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PREFACIO

1
Previendo que muy pronto tendré que presentarme a la humanidad exigiendo de ella las cosas más difíciles que jamás
han sido exigidas, considero indispensable decir lo que yo soy. En el fondo ya debería saberlo todo el mundo: porque
no me he presentado sin testimonios. Pero el equívoco entre la grandeza de mi misión y la pequeñez de mis
contemporáneos se ha manifestado en el hecho de que no he sido oído, ni siquiera visto. Vivo del crédito que me he
hecho a mí mismo, ¿o es acaso un prejuicio creer que yo vivo?... Me basta hablar a cualquier persona culta que venga
de veraneo al alto Engadina para persuadirme de que yo no vivo... En esas circunstancias, es mi deber, contra el cual se
rebelan mis hábitos, y aun más la fiereza de mis instintos, decir: ¡Escuchadme, porque yo soy... tal! ¡Sobre todo no
confundirme con otros!

2
Yo no soy, por ejemplo, un fantasma, un monstruo moral; por el contrario, soy una naturaleza opuesta a aquella especie
de hombres que hasta ahora fue venerada como virtuosa. Entre nosotros, me parece que precisamente esto es para mi
una razón para estar orgulloso. Yo soy un discípulo del filósofo Dionisio, y prefiero más bien ser un sátiro que un
santo. Pero lo único que quiero es que se lea este ensayo. Tal vez he logrado (y acaso este escrito no tiene otro sentido)
expresar este contraste de un modo sereno y marcado de amor por los hombres. Lo último que yo querría prometer
sería hacer mejor a la humanidad. Yo no he de levantar nuevos ídolos; ¡los viejos ídolos pueden enseñarnos qué
significa el tener piernas de arcilla! Derribar ídolos (así llamo yo a los ideales) es mi deber principal. Se ha quitado su
valor a la realidad, se le ha quitado su sentido, su veracidad, en la medida en que se ha inventado un falso mundo
ideal... El mundo real y el mundo aparente; esto significa: el mundo inventado y la realidad... La mentira del ideal ha
sido hasta ahora la maldición que cae sobre la realidad; por ella la humanidad misma ha sido falsificada y viciada hasta
en sus más profundos instintos, hasta adorar los valores opuestos a aquellos con los que le estaría garantizada la
prosperidad, el porvenir, el alto derecho del porvenir.

3
Quien sepa respirar el aire de mis escritos, sabe que éste es un aire de altura, un aire fuerte. Hay que estar hecho para
las alturas, o existe el peligro de enfriarse. El hielo está cerca, la soledad es enorme, ¡pero qué tranquilas reposan todas
las cosas en la luz! ¡Cuán libremente se respira! ¡Cuántas cosas se sienten por debajo de uno! La filosofía como yo
hasta ahora la he sentido y visto, es el vivir voluntariamente en el hielo y sobre las altas montañas, el buscar todo lo
que es extraño y problemático en la existencia, todo lo que hasta hoy fue condenado por la moral. De una larga
experiencia, que me ha dado semejante peregrinación entre las cosas prohibidas, he aprendido a mirar las causas por las
que hasta ahora se ha moralizado e idealizado de modo harto distinto a cuanto sería de desear: la historia desconocida
de los filósofos, la psicología de los grandes nombres de la filosofía, se iluminaron para mi. ¿Cuánta verdad soporta,
cuánta verdad arriesga un espíritu? Este fue para mi siempre el criterio de los valores. El error (la creencia en el ideal)
no es ceguera, el error es pereza... Toda conquista, todo paso adelante en el conocimiento, es consecuencia del valor, de
la dureza contra sí mismo, de la limpieza de sí mismo... Yo no refuto los ideales, me pongo simplemente los guantes
ante ellos... Nitimur in vetitum; con este signo mi filosofía vencerá algún día, porque hasta ahora la verdad ha estado
sistemáticamente prohibida.

4
Entre mis escritos, mi Zaratustra tiene un carácter independiente. Con él he hecho a la humanidad el mayor don que
ésta ha recibido de nadie. Este libro, cuya voz planea por encima de los siglos, no es sólo el más grande que existe, el
verdadero libro del aire de las alturas -todo el hecho hombre se encuentra a enorme distancia por debajo de este libro-:
pero es también el más profundo, nacido de una interior riqueza de verdad, un pozo inagotable en que ningún cubo
desciende sin volver a la superficie lleno de oro y de bondad. Aquí no habla un profeta, uno de aquellos horribles
híbridos de la enfermedad y de la voluntad de poder que se llaman fundadores de religiones. Ante todo hay que oír
exactamente el sonido que sale de esta boca, ese sonido suave para no lesionar despiadadamente el sentido de su
sabiduría. «Las palabras más tranquilas son las que levantan la tempestad; los pensamientos que caminan con pies de
paloma dirigen el mundo.»
«Los higos caen de los árboles, son buenos y dulces: al caer se desgarra su piel rosada. Yo soy un viento del Norte para
los higos maduros.»
«Así, semejantes a los higos, mis enseñanzas caen entre vosotros, amigos míos; ¡bebed su dulzura, nutrios de su dulce
pulpa! En torno a mí reinan el otoño y el cielo puro y meridiano.»
Aquí no habla un fanático, aquí no se predica, aquí no se pide fe: de una infinita plenitud de luz y de una profunda
felicidad cae gota tras gota, palabra tras palabra; una tierna lentitud es el ritmo de estos discursos. Semejantes cosas
sólo llegan a los más selectos: es un privilegio singular el poder aquí escuchar: nadie es libre de tener oídos para
Zaratustra... Con todo esto, ¿no es acaso Zaratustra un seductor? ¿Qué dice cuando por primera vez se vuelve a su
soledad? Exactamente lo contrario de lo que en caso semejante dirían un sabio, un santo, un salvador del mundo y
otros decadentes... No sólo habla de otro modo, sino que es distinto...
«Ahora yo me voy solo, ¡Oh mis discípulos! ¡También vosotros vais solos! Así lo quiero yo.
¡Alejaos de mí y guardaos de Zaratustral ¡Aún más: avergonzaos de él! Acaso él os ha engañado.
El hombre que busca el conocimiento no sólo debe amar a sus enemigos, sino que debe también poder odiar a sus
amigos.
Mal se recompensa a un maestro cuando no se pasa de ser su discípulo.
¿Y por qué no queréis lacerar mi guirnalda?
Vosotros me veneráis; ¿pero qué sucedería si un día sucumbiese vuestra veneración? ¡Tened cuidado, no os aplaste una
columna!
¿Decís que creéis en Zaratustra? ¿Pero qué importa Zaratustra? ¿Son mis creyentes? ¿Pero qué importan todos los
creyentes?
No se habían buscado todavía a ustedes mismos, y entonces me encontraron a mí. Así hacen todos los creyentes; por
eso toda fe vale tan poco.
Ahora les mando que me pierdan y se encuentren a ustedes mismos y sólo cuando todos hayan renegado de mi volveré
yo entre ustedes...”

Friedrich Nietzsche

En este día perfecto en que todo madura, y no sólo la uva se empieza a dorar, un rayo de sol cae sobre mi vida; yo miro
atrás, miro delante, y jamás vi tantas y tan buenas cosas a la vez. No en vano he enterrado hoy mi año cuarenta y
cuatro; no tenía el derecho de enterrarlo; lo que en él había de vida está a salvo, es inmortal. El primer libro de la
Transmutación de todos los valores, los Cantos de Zaratustra, el Ocaso de los ídolos mi tentativa de filosofar con el
martillo, todo eso ha sido un don de este año, ¡y mejor, de su último trimestre! ¿Cómo no estar reconocido a toda mi
vida? Y por esto me cuento a mí mismo mi vida.

POR QUÉ SOY TAN SABIO

1
La suerte de mi existencia, acaso su singularidad, consiste en su fatalidad; yo estoy, para expresarme en forma de
enigma, ya muerto, por lo que respecta a mi padre, y aun vivo y envejecido, por lo que respecta a mi madre. Este doble
origen, extraído, por decirlo así, del más alto y del más bajo escalón de la vida, es decadente y al mismo tiempo es un
principio; y más que cualquier otra cosa, explica aquella neutralidad, aquella ausencia de preocupaciones frente al
problema de conjunto de la vida, que es acaso lo que me distingue. Para los indicios de la decadencia y del progreso yo
tengo un olfato más agudo que hombre alguno; en este punto soy maestro por excelencia, conozco ambas cosas, las soy
yo mismo.
Mi padre murió a la edad de treinta y seis años; era delicado, amable y mórbido, como un ser predestinado a una
existencia efímera; era más bien un buen recuerdo de la vida que la vida misma. En el mismo año treinta y seis de mi
vida caí yo al punto más bajo de mi vitalidad: vivía aún, pero sin ver tres pasos delante de mí. Entonces -era esto en el
año 1879- dimití del cargo de profesor en Basilea, viví como una sombra, durante el verano, en Saint-Moritz, y el
invierno siguiente, que fue el más pobre de sol de mi vida, lo pasé como una sombra en Naumburg. Aquel fue mi punto
más bajo: El viajero y su sombra nació entonces. Indudablemente, yo me entendía entonces con sombras... El invierno
siguiente, mi primer invierno genovés, aquella dulce suavidad y aquella espiritualización, producida acaso por una
extrema pobreza de sangre y de músculos, dio nacimiento a Aurora. La completa claridad y serenidad, y hasta
exuberancia, de espíritu que dicha obra refleja, se armoniza en mí no sólo con la más profunda debilidad fisiológica,
sino también con un excesivo sentimiento de dolor. Entre las torturas que trae consigo un dolor de cabeza
ininterrumpido durante tres días, junto con penosas secreciones mucosas, poseía una claridad de dialéctico por
excelencia y meditaba con sangre fría en cosas que, si mi salud hubiese sido mejor, me hubiera encontrado desprovisto
de refinamiento y de frialdad, sin la indispensable audacia del trepador de rocas. Acaso mis lectores saben en qué
medida considero yo la dialéctica como un síntoma de decadencia, por ejemplo, en el caso más famoso, en el caso de
Sócrates.
Todas las perturbaciones morbosas del intelecto, hasta aquella especie de estupefacción que es consecuencia de la
fiebre, han permanecido hasta ahora corno cosas completamente extrañas a mí, sobre cuya franqueza y carácter yo
debería informarme por vía de estudio. Mi sangre corre lentamente. Nadie ha podido nunca comprobar en mí la fiebre.
Un médico que me trató largo tiempo como enfermo de los nervios, terminó por decirme: «¡No! Sus nervios están
sanos; el nervioso soy yo». En mí hay indudablemente, sin que pueda ser demostrada, alguna degeneración local; no
tengo enfermedad ninguna del estómago que reviste carácter de lesión orgánica, aunque a consecuencia del
agotamiento general mi sistema gástrico se haya debilitado profundamente. El mismo mal de la vista, que a veces linda
peligrosamente con la ceguera, es sólo un efecto, no una causa; así que cuando aumenta mi fuerza vital, aumenta
también mi fuerza visual.
Una larga, demasiado larga serie de años significa para mí la curación; pero significa, desgraciadamente también
recaída, decadencia, periodicidad de una especie de decadencia. ¿Tengo necesidad, después de todo esto, de decir que
soy experto en los problemas de la decadencia? Yo la he examinado en todos sentidos. Incluso aquel arte de filigrana
del percibir y del comprender en general, aquel tacto para los matices, aquella psicología del mirar en los rincones, y
todo lo que me es particular, fue aprendido entonces y es el verdadero don de aquella época, en que tantas cosas se
refinaron en mí, la observación misma como todos los órganos de la observación. Partiendo de la óptica del enfermo,
mirar a ideas y valores más sanos, y al contrario, partiendo de la plenitud y de la certeza de sí misma que posee la vida
rica, bajar la mirada al secreto trabajo de los instintos de decadencia: éste fue mi más largo ejercicio, mi verdadera
experiencia, y en esto yo he llegado a ser maestro, si lo fui alguna vez en algo. Hoy soy verdaderamente dueño de mi
mano, tengo la mano hecha a transformar perspectivas; primera razón por la cual acaso sólo es posible en mí una
transmutación de valores.

2
Además del hecho de ser un decadente, también soy todo lo contrario de un decadente. Prueba de ello es, entre otras
cosas, el que yo, instintivamente, elegí siempre los remedios justos contra las situaciones peores: mientras que el
decadente elige siempre los remedios más nocivos para él. Como «summa summarum», yo fui sano; como ángulo,
como especialidad, yo fui decadente. Aquella energía con que yo perseguí el aislamiento absoluto y la depuración de
las condiciones habituales, el haberme obligado a mí mismo a no dejarme curar, servir, medicinar, todo esto revela la
absoluta instintiva seguridad de lo que yo necesitaba entonces sobre todas las cosas. Yo me curaba a mí mismo; la
condición para conseguir el éxito en este punto -todo fisiólogo admitirá esto- es la de estar sano en el fondo. Una
criatura típicamente morbosa no puede volver a sanar, y aun menos curarse a sí misma; viceversa, para un ser
típicamente sano, el estar malo puede a veces ser un enérgico estimulante de la vida, de un aumento de vida. Así en
efecto, me parece ahora aquel largo tiempo de enfermedad; por decirlo así, yo he descubierto de nuevo la vida, me he
comprendido a mi mismo, he gustado todas las cosas buenas, aun las pequeñas, como no es fácil que otros puedan
gustarlas. y de mi voluntad de salud, de vida, hice mi filosofía... Porque, póngase atención en que los años en que mi
vitalidad fue más baja fueron aquellos en que yo dejé de ser pesimista: el instinto de restablecimiento me prohibió una
filosofía de la pobreza y del descorazonamiento... ¿Y en qué se reconoce en el fondo la buena constitución? En que un
hombre bien conformado agrada a nuestros sentidos: está tallado en una madera a la vez dura y perfumada. Le place
sólo aquello que le favorece: su placer, su voluntad cesan cuando ha rebasado la medida de la utilidad. Adivina
remedios contra lo que le perjudica, disfruta en provecho suyo de los casos nocivos: lo que no le hace morir le
fortalece. Hace instintivamente una suma de todo lo que ve, oye y vive; es un principio seleccionador, deja caer
muchas cosas. Se halla siempre en su sociedad, cualesquiera que sean los libros, los hombres o los paisajes entre los
cuales se encuentre; honra eligiendo, aceptando, concediendo fe. Reacciona lentamente a todo género de estímulos, con
aquella lentitud en que le han educado una larga prudencia y un orgullo deliberado; indaga la seducción que se
aproxima, pero dista mucho de ir a su encuentro. No cree ni en la desgracia ni en la culpa; está bien consigo y con los
demás; sabe olvidar; es bastante fuerte para que todo deba realizarse con la mayor ventaja para él. Pues bien, yo soy lo
contrario de un decadente, porque ahora me he descrito a mí mismo.

3
Esta doble serie de experiencia, este acceso a mundos aparentemente separados, se repite en mi naturaleza en todos los
aspectos; soy un hombre doble; además del primer aspecto tengo también el segundo. Y acaso también el tercero... Ya
por mi origen me es lícito lanzar una mirada más allá de toda perspectiva simplemente local, simplemente nacional; a
mí no me cuesta ningún trabajo ser un buen europeo. Por otra parte, soy quizá más alemán que los alemanes de hoy,
simples alemanes de Imperio; yo, el último alemán antipolítico. Y en verdad, mis antepasados eran gentiles hombres
polacos; de ellos tengo mucho instinto de raza en mi sangre; ¿quién sabe? Acaso también el «liberum veto». Cuando
pienso cuántas veces en viaje he sido interpelado como polaco y hasta por polacos, y cuán rara vez se me ha tomado
por un alemán, me puede parecer que soy sólo un hombre salpicado de alemán. Mi madre, Francisca Oehler, era en
todo caso una criatura muy alemana; y también mi abuela paterna, Erdmuthe Krause. Esta última pasó toda su juventud
en la vieja Weimar, pero sin relaciones con el círculo de Goethe. Su hermano, el profesor de teología, Krause, en
Koenisberg, después de la muerte de Herder, fue llamado a Weimar como superintendente general. No es imposible
que su madre, mi bisabuela, figure con el nombre de Muthgen en el diario del joven Goethe. Casó en segundas nupcias
con el superintendente Nietzsche, en Eilenburg; en aquel día de la guerra de 1813, en que Napoleón entró con su
Estado Mayor en Eilenburg, el 10 de octubre, dio a luz un niño. Como sajona, era gran admiradora de Napoleón. Mi
padre, nacido en 1813, murió en 1849. Antes de asumir el oficio de párroco en el Concejo de Rocken, no lejos de
Lutzen, vivió algunos años en el castillo de Altenburg, en donde fue preceptor de las cuatro princesas. Sus discípulas
eran la reina de Hannover, la gran duquesa Constantina, la gran duquesa de Oldenburg y la princesa Teresa de Sajonia
Altenburg. Estaba poseído de una profunda piedad hacia el rey de Prusia, Friedrich Wilhelm IV, que le designó para su
parroquia. Los sucesos de 1848 le abatieron profundamente. Yo mismo, nacido el día del aniversario de dicho rey, el
15 de octubre, recibí, como era de ritual, los hombres de Friedrich Wilhelm, usados en la casa de Hohenzollern. La
designación de este día tuvo en todo caso una ventaja: durante toda mi juventud, mi santo caía en día de fiesta.
Creo que fue para mí un privilegio considerable haber tenido tal padre; hasta me parece que ello explica todos mis
privilegios: abstracción hecha de la vida de la gran afirmación de la vida. Le debo ante todo no tener necesidad de una
intención particular, sino sólo de una cierta espera para entrar voluntariamente en un mundo de cosas superior y
delicadas. Entre ellas me siento en mi casa; mi pasión más íntima se siente allí a sus anchas. Que yo haya pagado este
privilegio casi con mi vida, no ha sido ciertamente una circunstancia desventajosa.
Para poder comprender algo de mi Zaratustra, hay quizá que hallarse en una condición análoga a la mía, con un pie
más allá de la vida...

4
Nunca fui hábil en el arte de prevenir a alguien contra mi, esto también lo debo a mi incomparable padre, aun cuando
ello habría redundado en mi interés. Jamás he tenido prevención contra mí, aun cuando esto pueda parecer muy poco
cristiano. Se puede revolver mi vida en todos sentidos, como se quiera, que no se encontrará en ella, sino muy rara vez,
y en suma sólo una vez, de parte de otro, huellas de malevolencia contra mí; al contrario, más bien se encontrarán
señales de buena voluntad.
Las experiencias que he hecho, aun con aquellos que decepcionan a todo el mundo, hablan más bien en favor de éstos.
Yo domestico a todos los osos y hasta hago entrar en razón a los fantoches. Durante los siete años que yo expliqué
griego en la clase superior del Instituto de Basilea, jamás tuve necesidad de imponer un castigo; en mi clase los más
perezosos trabajaban. Yo he estado siempre a la altura del azar: es indudable que yo no estoy preparado para ser mi
propio maestro. Cualquiera que sea el instrumento, aunque esté tan desafinado como lo está el instrumento hombre, a
menos que no esté yo enfermo, conseguiré siempre sacar algún sonido que merezca oírse. Algunas veces me ha
acontecido oír decir, a los instrumentos mismos, que nunca habían llegado a producir semejantes sonidos. Quien me lo
dio a entender de la manera más divertida fue quizás ese Heinrich von Stein, que llegó una vez, por tres días, a Sils-
María, después de haber tenido cuidado de pedir permiso, y declaraba a todo el mundo que no venía exclusivamente
por Engadina. Este hombre excelente, que con toda la impetuosa ingenuidad de un Junker prusiano se había aventurado
por los pantanos wagnerianos (y también en los de Duhring), fue, durante tres días, como alguien que se siente elevado
repentinamente a su altura y a quien le brotan alas. Yo no cesaba de repetirle que la causa de esto eran los aires, que así
le pasaba a todo el mundo y que no en vano estábamos a 6000 pies por encima de Bayreuth... Pero él no quería
creerme...
Si a pesar de esto cometió conmigo algunas grandes y pequeñas infamias, no hay que buscar la causa en la voluntad, y
menos aún en la mala voluntad. Hubiera yo tenido motivo más bien, acabo de indicarlo, de quejarme de la buena
voluntad que ha ejercido en mi vida no pocos años. Mi experiencia me autoriza a desconfiar, de una manera general, de
todo lo que se llama los instintos desinteresados, de ese amor al prójimo, siempre dispuesto a socorrer y a dar consejos.
Este amor me aparece como una debilidad, como un caso particular de la incapacidad de reaccionar contra las
impulsiones. La piedad no es una virtud más que en los decadentes. Yo reprocho a los misericordiosos que faltan
fácilmente al pudor, al respecto, a la delicadeza, al no saber guardar las distancias. La compasión toma en un abrir y
cerrar de ojos el olor del populacho y se parece mucho a las malas maneras. Manos piadosas pueden ejercer una acción
destructivo sobre los grandes destinos, atacan a una soledad herida, al privilegio que da una grave falta. Dominar la
piedad es para mí una noble virtud. Yo he descrito, bajo el título de «La tentación de Zaratustra», el caso en que un
grito de angustia llega a los oídos de Zaratustra, en que la compasión le invade como un último Pecado para hacerle
infiel a sí mismo. Ahí es donde hay que poder dominarse; ahí es donde hay que conservar la grandeza de su misión,
limpia del contacto de todos los impulsos, mucho más bajos y miopes, que obran en lo que llaman acciones
desinteresadas. Esta es la prueba, quizá la prueba postrera, que debe hacer Zaratustra: la verdadera demostración de su
fuerza...

5
También hay otro terreno en el que yo no soy sino el mismo que mi padre, en cierto modo su continuación, luego de
una muerte harto prematura. Como aquellos que no han vivido nunca entre sus iguales y en quienes la idea de
represalias es tan desconocida como la de los derechos iguales, yo me privo, en los casos en que se me ha inferido un
ligero agravio o un gran perjuicio, de toda medida de seguridad o de protección, y como es natural, de toda defensa, de
toda justificación. Mi réplica consiste en hacer seguir tan rápidamente como sea posible la tontería de una picardía. De
esta suerte llegamos quizá a desquitarnos. Para expresarme por medio de una imagen, lanzo un bote de confites para
desembarazarme de lo amargo.
Conmigo no hay nada que zanjar. Yo tomo el desquite, podéis estar seguros de ello. Encuentro siempre, tarde o
temprano, una ocasión para expresar mi reconocimiento a un malhechor (si es preciso por su crimen) o para pedirle
algo, lo que en ciertos casos obliga más que dar.. Me parece también que las palabras más impertinentes, la carta más
insolente, tienen algo de cortés, de más honrado que el silencio. Los que se callan carecen casi siempre de perspicacia y
de finura de corazón. El silencio es una objeción: devorar el despecho es una prueba de mal carácter: estropea el
estómago. Todos los que se callan son dispépticos.
Ya se ve que yo no quisiera que se menospreciara la impertinencia: es con mucho la forma más humana de la
contradicción, y en medio del exceso de debilidad moderna, una de nuestras primeras virtudes. Inclusive puede ser una
verdadera felicidad cuando se es bastante rico para ello. Un dios que bajara a la Tierra no haría otra cosa que
injusticias. Tomar sobre sí, no el castigo, sino la falta, eso es lo que sería realmente divino.

