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6000 AÑOS DE CAUTIVERIO
(EL NUEVO ORDEN MUNDIAL)
MANUEL J. MACHADO
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Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo per-
miso escrito del editor. Todos los derechos reservados
6
Para mi familia,
para mis amigos,
para todos aquellos que tienen fe y
creen que es posible crear un mundo mejor,
una vez más.
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“En el país de los ciegos el tuerto es el rey.”
Erasmo de Rotterdam.
“Un país sin ceguera es más próspero que otro con un rey tuerto.”
Legado de Phyribunoski. Sabiduría 1: 1. P. 725
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ÍNDICE
PÁGINAS
Sobre el autor 13
Prólogo del autor 17
CAPÍTULOS
1 Phyribunoski 21
2 Ariel 25
3 Mats Dalhberg 45
4 Un mal presagio 49
5 Un suicidio enigmático 57
6 El secreto de Mats Dalhberg 75
7 El cofre 107
8 Desaparecidos 117
9 Sincronización (ingeniería genética, telepatía
entre células y entre átomos) 145
10 Ataque por sorpresa 169
11 El Legado de Phyribunoski 175
12 Los judíos 209
13 La espiritualidad universal 273
14 Un encuentro inesperado 303
15 El nuevo orden mundial 329
16 Atrapados 397
17 Dolores de parto (los cimientos del mundo
actual se tambalean) 433
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SOBRE EL AUTOR
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ciones de feria y el circo de los hermanos Popeye, con el que sus
padres solían viajar.
En 1955 sus padres se establecieron en El Ejido, provincia de
Almería, donde echaron raíces.
Manuel era hijo único y al no tener sus padres medios económi-
cos para costearle estudios superiores de arte y literatura, su afán de
niño por aprender lo llevó a convertirse en autodidacta. Un sistema
de aprendizaje difícil, no apto para menores, que obligó a Manuel a
ser tan responsable y autocrítico como un adulto, por tener que
hacer de profesor y alumno al mismo tiempo.
Fueron tiempos difíciles para los españoles de clase pobre y
Manuel no era una excepción. Sin embargo, seis años después de
estar en El Ejido, Manuel estuvo en Barcelona seis meses tomando
clases de pintura al óleo del maestro Pascual Bueno, gracias a que
su tío Pepe vivía en San Adrián del Besós y le proporcionó trabajo
para costearse las clases. Meses después, Manuel viajó a Alcalá de
Henares gracias a un mecenas que le ofreció comida, cama, ropa
limpia y la oportunidad de estudiar en la academia de bellas artes,
pero no le gustó y volvió a El Ejido. Manuel tenía otra idea en
mente: recorrer el mundo para conocerlo y en un futuro lejano, es-
cribir sus experiencias.
Al morir su padre en 1969, natural de Guadix, provincia de Gra-
nada, Manuel, junto con su madre, que es de Menorca, segunda isla
en tamaño de las Baleares, decidieron mudarse a Mallorca por tener
Manuel más posibilidades de emprender una nueva vida. Meses
después se le presentó a Manuel la oportunidad de emigrar a Sue-
cia, donde vivió más de media vida y tiene las dos nacionalidades:
la sueca y la española. Su madre tenía un trabajo fijo en el hotel
Punta negra y vivía en un piso que compró, con un préstamo banca-
rio, en la Calatrava, en el centro de palma, al pintor Juan Covas, y
que Manuel le ayudó a pagar enviándole dinero desde Suecia.
En Suecia, a Manuel se le abrieron las puertas a un mundo nue-
vo y lleno de posibilidades en ese maravillo país escandinavo, que
le ofreció la posibilidad de aprender tantas cosas que en España
quería pero no podía por falta de medios. Manuel siguió con la cos-
tumbre de trabajar por el día y dedicar la mayor parte de su tiempo
libre a investigar los misterios que encierra la vida y a pintar cua-
dros. Los primeros diez años, trabajó seis meses de pintor decora-
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dor, de profesor de español, haciendo exposiciones de pintura al
óleo y publicando algún artículo; el resto del año lo dedicaba a
cumplir su sueño de viajar por el mundo para conocerlo, pues como
investigador meticuloso, prefería los conocimientos basados en su
propia experiencia. Manuel continuó con su estilo de vida, aunque
más limitado en los viajes por tener familia. Años después, en
1994, había descubierto tantos misterios relacionados con los pro-
blemas de convivencia de los últimos 6000 años de historia, que
llegó a la conclusión de que había llegado el momento de ponerse a
escribir para comunicar a los demás sus experiencias y empezó a
diseñar sus futuras novelas, que le tardaría años en escribirlas, entre
ellas una trilogía con más de 1.200 páginas y que le falta unos re-
ajustes para publicarla.
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PRÓLOGO DEL AUTOR
Manuel J. Machado
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CAPÍTULO 1
PHYRIBUNOSKI
1919.
(88 años antes del comienzo de esta historia)
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CAPÍTULO 2
ARIEL
Mayo de 1983.
(64 años después de la reunión que Phyribunoski tuvo en
Moscú, en 1919)
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-Lo vi esta mañana, en el periódico, pero no lo conozco de nada
–respondió con temor, que intentó ocultar.
Los visitantes no tenían aspecto de académicos representando al
Museo de Historia israelí, más bien de agentes de algún departa-
mento estatal o militar, del Mossad tal vez. Se dijo Ariel y tragó sa-
liva, al pensar que podrían ser los que asesinaron al periodista.
-No mienta, doctor, usted sabe quien era este hombre -le inqui-
rió el otro.
-No sé de qué me está hablando -respondió alterado.
-Este hombre le dio a usted algo que nos pertenece -torpedeó
con mirada fría el que parecía ser el jefe y señalando la fotografía
en el periódico.
-Ya le he dicho que no sé quien es -insistió Ariel más calmado;
comprendió el peligro que corría.
-¿Por qué se puso nervioso cuando le mostré la fotografía del
sujeto? -interrogó el jefe con mirada inquisidora.
-¿Le parece poco preocupante asesinar a una persona en un ri-
tual satánico en un cementerio y encontrarme en mi despacho con
dos representantes muy dudosos del Museo de Historia israelí
haciéndome preguntas acusadoras? -Ariel cerró la puerta con la lla-
ve y se la echó al bolsillo-. Ustedes no salen de aquí hasta que di-
gan a la policía qué es lo que quieren de mí y de qué me acusan
–agarró el teléfono interno para avisar a los de seguridad de la uni-
versidad, pero el jefe le quitó el auricular y lo puso en la horquilla.
El otro lo agarró con fuerza por detrás y su jefe le sacó del bolsillo
la llave de la puerta.
-Si nos miente, puede perder algo más valioso que su carrera
-amenazó el jefe y le hizo una seña a su compañero para que lo sol-
tara.
-¿Qué les ha robado ese hombre? -preguntó Ariel haciendo un
esfuerzo para aparentar estar seguro de sí mismo.
-Un libro –respondió el jefe, a secas.
-¿Un libro? ¿Por qué están tan seguros que me lo dio a mí?
-Lo han visto merodear por la universidad y por donde usted vi-
ve –inquirió el jefe.
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-Allí viven muchos que trabajan en la universidad -atajó Ariel
restándole importancia.
-Usted es el único profesor doctorado en Historia que sabe
hebreo –le espetó el jefe.
-¿Cómo se llama el autor del libro que les robó? ¿Cuál es el títu-
lo de la obra? ¿Cuándo se publicó? -preguntó Ariel en hebreo.
-Phyribunoski, historiador y filósofo judío de principios de siglo
–respondió el jefe, pero en inglés.
Ariel los encaró pensando que la mejor defensa es un buen ata-
que.
-No me suena de nada y conozco a todos los de ese tiempo.
Además, no saben el título de la obra. Ustedes me ocultan algo.
-Si tiene noticia de algo escrito por Phyribunoski en hebreo u
otro idioma, comuníquelo al Museo de Historia israelí, en Jeru-
salén. Aquí tiene la dirección y el número de teléfono -le aconsejó
el jefe y dejar sobre la mesa la tarjeta de visita. Y salieron dejando
la llave en la puerta.
Ariel estaba nervioso, le sudaban las manos; no estaba acostum-
brado a la violencia.
Cuando Ariel llegó a casa después de una jornada agotadora la
encontró patas arriba. Comprobó el sistema de seguridad y habían
desconectado la alarma, forzado la cerradura y se habían llevado
algunos objetos de valor. Llamó a la policía y después de la inspec-
ción, el jefe del departamento científico le dijo que parecía ser obra
de una banda de ladrones profesionales que operaba en la ciudad.
Ariel sabía que eran los dos israelíes buscando el libro. Menos mal
que el día anterior se lo llevó a la universidad y lo tenía bajo llave
en un cajón, en la mesa de su despacho. <Mañana indagaré lo de
Phyribunoski y leeré su libro cuando haya terminado la tesis>, se
dijo Ariel y consideró que sería mejor no decir nada a su familia del
vandalismo en su casa, para no alarmarla y le hicieran preguntas
embarazosas.
Al día siguiente, en la universidad, buscó en los archivos al his-
toriador y filósofo Phyribunoski, pero no encontró a nadie con ese
nombre. Buscó en temas literarios de principios de 1900 y tampoco
había nada de él. Buscó la editorial que publicó el libro en Alema-
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nia, pero se había fusionado con otra y entre las obras publicadas
hasta 1920, no apareció nada de Phyribunoski ni del best-seller so-
bre los “Protocolos de Sión”.
Al día siguiente, viernes, Ariel había terminado la tesis y le pre-
guntó al rector de la universidad si podía tomarse unos días libres.
-Le doy una semana para que se prepare para una misión a la
que yo, personalmente, le he recomendado por sus conocimientos
del idioma hebreo –anunció el rector.
-¿De qué se trata?
-La Dirección ha aprobado un proyecto para aportar respuestas a
las lagunas que todavía quedan de la importancia que los judíos se-
fardíes tuvieron en el desarrollo de Occidente en los últimos 500
años. Será el ayudante del decano doctor Arlington, para traducirle
antiguos textos hebreos. Irán a España. Espero no defraude la con-
fianza que he depositado en usted, mi joven doctor -le advirtió el
rector.
-No lo haré, señor –respondió Ariel poniéndose rígido y muy se-
rio.
Ariel estaba muy contento, por tener la oportunidad que estaba
esperando para ascender un escalafón muy importante en la inves-
tigación de campo. Pensó que no podía ser mejor: visitaría un país
que sólo conocía de los textos y los documentales de Historia. Y es-
taría lejos de todo lo relacionado con el libro de Phyribunoski, que
le tenía robado el sueño.
La noticia del viaje fue acogida con gran alegría por su familia,
sobretodo, por su abuelo materno Isaac, que ya de niño veía en él
signos de inteligencia que lo llevarían a ser un orgullo para la raza
judía, aunque fuese la tercera generación de una familia judía con-
vertida al catolicismo.
Ariel asistió a la fiesta de cumpleaños de su abuelo Isaac y le
preguntó si sabía algo de Phyribunoski. Le dijo que no y que no
malgastara su tiempo en nimiedades. Sin embargo, Ariel notó que
su abuelo se puso nervioso y empezaron a temblarle las manos,
cuando le preguntó por Phyribunoski.
En un país pequeño, rodeado de enemigos, que obtuvo la inde-
pendencia en 1948, un ex Director adjunto de 85 años del servicio
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de inteligencia, pero que en cierto modo seguía activo por sus co-
nocimientos, estaba en un café con uno de los magnates financieros
más ricos y poderosos del planeta.
-No me explico cómo pudo escapársele ese periodista investiga-
dor disfrazado de mendigo -le reprochó el magnate.
-El comando Kiron lo tenía acorralado y a pesar de estar herido
por varios disparos, consiguió escapar y se suicidó en un cemente-
rio, dando a entender que fue sacrificado por una secta satánica ju-
día, al pintar en las lápidas la estrella de David con su propia sangre
y poner velas negras.
-¿Cree que pudo ponerse en contacto con ese judío bautizado
Ariel? –preguntó el magnate.
-Sabíamos que el periodista había conseguido un libro compro-
metedor de Phyribunoski en hebreo y que estaba buscando un tra-
ductor de confianza iniciado. Todo indica que tuvo que darle el li-
bro a ese joven judío católico o no se habría suicidado, pero cuando
registramos su casa no lo encontramos; puede que el periodista se
lo haya enviado por correo o usado otro medio. Estamos vigilando
todos sus movimientos y si tiene el libro de Phyribunoski, tarde o
temprano lo sabremos por sus investigaciones –informó el ex Di-
rector adjunto.
-¿Le dieron los agentes la información necesaria para que, en
caso de que no tuviera el libro, sintiera curiosidad e intentara inves-
tigar quien era Phyribunoski?
-Sí, señor, lo hicieron -respondió el ex Director adjunto.
-Espero que ese joven ambicioso lo investigue. Su abuelo Isaac
era un estadista eficiente para nuestra causa, hasta que se unió a un
grupo que seguía la filosofía de Phyribunoski y ante la presión anti-
semita en 1920 en Alemania, para salvar su vida, se mudó a Esta-
dos Unidos con el apellido cambiado, renegó de su religión y se
convirtió al catolicismo. Desde entonces se ha mantenido al mar-
gen. Sabe que él y sus descendientes morirán si abre la boca –pun-
tualizó el magnate.
-¿Por qué se le permitió vivir cuando eliminamos a todos los del
grupo que en 1919 estuvieron en la última reunión que Phyribunos-
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ki tuvo en Moscú y después también eliminamos a sus familiares,
parientes y amistades? -preguntó el ex Director adjunto.
-Nos es más útil con vida. Hay periodistas de investigación que
saben de la existencia de Phyribunoski y de su Legado, y es proba-
ble que se pongan en contacto con él. No olvide que todavía no
hemos encontrado el manuscrito original del Legado de Phyribu-
noski y la clave que lo descodifica, donde describe todo nuestro
plan milenario, y mientras no lo tengamos, estamos en peligro –ad-
virtió el magnate.
-Por culpa de Phyribunoski, que de forma anónima publicó en
Rusia los “Protocolos de Sión”, sufrimos un retroceso y tuvimos
que sacrificar las vidas, <<según las cifras oficiales>>, de seis millo-
nes de los nuestros en la Segunda Guerra Mundial –le recordó el ex
Director adjunto esbozando una mueca socarrona.
El magnate quedó ausente unos segundos. Estaba pensando que
“ese retroceso por culpa de los Protocolos de Sión”, lo enriqueció a
él de forma muy especial, por endeudarse con su casa de banca los
Gobiernos que participaron en la II Guerra Mundial. Al volver a la
realidad le dijo:
-Hemos conseguido todos los fragmentos que había del Legado,
pero hasta que no encontremos el original y la clave que lo descodi-
fica, no nos sirve de nada. El original y la clave tienen que estar en
alguna parte –insistió el magnate.
-Si existiera lo habríamos encontrado. No ha quedado ningún
cabo suelto y lo hemos investigado a fondo, hasta el más mínimo
indicio. Todo indica que se destruyó en aquellos tiempos de revuel-
tas e ignorancia de los ciudadanos durante la Primera y la Segunda
Guerra Mundial -afirmó el ex Director adjunto.
-¿En qué se basa para estar tan seguro? -interrogó el magnate
con mirada escudriñadora.
-Si el original y la clave que lo descodifica estuvieran en manos
de alguien, en los más de sesenta años que han transcurrido, ya
habrían salido a la luz indicios de su existencia y eso todavía no ha
sucedido –puntualizó el ex Director adjunto.
-¿Cómo va la investigación? -preguntó el magnate.
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-Parece que ese periodista de investigación camuflado de men-
digo intentó ponerse en contacto con Isaac, pero al ser tan mayor y
probablemente negarse a colaborar, decidió intentarlo con su nieto
Ariel, que nos llevará a los contactos que tenía el periodista –res-
pondió el ex Director adjunto.
-Esta vez no podemos fallar, como han venido haciendo nues-
tros antecesores cada vez que estaban cerca de alcanzar la hege-
monía mundial de forma definitiva. Sé que no tengo que recordarle
la gravedad de la situación. Sea muy cauteloso en su cometido –ad-
virtió el magnate.
-Sé muy bien lo que me hago, señor. Y aunque de forma oficial
esté jubilado, pero no <<retirado>>, tengo los mejores agentes a mi
servicio –finalizó el ex Director adjunto.
En Columbia, Ariel había leído el libro de Phyribunoski. Com-
prendió el interés de los israelíes por todo lo relacionado con sus
escritos y lo arriesgado de tener acceso a esos conocimientos y di-
vulgarlos. El libro de Phyribunoski era muy comprometedor, ya
había pagado con su vida el periodista que se lo dio, y sintió miedo
al comprender que podría correr la misma suerte. Ariel no sabía qué
hacer: entregar el libro al Museo de Historia israelí o esconderlo y
olvidarse del tema tan escabroso. Reconoció que dárselo a los isra-
elíes no era buena idea, lo podrían matar para evitar que indagara,
descubriera la verdad y la publicara. Y decidió continuar con la in-
vestigación cuando regresara del viaje a España.
En casa de sus padres, su madre le dijo que tenía que ir a despe-
dirse del cura de su parroquia, que lo bautizó y con el que toda la
familia tenía una buena amistad, sobretodo, su abuelo Isaac y su
abuela Sara, a los que acogió en su casa cuando llegaron huyendo
del antisemitismo que se alzó en Alemania contra los judíos por
culparlos de la derrota que sufrió en la 1ª Guerra Mundial.
Según la versión de los hechos que sus abuelos maternos le ha-
bían contado a Ariel y al resto de la familia, la bondad del entonces
joven sacerdote Kowalski, que sin pedirles nada a cambio los aco-
gió en su propia casa como almas de Dios sin importar su religión y
ayudarles a salir adelante en aquellos tiempos tan difíciles que co-
rrían para los judíos; hizo que Isaac, ante el acto de fe y bondad del
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sacerdote Kowalski, él y su esposa Sara decidieran estudiar la reli-
gión cristiana y se convirtieran al catolicismo, cuando la verdad era
otra muy distinta: Isaac era uno de los que estuvieron en la última
reunión que Phyribunoski tuvo en Moscú, en 1919…
-Sabía que no te marcharías sin antes venir a verme. Te veo un
poco preocupado y deberías confesarte, para tener la conciencia
tranquila y estar a bien con Dios -le aconsejó el anciano sacerdote
Kowalski.
-No lo creo necesario, Padre -respondió Ariel con la cabeza aga-
chada.
-Anda, ven, que la confesión siempre ayuda -insistió el sacerdo-
te Kowalski y se lo llevó del brazo al confesionario.
Ariel no quería comprometer a su querido párroco pero sabía
que mentir en la confesión era un pecado muy grave y lo confesó
todo.
-¿Sabe usted, Padre, algo a cerca de ese historiador y filósofo
judío Phyribunoski? -preguntó Ariel después de confesarse.
