. Mira”, le pasó un
papel fotosensible. “Aquí está todo.”
Miller leyó.
Y leyó.
Muy lentamente.
En verdad que leer no era el fuerte del andrógino.
“¿Qué mamada es esta?”
“¿Cuál de todas?”, el Marshall Giménez había estado
jugando con sus uñas mientras Miller leía.
“Esto, lo del pescado.”
“¿Qué tiene?”
“¿Cómo que me va a ahuyentar el olor de un pescado?”
“Bueh, es el olor del hígado de un…”
“Es la misma mierda. ¿De dónde sacan eso?”
“No entiendo.”
“Sí, ¿como chingados me va a espantar el olor de un
pescado?”
“Del hígado.”
“Lo que sea. No entiendo.”
“¿Qué no entiendes? Así es El Libro. Y ni tú ni yo lo
escribimos.”
Un parroquiano entró al baño. A orinar. Yo ya me había
atravesado y estaba junto al lavabo, limpiando el es pejo
con Windex.
“Mira”, Miller paroleó en voz baja, “tú sabes que he
hecho historia en Xalapa. Es más, sin duda soy el asesino
en serie más reconocido de todo el país de Penn”.
El Marshall Giménez se chupó los labios.
“¿Y?”
“¿Cómo que ‘y’? ¿Cómo que ‘y’?”
“Sí. ¿Y?”
“¡Merezco una muerte heroica! ¡Algo que sea recordado!”
“Ah.”
Miller golpeó una de las puertas de los escusados. El
parroquiano salió huyendo, sin lavarse las manos.
“Lo único que pido es una muerte digna.”
“No te puedes morir.”
“Eso ya lo sé.”
“Me refiero a que en el guión no dice que mueres.”
“¿Y eso qué? ¿Por eso me espanta un pescado?”
“El olor del hígado de un pescado.”
Miller se acercó rápidamente al Marshall Giménez. Pe-
gó su nariz a la de él.
“Eres cuadrado, ¿sabes?”
“Yo no doy aquí las órdenes. Si eso dice el fax, así debe
ser. Eso es todo lo que sé.”
El Marshall Giménez se apartó. Miller continuó:
“Dime, ¿te suena lógico? ¿Salir corriendo por un pescado?”
“Por el olor del hígado de un pescado”, repitió el
Marshall Giménez. “No es nuestro trabajo encontrar la ló-
gica en esto. Sólo lo hacemos. Y ya.”
“¿Así eres siempre?”
“¿Así soy siempre cómo?”
“De cuadrado.”
“No soy cuadrado.”
“Sí, sí eeeeeres”, Miller canturreó lo último. “Seguro tu
idea de ser ‘original’ es traer esa pistola de maricón. ¿Có-
mo se llama? ¿Gama?”
“Llama Micro-Max. Española. Muy fina.”
“Sí claro, ya me habías dicho que es baturra. ¿No has
intentado usar una de hombre?”
“Es mucho mejor que tu…”
“¿Que mi Colt?” Miller sacó su arma y la giró en el ai-
re. “¿Que una Colt? No me hagas reír, hombrecito. Con un
poco de suerte no te dislocarías la muñeca al dispararla.”
“Y tú, con mucha suerte, dejarías la patética cuarta divi-
sión y entrarías a la sexta.”
Miller gruñó.
“Te aseguro que ni siquiera podrías cargar una Colt,
mariquita”, ladró.
“Hey, un segundo”, el Marshall Giménez se cruzó de
brazos. “¿Me dijiste mariquita?”
“Sí. Putín. Muerdealmohadas. Choto. Mr. Pubis.”
“Válgame. ¿Te has visto en un espejo?”
“¿Por qué?”
Tengo que decirles que este Miller era delgado pero lige-
ramente nalgón y piernudo. Una cintura avispada anunciaba
un tronco más bien fornido. La nariz respingona, el pelo lar-
go y las largas pestañas le daban un incómodo aire de inde-
finición. Atractivo para un veco por sus facciones ligeramen-
te femeninas. Atractivo para una ptitsa por la carita bonita y
la musculatura poco exagerada pero bien tonificada.
“Eres…”
“¿Qué? ¿Soy qué?”
“Eres… pareces una mujer.”
“Eso no es cierto.”
“De seguro te gustan los hombres.”
“Me encantan. Me gusta meter y que me metan la verga.
¿Contento?”
El Marshall Giménez soltó una risita.
“Y también me encantan las mujeres. Meterles la verga.
Y que ellas me metan… no sé, el puño.”
El Marshall Giménez elaboró una mueca de repulsión.
“Sí, eres… andrógino.”
“Yo soy quien soy. No me interesa aparentar nada, co-
mo tú comprenderás.”
“Veo que has hecho un juego de palabras para mofarte
de mí.”
“Veo que has hecho un juego de palabras”, arremedó
Miller, dando un brinco jocoso, “deveras que eres un caso.
¿De dónde sacas esas frases de mierda?”
“Eres vulgar. Y grosero.”
“Ay, rudo. ¡Un hombre!”, Miller se apretujó los yarbo-
clos. “Vas a hacer que se me pare.”
“Párale ya.”
“¿Entonces sí quieres que se me pare? ¡Perra!”
“¡Sabes a qué me refiero!”
Miller se acercó al Marshall Giménez. Payaseando con la
punta de la lengua de fuera, tomó, con los dedos pulgar e
índice, uno de los cuellos de la gabardina de su interlocutor.
“Ay chiquito, ¿quién pompó?”
“¡Ya!”
“No me digas… ¿Zara?”
El Marshall Giménez guardó silencio.
“¿Sí, verdad?”, Miller soltó una carcajada. “Y le atiné a
la primera. ¿Qué chingados traes con la mierda española?”
“No traigo nada.”
“¿Qué no sabes que la ropa de Zara es como la mierda
de la mierda?”
“No es cierto, es buena.”
“No, no es. Es pinche.”
“Es buena.”
“Es pinche.”
“¡Es buena!”
“Okey, no te voy a ganar.”
“Mira”, el Marshall Giménez alzó la voz, “yo sólo venía
a darte el fax. Van a pasar tres noches y no vas a hacer na-
da. A la cuarta van a asar el hígado de pescado y te vas a
engarrotar. Entro, te arresto y se acabó. Arreglamos tu
muerte, quedas libre y no nos volvemos a ver”.
“Bien.”
El Marshall Giménez asintió con la golová, dio media
vuelta y caminó hacia afuera del baño.
“¡Y sí es pinche la ropa de Zara!”
Eso provocó que el Marshall Giménez se detuviera co-
mo estatua de marfil. Sin voltear, paroleó:
“La boda es en dos semanas”, y salió.
“¡Gracias por todo!”, contestó Miller.
Después de un minuto, Mr. Peppermint me saludó ha-
ciendo la seña de amor y paz y caminó, meneando la golo-
vá, por la puerta de salida y de vuelta al multiplex.

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