6
La carencia de rencor, la claridad sobre la naturaleza del rencor. ¡Quién sabe si, en fin de cuentas, no debo esto también
a mi larga enfermedad! El problema no es sencillo: hay que haber hecho la experiencia partiendo de la fuerza y
partiendo de la debilidad. Si podemos objetar algo contra el estado de debilidad, contra el estado de enfermedad, es que
el verdadero instinto de curación se debilita, y en el hombre este instinto es un instinto de defensa. No llegamos a
desembarazarnos de nada; no llegamos a arrojar nada de nosotros. Todo hiere.
Los hombres y las cosas se aproximan indiscretamente: todos los acontecimientos dejan huella: el recuerdo es una
llama purulenta. Estar enfermo, es verdaderamente una forma del resentimiento. Contra todo esto, el enfermo no posee
más que un solo gran remedio, al que llamo el fatalismo ruso, ese fatalismo sin rebelión de que está animado el soldado
ruso que encuentra la campaña demasiado ruda, y termina por echarse en la nieve. No tomar nada ya, renunciar a
absorber sea lo que sea; en general, no reaccionar... La gran razón de este fatalismo, que no siempre es sólo el valor de
la muerte, como conservador de la vida en la situación más peligrosa de la vida. es la disminución de las funciones de
recambio, su retardo, una especie de deseo del sueño invernal. Un par de pasos más allá de esta lógica, y tendremos al
faquir que duerme durante semanas en una tumba.
Como se corroería uno muy pronto si en general se reaccionase, no se reacciona, ésta es la lógica. Y nos consume más
rápidamente que el resentimiento. El despecho, la susceptibilidad enfermiza. la impotencia de vengarse. la envidia, la
sed del odio, son fuertes venenos, y para el ser agotado son ciertamente las reacciones más peligrosas. De ello resulta
un desgaste rápido de fuerza nerviosa, una recrudescencia morbosa de las secreciones nocivas: por ejemplo. de los
derrames de bilis en el estómago. El enfermo debe evitar a todo precio el resentimiento, que por excelencia le es
perjudicial: pero por desgracia ésta es su inclinación más natural. Buda, que era profundo fisiólogo, lo comprendió. Su
religión, a la que convendría más bien llamar higiene, para no confundirla con una cosa tan lamentable como el
cristianismo, subordina sus efectos a la victoria sobre el resentimiento. Liberar el alma del resentimiento es el primer
paso hacia la curación. No es por la enemistad por lo que termina la enemistad: es por la amistad por lo que termina la
enemistad: esto lo encontrarnos escrito en el principio de la doctrina de Buda. No es la moral la que habla así, sino la
higiene.
El resentimiento nacido de la debilidad no es nocivo más que a los seres débiles. En los casos en que nos encontramos
ante una naturaleza abundante, es un sentimiento superfluo, un sentimiento del que hay que adueñarse para demostrar
fuerza. El que conoce la seriedad que ha empleado mi filosofía en la lucha contra los sentimientos hasta en la doctrina
del libre albedrío -la lucha contra el cristianismo no es más que un episodio de esta lucha-, entenderá por qué yo quiero
revelar mi actitud personal, la seguridad de mi instinto en la práctica. En mis momentos de decadencia me he guardado
de estos sentimientos porque yo los consideraba como nocivos: desde el momento en que la vida renacía en mi con
abundancia y arrogancia me los prohibía porque los encontraba por debajo de mí. Ese fatalismo ruso de que he hablado
se ha manifestado en mi en el hecho de que me he asido fuertemente, durante años enteros, a situaciones, a sociedades
casi insoportables, cuando el azar me las proporcionó. Mejor que cambiarlas, que sentir el deber de cambiarlas, que
rebelarme contra ellas, era adaptarse a ellas... Entonces odiaba yo a muerte al que me perturbaba en este fatalismo, al
que quería despertarme bruscamente. Y de hecho, había siempre un peligro mortal. Considerarse a sí mismo como una
fatalidad, no querer ser de otro modo de como se es, en condiciones semejantes, ésta es la razón misma.

7
Por el contrario, la guerra es otra cosa. Yo tengo, por naturaleza, aptitudes guerreras. El ataque es en mi un movimiento
instintivo. Poder ser enemigo, me hace quizá sospechar una naturaleza vigorosa: de todas maneras es una condición
que se encuentra en toda naturaleza vigorosa. Esta tiene necesidad de resistencia. La inclinación a ser agresivo forma
parte de la fuerza tan rigurosamente como el sentimiento de venganza y de odio pertenece a la debilidad. La mujer, por
ejemplo, es rencorosa: esto procede de su debilidad, así como también su sensibilidad ante el dolor ajeno.
La fuerza del agresor encuentra una especie de medida en la calidad del adversario que necesita; todo progreso se
revela en la búsqueda de un adversario poderoso, o un problema poderoso, porque un filósofo belicoso desafía también
a los problemas. La finalidad no es la de superar en general resistencias, sino la de superar resistencias a las que se
debe aplicar toda la propia fuerza, agilidad y maestría en las armas, superar adversarios iguales... Igualdad ante el
enemigo: primera condición de un duelo leal. Allí donde se desprecia, no se puede hacer la guerra: allí donde se manda
y se siente que algo está debajo de nosotros, no se debe hacer la guerra.
Mi práctica de la guerra se puede encerrar en cuatro proposiciones: yo sólo ataco cosas que son victoriosas, y en
algunos casos espero a que estén victoriosas. En segundo lugar, yo sólo ataco cosas contra las que no puedo encontrar
ningún aliado, cosas contra las que me encuentro absolutamente solo... Yo no he dado nunca en público un paso que no
me comprometiera: tal es mi concepto del justo obrar.
En tercer lugar, no ataco jamás a las personas; me sirvo de la persona únicamente como una gran lente de aumento, por
medio de la cual se puede hacer visible una calamidad general, pero oculta y difícilmente comprensible. Así ataqué yo
a David Friedrich Strauss, o más exactamente, el éxito de un libro viejo y débil entre los alemanes cultos; con esto yo
combatí el hecho de esta cultura... Así ataqué a Wagner, o más exactamente, la falsedad, el hibridismo del instinto de
nuestra cultura, que confunde lo que es abundante con lo que es refinado, lo que es tardío con lo que es grande. Por
último, sólo ataco cosas de las que está excluida toda diferencia de personas, en las que falta todo pensamiento
recóndito de tristes experiencias. Por el contrario, en mi el atacar es una prueba de benevolencia, y en ciertos casos, de
reconocimiento. Yo hago honor, yo concedo una distinción por el hecho de ligar mi nombre al de una persona o una
cosa: y poco me importa que lo haga para aprobar o para combatir. Si yo hago la guerra al cristianismo, esto me es
lícito, porque de parte de éste no he experimentado nunca ni daños ni obstáculos; los cristianos más serios me fueron
siempre benévolos. Yo mismo, un adversario del cristianismo de rigueur, estoy muy lejos de imputar a individuos una
cosa que es la fatalidad de milenios.

8
¿Osaré indicar otro rasgo de mi naturaleza que me crea muchas dificultades en mi relación con los hombres? Es una
cualidad de mi carácter, una perfecta misteriosa excitabilidad de instinto de la limpieza; tanto, que yo compruebo
fisiológicamente, huelo, la proximidad o -¿cómo diré?- lo que hay de más íntimo, lo que tiene en sus entrañas toda
alma... Por esta excitabilidad tengo antenas psicológicas con las que palpo todo secreto y lo descubro: la mucha
suciedad escondida en el fondo de todo ser, acaso determinada por mala sangre, pero barnizada por la educación, es
conocida por mí casi desde el primer contacto. Si no he observado mal, semejantes naturalezas insoportables a mi
sentido de la limpieza presentan por su parte la náusea que yo experimento; mas no por esto adquieren mejor olor..
Tengo por costumbre considerar la pureza para conmigo como condición de existencia; yo perezco en situaciones
impuras; yo me baño y nado, por decirlo así, constantemente, en el agua clara, en un elemento completamente
transparente y brillante. Esto hace que mis relaciones con los hombres sean para mí una no pequeña muestra de
paciencia; mi humanidad no consiste en simpatizar con los hombres, sino en el soportar la simpatía hacia ellos. Mi
humanidad es una perpetua victoria sobre mí mismo.
Pero yo tengo necesidad de soledad; esto es, de curación, de retorno a mí mismo, del soplo de aire puro y ligero... Todo
mi Zaratustra es un elogio a la soledad, o, si se me ha comprendido, a la pureza... Pero no, por fortuna, a la locura
casta. El que tenga ojos para los colores, lo llamará diamante.
El disgusto de los hombres, de la canalla, fue siempre mi mayor peligro... ¿Queréis oír las palabras con que Zaratustra
habla de su liberación del disgusto?
«¿Qué me ha pasado, pues? ¿Cómo me he curado de la aversión? ¿Quién ha rejuvenecido mis ojos? ¿Cómo me he
remontado a las alturas donde ya no hay canalla sentada a orillas de las fuentes?
¿Me ha dado mi misma aversión alas y fuerzas que presentían los manantiales? ¡En verdad que he debido volar a lo
más alto para volver a encontrar la fuente de la alegría!
¡Oh!; ¡la he encontrado, hermanos míos! ¡Aquí, en lo más alto, brota para mí la fuente de la alegría! ¡Y hay una vida en
que se puede beber sin la canalla!
¡Fuente de la alegría. casi brotas con demasiada violencia!
¡Y a menudo vacías de nuevo la copa al querer llenarla!
Aún tengo que aprender a acercarme a ti más moderadamente: afluye a tu encuentro con harta violencia mi corazón
-este corazón donde arde mi estío, el breve, ardiente, melancólico y venturoso estío. ¡Cómo anhela tu frescura mi
corazón estival!
¡Pasó la aflicción de mi primavera! ¡Pasaron los malignos copos de nieve en pleno junio! ¡Ya soy integrante estival y,
tarde de estío!
Un estío en las mayores alturas, con frescos manantiales y dichosa tranquilidad. ¡Oh! -Venid, amigos míos!, ¡qué sea
más dichosa aún esta tranquilidad!
Porque ésta es nuestra altura y nuestra patria: nuestra mansión es demasiado elevada y escarpada para todos los
impuros y para la sed de los impuros.
¡Lanzad, pues, vuestras puras miradas a la fuente de mi alegría, amigos míos! ¿Cómo habría de enturbiarse'? Os
sonreirá con su pureza.
Nosotros los solitarios construimos nuestro nido en el árbol del porvenir: las águilas nos traerán en sus picos el
sustento.
¡Y no será ciertamente un sustento de que puedan participar los impuros! ¡Porque los impuros creerían que devoraban
fuego y se abrasaban las fauces!
¡No preparamos aquí en verdad moradas para los impuros! ¡Nuestra ventura parecería glacial a sus cuerpos y a sus
espíritus!
Y nosotros queremos vivir por encima de ellos como vientos fuertes, vecinos de las águilas, vecinos del sol: así viven
los vientos fuertes.
Y a semejanza del viento, quiero soplar entre ellos un día y cortar la respiración a su espíritu con mi espíritu: así lo
quiere mi porvenir.»
Zaratustra, en verdad, es un viento fuerte para todas las tierras bajas, y da este consejo a sus enemigos y a cuantos
escupen y vomitan: «¡Guardaos de escupir contra el viento!»

POR QUÉ SOY TAN DISCRETO

1
¿Por qué sé yo algunas cosas más que los demás? ¿Por qué soy en general tan discreto? Yo no he meditado nunca
sobre problemas que no sean problemas; jamás he perdido el tiempo. Por ejemplo, las verdaderas dificultades religiosas
no las conozco por experiencia. No se me alcanza en qué medida podría yo ser pecador. Así también me falta un
criterio atendible de lo que es un remordimiento; por lo que oigo decir. un remordimiento no me parece nada
estimable... Yo no podría dejar en suspenso una acción después de haberla iniciado; prefiero eliminar sistemáticamente
del problema del valor del mal éxito, las consecuencias. Cuando el éxito es malo se pierde harto fácilmente la exacta
visión de lo que se ha hecho: un remordimiento me parece una especie de mala mirada. Honrar una cosa malograda, en
cuanto se ha malogrado, esto sería más bien lo que está conforme con mi moral.
Dios: la inmortalidad del alma, la Salvación, el más allá, son puros conceptos a los cuales yo no he dedicado ni
atención ni tiempo, ni siquiera de muchacho; acaso no era bastante infantil para hacerlo. No considero el ateísmo como
un resultado, y aun menos como un hecho; para mí. el ateísmo es cosa instintiva. Yo soy demasiado curioso,
demasiado problemático, demasiado orgulloso, para contentarme con una respuesta burda. Dios es una respuesta burda,
una indelicadeza para con nosotros los pensadores; en el fondo, una grosera prohibición que se nos hace; es como
decirnos: ¡no deben pensar!...
Muy distintamente me interesa un problema del que depende mucho más la salud de la humanidad, que no de cualquier
curiosidad de teólogos: el Problema de la nutrición. Según el uso corriente, se puede formular así: «¿Cómo debes
alimentarte para llegar a poseer el grado máximo de fuerza, de virtud al estilo del Renacimiento, de virtud libre de todo
elemento moral?» Aquí mis experiencias son todo lo malas posible: estoy asombrado de haber oído tan tarde esta
Pregunta, de haber aprendido tan tarde la razón de estas experiencias. Únicamente la falta completa de valor de nuestra
cultura alemana, su idealismo, me explica en cierta medida por qué en este punto yo llegué a lindar con la santidad.

Esta cultura, que enseña desde el principio a perder de vista la realidad para ir en busca de objetivos completamente
problemáticos, llamados ideales; por ejemplo, a la caza de la cultura clásica, como si no fuese cosa condenada a priori
el unir en un mismo concepto las ideas clásico y alemán. Aún más, esto hace reír: imaginémonos un habitante de
Leipzig con una cultura clásica.
En realidad, hasta los años de mi madurez siempre he comido mal; hablando un lenguaje moral, diría que yo he comido
de un modo impersonal, desinteresado, altruista, para mayor gloria de los cocineros y de otros cristianos. Con la cocina
de Leipzig, por ejemplo, yo, al mismo tiempo en que hacía mis primeros estudios sobre Schopenhauer (en 1865),
negaba muy seriamente mi voluntad de vivir. Arruinar el estómago y además nutrirse insuficientemente, éste es un
problema que la cocina de Leipzig me parece resolver maravillosamente (se dice que el año 1866 introdujo un cambio
en este terreno). Pero la cocina alemana, en general, ¿cuántas cosas no tiene sobre su conciencia? La sopa antes de la
comida (aun en los libros venecianos de arte culinario del Siglo XVI, este uso es llamado a la alemana); la carne
cocida, las verduras grasas y harinosas; la degeneración de las tortas hasta hacer de ellas pisapapeles. Si calculamos
además la necesidad, verdaderamente animal, de beber después de las comidas, necesidad que tienen los viejos
alemanes, y no sólo los viejos, se comprenderá también el origen del espíritu alemán, que proviene de los intestinos
perturbados... El espíritu alemán es una indigestión: no consigue llevar nada a la perfección.
Pero también la dieta inglesa, que, comparada con la alemana y también con la francesa, es una especie de vuelta a la
Naturaleza, o sea al canibalismo, repugna profundamente a mis instintos: me parece que da al espíritu pies pesados,
pies de mujeres inglesas... La mejor cocina es la del Piamonte.
Los alcohólicos me hacen daño: un vaso de vino o de cerveza al día basta para hacer de mi vida un valle de lágrimas:
mis antípodas viven en Munich. Suponiendo que yo haya comprendido esto demasiado tarde, sin embargo, lo he
experimentado desde mi infancia. De muchacho yo creía que beber vino, como fumar tabaco, era en el fondo una
vanidad de jovenzuelos, que más tarde se convertía en una mala costumbre. Acaso tiene la culpa de este acerbo juicio
el vino de Naumburg. Para creer que el vino alegra, yo debería ser cristiano, o sea, debería creer lo que precisamente es
para mí un absurdo. Cosa extraña, mientras las pequeñas dosis de alcohol, fuertemente diluidas, me ponen en un
extremado malhumor, me convierto casi en un marinero si se trata de dosis fuertes. Ya de muchacho ponía yo en esto
mi vanidad. Escribir en una sola vigilia nocturna una larga disertación latina y luego copiarla, con la ambición en la
pluma de imitar en severidad y concisión mi modelo Salustio, y verter sobre mi latín alguna copa de fuerte calibre, esto
no estaba en modo alguno (cuando yo era alumno de la venerable Escuela de Pforta) en contradicción con mi
fisiología, ni siquiera con la de Salustio, aunque estuviera en contradicción con la venerable Escuela de Pforta... Más
tarde, hacia la mitad de mi vida, me decidí a rechazar rigurosamente cualquier clase de bebida espirituosa: yo, que soy
un adversario por experiencia del vegetarianismo, como lo fue Richard Wagner, que me convirtió, no sabría aconsejar
con suficiente seriedad la absoluta abstracción de los alcoholes a todos los temperamentos intelectuales. El agua basta...
Yo tengo predilección por los sitios en donde se ofrece siempre ocasión de acceso a fuentes manantiales (Niza, Turin,
Sils): un vaso de agua corre detrás de mi como un perro. «In vino veritas»; parece ser que yo también estoy en este
punto en oposición con todo el mundo sobre el concepto de verdad: para mi, el espíritu se mueve sobre
las aguas...
Un par de observaciones más sacadas de mi moral. Una comida fuerte es más fácil de digerir que una comida
demasiado ligera. La primera condición de una buena digestión es que el estómago entre en actividad como un todo.
Hay que conocer las dimensiones de nuestro propio estómago. Por la misma razón no son de aconsejar aquellas
enojosas comidas que se hacen en la «table d'hote», y que yo llamo sacrificios interrumpidos. Nada de comidas
intermedias, nada de café: el café nos pone sombríos. El té sólo es bueno por la mañana. Poco té, pero muy cargado: es
muy nocivo y nos pone malos por todo el día cuando es de una graduación demasiado floja. Aquí cada cual tiene su
medida, que muchas veces oscila entre los limites más estrictos y delicados. En un clima muy excitante no conviene
empezar la jornada con té: es preciso comenzaría una hora antes del té con una taza de chocolate espeso y desgrasado.
Estar sentados lo menos posible: no prestar fe a una idea que no haya nacido al aire libre y cuando estamos en
movimiento, a una idea en la cual los músculos no tomen su parte de fiesta. Todos los prejuicios proceden de los
intestinos. La sedentarismo -ya lo dije una vez- es el verdadero pecado contra el espíritu santo.

2
Con el problema de la alimentación está estrechamente ligado el del lugar y el clima. Ninguno de nosotros es libre de
vivir en cualquier parte; y el que tiene grandes deberes y debe poner en vigor toda su fuerza, tiene aquí una elección
muy restringida. La influencia del clima sobre el recambio, sobre el retardo o sobre la aceleración de éste, va tan lejos,
que un error en la elección del lugar y del clima puede no sólo hacer ajeno a sus deberes a una persona, sino hasta
ocultárselos, dejar de verlos más. El vigor animal no fue nunca bastante grande de por sí para llegar a aquella
exuberante libertad espiritual en que algunos reconocen: yo sólo puedo esto... Una pereza intestinal, por pequeña que
sea, convertida en mala costumbre, basta por sí sola para hacer de un genio un alemán; el clima alemán basta por sí
solo para debilitar vísceras fuertes y hasta inclinadas al heroísmo. El ritmo del recambio está en relación con la
movilidad o la parálisis de los pies del espíritu; el mismo espíritu no es más que una forma de este recambio. Comparad
los lugares donde hay y ha habido hombres de espíritu, los lugares donde hay y ha habido hombres de espíritu, los
lugares donde el espíritu, el refinamiento, la malicia formaban parte de la felicidad, donde el genio se sentía casi
necesariamente en su casa; todos ellos se distinguen por un aire seco. París, La Provenza, Florencia, Jerusalén, Atenas,
estos nombres demuestran una cosa: que el genio tiene por condición el aire seco, el cielo puro, o sea un rápido
recambio, la posibilidad de proporcionarse siempre de nuevo grandes y hasta enormes cantidades de fuerza.
Tengo ante los ojos un caso en que un espíritu notable y de libre disposición, simplemente por falta de finura de
instinto en materia de clima, se hizo mezquino, superficial, especialista y ácido. Y yo mismo he estado expuesto a ser
un ejemplo semejante, si la enfermedad no me hubiese obligado a razonar, a reflexionar sobre las razones en la
realidad. Hoy que, por virtud de un largo ejercicio, deduzco en mí como un instrumento delicado y experto, los efectos
de causas climáticas y meteorológicas, y ya con un breve viaje, por ejemplo de Turín a Milán, calculo fisiológicamente
sobre mí mismo el cambio de grado de humedad en el aire, pienso con terror en el funesto hecho de que mi vida, hasta
los últimos diez años, los años más peligrosos para mí, se ha desarrollado en lugares inapropiados y precisamente
prohibidos para mí. Naumburg, Schulforta, la Turingia en general, Leipzig, Basilea, Venecia, otros tantos lugares de
desventura para mi fisiología. Si yo, en general. no tengo ningún recuerdo agradable de mi infancia ni de mi juventud,
sería locura dar valor aquí a las llamadas causas morales: por ejemplo, a la incontestable falta de sociedad suficiente.
Porque esta falta se da hoy como se ha dado siempre: sin impedirme estar sereno y ser valeroso. En cambio, la
ignorancia in phisiologicis, el maldito idealismo, es la verdadera fatalidad de mi vida: lo que en ella hay de superfluo y
estúpido, cosa de que no ha nacido nada de bueno y para la cual no existe ningún acomodo, ninguna compensación.
Por las consecuencias de este idealismo comprendo yo todos los errores, todas las grandes aberraciones del instinto y
las modestias que me tuvieron apartado de la misión de mi vida: por ejemplo, el hecho de que yo me hiciera filólogo:
¿por qué no me hice siquiera médico o cualquier otra cosa que me abriera los ojos? Durante el tiempo que estuve en
Basilea toda mi dicta intelectual, incluso el reparto de la jornada, fue un abuso, completamente insensato, de fuerzas
extraordinarias, sin ningún acrecentamiento de fuerzas que compensaran el abuso, sin que yo siquiera reflexionara en el
abuso y en la sustitución. Faltaba toda fina autonomía, otra protección de un instinto imperiosos era un equipararme yo
mismo a cualquier otra persona, un desinterés, un olvido de la propia distancia. algo que no me perdonaré jamás.
Cuando estuve casi al fin. por el hecho mismo de estar casi al fin, empecé a meditar sobre esta fundamental
equivocación de mi vida. en el idealismo. Sólo la enfermedad me condujo a la razón.

3
La elección de los alimentos, la elección del clima y del lugar, son cosas a las que hay que añadir una tercera, en la que
a ningún precio se debe cometer un error, y es la elección de la clase de recreos. También aquí, y en el grado en que un
espíritu es sui generis, son cada vez más estrechos los límites de lo que es lícito, o sea útil. En mi caso, toda lectura
forma parte de mis recreos: por consiguiente, forma parte de lo que me separa de mí mismo, de lo que me permite ir a
pasear por las ciencias y las almas ajenas, de lo que no tomo ya en serio. La lectura me deleita precisamente de mi
seriedad. En épocas de profundo trabajo no se ven libros junto a mí: yo me guardaría mucho de permitir a nadie que me
hablara, y hasta que pensara cerca de mí. Y a esto le llamo yo leer... ¿Se ha observado que en aquella profunda tensión
a que el embarazo intelectual condena al espíritu yen el fondo a todo el organismo, cualquier clase de estímulo exterior
obra con demasiada vehemencia, hiere profundamente? Hay que evitar toda contingencia, todo estímulo exterior, todo
lo más posible; una especie de encerramiento en sí mismo es una de las primeras prudencias instintivas de la preñez
intelectual. ¿Querría yo que un pensamiento ajeno escalara secretamente los muros? Y leer daría ocasión a esto.
A los tiempos de trabajo y de fecundidad siguen los de recreo: venid a mí, ¡Oh libros placenteros, plenos de espíritu,
escondidos! ¿Serán éstos los libros alemanes'? Debo retroceder seis meses para encontrarme con un libro en la mano.
¿Cuál era este libro'? Un excelente estudio de Victor Brochard, Les Sceptiques Grecs. en el que están bien utilizadas
mis Laertinas. Los escépticos son el único tipo digno de honor entre el pueblo de los filósofos, tan ambiguo y tan vario
en significación. Por lo demás, yo me refugio casi siempre entre los mismos libros, en esencia un pequeño numero, el
de los libros que para mí son demostrados. Acaso no está en mi género leer muchas cosas y tan diversas: una sala de
lectura me pone mal. Y no es ni mucho menos mi género amar muchas cosas y diversas. La prudencia hasta la
hostilidad hacia los libros nuevos forma parte de mi instinto más bien que la tolerancia, la largeur du coeur (medida del
corazón) y otros amores del prójimo...
En el fondo, yo vuelvo siempre de nuevo a un pequeño número de antiguos franceses: yo creo sólo en la cultura
francesa y considero como un error todo lo demás que en Europa se llama cultura, para no hablar de la cultura
alemana... Los pocos casos de alta cultura que he encontrado en Alemania, eran todos de origen francés, sobre todo la
señora Cósima Wagner, con mucho la voz más elevada en materia de gusto que jamás oí. Si yo leo, si yo amo a Pascal,
Como la víctima más instructiva del cristianismo, lentamente asesinado primero en el cuerpo y luego en el espíritu,
como el resultado lógico de esa horrible forma de la crueldad humana; si yo tengo en el espíritu, y, ¿quién sabe'?, quizá
también en el cuerpo, algo de la honradez de espíritu de Montaigne; si mi gusto de artista toma bajo su protección, no
sin cólera, contra un genio salvaje, como Shakespeare, los nombres de Moliere, Corneille y Racine, esto no quita que
para mí los franceses más recientes sean una sociedad encantadora. De ningún modo veo en qué siglo de la historia se
podrían encontrar reunidos tantos psicólogos tan curiosos y al mismo tiempo tan delicados como en el París de hoy:
citemos como ejemplo (porque su número no es pequeño) a Paul Bourget, Pierre Loti, Gip, Meilhac, Anatole France,
Jules Lemaitre o, para poner de relieve uno de la más recia contextura, un verdadero latino al cual profeso particular
afecto, Guy de Maupassant. Yo prefiero esta generación, para decirlo entre nosotros, a la de sus mismos grandes
maestros, estragados todos por la filosofía alemana (por ejemplo, Taine, que fue corrompido por Hegel, al cual es
deudor de haber entendido mal los tiempos y los hombres grandes). Allí donde llega Alemania, corrompe la cultura.
Sólo la guerra ha salvado el espíritu en Francia.
Stendhal, uno de los casos más bellos de mi vida, porque todo lo que en mi vida hace época me fue deparado por el
azar, no por una recomendación, es completamente inapreciable, con su anticipador ojo de psicólogo, con su modo de
apoderarse de los hechos que recuerda la proximidad del más grande entre los realistas (ex ungue Napoleonem); en fin,
no es menos inapreciable como honesto ateo, una rara especie en Francia y que apenas se encuentra, sea dicho en honor
de Próspero Mérimée...
¿Acaso estoy yo mismo celoso de Stendhal? Me ha proporcionado la mejor frase atea que yo hubiera podido inventar:
«La sola excusa de Dios es que no existe». Yo mismo he dicho en cierto pasaje: ¿Cuál ha sido hasta ahora la mayor
objeción contra la existencia? Dios...