-Nunca he escuchado hablar de él. Según tú, era un hombre
bueno que quería hacer el bien para toda la humanidad.
-Es lo que da a entender en lo poco que he leído de él. Padre, me
gustaría mucho leer algunas de sus obras, pero sólo tengo el libro
que me dio el periodista que apareció muerto en el cementerio.
-Como historiador y estadista que eres, comprendo tu interés por
querer saber más de ese hombre eminente. Escucha, mi querido
hijo -dijo acariciándole los hombros con ternura-, te he bautizado y
te he visto crecer con alegría, siguiendo la doctrina de nuestro Se-
ñor Jesucristo. El libro que te dio el periodista está manchado con
su sangre y deberías apartarte de ese camino. Estás en la flor de la
vida y podrías acabar como él.
-Gracias, Padre. Usted siempre con sus buenos consejos -le dijo
Ariel con una sonrisa a su querido párroco.
-Es lo menos que puedo hacer por uno de mis feligreses más
queridos. Que la paz del Señor esté contigo y con tu espíritu -le de-
seó el sacerdote Kowalski despidiéndose de él con un abrazo.
El sacerdote Kowalski sabía el peligro que implicaba decir a
otras personas que conocía la existencia del Legado de Phyribu-
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noski. En el confesionario, Isaac y Sara, los abuelos maternos de
Ariel, abrieron sus corazones al bondadoso Padre Kowalski para
aliviar sus sufrimientos y con el trascurso de los años, lo fueron
confesando todo.
Lo que se dice en la confesión es un secreto inviolable y el sa-
cerdote Kowalski, como buen cristiano, se llevaría el secreto a la
tumba.
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cuando no van a ayudarle en nada en la carrera que acaba de co-
menzar? –le aconsejó Arlington.
-Ya sé que es perder el tiempo. Es por pura curiosidad. ¿Fue
Phyribunoski una persona importante?
-Según tengo entendido, llegó a ser consejero del zar de Rusia
Nicolás II –respondió Arlington.
-Tuvo que ser un personaje relevante para su época y, sin em-
bargo, ha sido borrado de la historia occidental. ¿A usted no le pa-
rece extraño?
-Los historiadores sabemos mejor que la mayoría las lagunas
que esconde la Historia. Tome como ejemplo esta misión sobre los
judíos, que durante siglos hemos intentado esclarecer la importan-
cia que tuvieron en el desarrollo de Occidente, pero siempre han
sido muy recelosos a la hora de dar esa información tan valiosa pa-
ra nuestra Historia -aclaró Arlington.
-¿Por qué se niegan a colaborar, cuando es por el bien de ellos?
-Mi estimado joven Ariel, tiene mucho que aprender sobre la
maldad de algunas personas que todavía siguen odiando a los judí-
os. Toda la información que consigamos recopilar se pondrá al ser-
vicio público y esa clase de personas la pueden usar para perjudicar
los intereses de Israel y demás judíos que viven en la diáspora, di-
seminados por todo el mundo.
-¿Sabe usted dónde podría encontrar información de Phyribu-
noski? –preguntó Ariel.
-Si la memoria no me falla, creo que él era polaco, de Cracovia.
Es posible que allí encuentre algún anciano que sepa algo -finalizó
el decano Arlington.
Horas después, el avión aterrizó en el aeropuerto de Barajas, en
Madrid, y en la salida estaba esperándoles el rabino Kwiatkowski.
-Bienvenido, doctor Arlington. Hace tiempo que no nos vemos
–dijo el rabino estrechándole la mano.
-Veinte años. Me alegro de verle, rabino Kwiatkowski. Le pre-
sento al joven historiador y estadista Ariel, que me va a traducir an-
tiguos textos hebreos.
-He leído su currículum vitae, que usted me envió. Un joven bri-
llante y con un gran futuro por delante. Encantado de conocerle y
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bienvenido -dijo el rabino estrechándole la mano con efusión a
Ariel.
El rabino los llevó en su coche, que lo conducía un joven estu-
diante de su sinagoga, al hotel donde tenían reservado alojamiento.
-Venga mañana con su ayudante a mi sinagoga, a las doce del
medio día, y le daré los pormenores para que pueda conseguir toda
la información que necesita –informó el rabino despidiéndose de
ellos con un efusivo apretón de manos.
-El recibimiento no pudo ser mejor y la misión va a ser un éxito.
¿No lo cree usted, doctor Arlington? -preguntó Ariel.
-Es demasiado prematuro para cantar el aleluya. Los judíos
siempre han sido muy recelosos a la hora de dar según qué clase de
información a los que no pertenecen a su raza y creencia religiosa.
Se instalaron en sus respectivas habitaciones, que estaban colin-
dantes.
Ariel se había duchado y cambiado de ropa para salir, cuando el
decano Arlington llamó a la puerta.
-¿Sí, doctor? -preguntó al abrir.
-Yo voy a dormir unas horas; el cambio de horario me mata. Veo
que va a salir –indicó el decano Arlington.
-Debería hacer como usted y dormir unas horas, pero hay tanto
por ver en el casco antiguo, tan plagado de historia -dijo Ariel con
tanta ilusión, que parecía querer echar a correr escaleras abajo.
-Cuando yo tenía su edad, a hurtadillas me escapaba de mis su-
periores para palpar el ambiente de ciudades como Madrid. Nos
vemos esta tarde. Y no se pierda -le aconsejó Arlington con una
sonrisa de nostalgia al recordar aquellos años mozos.
El hotel estaba a un tiro de piedra de la plaza Cibeles y el parque
del Retiro. Lo primero que Ariel hizo al salir fue respirar hondo pa-
ra empaparse del ambiente primaveral. El vibrante ajetreo de la
ciudad, le hizo recordar a Carlos y a su hermana Mercedes, dos
amigos de la infancia, de padres universitarios españoles, de Sevi-
lla, que durante cinco años fueron vecinos y desde entonces no ha
sabido nada de ellos por volver con sus padres a España al finalizar
el contrato. Ariel suspiró de nostalgia al recordar que Mercedes fue
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el primer amor de su vida y se dijo que si la volvía a encontrar y es-
taba soltera, se casaría con ella sin pensárselo dos veces.
Al día siguiente, sobre las doce del mediodía, el decano Arling-
ton y Ariel estaban en la sinagoga, esperando al rabino Kwiatkows-
ki, cuando un joven estudiante entró y les dijo que estaba de cami-
no y que no tardaría mucho en llegar.
-Siento haberle hecho esperar, doctor Arlington; el tráfico me ha
retrasado -se justificó el rabino Kwiatkowski al estrecharle la ma-
no.
-Por favor, sólo son unos minutos pasadas las doce -le dijo Ar-
lington con una sonrisa afable.
El rabino dio a Arlington una carpeta con todos los pormenores.
-Si tuviera algún problema en Salamanca o Toledo para tener
acceso a documentos históricos, entregue la carta de recomenda-
ción que tiene en la carpeta -informó el rabino Kwiatkowski.
-Gracias por su ayuda. Nos veremos dentro de dos semanas,
cuando hayamos terminado, para celebrarlo con una cena y comen-
tar las incidencias -finalizó Arlington estrechándole la mano y salió
para buscar un taxi.
-¿Puedo hacerle una pregunta a título personal? -le pidió Ariel al
rabino, iniciando la conversación en hebreo.
-¿Qué desea saber? –preguntó, en hebreo, con cierto interés.
-Su apellido Kwiatkowski es polaco, ¿lo es usted?
-Así es. ¿Por qué lo pregunta?
-¿Sabe usted, por casualidad, algo de un historiador y filósofo
judío polaco, de Cracovia, de principios de 1900 llamado Phyribu-
noski?
-Nunca he escuchado hablar de él. Por aquel tiempo perdimos
legados de muchos judíos eminentes y todavía no los hemos recu-
perado -aclaró el rabino intentando disimular un ligero desasosiego.
-Según tengo entendido fue un personaje relevante para su épo-
ca: llegó a ser consejero del zar de Rusia Nicolás II y escribió va-
rios libros.
-Interesante –dijo el rabino inclinando la cabeza hacia un lado y
le preguntó-: ¿Ha leído alguna de sus obras?
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-No, aunque me gustaría, pero sin los títulos o los lugares donde
pudieran estar me es imposible -respondió Ariel siguiendo un plan.
-¿Cómo dio con ese tal Phyribunoski? -preguntó el rabino con
curiosidad.
-Fue por casualidad, cuando estaba buscando escritos apócrifos
con la esperanza de que me llevaran a documentos oficialmente
históricos que todavía quedan por descubrir porque nadie ha sabido
cómo buscarlos y que probablemente estarán almacenando polvo y
deteriorándose en bibliotecas o museos.
-Muchos de los grandes descubrimientos se han hecho de ese
modo. Siempre he admirado la labor tan importante de los historia-
dores, y usted, mi joven doctor, tiene un gran futuro esperándole.
Que la suerte le acompañe -le deseó el rabino y se despidió de él
con un efusivo apretón de manos, que a Ariel le pareció falso al no-
tar en él que intentaba aparentar ser amable.
Dos semanas después, el decano Arlington y Ariel estaban en el
hotel, en Madrid, haciendo las maletas para volver a casa.
-¡No me explico cómo se han podido torcer tanto las cosas! ¡No
hemos conseguido nada! ¡Hasta la cena de despedida que teníamos
acordada con el rabino Kwiatkowski la he tenido que suspender por
tenerse que ir a París con urgencia! –se lamentó Arlington alterado.
-Ni siquiera hemos conseguido revisar los documentos que us-
ted ya investigó hace veinte años; nos dijeron que habían sido tras-
ladados a Israel –agregó Ariel desmoralizado.
-Esta actitud de desconfianza me recuerda al período después de
la Segunda Guerra Mundial, cuando los judíos se cerraron en banda
y no soltaban prenda. Algo está ocurriendo y que nosotros desco-
nocemos –explicó Arlington.
-¿Sabe usted qué es?
-No, eso lo saben los servicios de inteligencia. El cometido de
un historiador es recopilar hechos históricos ocurridos, no los que
van a ocurrir –remató el decano Arlington.
Faltaban tres horas para que el taxi que habían reservado los lle-
vara al aeropuerto y como Ariel se aburría en el hotel, decidió salir
a dar un último paseo. Pasó por delante de la puerta de Alcalá y
cruzó para entrar en los jardines del Retiro. En el Retiro, dos hom-
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bres de mala catadura se interpusieron cortándole el paso, mientras
que un tercero lo agarró por detrás y le puso una navaja en el cue-
llo.
-¡Suelta la pasta o te degüello! -amenazó el de la navaja.
Ariel no comprendió lo que dijo, pero era evidente que quería la
cartera (eso lo sabe cualquiera que se encuentre en una situación
como ésa, aunque se lo digan en chino) y vació todos los bolsillos.
Los ladrones se marcharon a toda prisa con el botín. Ariel, tem-
blando de miedo, fue en dirección opuesta para dar un rodeo y vol-
ver al hotel. Cuando estaba para salir de los jardines del Retiro, a lo
lejos, vio a los tres ladrones hablando con dos que estaban en un
coche. Se acercó con cautela para no ser visto y cuando el coche se
puso en marcha, tuvo tiempo de reconocer a uno de los ocupantes:
era uno de los dos israelíes que estuvieron en su universidad pre-
guntándole por el libro de Phyribunoski. Las preguntas se agolpa-
ban en su mente: < ¿Por qué mandaron a esos ladrones españoles
para robarme si saben que no hemos conseguido nada histórico en
hebreo, cuando menos de Phyribunoski? ¿Tendré yo la culpa de
que todo haya ido tan mal aquí, en España, por preguntarle al ra-
bino Kwiatkowski sobre Phyribunoski? ¿Saben los israelíes que
tengo el libro de Phyribunoski y me están presionando para que lo
devuelva? ¿Por qué tanto interés en los escritos de un historiador y
filósofo que ha sido borrado de la historia judía y la occidental?
¿Qué misterio encierran los escritos de Phyribunoski para que el
Museo de Historia israelí mate por conseguirlos?>
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Ariel iba camino de una agencia privada de empleo para que le
ayudara a encontrar una plaza fija en el extranjero, cuando en me-
dio del bullicio de gente, dos transeúntes, un hombre y una mujer
muy guapa, le preguntan si puede ayudarlos a encontrar una direc-
ción que tenían apuntada. Ariel notó algo familiar en la pareja de
desconocidos y les dijo que los conocía de algo, pero no pudo pre-
cisar cuándo ni bajo qué circunstancias. Al presentarse la pareja,
resultó que eran los amigos de la infancia de Ariel: Carlos y su
hermana Mercedes.
Después de intercambiarse besos y abrazos llenos de alegría,
Ariel y Mercedes quedaron mirándose, embobados. Mercedes fue
el primer amor inocente de su infancia y ella le correspondía. Ariel
estaba hechizado, no podía creer lo que sus ojos estaban viendo.
Aquella niña alegre, dicharachera y juguetona, saltando y cantando
con las coletas al viento, que Ariel le tiraba de ellas cuando jugaban
y ella se enfadaba persiguiéndolo por los jardines del parque donde
vivían… Nunca se imaginó Ariel en sus sueños que aquella chiqui-
lla se convirtiera en la mujer esbelta, tan guapa y hermosa que tenía
delante. La cara en forma de corazón, de rasgos delicados y labios
carnosos; con el pelo largo, ondulado, de color azabache, y con
unos ojazos moros que lo cautivaban con su mirada; con unos pe-
chos grandes, firmes y redondos, y con unas curvas de vértigo, para
perderse recorriéndolas.
Mercedes estaba igual que él: hechizada por el hombre tan gua-
po y esbelto en que Ariel se había convertido. Muy varonil, de
constitución atlética, de movimientos ágiles y elegantes, manos de
pianista, cara alargada con rasgos judíos bien perfilados: nariz agui-
leña, labios finos y ojos negros, de mirada intensa y llena de vida.
Con el pelo relativamente largo y ondulado, de color azabache, bri-
llante, vigoroso y tan bien peinado, que ella sintió deseo de acari-
ciarlo.
Al ver Carlos que los dos estaban como si el mundo que los ro-
deaba no existiera, hizo un mohín y remedó con un sonsonete: ¡Es-
to me huele a boda! ¡Esto me huele a boda!
Mercedes se puso roja como un tomate y corrió a su hermano a
puntapiés y a empujones.
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Fueron a un café, recordaron viejos tiempos y reconocieron que
el mundo era un pañuelo. Hablando de sus cosas y a qué se dedica-
ban, resultó que Carlos y Mercedes eran periodistas de investiga-
ción e iban a entrevistarse con el periodista Daniel Kenneth, para
recibir información sobre el misterioso caso Phyribunoski y que
ellos estaban investigando por su cuenta. Al decirles Ariel que él
tenía el libro de Phyribunoski que ellos iban a recibir del periodista
asesinado, los tres se embarcan en la peligrosa misión de encontrar
el Legado original de Phyribunoski y la clave que lo descodifica.
Después de muchos problemas y agentes pisándoles los talones,
consiguen encontrar el original del Legado de Phyribunoski con la
clave que lo descodifica en Cracovia (Polonia). Al volver a Norte-
américa son capturados por los agentes, pero al registrar todo lo
que se trajeron de Cracovia, la casa de Ariel y no encontrar indicio
alguno del Legado de Phyribunoski ni de la clave, cuando los agen-
tes iban a eliminarlos, reciben la orden de no hacerlo: sospechaban
que podrían saber algo más de lo que dijeron y les eran más útiles
con vida. Para que recapacitaran durante un tiempo, los agentes re-
ciben la orden de deportarlos a una isla remota y desierta en la po-
linesia francesa, apartada de todas las rutas comerciales y por ser
considerada maldita por la población indígena del archipiélago.
El motivo por qué los agentes no encontraron el Legado de Phy-
ribunoski y la clave, se debió a que cuando los tres estaban en Cra-
covia y lo encontraron una semana antes de volver a Norteamérica,
lo enviaron a Columbia, capital del Estado de Carolina del Sur, a
través de una empresa privada de mensajería, pero con nombre y
dirección del remitente falsos, para que quedara guardado en el al-
macén por un período máximo de un año, y le dieron un código de
seis cifras con cuatro siglas, para que entregaran el paquete a la
persona que las diera.
Tres meses después, Ariel, Carlos y Mercedes consiguen escapar
de la isla en un enmarañado de troncos a la deriva, cuando se des-
ató una terrible tormenta, y consiguen volver, sin ser descubiertos,
a Columbia. Todo lo que van descodificando del Legado de Phyri-
bunoski lo mandan a los medios de comunicación internacionales,
causándole problemas a la organización que iba tras el Legado y la
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clave, pero todo quedó en mucho ruido por tan pocas nueces y se le
echó tierra al asunto. Los engranajes de la implacable máquina de
poder de esta organización se ponen en movimiento con un único
objetivo: dar con ellos a cualquier precio, hacerse con el original
del Legado de Phyribunoski y la clave que lo descodifica, y des-
pués eliminarlos.
Ante la presión y el peligro de ser descubiertos, los tres deciden
no enviar nada más a los medios de comunicación y dedicarse a ac-
tualizar el Legado de Phyribunoski y publicarlo en un libro, pero la
descodificación es muy complicada y la traducción va lenta, por ser
ecuaciones aritméticas y geométricas.
Un año después, en noviembre de 1984, la situación se vuelve
desesperada. Saben que la muerte les ronda y están de acuerdo que
es muy peligroso seguir jugando al gato y el ratón. Y llegan a la
conclusión de que si quieren salvar sus vidas, no les queda otra al-
ternativa que desaparecer del mundo civilizado. Para despistar a sus
perseguidores y les dé tiempo a huir trazan un plan: deciden que
sea el anciano Padre Kowalski el que entregue a sus verdugos el
original del Legado, con una clave falsa, una semana después de
haber desaparecido.
Pero antes de entregar Ariel el paquete sellado con el original
del Legado y la clave falsa al párroco Kowalski, hace una fotocopia
del Legado y junto con la clave que lo descodifica, su diario y todo
el material de investigación lo mete en un cofre, que compró a un
anticuario llamado Fran, y lo empareda en el sótano de su abuelo
Isaac sin que él lo sepa, con la esperanza de que algún día alguien
lo descubra y pueda continuar donde ellos se vieron obligados a de-
jarlo.
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CAPÍTULO 3
MATS DALHBERG
2006.
(22 años después de Ariel y 87 después de Phyribunoski)
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-Lo que no me explico es por qué eliges para ir de vacaciones un
país que nunca te ha gustado, con lo grande que es el mundo –co-
mentó Rolf.
-Pienso ir a Nueva York, a visitar la antigua sede de la Prensa
mundial y terminar el itinerario en la soleada Miami, sentado en un
chiringuito, en la playa, con un cóctel con una sombrillita encima.
