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C ULT UR A SO C IED AD C IN E D O C UMEN T O S LAT IN O AMER IC AN O S EN C UEN T R O MAD R ID 2010
Un factor se ha colado en esta campaña electoral que no estaba previsto, un invitado sorpresa: el
"deseo ilimitado de realiz ación que nos constituye", que Matisse representó genialmente como un punto
rojo a la altura del coraz ón en su "Ícaro". Los políticos no lo entienden. Están nerviosos. Como mucha
gente de bien y de orden. Lo que es peor: creen que basta con dar empleo para responder a la
protesta. Los más agudos incluso llegan a intuir que habría que regenerar la clase política de nuestro
país. La mayoría respira porque el movimiento no ha afectado a las elecciones y se puede dar por
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superado.
Tampoco los primeros acampados en Sol parecen entender qué responde a ese deseo. La mayoría de
sus propuestas nacen ya viejas: la historia se encargó de sepultarlas porque no estaban a la altura de
las expectativas de nuestra humanidad. Es paradigmática la anécdota, ambientada en mayo del 68, que
cuenta el gran educador milanés Luigi Giussani. Un día se encontró a un alumno preparando una
barricada. "¿Qué haces?", le preguntó. "Estoy aquí con las fuerz as que cambian la historia", respondió
orgulloso el estudiante. A lo que Giussani respondió: "Las fuerz as que cambian la historia son las
mismas que cambian el coraz ón del hombre". Tenemos que tener el coraje de no sucumbir a la
ideología y poner a prueba todas las propuestas de cambio a través del criterio con el que la propia
naturalez a nos ha dotado: nuestros deseos, exigencias y evidencias originales. Lo que no sirve en la
relación con mi novia, o con mis amigos, lo que no está a la altura de ese punto rojo, no construye nada.
El movimiento humano que se ha despertado siguiendo a los acampados en Sol da voz , aunque sea
inconsciente (¿quién puede leer con claridad la espera que somos?), a una necesidad última
largamente censurada entre nosotros. Digámoslo claramente: en nuestro país hay cosas de las que no
se puede hablar públicamente (en la plaz a pública, en los medios de comunicación, en la escuela, en el
bar o con los amigos), y no porque esté "prohibido" por la ley. Simplemente no tienen dignidad pública.
Se trata de una extraña y dañina "autocensura" que casi inconscientemente nos hemos impuesto. Hablar
de la tristez a que uno arrastra, de la necesidad de un afecto duradero, del dolor del mal que hago y del
que sufro, de mi deseo escondido de felicidad, de las preguntas sobre el significado de la vida, de la
muerte... no está permitido. Un poco de pudor, por favor, diría alguno.
Gracias a Dios la realidad se rebela cuando no es tratada por lo que es. Y eso pasa en una sociedad
en la que se censura el deseo de realiz ación que constituye a la persona. Tarde o temprano pasa
factura. Ya lo estaba haciendo en nuestro país, aunque pocos lo supieran leer. No hemos llegado al "fin
de la historia", como anunciaba Fukuyama, certificando el triunfo de una sociedad occidental que había
alcanz ado el bienestar y, con ello, la tranquilidad. Porque el "punto rojo" del Ícaro de Matisse no se
apaga nunca. Y marca la auténtica posición religiosa de toda persona verdaderamente humana: no
conformarse con nada que no responda al deseo infinito del coraz ón. La auténtica revolución es volver a
poner encima de la mesa, en el debate público, toda la amplitud de nuestras necesidades. Y permitir el
encuentro con experiencias que ya han sorprendido en la propia vida el cumplimiento. Porque esto no
puede sino ser un bien para la sociedad.
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