4
La más alta concepción de la lírica me fue proporcionada por Heinrich Heine. En vano busqué a través de los siglos
una música tan dulce y apasionada. Poseía aquella divina malignidad sin la cual yo no concibo la perfección: yo
aprecio el valor de los hombres y de las razas por el modo como saben necesariamente entender el dios inseparable del
sátiro. Y ¡cómo maneja la lengua alemana! Algún día se dirá que Heine y yo hemos sido, con mucho, los mejores
artistas de la lengua alemana, incalculablemente por encima de lo que han hecho de ella los simples alemanes.
Yo debo tener un profundo parentesco con el Manfredo de Byron: todos sus abismos los he encontrado en mí; a los
trece años estaba yo maduro para esta obra. Yo no encuentro una palabra sino sencillamente una mirada para aquellos
que en presencia de Manfredo osan profanar la palabra Fausto. Los alemanes son incapaces de toda concepción de
grandeza: Schumann es la prueba. Llevado de la ira contra estas cosas dulzonas, yo he compuesto una contra- obertura
de Manfredo de la que Hans von Bulow dice que no vio jamás cosa semejante sobre el papel de música: la llamaba un
estupro de Euterpe.
Cuando busco mi fórmula más alta para Shakespeare, no encuentro nunca más que ésta, la de que ha concebido el tipo
de César. Semejantes cosas no se adivinan: se es César o no se es. El gran poeta sólo alcanza su realidad, hasta el
punto de no poder luego soportar su obra... Cuando lanzo una mirada a mi Zaratustra, me paseo durante media hora de
aquí para allá por mi cuarto sin poder dominar una intolerable crisis de sollozos. No conozco ninguna lectura que
lacere el corazón como la de Shakespeare: ¡cuánto debió sufrir aquel hombre para sentir de tal modo la necesidad de
ser payaso! ¿Se comprende Hamlet? No la duda, sino la certidumbre, es la que vuelve loca... Pero para sentir así es
necesario ser profundo, ser un abismo, ser filósofo... Todos nosotros tenemos miedo de la verdad: y yo lo confieso
aquí: yo estoy instintivamente seguro y consciente de esto, que lord Bacon es el autor, el torturador de este siniestro
género de literatura: ¿qué me importan las charlatanerías miserables de esos americanos romos y confusos? Pero la
fuerza de la poderosa realidad de visión no sólo es compatible con la más poderosa capacidad de acción, de acción
monstruosa, de delito; por el contrario, es su premisa... Nosotros no sabemos bastante, ni mucho menos, de lord Bacon,
de este primer realista en todo el gran sentido de la palabra, para saber todo lo que él ha hecho, lo que ha querido, lo
que ha vivido consigo mismo... E ¡id al diablo, señores críticos! Suponiendo que yo hubiera bautizado mi Zaratustra
con el nombre de otro escritor, por ejemplo, con el nombre de Richard Wagner, la perspicacia de dos milenios no sería
bastante para adivinar que el autor de «Humano, demasiado humano» fuera también el visionario de Zaratustra...

5
Aquí donde yo hablo del recreo de mi vida, necesito decir una palabra para expresar mi reconocimiento hacia lo que en
mi vida me ha recreado más Profunda y cordialmente. Ello fue sin duda mi relación íntima con Richard Wagner. Yo
renuncio, por poco precio, al resto de mis relaciones con los hombres; pero a ningún precio querría borrar de mi vida
las jornadas de Tribschen, jornadas de confidencias de serenidad, de casos sublimes, de momentos profundos... No sé
que les habrá sucedido a otros con Wagner: en nuestro cielo no hubo jamás una nube... Y con esto vuelvo de nuevo a
Francia: yo no tengo argumentos; sólo tengo una mueca de desprecio en los labios contra los wagnerianos y hoc genus
omne que creen honrar a Wagner encontrándole semejante a ellos mismos... Así como yo soy, extraño en mis más
profundos instintos a todo lo que es alemán, de modo que la sola proximidad de un alemán retrasa mi digestión, el
primer contacto con Wagner fue también el primer libre respiro de mi vida: yo le consideraba y lo veneraba como país
extranjero, como el contraste y la viva protesta contra todas las virtudes alemanas. Nosotros, que fuimos niños en los
años palúdicos del 1850 al 1860, somos necesariamente pesimistas para el concepto del alemán; no podemos ser otra
cosa que revolucionarios. no admitiremos nunca un estado de cosas en que dominen los hipócritas. Me es
perfectamente indiferente que hoy éste se adorne con otros colores. que se vista de escarlata y que se pavonee con un
uniforme de húsares... Pues bien, Wagner era un revolucionario, huía ante los alemanes... En calidad de artista no hay
en Europa otra patria que París; la delicadeza en todos sentidos del arte que el procedimiento de Wagner supone, la
mano para los matices, la morbidez psicológica, se encuentra en París. En ninguna otra parte hay esta pasión por los
problemas de la forma, esta seriedad en el poner en escena: es ésta la seriedad parisiense por excelencia. En Alemania
no hay idea de la enorme ambición que anida en el alma de un artista parisiense. El alemán es bonachón: Wagner no lo
era de ningún modo... Pero ya he indicado bastante (en «Más allá del Bien Y del Mal», afors. 256 y sigs.), cuál es el
puesto de Wagner en el arte, cuáles son sus parientes próximos. El es uno de esos románticos franceses del segundo
período de la especie sublime y arrebatadora a que pertenecen artistas como Delacroix, como Berlioz, que poseen en la
intimidad de su ser un fondo de enfermedad. algo de incurable, todos fanáticos de la expresión. virtuosos de arriba a
abajo... ¿Quién fue un partidario inteligente de Wagner? Charles Baudelaire, el mismo que fue el primero en
comprender a Delacroix. ese decadente típico en el que toda una generación de artistas se ha reconocido; quizá fue
también el último...
Lo que yo no he perdonado jamás a Wagner es que condescendiera con Alemania, que se hiciera alemán del Imperio.
Por todas partes por donde va Alemania corrompe la civilización.

6
Si he de decir verdad, mi juventud no me habría sido tolerable sin la música wagneriana. Pues yo estaba condenado a
los alemanes. Cuando queremos libertarnos de una insoportable opresión, tomamos Haschisch. Pues bien: yo tenía
necesidad de Wagner. Wagner es el antídoto contra todo lo que es alemán por excelencia, es un veneno, no lo niego...
Desde el momento en que hubo una partitura para piano del Tristán (¡muchas gracias, señor de Bulow!). yo fui
wagneriano. Las obras anteriores a Wagner me parecían por debajo de mí, eran aun demasiado vulgares, demasiado
alemanas... Hoy todavía busco en vano en todas las artes una obra que iguale a Tristán por su peligrosa fascinación, por
su espantosa y dulce infinidad. Todas las cosas raras de Leonardo da Vinci pierden. su encanto cuando se oye los
primeros compases del Tristán. Esta obra es absolutamente el nec plus ultra de Wagner; «Los Maestros Cantores» y
«El Anillo» no son, después de ella, más que un solaz. Para un hombre como Wagner, ser más sano equivale a un
retroceso...
Creo que ha sido para mí una felicidad de primer orden haber vivido en el tiempo que yo quería, haber vivido
precisamente entre los alemanes, para estar maduro para esta obra. ¡La curiosidad del psicólogo llega en mí hasta ese
punto! El mundo es pobre para el que nunca ha estado bastante enfermo para disfrutar esta voluptuosidad de los cielos.
Es lícito, casi es un imperativo, emplear aquí una fórmula mística. Yo creo que sé mejor que nadie de qué prodigios es
capaz Wagner: la evocación de cincuenta universos de encantos extraños que sólo él tuvo alas para alcanzar. Y, tal
como yo soy, bastante fuerte para aprovechar todo lo que haya de más problemático y de más peligroso, para ser más
fuerte todavía, considero a Wagner como el más grande bienhechor de mi vida. Lo que nos unió, es que habíamos
sufrido el uno por el otro. en grado mayor que el que pueden soportar los hombres de este siglo. Esta alianza unirá
eternamente nuestros nombres en el porvenir. Si Wagner no es entre los alemanes más que una incomprensión, yo lo
soy y lo seré siempre con la misma seguridad.
Primeramente os harían falta dos siglos de disciplina psicológica artística, señores alemanes... Pero dos siglos no se
recuperan.

7
Todavía quiero añadir unas palabras para explicar a mis mejores oyentes lo que yo exijo en definitiva de la música. Ha
de ser serena y profunda como un mediodía de octubre. Ha de ser singular, exuberante y tierna, de modo que su
coquetería y su gracia hagan de ella una mujercita... Yo no admitiría jamás que un alemán pueda saber lo que es la
música. Lo que llaman músicos alemanes y ante todo, los más grandes, son extranjeros. eslavos, croatas. italianos,
holandeses, o también judíos; en otros casos, alemanes de la raza fuerte, de la que hoy está extinguida, alemanes como
Heinrich Schutz, Bach y Haendel. Yo mismo me siento aún bastante polaco para prescindir del resto de la música ante
Chopin. Por tres razones exceptúo el Siegfried-ldvll de Wagner. quizá también algo de Liszt, que sobrepuja a todos los
músicos por los nobles acentos de su orquestación, y, en último término, todo lo nacido del otro lado de los Alpes. Del
lado de acá.. No Podría pasarme sin Rossini, y menos aún sin mi Melodía musical, sin la música de mi maestro
veneciano Pietro Gasti. Y ctiando Yo digo más allá de los Alpes, digo realmente nada más que Venecia. Cuando yo
busco otra palabra para decir música, encuentro únicamente la palabra Venecia. Yo no sé hacer diferencias entre las
lágrimas y la música; tengo la suerte de no poder pensar en el Sur sin un estremecimiento de terror.
Acorde en el puente, yo en la sombría noche meditaba. Una canción se oía, allá a lo lejos, sobre la superficie de las
aguas gotas de oro rodando refulgían, cual temblorosas llamas. Luces, góndolas, músicas, todo esto hacia el crepúsculo
bogaba. Mi alma, cual el acorde de una lira, a sí misma se canta, como tocada de invisible mano, una canción de
gondolero, mágica, trémula de una dicha melancólica. - ¡Ay, si alguien la escuchara!...
8
En todo esto, en la elección del matrimonio, del lugar y del clima, del recreo, domina un instinto de conservación que
se explica más claramente como instinto de la defensa de sí mismo. No ver ni oír muchas cosas, no dejarlas que se
acerquen, ésta es la primera sabiduría, la primera prueba de que no se es un acaso, sino una necesidad. La palabra
corriente para este instinto de autodefensa es gusto. Su imperativo nos manda no sólo decir que no cuando el sí sería un
desinteresarse, sino también decir que no las menos veces posible. Es preciso separarse, echarse fuera de lo que aún y
siempre tendría necesidad del no. La razón está en que los gastos hechos con fines defensivos, aun siendo mínimos,
cuando se convierten en regla y hábito, determinan un empobrecimiento completo, extraordinario y superfluo. Nuestros
grandes gastos son los pequeños frecuentemente repetidos. El defenderse, el no dejar que se acerquen, son, no nos
engañemos sobre este punto, un gasto de fuerzas, una fuerza dilapidada en fines negativos. Cuando se persiste en el
penoso estado de defensa, podemos llegar a ser bastante débiles para no poder ya defendemos. Suponiendo que yo
saliera de mi casa y encontrase, en lugar de la tranquila y aristocrática Turín, una pequeña ciudad alemana, mi instinto
debería erguirse para rechazar todo lo que quisiera penetrar en él de aquel perezoso mundo superficial. O bien
encontraría la gran ciudad alemana, ese edificio del vicio, donde nada madura, donde todas las cosas, buenas o malas,
son importadas. Esto me convertiría en un erizo. Pero tener púas, pinchos, es un lujo, a veces un doble lujo, cuando es
posible no tener púas, sino manos abiertas...
Otra sabiduría y defensa de sí mismo consiste en reaccionar las menos veces posible, sustraernos a las situaciones y a
las condiciones por las que nos veríamos condenados a suspender en cierto modo nuestra libertad, nuestra iniciativa,
para volverse un simple órgano de reacción. Tomo como término de comparación nuestras relaciones con los libros: el
sabio que en suma se contenta con remover volúmenes (en el filólogo de disposiciones medias esta cifra se eleva a
unos 200 por día), ese sabio acaba por perder completamente la capacidad de pensar por si mismo. Si no revuelve ya
volúmenes no piensa; responde a una excitación (una idea que lee) cuando piensa, y, finalmente, se contenta con
reaccionar. El sabio gasta toda su fuerza en aprobar y en contradecir, en criticar cosas que han sido pensadas por otros
que no él; pero él mismo no piensa jamás... El instinto de defensa se ha debilitado en él, de lo contrario se pondría en
guardia contra los libros. El sabio es un decadente. Yo he visto con mis propios ojos naturalezas bien dotadas, de
abundante y libre disposición, que cuando han llegado a los treinta años se han arruinado por la lectura. Se parecen a
las cerillas, a las que hay que frotar para que den luz, ideas. Desde las primeras horas de la mañana, cuando el día
comienza, cuando el espíritu posee toda su frescura, cuando la fuerza está en su aurora, leer entonces un libro lo llamo
yo ¡vicio!

9
Al llegar a este punto no puedo ya menos de dar la verdadera respuesta a la pregunta ¿cómo se llega a ser lo que se es?
Y de este modo llegamos a la obra maestra en el arte de la conservación de sí mismo, en el arte del egoísmo... En
efecto, si admitimos que la tarea, la determinación, el destino de la tarea rebasan en mucho la medida media, no habrá
mayor peligro que conocerse a si mismo, a la vez que se conoce la tarea. Llegar a ser lo que se es, hace suponer que no
se abriga ninguna duda respecto de lo que se es. Consideradas desde este punto de vista, las equivocaciones que se
cometen en la vida toman un sentido y un valor propios. A veces se toman caminos extraviados. Se dan rodeos, nos
paramos en la orilla del mar, nos complacemos en las situaciones modestas, ponemos toda nuestra seriedad en realizar
tareas que se encuentran más allá de nuestra misión. Así se manifiesta una gran sabiduría, y aun la suprema sabiduría:
allí donde nosce te ipsum sería el medio seguro de perderse, de olvidarse, de desconocerse, de empequeñecerse, de
hacerse más estrecho y más mediocre, llega a ser la razón misma. Para expresarme desde el punto de vista moral: el
amor al prójimo, la vida al servicio de los demás y de otra causa, pueden llegar a ser medidas de seguridad para
conservar el más resistente egoísmo. Este es el caso excepcional en que contra mi regla y mi convicción, tomo partido
por los instintos desinteresados: ellos trabajan aquí al servicio del egoísmo y de la disciplina personal. Preciso es
conservar intacta toda la superficie de la conciencia, la conciencia es una superficie, preservarla del contacto de uno de
los grandes imperativos. ¡Guardaos de toda palabra gruesa, de toda actitud solemne! Corremos el peligro de ver que el
instinto se comprende demasiado pronto a sí mismo. Entretanto, la idea organizadora, la idea llamada a la dominación,
no cesa de crecer en las profundidades: comienza a ordenarse, poco a poco nos lleva hacia atrás por senderos laterales
y oblicuos, dispone sencillas capacidades y cualidades, que un día se revelarán como medios indispensables para el fin
general; coloca en serie todas las facultades sujetas antes de dejar resonar algo del deber dominante, de la meta, del fin,
del sentido.
Considerada por este lado, mi vida es simplemente maravillosa. Para la tarea de una transmutación de los valores hacia
falta quizá más facultades de las que nunca se han dado reunidas en un solo individuo, y sobre todo también facultades
opuestas que no se perturben ni se destruyan recíprocamente. La jerarquía de las facultades; la distancia; el arte de
separar sin enemistar; no mezclar nada, no conciliar nada; una prodigiosa multiplicidad que, sin embargo, es todo lo
contrario de un caos, ésta fue la condición preliminar, el largo secreto trabajo y la capacidad artística de mi instinto. Su
salvaguardia superior se mostró tan fuerte, que yo en ningún momento sospeché lo que se fraguaba en mí, y todas mis
facultades surgieron bruscamente, un día, maduras y en su última perfección. Entre mis recuerdos no encuentro nunca
el de haberme esforzado, no se encuentra en mi vida ninguna huella de lucha: yo soy todo lo contrario de una
naturaleza heroica. Querer una cosa, esforzarse por una cosa, tener delante de los ojos un fin, un deseo, son cosas que
yo no conozco por experiencia. En este mismo momento miro el porvenir, ¡un porvenir amplio!, como se mira un mar
en calma: ningún deseo lo encrespa. Yo no quiero en lo más mínimo que una cosa, sea la que sea, se haga distinta de lo
que es; yo mismo no quiero cambiar.. Pero así he vivido siempre. No he tenido deseos. ¡Soy un hombre que a los
cuarenta y cuatro años cumplidos puede decir que nunca ha buscado ni honores, ni mujeres, ni dinero! No es que estas
cosas me hayan faltado siempre: así, por ejemplo, yo fui un día profesor de Universidad; jamás había pensado ni de
lejos en serlo, porque apenas tenía veinticuatro años cuando lo fui. Así, dos años antes yo fui un día filólogo, mi
iniciación en todos sentidos, fue deseada por mi maestro Ritschl para ser publicado en su Museo Renano. (Ritschl, y
digo esto con veneración, fue el único sabio de genio que yo he encontrado. Poseía aquella agradable depravación que
distingue a los que hemos nacido en la Turingia, y que hasta hace simpático a un alemán: para llegar a la verdad
preferimos muchas veces los caminos torcidos. Con estas palabras no pretendo en modo alguno rebajar a mi
compatriota más íntimo, al «maligno» Leopold von Ranke...).

10
Me preguntaréis por qué cuento todas estas pequeñeces, que son, según el pensar tradicional, indiferentes; me diréis
que al hacerlo me perjudico a mí mismo, tanto más cuanto que estoy destinado a grandes empresas. Respuesta: estas
pequeñeces, alimentación, lugar, clima, recreos, toda la casuística del egoísmo, son, además de lo que se puede
imaginar, más importantes que todo lo que hasta ahora fue considerado como importante. Aquí precisamente es donde
se debe empezar a cambiar la doctrina. Lo que hasta ahora ha tomado en serio la humanidad no es realidad, es simple
imaginación, o, para hablar más rigurosamente, son mentiras derivadas de malos instintos de naturalezas enfermas, y
con una tendencia profundamente nociva: todos los conceptos de Dios, alma, virtud, pecado, más allá, verdad, vida
eterna... Pero se ha creído ver en ellos la grandeza de la naturaleza humana, su divinidad... Todos los problemas de la
política, de la organización social, de la educación, han sido completamente falsificados, por el hecho de que se
tomaron por grandes hombres los hombres más nocivos, y se enseñó a despreciar las pequeñas cosas, o sea los asuntos
fundamentales de la vida. Ahora bien, si yo comparo conmigo a los hombres que hasta ahora han sido honrados como
los primeros, encuentro una evidente diferencia. Yo no incluyo estos pretendidos primeros ni siquiera entre los
hombres en general: son para mí el desecho de la humanidad, productos de la enfermedad y de los instintos de
venganza: no son sino monstruos funestos, y en el fondo incurables, que se vengan de la vida... Yo quiero ser todo lo
contrario de ellos: mi privilegio es el de tener la más refinada perspicacia para descubrir todos los síntomas de los
instintos sanos. A mí me falta todo rasgo morboso: ni siquiera en los tiempos de mi grave enfermedad he estado
enfermo; vano es buscar en mi ser un rasgo de fanatismo. No se me podrá reprochar en ningún momento de mi vida
ninguna actitud arrogante o patética. Lo patético del gesto no pertenece a la grandeza; el que tiene necesidad de pose es
falso... ¡Guardaos de todos los hombres pintorescos!
La vida fue para mí ligera, y más ligera cuando exigía de mí las cosas más arduas. El que me ha visto en los setenta
días de este otoño, en que yo, sin interrupción, he escrito cosas de primer orden, que nadie podrá imitar, o enseñarme,
con plena responsabilidad de todos los milenios que vendrán después de mí, no ha podido verificar en mí la menor
huella de tensión, sino más bien una frescura y una serenidad exuberantes. Nunca he comido con más gusto, nunca he
dormido mejor.
Yo no conozco otro modo de ocuparme de los grandes deberes que el juego ésta es una condición esencial de la
grandeza. ¡La mínima tensión, la faz oscura, una sensación de dureza en el cuello, son objeciones contra un hombre y
también contra su obra!... No hay que tener nervios... También el sufrir de la soledad es una objeción; yo he sufrido
siempre no más que de la multitud. En una edad absurdamente joven, cuando yo tenía siete años, yo sabía ya que nunca
una palabra humana me habría herido; nunca se me habrá visto impresionado por ese motivo. Aún hoy, si tengo la
misma afabilidad para con todos, guardo también consideración para los más humildes: en todo lo cual no hay ni
siquiera un grano de orgullo, de secreto desprecio. Cuando yo desprecio, el despreciado adivina que yo le desprecio;
yo, por el simple hecho de existir, revuelvo a todo el que tiene mala sangre en las venas... Mi fórmula para la grandeza
en el hombre es amor fati: no querer tener nada de diverso de lo que se tiene, nada antes, nada después, nada por toda
la eternidad. No sólo se debe soportar lo necesario y no ocultarlo, todo idealismo es mentira frente a lo necesario, sino
amarlo.

POR QUÉ ESCRIBO TAN BUENOS LIBROS

1
YO SOY UNA COSA Y MIS SECRETOS SON OTRA. -Antes de hablar de éstos, abordaré la cuestión de la
comprensión o de la incomprensión de estos escritos. Lo haré con todo el desinterés que se debe hacer: porque esta
cuestión no está aún de actualidad: algunos hombres nacen póstumos.
Algún día serán necesarias instituciones en que se viva y se enseñe como yo quiero vivir y enseñar; acaso también se
crearán cátedras especiales para la interpretación de Zaratustra. Pero estaría en completa contradicción conmigo mismo
si hubiese ya hoy ojos y oídos alerta para mis verdades: que hoy no se escuche, que hoy no se quiera aprender nada de
mí, no sólo es comprensible, sino que me parece justo. No quiero sembrar confusiones a mi cuenta, y yo empiezo por
no hacerlo. Lo digo una vez más: en mi vida se puede encontrar poca mala voluntad hacia mí; ni aun de mala voluntad
literaria contra mi podría contar un solo caso. En cambio, mucha locura casta... Me parece que una persona se concede
una de las más raras distinciones cuando toma en sus manos un libro mío, ¡y hasta admito que para hacerlo se quite los
guantes, para no hablar de los zapatos!... Cuando un día el doctor Heinrich von Stein se lamentó sinceramente de no
comprender una sola palabra de mi Zaratustra, le dije que ello era natural: comprender seis frases de este libro, o sea
haberlas vivido, eleva a un nivel humano superior al de los hombres modernos... ¿Cómo podría yo, con este
sentimiento de la distancia, ni siquiera desear ser leído por los modernos que conozco? Mi triunfo es precisamente lo
contrario de lo que constituyó el triunfo de Schopenhauer: yo digo non legor, non legar. No quiero valorar escasamente
el placer que me dio muchas veces la inocencia empleada en decir que no a mis escritos. Aun el verano pasado, en una
época en que acaso yo, con mi grave, harto grave literatura, podía hacer perder el equilibrio a todo el resto de la
literatura, un profesor de la Universidad de Berlín me hizo comprender benévolamente que yo debía servirme de otra
forma, porque tal como están escritas mis obras no las lee nadie.
Por último, no fue Alemania, sino Suiza, la que suministró los dos casos extremos. Un artículo del doctor V. Wiedman
en el Bund sobre el «Mas allá del Bien y del Mal», titulado «El libro más peligroso de Nietzsche», y una crítica general
de todas mis obras por parte de Carl Spitteler, igualmente aparecida en el Bund, son un maximum en mi vida; pero me
guardo muy bien de decir un maximum de qué... Este último, por ejemplo, trata a mi Zaratustra de ejercicio superior de
estilo, augurando que más tarde podría yo cuidarme del contenido; el doctor Wiedmann me manifestó su estimación
por el valor con que aspiro a la abolición de todos los sentimientos decorosos. Aquí, por una pequeña vileza del azar,
cada período, con una coherencia que yo admiro, era una verdad cabeza abajo: en el fondo, no se debía hacer otra cosa
que transmutar los valores para dar conmigo en el clavo... Tanta más razón tengo para buscar una explicación...
Por último, de las cosas (entre ellas los libros) nadie puede comprender más de lo que ya sabe. Carecemos de oídos
para las cosas a las cuales no nos han dado aún acceso los acontecimientos de la vida. Imaginemos ahora un caso
extremo: que un libro hable simplemente de sucesos que se encuentran fuera de la posibilidad de una frecuente o, si se
quiere, de una rara experiencia; que este libro sea la primera lengua para una nueva serie de experiencia. En este caso
no se entiende nada, y padecemos la ilusión acústica de que allí donde no se oye no hay nada. Esta es mi experiencia
media y, si se quiere, la originalidad de mi experiencia. El que cree haber entendido cualquier cosa de mí, se ha
formado de mí una idea que responde a su imagen; con frecuencia se ha creído que yo soy lo contrario de lo que soy en
realidad, por ejemplo, un idealista; el que no ha entendido nada de lo que yo digo, niega que yo deba ser tomado en
consideración.
La palabra superhombre para designar un tipo de suprema perfección en contraste con hombres modernos, con
hombres buenos, con cristianos y demás nihilistas; una palabra que en boca de Zaratustra, del destructor de la moral, da
mucho en qué pensar, pero que casi fue entendida en todas partes con suprema inocencia en el sentido de aquellos
valores cuyo contrario fue revelado en la figura de Zaratustra, esto es, fue entendida como el tipo idealístico de una
especie superior de hombres, mitad santos y mitad genios... Otros doctos animales cornudos, a causa de esta palabra
me conceptuaron darwinista; hasta se pensó en el culto de los héroes, por mí tan maliciosamente refutado, de aquel
gran monedero falso contra el saber y la voluntad que se llamó Carlyle. Aquel a quien yo sugerí la idea de que hubiera
hecho mejor en buscar un César Borgia que un Parsifal, y no dio crédito a sus oídos.
Debe disculpárseme mi falta de curiosidad por la crítica de mis libros, especialmente por la crítica de los periódicos.
Mis amigos, mis editores, saben esto y no me hablan nunca de ello. En un caso determinado pude conocer todos los
pecados cometidos a propósito de un solo libro: se trataba del «Más allá del Bien y del Mal»; sobre esto podría yo
contar muchas cosas. ¿Se creerá que la Nationalzeitung (un diario prusiano; nota para mis lectores extranjeros: yo
mismo, con vuestro permiso, leo solamente el Journal des Débats) hubo de entender el mencionado libro como un
signo de los tiempos, como la verdadera y pura filosofía de los Junkers, para la cual sólo le faltaba valor a la
Kreuzeintung?