De camino a Miami, he pensado hacer escala en Columbia para vi-
sitar a Jeff Peters. Aquel periodista que estuvo aquí hace dos años
para cubrir unos artículos sobre la industria sueca y yo fui su guía,
y que desde entonces nos hemos intercambiado información de la
industria y el comercio de ambos países –informó Mats con una
sonrisa.
-Me estás poniendo los dientes largos. A mí también me gustaría
hacer ese viaje, pero no puedo dejar mi puesto a la ligera; el perió-
dico se vendría abajo. Tráeme una postal de Miami y la “sombrillita
del cóctel”, para chupar el palillo –remató Rolf.
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CAPITULO 4
UN MAL PRESAGIO
6 de junio de 2007. El Portixol, Palma de Mallorca, islas Balea-
res, España.
(Comienzo de esta historia un día después de la decisión mortal
que tomó Mats Dalhberg).
-Tienes mal aspecto, Marjy (*) –le dijo su esposa Liv, mientras le
preparaba el desayuno en la cocina.
-He pasado una mala noche y he tenido pesadillas –respondió
con ojos cansados, mirada ausente, los codos en la mesa y la barbi-
lla apoyada en los pulpejos de las manos, esperando a que las reba-
nadas de pan saltaran de la tostadora.
-Te moviste tanto, que no me dejaste dormir. ¿Qué has soñado?
–preguntó ella.
-Cosas muy extrañas. Me veía envuelto en el suicidio de alguien
conocido, pero no sé quién es, en persecuciones y asesinatos, y to-
dos me echaban la culpa a mí. Era tan real, que no consigo desco-
nectarme.
-Eso te pasa por comer huevos fritos con bacon a las tres de la
madrugada, antes de acostarte.
-No lo volveré a hacer –prometió.
-¿Por qué estuviste hasta tan tarde despierto, tan interesante es
lo que estás escribiendo? –preguntó Liv con curiosidad.
-Apenas escribí tres páginas y creo que las borraré. No podía
concentrarme. Me invadió una pena tan grande que me causó con-
goja y miedo irracional, como después en la pesadilla –respondió
nervioso.
-Es posible que esté relacionado con lo que estás escribiendo.
No es la primera vez que te sucede –indicó ella.
(*) Marjy es un apelativo cariñoso de Mariano-José que su esposa le puso y con el que sólo ella lo
nombra. Para los demás él siempre ha sido M.J.
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-Esta vez es distinto –dijo M.J. sacudiendo la cabeza-. La pesa-
dilla no tiene nada que ver con el artículo de fondo que estoy escri-
biendo sobre la vida y costumbres de los ancianos pescadores de
caña con corcho desde la orilla, en El Molinar.
-Estás ensimismado. Las rebanadas de pan saltaron mientras
estábamos hablando y se te van a enfriar –le indicó ella.
-No me he dado cuenta –dijo contrariado y las sacó de la tosta-
dora.
-¿Por qué no te vas con la bicicleta? Eso te distraerá –le sugirió
Liv cuando había desayunado.
Le pareció bien y decidió llevarse una máscara de buceo y un
par de aletas. Pensó que despejaría su mente y alejaría los fantas-
mas de la pesadilla.
Decidió ir a Son Verí, que está a trece kilómetros de El Portixol
(su residencia permanente), donde las aguas acostumbran ser crista-
linas y el fondo rocoso de la escarpada costa, ofrece un paisaje
submarino interesante.
Cuando llegó, eligió un lugar donde no había nadie. Se echó la
bicicleta al hombro y bajó por un sendero de cabras. Se enfadó por
haber elegido ese lugar tan abrupto, cuando no muy lejos había
otros donde era más fácil bajar y el fondo marino era más intere-
sante. Pensó subir e ir a otro lugar, pero por una extraña razón de-
cidió quedarse.
M.J. había buceado dos horas y se encontraba tan bien, que se
había olvidado de la pesadilla.
Estaba sentado en una roca, con los pies en el agua, deleitándose
del momento y pensando en los peces que había visto, que no se
dio cuenta de que tenía compañía. Captó su atención unos niños ru-
bios (tres niñas y un niño), que estaban jugando bajo la atenta mi-
rada de los padres, y supuso que serían escandinavos. Una de las
madres, ya que eran dos matrimonios, dijo algo en sueco a los ni-
ños y M.J. se alegró por haber vivido más de media vida en ese
país, al que estaba sentimentalmente unido por lazos de amistad
con personas que influyeron en su vida de forma imborrable. Se
acercó a los niños y les dijo dónde podían ver muchos peces. Ellos
fueron corriendo a sus padres para pedirles las máscaras de buceo,
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pero les dijeron que no. M.J. dijo a los padres que los acompañaría
con mucho gusto y cuidaría de que no les sucediera nada. Los niños
estaban dando saltitos de impaciencia, esperando a que sus padres
se decidieran. Los padres sacudieron la cabeza y aceptaron, pero
con la condición de no alejarse mucho.
Volvieron media hora después y, con inmensa alegría, los niños
contaron a sus padres los peces que habían visto.
Los dos matrimonios, uno formado por Öivin y Gunilla, y el
otro por Gunde y Tyra, al conocer a M.J. por haber leído sus artícu-
los y sus libros, conversaron con él de Suecia y de la suerte que
tenía de vivir en una isla con un clima tan benigno.
-Estáis muy pálidos. ¿Cuándo habéis llegado? –les preguntó
M.J.
-Esta mañana –respondió Öivin con una amplia sonrisa.
-¿Vais a celebrar Midsommar (*) aquí, como algunos suecos
hacen? –preguntó M.J.
-La verdad es que nos gustaría, pero sólo vamos a estar una se-
mana –respondió Öivin y añadió contrariado-: Teníamos que haber
elegido un viaje de dos semanas por el mismo precio y que coinci-
día con Midsommar, pero era a partir de la semana que viene y
nuestras mujeres no quisieron esperar.
-Veo que habéis traído un periódico sueco –indicó M.J., intere-
sado.
-Es el GP (el Correo de Gotemburgo) de hoy. Puede quedárselo.
Nosotros ya lo hemos leído –dijo Gunde al dárselo.
La sangre se le heló en las venas a M.J. y el corazón le dio un
vuelco, al leer lo que cubría la mayor parte de la portada con gran-
des letras negras.
(*) Midsommar: fiesta en Escandinavia del día mayor y la noche menor del año, solsticio vernal, que
se celebra alrededor del 20 de junio.
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M.J. asintió con un movimiento de cabeza; no podía pronunciar
palabra. Al recuperarse, les dijo que era un amigo que no veía des-
de que se mudó a Mallorca. Se vistió todo lo rápido que pudo. En-
rolló el periódico y se lo metió en la cintura. Agarró la bicicleta y
corrió sendero arriba. Quería llegar a casa cuanto antes, para llamar
a Greta: la viuda de Mats. Öivin gritó para decirle que se dejaba la
máscara de buceo y las aletas. M.J. hizo una seña, dándole a enten-
der que carecía de importancia.
Un cuarto de hora después, M.J. llegó a su casa jadeando y su-
dando por el esfuerzo. Tiró la bicicleta en la acera, subió al primer
piso y corrió al teléfono. Su esposa, al verlo tan alterado, preguntó
asustada qué pasaba.
-Mira el periódico –dijo, mientras buscaba en la agenda el
número de teléfono de Mats.
-¿Que Mats se ha suicidado? ¡Eso es imposible! ¡Él era la per-
sona más tranquila y feliz de este mundo! –exclamó ella, conster-
nada.
-A mí tampoco me cuadra –añadió, y marcó el número-. Hola,
Greta. Soy yo, M.J. Siento mucho lo ocurrido.
-Perdone, pero no sé quién es usted –dijo al interrumpirlo con
frialdad.
-Por lo que más quieras, Greta, que soy Mariano –le dijo para
evitar confusión, ya que Mats era el único que lo llamaba Mariano.
Para los demás él era M.J.
-¿Cómo es que sabe mi nombre? –preguntó indignada.
-¿No era usted la esposa de Mats Dalhberg, el que, según acabo
de leer en el periódico GP, se suicidó anoche?
-¡Sí! ¡No paran de llamar extraños y yo a usted no lo conozco de
nada!
-Por el amor de Dios, Greta, que soy el vecino que se mudó a
Mallorca hace quince años.
-¡No vuelva a llamar nunca más! –y cortó la comunicación.
M.J. pensó que si el presunto “suicidio” de Mats ya era inconce-
bible, más lo era la reacción de Greta.
-Aquí hay gato encerrado –murmuró y explicó a su esposa la re-
acción de Greta.
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-Es posible que esté bajo los efectos de un fuerte choque por el
suicidio de Mats y no te reconoció. Aunque tengo que admitir que
es muy extraño; nosotros acostumbrábamos hablar con ellos de
nuestras cosas siempre que teníamos un rato libre –comentó Liv.
-Creo que Mats se metió en algo gordo y lo han asesinado de
forma que parezca un suicidio.
-Si quieres, la llamo yo. Es posible que a mí me escuche –sugi-
rió ella.
-No es conveniente. Ya hablaremos con ella cuando estemos allí
para darle el pésame. Hay que saber qué día y a qué hora es el en-
tierro. Y lo mejor es llamar a la redacción del periódico donde Mats
trabajaba –y marcó el número.
-¿Cuándo es? –le preguntó Liv cuando M.J. finalizó.
-Pasado mañana, a las doce del medio día, en “Skogskyrkogår-
den” (El cementerio del bosque), donde Mats será incinerado. Des-
pués iremos al restaurante Johanna, a celebrar el banquete en me-
moria del difunto Mats, y al que estamos invitados nosotros y nues-
tros hijos –llamó a una agencia de viajes, reservó dos plazas para el
primer vuelo de la mañana y un coche.
M.J. estaba para llamar a sus hijos Edval y Manuela, cuando
ellos lo hicieron para informarlos del suicidio de Mats. Manuela, la
menor, que estaba doctorándose en economía, en Helsingborg
(Suecia), al ser la primera en enterarse, llamó a su hermano Edval,
que estaba en Alaska haciendo un reportaje audiovisual de la flora
y la fauna. Edval ya estaba camino del aeropuerto más cercano para
coger un avión a Gotemburgo.
A sus hijos tampoco les cuadraba lo del suicidio de Mats, sobre-
todo, a Edval, que lo conocía bien por haberlo iniciado en el perio-
dismo y al terminar la carrera, se especializó en lo que siempre fue
la pasión de su vida: la flora y la fauna del círculo polar ártico.
-¿Crees que tu pesadilla fue una premonición? –le preguntó su
esposa.
-Es posible. Era muy real –respondió M.J., cabizbajo.
-Tú tienes el sexto sentido muy desarrollado y sé que cuando un
sueño te conmueve, o como en este caso una pesadilla, es porque
algo relacionado con lo que has soñado va a suceder. Lo de la pesa-
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dilla estaba relacionado con el suicidio de alguien conocido, perse-
cuciones y asesinatos. La primera parte se ha cumplido: Mats se ha
suicidado. ¿Crees que se cumplirán las partes restantes en las que tú
estás implicado? –le preguntó con voz trémula.
-No lo sé –respondió bronco-. Las premoniciones, como la que
tuve anoche en forma de pesadilla, siempre carecen de tiempo y lu-
gar, y no sé a quién o a quiénes afectan. Los detalles, aunque no
siempre, acostumbro saberlos cuando ya ha sucedido, como el ex-
traño suicidio de Mats.
-¿Crees que estamos en peligro? –le volvió a preguntar, asusta-
da.
-Vamos, cariño, tranquilízate, que a ti o a nuestros hijos no os va
suceder nada; lo sabría de inmediato –dijo para calmarla y la
abrazó.
-Tú siempre preocupándote por los demás y nunca piensas en ti.
Si en la pesadilla todos te echaban la culpa de unos asesinatos, tu
vida puede estar en peligro –le advirtió cobijándose en su pecho,
sollozando y temblando de miedo.
-Cálmate, cariño, que a mí no me va a suceder nada.
-¿Estás seguro? –preguntó con los ojos empapados de lágrimas.
-No sé cómo diablos en un futuro impreciso yo voy a estar invo-
lucrado en lo de Mats, en persecuciones y asesinatos, para que to-
dos me echen la culpa a mí. Es posible que sea una dramatización
por el suicidio de Mats y nada de eso suceda. Escucha, cariño, aun-
que no sepa cómo va a terminar todo esto, no tengo la impresión de
que yo vaya a hacerle compañía a Mats por un tiempo. ¿Por qué no
me cuentas algunas de las veces que yo sabía lo que iba a suceder y
salvasteis la vida, eh? Anda, anímate –le pidió más relajado.
-¿Tiene que ser ahora? –objetó contrariada.
-Por favor –insistió y la acarició con ternura, para infundirle
ánimo.
-No sé por dónde empezar –murmuró y quedó pensativa.
-Elige uno que para ti fue importante –sugirió M.J.
-Tú me salvaste la vida cuando éramos novios y me llamaste pa-
ra decirme que condujera despacio en una curva a la izquierda, que
reconocería al ver una casa de color ocre justo antes de comenzar la
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curva. Días después, vi la casa y reaccioné tarde, pero fue suficien-
te para evitar la capa fina de hielo y frenar a tiempo, y caí en la cu-
neta. Si hubiese ido a la velocidad que llevaba, habría caído al ba-
rranco y ahora no estaría aquí para contarlo –recordó, soltando un
suspiro entrecortado por el nerviosismo.
-¿Algún otro de nuestros hijos?
-A Manuela también le salvaste la vida cuando estaba en Teneri-
fe (*), en la escuela de buceo, y la llamaste para advertirle que no
hiciera surfing en una playa donde había un arrecife artificial: se
estrellaría contra las rocas y las fuertes corrientes la arrastrarían a
los abismos submarinos. Tres días después, Manuela estaba con el
grupo de la escuela de buceo en una playa que le recordó a la que
tú dijiste. Iban a hacer surfing y ella dijo que no lo hicieran en ese
lado. Uno, el más atrevido, no hizo caso y se estrelló contra el arre-
cife; las fuertes corrientes lo arrastraron mar adentro y su cuerpo
nunca se encontró.
-¿Te acuerdas de alguno de Edval? –le preguntó M.J.
-Sí, claro –dijo más relajada-. Quién olvida aquella tragedia que
costó la vida a tres de sus compañeros de equipo, cuando estaban
de expedición en el río Umeälven, en Rusfors (**), y se subieron a
unos troncos que iban a la deriva. Edval era el más entusiasta en
hacerlo, pero se acordó de lo que tú dijiste de no subirse a troncos
en un río o moriría ahogado. Edval intentó disuadirlos advirtiéndo-
les del peligro, pero tres no hicieron caso, lo llamaron gallina y mu-
rieron ahogados.
(*) Tenerife: Isla turística perteneciente al archipiélago canario, formado por 7 islas mayores: Gran
Canaria, Fuerteventura, Lanzarote, Santa Cruz de Tenerife, La Palma, La Gomera y El Hierro.
(**) Rusfors: rápidos en el río Umeälven, en el norte de Suecia, cerca del círculo polar ártico, en
Västerbotten, Lappland (Laponia)
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CAPÍTULO 5
UN SUICIDIO
ENIGMÁTICO
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gabardina con disimulo y marcar en el teléfono móvil el primer
número de la agenda, el de Manuela, que estaba en el aeropuerto
esperándolos, y dejó la línea abierta.
-Por favor, Marjy, tranquilízate –medió su esposa, asustada.
-¡Cómo voy a calmarme! ¡Si usted no cambia de actitud, me
niego a responder sus preguntas! ¡Si piensa detenerme, tengo dere-
cho a hacer una llamada y a un abogado! –gritó para que Manuela
lo escuchara a través del teléfono móvil.
-Usted no hará esa llamada ni tendrá un abogado hasta que res-
ponda mis preguntas. Usted decide, señor Mariano José Medina
Rey, aquí o en la sala de interrogatorios en nuestras instalaciones
–amenazó el Director adjunto, encarándolo para intentar imponer
su autoridad, cosa que no conseguía.
-Creo que no –dijo M.J. torciendo los labios y sacó el teléfono
móvil del bolsillo-. ¿Manuela? Bien, estás ahí. Como ya has escu-
chado, tu madre y yo estamos retenidos en el aeropuerto por agen-
tes de Asuntos Internos. El cabecilla de este cuarteto –dijo con des-
precio- es el Director adjunto Tormod Gyllenboga. Evita que estos
–dijo mirándolos de arriba abajo- nos rapten del aeropuerto sin
pruebas acusatorias. Moviliza a la policía y a los medios de comu-
nicación. Esto no puede quedar impune.
El Director adjunto se apresuró a quitarle el teléfono móvil de la
mano.
-Señorita Manuela, por favor, no llame a nadie. Sus padres no
están detenidos. No hay pruebas acusatorias contra ellos. Sólo ne-
cesito que su padre responda unas preguntas. No más de diez minu-
tos. Máximo un cuarto de hora. De acuerdo, diez minutos –cortó la
comunicación y devolvió el teléfono móvil a M.J.
-Le escucho –dijo M.J. al Director adjunto imponiendo, esta
vez, su autoridad.
-Señor Medina, por favor, necesito que me diga cuándo Mats
Dalhberg se puso en contacto con usted o recibió alguna informa-
ción de él –pidió con amabilidad forzada.
-Ya dije que el único contacto que teníamos era el de postales de
felicitación: en Navidad, Semana Santa, Midsommar y cumpleaños
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–respondió M.J. con sinceridad. Estaba diciendo la verdad y se per-
cató de que él lo notó.
-Durante esos quince años, ¿ha ido Mats alguna vez a visitarlo?
–preguntó inquieto. Intuía que no iba a conseguir lo que andaba
buscando.
-No, aunque me hubiese gustado que viniera a Mallorca. ¿En
qué se metió Mats para que Asuntos Internos tomen cartas en el
asunto? –preguntó M.J., preocupado.
-Es materia reservada. Usted dejó todo y se mudó a Mallorca
para escribir. ¿A qué se debió ese cambio de vida tan radical? ¿In-
fluyó Mats en usted para que tomara esa decisión?
-Lo hice por voluntad propia –respondió apenado por su repen-
tina muerte-. Cuando lo comenté con Mats, me dijo que fue una de-
cisión acertada.
-Es todo, señor Medina, pueden retirarse –concluyó el Director
adjunto, mirando su reloj.
-¿Puedo hablar con usted en privado? –le pidió M.J. con amabi-
lidad.
-De acuerdo, pero antes llame a su hija.
-Fuera de esta sala –rebatió M.J., contundente.
-Salgamos. Vosotros esperar en el coche –ordenó a sus agentes
al abrir la puerta.
Estaban en la gran sala de espera del aeropuerto. El continuo ir y
venir de suecos que iban de vacaciones a un lugar paradisíaco y los
que venían bronceados por el sol, recordó a M.J. aquellos tiempos
cuando iban a Mallorca a ver a su madre y salían con el velero a
navegar por las cálidas y cristalinas aguas del Mediterráneo. Estaba
para sacar el teléfono móvil y llamar a su hija, cuando alguien tocó
en su espalda. Era Manuela, que primero abrazó a él y después a su
madre.
-Manuela, te presento al Director adjunto Tormod Gyllenboga
–le aclaró M.J., guiñándole un ojo con disimulo.
-Es un placer, señor –dijo al estrecharle la mano con actitud des-
envuelta-. No me lo imaginaba tan apuesto y elegante. Pensaba que
era uno de esos ogros que salen en las películas de espías –indicó
Manuela con una sonrisa airosa y sensual.
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-Perdonar un momento –anunció M.J. a su esposa y a su hija-.
Tengo que hablar en privado con el señor Gyllenboga.
-No es necesario, puede irse con su esposa y su hija: una mujer
encantadora –repuso Tormod lanzándole una leve sonrisa.
-Insisto, por favor –pidió M.J., con amabilidad.
Salieron del recinto y decidieron dar un paseo por las inmedia-
ciones.
-Lo del suicidio de Mats –empezó diciendo M.J.- no se lo cree
nadie que lo conocía. Han tenido que asesinarlo de forma que pa-
rezca un suicidio. Debe comprender, que nada de esto encajaba con
la mentalidad de Mats. Él había trabajado toda su vida en el perió-
dico y nunca se metía en problemas que lo llevaran al extremo de
suicidarse.
-¿Por qué cree que no fue un suicidio? –lo espetó Tormod.
-Porque lo conocía. Para ustedes es distinto, al sólo tener los re-
sultados de la investigación del departamento científico. Ya sabe, lo
habitual en estos casos: pelos, fibra de ropa, algún rastro de ADN,
huellas digitales en la escalera y en la azotea; pisadas, marcas pun-
tiagudas hechas por las plantillas que los escaladores ponen en sus
botas para trepar por paredes de hielo. ¿Lo han investigado? –la
pregunta la hizo M.J. para tomar las riendas de la conversación, al
ser obvio que no lo comprobaran por no haber hielo a principios de
verano.
-Pensamos en esa posibilidad. Cuando llegamos, la policía y su
departamento científico ya habían pisoteado la zona –se justificó
Tormod molesto y no se percató de que era una artimaña de M.J.
para controlarlo.
-Señor Gyllenboga, no piense que estoy en contra de la labor
que ustedes desempeñan. Es como cualquier otro cometido en este
mundo decadente. Las personas como usted tienen un alto grado de
integridad y ética profesional; de otro modo, los servicios de inteli-
gencia no funcionarían. Para mí, ustedes se asemejan a un cuchillo
de calidad, que dependiendo de quién lo usa, así serán sus fines. Si
está en manos de un cocinero, servirá al arte culinario. Si está en
manos de un asesino, servirá para matar.
-¿Qué insinúa? –lo encaró lanzándole una mirada inquisidora.
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-Déjese de perentorios. No hace falta ser un sesudo superdotado
ni tener mucha imaginación, para saber que un agente secreto nun-
ca revela su verdadera identidad a nadie, cuando menos a los que
está investigando, a no ser que quiera darle al interrogatorio un aire
de legalidad falsa. Y lo primero que usted hizo, fue identificarse
con su documentación y nombre completo. Los nombres de sus tres
agentes Folke, Ulrik y Glen, por norma, acostumbran ser alias. To-
do esto indica que Mats tuvo que ser víctima de una conspiración
en un nivel muy alto para que el Servicio de Inteligencia mande a
uno de sus directores adjuntos para investigar el caso. De lo que no
me cabe la menor duda es que Mats fue asesinado por profesiona-
les, para evitar que se fuera de la lengua y ustedes van con pies de
plomo para no llamar la atención –afirmó M.J.
-Su línea editorial no trata de esos temas -indicó Tormod, escu-
driñándolo con una mirada fría.
-Lo que yo escribo está relacionado con la mente positiva. Pero,
para que tenga fundamento y sea creíble, es necesario conocer la
otra cara de la moneda. Señor Gyllenboga, ¿qué opina usted de
John le Carré?
-He leído algunas de sus obras –respondió pensando que inten-
taba llevárselo a su terreno.
-Su novela “El Espía que Vino del Frío” es una de mis favoritas
–señaló M.J.
-¿Qué intenta decirme? –rezongó con actitud embarazosa. No
estaba acostumbrado a que lo trataran de tú a tú, cuando menos un
ciudadano de clase media acomodada como M.J., que notó que
Tormod lo consideraba inferior a él por el cargo que ocupaba, y el
hecho de no poder imponer su autoridad, lo anulaba.
-Por mucho que intente eludir el tema, sabe que tengo razón –in-
sistió M.J.
-Usted supone demasiadas cosas –rebatió.
-En absoluto. Si usted no estuviera interesado en escuchar un
tema que no guarda relación con el muy dudoso suicidio de Mats,
ya se habría marchado. Y aquí está, expectante –le espetó M.J.,
ejerciendo presión psicológica.
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-Que yo haya leído unas cuantas novelas de espionaje no signi-
fica nada –contradijo Tormod molesto.
Pero M.J. sabía que era una evasiva.
-Cierto. Pero cuando más habla, más se delata –insistió M.J.
-Usted podría ser un buen agente. ¿Lo ha pensado?
-Y usted un buen escritor, como John le Carré o Tom Clancy.
¿Lo ha pensado? –le soltó M.J., devolviéndole la pelota.
-Esta conversación es de lo más estúpido –dijo enconado.
-Me acaba de confirmar lo que intuía –puntualizó M.J.-. Le gus-
taría ser escritor, pero no se atreve a dar el salto al vacío. No ponga
cara de póker. Es tan simple como decidirse a hacerlo y hacerlo,
como yo y otros.
-¿Usted cree que yo tengo madera de escritor? –la pregunta la
hizo Tormod con recelo. Era la primera vez en su vida que se sentía
desnudo ante un desconocido, que parecía intuir sus sentimientos y
anhelos más íntimos.
-Si no lo comprueba, nunca lo sabrá –le indicó M.J., encogién-
dose de hombros.
-Es posible –dijo cabizbajo.
-Me revienta que personas como usted malgaste su vida en un
trabajo en el que no hay alegría, compañerismo ni libertad –le dijo
M.J., yendo de un lado para otro-. Debe ser fastidioso ver a ciuda-
danos de a pie ser felices y sin las preocupaciones que a usted le
causa su trabajo, siempre encubierto, lleno de secretos y espiando
al enemigo. Sinceramente, me gustaría ver, algún día, un libro suyo
en los quioscos de prensa de los aeropuertos occidentales. Cam-
biando de tema, en el entierro de Mats me encontraré con sus fami-
liares, compañeros de trabajo y conocidos. Es posible que me ente-
re de algo que para usted podría ser relevante –le sugirió M.J.
-Tenga mi tarjeta –dijo al estrecharle la mano con frialdad.
M.J. vio que volvió a delatar sus intenciones: un espía siempre
da a entender lo contrario de lo que piensa.
-Piense en lo que dije de escribir –le recordó M.J.-. Con lo que
usted sabe y lo que el Departamento de Asuntos Internos permita
que publique, puede alcanzar un nivel de calidad de vida que jamás
conseguirá en el cargo que ocupa.
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Tormod le lanzó una mirada fría, fugaz, y se marchó cabizbajo.
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-No he podido escuchar sus palabras, pero creo que él sí me ha
escuchado, y está bien; no ha olvidado lo que aprendió de mí. ¿Tú
no has notado nada? –le preguntó M.J.
-Yo no tengo el sexto sentido tan desarrollado como tú, pero
noté la presencia de alguien que me quería mucho y al no ver a na-
die, pensé en Mats y sentí como si una mano invisible me acaricia-
ra el rostro con ternura.
-¿Y tú, Manuela, has sentido la presencia de Mats? –le preguntó
a su hija.
-No, pero sí noté algo extraño en ti y en Edval.
-Vosotros ir por el coche de alquiler, nos vamos al restaurante
Johanna, a celebrar el banquete en memoria de Mats.
Liv estaba con Greta, la viuda de Mats, esperando a que sus
hijos vinieran a recogerla con uno de los turismos. M.J. aprovechó
la ocasión para hablar con ella en privado; desde que llegaron no
tuvo tiempo ni oportunidad de hacerlo.
-Hola, Greta -la saludó M.J. y ella lo abrazó llorando-. Vamos,
mujer, que Mats no quiere verte así.
-Perdona por la forma que te traté cuando llamaste. La casa es-
taba llena de agentes de paisano y estaban llevándose todo lo que
Mats tenía en su cuarto de trabajo. Lo registraron todo y pusieron la
casa patas arriba –le dijo Greta, compungida.
-Lo comprendo y me hago cargo. Anda, alegra esa cara. Hazlo
por Mats –le pidió M.J. para animarla.
-Antes de… ¡Oh! ¡Dios mío! -exclamó cubriéndose el rostro con
las manos-. Antes de suicidarse, Mats me dijo que no te mencionara
en presencia de ningún periodista ni agentes de policía. Por eso,
cuando llamaste, te dije que no te conocía –confesó Greta pidiéndo-
le perdón. Y mirando en torno con recelo, le preguntó muy seria-:
M.J., ¿tú hablaste con Mats de la espiritualidad y la reencarnación?
–la pregunta la hizo como una afirmación.
-Sí, aunque no creo conveniente hablar de eso ahora –respondió
M.J. sorprendido. No imaginó que Mats hablara con ella de esas
cosas.
-M.J., Liv, no comentéis a nadie lo que os voy a decir –les pidió
Greta y ellos lo prometieron-. Anoche, Mats se me apareció en sue-
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ños y me dijo que no me preocupara y que estaba bien. También me
dijo que hablara contigo –le confesó a M.J.
-Gracias por hacerlo, Greta. Yo ayudé a Mats a saber que es un
espíritu inmortal que se reencarna. Y te puedo asegurar, que lo que
aprendió está sirviéndole de mucho. Él también ha estado en con-
tacto conmigo y con mi hijo Edval cuando estábamos en el crema-
torio –le dijo M.J.
-Ahora me siento mejor, al saber que no es imaginación mía y
que no he perdido el juicio. Gracias, M.J., gracias, Liv, por ayu-
darme en estos momentos tan angustiosos –y Greta abrazó a los dos
con lágrimas de consuelo.
Después del banquete, los invitados estaban en la tradicional ter-
tulia del café, comentando la vida de Mats.
-Usted fue vecino de Mats hace unos quince años, que fue cuan-
do lo dejó todo y se cambió a vivir a Mallorca. ¿Cómo lo lleva en
su nueva vida escribiendo artículos y publicando libros, en los que
recopila los artículos ya publicados con un extenso resumen de ca-
da uno? –le preguntó a M.J. Rolf Willander, Director del periódico
GP, donde Mats trabajó toda su vida.
-Bien, no me quejo –respondió M.J.
-Mats me dijo en una ocasión que tienen mucho éxito.
-Todas las ediciones se venden –informó M.J.
-No está mal. Es una pena que no escriba para mi periódico.
Tendría más amplitud y más libertad de movimiento –comentó
Rolf.
-Yo lo ofrecí a su periódico en su día, pero el entonces Director
no estaba interesado –repuso M.J. manteniendo una actitud serena
y natural. Todo lo que él ha hecho siempre ha estado motivado por
un deseo innato de disfrutar de la vida haciendo lo que le gusta, sin
importarle lo que piensen los demás.
-Sí, fue una pena –repuso Rolf-. Su hijo Edval ha tomado otros
vuelos y hace bien. Los reportajes audiovisuales para la televisión
es lo suyo y me alegro por él.
-Él no olvida el tiempo que estuvo en la redacción con Mats
haciendo las prácticas cuando estudiaba periodismo y nunca se sa-
65
be, es posible que algún día decida volver. Para él el GP es su casa
y a usted le tiene gran estima –le dijo M.J. con una sonrisa.
-He hablado con Edval y nos va a hacer una visita para saludar a
la plantilla, donde tiene amigos con los que sigue manteniendo el
contacto –concluyó Rolf.
-Hola, M.J. ¿Puedo hablar contigo en privado? –le pidió Bert
Andersson, jefe de redacción del periódico Expressen, al llegar y
estrecharle la mano.
Se pusieron junto a una de las ventanas del salón donde no había
nadie.
-¿Qué haces tú aquí? -le recriminó M.J., entre dientes-. Que yo
sepa, Mats no era tu amigo y tú eres de la competencia.
-Acabo de entrar, supuse que estarías aquí. Tengo que hablar
contigo de algo muy serio.
-Te veo preocupado. ¿Qué sucede? –preguntó M.J.
-Pues verás –dijo indeciso-. No sé cómo decírtelo.
-Suéltalo ya, que me tienes en ascuas.
-No te va a gustar. La directiva ha decidido cancelar el contrato
que el periódico tiene contigo.
-¡Vaya! Menudo susto me habías dado –exclamó M.J.-. Pensaba
que alguno de vuestros detractores os había puesto una bomba en el
edificio –le soltó con ironía mordaz.
-Lo siento mucho, M.J. He hecho lo que he podido para evitarlo,
pero ya no depende sólo de mí. Sabes que a mí no me gusta mutilar
tus artículos, pero este último tiempo no he tenido más remedio que
hacerlo por la presión de mis jefes. ¿Qué vas a hacer ahora? –pre-
guntó preocupado.
-Algo se me ocurrirá. Y gracias, Bert, por todo lo que has hecho
por mí.
Cuando Bert salió, M.J. fue a darle la buena nueva a Rolf.
-M.J., sellemos el acuerdo a la vieja usanza, al estilo del difunto
Mats –y se dieron un fuerte apretón de manos-. ¿Cuándo regresa
usted a Mallorca? –preguntó Rolf.
-Esta noche –respondió M.J.
-Pásese por el periódico dentro de un rato con su hijo Edval, pa-
ra firmar el contrato. Tengo grandes planes para usted. ¿Qué piensa
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de tener toda una sección de varias páginas a todo color en la edi-
ción de los domingos?
-Gracias, es más de lo que esperaba. Este último tiempo, los
artículos me los han mutilado tanto, que quedaron como una sopa
de mondadientes usados –finalizó M.J.
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-Es por la muerte de Mats. Ya se me pasará –no quiso decirle
que era por las otras partes de la pesadilla. Presentía que algo iba a
suceder relacionado con el suicidio de Mats, pero no sabía qué
podría ser, dónde podría ocurrir ni cuándo.
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CAPÍTULO 6
EL SECRETO DE
MATS DALHBERG
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inmediato; de ese modo se disiparían las dudas y lo dejarían en paz.
Liv estaba nerviosa, no quería dejarlo ir solo, y se ofreció volunta-
ria a someterse a la misma prueba. Uno de los agentes lo comunicó
al Director adjunto y admitió que ella los acompañara.
Los tuvieron retenidos 24 horas, haciendo los controles perti-
nentes para el interrogatorio. El resultado fue negativo. El Director
adjunto Tormod se disculpó diciendo que dada la seriedad del caso,
no podían dejar ningún cabo suelto. Su preocupación por haberlos
hecho pasar un mal trago, indicó a M.J. que Tormod era buena per-
sona. Le dijo que él no encajaba en ese ambiente y que pensara en
lo de escribir. Tormod sonrió diciéndole que todo se andaría.
Al día siguiente, M.J. llamó por teléfono a Tormod Gyllenboga
para informarle de que por la rigidez del interrogatorio, para no
complicar más las cosas, al sólo limitarse a responder las preguntas
y no dar lugar a ningún comentario, prefirió guardar silencio y no
decir nada de lo que el director del periódico GP le dijo del perio-
dista americano y el viaje que Mats hizo a ese país. Tormod lo inte-
rrumpió y dijo que por teléfono no, iría personalmente a Mallorca,
pero no dijo cuándo.
-Marjy, estamos a 19 (una semana después) y mañana es Mid-
sommar. En lugar de celebrarlo tú y yo solos, ¿por qué no lo hace-
mos con la comunidad sueca? –le propuso su esposa.
-Nunca lo hemos hecho, pero me parece buena idea. Voy a El
Terreno, a la iglesia del mar sueca, a preguntar qué actividades tie-
nen –y agarró las llaves del todo terreno.
-¿No es mejor llamar por teléfono para informarse? La comida
está en la mesa y se va a enfriar –dijo extrañada al verlo tan decidi-
do.
-Métela en el horno. Sólo serán unos minutos.
-Últimamente te comportas de una forma muy extraña. ¿Te en-
cuentras bien?
-No es nada, cariño. Quiero ver cómo están por allí. Hace tiem-
po que no voy a la iglesia –aclaró M.J. dándole un beso.
-Si tú no vas a la iglesia ni apunta de escopeta –le dijo sorpren-
dida cuando salía a toda prisa.
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Nada más entrar M.J. en la iglesia, la encargada, que estaba con
el auricular en la mano, al verlo, lo puso en la horquilla.
-Estaba para llamarle. Acaba de llegar una caja grande de la
iglesia Sofía, en Södermalm, Estocolmo, y es suya.
-¿Mía una caja de Estocolmo? –preguntó M.J. con asombro.
-Es lo que pone en esta nota –respondió ondeándola.
-¿Qué contiene la caja? –preguntó juntando las cejas.
-Son libros que usted compró, hace una semana, en un rastrillo
que la iglesia Sofía hizo para recaudar fondos.
-¿La semana pasada? –volvió a preguntar M.J. con la mosca
detrás de la oreja.
-En la nota pone que usted estaba para cambiar de vivienda y
como no tenía una dirección fija, pagó los gastos de envío y pidió a
la parroquia que los enviara a la nuestra.
-¿Está usted segura de que no es una equivocación? –preguntó
M.J. contrariado. Estaba para decirle que desde las dos visitas re-
cientes, la primera al entierro de Mats y la segunda a las oficinas
centrales de Inteligencia, él no había estado en Suecia y que seguía
viviendo en la misma casa, pero guardó silencio; quería saber de
qué iba el asunto.
Al ver ella que M.J. seguía dudando, le dio un sobre blanco y se-
llado, que estaba dentro de otro sobre marrón con la copia del al-
barán. En el sobre ponía: Överlämna detta kuvert personligen till
Mariano Medina Rey (Entréguese este sobre a Mariano Medina
Rey en persona). Mats Dalhberg era el único que lo llamaba Maria-
no, para los demás él era M.J. Abrió el sobre y sí, era de Mats. En
la nota, escrita a mano, ponía lo siguiente:
“Bäste Mariano:
Ingen får veta att jag har sänt dig den här lådan, inte ens din
familj.
Din vän Mats Dalhberg”
(Estimado Mariano:
Nadie puede saber que yo te he enviado esta caja, ni siquiera
tu familia.
Tu amigo Mats Dalhberg)
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M.J. pidió disculpas a la encargada y dijo que lo había olvidado
por tener tantas cosas en la cabeza. Lo ayudaron a subir la pesada
caja al todo terreno y en lugar de ir a su casa, fue al barco, donde
uno de los empleados del puerto deportivo lo ayudó a subirla a bor-
do.