2
Esto ha sido dicho para los alemanes, pues, por lo demás, en todas partes tengo lectores, verdaderas inteligencias de
elección, auténticas, caracteres educados en posiciones y deberes superiores: hasta varios genios cuento entre mis
lectores. En Viena, en Petersburgo, en Estocolmo, en Copenhague, en París y en Nueva York, en todas partes he sido
descubierto: donde no he sido descubierto aún es en Alemania, el país más superficial de Europa... Y confieso que me
complacen aún más aquellos que no me leen, aquellos que no han oído nunca ni mi nombre ni la palabra filosofía: pero
dondequiera que yo vaya, aquí, a Turín, por ejemplo, todas las caras se alegran de verme. Lo que hasta el presente me
ha lisonjeado más es que algunas viejas vendedoras de frutas no se han aquietado hasta haber conseguido para mí las
uvas más dulces. Hasta este punto hay que ser filósofo... No en vano los polacos se consideran como los franceses entre
los esclavos. Una rusa encantadora no se equivocará ni por un instante sobre mi origen. No hay peligro de que yo me
ponga solemne, en todo caso podré sentirme azorado... Pensar en alemán, sentir en alemán; yo soy capaz de todo, pero
esto excede de mis fuerzas... Mi viejo maestro Ritschl sostenía que yo concebía mis disertaciones filológicas como
novelas parisienses, de un modo absurdamente seductor. En París mismo se han asombrado de toutes mes audaces et
finesses, como dice Taine; temo que hasta en las más altas formas del elogio se encuentre en mí algo de aquella sal que
impide que yo sea un insípido alemán, es decir, algo de espirit. ¡Dios me valga! Amén.
Todos nosotros sabemos, y algunos por experiencia propia, qué cosa es un animal de orejas largas. Pues bien, yo me
atrevo a pretender que tengo las orejas más cortas. Esto les interesa no poco a las mujercitas; me parece que se sienten
mejor comprendidas por mí. Yo soy el antiasno por excelencia, y, por consiguiente, soy un monstruo de la historia
mundial; yo soy, en griego, y no solamente en griego, el Anticristo...

3
Yo conozco en cierto modo mis privilegios de escritor; en algunos casos he podido comprobar que la parte
consuetudinaria de mis escritos corrompe el gusto. El lector llega, sencillamente, a no poder soportar otros libros, y
mucho menos los filosóficos. Es una distinción sin igual penetrar en este mundo noble, delicado: para ello se requiere
precisamente no ser alemán; por último, es una distinción que debe ser merecida. Pero el que por la elevación de su
voluntad es semejante a mí, experimenta éxtasis al aprender: porque yo vengo de alturas a las que no llega jamás el
vuelo de ningún pájaro, en las que ningún pie humano se ha arriesgado todavía. Se me ha dicho que no es posible dejar
de la mano ningún libro mío antes de haberlo terminado, que yo perturbo hasta el reposo de las noches... En realidad,
no existe especie alguna de libros más altiva y al mismo tiempo más refinada: en toda su extensión alcanzan la altura
mayor que se puede alcanzar en la tierra: el cinismo; hay que conquistarlos empleando tanto los dedos más delicados
como los puños más potentes. Toda enfermedad del alma excluye de ellos de una vez para siempre, así como toda
dispepsia; exigen que no se tengan nervios, que se tengan entrañas jocundas. De mis libros está excluida toda pobreza,
el aire de los rincones de un alma, como también la pereza, la impureza, el secreto rencor nacido en los intestinos; una
palabra mía pone de manifiesto todos los malos instintos. Entre los que me conocen tengo muchos animales que me
sirven para mis experiencias, en las que yo verifico las reacciones producidas por mis escritos: reacciones diversas,
pero de una diversidad muy instructiva. Los que no quieren tener nada que ver con el contenido de mis libros, por
ejemplo, los llamados amigos míos, se hacen impersonales en sus juicios: se felicitan conmigo de que yo haya llegado
tan lejos, y que se note un progreso en una mayor serenidad de tono... Los espíritus completamente viciosos, las bellas
almas, que son mentirosas de arriba abajo; por consiguiente, los que miran por encima del hombro, conforme a la bella
lógica de todas las bellas almas. Los animales con cuernos que yo conozco, sencillos alemanes, con vuestro permiso,
dan a entender que no siempre son de mi opinión; pero algunas veces... Yo he oído decir esto hasta del Zaratustra... Así
también, todo feminismo humano, aun en el hombre masculino, es para mí una puerta cerrada; no entrarán nunca los
feministas en este laberinto de conocimientos temerarios. Es preciso no haber sido nunca avaro consigo mismo, hay
que contar entre sus cualidades propias la dureza para sentirse sereno y bien dispuesto ante las verdades duras y netas.
Cuando yo me imagino la figura de un perfecto lector, siempre sale de ella un monstruo de valor y de curiosidad, y
además algo de ágil, astuto, prudente, un aventurero y descubridor nato. Por último, ¿yo no podría decir esto, no sabría
decirlo a aquel a quien yo me dirijo en el fondo únicamente, mejor que lo dijo Zaratustra: al que únicamente quiere él
exponer sus enigmas?
A vosotros, audaces investigadores, tentadores, y a quien alguna vez se embarcó con astutas velas por mares
espantosos; a vosotros, ebrios de enigmas, a quienes os gusta la luz vacilante, cuya alma se siente atraída por el sonido
de las flautas hacia todos los abismos peligrosos; porque no queréis buscar con mano perezosa un hilo conductor, y allí
donde podéis adivinar odiáis la argumentación ... »

4
Quiero añadir algunas palabras sobre mi arte del estilo en general. El sentido de todo estilo es éste: comunicar por
medio de signos un estado de ánimo, una íntima tensión del pathos, inclusive el ritmo de estos signos: y considerando
que la multiplicidad de los estados de ánimo es extraordinaria en mí, hay en mí muchas posibilidades de estilo, la
mayor diversidad de estilos de que un hombre ha dispuesto nunca. Bueno es todo lo que comunica realmente un íntimo
estado de ánimo, lo que no se engaña sobre los signos, sobre el ritmo de los signos, sobre los gestos; todas las leyes del
estilo son formas del gesto. En este punto mi instinto es infalible. El estilo bueno en sí es una pura locura, un puro
idealismo, como lo bello en sí, lo bueno en sí, la cosa en sí. Suponiendo siempre que haya oídos para oír, que haya
hombres capaces y dignos de un pathos igual al nuestro, que no falten personas a las que se les pueda comunicar todo
esto. Mi Zaratustra, por ejemplo, está hoy todavía buscando semejantes hombres; ¡ah, tendrá que buscar mucho
todavía! Hay que tener bastante valor para investigarlo... Hasta entonces no habrá nadie capaz de comprender el arte
que yo he prodigado en ese libro: nadie pudo nunca prodigar mayor suma de recursos artísticos nuevos, inauditos,
creados expresamente. Quedaba por demostrar que semejante cosa fuera posible precisamente en la lengua alemana:
antes de intentarlo, yo mismo lo habría negado del modo más terminante.
Antes de mí no se sabía de qué era capaz la lengua alemana; en general, de lo que es capaz cualquier idioma. El arte del
gran ritmo, el gran estilo del período para expresar un prodigioso alto y bajo de pasiones sublimes y sobrehumanas, fue
descubierto por mí; con un elogio como el del tercer Zaratustra, titulado «Los siete sellos», yo he volado mil veces más
alto que todo lo que hasta ahora se ha llamado poesía.
En mis escritos habla un psicólogo como no se ha dado otro. Acaso es éste el primer juicio a que llega un buen lector,
un lector como el que yo merezco que me lea, como los viejos filólogos leían a su Horacio. Las proposiciones sobre las
que en el fondo todo el mundo está de acuerdo, para no hablar de los filósofos de todo el mundo, de los moralistas y de
otras cabezas vacías y alocadas, aparecen en mis libros como errores ingenuos: por ejemplo, la creencia de que no
egoístico y egoístico son términos opuestos, mientras que el egoísmo es simplemente un embrollo superior, un ideal...
No hay ni acciones egoístas ni acciones no egoístas; estos dos conceptos son contrasentidos psicológicos. O bien la
proposición: el hombre tiende a la felicidad; o la de: la felicidad es la recompensa de la virtud; o esta otra: placer y
desplacer son sentimientos opuestos. La Circe de la humanidad, la moral, ha falsificado toda la psicología, la ha
moralizado, hasta aquel horrible absurdo de que el amor es algo antiegoístico... Hay que estar bien firme sobre si
mismo, hay que poder sostenerse bravamente sobre las propias piernas, de lo contrario no se podría amar. Las
mujercitas lo saben bien: no saben qué hacer de hombres sin egoísmo, de hombres puramente objetivos... ¿Me atrevería
yo a asegurar, de pasada, que conozco a las mujeres? Esto forma parte de mi patrimonio dionisiaco. ¿Quién sabe? Yo
soy acaso el primer psicólogo del eterno femenino. Todas me aman, esto es ya una historia vieja, exceptuando las
mujeres «desventuradas», las «emancipadas», las que no pueden tener hijos. Afortunadamente, yo tengo la voluntad de
dejarme desgarrar: la mujer perfecta desgarra cuando ama... Yo conozco ya a estas amables Ménades... ¡Ah, qué
peligroso, insinuante, pequeño animal de presa subterráneo! Y con todo, ¡qué agradable!... Una mujercita que persigue
su venganza vencería al mismo destino. La mujer es indeciblemente más mala que el hombre y más discreta; la bondad
en la mujer es ya una forma de degeneración... En todas las llamadas bellas almas hay fundamentalmente un malestar
fisiológico, y no lo digo todo, de lo contrario me convertiría en un médico cínico. La lucha por la igualdad de los
derechos es ya un síntoma de enfermedad; cualquier médico lo sabe. Toda mujer, cuanto más mujer es, se defiende con
las manos y con los pies de los derechos en general: el estado de naturaleza, la eterna guerra entre los sexos les asigna
desde luego el primer puesto. ¿Se ha comprendido mi definición del amor? Es la única digna de un filósofo. El amor
es, en sus medios, la guerra; en su fundamento, el odio mortal entre los sexos. ¿Se ha comprendido mi respuesta a la
pregunta de cómo se cura, de cómo se salva una mujer? Dándole un hijo. La mujer tiene necesidad de los hijos, el
hombre no es más que un medio: así habló Zaratustra.
La emancipación de la mujer significa el odio instintivo de la mujer malograda, esto es, incapaz de tener hijos, contra
la mujer bien lograda; la lucha contra el hombre no pasa nunca de ser un medio, un pretexto, una táctica. Al elevarse
como mujer en sí, como mujer superior, como idealista, quieren rebajar el nivel general de la mujer, el puesto que ésta
ocupa; no hay medio más seguro para llegar a esto de la instrucción de los institutos, los calzones y los derechos
políticos de la bestia electoral. En el fondo, las emancipadas son las anárquicas en el mundo del eterno femenino, las
malogradas, en las que el instinto más bajo es la venganza... Toda una pésima especie del idealismo, que, por lo demás,
se registra también entre los hombres, por ejemplo. Henrik lbsen, esta típica vieja solterona, que se ha propuesto
envenenar la buena conciencia del amor sexual... Y para que no quede duda sobre mi modo de pensar, tan severo como
honesto sobre este punto, quiero exponer una tesis sacada de mi código moral contra el vicio: con el nombre de vicio
yo combato cualquier clase de acto contra naturaleza, o, si nos gustan las bellas palabras, el idealismo. La tesis es ésta:
«La predicación de la castidad es una excitación pública a la contranaturaleza. Todo desprecio de la vida sexual, todo
ensuciamiento de la misma con la noción de impureza, es un delito de esa vida, es el verdadero pecado contra el
espíritu santo de la vida».

5
Para que os forméis una idea de mí como psicólogo, reproduciré un curioso fragmento de psicología de mi «Más allá
del Bien y del Mal», prohibiendo, por otra parte, cualquier conjetura sobre lo que yo describo en este pasaje: «El genio
del corazón, cual lo posee aquel gran desconocido, el dios tentador, el cazador de ratas de la conciencia, cuya voz sabe
descender hasta el mundo subterráneo de cada alma, que no dice una palabra ni lanza una mirada en que no vaya
envuelta una intención y un segundo pensamiento de seducción, en el cual el saber parecer es parte de su maestría,
formando parte de ella no lo que él es, sino lo que para los que le siguen es una constricción más para acercarse a él,
para seguirle cada vez más íntimamente, más completamente... El genio del corazón que obliga a callar y a escuchar a
todos los seres ruidosos y vanidosos, que pule las almas rugosas y les da a gustar un nuevo deseo: el de estar tranquilas
como un espejo para que en ellas se refleje el profundo cielo... El genio del corazón, que enseña a la mano torpe y
precipitada a vacilar y a aprehender más delicadamente; que adivina el tesoro escondido y olvidado, la gota de bondad
y de dulce espíritu bajo la capa de hielo turbia y espesa; que es una varita adivinatorio para todas las parcelas de oro
largo tiempo enterradas bajo un montón de barro y de arena... El genio del corazón, gracias a cuyo contacto nos
hacemos más ricos, no bendecido y sorprendido, no gratificado y oprimido como por dones extraños, sino más rico de
sí mismo, sintiéndose más nuevo que antes, desbloqueado, mientras un viento de deshielo sopla sobre él y sorprende
sus secretos, acaso más incierto, más tiernamente frágil y quebrantado, pero lleno de esperanzas que todavía no tienen
nombre, lleno de voluntad y de nuevas corrientes, lleno de nuevas contravoluntades y contracorrientes ... »

EL ORIGEN DE LA TRAGEDIA

1
Si queremos ser justos con «El origen de la tragedia» (1872), debemos olvidar algunas cosas. Esta obra ha influido y
hasta fascinado con lo que en ella era defectuoso: con su aplicación al wagnerismo, como si el wagnerismo fuese el
síntoma de una aurora. Precisamente por esto, ese escrito constituye un acontecimiento en la vida de Wagner: sólo
desde aquel momento se cifraron grandes esperanzas en el nombre de Wagner. Aún hoy se me recuerda esto,
precisamente mientras triunfa el Parsifal: que yo tengo sobre mi conciencia el predominio adquirido por una tan alta
opinión sobre el valor cultural del movimiento wagneriano.
He visto muchas veces citada dicha obra mía con el título de «Nacimiento de la tragedia del espíritu de la música»:
sólo hubo oído para una nueva fórmula del arte, de las intenciones, de la misión de Wagner; no se vio lo que el escrito
escondía de valioso en el fondo. «Helenismo y pesimismo»: éste habría sido un título no equívoco: habría indicado la
primera enseñanza de cómo los griegos acabaron con el pesimismo, cómo lo superaron... La tragedia es precisamente
la prueba de que los griegos no fueron pesimistas; Schopenhauer se engañó en este punto, como se engañó en todo.
Considerada neutralmente, «El origen de la tragedia» tiene un aspecto muy intempestivo: nadie pensaría, ni en sueños,
que fue comenzada bajo el estrépito de la batalla de Worth. Yo medité este problema ante los muros de Metz, durante
las frías noches de Septiembre, mientras prestaba servicio en la asistencia de enfermos; se creerá quizá que este escrito
tiene más de cincuenta años. Esto es indiferente desde el punto de vista Político no alemán, como se diría hoy. Huele
repugnantemente a hegelianismo, en ciertas formulas despide el perfume, amargamente cadavérico, de Schopenhauer.
Una idea, el contraste: dionisiaco y apolíneo, es allí traducida al lenguaje metafísico; la historia misma es considerada
como el desarrollo de esta idea; en la tragedia, el contraste es elevado a unidad; bajo esta óptica, cosas que nunca se
habían mirado de faz son puestas inopinadamente de frente, iluminadas y comprendidas unas por medio de otras... Por
ejemplo, la obra musical y la Revolución... Las dos innovaciones decisivas del libro son, en primer lugar, la
comprensión del fenómeno dionisiaco entre los griegos: el libro da la primera psicología de éste, ve en él una de las
raíces de todo el arte griego; en segundo lugar, la interpretación del socratismo: Sócrates considerado como
instrumento de la disolución griega, reconocido por primera vez como decadente típico. La racionalidad contra el
instinto. ¡La racionalidad a toda costa considerada como fuerza peligrosa, que mina la vida! En todo el libro un
profundo y hostil silencio sobre el cristianismo. Este no es ni apolíneo ni dionisiaco; niega todos los valores estéticos,
los únicos valores que «El origen de la tragedia» reconoce; es nihilista en un profundo sentido, mientras que en el
símbolo dionisiaco es alcanzado el límite extremo de la afirmación. Una sola vez se alude a los sacerdotes cristianos
como a una maligna especie de enanos, de seres subterráneos...

2
Este principio mío es desmedidamente maravilloso. Yo, merced a mi íntima experiencia, había descubierto el único
símbolo y pareja que la historia posee, y de este modo había sido el primero en comprender el maravilloso fenómeno
de lo dionisiaco. Asimismo, por el hecho de haber reconocido en Sócrates un decadente, había dado una prueba
completa e inequívoca de que la seguridad de mi mirada psicológica no corría ningún peligro por parte de cualquiera
idiosincrasia moral: la misma moral, considerada como un síntoma de decadencia, es una idea nueva, una singularidad
de primer orden en la historia del conocimiento. ¡A qué altura me había yo puesto con estos dos hallazgos sobre el
lamentable y superficial charlatanismo de la discordia entre optimismo y pesimismo!
Yo fui el primero que vio el verdadero contraste: el instinto de degeneración que se vuelve contra la vida con avidez
subterránea de venganza (cristianismo, la filosofía de Schopenhauer, en un cierto sentido ya la filosofía de Platón, todo
el idealismo, son formas típicas de aquel instinto), y una fórmula de suprema afirmación, nacida de la plenitud, de la
superabundancia, un decir sí sin reserva, hasta el sufrimiento, hasta la culpa, hasta todo lo que la vida tiene de
problemático y de extraño... Este modo gozoso, exuberante y orgulloso de decir sí a la vida es no sólo la más juiciosa
concepción, sino también la más profunda, la más severamente confirmada y sostenida por la verdad y por la ciencia.
Nada de lo que existe debe ser infamado, nada es superfluo; los lados de la existencia negados por los cristianos y por
otros nihilistas son de un orden infinitamente más alto en la jerarquía de los valores que lo que el instinto de
decadencia debe aprobar y llamar bueno. Para comprender esto se necesita valor, y, como condición del valor, un
exceso de fuerza, porque sólo en la medida en que el valor puede atreverse a ir adelante, exactamente en la medida de
la propia fuerza, se acerca el hombre a la verdad. El conocimiento de la realidad, la aprobación de ésta, son para el
fuerte la misma necesidad que para el débil, bajo la inspiración de la debilidad, la pereza y la fuga ante la realidad, el
ideal... A los débiles no les es lícito conocer: los decadentes tienen necesidad de la mentira, ésta es una de las
condiciones de su conservación. El que no sólo comprende la palabra dionisiaco, sino que se comprende a sí mismo en
la palabra dionisiaco, no tiene necesidad de ninguna refutación de Platón, ni del cristianismo, ni de Schopenhauer: sabe
oler la putrefacción...

3
En qué sentido encontré yo con esto el concepto de lo trágico, el conocimiento definitivo de lo que es la psicología de
lo trágico, ya lo he expuesto en «El ocaso de los ídolos».
«La afirmación de la vida, aun en sus más extraños y duros problemas; la voluntad de vivir complaciéndose en
sacrificar sus más altos tipos a la propia estabilidad: a esto lo he llamado dionisiaco, esto es lo que he comprendido
como puente para la psicología del poeta trágico. No para que eliminemos el terror y la compasión, no para
purificamos de una pasión peligrosa mediante una vehemente descarga (como entendió equivocadamente Aristóteles),
sino para ser nosotros mismos, para colocarnos más allá del terror y de la compasión, en la eterna alegría del devenir,
esta alegría que encierra en sí también el goce del aniquilamiento. En este sentido yo tengo el derecho de considerarme
como el primer filósofo trágico; esto es, como el extremo opuesto y el antípoda de una filosofía pesimista. Antes de mí
no existe esta transposición de lo dionisiaco en un pathos filosófico; falta la sabiduría trágica; en vano he buscado sus
huellas entre los grandes griegos de la filosofía, los de los dos siglos antes de Sócrates. Me quedaba la duda respecto de
Heráclito, en cuya vecindad me encuentro más a gusto que en cualquier otro lugar. La afirmación del pasar y
aniquilarse, que es decisiva en la filosofía dionisíaca, la aprobación del contraste y de la guerra, el devenir con la
radical renuncia al concepto mismo del ser, son todas cosas en que yo veo en todo caso lo que hay de más afín a mí de
cuanto hasta ahora se ha Pensado. La doctrina del eterno retorno, o sea de una circulación repetida, incondicionada y
eterna, esta doctrina de Zaratustra podría quizá haber sido ya enseñada por Heráclito. Por lo menos la Stoa, que heredó
de Heráclito casi todas sus ideas fundamentales, presenta vestigios de esta doctrina.