<Si el suicidio de Mats ya es un enigma, aún más lo es enviar-
me una caja, dando a entender que lo hice yo la semana pasada,
siete días después de suicidarse. ¿A qué se debe tanta medida de
seguridad para enviarme la caja a la iglesia del mar sueca en Ma-
llorca y poniendo como remitente una iglesia de Estocolmo, en lu-
gar de enviármela desde Gotemburgo, a mi dirección? ¿En qué lío
se metió Mats? Nada de esto tiene sentido. Mats no era de los que
se metían en problemas. Nunca lo había hecho. No iba con su
carácter ni con su estilo de vida, cuando menos lo de suicidarse.
Aquí dentro debe estar la respuesta a este enigma>, se dijo M.J.
acariciando la caja.
La pesada caja (embalaje de madera), de noventa centímetros de
alto por ochenta de ancho y ciento veinte de largo que Mats envió a
M.J. contenía un cofre antiguo, de color azul marino, cantoneras de
metal dorado y labrado con bajorrelieves en colores: una joya pre-
ciosa. La llave estaba en la cerradura y lo abrió. Encontró una carta
de Mats dirigida a él y su diario encima de una bolsa grande de
plástico llena de reproducciones encuadernadas y un diario volumi-
noso, escrito en inglés, que perteneció a un hombre llamado Ariel.
La carta de Mats le pareció a M.J. una despedida de lo más pe-
simista y no admitió que tomara el suicidio como única vía de es-
cape. < ¡Pudo ponerse en contacto conmigo o venir a Mallorca y
entre los dos intentar encontrar una solución! ¡Lo último que se
pierde es la fe y la esperanza!>, se dijo M.J., consternado.
Pero Mats era un hombre demasiado bueno y humilde. Rehusa-
ba entrar en conflicto hasta con su esposa Greta, a la que prefería
darle la razón, aunque no la tuviese, con tal de vivir en paz. Quizá
sea este el motivo por el cual Mats disfrutaba conversando con él.
Encontraba en M.J. la fuerza de voluntad que él no tenía.
El problema fue que por mudarse M.J. a vivir a Mallorca, Mats
estaba solo y no tuvo el valor suficiente para agarrar el toro por los
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cuernos. De haberse quedado M.J. en Suecia, Mats no se habría
suicidado.
Pero ya era tarde para lamentaciones. <Lo hecho, hecho está>,
se dijo M.J. apenado y pensó que “agua pasada no mueve molino”,
como solía decirle a Mats cuando se quedaba <<enganchado>> a los
problemas del trabajo. Sin embargo, cuando le tocó a él aplicarse
este proverbio, comprendió que, “del dicho al hecho hay mucho
trecho”.
M.J. echó un vistazo al contenido del cofre y comprendió que
las otras partes de la pesadilla podrían cumplirse si no tomaba me-
didas para evitarlo. El problema era dónde esconder el cofre en el
velero. Todos los espacios estaban ocupados por un sinfín de cosas,
la mayoría de ellas necesarias para la travesía. Miró la mesa del
salón, que en lugar de patas, tenía forma de cajón rectangular con la
tabla encima. Tomó medidas con el metro y comprobó que el cofre
podría caber; sólo tenía que desclavar la tabla con cuidado. Lo con-
siguió con la ayuda de la pata de cabra y metió el cofre dentro. Es-
taba poniendo la tabla encima, cuando su teléfono móvil sonó.
-¡Marjy! ¿Se puede saber por qué tardas tanto? La comida la he
tenido que tirar –le reprochó Liv, enfadada.
-Lo siento, cariño, me ha surgido un imprevisto. En unos minu-
tos estoy contigo y nos vamos a comer a uno de los restaurantes de
la zona –y cortó la comunicación cuando ella iba a pronunciar la
palabra iglesia.
M.J. pensó que si Mats había sido obligado a suicidarse por cul-
pa del contenido del cofre y la agencia de inteligencia sueca iba tras
la pista, no era descabellado pensar que sus líneas telefónicas pu-
dieran estar intervenidas. Ya le advirtió Mats en su nota y en su car-
ta que no lo dijera a nadie, ni siquiera a su familia.
M.J. terminó de clavar la tabla y al salir con las maderas de la
caja para tirarlas al contenedor, se encontró con John Roughfield, el
dueño de un velero con bandera inglesa, que lo tenía amarrado en
frente del suyo. John era un ex traficante de armas, al que hacía
diez años, M.J. salvó de una muerte segura cuando su barco ante-
rior naufragó en una tormenta y lo encontró flotando a la deriva,
medio muerto por la hipotermia.
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-Últimamente te veo muy atareado, M.J. –dijo John con una
sonrisa afable.
-No te imaginas la cantidad de cosas que hay que preparar para
una travesía, sobretodo, cumplir con las exigencias de mi esposa
–repuso con ironía.
-He visto la pesada caja, que han tenido que ayudarte a subirla a
bordo –indicó John.
-¡Trastos y más trastos! –dijo contrariado para disimular-. Mi
esposa quería traerse toda la vajilla. Menos mal que llegamos a un
acuerdo.
-Ni que fuerais al fin del mundo -comentó John, riéndose.
-Esa misma impresión tengo yo cuando veo tanto trasto, que no
sé dónde meterlo. Y eso no es todo. Todavía hay más. A este paso,
hasta las cucarachas lo van a tener difícil para encontrar un hueco
libre donde esconderse –explicó M.J., poniendo cara de consecuen-
cia.
-Si consigo los contratos aquí en Mallorca en el tiempo previsto,
nosotros zarpamos dentro de 27 días, el 15 de julio, para una expe-
dición de negocios a Australia. ¿A dónde vais vosotros? –preguntó
John.
-A las islas Canarias, cuando las costas españolas y africanas
están plagadas de puertos donde aprovisionar. Pero mi esposa y mis
hijos, erre que erre.
-Sí necesitas ayuda con cualquier cosa, ya sabes dónde estoy.
-Gracias, John –respondió M.J. concluyendo la conversación.
John Roughfield era inglés, pero tenía el típico aspecto irlandés
con sus casi dos metros de estatura. Todo en él era grande: el tórax,
las manos, los brazos, las piernas, y calzaba un 48. La cabeza, con
el pelo ligeramente rizado y de color rubio tostado, tirando a peli-
rrojo, daba la impresión de ser más grande de lo que en sí ya era;
los ojos eran azules, de mirada centelleante, que imponía respeto;
los rasgos faciales y las cicatrices, hablaban de un pasado aventure-
ro, lleno de peligros e incógnitas. Su aspecto físico, junto con su
carisma y ademanes, denotaban que era un líder nato; un don con el
que algunas personas nacen. Es a los que en el reino animal acos-
tumbra llamársele machos alfa.
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-Hola, cariño –dijo M.J. a su esposa al llegar a casa y darle un
beso.
-Me tienes muy preocupada, Marjy. Vas a la iglesia cuando po-
días haber llamado, sabiendo que la comida estaba en la mesa y la
he tenido que tirar porque tú te entretienes con el primero que te
encuentras –dijo a punto de romper en llanto.
-Anda, vamos andando allí enfrente, al otro lado de la playita, a
comer algo bueno –le propuso M.J.
-¿Al Portixol? –preguntó ella señalando desde la ventana.
-Esta vez he pensado en uno más íntimo: el restaurante Sa Ro-
queta.
Camino del restaurante, M.J. quedó mirando la escollera artifi-
cial que había enfrente de su casa y dijo a Liv:
-El otro día, cuando estuve buceando, vi un pulpo grande en la
parte exterior de la escollera, pero no lo pude capturar con las ma-
nos.
-A todos nos gusta el pulpo a la gallega que tú preparas. Debe-
rías capturarlo para cuando vengan nuestros hijos. Si es que sigue
ahí –comentó Liv intentando ahuyentar el enfado.
-Los pulpos no acostumbran cambiar de lugar en esta época del
año. De acuerdo, yo lo capturo y tú haces al horno, en cuencos pla-
nos de arcilla, la cabeza y las partes delgadas de los tentáculos al
estilo mallorquín –sugirió M.J. y ella asintió.
En el restaurante Sa Roqueta (que por cierto, es el nombre con
el que los mallorquines llaman a su querida Mallorca), el dueño los
recibió con la amabilidad de siempre y les recomendó un plato típi-
co mallorquín: pierna de cordero lechal al horno con granada. Ellos
aceptaron y para rociar el comensal, les sirvió un vino tinto crianza
autóctono, del distrito vinícola Binissalem.
-Marjy, no me has dicho en qué ha quedado la fiesta del Mid-
sommar de esta noche –le recordó Liv.
-En la iglesia estaban todos muy atareados y me dijeron que po-
demos unirnos con nuestro barco a una pandilla que lo va a celebrar
en el velero de Dag, el maestro de obras, en cala Figuera de Portals
Vells, donde está el radiofaro del tráfico aéreo. Dije que lo pensaría.
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Ni tú ni yo, queremos participar en una borrachera de esas y des-
pués estar dos días intentando acordarnos dónde demonios hemos
olvidado la cabeza –le supo mal tener que mentirle, pero no tuvo
más remedio; era mucho lo que estaba en juego.
-Yo lo dije pensando en ti, para que te distrajeras. La verdad es
que yo tampoco tengo ganas de fiesta y prefiero estar en casa y es-
perar a que vengan nuestros hijos –repuso ella.
El teléfono móvil de M.J. sonó y se preguntó quién sería. Era el
Director adjunto Tormod Gyllenboga, que vendría al día siguiente,
en el primer vuelo de la mañana. M.J. le dijo que lo estaría espe-
rando y cuando iba a darle su dirección, dijo que no era necesario.
<Estos agentes secretos lo saben todo de mí, hasta mi número de
teléfono>, se dijo contrariado. Explicó a Liv lo de la visita y con
actitud agridulce, a ella le pareció bien que tuvieran compañía,
aunque fuese un odioso agente secreto, que para colmo de males,
era el Director adjunto que los hizo pasar un mal rato en el aero-
puerto de Gotemburgo y después con la prueba del polígrafo.
83
ma y Liv no pudo evitar una risita. En cierto modo, era su forma de
mostrarle que no la agradaban los espías.
-Le falta esto –Liv le dio un sombrero de paja raído y unas estra-
falarias gafas de sol, de esas de cuernecillo, que él se puso, e in-
tentó ponerse el sombrero para que le cayera bien, pero le venía
grande y al ver que no había manera, desistió.
-Este sombrero no es de ninguno de ustedes –dijo Tormod al ver
que le bailaba.
-Era de un mallorquín que estuvo en mi casa, en una fiesta hace
cinco años, y se lo olvidó. Cuando lo llamé para devolvérselo, me
dijo que me quedara con él y se lo diera al que le viniera bien -ex-
plicó M.J.
-Y en cinco años no ha tenido ningún invitado con una cabeza
tan gorda –repuso Tormod sin saber qué pensar de los dos.
-Pensamos que usted podría ser un candidato y ya veo que no
–constató Liv con una risita.
-Si me vieran mis subordinados, sería el hazmerreír del Depar-
tamento –comentó Tormod al verse en el espejo.
-Yo voy vestido más o menos como usted –le indicó M.J.
Tormod lo reconoció, pero lo de las chanclas con las jodidas
margaritas no acababa de convencerle.
Liv salió a comprar lo que M.J. iba a necesitar para hacer una
paella. Mientras tanto, ellos salieron a dar un paseo junto al mar,
por el paseo marítimo: con farolas, bancos, palmeras y árboles que
soportan la salinidad; entablados graciosos con bancos, para sentar-
se a la sombra; y un carril de bicicletas.
-¿Qué es lo que tenía que decirme de Mats Dalhberg? –preguntó
Tormod echando el sombrero hacia atrás, que estaba apoyado en las
gafas de sol y le molestaba.
-Según me dijo el Director del periódico GP, hace tres años fue
un periodista americano a Suecia para cubrir unos artículos sobre la
industria sueca y Mats fue su guía. El año pasado, Mats hizo un
viaje de placer a Norte América y desde que volvió, estuvo cansado
y se enfadaba con facilidad. ¿Cree usted que puede tener algo que
ver con lo que le sucedió a Mats? –le preguntó M.J.
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-La información que me acaba de dar es muy importante. Gra-
cias, señor Medina. Lo investigaré cuando vuelva a Suecia.
-¿Sabe usted bucear? –le preguntó cambiando de conversación y
al pasar por delante de la escollera.
-Hice un curso en la marina –respondió mirándolo con curiosi-
dad.
-¿Me acompaña a capturar un pulpo? –sugirió M.J.
-Lo siento, ahora no tengo tiempo para desplazarme por la isla,
pero le tomo la palabra. He visto en un documental de las Baleares
que la reserva marítima de la isla de Cabrera es digna de ver, sobre-
todo la cueva azul. Supongo que usted la habrá visitado –comentó
Tormod con ilusión y miró hacia otro lado, para disimular.
-Se nota que no está habituado a esta clase de vida, pero le doy
mi palabra que es fácil acostumbrarse. Sí, he visitado la cueva azul
y otras menos conocidas, con tiburones dormitando en su fondo
arenoso, a los que he acariciado. Cuando dije capturar un pulpo, me
refería a uno que vi la semana pasada en esa escollera artificial que
tiene delante.
-¿Aquí, a unos metros de la orilla y con tanta gente bañándose y
buceando? ¿Es muy grande ese pulpo? –preguntó intrigado.
-Suficiente para saciar el hambre de diez o quince personas
–respondió M.J.
-Y según usted, sigue ahí –dijo señalando la escollera de rocas
que apenas sobresalían de la superficie y en las que unos niños ju-
gaban en la parte interior, cerca de la orilla.
-Sí, está ahí. Lo difícil es capturarlo yo solo y con su ayuda lo
podría conseguir. ¿Me acompaña?
-Con mucho gusto. Este sombrero me saca de quicio –dijo Tor-
mod y se lo quitó.
M.J. miró su reloj de pulsera.
Subieron a casa de M.J., de tres plantas, que estaba justo enfren-
te. Al ver Liv que Tormod volvía con el sombrero en la mano, le
preguntó a M.J. cuánto tiempo había aguantado con él puesto.
-Lo siento, cariño, no ha batido el récord de Börge –le respondió
M.J.
-¿Cuánto aguantó Börge? –preguntó Tormod juntando las cejas.
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-Una hora y estaba tan enfadado, que lo tiró al suelo y lo piso-
teó; por eso está un poco destartalado –respondió M.J. riéndose.
-A mí también me pasó esa idea por la cabeza. Está como si lo
hubiera escupido una vaca después de masticarlo –dijo Tormod.
Liv volvió a salir para comprar lo que le faltaba para la paella.
M.J. le prestó a Tormod un bañador de su hijo y él se puso el suyo.
Después sacó de un armario dos pares de aletas y dos máscaras de
buceo, con sus correspondientes tubos respiratorios.
-Tiene que ponerse protección solar –le aconsejó M.J.-. En los
minutos que ha estado fuera se le han quedado marcadas las man-
gas de la camisa. Si no le importa, tendré que aplicársela en la es-
palda –M.J. notó que sintió pudor, pero capturar un pulpo pudo más
y aceptó.
-¿Para qué es esa cuerda con un plomo? –preguntó Tormod, in-
trigado.
-Después se lo explico.
Bajaron y M.J. pidió al dueño del restaurante de tapas y pinchos,
que tenía en la planta baja y le alquilaba, si tenía un pescado pe-
queño, y le dio una sardina, que ató con la cuerda.
-¿Qué va a hacer con eso? –preguntó Tormod, extrañado.
-Es el cebo, para sacar el pulpo de su guarida –aclaró M.J.
-¿Por qué no se trajo una escopeta para arponearlo? –indicó
Tormod.
-Está prohibido en las zonas pobladas cuando hay bañistas. In-
tentaré capturarlo con las manos.
-Si es tan grande como para un comensal de quince personas
debe ser arriesgado –advirtió Tormod.
-Me crié junto al mar, en Balerma, que en aquellos tiempos era
un pueblecito humilde de pescadores sin puerto, en la provincia de
Almería, y a los siete años, ya capturaba pulpos con las manos
–aclaró M.J.
Todo era tan prematuro para Tormod, que no se creía que estaba
en Mallorca e iba a participar en la captura de un pulpo con las ma-
nos. M.J. no tuvo que decirle cómo manejar el equipo. Para que la
máscara no se empañara escupió dentro, frotó con los dedos, la en-
juagó y se la puso.
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Después de estar media hora probando entre las oquedades y no
aparecer el pulpo, se sentaron en una de las rocas de la parte exte-
rior de la escollera.
-¿Por qué no capturó el pulpo que apareció? Era bastante grande
–preguntó Tormod.
-Ese tenía poco más de dos kilos. El que yo busco debe pesar
entre diez y quince kilos. Sé que está ahí y yo no me doy tan fácil-
mente por vencido. Sigamos intentándolo –aconsejó.
M.J. había dejado caer la sardina en una grieta ancha y profun-
da, cuando apareció la punta de un tentáculo intentando atraparla.
Tiró de la cuerda con cuidado, hacia el exterior, y apareció un
tentáculo grande, muy grande. Le hizo sañas a Tormod indicándole
que lo había encontrado y que observara con cautela, para no es-
pantarlo. Poco a poco, M.J. consiguió que saliera de su guarida. Le
dijo a Tormod, por señas, que cuando el pulpo abrazara la sardina,
mantuviera la cuerda tensa y evitara que se la llevara hacia el inte-
rior. Tormod asintió. La sardina estaba a medio metro de las rocas,
en el fondo arenoso, y cuando el pulpo la abrazó, M.J. dio la cuerda
a Tormod, se sumergió en picado y nadó todo lo rápido que pudo
los cuatro metros de profundidad; agarró el pulpo por la cabeza e
intentó volvérsela como a un calcetín, pero no pudo y se le pegó al
cuerpo. Subió a la superficie y se alejó de la escollera. El pulpo in-
tentaba zafarse, pero M.J. no lo soltaba. Nadó como pudo hacia la
playita sin la máscara, que el pulpo le había arrancado de cuajo y
amenazaba asfixiarlo, pero él retorcía sus tentáculos haciendo giros
de muñeca en espiral y pinzándole con los dedos índice y pulgar en
la parte superior de los tentáculos, hasta que soltaba. Así siguió con
el forcejeo, hasta llegar exhausto a la playita y tambaleándose, salió
con el pulpo enroscado a su cuerpo. Se dejó caer en la arena, que
estaba muy caliente, y el pulpo lo soltó. Tormod estaba mudo,
mientras que los bañistas se agolpaban alrededor. M.J. preguntó si
alguien tenía un cuchillo. Un bañista echó a correr y del recipiente
isotérmico, donde tenía las bebidas y los bocadillos, sacó un cuchi-
llo de cocina y se lo ofreció. M.J. clavó el cuchillo al pulpo entre
los ojos y lo giró de izquierda a derecha, varias veces. El pulpo
empezó a cambiar de color y cuando una mitad estaba clara y la
87
otra oscura, dijo que ya estaba muerto. M.J. lo agarró de la capu-
cha, se lo echó al hombro y se encaminaron a su casa.