4
De este escrito eleva su voz una prodigiosa esperanza. Me falta todo motivo para renunciar a la esperanza de un
porvenir dionisiaco de la música. Lancemos una mirada un siglo más adelante: supongamos que mi atentado contra dos
milenios de contranaturaleza y de agravio a la humanidad tenga éxito. El nuevo partido de la vida que tome en sus
manos el mayor de todos los deberes, la educación superior de la humanidad, incluyendo en ella la implacable
destrucción de todos los degenerados y de todos los parásitos, hará de nuevo posible en la Tierra aquel exceso de vida
que habrá de traer de nuevo la posición dionisiaca. Yo prometo una edad trágica: el arte más alto en la afirmación de la
vida, la tragedia, renacerá cuando la humanidad pueda afrontar la conciencia de las más duras, pero más necesarias
guerras, sin sufrir por ello... Un psicólogo podría añadir que cuanto yo oí en mis años juveniles en la música de Wagner
nada tiene en general que ver con Wagner; que cuando yo escribía la música dionisiaca describía lo que había oído; que
yo debía expresar y transfigurar instintivamente todo al nuevo espíritu que llevaba dentro de mí. La prueba de esto, tan
fuerte como puede ser una prueba, es mi escrito Wagner en Bayreuth; en todos los pasajes psicológicamente decisivos
se habla sólo de mí; sin reservas se puede escribir mi nombre o la palabra Zaratustra allí donde en el texto aparece la
palabra Wagner. El retrato entero del artista ditirámbico es el retrato de un Zaratustra preexistente, dibujado con
profundidad del abismo y sin tocar ni por un instante la realidad wagneriana. Wagner mismo lo comprendió; él no se
reconoció en aquel escrito.
Yo transformé igualmente la idea de Bayereuth en algo que no es una idea enigmática para el que conoce mi
Zaratustra: en un gran mediodía, donde los más elegidos se dedican al más grande de todos los deberes; ¿quién sabe?
La visión de una solemnidad que yo veré aún en mi vida... El pathos de las primeras páginas pertenece a la historia
mundial: la mirada de que se habla en la página séptima es la verdadera mirada de Zaratustra; Wagner, Bayreuth, todas
las pequeñas miserias alemanas son una nube en la que se refleja una infinita Fatá Morgana del porvenir. En sentido
psicológico, todos los rasgos decisivos de mi naturaleza están también impresos por mi en la de Wagner: el divorcio de
las fuerzas más luminosas y fatales, la voluntad de poderío como no la poseyó hombre alguno, el atrevimiento sin
límites en las cosas del espíritu, la fuerza ilimitada de asimilación sin que por ella sea oprimida la voluntad de acción.
Todo en este escrito es presagio: la aproximación del retorno del espíritu griego, la necesidad de Contra-Alejandros,
que vuelvan a atar del nudo gordiano de la cultura griega, después de haber sido cortado... Escúchese el acento
histórico-mundial con que es introducido en cierto punto el concepto de sentimiento trágico; escrito hay sólo acentos
propios de la historia del mundo. Esta es la más extraña objetividad que jamás ha existido: la absoluta seguridad de lo
que yo soy se proyectaba sobre cierta realidad accidental: la verdad sobre mí hablaba desde una terrible profundidad.
En otra parte he descrito y anticipado, con incisiva seguridad manual, el estilo de Zaratustra; y no se encontrará nunca,
para el advenimiento de Zaratustra, para ese acto de prodigiosa purificación y consagración de la humanidad, una
expresión más grandiosa que la que se halla en algunas páginas de aquella obra. (Consideraciones intempestivas.)

LAS CONSIDERACIONES INTEMPESTIVAS


1
Las cuatro intempestivas son completamente belicosas. Demuestran que yo no fui un Juan el soñador, que me gustaba
desenvainar la espada, aun cuando tengo el pulso bastante peligroso. El primer ataque (1873) fue dirigido contra la
cultura alemana, que yo miraba entonces por encima del hombro con desprecio y sin contemplación alguna. La
consideraba carente de sentido y de sustancia: una simple opinión pública. No hay más triste error que creer que el gran
éxito de las armas alemanas demuestra alguna cosa a favor de esta cultura, ni siquiera su victoria sobre Francia...
La segunda intempestiva (1874) pone de manifiesto lo que hay de más peligroso, lo que corroyó y envenena la vida en
nuestro modo de cultivar la ciencia: la vida enferma de este engranaje y mecanismo deshumanizado de la
impersonalidad del laboratorio, de la falsa economía de la división del trabajo. El fin, esto es, la cultura, está perdido:
el medio, esto es, el modo moderno de cultivar la ciencia, nos hace bárbaros... En esta disertación, el sentido histórico,
orgullo de nuestro siglo que reconocido por primera vez como una enfermedad, como el síntoma típico de la
decadencia.
En la tercera y en la cuarta intempestivas son contrapuestas, como indicios de una alta idea de cultura, de una
reconstrucción del concepto de cultura, dos figuras del más duro egoísmo, de la disciplina de sí mismo, tipos
intempestivos por excelencia, plenos de soberano desprecio por todo lo que alrededor de ellos se llama imperio,
cultura, cristianismo, éxito, Bismarck, Schopenhauer y Wagner o, en una palabra, Nietzsche...

2
De estos cuatro atentados, el primero tuvo un éxito extraordinario. El rumor que provocó fue magnífico en todos
sentidos; yo había puesto el dedo en la llaga de una nación victoriosa, lanzando la idea de que quizá su victoria no
fuera un acontecimiento de la civilización, sino acaso, algo completamente distinto... La respuesta llegó de todas
partes, y no sólo de los viejos amigos de David Friedrich Strauss, puesto en ridículo por mi como el tipo del filisteo de
la cultura alemana y del satisfecho; en suma, como autor de un Evangelio de cervecería, el Evangelio de la vieja y la
nueva fe (la palabra «filisteo de la cultura» pasó de mi libro al lenguaje común). Aquellos viejos amigos, a los que yo
había inferido un golpe profundo en su calidad de wurtenburgueses y de suabos, descubriendo el lado cómico de su
prodigio, de su Strauss, contestaron de un modo tan honrado y grosero cual yo podía desear; las respuestas prusianas
fueron más hábiles: llevaban en sí más azul de Prusia. Lo más inconveniente lo dijo un periódico de Leipzig, las
célebres Grenboten: me costó mucho trabajo poder contener a los brasilenses para que no dieran ciertos pasos,
Incondicionalmente a mi favor, sólo algunos señores se pusieron por motivos mixtos y en parte inexplicables. Entre
ellos, Ewald de Gotinga, que dio a entender que mi atentado había tenido para Strauss resultados mortales. Así también
el viejo hegeliano Bruno Bauer, en el cual desde entonces encontré uno de mis más atentos lectores. En sus últimos
años se complacía en recomendarme a otros; por ejemplo, al señor Treitschke, el historiador prusiano, al cual indicaba
de quién podría informarse sobre el concepto de cultura, perdido por él. Las cosas más notables y aun más largas sobre
aquel escrito y su autor fueron dichas por un antiguo discípulo del filósofo de Baader, por un profesor, Hoffmann de
Wurzburg. Por aquel escrito me predijo un gran porvenir: el de provocar una especie de crisis y la resolución definitiva
del problema del ateísmo; adivinó en mi al tipo más instintivo y más exento de miramientos en aquel problema. El
ateísmo fue lo que me condujo a Schopenhauer.
Pero infinitamente mejor escuchada y más amargamente sentida fue una filípica fuerte y valerosa de Karl Hillebrand,
hombre generalmente tan suave, el último humanista alemán que supo tener la pluma. Léase su artículo en la
Ausburger Zeitung; se puede leer en forma un tanto más prudente en sus obras completas. Aquel escrito mío fue
presentado como un acontecimiento como un momento crítico, como el primer sentimiento de personalidad, como un
signo buenísimo, como un verdadero retorno a la seriedad alemana y a la pasión alemana por las cosas del espíritu.
Hillebrand se deshacía en elogios a la forma de mi obra, a su gusto maduro, a su perfecto tacto en distinguir personas y
cosas: lo señalaba como el mejor escrito polémico que se escribió jamás en lengua alemana; en aquel arte de la
polémica que precisamente para los alemanes es tan peligrosa, tan desaconsejada. Me celebraba incondicionalmente: es
más, iba más lejos que yo en lo que yo había osado decir del encanallamiento de la lengua en Alemania (hoy se las
echan de puristas y no saben construir un período): despreciaba como yo a los primeros escritores de esta nación, y
terminaba expresando su admiración por el valor, por aquel «alto valor que lleva al banquillo de los acusados
precisamente a los predilectos de un pueblo»...
El efecto ulterior de este escrito ha sido inapreciable en mi vida Nadie ha querido desde entonces tener litigios
conmigo. Se guarda silencio, se me trata en Alemania con sombría prudencia: desde hace años he hecho uno de una
absoluta libertad de palabra, para la cual hoy nadie, al menos en el imperio alemán, tiene la mano bastante libre. Mi
Paraíso se encuentra a la sombra de mi espada. En el fondo he puesto en práctica una máxima de Stendhal: éste
aconseja que se haga la entrada en sociedad con un duelo. ¡Y cómo supe escoger mi adversario! ¡El primer
librepensador alemán!... En realidad, en mi acto encontró su primera expresión una forma completamente nueva de la
libertad de espíritu hasta hoy nada me ha sido más extraño y menos afín que toda la especie europea y americana de
librepensadores. Con ellos, como con incorregibles cabezas planas y payasos de las ideas modernas, yo me encuentro
en oposición más profunda que con cualquiera de sus adversarios. También ellos quieren, a su modo, hacer mejor a la
humanidad, conforme a su imagen; ellos harían a lo que yo soy, a lo que yo quiero, una guerra implacable en caso de
que lo comprendieran; todos ellos creen aún en el ideal... Yo soy el primer inmoralista.

3
Que las dos intempestivas conocidas con los nombres de Schopenhauer y de Wagner pueden servir especialmente para
comprender o siquiera para plantear el problema psicológico de estos dos casos, no es cosa que yo pretenda,
exceptuando, como es natural, algunos detalles. Así, por ejemplo, queda ya allí definido con profunda seguridad
instintiva lo que hay de elemental en la naturaleza de Wagner como un don de comediante, que en sus medios y en sus
intenciones no hace más que sacar sus propias consecuencias. En el fondo, con estos dos trabajos, yo he estado muy
lejos de querer hacer psicología; un problema de educación que no tiene equivalente, una nueva concepción de la
autodisciplina, de la defensa propia hasta la dureza, un camino hacia la grandeza y hacia los deberes histórico-
mundiales, aspiraban a encontrar por primera vez su expresión. En general, se puede decir que yo así por los pelos dos
tipos famosos, aún no bien fijados, como se agarra por los pelos una ocasión para expresar una cosa, para tener en la
mano un par de fórmulas más, de signos, de medios de lenguaje. Por lo demás, esto está indicado con sagacidad
completamente inquietante en una página de la tercera intempestiva. Del mismo modo Platón se sirvió de Sócrates
como de una semiótica platónico.
Ahora, que desde cierta distancia vuelvo la vista a aquellos estados de ánimo de que los dos escritos citados son
testimonio, no querría negar que en el fondo, en ellos, no se trata sino de mí. El escrito Wagner en Bayreuth es una
visión de mi porvenir; en cambio, en el Schopenhauer educador se describe mi historia más íntima, mi devenir. ¡Sobre
todo, mi voto!... Lo que yo soy hoy, el lugar en que yo me encuentro, a una altura en que no hablo ya con palabras, sino
con rayos: ¡Oh, cuán lejos estaba yo entonces de esto! Pero yo veía la tierra; no me engañaba un instante ni sobre el
camino, ni sobre el mar, ni sobre el peligro, ni sobre el éxito. La gran tranquilidad en el prometer; este feliz mirar a un
porvenir que no debe quedarse en promesa. Aquí cada palabra está vivida, es profunda, es íntima; no faltan cosas muy
dolorosas, hay palabras que propiamente manan sangre. Pero sobre todo ello sopla un viento de gran libertad; la herida
misma no aparece como objeción.
Cómo entiendo yo al filósofo, a saber, como una terrible materia explosiva frente a la cual todo es un peligro; cómo
separo, por una distancia de mil leguas, mi noción del filósofo de una noción que hasta Kant encierra aún en sí, para no
hablar de los rumiantes académicos y otros profesores de filosofía, son cosas sobre las cuales aquel escrito ofrece
enseñanzas inapreciables, aun admitiendo que en el fondo habla allí, no Schopenhauer educador, sino su contrario:
Nietzsche educador. Considerando que entonces mi oficio era el de docto, y también quizá que yo entendía mi oficio,
no carece de importancia aquel áspero fragmento de psicología del docto que aparece bruscamente en dicho escrito:
expresa el sentimiento de la distancia, la profunda seguridad sobre lo que en mí puede ser deber, o bien puede ser
simplemente medio, intermedio y pieza accesoria. Mi sabiduría consiste en haber sido muchas cosas y haber estado en
muchos lugares, para poder llegar a ser uno, para poder volverse uno. Yo tenía que ser también por algún tiempo un
docto.

HUMANO, DEMASIADO HUMANO


Con dos Adiciones

1
Humano, demasiado humano, es el monumento de una crisis. Lleva el subtítulo Libro para espíritus libres: casi cada
una de sus frases es la expresión de una victoria; pero con esta obra yo me desembaracé de lo que no era propio de mi
naturaleza. El idealismo me es extraño: el título significa: «Allí donde vosotros veis cosas ideales, yo veo cosas
humanas, demasiado humanas»... Yo conozco mejor al hombre... En ningún otro sentido se debe entender aquí la frase
espíritu libre: únicamente en el sentido de un espíritu que ha llegado a ser libre, que ha vuelto a tomar posesión de sí
mismo. El tono, el sonido de la voz ha cambiado completamente; este libro parecerá prudente, fresco, y en ciertos
casos hasta duro y sarcástico. Parece que cierta intelectualidad de gusto noble se sobrepone constantemente a una
corriente pasional que corre por lo bajo. Esto da un sentido al hecho de que precisamente con la celebración centenaria
de la muerte de Voltaire quiso justificarse la publicación del libro en 1878. Porque Voltaire, al contrario de todos
aquellos que escribieron después que él, es ante todo un gran señor del espíritu; exactamente lo que yo soy también.
El nombre de Voltaire a la cabeza de un escrito mío, era realmente un progreso hacia mí mismo... Si se mira bien, se
descubre un espíritu implacable que conoce todos los escondites en que se refugia el ideal, en que el ideal tiene sus
rincones y, por decirlo así, su último baluarte. Un espíritu que lleva una antorcha en la mano, pero cuya llama no
vacila, proyecta una luz cruda en ese mundo subterráneo del ideal. Es la guerra, pero la guerra sin pólvora ni humo, sin
actitudes guerreras, sin gestos patéticos ni contorsiones, pues todo esto sería idealismo. Se va depositando sobre hielo
un error sobre otro: el ideal no es refutado, es helado. Aquí, por ejemplo, es el genio el que hiela; mirad por el reverso
y veréis halar al santo; bajo una espesa capa de hielo se congela el héroe; finalmente se congelan la fe, la llamada
convicción, y también la compasión se enfría notablemente; casi en todas partes se congela la cosa en sí...

2
Los comienzos de este libro se dan en el feliz momento de las semanas de la primera solemnidad bayreuthiana; una de
las condiciones de su nacimiento fue el sentirme profundamente ajeno a cuanto me rodeaba. El que tenga una idea de
qué visiones habían ya surgido en mi camino podrá adivinar los sentimientos que yo experimenté el día que entré en
Bayreuth. Me parecía un sueño... ¿Dónde estaba yo? No reconocía ya nada: a duras penas reconocía a Wagner. En
vano hojeaba yo mis recuerdos. Tribschen me parecía una lejana isla de bienaventurados: ni siquiera la más pequeña
sombra de semejanza con Bayreuth. Los incomparables días en que se puso la primera piedra, la pequeña y adecuada
sociedad que celebró aquella ceremonia y a la cual no había necesidad de desear dedos para cosas delicadas; ni la
menor semejanza. ¿Qué había sucedido? ¡Se había traducido a Wagner al alemán! El wagnerismo había conseguido
una victoria sobre Wagner. ¡El arte alemán! ¡El maestro alemán! ¡La cerveza alemana! Nosotros, los que sabíamos
perfectamente a qué refinados artistas, a qué cosmopolitisrno del gusto habla únicamente el arte de Wagner, estábamos
fuera de nosotros mismos al encontrar a Wagner vestido de virtudes alemanas.
Creo conocer al wagneriano; he vivido con tres generaciones de wagnerianos, desde el difunto Brendel, que confundía
a Wagner con Hegel, hasta los idealistas de las Hojas de Bayreuth, que se confunden ellos mismos con Wagner; yo he
oído toda clase de profesiones de fe de las bellas almas sobre Wagner. ¡Un reino por una palabra sensata! En realidad,
una sociedad para erizar el pelo. Nohl, Pohl, Kohl, y otros de esta laya, hasta el infinito. Allí no falta ningún aborto, ni
siquiera el antisemita. ¡Pobre Wagner! ¡Dónde había caído! ¡Más le habría valido caer entre jabalís! ¿Pero entre
alemanes?... En último término, y para escarmiento de la posteridad, empalar a un bayreuthiano auténtico, o mejor
meterle en alcohol, porque le falta espíritu, con la inscripción: «Este es el aspecto del espíritu sobre el cual se ha
fundado el Imperio alemán»... En suma, en lo mejor de todo este alboroto yo me marché de allí, bruscamente, para un
viaje de dos semanas, aunque una parisiense encantadora trataba de consolarme; con Wagner me excusé sencillamente
por medio de un telegrama fatal. En un rincón perdido de Boehmerwald, en Klingenbrunn, arrastré yo mi melancolía,
mi desprecio de los alemanes como una enfermedad, y de cuando en cuando escribía, con el título general de «La reja
del arado», en mi libro de notas, algunas frases claras y duras consideraciones psicológicas, que acaso se puedan ahora
encontrar en «Humano, demasiado humano».

3
Lo que en aquel momento se decidió no fue mi ruptura con Wagner; yo adquirí conciencia de una aberración general
de mis instintos, cuyo error principal ya se llamara Wagner o el cargo de profesor de Basilea, era sólo un indicio. Se
apoderó de mi la impaciencia de mí mismo; comprendí que era tiempo de meditar sobre mí mismo. De golpe vi de un
modo terriblemente claro el tiempo que había desperdiciado; cuán inútilmente y cuán arbitrariamente toda mi
existencia de filólogo me había desviado de mi deber. Yo me avergoncé de esta falsa modestia... Diez años había
dejado detrás de mí, diez años durante los cuales la nutrición de mi espíritu había estado suspendida en mí, diez años
en que yo no había hecho nada útil, en que había olvidado absurdamente una gran cantidad de cosas, a cambio de un
fárrago de polvorienta erudición. Caminar a paso de tortuga entre los métricos griegos, con toda la minucia que
imponían unos ojos enfermos, eso es lo que había conseguido. Me contemplaba con lástima, macilento y descarnado;
las realidades faltaban absolutamente en mi provisión de ciencia, y las idealidades no valían un comino. Una sed
verdaderamente abrasadora se apoderó de mí; desde ese momento no me ocupé sino de fisiología, medicina y ciencias
naturales; ni siquiera volví a los estudios propiamente históricos, sino en cuanto mi deber me obligaba a ello
imperiosamente. Entonces fue cuando adiviné también por primera vez la correlación que existe entre esta actividad
escogida contrariamente al instinto natural, entre lo que se llama vocación, cuando nada os llama a ella, y esa necesidad
de llenar el sentimiento de vacío y de inanición del corazón con ayuda de un arte que sirve de narcótico; del arte
wagneriano, por ejemplo. Una mirada con precaución dirigida a mi alrededor me hizo descubrir que una turba de
jóvenes sufren del mismo mal. Cuando se hace una violencia a la naturaleza, indefectiblemente ésta acarrea una
segunda. En Alemania, en el imperio alemán (para evitar toda equivocación posible), hay demasiadas personas
condenadas a tomar una decisión prematura; luego a morir lentamente de consunción, aplastadas por el peso de una
carga que ya no se pueden quitar. Estos reclaman a Wagner a guisa de narcótico; se olvidan, se desembarazan de ellos
mismos durante un momento. ¡Qué digo! ¡Durante cinco o seis horas!

4
En este momento, mi instinto se ha pronunciado implacablemente contra el hábito que yo había adquirido de ceder, de
seguir, de engañarme acerca de mi mismo. No importa el genero de vida, las condiciones más desfavorables, la
enfermedad, la pobreza; todo esto me parecía preferible a ese desinterés indigno en que yo había caído por ignorancia,
por exceso de juventud, al cual me había aferrado luego por indolencia, por yo no sé qué sentimiento de deber.
Entonces es cuando vino en mi ayuda, de un modo que nunca sabría admirar bastante, y precisamente en el buen
momento, esa mala herencia que me tocó en suerte de mi padre, y que no es, en suma, sino una predisposición a morir
joven. La enfermedad me separaba lentamente de mi medio, me ahorraba toda ruptura, todo paso violento y escabroso.
En ese momento yo no había perdido todavía los testimonios de benevolencia que se me prodigaban: hasta había
conquistado algunos nuevos. La enfermedad me confirió además el derecho de cambiar completamente todos mis
hábitos: me permitió, me ordenó entregarme al olvido: me hizo el homenaje de la obligación de permanecer acostado,
de estar ocioso, de esperar, de tener paciencia... Pero eso es justamente lo que se llama pensar... Mis ojos bastaron a
poner fin a toda preocupación libresca, a toda filología. Me emancipé de los libros: durante años enteros no leí nada, y
éste fue el mayor beneficio que me he proporcionado.
Este yo interior, este yo en cierto modo repuesto y condenado al silencio, a fuerza de oír sin cesar a mi otro yo (y leer
no es otra cosa); ese yo se despertó lentamente, tímidamente, con vacilación, pero acabó por hablar de nuevo. Jamás he
mirado en mi interior con tanto gusto como en los periodos más morbosos y más dolorosos de mi vida. Basta leer
«Aurora» o, por ejemplo, «El viajero y su sombra», para comprender lo que significaba esta vuelta a mí mismo: una
forma superior de la curación. La otra curación no tuvo más que salir de ésta.

5
Humano, demasiado humano, ese momento de una rigurosa disciplina de sí mismo, por la cual puse bruscamente fin a
todo lo que se había infiltrado en mi de delirio sagrado, de idealismo, de bellos sentimientos y de otros feminismos.
Humano, demasiado humano fue redactado en su mayor parte en Sorrento: recibió su forma definitiva un invierno que
pasé en Basilea, en condiciones mucho más desfavorables que en Sorrento. En el fondo, Peter Gast, que hacía entonces
sus estudios en la Universidad de Basilea, y que me era muy adicto, es el que tiene este libro sobre su conciencia. Yo le
dictaba, con la cabeza doliente y cubierta de compresas: él transcribía y corregía: él fue, en realidad, el verdadero
escritor, mientras que yo no fui sino el autor.
Cuando, por último, el volumen concluido estuvo entre mis manos, con profundo asombro del enfermo que yo llevaba
dentro, envié dos ejemplares a Bayreuth. Por un rasgo de espíritu milagroso del azar recibí en aquella misma fecha un
ejemplar del libreto de Parsifal, con esta dedicatoria de Wagner: «A mi querido amigo Friedrich Nietzsche, con mis
votos más fervientes. Richard Wagner, consejero eclesiástico». Los dos libros se habían cruzado en el camino. Me
pareció oír un ruido fatídico: ¿no era esto, en cierto modo, el chasquido de dos espadas que se cruzan?... Hacia la
misma época aparecieron las primeras Hojas de Bayreuth; yo comprendí entonces que había llegado el gran momento.
¡Oh prodigio: Wagner se había vuelto piadoso!...
6
Cómo pensaba yo entonces acerca de mí mismo (1876), con qué prodigiosa certidumbre estaba yo en posesión de mi
tarea y de lo que ésta tiene de universal, de ello es testimonio el libro entero, y particularmente un pasaje muy
significativo. No obstante, con la astucia instintiva que me es habitual, me cuidé de evitar de nuevo la palabra yo, no ya
para escribir esta vez Schopenhauer y Wagner, sino para prestar un rayo de gloria histórica a uno de mis amigos, al
excelente doctor Paul Ree... En efecto, se trataba de una bestia demasiado maligna para... Otros fueron menos sutiles.
Siempre he reconocido a aquellos de mis lectores de los que hay que desesperar, por ejemplo, el característico profesor
alemán, en que apoyándose en este pasaje creían poder interpretar todo el libro como realismo superior. En verdad,
estaba en contradicción con cinco o seis proposiciones de mi amigo. Léase a este propósito el prefacio a la Genealogía
de la moral.
He aquí el pasaje a que me refiero:
«¿Qué es, después de todo, el principio al que ha llegado uno de los pensadores más audaces y más fríos, el autor del
libro «Del origen de los sentimientos morales» (leed Nietzsche, el primer inmoralista), gracias a su análisis mordaz y
cortante de las acciones humanas? El hombre moral no está más cerca del mundo inteligible que el hombre físico, pues
no hay mundo inteligible.»
«Esta proposición, nacida con su dureza y su carácter cortante bajo el martillo de la ciencia histórica (leed
Transmutación de todos los valores), podría quizás, en último término, en un porvenir cualquiera, ser el hacha que
ataca a la necesidad metafísica del hombre. Si esto será para bien o mal de la humanidad, ¿quién lo podrá decir? Pero
en todo caso es una proposición de la mayor consecuencia, fecunda y terrible a la vez, que mira al mundo con esa doble
faz que poseen todas las grandes ciencias... »

AURORA, REFLEXIONES SOBRE LOS PREJUICIOS MORALES

1
Con este libro empieza mi campaña contra la moral. No es, ni mucho menos, que en él se perciba el olor a pólvora. Por
el contrario, se encontrarán en él todos los demás olores, un perfume mucho más agradable, por poca agudeza olfativa
que se posea. No hay estrépito de artillería, ni siquiera fuego de fusilería. Si el efecto de este libro es negativo, sus
procedimientos no lo son en modo alguno, y el efecto de estos procedimientos se desprende como un resultado lógico,
pero no con la lógica brutal de un cañonazo. Se sale de la lectura de este libro con una desconfianza sombría respecto
de todo lo que se veneraba y aun de todo lo que se adoraba hasta el presente bajo el nombre de moral; y sin embargo no
encontramos en todo el libro ni una negación, ni un ataque, ni una malignidad; todo lo contrario: se extiende al sol,
feliz y liso, como un animal marino que toma un baño de sol entre los arrecifes. Ese animal marino soy yo: casi cada
una de las frases de este libro ha sido pensada y como apresada en los mil laberintos de ese caos de rocas situado en las
cercanías de Génova, en donde yo vivía solo, confiando mis secretos al mar. Aún hoy, si por ventura vuelvo a tener
contacto con este libro, cada frase es casi para mí como un cabo de hilo con ayuda del cual extraigo de las
profundidades algo maravillosamente incomparable; sobre su piel corren a veces delicados recuerdos que me
estremecen.
El arte que caracteriza este libro no es de desdeñar: sabe sorprender cosas que pasan ligeramente y sin ruido: instantes
que yo comparo a divinos lagartos, y sabe fijarlos un instante, no con la crueldad de aquel dios griego juvenil que se
engullía sencillamente las lagartijas, sino con ayuda de una punta acerada: la pluma... Hay tantas auroras que aún no
han alboreado..., esta inscripción india aparece en el frontispicio de mi obra. ¿Dónde busca el autor esa alba nueva, ese
alba delicada, invisible aún, que anuncia un nuevo día, ¡Oh!, toda una serie, todo un mundo de días nuevos? En una
transmutación de todos los valores, por la c-ual el hombre se emancipara de todos los valores morales reconocidos
hasta entonces, dirá si y osará creer en todo lo que, hasta el presente, estuvo prohibido, fue despreciado, maldito. Este
libro, todo afirmación, esparce su luz, su amor y su ternura sobre todas las cosas malas, y les restituye su alma, su
buena conciencia, su derecho soberano, superior, a la existencia. La moral no está atacada: ya no entra en cuenta... Este
libro se termina con un O bien; es el único libro del mundo que termina por un O bien.
2
Mi tarea es preparar a la humanidad un instante de suprema reflexión sobre sí misma, un gran Mediodía, en el cual
pueda mirar aún hacia atrás y mirar a lo lejos, en que se sustraería a la dominación del azar y de los sacerdotes, y en el
que se planteara por primera vez, en su conjunto, la cuestión del porqué y del cómo: esta tarea nace necesariamente de
la convicción de que la humanidad no sigue el camino recto, que no está de ninguna manera gobernada por una
providencia divina; que, muy al contrario, bajo sus concepciones de los valores más sagrados, se ocultaba de una
manera insidiosa el instinto de la negación, el instinto de la corrupción, el instinto de la decadencia. El problema de los
valores morales es para mí una cuestión de máxima urgencia, porque el porvenir de la humanidad depende de él. La
obligación de creer que todas las cosas se encuentran en las mejores manos, que un solo libro, la Biblia, nos asesora
definitivamente sobre el gobierno divino y sobre la sabiduría de los destinos de la humanidad, si la transcribimos a la
realidad, equivale a la voluntad de ahogar la verdad que demostrara exactamente lo contrario, es decir, esta convicción
lamentable de que hasta el presente la humanidad ha estado en malas manos,.de que ha sido gobernada por los
desheredados, a quienes anima la astucia y la venganza; por aquellos que se ha llamado los santos, esos calumniadores
del mundo que manchan la raza humana.
La prueba decisiva de que el sacerdote (sin exceptuar de ello los sacerdotes enmascarados, los filósofos) se ha hecho el
amo no sólo en los límites de una comunidad religiosa determinada, sino de una manera general; que la moral de
decadencia, la voluntad del fin, pasa por la moral por excelencia, es el valor absoluto de que se han revestido siempre
los actos no egoístas y la enemistad con que se persigue a todo lo egoísta. Yo considero como un apestado... a quien no
está de acuerdo conmigo sobre este punto. Pero es el mundo entero el que no está de acuerdo conmigo... Para un
fisiólogo, tal contradicción de valores no admite duda alguna. Cuando, en el conjunto del organismo, el órgano más
insignificante desatiende su conservación, pierde su energía propia, aunque sea en pequeña medida su egoísmo, el
conjunto degenera al punto. El fisiólogo exige la ablación de la parte degenerada, niega toda solidaridad con lo que
degenera, dista de tener piedad de ella. Pero el sacerdote quiere precisamente la degeneración del conjunto de la
humanidad. Por esta razón es por lo que conserva lo que está degenerado; de este modo es como puede dominar a la
humanidad...
¿Qué sentido tienen estas concepciones engañosas, estas concepciones auxiliares de la moral (el alma, el espíritu, el
libre albedrío, Dios), si no es el de arruinar fisiológicamente a la humanidad?... Cuando se prescinde de la importancia
de la conservación de sí mismo, del acrecentamiento de fuerza corporal, es decir, de la vida; cuando se hace un ideal de
la palidez, del menosprecio del cuerpo, de la salud del alma, ¿qué se hace sino extender una receta para llevarnos a la
decadencia? La pérdida del equilibrio, la resistencia contra los instintos naturales, en una palabra, el desinterés, esto es
lo que se ha llamado hasta ahora moral... Con Aurora trato por primera vez de entablar una lucha contra la moral de la
renuncia a sí mismo.

EL «GAI SABER»

Aurora es un libro afirmativo, un libro profundo, pero claro y benévolo. Lo mismo sucede, aunque en grado superior,
con el Gai Saber. Casi en cada frase la profundidad y la petulancia se dan tiernamente la mano. Una estrofa que
exprese el reconocimiento por el maravilloso mes de enero que yo he pasado (el libro es enteramente un presente de
ese mes) deja adivinar suficientemente cuál es la profundidad de la que la ciencia se ha hecho aquí alegre:
Con espada de fuego el hielo de mi alma has dividido, y ahora ésta corre al mar de su esperanza como torrente
impetuoso y ciego, más blanco cada vez y saludable, embriagado en dichoso desenfreno, y en toda la canción de tus
prodigios ¡Oh venturoso enero!
Lo que yo quiero decir al hablar de el mar de su esperanza, ¿quién dudará que lo ve resplandecer al final del libro
cuarto con la belleza diamantino de las primeras palabras de Zaratustra? Nadie que lea las frases de granito del final
del tercer libro, en donde el destino, por primera vez, y para todos los tiempos, ha sido reducido a fórmulas.
Las Canciones del príncipe Vogelfrei, compuestas en su mayor parte en Sicilia, recuerdan muy marcadamente la
concepción provenzal del Gai Saber, con esa síntesis del menestral, del caballero y del espíritu libre que diferencia esta
maravillosa civilización precoz de los provenzales, de todas las culturas equívocas. El último poema, particularmente
Para el Mistral, una exuberante canción para la danza, en la que, con vuestro permiso, se danza por encima de la moral,
encaja perfectamente en el espíritu provenzal.
ASÍ HABLÓ ZARATUSTRA
(Un libro para todos y para nadie)

1
Ahora quiero referir la historia del Zaratustra. La concepción fundamental de la obra, la idea del eterno retorno, esta
fórmula suprema de la afirmación, la más alta que se puede concebir, data del mes de agosto de 1881. Está fijada en
una hoja de papel con esta inscripción: «A 6.000 pies por encima del hombre y del tiempo». Recorría yo aquel día el
bosque por la orilla del lago Silvaplana; junto a una formidable roca que se elevaba en pirámide, próxima a Surlei, hice
alto. Allí fue donde acudió a mí esta idea.
Si a partir de aquel día me remonto algunos meses atrás, encuentro, como signo precursor de este hecho, una
transformación repentina, profunda y decisiva de mis gustos, sobre todo en música. Quizás habría que colocar mi
Zaratustra bajo el epígrafe Música. Lo que hay de cierto es que suponía una previa regeneración del arte de escuchar.
En una pequeña ciudad acuática, en plena montaña, cerca de Vicence, en Recoara, en donde yo pasé la primavera de
1881, descubrí, en compañía de mi maestro y amigo Peter Gast (también él un regenerado), que el fénix musical volaba
cerca de nosotros, adornado de un plumaje más ligero y más brillante que otras veces. Si, por el contrario, a contar
desde este día, me transporto con la imaginación hasta la fecha del parto, que se verificó repentinamente y en las más
inverosímiles condiciones en el mes de febrero de 1883 (la parte final, de que yo cito algunos pasajes en el prefacio,
fue terminada precisamente a la hora santa en que Richard Wagner expiraba en Venecia), la incubación duró dieciocho
meses. Esta cifra exacta de dieciocho meses podría hacernos pensar (por lo menos si fuéramos budistas), que en el
fondo soy un elefante hembra. El intervalo corresponde a la composición del Gai Saber, que contiene ya cien indicios
que anuncian la aproximación de algo incomparable; en fin de cuentas, ya se encuentra allí el comienzo de Zaratustra,
pues el penúltimo trozo del libro cuarto contiene su idea fundamental.
A este período intermedio pertenece igualmente la composición de ese Himno a la vida (con coro mixto y orquesta),
cuya partitura apareció hace dos años en casa de E. W. Fritsch, en Leipzig. Y éste era un síntoma no sin importancia
del estado de espíritu de este año, en el que la emoción afirmativa por excelencia, llamada por mi emoción trágica, me
animaba en máxima medida. Algún día se cantará en memoria de mí. El texto (he de decirlo expresamente, porque ha
habido un error con este motivo), el texto no es mío. Es debido a la asombrosa inspiración de una joven rusa con la
cual yo estaba ligado entonces por estrecha amistad: Lou Salomé.
Para el que sea capaz de comprender el sentido de los últimos versos de este poema, será cosa fácil adivinar por qué yo
le concedí mi preferencia y mi admiración. Tienen grandeza. El dolor no está allí presentado como una objeción contra
la vida: «¡Si ya no tienes felicidad que darme, tienes aún tu dolor!» Quizá en este pasaje no carezca de grandeza mi
música.
El invierno siguiente lo pasé en esa playa de Rapallo, cerca de Génova, que hace una curva entre Chiavari y el cabo de
Portofino. Mi salud no era todo lo buena que habría sido de desear; el invierno fue extraordinariamente frío y lluvioso.
El pequeño albergue en el que me hospedaba estaba cerca del mar, de suerte que el ruido de las olas no me dejaba
dormir. Todas sus condiciones eran exactamente lo contrario de lo que yo necesitaba. A pesar de ello, y en cierto modo
para demostrar que todo lo que es decisivo nace a pesar de las circunstancias, durante aquel invierno, y en tan
desfavorables condiciones, nació mi Zaratustra.
Por las mañanas subía yo en dirección al sur la soberbia carretera de Zoagli a lo largo de un bosque de pinos; ante mí
veía yo extenderse el mar hasta el horizonte: por la tarde daba la vuelta a la bahía, desde Santa Margarita hasta
Portofino. Este lugar, este paisaje estaba más cerca de mi corazón por la gran afición que sentía por él el emperador
Federico III. El azar quiso que en el otoño de 1886 me encontrara de nuevo en esta costa, cuando visitó por última vez
este pequeño universo de felicidad, olvidado. Entre aquellos dos caminos nació en mí la idea de toda la primera parte
de Zaratustra, ante todo Zaratustra considerado como tipo; mejor dicho, yo me vi sorprendido por Zaratustra...

2
Para comprender este tipo, hay que darse cuenta ante todo de su primera condición psicológica: lo que yo llamo la gran
salud. No podría explicar mejor esta idea, interpretarla de una manera más personal que como lo he hecho en uno de
los últimos trozos del libro quinto de Gai Saber.
«Nosotros, hombres nuevos, innominados, difíciles de comprender (se lee allí), precursores de un porvenir aún no
demostrado, tenemos necesidad, para un fin nuevo, de un medio nuevo, quiero decir de una nueva salud, de una salud
más vigorosa, más aguzada, más resistente, más intrépida y más alegre que todas las saludes que ha habido hasta el
presente. Aquel cuya alma está ávida de hacer todas las conversaciones de todos los valores que han tenido curso y de
todos los deseos que han sido satisfechos hasta hoy, de visitar todas las costas de este mediterráneo ideal; el que quiere
conocer por las aventuras de su propia experiencia cuáles son los sentimientos de un conquistador y de un explorador
del ideal, y al mismo tiempo cuáles son los sentimientos de un artista, de un santo, de un legislador, de un sabio, de un
hombre piadoso, de un adivino, de un adivino solitario de otro tiempo, ése tendrá, ante todo, necesidad de una cosa: de
la gran salud, de una salud que no sólo se posea, sino que sea preciso reconquistaría todos los días, porque hay que
sacrificarla todos los días... Y ahora, después de haber estado mucho tiempo en camino, a nosotros, los argonautas del
Ideal, más valientes acaso de lo que exigiría la prudencia, muchas veces naufragados y doloridos, pero más saludables,
saludables siempre de nuevo, creemos tener siempre delante, como recompensa, un país desconocido cuyas fronteras
no ha visto nadie, un país allende todos los países, todos los rincones del ideal conocidos hasta el día; un mundo tan
rico en hermosura, extrañas, dudosas, terribles y divinas, que nuestra curiosidad, tanto como nuestra sed de poseer, se
han salido de sus goznes. ¡Ay, que ahora nada consigue ya satisfacernos! ¿Cómo podríamos, después de tantas
vislumbres y con tal hambre en la conciencia, con tal avidez de ciencia, satisfacernos ya con los hombres actuales?
Esto es bastante grave, pero es inevitable; nosotros miramos ya sus fines y sus esperanzas más nobles con risa mal
contenida, y quizá no lo miramos ya. Otro ideal surge ante nosotros, un ideal singular, tentador, lleno de peligros, un
ideal que no querríamos recomendar a nadie, porque a nadie reconocimos fácilmente el derecho a este ideal: es el ideal
de un espíritu que se regocija ingenuamente, es decir, sin intención, y porque su plenitud y su poderío desbordan de
todo lo que hasta el presente se ha llamado sagrado, bueno, intangible, divino; para el que las cosas más altas, que
sirven, con razón, de medida al pueblo, significan algo que se parece al peligro, a la descomposición, al rebajamiento, o
bien, por lo menos, a la convalecencia, a la ceguedad, al olvido momentáneo de si mismo; es el ideal de un bienestar y
de una benevolencia humanos, sobrehumanos; un ideal que parecerá muchas veces inhumano, por ejemplo, cuando se
coloque al lado de todo lo que hasta el presente ha sido serio, terrestre, junto a toda especie de solemnidad en la actitud,
en la palabra, en la entonación, en la mirada, en la moral y el deber, como su parodia viva involuntario, y con el cual, a
pesar de todo esto, empieza quizá la gran seriedad, con el cual sólo se plantea el verdadero problema, el destino del
alma se convierte, la aguja marcha, la tragedia empieza ... »

3
¿Tiene alguien, a fines de este siglo XIX, la noción clara de lo que los poetas llamaban en las grandes épocas de la
humanidad inspiración? Si no lo sabe nadie, yo voy a explicarlo aquí.
Por poco que conservemos la mínima parcela de superstición, no podríamos defendernos de la idea de que no somos
más que la encarnación, el portavoz, el medium de poderes superiores. La palabra revelación, entendida en este sentido
de que repentinamente se revela a nuestra vista o a nuestro oído alguna cosa, con una indecible precisión, con una
inefable delicadeza, algo que no conmueve, que no derriba hasta lo más íntimo de nuestro ser, es la simple expresión
de la exacta realidad. Se oye, no se busca; se toma, no se pide. Como un relámpago, el pensamiento brota
repentinamente con necesidad absoluta, sin vacilación ni tanteos. Yo no he tenido nunca que hacer una elección. Es un
transporte en el que nuestra alma, desmesuradamente tensa, se alivia a veces por un torrente de lágrimas; en que
nuestros pasos, sin que lo queramos, unas veces se precipitan, otras se detienen; es un éxtasis que se adueña de
nosotros enteramente, dejándonos la percepción distinta de mil estremecimientos delicados que nos hacen vibrar desde
la punta de los pelos hasta los dedos de los pies; es una plenitud de felicidad en que el extremo sufrimiento y el horror
no son ya sentidos como contraste, sino partes integrantes e indispensables, como un matiz necesario en el seno de este
océano de luz. Es un instinto del ritmo que abraza todo un mundo de formas (la grandeza, la necesidad de un ritmo
amplio es casi la medida del poder de la inspiración, y como una especie de compensación a un exceso de opresión y
de tensión).
Esto sucede sin que nuestra libertad tome parte alguna en ello, y, por lo tanto, nos vemos arrastrados como en un
torbellino por un intenso sentimiento de embriaguez, de libertad, de soberanía, de omnipotencia, de divinidad. Lo más
extraño es este carácter de necesidad por el cual se impone la imagen, la metáfora; parece que es siempre la expresión
más natural, la más justa, la más sencilla la que se ofrece a nosotros. Realmente se diría que, según la palabra de
Zaratustra, las cosas mismas vienen a nosotros, deseosas de convertirse en símbolos («y todas las cosas acuden con
caricias afanosas para encontrar lugar en tu discurso, y sonríen, halagadoras, pues quieren volar llevadas por ti. En alas
de cada símbolo tú vuelas hacia cada verdad. Para ti se abren ellos solos todos los tesoros del Verbo; todo Ser se
convierte en símbolo, todo devenir quiere aprender de ti a hablar»). Tal es mi experiencia de la inspiración; y no dudo
que me sea preciso remontarme miles de años atrás para encontrar a alguien que tenga el derecho de decir: ésta es
también la mía.

4
Estuve enfermo en Génova durante varias semanas. Después acaeció en Roma una primavera melancólica, en que yo
aceptaba la vida, y ello no era cosa fácil. En el fondo, aquella región que yo no había escogido, era la menos a
propósito para el poeta de Zaratustra. Traté de emanciparme de su influencia. Quise volver a Aquila, esa ciudad que
encarna la idea contraria de Roma y que fue fundada por odio hacia Roma, lo mismo que yo fundaré un día un lugar,
en recuerdo de un ateo o de un enemigo de la Iglesia comme il faut, a quien me liga un parentesco muy próximo, el
gran emperador de Hohenstaufen Federico II. Pero en todo esto había una fatalidad. Me vi obligado a regresar.
Después de todo me tuve que contentar con la piazza Barbarini, cuando me sentí cansado de buscar una comarca
anticristiana. Temo que para escapar en lo posible a los malos olores tuviera que buscar en el mismo palacio del
Quirinal una habitación silenciosa para un filósofo.
En una loggia que domina la piazza en cuestión, desde donde se descubre Roma entera y en donde se oye mugir por
encima de uno mismo la fontana, escribí esa canción solitaria como ninguna, la Canción de la Noche. En aquella época
obsesionaba mi espíritu una melodía de melancólica indecible. El estribillo era: Muerte de inmortalidad...
De vuelta en el estío a aquel lugar sagrado en que había llegado a mí el primer reflejo luminoso de la idea de
Zaratustra, encontré la segunda parte. Diez días bastaron. En ningún caso, ni para la primera ni para la tercera ni para la
última invertí más tiempo,
El invierno siguiente, bajo el cielo alciónico de Niza, que por primera vez lució entonces en mi vida, encontré el tercer
Zaratustra, y de este modo terminé la obra. Muchos rincones ocultos y muchas alturas silenciosas en el paisaje de Niza
fueron santificados por mí en momentos inolvidables. Esta parte decisiva que lleva el título «De las antiguas y las
nuevas Tablas», fue compuesta durante una excursión a la maravillosa villa morisca Eza, construida en medio de las
rocas. Yo siempre tuve notable agilidad en los músculos cuando mi poder creador estaba en su apogeo. El cuerpo se
entusiasma. Dejemos el alma fuera de juego... Hasta me veían bailar. Entonces yo podía, sin conocer la fatiga, hacer
ascensiones por las montañas que duraban siete y ocho horas. Yo dormía bien, reía mucho. Me encontraba en un estado
perfecto de vigor y de paciencia.

5
Aparte de estas obras de diez días, los años de la composición de Zaratustra y sobre todo los años siguientes, fueron
años de gran angustia. Se paga muy caro ser inmoral: es preciso morir muchas veces mientras se vive.
Existe algo que yo llamo el rencor de la grandeza; todo lo que es grande, una obra, una acción, se vuelve,
inmediatamente de realizada, contra su autor. Por el hecho mismo de realizarla, éste se hace débil, ya no es capaz de
soportar su acción, ya no mira nunca de frente. Se siente detrás de uno algo que nunca se quiso, algo a lo que se ata el
nudo en el destino de la humanidad.... y desde entonces se tiene que padecer su peso... Casi nos sentimos aplastados...
¡El rencor de la grandeza!...
Además se experimenta un espantoso silencio alrededor. La soledad está cubierta por siete velos, que nada puede
atravesar. Nos acercamos a los hombres, saludamos a nuestros amigos: pero no encontramos más que un nuevo
desierto, pues ninguna mirada amistosa nos sale al paso; lo que encontramos es una especie de rebelión. Yo he
comprobado esta rebelión en muy variable medida, pero casi constante en todos los que tenía a mi lado. Parece que
nada ofende más que hacer observar bruscamente que hay una distancia. Los caracteres nobles que no saben vivir sin
venerar, son raros.
Hay también una tercer cosa, y es esa absurda irritabilidad de la piel respecto de las pequeñas picaduras. Encontramos
una especie de angustia en todas las cosas pequeñas. Esto parece provenir de ese enorme derroche de todas las fuerzas
defensivas, que es una de las condiciones de toda acción creadora, de toda acción que tiene su origen en lo que hay de
más particular, de más íntimo, de más profundo. Las pequeñas capacidades defensivas parecen anuladas en cierto
modo: dejan de ser alimentadas.
Debo advertir también que se digiere peor, que quiere uno moverse, que se está expuesto a las sensaciones de frío y a
los sentimientos de desconfianza, pues la desconfianza no es en muchos casos más que un error etiológico.
Encontrándome un día en semejante estado, la aproximación de un rebaño de vacas provocó en mí el retorno de
sentimientos más dulce, más humanos, aun antes de que fuera posible notarlo. Esto comunica calor..