-Yo, la verdad, no tengo palabras –dijo Tormod, impactado.
-Pasé un poco de apuros cuando me arrancó la máscara, pero
tenía la situación bajo control –explicó M.J. y le dio las gracias por
coger la máscara del fondo y la cuerda con el plomo.
-¿Por qué no me dejó que lo ayudara? –preguntó Tormod.
-Si nos agarra a los dos nos ahogamos, porque nos resultaría
difícil nadar y mantenernos en la superficie. Y no creo que usted
pudiera relajarse, estando rodeado de tentáculos que lo aprisionan
–aclaró M.J.
-¿Qué habría hecho usted en caso de peligro a morir ahogado?
–volvió a preguntar.
-Me habría hecho el muerto –repuso M.J.
-¿El muerto? –musitó Tormod haciendo ojos grandes.
-Lo habría soltado y relajado todos los músculos de mi cuerpo, y
al no sentirse presionado, me habría soltado.
-Sí, bueno, usted sabe de pulpos –dijo Tormod encogiéndose de
hombros y sacudiendo la cabeza.
-¿Qué opina de una cerveza en la terraza del restaurante que me
dio la sardina? –sugirió M.J.
-Déjeme invitarlo, por favor. Sólo tengo que subir por la cartera.
-En otra ocasión que venga a Mallorca y pase a visitarme. Usted
es mi invitado y no es necesario subir y bajar escaleras. Aquí todo
el mundo me conoce y tengo crédito en todos los bares y restauran-
tes de la zona –explicó M.J.
Estaban en la terraza mirando dónde poner el pulpo para no en-
suciar, cuando el dueño salió a recibirlos.
-¡Qué pulpo tan hermoso ha capturado, M.J.! Espere un momen-
to, que voy por una caja –volvió con una caja de cartón y M.J. me-
tió el pulpo dentro-. Siéntense aquí. ¿Qué van tomar? –preguntó sin
quitarle ojo al pulpo, que todavía se movía.
-Dos jarras de cerveza, de esas que tú sabes –pidió M.J. en ma-
llorquín y guiñándole un ojo-. Y para picar, algo del primo hermano
de éste –dijo indicándole con la mirada el pulpo en la caja, y notó
que Tormod no comprendió nada.
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-Habla usted el idioma de aquí –repuso Tormod.
-Mi madre y toda su descendencia son oriundos de Menorca (*)
–aclaró.
-¿Por qué pinzaba al pulpo en la parte superior de los tentáculos,
donde comienzan? –preguntó Tormod, intrigado.
-Porque ahí tienen un cerebro.
-¿Quiere usted decir que los pulpos tienen más de un cerebro?
–preguntó Tormod con extrañeza.
-El pulpo es un animal muy inteligente y además del cerebro
principal en la cabeza, entre los ojos, donde le clavé el cuchillo,
tiene ocho cerebros inferiores, uno en cada tentáculo, que le ayudan
a procesar la información que recibe de todo lo que toca. Al presio-
narle en esa zona, se siente molesto y suelta lo que tiene agarrado
–informó M.J.
-Interesante animal el pulpo –repuso Tormod.
-Y muy sabroso –remató M.J.
Mientras esperaban a que los sirvieran, Tormod miraba el pulpo
en la caja, la escollera, el mar azul, los barcos de vela y los yates
que navegaban por la bahía de Palma; los bañistas y la gente que
paseaba. Los había españoles y extranjeros, la mayoría alemanes,
de todas las edades y rango social: parejas cogidas de la mano, ma-
trimonios con sus bebés en carritos o con niños saltando y jugando;
parejas de la tercera edad y abuelos con sus nietos; el carril de bici-
cletas era transitado por ciclistas y patinadores. El sosegado ir y
venir de la gente, y la alegre algarabía de la chiquillería en la playi-
ta no era estresante.
Había una armonía que penetraba por los poros de la piel y era
imposible no dejarse llevar. M.J. notó que Tormod intentaba no de-
jarse llevar demasiado y se preguntó cuándo arrojaría la toalla.
Les sirvieron dos jarras de litro, de vidrio muy grueso, que el
dueño tenía en el congelador, para que la cerveza se mantuviera
más tiempo fría.
-Salud, señor Gyllenboga –dijo M.J. alzando la jarra.
(*) Menorca: Segunda isla en tamaño del archipiélago Balear, compuesto de 5 islas mayores: Mallor-
ca, Menorca, Ibiza, Formentera y Cabrera. Esta última reserva natural.
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-Salud, señor Medina. Por el pulpo –añadió mirando la caja y
chocaron las jarras-. ¿Hasta dónde lleva el carril de bicicletas?
–preguntó después de tomarse un trago.
-Hasta el final de El Arenal. Después continúa por aquella escar-
pada costa: la zona residencial de Son Verí –aclaró M.J. señalando
con la mano.
-Usted podría vivir allí y sin embargo, prefiere esta zona de El
Portixol –le indicó Tormod.
-Por dinero no es, tengo más que suficiente para comprarme una
de esas villas lujosas con un amplio jardín, pero no tendría esto que
tiene delante. En esas zonas no hay bares ni restaurantes, ni el con-
tacto íntimo con la gente como las conversaciones cotidianas con el
panadero con su pan caliente por las mañanas, con los empleados
de las tiendas y supermercados, los dueños de los bares y restauran-
tes, y los pescadores. Mi esposa y yo estamos a gusto aquí, nos sen-
timos parte de esta gran familia. Ya sé que es cuestión de gustos,
pero a mí me inspira este ambiente para escribir –confesó M.J.
-He visto algunos pisos en primera línea del mar que están en
venta, ¿son muy caros? –preguntó Tormod.
-No más que un piso en la zona residencial de Södermalm, en
Estocolmo, y están completamente amueblados.
El dueño del restaurante les sirvió dos raciones: una eran rodajas
de pulpo en una tabla y un plato con pimentón y sal gruesa. La otra
era pulpo con cebolla, piñones, pasas y una guindilla de maceta;
hecho al horno en un cuenco plano de arcilla.
-¿Qué es esto? –preguntó Tormod.
-Este, el de la tabla, pulpo a la gallega. El otro, al estilo mallor-
quín, la especialidad de mi esposa –respondió y aderezó con el pi-
mentón y la sal gruesa las rodajas que estaban en la tabla, y lo in-
vitó a probarlas.
-Para nosotros los suecos, el pulpo y los caracoles, es como para
vosotros comer mofeta o sesos de mono y la verdad es que nunca
imaginé que el pulpo estuviera tan bueno. Delicioso –comentó
Tormod al probar los dos estilos y tomarse un buen trago de cerve-
za.
En eso que Liv venía del supermercado y M.J. la llamó.
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-¡Has capturado el pulpo, Marjy! Qué alegría van a llevarse
nuestros hijos cuando vengan. Lo subo a casa para congelarlo. Tie-
nes que ir a la huerta, a traerte lo que vas a necesitar para la paella.
Cuando subas a cambiarte te daré la lista y te curaré: tienes el cuer-
po lleno de moratones, de las ventosas del pulpo, y de los mordis-
quitos que te ha dado –indicó ella con un brillo especial en la mira-
da y haciendo inca pie en “mordisquitos”. Metió la bolsa de la
compra en la caja y se la llevó.
-Tiene usted un gusto muy mediterráneo para las mujeres –le in-
dicó Tormod con una sonrisa, al ver a Liv ir tan airosa y contenta
con la caja.
-A los andaluces nos atraen con una fuerza irresistible las suecas
rubias con ojos azules, grandes pechos y curvas exuberantes; aun-
que en mi caso mi esposa no sea una sueca típica por tener los ojos
de color verde esmeralda. Pero todo eso es superficial y como usted
sabe, a la larga no mantiene un matrimonio unido y feliz. No es
fácil encontrar su media naranja y yo he tenido esa suerte. Sin em-
bargo, a vosotros los suecos os pasa lo mismo con las españolas:
perdéis la chaveta por su pelo ondulado de color azabache y sus
ojos grandes de gacela –le dijo M.J. con una sonrisa de complacen-
cia.
-¡Oh, sí! –exclamó Tormod y rápidamente volvió a su habitual
actitud premeditada y observante. Había reaccionado de una forma
espontánea y eso estaba terminantemente prohibido para un agente,
cuanto más para un Director adjunto.
M.J. captó su reacción y le dijo con toda la naturalidad de este
mundo, como si fuera algo obvio y cotidiano:
-Usted no es un espía de campo tipo “James Bond 007”. Ha vi-
vido dentro de una burbuja, apartado de la vida real.
Tormod asintió con un ¡je!, lleno de ironía. Por segunda vez en
su vida después del interrogatorio con M.J. en el aeropuerto de Go-
temburgo, se volvió a sentir desnudo ante él, que decía las cosas tal
como eran, sin preámbulos y con sinceridad; todo lo contrario de
cómo debe pensar y actuar un agente secreto. Le intrigaba este
hombre, casado con una sueca que fue periodista y trabajó para el
New York times como corresponsal en Escandinavia. Una mujer
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que, incluso para cualquier sueco, era de una belleza y un porte ex-
cepcional.
-Usted es muy perspicaz –le dijo Tormod y cambió de tema-. En
la playita vi una mujer con esos rasgos mediterráneos que usted me
describió: una gran belleza y de muy buen ver. Lo que me sorpren-
dió fue que estaba con varios niños, que parecían ser suyos.
-¡Ah!, sé a quién se refiere. Ella es de raza gitana y dos de los
niños son suyos; los otros son de sus familiares. En lo de su belle-
za, estoy de acuerdo con usted: es una mujer que roba los cinco
sentidos a los hombres. ¿Se acuerda del hombre que estaba tumba-
do en la arena y jugaba con unos niños no muy lejos de ella? –le
preguntó M.J. y Tormod asintió-. Él es su esposo y jugaba con sus
sobrinos.
-¿Su esposo ese gordo, feo y melenudo, que tenía pinta de indi-
gente con barba de dos semanas? –dijo Tormod volviendo a que-
brantar la regla de oro del espía. Y para justificarse así mismo su
actitud, se dijo que era el ambiente lo que le influenciaba. La pri-
mera reacción que tuvo después de este pensamiento fue que “ése
ambiente de M.J. era peligroso”. Pero recapacitó y reconoció que
había algo en M.J. y en ese lugar donde él vivía, que le recordaba
de su infancia a algo que él había olvidado.
-Los gitanos –dijo M.J.-, son una raza muy peculiar, con sus
propias leyes y costumbres. Esa familia de gitanos que vio en la
playita son artistas y viven en varias casas que hay en la segunda
línea del mar. La gitana tan guapa y hermosa que usted vio en bi-
quini se llama Maritsa y es la que lleva el negocio del grupo por
haber estudiado economía, márquetin y relaciones públicas. Ella es
la que se encarga de los contratos con las agencias de espectáculos
flamencos, de los trámites legales, de la economía de la empresa, la
de su familia y demás familiares, al mismo tiempo que cuida de sus
hijos con la ayuda de sus familiares, que son muchos. Lo de la apa-
riencia de su esposo es su sello de identidad como cantaor flamen-
co. Mi esposa y yo hemos ido a verlos actuar en más de una oca-
sión y la verdad es que son muy buenos.
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-Para mí siempre ha sido una incógnita la raza gitana, que en
miles de años no se han mezclado ni asimilado con los de los países
donde se han asentado –indicó Tormod.
-Es una raza muy antigua, como la hebrea, y el duende del arte
flamenco corre por sus venas.
-Yo no tendría inconveniente en casarme con una mujer andalu-
za. ¿O por qué no con una gitana como Maritsa y tener hijos? Ser-
ían como los suyos, sobretodo su hija Manuela, con rasgos medi-
terráneos del padre y escandinavos de la madre. Toda una belleza,
con una frescura y un desparpajo, que no deja indiferente a nadie
–dijo Tormod al pensar en la forma que lo saludó en el aeropuerto
de Gotemburgo.
-En España –indicó M.J.- hay un refrán que dice que cuanto más
feo y felpudo es el padre, más guapas son las hijas. En cambio,
cuando más guapa es la madre, más guapos son los hijos. A mi hijo
Edval, cuando era adolescente, las muchachas se lo rifaban.
-No me extraña, los rasgos andaluces están muy cotizados por
los suecos y más con ese temperamento alegre y dicharachero que
tiene su hija, y supongo que su hijo será igual que la hermana –co-
mentó Tormod.
-Pues no –respondió M.J.-. Es un misterio por qué los hijos,
como en mi caso, siendo del mismo padre y de la misma madre y
educados igual, puedan ser tan diferentes. A mi hija Manuela siem-
pre le ha tirado España, sobretodo Andalucía, y desde muy pequeña
ya se sentía más española que sueca. En cambio, mi hijo Edval,
aunque también tenga ese ramalazo andaluz heredado de mí, es tan
sueco que no hay quien lo saque de su querida Suecia y las zonas
del círculo polar ártico; por eso siempre está por esos lugares
haciendo reportajes para la televisión. ¿Está usted casado? –le pre-
guntó M.J.
-Lo estuve, pero hace dos años que ella se divorció de mí por el
trabajo que tengo. Tenemos dos hijos varones y ella no quiere que
terminen siendo agentes secretos o militares; por eso se mudó lo
más lejos posible de mí –respondió Tormod y se sorprendió por la
facilidad que había hablado de su vida privada con un desconocido.
Sin embargo, no pudo evitar una extraña sensación como si M.J.
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fuese un amigo de toda la vida, cuando él no tenía amigos; los po-
cos que le quedaron de la infancia los perdió al hacerse agente se-
creto.
-Supongo que, como mínimo, tendrá a sus hijos una vez al mes.
Como padre, está en su derecho –le indicó M.J.
-Así es, pero ella hace todo lo posible para evitarlo y este último
tiempo, ellos no quieren venir a verme. No quieren saber nada de
un padre que es espía y los comprendo: yo tampoco quiero que mis
hijos sigan mi camino.
-Si usted cambiara de profesión, es posible que a ellos les gusta-
ra estar con su padre –le aconsejó M.J.
-Este último tiempo lo he estado pensando –dijo Tormod y
quedó en silencio.
Tormod era el clásico sueco: 190 centímetros de estatura, pelo
rubio, lacio y corto. Delgado y sin mucha musculatura; manos lar-
gas y finas, tirando a femeninas; de frente alta; rostro alargado y li-
so, sin expresión; ojos azules, de mirada fría y escudriñadora. Su
porte y ademanes eran los de un espía, por estar siempre encerrado
en las oficinas centrales. Él era el típico ejemplo del mimetismo,
que inconscientemente, el medio ambiente en que vive forma el
carácter de la persona.
-¿Me acompaña a la huerta? –le preguntó M.J.
-¿Está muy lejos? –preguntó Tormod, señalando lo que habían
bebido.
-Está a cinco minutos a pie. En casa de un mallorquín que me
alquila una parte de su huerta –respondió M.J. y él aceptó con
agrado.
Después de dar buena cuenta de la cerveza y el pulpo que les
sirvieron, subieron a casa de M.J. y se ducharon. Mientras Tormod
se cambiaba de ropa, en el cuarto de baño Liv untó a M.J. con un-
güento en los moratones que le causaron las ventosas del pulpo y le
puso unas tiritas en los mordiscos que le dio en la espalda. Y
dándole ella “mordisquitos”, le dijo muy persuasiva que esa noche
quería verlo en la cama bien aseado y con el perfume a canela, vai-
nilla y romero que a ella tanto la excitaba. Detrás de esa apariencia
premeditada y temperamento controlado que siempre mostraba
94
M.J., se ocultaba un carácter atrevido, temerario y apasionado por
todo lo que implicaba riesgo. Cuando él llegaba a casa medio lisia-
do pero contento por haber hecho <<una de las suyas>> en la monta-
ña o en el mar, ella estaba tan impactada que lo curaba con mucho
mimo, se ponía la lencería más erótica y se entregaba a él con ardor
y pasión, despertándole el fogoso macho ibérico que llevaba den-
tro.
M.J. era un hombre de rasgos mediterráneos, de estatura media,
constitución atlética y musculatura muy correosa; con el pelo rela-
tivamente largo, ondulado y de color castaño oscuro; el color de sus
ojos estaba ribeteado por una mezcla de marrón claro, azul y verde
prado, predominado el marrón. Su mirada era cambiante, depen-
diendo de la situación: alegre, cálida, persuasiva y tan aguda y pe-
netrante, que podía hacer retroceder al más osado cuando se enfa-
daba, cosa que no era frecuente en él por eludir la violencia, aunque
si no quedaba otro remedio que darle un <<cacharrazo>> a alguien
que se había pasado de la raya, se lo daba y punto. Sus rasgos facia-
les eran normales y podía pasar desapercibido en cualquier país del
Mediterráneo europeo. A simple vista no era un hombre que llama-
ra demasiado la atención de las mujeres, sin embargo, cuando
hablaban con él descubrían algo que las cautivaba. Él era un hom-
bre que, como dice un anuncio de colonia masculina, “en las dis-
tancias cortas se la juega”.
-Tenga esta cesta –le dijo M.J. a Tormod cuando estaban en la
huerta-. Coja unos cuantos tomates de esos que no estén muy ma-
duros, dos de aquellos pimientos de color verde pálido, un pimiento
rojo y unos cuantos limones. Yo voy por una lechuga, unas cebolle-
tas tiernas y unos rabanitos para la ensalada –pidió M.J. a Tormod y
le dio la impresión de que no sabía nada de cultivo-. De postre to-
maremos sandía. Elija una de esas.
Tormod las miró, después a él y dijo:
-Se supone que las más grandes deben ser las maduras.
-Esa lógica no siempre funciona con las sandías. Dele unas pal-
maditas, esté atento al sonido y yo le diré la que está madura –su-
girió M.J. y cuando Tormod había probado con la séptima, le dijo
que esa estaba madura.
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-Interesante. O sea, que ese sonido es el que indica que está ma-
dura –repuso Tormod, sorprendido.
-Para saber el grado de madurez, coja la sandía por los extre-
mos, pegue la oreja y apriete con fuerza. Si escucha crujir indica
que está en su punto óptimo de madurez.
Tormod lo hizo.
-¡Cruje! -dijo con cara de asombro-. ¿Por qué los tomates no
han de estar maduros, como la sandía? –preguntó.
-Esa variedad de tomate es la que usamos para la ensalada y es
más sabroso cuando está pintón –explicó M.J.
-También tiene gallinas, conejos y palomas. ¿Son para el con-
sumo doméstico?
-Así es –constató M.J.-. Todo es ecológico y no cultivo nada
transgénico. Con el estiércol de los animales, la hojarasca y el de-
secho de las plantas de cultivo tengo abono más que suficiente. Si
piensa mudarse a vivir aquí para escribir, esta huerta da suficiente
para usted y dos familias más. Como ve, yo sólo cultivo la mitad y
podría enseñarle a cultivar productos ecológicos –le sugirió.
-No voy a preguntarle por qué hace usted todo esto: invitarme a
pasar el día con usted y su esposa, capturar un pulpo impresionante
y enseñarme su huerta ecológica. Confieso que he tenido que leer
lo que usted escribe para saber qué clase de persona es. Señor Me-
dina, he decidido comprar el apartamento de dos plantas con la fa-
chada y el balcón tan bonita que hay enfrente de la playita y cam-
biarme a vivir aquí para escribir.
-Es difícil abrirse camino en el mundo literario y no basta con
ser bueno con la pluma, aunque tenga temas interesantes que con-
tar, cosa que no dudo de usted. ¿Sabe lo que echo en falta en los es-
critores más famosos que tratan temas de espionaje?: lo que ha vi-
vido hoy conmigo –le indicó.
-Gracias por el consejo, señor Medina.
-No hay de qué, para eso estamos. Lo difícil para usted será
compaginarlo con armonía y para eso tendrá que involucrarse en el
apasionante juego de la vida. ¿Se cree usted capaz de hacerlo?
–preguntó M.J.
-Creo que sí –respondió seguro de sí mismo.
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-Veo que está decidido a dar el salto al vacío.
-Llevo tiempo pensándolo, pero tenía que aparecer usted para
darme el empujón que necesitaba –confesó Tormod esbozando una
leve sonrisa.
-¿Puedo darle un consejo literario?
-Por favor –asintió Tormod.
-Hay dos caminos que llevan a dos futuros –dijo M.J. apartando
la cesta de mimbre con las verduras y trazando con una ramita dos
líneas divergentes entre las tomateras-. Este de la derecha lleva a un
futuro de esplendor en lo individual y en lo colectivo. Este de la iz-
quierda lleva a la esclavitud física y espiritual, tanto personal como
colectiva. Usted puede elegir qué camino literario tomar: el de la
derecha o el de la izquierda. Y aquí no valen medias tintas.
-¿A qué se refiere? –preguntó Tormod, interesado.
-Las consideradas buenas obras literarias de espionaje contienen
verdades enmascaradas con mentiras y el resultado es confusión,
que es el estado actual de nuestra civilización, en la que como dice
el refrán: “Nada es verdad ni mentira, es según del color del cristal
con que se mira”.
-La verdad no es única y según las circunstancias, las cosas
pueden ser diferentes –contradijo Tormod.
-Cierto, pero si la cal es blanca por naturaleza no pueden atri-
buírsele los colores con que se tiñe –puntualizó M.J.
-Según usted, existen verdades inamovibles –indicó Tormod.
-Así es. Si elegimos el camino de la derecha o el de la izquierda
sabemos qué nos espera al final del trayecto.
-¿En qué consisten esas verdades? –preguntó Tormod.
-Son normas de conducta que llevan por el buen vivir y algunas
están en los Diez Mandamientos, pero hay que saber aplicarlas con
inteligencia y conocimiento de causa. De eso trata el camino de la
derecha. El de la izquierda está formado por los siete pecados capi-
tales: orgullo, avaricia, lujuria, gula, pereza, envidia e ira. Creo que
es obvio adónde lleva cada uno.
-Su línea literaria es el camino de la derecha, o “mente positi-
va”, como usted la define –repuso Tormod y quedó pensativo.
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-Veo que para usted es difícil compaginar mi línea literaria por
ser un estilo que no acostumbra usarse en las novelas de espionaje.
¿Se imagina el éxito que usted podría alcanzar con la pluma cuando
describa el camino de la izquierda visto desde el camino de la dere-
cha y lanzando al aire algún que otro comentario razonable que
podría aportar soluciones creíbles a las conspiraciones que exponga
en sus novelas? –le sugirió M.J.
-La literatura de espionaje trata del camino de la izquierda con
algún matiz del de la derecha, pero sin aportar soluciones a los pro-
blemas que plantea, y lo que usted aconseja es invertirlos. Podría
dar resultado por lo novedoso. Me quedo con su idea. Gracias, se-
ñor Medina.
-¿Qué opinión tiene usted de los críticos literarios?
-No muy buena –respondió Tormod aguardando.
-En términos generales se puede decir que hay dos clases de
críticos literarios. Unos son mediocres del montón con menos fan-
tasía que un asno en una librería, que nunca han tenido nada intere-
sante que contar y son escritores fracasados. Los otros son los que
sí tenían algo bueno que contar pero fracasaron en el intento de
hacer que se publicaran sus obras y se hicieron críticos literarios.
De entre los malos, los peores son los mediocres, que intentan reba-
jar a su nivel criticando a los escritores con mucha fantasía creativa
que apasiona al lector. ¿Conoce usted las tres reglas de oro del es-
critor? –le preguntó M.J.
-He escuchado algo de eso, pero ahora mismo no caigo.
-Las tres reglas son: tener algo que contar, querer escribirlo y
hacerlo. Aunque a mi entender falta una regla más, que es saber
cómo escribirlo. “El escritor nace, después se hace.” El arte de es-
cribir tiene unas normas básicas que son pura lógica y le voy a dar
un ejemplo: Cuando usted se levanta por la mañana, lo primero que
hace no es salir a la calle en pijama y después entra en casa, se
asea, se viste, toma el desayuno y se va al trabajo, a pesar de que a
alguno le ocurra, como a mí; pero eso es otra historia –dijo M.J.,
riéndose.
-¿A usted? –le preguntó Tormod soltando un ¡je!, y torciendo los
labios.
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-Una vez, cuando era verano y había estado hasta muy tarde en
una fiesta la noche anterior. Me levanté sobresaltado porque no
había escuchado el despertador y tenía que ir a la panadería por el
pan para los bocadillos de los niños, antes de que viniera mi esposa
con ellos y me echara la bronca. Cuando iba por la calle noté que la
gente no paraba de mirarme con extrañeza y pensé: ¡Ni que tuviera
monos en la cara! Me miré y caí en la cuenta: iba descalzo y en
calzoncillos.
-Al menos, usted llevaba algo puesto, y no como uno que yo co-
nozco, que salió a la calle como su madre lo trajo al mundo –co-
mentó Tormod torciendo los labios.
-No me diga usted que ha salido a la calle en pelotas –le dijo
M.J. alzando las cejas.
-Aunque usted no lo crea, sí me ocurrió una vez –confesó Tor-
mod.
-Nunca imaginé que una persona tan recta y seria como el Di-
rector adjunto del servicio de inteligencia hiciera eso.
-Pues sí, lo hice. Fue cuando estuve en la marina, en la academia
de oficiales, y me dieron el primer fin de semana de permiso. El en-
trenamiento y la disciplina eran tan duros, que me levanté sobresal-
tado, creyendo que estaba en la academia, y más dormido que des-
pierto, salí corriendo. Al ver que los edificios no eran los de la aca-
demia de la marina y a las vecinas mirándome con ojos como pla-
tos, me tapé las partes lo mejor que pude y corrí a la casa, pero ha-
bía cerrado la puerta y sin pensar, hice como echar mano a los bol-
sillos para buscar la llave. Desesperado y muerto de vergüenza,
golpeé con fuerza para que me abrieran, mientras que las vecinas se
retorcían de risa, hasta que por fin mi chica abrió la puerta –explicó
Tormod con alegría, al recordar aquellos tiempos.
-No cabe duda de que usted tiene madera de escritor –le dijo
M.J., riéndose.
-¿Quiere usted decir que para ser un buen escritor hay que salir
en pelotas a la calle? –preguntó Tormod confundido.
-¡No, hombre! Lo digo por su forma de revivirlo al contarlo. El
buen escritor es el que borda con la pluma sus vivencias y lo que
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piensa, metiéndose en la piel de los personajes que él crea y los vi-
ve como parte suya.
-Eso siempre lo he tenido muy claro. Gracias por recordármelo
–remató Tormod y volvieron a casa de M.J.
Después de comer la paella mixta, estaban tomando un café en
el amplio balcón del primer piso.
-Se nota que le gusta cocinar –dijo Tormod a M.J.-. Ha sido un
placer ayudarle a hacer la paella, que para mí es un plato exótico, y
la verdad es que estaba deliciosa, acompañada con un vino rosado
de la tierra, del distrito Binissalem –comentó mirando su reloj.
-¿Cuándo tiene que volver a Suecia? –le preguntó M.J.
-Tenía que haberlo hecho al venir y hablar con usted, pero ya ve,
aquí estoy todavía. Tengo que volver antes de que mi jefe empiece
a preguntarse dónde me he metido.
-¿Tiene tiempo para dar un paseo y bajar la comida? –preguntó
dándole a entender que quería hablar con él.
-No hay inconveniente, puedo tomar cualquier avión que vaya a
Estocolmo y tenga un asiento libre, aunque sea en la cabina de
mandos –respondió y salieron.
-He estado atando cabos y todo indica que Mats se suicidó para
evitar darle a sus perseguidores algo muy importante –comentó
M.J.
-Continúe, por favor. Le escucho –pidió Tormod.
-Según me dijo Rolf Willander, el Director del periódico GP,
Mats cerró la puerta de la azotea con su llave y la rompió dentro del
cilindro con la intención de demostrar que se suicidó por voluntad
propia, algo que sus más allegados no pueden comprender; yo tam-
poco lo creía. Sin embargo, el detalle de beberse una botella de
whisky y suicidarse sin que haya lugar a duda, me está indicando
que debe tratarse de una información muy importante para que us-
tedes tomen cartas en el asunto y vayan con pies de plomo para no
llamar la atención de otros servicios de inteligencia. Lo de la bote-
lla de whisky, usted ya habrá comprobado si la compró él.
-Lo hizo el mismo día que se suicidó –respondió Tormod.
-Eso descarta la posibilidad de que lo obligaran a bebérsela y
suponiendo que después de romper su llave dentro de la cerradura y
100
lanzarlo desde la azotea bajaran con cuerdas dobles, que al llegar
abajo tiran de una de ellas, se deshace el nudo y recuperan la cuer-
da. ¿Se han encontrado marcas en algún sitio de la azotea donde
pudieron amarrarlas? –preguntó M.J.
-No hemos encontrado nada. ¿Por qué no me dice lo que le pre-
ocupa?
-Temo por mi vida y la de mi familia –respondió afligido.
-¿A qué se refiere? –preguntó Tormod.
-Lo que Mats tenía en su poder y que prefirió suicidarse a en-
tregárselo a sus perseguidores, por fuerza tiene que ser información
muy valiosa y comprometedora para cualquier potencia mundial.
-¿En qué se basa?
-El Director del periódico GP me dijo que desde que Mats vino
de América, hasta que se suicidó, en el trabajo estaba falto de sue-
ño. Otro detalle que no encaja en todo esto, es que según me dijo el
Director del periódico, el año pasado Mats hizo un viaje de placer a
Norteamérica, cuando él odiaba ese país. Además, lo hizo en in-
vierno y sin previo aviso, cuando él siempre acostumbraba hacerlo
en primavera o verano y los planificaba con varios meses de ante-
lación. Algo tuvo que sucederle en América y no me extrañaría que
la CIA estuviera implicada en todo esto.
-Es posible, señor Medina. Continúe, por favor –le pidió con
amabilidad sincera, a pesar de estar tenso, pero no como en la sala
de interrogatorios en el aeropuerto de Gotemburgo.
-Su Departamento sabe, sobretodo usted por ser el encargado
del caso, que si Mats dio esa información a alguno de sus amigos o
conocidos, tiene que tratarse de una persona iniciada en temas de
alto secreto de Estado. Señor Gyllenboga.
-Llámeme Tormod, por favor –le pidió con amabilidad al inte-
rrumpirlo.
-De acuerdo, Tormod. También puede llamarme M.J. y tutear-
nos, si lo prefiere.
-Presiento que entre nosotros va a nacer una buena amistad. Sé a
qué te refieres, M.J. Tú piensas que el perfil de sus amistades y co-
nocidos no encaja con la persona que Mats pudo darle esa informa-
ción.
101
-Así es, aunque puedo estar equivocado –repuso.
-No, no lo estás, M.J. Y esa es la incógnita que envuelve este ca-
so tan complicado. No hay ni un solo dato que tenga sentido.
Hemos investigado a fondo todas las personas de su entorno y tanto
Mats, como sus amigos y conocidos, entre ellos tú, ninguno estáis
cualificados para haceros cargo de esa información tan valiosa,
aunque todavía no sepamos con certeza de qué trata. Pero ahora te-
nemos una nueva pista gracias a tu información sobre ese periodista
americano y el viaje relámpago que Mats hizo a los Estados Uni-
dos, que sabíamos, pero no bajo qué circunstancias –aclaró Tor-
mod.
-Si Mats se trajo algo de los Estados Unidos, tú deberías saberlo
–le indicó.
-Sabemos que compró un cofre por valor de 100 dólares en una
tienda de antigüedades y pidió al anticuario que lo enviara a Suecia,
a su dirección, pagando 300 dólares por el transporte –informó
Tormod.
-Eso era muy extraño en Mats. Conociéndolo como lo conocía,
él odiaba las tiendas de antigüedades por estar llenas de trastos vie-
jos que sólo sirven para leña y chatarra. Cosa que puedes compro-
bar preguntando a su viuda, hijos, familiares y amigos –le sugirió.
-Lo haré, aunque sólo sea para complicar aún más la investiga-
ción, que se nos está yendo de las manos por tantas contradicciones
–dijo Tormod, contrariado.
-Hay otra cosa a la que tampoco le encuentro sentido, quizá tú
puedas aclarármelo. ¿Por qué Mats decide suicidarse a dar esa in-
formación a su periódico o a la autoridad pertinente y pedir protec-
ción en caso de que se sintiera amenazado de muerte, que es lo que
cualquier persona sensata ha-ría? Pero no, él decide suicidarse y la
presunta información no aparece. Hay dos posibilidades: una que
Mats guardara esa información y no dijera nada a ninguna de sus
amistades para no implicarlas y poner sus vidas en peligro de muer-
te. La otra que la enviara con nombre y dirección falsos a alguien
conocido, pero lo suficiente preparado para no poner en peligro su
vida. Además, ¿por qué extraño motivo eligieron a Mats para darle
esa información, a no ser que tenga que ver con la industria y el
102
comercio, que era su especialidad? Pero esa clase de información,
que podría ser espionaje industrial, para que, según lo que pienso,
los servicios de inteligencia tomen cartas en el asunto, indica que
podría tratarse de armamento bélico.
-Hemos barajado esas hipótesis y las hemos investigado, pero
no tenemos el más mínimo indicio a qué atenernos, aparte de lo que
me dijiste del periodista americano, el viaje imprevisto y que odia-
ba las tiendas de antigüedades –repuso Tormod.
-Supongo que tendrás agentes protegiéndonos. Puede que agen-
tes de otros servicios de inteligencia intenten raptarnos y torturar-
nos, para sacarnos si Mats nos dio la información. Por eso te dije
que mi vida y la de mi familia podrían estar en peligro –le recordó.
-No lo hemos hecho todavía -sacó su teléfono móvil e hizo una
llamada breve-. Ya están en camino dos agentes para que os prote-
jan. Llegarán dentro de cuatro horas. ¿Puedes buscarle alojamiento
en ese pequeño hotel? –le pidió Tormod señalando El Portixol.
-Conozco al dueño y en caso de que no tuviera una habitación
libre, los alojo en mi casa, en el último piso, hasta que encuentren
algo.
-Gracias, M.J. Quiero acabar con esto cuanto antes. Después me
retiro –confesó Tormod con un suspiro leve.
Y volvieron a casa de M.J.
Tormod se había duchado y cambiado de ropa.
-Ha sido un placer tenerlo este día tan señalado con nosotros y
me alegra saber, que pronto vamos a tener un escritor de vecino.
Nosotros lo presentaremos a la vecindad; eso lo ayudará a familia-
rizarse con la gente y el lugar –le dijo Liv, que en lugar de estre-
charle la mano, le dio dos besos en las mejillas-. Es la costumbre en
España de despedirse de las personas a las que se aprecia.
-Toma, Tormod, puedes quedártelo. Yo ya no lo necesito y es
posible que pueda servirte de algo –M.J. le dio una encuadernación
voluminosa con tapas duras, de color negro.
-Interesante, y está en sueco –dijo al ojearlo.
-Es el curso de escritor que hice hace veinte años. Ahí tienes to-
do lo que necesitas saber sobre las diferentes técnicas y estilos lite-
rarias –le aclaró M.J.
103
-Gracias, he leído algo sobre el tema y me es familiar. Cuando
era niño, en la escuela escribía historietas de espías y militares, y
mis profesores me decían que eran buenas. Me gustaba escribir y
quería seguir esa línea, pero mi padre tenía otros planes para mí: la
academia de la marina –confesó Tormod contrariado.
-Nunca es tarde si la dicha es buena –repuso M.J.
-No sé cómo darte las gracias, M.J. –y extendió la mano, pero
quedó indeciso.
-Con las mujeres son dos besitos en las mejillas, con los hom-
bres un abrazo. No te confundas, o los españoles pensarán que eres
“del otro lado de la acera” –explicó M.J. y Tormod le dio un abra-
zo.
Tormod metió en el maletín negro de cuero el curso de escritor y
M.J. se ofreció llevarlo al aeropuerto, pero dijo que, por motivos de
seguridad, no era aconsejable.
-Tengo que hablar contigo –le dijo Tormod, al oído, cuando Liv
fue a abrir la puerta.
-Cariño, acompaño a Tormod para indicarle dónde hay una pa-
rada de taxi –le dijo y salieron.
-Ves con cuidado, M.J. Dos agentes de un servicio de inteligen-
cia extranjero nos han estado vigilando todo el día.
-¿Te refieres a dos de rasgos árabes? –preguntó.
-Los mismos –respondió mirando en torno con disimulo.
-¿Qué tiene que ver un país árabe en esto, cuando todo indica
que la información que Mats recibió venía de Norteamérica? –le
preguntó M.J., confundido. Sabía que ante un espía, tenía que ac-
tuar con naturalidad, para que no sospechara que él tenía el cofre.
-Aparentemente nada, pero la presencia de esos dos agentes
complica aún más las cosas –aclaró contrariado.
-¿Piensas que la CIA podría estar implicada? –preguntó M.J.
-Que yo sepa no, pero es la única agencia que colabora estre-
chamente con el Mossad en asuntos de Oriente Medio y esos dos
podrían ser israelíes. Pondré dos agentes para cada uno de tus hijos
y el 31 de este mes vendrán con ellos en el mismo avión, para que
vigilen tu casa, los alrededores y el barco, hasta que zarpéis. Des-
pués os estarán esperando en las islas Canarias –informó.