6
Esta obra es absolutamente aparte. No hablemos aquí de los poetas. Quizá nada se creó nunca con tal abundancia de
fuerza. Mi concepción de lo dionisiaco fue un acto supremo. Evaluando con esta medida, todo el resto de las acciones
humanas aparece pobre y sin libertad. Que un Goethe, un Shakespeare, no pudieran respirar un solo instante en esta
atmósfera de pasión formidable y de altura vertiginosa; que Dante, si se le compara con Zaratustra, no es más que un
creyente, y no un creador de verdades, un espíritu que haya dominado el mundo, una fatalidad; que los poetas de los
Veda son sacerdotes, indignos ni siquiera de desatar los cordones de las sandalias de Zaratustra: todo esto no es aún
gran cosa ni da idea de la distancia de la soledad cerúlea en que vive esta obra.
Zaratustra posee un derecho eterno para decir: «Yo formo a mi alrededor círculos y fronteras sagrados; el número de
los que suben conmigo sobre estas montañas cada vez más altas disminuye, yo elevo una cadena de montañas con
cimas cada vez más sagradas». Reunid el hálito y la calidad de alma más altos, y no habrán sido capaces de producir un
solo discurso de Zaratustra. La escala es inmensa, esa escala por donde él sube y baja; ha mirado más lejos, ha querido
avanzar más, ha podido ir más lejos que nadie. Con cada una de sus palabras contradice ese espíritu, el más asertivo
que ha habido; en él todas las contradicciones están ligadas por una nueva unidad. Las fuerzas más altas y más bajas de
la naturaleza humana, lo que hay de más dulce, de más ligero y de más terrible, brota de una sola fuente con inmortal
certidumbre. Hasta entonces no se supo lo que era la grandeza, lo que era la profundidad, y menos aún lo que era la
verdad. No hay un instante en esta revelación de la verdad que haya sido ya adivinado, por anticipación, por alguno de
los más grandes. Antes de Zaratustra no existía sabiduría, ni investigaciones psicológicas, ni arte de la expresión; lo
que parecía más cercano, lo que parecía más vulgar habla aquí de cosas inusitadas. La sentencia se estremece de
pasión, la elocuencia se ha hecho música; se lanzan rayos hacia futuros que todavía no hay sido adivinados. La más
poderosa fuerza imaginativa que haya existido jamás es pobre y juego de niños comparada con esta vuelta del lenguaje
a la naturaleza misma de la imagen.
Ved cómo Zaratustra desciende de su montaña para decir a cada cual las cosas más agradables. Ved con qué mano
delicada toca a sus mismos adversarios, los sacerdotes, y cómo sufre con ellos, por ellos. Aquí a cada minuto el hombre
es superado, la idea del Superhombre se ha hecho aquí la más alta realidad. En una lejanía infinita, todo lo que hasta el
presente ha sido llamado grande en el hombre se encuentra por debajo de él. El carácter alciónico, los pies ligeros, la
coexistencia de la malignidad y de la impetuosidad y todo lo que hay de típico en la figura de Zaratustra, no ha sido
jamás soñado como atributo esencial de la grandeza.
Zaratustra se considera cabalmente en esos límites del espacio, en esos fáciles accesos para las cosas más
contradictorias, como la especie superior de cuanto existe; y si se quiere escuchar cómo él resume esto, renunciaremos
a encontrarle pareja:
«El alma que tiene la más larga escala y que puede descender más,
-el alma más vasta que puede correr, en medio de ella misma a extraviarse y a cerrar más lejos; la que es más necesaria,
la que se precipita por placer en el azar;
-el alma que se ha sumergido en el devenir; el alma que posee, que quiere entrar en el querer y en el deseo;
-el alma que se huye ella misma y que se vuelve a reunir a ella misma en el círculo más vasto; el alma más sabia a la
que la locura invita más dulcemente;
-el alma que se ama más a sí misma, en la que todas las cosas tienen su ascenso y su descenso, su flujo y su reflujo... »

Pero ésta es precisamente la idea misma de Dionisio. Otra consideración lleva igualmente a esta idea. El problema
psicológico en el tipo de Zaratustra está formulado de la manera siguiente: cómo aquel que se ciñe a un supremo grado
de negación, que obra por negación, frente a todo lo que hasta el presente ha sido afirmado, puede ser, a pesar de ello,
el más ligero y el más futuro; Zaratustra es un bailarín; cómo el que procede al examen más duro y más terrible de la
realidad, que ha imaginado las ideas más profundas, no encuentra, sin embargo, objeción contra la existencia ni
siquiera contra el eterno retorno de ésta, cómo no encuentra ni una razón para ser él mismo la eterna afirmación de
todas las cosas, decir si y amén de una manera enorme e ilimitada... Llevo a todos los abismos mi afirmación que
bendice... Pero esto, una vez más, es la idea misma de Dionisio.
7
¿Qué lengua hablará semejante espíritu cuando se dirige a sí mismo? La lengua del ditirambo. Yo soy el inventor del
ditirambo. Escuchad, pues, cómo Zaratustra se habla a sí mismo antes de salir el sol. Semejante felicidad de esmeralda,
semejante ternura divina, anteriormente a mí no había aún encontrado su expresión. La más profunda tristeza, en
Dionisio, se transforma en elogio. Quiero demostrarlo con «El canto de la noche», esa queja inmortal del que está
condenado por la abundancia de la luz y el poder, por su propia naturaleza solar, a no amar.
«Es de noche: ahora se eleva más la voz de lo surtidores. Y mi alma es también un surtidor.
Es de noche; ahora se despiertan todos los cantos de los amantes. Y mi alma es también canto de amante.
Algo hay en mi no aplacado ni aplacable, que quiere alzar la voz. Hay en mí un anhelo de amor que habla la lengua del
amor.
Yo soy luz. ¡Ah! ¡Si fuese noche! Pero ésta es mi soledad: verme envuelto en luz.
¡Ah!, ¡si yo fuese sombrío y nocturno!, ¡cómo sorbería los senos de la luz!
¡Y os bendeciría también a vosotras, estrellitas que brilláis allá arriba como luciérnagas! Y sería venturoso con
vuestros regalos de luz.
Pero yo vivo de mi propia luz, yo absorbo en mí mismo las llamas que de mi brotan.
Yo no conozco el placer de recibir: y frecuentemente he soñado que robar debe ser mayor deleite aún que recibir.
Mi pobreza estriba en que mi mano no descansa nunca de dar; mi envidia son los ojos que veo esperando, y las noches
despejadas del anhelo.
¡Oh miseria de todos los que dan! ¡Oh eclipse de mi sol! ¡Oh deseo de desear! ¡Oh, hambre devoradora en la hartura!
Ellos toman de mí; ¿pero toco yo siquiera su alma? Entre dar y tomar hay un abismo; y es muy difícil salvar el más
pequeño abismo.
Un hambre nace de mi belleza: yo quisiera hacer daño a los que ilumino; yo quisiera saquear a los que colmo de
presentes: así tengo sed de maldad.
Retirando la mano, cuando ya la mano se alarga; vacilando como la cascada que vacila aún en su caída: así tengo yo
sed de maldad.
Tales venganzas medita mi plenitud; tales malicias nacen de mi soledad.
Mi gozo de dar ha muerto a fuerza de dar, mi virtud se ha cansado de si misma por su exuberancia.
El que da siempre corre el peligro de perder el pudor; al que reparte siempre, a fuerza de repartir acaban por
encallecérsele la mano y el corazón.
Mis ojos no se arrasan ya en lágrimas al ver la vergüenza de los que imploran; mi mano se ha endurecido en demasía
para experimentar el temblor de las manos llenas.
¿Adónde se fueron las lágrimas de mis ojos y el plumón de mi corazón? ¡Oh soledad de todos los que dan! ¡Oh silencio
de todos los que brillan!
Muchos soles gravitan en el espacio vacío; su luz habla a todo lo que es oscuro; sólo callan para mí.
¡Oh! ¡Es la enemistad de la luz contra lo luminoso! Despiadada, sigue su camino.
Hondamente injusto contra lo luminoso, frío para con los soles, así camina todo sol.
Cual una tempestad vuelan los soles por sus órbitas: ésa es su marcha. Su voluntad inexorable siguen: ésa es su
frialdad.
¡Ay! ¡Sólo vosotros, oscuros y nocturnos, que sacáis vuestro calor de lo luminoso, sólo vosotros bebéis leche y
bálsamo en las ubres de la luz!
¡Ah, hielo hay en torno de mí, hielo quema mis manos! ¡Una sed tengo yo que suspira por vuestra sed!
Es de noche. ¡Ay! ¡Por qué he de ser yo luz! ¡Y sed de lo nocturno! ¡ Y soledad!
Es de noche: ahora, cual una fuente, brota mi anhelo, mi anhelo de hablar.
Es de noche: ahora se despiertan todos los cantos de los enamorados. Y mi alma es también un canto de enamorado.»

8
Jamás se han visto escritas tales cosas, jamás han sido sentidas: así sufre un dios, un Dionisio. La respuesta a semejante
elogio que glorifica el aislamiento al sol en plena luz podría ser dada por Ariadna... ¿Quién sabe, fuera de mí, quién es
Ariadna?... Nadie hasta el presente ha podido dar la clave de todos estos enigmas; hasta dudo que nadie viera en estas
cosas enigmas.
Zaratustra determina de una vez con severidad su tarea, y su tarea es la mía. Conviene no equivocarse sobre la
significación precisa de esta tarea: Zaratustra es afirmativo hasta justificar todo el pasado, hasta hacer la salvación de
todo lo pasado.
«Yo camino entre los hombres, como entre fragmentos del futuro, de ese futuro que yo veo.
¿Y a esto se reduce mi esfuerzo, a poder reunir y recomponer estos fragmentos y todo lo que es enigma y azar terrible?
¿Y cómo soportaría yo ser hombre si el hombre no fuera también poeta y adivinara enigmas y salvador del azar?
Salvar todo el pasado y transformar todo lo que fue para hacer lo que debería ser, esto es lo único que yo podría llamar
salvación.»
En otro pasaje, Zaratustra determina tan severamente como es posible lo que para él puede únicamente ser el hombre:
no un objeto de amor o de piedad; Zaratustra se ha hecho dueño del gran hastío que le inspira el hombre: el hombre es
para él una cosa informe, una materia, una piedra que tiene necesidad de estatuario...
«No querer, y no valorar, y no crear. ¡Oh, que este gran cansancio sea siempre lejos de mí!
En la investigación del conocimiento, únicamente el goce de la voluntad, el goce de engendrar y de devenir es lo que
siento en mí; y si hay inocencia en mi conocimiento, es porque en él hay voluntad de engendrar.
Esta voluntad me ha llevado lejos de Dios y de los dioses. ¿Qué habría que creer si hubiese dioses?
Pero mi ardiente voluntad de crear me lanza sin cesar hacia los hombres; del mismo modo que el martillo es lanzado
hacia la piedra.
¡Ay! ¡Oh hombres, para mí hay dentro de la piedra una estatua que duerme: la estatua de las estatuas! ¡Ay! ¿Por qué ha
de dormir en la piedra más terrible y más dura?
Ahora mi martillo golpea cruelmente contra esta prisión. La piedra se despedaza. ¿Qué importa?
Quiero acabar esta estatua: pues una sombra me ha visitado, la cosa más silenciosa y más ligera ha venido cerca de mí.
La belleza del superhombre me ha visitado como una sombra. ¡Ay, hermanos míos! ¿Que me importan aún los
dioses?»
He de relevar un último punto de vista. El pasaje que he subrayado me da la ocasión. Para una tarea dionisíaca, la
duración del martillo, el goce mismo de la destrucción, forman parte de la manera más decisiva de las condiciones
primeras. El imperativo sed duros, la certidumbre fundamental de que todos los creadores son duros, éste es el
verdadero signo distintivo de una naturaleza dionisíaca.

MAS ALLA DEL BIEN Y DEL MAL


Preludio de una filosofía del porvenir

1
La tarea que incumbía a los años siguientes estaba ya trazada con la precisión posible. Después de haber realizado la
parte afirmativa de esta tarea, llegaba su turno a la parte negativa, la parte en que había que decir no, en que había que
obrar negativamente. Era preciso acometer la transmutación de todos los valores que habían estado vigentes hasta
entonces, la gran guerra, la evocación del día en que la batalla sería decisiva. Durante este tiempo procuré allegarme
todos los temperamentos semejantes al mío, aquellos que, apoyados en su reserva de fuerza, me pudieran ayudar a la
obra de destrucción.
Desde aquella época todos mis escritos son anzuelos que lanzo. Quizá sepa yo pescar con anzuelo mejor que nadie... Si
nadie se dejaba atrapar no era culpa mía, ¿es que faltaban los peces?...

2
El libro (1886) es, en sus partes esenciales, una crítica de la modernidad, de las ciencias modernas, de las artes
modernas, sin excluir de ellas la política moderna. Yo doy igualmente indicaciones con motivo del tipo contrario, que
es lo menos moderno posible, un tipo noble, un tipo afirmativo. Considerado desde este punto de vista, mi libro es la
escuela del gentilhombre, tomada esta palabra en un sentido más intelectual y más radical que lo ha sido hasta ahora.
Para tolerar esta afirmación, basta con tener valor, es preciso no haber conocido el miedo.
Todas las cosas de que se enorgullece nuestra época son consideradas como lo opuesto a este tipo; yo veo en él casi el
indicio de malas maneras. Yo citaré, por ejemplo, la famosa objetividad, la compasión por todo el que sufre, el sentido
histórico, con su sumisión ante el gusto extranjero, su vulgaridad ante los pequeños hechos, el espíritu científico.
Si pensamos que el libro está escrito después de Zaratustra, adivinaremos también quizá el régimen dietético que
precedió a su nacimiento. La mirada que bajo el imperio de una necesidad formidable ha tomado la mala costumbre de
ver a lo lejos (Zaratustra posee una vista más larga que el Zar), se ve obligada a percibir aquí, de una sola mirada
aguda, lo más próximo, el tiempo, un semejante alejamiento despótico de los instintos que hicieron posible la creación
de un Zaratustra. En el primer término hay el refinamiento de la forma, en la intención, en el arte del silencio; la
psicología es manejada con una crueldad y dureza deliberadas. El libro entero no contiene una sola palabra de bondad.
Todo esto recrea. ¿Quién podría adivinar, en fin de cuentas, qué especie de recreo hace necesario tal dilapidación de
bondad como la que hallamos en Zaratustra?... Para hablar teológicamente (escuchad, pues rara vez hablo yo como
teólogo): Dios mismo fue el que en forma de serpiente se ocultó detrás del árbol del conocimiento, cuando hubo
terminado su obra: de este modo descansaba de ser Dios. Todo lo que había hecho, lo había hecho demasiado
hermoso... El diablo no es sino la ociosidad de Dios, cada siete días...

GENEALOGIA DE LA MORAL
(Una obra de polémica)

Las tres disertaciones que componen esta genealogía son quizá, por lo que se refiere a la expresión, a la intención y al
arte de la sorpresa, lo que hasta ahora se ha escrito más inquietante. Nadie ignora que Dionisio es también el dios de las
tinieblas. Siempre hay un comienzo que tiene que inducir a error: este comienzo es frío, científico, irónico, si se quiere;
es puesto de manifiesto con intención. Poco a poco la agitación aumenta; aquí y allá hay relámpagos en el horizonte; de
lejos llegan verdades muy desagradables, acompañadas de sordos gruñidos, hasta que llega un tempo feroce, en que
todo se apresura con prisa formidable. A la postre, se empieza a notar, en medio de horribles estampidos, una nueva
verdad, visible entre espesas nubes.
La verdad de la primera disertación es la psicología del cristianismo: el nacimiento del cristianismo en el espíritu del
odio, y no, como se podría creer, en el espíritu... Dondequiera su esencia es un movimiento de reacción, la gran
insurrección contra la dominación de los valores nobles.
La segunda disertación presenta la psicología de la conciencia: ésta no es, como podría creerse, la voz de Dios en el
hombre. Es el instinto de la crueldad que vuelve sus ojos al pasado, cuando ya no puede desahogarse exteriormente. La
crueldad, considerada como uno de los más antiguos y necesarios fundamentos de la civilización, es aquí explicada por
primera vez.
La tercera disertación resuelve el problema del origen del ideal ascético y de su gran poder, el poder ideal del
sacerdote, aunque este ideal sea el ideal nocivo por excelencia, una voluntad del fin, un ideal de decadencia. Este poder
del sacerdote no proviene del hecho de que Dios está detrás de él, como se podría creer, sino del hecho de que el ideal
ascético ha sido hasta el presente, a falta de uno mejor, un ideal que no tenía concurrencia. «Pues el hombre prefiere la
voluntad de la nada a la falta de voluntad en absoluto ... » Ante todo hacía falta un contra-ideal, hasta la aparición de
Zaratustra.
Se me habrá comprendido. Tres estudios preparatorios y determinantes de un psicólogo, en vista de una transmutación
de todos los valores. Este libro contiene la primera psicología del sacerdote.

EL OCASO DE LOS IDOLOS


Cómo se filosofa con el Martillo

1
Este escrito, que no llega a ciento cincuenta páginas, con su estilo a la vez sereno y fatal, un demonio que ríe, es la
tarea de tan pocos días, que no me atrevo a decir el número de éstos. Entre todos los libros representa una excepción;
no hay nada de más sustancial, de más independiente, de más revolucionario, de más maligno. Si quisiéramos
formarnos rápidamente una idea de hasta qué punto estaba todo cabeza abajo, es preciso empezar por la lectura de esta
obra. Lo que en la portada es llamado ídolo, es precisamente lo que hasta el presente se ha llamado verdad. Ocaso de
los ídolos, esto significa: el fin de las verdades antiguas comienza...

2
No hay realidad, no hay idealidad que no estén tocadas en este libro (¡tocadas!, ¡qué eufemismo más circunspecto!).
No sólo los ídolos eternos, sino otros más recientes, por consiguiente más seniles, la idea moderna, por ejemplo. Un
ventarrón sopla por entre los árboles y por todas partes los frutos caen al suelo; estos frutos son las verdades. Hay en
este libro la exuberancia de un otoño demasiado abundante. Se tropieza en las verdades; a veces algunas son
aplastadas, ¡hay tantas!... Pero lo que acabamos por tomar en la mano ya no es nada problemático, son cosas decisivas.
Yo solo tengo la medida para las verdades; yo solo soy capaz de juzgarlas. Es como si una segunda conciencia se
hubiera despertado en mí, es como si la voluntad hubiese encendido en mí un lucha que ilumina la pendiente oblicua
por la cual ha ido descendiendo progresivamente hasta ahora... Esta pendiente oblicua era llamada el camino de la
verdad... Ha terminado el oscuro impulso. El hombre bueno tenía precisamente la menor conciencia del buen camino...
Y muy seriamente: nadie conocía antes que yo el buen camino, el camino que lleva a las alturas. Sólo a partir de mi
existen nuevas esperanzas, nuevas tareas, nuevas vías hacia la cultura, cuya huella está indicada. Yo soy el alegre
mensajero de esta cultura... Por esto mismo soy una fatalidad.

3
Inmediatamente después de haber terminado la obra mencionada, y sin perder siquiera un solo día, emprendía yo la
formidable tarea de la Transmutación, animado de un sentimiento de soberano orgullo a nada parecido, seguro a cada
minuto de mi inmortalidad, e inscribiendo, signo tras signo, sobre tablas de acero, con la certidumbre de una fatalidad.
El prefacio fue escrito el 3 de septiembre de 1888. Cuando una mañana, después de haberlo corregido, salí al aire libre,
tuve ocasión de contemplar el día más bello que había lucido en la Alta Engadina, un día transparente, de ardientes
coloraciones, revelando todos los grados intermedios entre el hielo y el mediodía. No dejé Sils María hasta el 20 de
septiembre, pues estuve detenido por las inundaciones, siendo durante muchos días el único huésped del hotel en aquel
sitio maravilloso, al cual conservaré gratitud eterna. Después de un viaje lleno de incidentes, en que corrí peligro de
muerte, llegando tarde y de noche a Como, invadida por las aguas, llegué a Turín el 21. Turín es mi lugar probado, y lo
escogí desde entonces por residencia. Volví a ocupar el mismo alojamiento que había ya ocupado en la primavera, Vía
Carlos Alberto, 6111, frente al poderoso palacio Carignano, en el que nació Víctor Manuel. Mis ventanas daban a la
plaza Carlos Alberto, al mediodía, sobre un horizonte bordeado de colinas. Sin vacilación, y sin dejarme distraer un
momento, reanudé mi trabajo. No me quedaba más que terminar el último cuarto de la obra. El 30 de septiembre, gran
victoria: séptimo día, ociosidad de un dios que se pasea a lo largo del Po. El mismo día escribí también el prefacio de
«El ocaso de los ídolos», cuya corrección me había servido de recreo durante el mes de septiembre.
Jamás he pasado un otoño como aquél, jamás habría yo creído que una cosa como aquélla fuese posible sobre la Tierra:
un Claude Lorrain transportado al infinito, todos los días de igual perfección insuperable.

EL CASO WAGNER
Un problema musical

1
Para poder hacer justicia a esta obra es preciso haber sufrido de la fatalidad de la música como de una herida abierta.
¿De qué sufro cuando sufro de la fatalidad de la música? Sufro de que la música haya perdido su carácter afirmador y
transfigurador del mundo, sufro de que ella sea una música de decadencia, y no la flauta de Dionisio... Sin embargo,
admitiendo que se considere la causa de la música como su propia causa, como la historia de su propio sufrimiento, se
verá que este escrito está lleno de consideraciones y que es indulgente en grado extremo. Estar alegre en este caso y
reírse de sí mismo bondadosamente, ridendo dicere severum, cuando el verum dicere justificaría todas las durezas, es
la humanidad misma. ¿Quién dudaría de que soy capaz, a pesar de ser un viejo artillero, de poner en línea contra
Wagner mis grandes piezas? Todo lo que había de decisivo en este asunto lo he reservado... Yo he amado a Wagner...
En último término, en el sentido que yo he dado a mi tarea, en el camino que ésta sigue, hay un ataque contra un sutil
desconocido que otro adivinaría malamente. Todavía tengo que desenmascarar a otros desconocidos antes que a un
Cagliostro de la música. A decir verdad, tengo todavía que intentar un ataque contra la nación alemana, que, en las
cosas del espíritu, cada vez se va haciendo más perezosa y pobre en sus instintos, cada vez más honorable; esta nación
alemana que continúa, con un apetito envidiable, nutriéndose de contradicciones, que devora la fe tan bien como la
ciencia, la caridad cristiana tanto como el antisemitismo, la voluntad de poderío (del Imperio) tanto como el evangelio
de los humildes, sin experimentar el menor trastorno en la digestión. ¡No tomar jamás el hecho y la causa en medio de
las contradicciones! ¡Qué neutralidad romántica! ¡Qué sentido justo del gaznate germánico, que confiere a todas las
cosas derechos iguales, que encuentra que todo tiene gusto! No hay que dudar de ello: los alemanes son idealistas...
Cuando volví a Alemania la última vez encontré el gusto alemán preocupado en hacer justicia a Wagner y al
Trompetero de Saekkingen. Yo mismo presencié el homenaje que se rindió en Leipzig a uno de los músicos más
sinceros y más alemanes (la palabra alemán tomada en su sentido antiguo, que no significa sólo alemán del Imperio), el
maestro Heinrich Schetz. Se fundó en su honor una... Société Liszt, que tenía por fin cultivar y difundir la música de
iglesia astuta... No hay duda en este punto: los alemanes son idealistas...

2
Pero nada me impide ser aquí brutal y decir a los alemanes algunas verdades algo duras: y si no lo hago yo, ¿quién lo
haría? Me refiero a su cinismo en materia histórica. Los historiadores alemanes no sólo han perdido la visión de la
marcha y del valor de la cultura; no sólo son todos fantoches de la política (o de la Iglesia), sino que llegan a proscribir
esa vasta ojeada. Hay que ser ante todo alemán, hay que ser de la raza; sólo entonces se tiene el derecho de decidir de
todos los valores y de todos los no valores en materia histórica: se les llama... alemanes, y éste es ya un argumento;
Alemania, Alemania sobre todo, éste es un principio; los germanos son el orden moral en la historia; con relación al
Imperio romano son los depositarios de la libertad, del imperativo categórico... Hay una manera de escribir historia
conforme a la Alemania del Imperio; hay, lo temo, una manera antisemita de escribir la historia; hay una manera de
escribir la historia para la Corte, y al señor de Treitschke no le da cuidado... Recientemente, una opinión de idiota en
materia histórica, una frase del estético suabo Vischer, felizmente muerto ya, recorrió todos los periódicos alemanes
como una verdad que todo buen alemán debía suscribir. He aquí esa frase: «El Renacimiento y la Reforma, reunidos,
forman un todo: constituyen una regeneración estética y una regeneración moral». Cuando oigo tales cosas se me acaba
la paciencia y me dan ganas de recordar a los alemanes todo lo que tienen ya sobre su conciencia; hasta creo que es un
deber decírselo. ¡Tienen sobre su conciencia todos los grandes crímenes contra la cultura que se han cometido en estos
cuatro últimos siglos!...
Y ello siempre por la misma razón: por su profunda cobardía frente a la realidad, que es también la cobardía ante la
verdad: por su falta de franqueza, que en ellos ha llegado a ser una segunda naturaleza; por su idealismo... Los
alemanes han frustrado en Europa la cosecha que prometía la última gran época, la época del Renacimiento; han
deformado el sentido de esta época, en la que los valores nobles que afirman la vida y que garantizan el futuro habían
llegado a triunfar en el mismo campo que los valores opuestos, los valores de decadencia, ¡que habían triunfado en los
instintos mismos de aquellos que allí se encontraban!
Lutero, ese monje fatal, restableció la Iglesia; y lo que es mil veces peor, restableció el cristianismo, en el momento en
que éste sucumbía. El cristianismo es esa negación de la voluntad de vivir erigida en religión... Lutero es un monje
imposible que, a causa de su imposibilidad, ataca a la Iglesia y, por consiguiente, provoca su restablecimiento... Los
católicos habrían tenido razones para celebrar fiestas a Lutero, para componer dramas en su honor.. Lutero... y la
regeneración moral. ¡Al diablo toda psicología! ¡Sin duda, los alemanes son idealistas!
Dos veces ya, cuando, con extraordinaria valentía y formidable esfuerzo sobre mi mismo, un modo de pensar
absolutamente científico parecía lograr su victoria, los alemanes han sabido encontrar caminos ocultos para volver al
antiguo ideal, para reconciliar la verdad y el ideal, lo cual no era, en suma, más que una fórmula para desentenderse de
la ciencia, para tener derecho a la mentira. ¡Leibniz y Kant! Estos han sido los dos grandes obstáculos a la veracidad
intelectual en Europa.
Por último, cuando apareció, en el puente entre dos siglos de decadencia, una fuerza bastante grande para hacer de
Europa una unidad política y económica que habría dominado el mundo, los alemanes frustraron, con sus guerras de
independencia, la maravillosa idea que implicaba para Europa la existencia de Napoleón. Por esto tienen sobre la
conciencia todo lo que vino después, todo lo que existe hoy; tienen sobre su conciencia esta enfermedad, esta sinrazón,
la más contraria a la cultura que ha existido, el nacionalismo, esa neurosis nacional que padece Europa, esa
multiplicación hasta el infinito de los pequeños Estados en Europa, de la pequeña política de Europa. Han arrebatado a
Europa su significación y su razón, la han metido en un callejón sin salida... Tarea bastante grande para ligar de nuevo
a los pueblos...

3
Y en resumidas cuentas, ¿por qué no he de formular yo mi sospecha? En el caso particular mío, los alemanes trataron
de hacer cuanto podían para que un destino formidable pariera un ratón. Hasta el presente se han comprometido
conmigo, y dudo mucho que no lo hagan mejor en el futuro. ¡Ay, cuán dulce será para mí resultar en este punto un mal
profeta!...
Mis lectores y mis oyentes naturales son ahora rusos, escandinavos, franceses. ¿Lo seguirán siendo en proporción? Los
alemanes no están representados en la historia del conocimiento sino por nombres equívocos, jamás han producido más
que monederos falsos inconscientes (este epíteto conviene a Fichte, a Schelling, Schopenhauer, Hegel, Schleiermacher,
tanto como a Kant y a Leibniz; todos ellos no son sino otros tantos Schleiermachers). Los alemanes no deben nunca
tener el honor de ver el espíritu más recto en la historia del espíritu, el espíritu en el cual la verdad hace justicia de los
monederos falsos de cuatro mil años, confundirse con el espíritu alemán. El espíritu alemán es para mí una atmósfera
viciada. Yo respiro mal en las cercanías de esa suciedad in psychologics, que se ha convertido en una segunda
naturaleza; de la suciedad que deja adivinar cada palabra, cada actitud de un alemán.
Los alemanes jamás han tenido un siglo XVII de severo examen de sí mismos como los franceses. Un La
Rochefoucauld, un Descartes, son cien veces superiores en lealtad a los primeros de entre aquellos. Los alemanes no
han tenido hasta ahora psicólogos. Pues bien, la psicología es casi la medida de la limpieza o del desaseo de una raza...
Y desde el momento en que no hay aseo, ¿cómo podrá haber profundidad? Sucede con el alemán casi como con la
mujer, no se llega nunca al fondo, sencillamente porque no lo tiene, y esto es todo. Pero cuando se es así, ni siquiera se
es superficial. Lo que en Alemania se llama profundo es precisamente este desaseo instintivo respecto de sí mismo de
que acabo de hablar. ¿Se me permitirá proponer la palabra alemán como moneda internacional para designar esta
depravación psicológica?
Ved, por ejemplo, el emperador alemán. Dice que cree que su deber de cristiano es emancipar a los esclavos de África.
Entre nosotros los europeos esto se llamaría simplemente alemán... ¿Han producido acaso los alemanes un solo libro
profundo? Ni siquiera saben lo que es un libro profundo. He conocido sabios que consideraban profundo a Kant; temo
mucho que en la Corte de Prusia tengan a Treitschke por un escritor profundo. Y cuando en ocasiones he alabado yo a
Stendhal como un psicólogo, me ha sucedido que algunos profesores de Universidad alemanes me han hecho que les
deletrease el nombre...

4
¿Y por qué no llegar hasta el fin? A mí me gusta hacer tabla rasa. Yo me enorgullezco de pasar por el despreciador de
los alemanes por excelencia. El recelo que me inspiraba el carácter alemán ya fue expresado por mí a la edad de
veintiséis años (tercera consideración intempestiva). Los alemanes son para mí una cosa imposible. Cuando yo quiero
imaginar una especie de hombres absolutamente contraria a todos mis instintos, lo que se presenta siempre a mi
espíritu es un alemán. Lo primero que yo me pregunto, cuando escudriño a un hombre hasta el fondo de su alma, es si
posee el sentimiento de la distancia, si observa siempre el rango, el grado, la jerarquía de los hombre a hombre, si sabe
distinguir. Así se es gentilhombre. En todo otro caso se pertenece sin remisión a la categoría tan amplia y comprensiva
de la canaille. Ahora bien, los alemanes son canaille, ¡ay!, son comprensivos... Un hombre se rebaja con el trato de los
alemanes: los alemanes colocan a los demás a su mismo nivel.
Si hago abstracción de mis relaciones con algunos artistas, ante todo con Richard Wagner, puedo decir que no he
vivido una sola hora agradable con alemanes. Admitamos que el espíritu más profundo de todos los siglos apareciera
entre los alemanes; una criatura cualquiera de las que salvan el capitolio se imaginaría que su alma vil tiene por lo
menos la misma importancia que dicho espíritu...
Yo no podría tolerar la vecindad de esta raza que no posee habilidad en los dedos para el matiz, ¡ay de mí, yo no soy
matiz!; de esa raza que no posee espiritualidad en los pies y que ni siquiera sabe marchar.. En el fondo, los alemanes no
tienen pies, no tienen más que piernas... Los alemanes no tienen idea alguna de hasta qué punto son vulgares, y esto
constituye el superlativo de la vulgaridad; ni siquiera se avergüenzan de no ser más que alemanes... Quieren decir la
última palabra a propósito de todo; consideran su opinión como decisiva, y hasta temo que hayan pronunciado su
sentencia acerca de mí... Toda mi vida es la prueba rigurosa de estas afirmaciones. Vanamente he buscado yo una
prueba de tacto, de delicadeza para mí. Entre los judíos la he encontrado; entre los alemanes nunca.
Es propio de mi carácter ser dulce y benévolo con todo el mundo. Tengo el derecho de no hacer diferencias. Esto no
me impide tener los ojos abiertos. Yo no hago excepciones, y menos que con nadie, con mis amigos. Espero, en fin de
cuentas, que esto no haya disminuido las pruebas de humanidad que yo les he dado. Hay cinco o seis cosas de que
siempre he hecho cuestión de honor. A pesar de esto, es lo cierto que casi cada carta que ha llegado a mí en estos
últimos años me hace el efecto de un acto de cinismo. Hay más cinismo en la benevolencia que se muestra para
conmigo que en cualquier clase de odio. Se lo digo en su cara a todos mis amigos; ninguno de ellos ha creído que valía
la pena estudiar cualquiera de mis obras. Y todas las señales son de que no saben de qué se trata. Por lo que se refiere a
mi Zaratustra, ¿cuál de mis amigos habrá visto en esta obra otra cosa que una presunción ilícita, felizmente
inofensiva?...
Han transcurrido diez años y nadie en Alemania se ha creído en el deber de conciencia de defender mi nombre contra
el silencio absurdo de que se me ha rodeado. Un extranjero, un danés, fue el primero que tuvo bastante sagacidad y
bastante valor para rebelarse contra mis pretendidos amigos... ¿A qué Universidad alemana le sería posible hoy dar
cursos sobre mi filosofía, como los que dio en la última primavera el doctor Georg Brandés en Copenhague, que
demostró de este modo que es un psicólogo?
Yo mismo jamás he sufrido por esto. Lo que es necesario no me duele; amor fati, ésta es mi más íntima naturaleza.
Pero esto no excluye que me guste la ironía y aun la ironía universal. Y así es como unos dos años antes del rayo
destructor, que constituirá la transmutación y que convulsionará la Tierra, di a luz mi obra «El caso Wagner». Se había
dicho que los alemanes se equivocarían una vez más sobre mí y que de este modo se inmortalizarían. ¡Todavía tienen
tiempo! ¿Han llegado a hacerlo? ¡Es delicioso, señores alemanes! Os doy mi enhorabuena...

POR QUÉ SOY UNA FATALIDAD

1
Yo conozco mi destino... Un día mi nombre irá unido a algo formidable: el recuerdo de una crisis como jamás la ha
habido en la Tierra, el recuerdo de la más profunda colisión de conciencias, el recuerdo de un juicio pronunciado
contra todo lo que hasta el presente se ha creído, se ha exigido, se ha santificado. Yo no soy un hombre, yo soy la
dinamita. Y a pesar de esto, estoy muy lejos de ser un fundador de religiones. Las religiones son cosa del populacho.
Tengo necesidad de lavarme las manos después de haber estado en contacto con hombres religiosos... Yo no quiero
creyentes; creo que soy demasiado maligno para ello; yo no creo en mí mismo. Yo no hablo jamás a las masas... Tengo
un miedo espantoso a que me canonicen. Fácil es adivinar por qué he publicado este libro; es para evitar que se sirvan
de mi nombre para meter bulla... Yo no quiero ser tomado por un santo; preferiría que se me tomase por un muñeco...
Quizá soy un muñeco... Y a pesar de esto, o mejor, no a pesar de esto, pues hasta ahora no hay nada más embustero que
un santo, a pesar de esto, la verdad habla por mi boca. Pero mi verdad es espantosa, pues hasta el presente lo que ha
sido llamado verdad es la mentira.
Transmutación de todos los valores: he aquí formula para un acto de suprema afirmación de si mismo en la humanidad,
que en mi se ha hecho carne y genio. Mi destino ha querido que yo fuera el primer hombre honrado; ha querido que yo
me ponga en contradicción con miles de años. Yo fui el primero en descubrir la verdad, por el hecho de que yo fui el
primero en considerar la mentira como mentira, en sentirla como tal. Mi genio se encuentra en mis narices. Y protesto
como nunca he protestado, y sin embargo, soy lo contrario de un espíritu negador. Yo soy un alegre mensajero como
no lo ha habido nunca, y conozco tareas que son de tal altura, que la noción ha faltado hasta el presente. Hasta que yo
llegué no ha habido esperanzas. Con todo esto, yo soy necesariamente también el hombre de la fatalidad. Pues cuando
la verdad entre en lucha con la mentira milenaria, tendremos conmociones como jamás las hubo, una convulsión de
temblores de tierra, una traslación de montañas y de valles, tales como nunca se han soñado. La idea política quedará
entonces completamente absorbida por la lucha de los espíritus. Todas las combinaciones de poderes de la vieja
sociedad habrán saltado por los aires, porque todas estaban basadas en la mentira. Habrá guerras como jamás las hubo
en la Tierra. Sólo a partir de mí habrá en el mundo una gran política.

2
¿Se comprende ahora la fórmula de semejante destino hecho hombre?
La encontraremos en mi Zaratustra.
Y el que quiera ser creador en el bien y en el mal deberá primero ser destructor y quebrantador de valores.
De este modo, el supremo mal forma parte del soberano bien; pero el soberano bien es creador.
Yo soy, con mucho, el hombre más terrible que hubo jamás; lo que no quita que llegue a ser el más bienhechor.
Conozco la alegría de destruir en un grado que está conforme con mi fuerza de destrucción. En los dos casos obedezco
a mi naturaleza dionisíaca, que no sabría separar una acción negativa de una afirmación. Yo soy el primer inmoralista.
Por esto soy el destructor por excelencia.

3
Nunca se me ha preguntado, se me habría debido preguntar lo que significa, en boca del primer inmoralista, el nombre
de Zaratustra; pues lo que constituye el carácter formidable y único de este persa en la historia es precisamente lo
contrario de lo que es en mí. Zaratustra fue el primero en advertir, en la lucha entre el bien y el mal, el verdadero
mecanismo en el juego de las cosas. La transposición de la moral en la metafísica, de la moral considerada como
fuerza, como causa y cómo fin por excelencia, he ahí su obra. Pero esta cuestión podría en el fondo ser considerada ya
como una respuesta. Zaratustra creó ese fatal error que se llama la moral: por consiguiente, debe también ser el primero
en reconocer su error. No sólo posee aquí una experiencia más larga y más profunda que otros pensadores, toda la
historia no es otra cosa que la refutación por la experiencia de las afirmaciones relativas al orden moral; pero, y esto es
lo más importante, es más verídico que cualquier otro pensador. Su doctrina, y sólo su doctrina, presenta la veracidad
como virtud superior; es decir, que él la opone a la cobardía del idealismo, que huye ante la realidad; Zaratustra es más
bravo que todos los pensadores reunidos. Decir la verdad, saber tirar bien al arco, es la virtud persa. ¿Se me
comprende?... La victoria de la moral sobre sí misma, para terminar en su contrario, es decir, en mí, es lo que significa
en mi boca el nombre de Zaratustra.

4
En el fondo, la palabra inmortalista encierra para mí dos negaciones. Yo soy todo lo contrario, por una parte, de un tipo
de hombre que había sido considerado hasta el presente como el tipo superior, el hombre bueno, benévolo, caritativo;
por otra parte, soy todo lo contrario de una especie de moral que ha adquirido importancia, que ha llegado a ser
poderosa como moral en sí: la moral de la decadencia; para expresarme de una manera más precisa, la moral cristiana.
Lícito me será considerar la segunda contradicción como la más decisiva, en vista de que la demasiada estimación de la
bondad y de la benevolencia, juzgadas en grande, aparece ya como un resultado de la decadencia, como síntoma de
debilidad, como incompatible con una vida que se eleva y que se afirma. Una de las condiciones esenciales de la
afirmación es la negación y la destrucción.
Ante todo, me detengo en la psicología del hombre bueno. Para evaluar lo que vale un tipo de hombres, es preciso
calcular lo que cuesta su conservación, hay que conocer sus condiciones de existencia. La condición de existencia del
hombre bueno es la mentira. Para expresarme de otro modo, es la voluntad, a toda costa, de no ser como está hecha la
realidad. No está hecha para invitar constantemente a obrar a los instintos benévolos y aún menos para permitir la
intervención de manos ignorantes y buenas. Considerar en general las calamidades de toda clase como una objeción,
como algo que es preciso suprimir, es la tontería por excelencia, una tontería que puede provocar verdaderas
catástrofes si se juzgan las cosas desde arriba, una fatalidad de rebaño, tan de rebaño como lo sería la voluntad de
suprimir el mal tiempo, por ejemplo, por compasión hacia los pobres...
En la gran economía general, los ataques terribles de la realidad (en las pasiones, en los deseos, en la voluntad de
poderío) son necesarios en una medida incalculable, mucho más que esa forma de felicidad mezquina que se llama
bondad. Hay que ser también indulgente para conceder un puesto a esta última, en vista de que tiene por condición la
mentira de los instintos. Ya tendré ocasión de demostrar las inquietantes consecuencias más allá de toda medida que
puede tener para la historia entera el optimismo, esa creación de los homines optimi. Zaratustra fue el primero en
comprender que el optimismo es tan decadente como el pesimista, y quizá más dañino. He aquí sus palabras:
«Los hombres buenos no dicen nunca la verdad. Los hombres buenos enseñan falsas maneras y falsas certidumbres.
Vosotros habéis nacido y habéis sido educados en las mentiras de los buenos. Todo ha sido fundamentalmente
deformado y pervertido por los buenos.»
Felizmente, el mundo no está creado en vista de los instintos en que la bestia de rebaño de buen corazón encuentra su
propia felicidad. Exigir que todos los hombres buenos, que todas las bestias de rebaño tengan los ojos azules, tengan
benevolencia y una alma bella, o, como lo desea Herbert Spencer, que sean altruistas, sería quitar a la existencia su
gran carácter, sería castrar a la humanidad y rebajarla a la categoría de una insignificante mezquindad. Y esto es lo que
se ha intentado... Esto es precisamente lo que se ha llamado moral... En este sentido, Zaratustra llama buenos unas
veces a los últimos hombres, otras al comienzo del fin; ante todo, los considera como la especie de hombre más
peligrosa, en vista de que imponen su existencia, tanto al precio de la verdad como al precio del futuro.
«Los buenos no pueden crear; son siempre el principio del fin.
Crucifican al que inscribe valores nuevos en tablas nuevas; sacrifican el porvenir a su provecho, crucifican todo el
porvenir de los hombres.
Los buenos fueron siempre el comienzo del fin... Y cualquiera que sea el perjuicio que ocasionan los calumniadores del
mundo, el daño producido por los buenos es mayor.»

5
Zaratustra, el primer psicólogo de los hombres buenos, es, por consiguiente, un amigo del mal. Cuando una especie
decadente de hombres ha ascendido en categoría al rango de la especie más alta, no ha podido elevarse de este modo
sino en detrimento de la especie contraria, la especie de los hombres fuertes y seguros de la vida. Cuando la bestia de
rebaño irradia en la claridad de la virtud más pura, el hombre de excepción se siente por fuerza rebajado a un grado
inferior: al mal. Cuando la mentira a todo precio acapara la palabra verdad, para hacerla entrar en su óptica, el hombre
verdaderamente verídico se encuentra designado con los peores nombres. Zaratustra no deja aquí ninguna duda: dice
que lo que le ha inspirado el terror del hombre es el conocimiento de los hombres buenos, de los mejores; de esta
repulsión le han nacido alas, «para volar a lo lejos en futuros lejanos». No oculta que su tipo de hombre, un tipo
relativamente sobrehumano, es sobrehumano precisamente con relación a los hombres buenos; que los buenos y los
justos llamarían demonio a su superhombre...
«Hombres superiores que mis ojos encuentran, ésta es la duda que me inspiráis y mi secreta risa: adivino lo que
llamaréis a mi superhombre: ¡demonio! Sois tan ajenos a la grandeza en vuestra alma, que el superhombre parecerá
terrible en su bondad ... »
De este pasaje y de algún otro hay que partir para comprender lo que quiere Zaratustra. Esta especie de hombres que él
concibe, ve la realidad tal como es: es bastante fuerte para ello. La realidad no le parece extraña y alejada; es semejante
a si misma, encierra en sí misma todo lo que esta especie tiene de terrible y de problemático, pues «sólo por ella puede
el hombre adquirir grandeza»...

6
Pero, en otro sentido, yo he escogido la palabra inmoralista como insignia y emblema de mí mismo. Estoy orgulloso de
esta palabra, que me pone de relieve en la humanidad. Nadie ha considerado todavía la moral cristiana como algo que
se encuentra por debajo de él; para esto hace falta una altura, una ojeada en el futuro, una profundidad psicológica
absolutamente inusitadas. La moral cristiana ha sido hasta el presente la Circe de todos los pensadores: todos ellos se
pusieron a su servicio. ¿Quién, pues, antes que yo, ha descendido a las cavernas de donde brota el aliento
emponzoñado de esta especie de ideal, el ideal de los calumniadores del mundo? ¿Quién se atrevió siquiera a sospechar
que éstas eran cavernas? ¿Quién, antes que yo, fue, entre los filósofos, un psicólogo, y no lo contrario de un psicólogo,
un charlatán superior, un idealista?
Antes de mí no ha habido psicología.
Ser en este punto el primero puede constituir una maldición; pero en todo caso es una fatalidad, pues en calidad de
primeros, se nos desprecia... El hastío del hombre: he ahí mi peligro...
7
¿ME HABEIS COMPRENDIDO? Lo que me delimita, lo que me pone aparte del resto de la humanidad, es haber
descubierto la moral cristiana. Por esto yo tenía necesidad de una palabra que poseyera el sentido de un reto lanzado a
todo el mundo. No haber abierto antes los ojos, en este punto, es para mí la mayor impureza que la humanidad tiene
sobre su conciencia. Yo he visto el engaño de sí mismo hecho instinto; la voluntad de ignorar por principio todo lo que
sucede, toda causa, toda realidad, una especie de moneda falsa en materia psicológica que llega hasta el crimen. La
ceguedad ante el cristianismo es el crimen por excelencia: el crimen contra la vida. Los milenarios, los pueblos, tanto
los primeros como los últimos, los filósofos y las viejas, deducción hecha de cinco o seis momentos de la historia y de
mí como el séptimo, son en este punto dignos los unos de los otros. El cristiano ha sido hasta el presente el ser moral
por excelencia, una curiosidad sin ejemplo, y, en cuanto ser moral, ha sido más absurdo, más vanidoso, mas frívolo, se
ha perjudicado más a sí mismo de lo que podría imaginar en sueños el más grande despreciador de la humanidad. La
moral cristiana, la forma más maligna de la voluntad de mentir, es la Circe de la humanidad, es la que ha corrompido a
la humanidad. No es el error, en cuanto error, lo que me espanta ante este espectáculo; no es la falta de buena voluntad,
que dura hace miles de años; la falta de disciplina, de decencia, de valentía en las cosas del espíritu, que se deja
adivinar en la victoria de esta moral; es la falta de naturalidad, es el hecho espantoso de que la contranaturaleza misma
ha recibido los honores supremos bajo el nombre de moral, y ha quedado suspendida, por debajo de la humanidad,
como su ley, como su imperativo categórico...
¿Podemos equivocarnos hasta este punto, no en cuanto individuos, no en cuanto pueblos, sino en cuanto humanidad?...
Se ha enseñado a despreciar todos los primeros instintos de la vida; se ha imaginado por la mentira la existencia de un
alma de un espíritu, para hacer perecer el cuerpo; en las condiciones primeras de la vida, en la sexualidad, se ha
enseñado a ver algo de impuro; en la más profunda necesidad del crecimiento, en el severo amor de sí mismo (la
palabra es ya injuriosa), se ha querido ver un principio malo; por el contrario, en el signo típico de la degeneración y de
la contradicción de los instintos, en el desinterés, en la pérdida del punto de apoyo, en lo impersonal y en el amor al
prójimo, se quiere ver el valor superior, ¿qué digo?, el valor por excelencia... ¿Cómo? ¿La humanidad misma estará en
decadencia? ¿Lo estuvo siempre? Lo que es cierto es que jamás se le han presentado más que valores de decadencia
bajo el nombre de valores superiores. La moral de la renunciación a si mismo es por excelencia la moral de la
degeneración, es la siguiente afirmación: Yo estoy en trance de perecer, traducida por este imperativo: Todos vosotros
debéis perecer, y no sólo por imperativo... Esta única moral que se ha enseñado hasta el presente, la moral de la
renunciación, deja adivinar la voluntad de aniquilamiento, niega la vida negando su misma base.
Aquí subsiste una posibilidad: no es la humanidad lo que está en degeneración; es únicamente esta especie parasitaria
de hombres, la especie de los sacerdotes, que por el mundo, valiéndose de la mentira, han llegado a elevarse a la
calidad de árbitros para la determinación de los valores, han encontrado en la moral cristiana un medio de adueñarse
del poder. Y, de hecho, mi convicción es esta: los maestros, los conductores de la humanidad, fueron todos teólogos y
todos decadentes: de aquí nace la transmutación de todos los valores en una enemistad contra la vida, de aquí nace la
moral... Definición de la moral: la moral es la idiosincrasia del decadente con la intención oculta de vengarse de la
vida, y esta intención ha sido coronada por el éxito. Yo atribuyo mucho valor a esta definición.

8
¿Me habéis comprendido? Yo no he dicho aquí ni una palabra que no haya sido dicha, cinco años antes, por boca de
Zaratustra. La invención de la moral cristiana fue un acontecimiento sin precedente, una verdadera catástrofe. Ello se
explica por una fuerza mayor, por una fatalidad: divide la historia de la humanidad en dos pedazos. Se vive antes del
cristianismo o después de él... El rayo de la verdad ha caído sobre lo que hasta ahora había estado en el más alto lugar.
Que el que comprenda lo que ha sido destruido por él, mire si le queda aún algo entre las manos. Todo lo que hasta el
presente ha sido llamado verdad está hoy desenmascarado como la mentira más peligrosa, la más pérfida, la más
subterránea; el pretexto sagrado de hacer a los hombres mejores aparece como un ardid para agotar la vida misma, para
hacerla anémica extrayéndole la sangre. La moral considerada como vampirismo... El que descubre la moral ha
descubierto, al mismo tiempo, el no valor de todos los valores en los cuales se cree y en los cuales se creía. No ve nada
ya de venerable en los tipos más venerados de la humanidad, en los que han sido canonizados: ve allí la forma más
fatal de los seres malogrados, fatal porque ofusca... El concepto de Dios ha sido inventado como antinomia de la vida;
en él se resume, en una unidad espantosa, todo lo que es dañino, venenoso, calumniador, toda la enemistad contra la
vida. El concepto del más allá del mundo-verdad no ha sido inventado más que para despreciar el único mundo que
existe, para no conservar ya a nuestra realidad terrenal ningún objetivo, ninguna razón de ser, ningún fin. El concepto
de alma, de espíritu, y, en fin de cuentas, también de alma inmortal, ha sido inventado para despreciar el cuerpo, para
ponerlo malo, para hacerlo sagrado, para apartar a todas las cosas que merecen ser tomadas en serio en la vida: las
cuestiones de alimentación, de alojamiento, de régimen intelectual, los cuidados a los enfermos, la limpieza, la
temperatura, la más espantosa incuria. En vez de la salud, la salud del alma, quiero decir una locura circular que va
desde las convulsiones de la penitencia a la histeria de la redención. La noción del pecado ha sido inventada al mismo
tiempo que el instrumento de tortura que la completa, el libre albedrío, para extraviar los instintos una segunda
naturaleza. En la noción del desinterés, de la renuncia a sí mismo, encontramos el verdadero emblema de la
decadencia. El atractivo que ejerce todo lo que es perjudicial, la incapacidad de discernir nuestro propio interés, la
destrucción de nosotros mismos, han llegado a ser cualidades, son el deber, la santidad, la divinidad en el hombre. Por
último, y esto es lo más terrible, en la noción de hombre bueno nos declaramos a favor de todo lo que es débil,
enfermo, malogrado; a favor de todo lo que sufre de sí mismo, de todo lo que debe desaparecer. La ley de selección
está contrapesada. De la oposición al hombre altivo y bien logrado, al hombre afirmativo que garantiza el futuro, se
hace un ideal. Este hombre se convierte en el hombre malo... Y se presta fe a todo esto bajo el nombre de moral.
Ecrasez I' infáme!

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¿Me habéis comprendido? Dionisio frente al crucificado...

davincibyte@hotmail.com

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