104
-Tenéis las líneas telefónicas de mis hijos intervenidas –le dijo
mirándolo fijamente.
-Lo siento, era necesario. Espero que lo comprendas –se justi-
ficó contrariado.
-No te preocupes, Tormod, me hago cargo de la situación y
confío en ti.
-Gracias, M.J. Te prometo que no voy a defraudar la confianza
que has depositado en mí. Si todo sale bien, como espero, pronto
vamos a ser vecinos y voy a necesitar tus buenos consejos para sa-
car adelante mi primera novela.
Sin despedirse de M.J. con un apretón de manos, Tormod fue
andando hacia Palma, con la intención de parar el primer taxi que
pasara libre.
105
106
CAPÍTULO 7
EL COFRE
108
-Más de lo que te imaginas. Voy a tener todos los servicios de
inteligencia intentando darme caza por todo el planeta –respondió
con mandíbulas apretadas.
-Si fuera yo cuando estaba activo lo admito, pero tú no eres esa
clase de persona –indicó John.
-Tampoco lo era un amigo mío, que decidió suicidarse a entre-
gar información muy importante para La Humanidad a los israelíes
y me la confió a mí.
-¿Te has metido en asuntos de espionaje? –preguntó John, con-
fundido.
-No tiene nada que ver con eso y no creo que lo comprendas.
-¿Por qué no lo intentas? –insistió John zarandeándolo con cari-
ño.
M.J. bajó a su camarote escritorio por la carta de Mats, se la dio
y quedó de pie, de espaldas a él y mirando a ninguna parte.
-Este idioma no lo comprendo –repuso John con la frente arru-
ga.
-Está en sueco y era de mi amigo Mats. Te la traduzco verbal-
mente al inglés.
Cuando M.J. había acabado, John estaba perplejo, con la mirada
clavada en la cubierta.
-Esto me supera –dijo-. Pero Mats te eligió a ti para que divul-
gues lo del cofre porque confiaba en ti tanto como yo lo haría en
una situación parecida. No olvides, M.J., que gracias a que me sal-
vaste la vida y me indicaste un nuevo camino, yo no sería tan feliz
y probablemente estaría muerto, ajusticiado por uno de los trafican-
tes de armas que hundió mi barco en aquella tormenta y me dejó en
medio del Mediterráneo, a merced de los elementos. Ahora él está
muerto y yo sigo vivo gracias a ti. Comprendo la seriedad del pro-
blema. Tú necesitas tiempo para escribir, a tu manera, lo que hay en
el cofre, y yo puedo ayudarte en eso. No me discutas, por favor –se
adelantó al ver que iba a protestar. Sacó el teléfono móvil e hizo
una llamada-. Pasado mañana vendrá de Ámsterdam un grupo de
treinta personas con tres camiones-taller, para instalar en tu velero
la desalinizadora que tengo a bordo. Es una pieza única por ser un
nuevo sistema mejor y más eficaz que el actual, y está diseñada ex-
109
clusivamente para mí. Los treinta hombres y mujeres son especia-
listas en reparaciones navieras, que trabajan en mi empresa; se di-
vidirán en turnos para trabajar las 24 horas y en una semana estará
instalada en tu barco.
-Gracias, John, no sé cómo agradecértelo –le dijo emocionado.
-Soy yo el que siempre estaré en deuda contigo. Yo suelto ama-
rras ahora mismo y atracaré en Porto Colom (*), donde desmontarán
la desalinizadora, la empaquetarán y la instalarán en tu barco, dan-
do a entender que son reformas que tú vas a hacer y no levantará
sospechas. También prepararán ornamentos de madera para que
puedas cambiar la silueta del velero y se asemeje a otros que tengan
los cuarenta y dos metros de eslora del tuyo; te daré la documenta-
ción, los nombres y las siluetas correspondientes de los veleros.
Después, lo mejor que podrías hacer es simular un naufragio en al-
tamar y al daros por muertos os dejarán en paz. Te aconsejo mante-
nerte lejos de las rutas comerciales y navegar por el cono sur, alre-
dedor del continente Antártico, y sólo acercarte a las costas para
aprovisionar en los lugares más remotos, menos poblados y primi-
tivos. Tenéis que evitar caer enfermos o sufrir accidentes graves
que os obligue ir a tierra e ingresar en un hospital. Te proporcionaré
medicinas, vacunas e instrumental quirúrgico, para que podáis
hacer operaciones no complicadas. Te veo indeciso, M.J. ¿Estás se-
guro de lo que vas a hacer? –le preguntó John.
-No tengo elección –respondió contrariado.
John iba de un lado para otro, cabizbajo. Se detuvo ante M.J. y
le dijo:
-Necesitas mi ayuda. Tú y tu familia sois cuatro. No es suficien-
te para un velero tan grande. Hace falta más tripulación. Me em-
barco en tu aventura con un grupo de mis mejores hombres.
-No puedo permitir que arriesgues tu vida y las de tus hombres
en algo que no os concierne –contradijo M.J.
(*) Porto Colom: puerto pesquero y deportivo en la costa sur-este de Mallorca. A unas 35 millas ma-
rinas desde el puerto de Palma.
110
-Si se tratara de otra persona, no lo haría ni por todo el oro de
este mundo. No se hable más. Desde este momento ya no estás so-
lo. Y no me contradigas, por favor –lo interrumpió al ver que iba a
protestar.
-Ahora te hago la misma pregunta que tú me hiciste: ¿Estás se-
guro de lo que vas a hacer?
-Me he metido en muchos fregados, pero nunca en mi vida he
estado tan seguro como ahora –respondió John con firmeza.
-¿Sabes que eres un testarudo redomado de colmillo retorcido?
-No eres tú el único al que le gusta la aventura –repuso John es-
bozando una mueca.
-Es muy arriesgado y podemos morir –advirtió M.J.
-En tal caso, valdría la pena. El de allí arriba –dijo señalando al
cielo-, es posible que me perdone mis pecados, que son muchos, y
me dé una segunda oportunidad en la próxima vida.
-Tú siempre has sido un hombre bueno que tuviste la mala suer-
te de caer en desgracia, pero cuando se te presentó la oportunidad
de cambiar lo hiciste –le recordó M.J.
-Por eso te debo tanto. Sin tu ayuda nunca lo habría conseguido
–afirmó.
-Yo sólo te indiqué el camino. El trabajo lo hiciste tú y el mérito
es tuyo. Gracias, John, reconozco que voy a necesitar tu ayuda para
salir de ésta –y le dio un fuerte abrazo.
-Una última cosa. Mantén a tu familia al margen de todo esto, al
menos, hasta que hayamos zarpado y estemos en altamar. Te lo
aconsejó tu difunto amigo Mats en la carta que me has traducido
–concluyó John, que reunió a la tripulación y empezaron a soltar
amarras.
-Tenemos que hablar, Marjy –le dijo su esposa muy seria al lle-
gar él a casa.
-Ya sé que nos afecta lo de Mats. No te preocupes, que todo
saldrá bien. Te lo prometo.
-No es eso lo que quiero hablar contigo –atajó ella.
-¿Qué ocurre, cariño? –le preguntó escudriñándola con la mira-
da, intentando adivinar qué podría ser.
111
-He estado dándole vueltas a una serie de anomalías que han
ocurrido desde que Mats se suicidó –aclaró ella y desplegó una
hoja de papel-. Primero: Vas a la iglesia del mar sueca cuando po-
días haber llamado y en lugar de venir a casa, sabiendo que la co-
mida estaba en la mesa esperando, te entretienes con John y la tuve
que tirar. No me interrumpas. John es el único conocido que tiene
su velero atracado junto al nuestro –atajó ella cuando vio que iba a
protestar-. Segundo: Invitas a festejar Midsommar con nosotros a
un agente secreto, que para colmo de males, es el Director adjunto
del odioso servicio de inteligencia sueco y que por una extraña
razón, necesitaba tu ayuda para decidirse a escribir. Tercero: Nues-
tro hijo no puede venir de Alaska por culpa de un mal tiempo in-
usual en esta época del año. Por último, yo no he estado ni una sola
vez en el MALIEDMA desde que Mats se suicidó.
-¿Por qué no lo has hecho? –le preguntó M.J. con el ceño frun-
cido.
-No lo sé. Tú puedes sentir cosas que los demás no podemos.
¿Sabes qué es? –le preguntó nerviosa.
-Lo único que puedo decirte es que cuando zarpemos obtendre-
mos respuesta –aclaró M.J.
-Es una pena que no puedas saber los detalles; nos ahorraría
muchos problemas –repuso ella, resignada.
-El mundo espiritual y el mundo físico son dos universos muy
diferentes. Además, si supiéramos con detalle lo que va a ocurrir,
sería muy aburrido. La vida se compone de incógnitas y menos mal
que es así, aunque en situaciones como esta no me guste. Es como
cuando vas al cine a ver una película y en la taquilla, te encuentras
con un conocido que acaba de verla y te cuenta cómo termina –co-
mentó para animarla.
-Hay otra cosa que quiero preguntarte. Después del entierro de
Mats, cuando estábamos en el aeropuerto de Gotemburgo con nues-
tros hijos esperando a que pudiéramos subir al avión que nos trajo a
Mallorca, cuando Edval dijo que iba a venir su prometida Sylvia
con nosotros a las islas Canarias, tú quedaste callado y serio. Sólo
fue un segundo, pero suficiente para que yo lo notara. Después, en
el avión, cuando te pregunté, me dijiste sin darle importancia que te
112
dio la impresión de que Sylvia no iba a venir con nosotros. ¿A qué
te referías? –le preguntó Liv.
-Sabes que mis premoniciones no acostumbran ser certeras,
cuando menos de personas a las que no conozco bien y no estamos
unidos por lazos de amistad y cariño –le explicó M.J. lo mejor que
pudo.
-Lo que sentiste de Sylvia fue fugaz. ¿Qué sensaciones tuviste?
–le volvió a preguntar.
-Fue una mezcla de pena y frustración -respondió M.J. cabizba-
jo, intentando recordar.
-¿La pena y la frustración eran tuyas o de otra persona?
-No lo he pensado, pero creo que la pena era de Edval y la frus-
tración era mía. Tengo la impresión de que algo va a impedir que
Sylvia nos acompañe. Algo va a interponerse en su camino, pero no
sé que es –respondió M.J., contrariado por no saber los detalles.
-Lo de la pena de Edval es comprensible; es su prometida y
piensan contraer matrimonio. Lo de tu frustración quizá se deba a
que no podrás evitarlo. La impresión que tengo es que Sylvia no
encaja en nuestro mundo. Pero es la vida de nuestro hijo Edval y en
eso, ni tú ni yo podemos entrometernos –puntualizó Liv.
-Lo importante es que él sea feliz con ella. Lo demás no impor-
ta. Escucha, cariño, aunque no sepa cómo va a terminar todo esto,
nuestros hijos y nosotros sobreviviremos a lo que nos espera –le di-
jo M.J. para levantarle el ánimo.
-¿Tienes algún indicio, algo a qué atenerse? –insistió ella.
-Lo siento, no tengo nada concluyente –dijo y quedó pensativo
unos segundos-. La impresión que tengo es que vamos a estar ex-
puestos a peligros –esto lo dijo pensando en lo que leyó del cofre
que Mats le envió. De golpe, lo envolvió una fuerte sensación que
lo zarandeó-. ¡Qué extraño! Me ha golpeado un viento huracanado
–exclamó confundido, mirando a través de la ventana, que estaba
abierta, cuando el único viento que soplaba era la agradable brisa
del mar.
-¿Aquí dentro? Yo no he sentido nada, pero sí te he visto reac-
cionar como si algo te golpeara. Es una de tus premoniciones, de
esas que te vienen de golpe. ¿Has visto algo?
113
-He sentido cómo me golpeaba la fuerza de un huracán en me-
dio un mar embravecido y también creo haber visto el faro de un
puerto, a mi derecha, en una noche rasgada por los relámpagos y
los truenos de una tormenta horrible; diluviaba a mares –M.J.
quedó mirándose los pies, rascándose la cabeza y con la frente
arrugada.
-Los huracanes son típicos del otoño en el Caribe y el verano
acaba de comenzar. ¿Crees que vamos a estar en el Caribe? –pre-
guntó Liv, confundida.
-Lo siento, cariño, no sé en qué lugar del planeta puede ser ni
cuándo. Dejemos eso a un lado. Tengo que ir al hotel Portixol, a ver
si tienen una habitación libre para dos agentes que Tormod ha man-
dado para protegernos.
-¿Por qué a nosotros? ¿Piensan que Mats te envió lo que le costó
la vida? –preguntó nerviosa.
-Tormod me dijo que han puesto agentes a todos los familiares y
amistades que Mats tenía –mintió para no preocuparla más de lo
que ya estaba, pero no resultó.
-¡Oh, Marjy! Van a cumplirse las otras partes de la pesadilla.
¿Qué podemos hacer? –preguntó abrazándose a él y rompiendo en
un llanto desconsolado.
-No lo sé, cariño –le dijo acariciándole la cabeza-. Lo único que
sé con certeza es que vamos a pasar por una situación difícil, que
nos va a poner a prueba. Siento tener que decírtelo, pero me temo
que no hay marcha atrás. Tienes que superarlo, cariño, o no sobre-
viviremos.
-¿Y nuestros hijos? ¿Qué van a pensar de todo esto? ¿Cómo van
a reaccionar? –preguntó preocupada.
-Lo mejor es no decirles nada. Yo hablaré con ellos cuando
hayamos zarpado y estemos en alta mar. Lo importante es que nos
mantengamos unidos.
El teléfono fijo sonó y M.J. lo cogió. Eran Ulrik y Glen, los dos
agentes que Tormod había mandado para protegerlos, y que estu-
vieron presentes en el interrogatorio en el aeropuerto de Gotembur-
go, y después vinieron a Mallorca para comunicar a M.J. la prueba
del polígrafo. M.J. fue andando al pequeño hotel-restaurante El
114
Portixol y habló con el dueño, pero no tenía una habitación libre, y
les alquiló un apartamento de lujo, amueblado, en el quinto piso de
un edificio en frente de la playita, desde donde tenían contacto vi-
sual con la casa de M.J. y los alrededores. En el apartamento, los
agentes le pidieron a M.J. que les dijera todo lo que sabía de los
agentes israelíes que merodeaban por los alrededores. M.J. lo hizo
y les preguntó qué debía hacer él y su esposa. Ellos habían venido
con pasaporte diplomático y mostraron sus armas reglamentarias.
Le recomendaron informarlos cuando tuvieran que alejarse de la
zona y le dieron un teléfono móvil especial que sólo servía para
comunicarse con ellos. Si tenían que desplazarse por la isla con el
todo terreno, aconsejaron que les dijera el lugar y la ruta. Irían en
dos turismos, uno delante y otro detrás, para protegerlos mejor, y
cambiarían de marca y modelo cada vez. También tenían que actuar
como si no los conocieran de nada. Para no llamar la atención, M.J.
les aconsejó no ir con las indumentarias de diplomáticos. Ellos le
enseñaron pantalones cortos de distintos colores, camisas floreadas,
varios modelos de sombreros de paja, gorras, varios modelos estra-
falarios de gafas de sol y chanclas de varias clases. <Son órdenes
del jefe>, dijeron mirándose el uno al otro con cara de consecuen-
cia. M.J. soltó un ¡je!, al pensar que era lo que su esposa le prestó a
Tormod cuando celebró con ellos la fiesta del verano.
-¿Cómo ha ido? –le preguntó Liv cuando M.J. volvió a casa.
-Están instalados en el último piso de aquel edificio de la dere-
cha –respondió señalando con la mano y la informó de lo que le di-
jeron los agentes.
-Tantas medidas de seguridad me ponen nerviosa –dijo contra-
riada.
-A mí tampoco me gusta sentirme continuamente vigilado, pero
es necesario –añadió M.J.
-¿Y nuestros hijos? –preguntó ella preocupada.
-Tormod me dijo que pondría dos agentes para cada uno y
vendrán con ellos en el mismo avión. Después nos estarán esperan-
do en las islas Canarias.
-Gracias a Dios. Sólo faltaba que nos acompañaran en la trave-
sía –dijo ella con tono agrio.
115
-Los agentes me dijeron que debemos evitar ir al barco antes de
zarpar –fue la excusa que puso M.J. para evitar que ella viera lo
que estaban haciendo y los agentes no sospecharan que John y un
grupo de sus hombres, los iban a acompañar en un viaje con un
destino incierto.
-¿Por qué no podemos ir al barco? –preguntó ella, confundida.
-El Club de Mar (*) es zona restringida y los agentes perderían el
contacto visual con nosotros. Además, me dijeron que serían fáciles
de detectar –aclaró y tuvo la impresión de que consiguió conven-
cerla.
M.J. llamó a los agentes suecos con el teléfono móvil que le die-
ron y les dijo que iba a bajar al restaurante de tapas y pinchos a to-
marse una cerveza, y los invitó, pero ellos dijeron que no era con-
veniente que los vieran juntos. M.J. sabía que no iban a aceptar; lo
hizo para que no sospecharan al verlo salir sin notificarlo. Llamó a
John desde el teléfono público y le informó de la situación. Él no se
sorprendió; le dijo que ya había tomado medidas. Antes de ser tra-
ficante de armas, fue agente del servicio de inteligencia inglés, el
MI6.
(*) Club de Mar: puerto deportivo en el gran puerto de Palma ciudad, colindante con Porto Pi: muelle
comercial y de pasajeros.
116
CAPÍTULO 8
DESAPARECIDOS
118
a ser el punto de colisión de los tres frentes y puede ocurrir una
gran catástrofe –aclaró M.J.
-¿No te parece extraño en esta época del año? –preguntó ella mi-
rando con recelo la calma del mar, a través de la ventana.
-Puede que sea por culpa del cambio climático. Mañana no po-
dremos zarpar, como teníamos previsto –dijo M.J., contrariado.
-Hay que ir al barco para amarrarlo mejor -aconsejó ella pre-
ocupada.
-Yo ya me he encargado de eso: le he pedido a John que lo haga.
-Debemos poner las persianas mallorquinas en todas las venta-
nas, para evitar que el viento rompa los cristales y el salitre entre
–aconsejó ella y se apresuraron en ponerlas.
119
-Soy el agente Ulrik. Señor Medina, no salgan bajo ningún con-
cepto de casa ni abran la puerta a nadie. Hemos detectado dos gru-
pos de fuerzas especiales que pugnan por subir y raptaros. ¡Al sue-
lo! –gritó.
M.J. escuchó disparos y a continuación, unos pasos que se acer-
caban y varios disparos más. Alguien cogió el teléfono y preguntó
en inglés, con acento árabe, quién estaba al otro lado. M.J. cortó la
comunicación e informó a su familia de la situación. Todos estaban
asustados, sobretodo Sylvia, que quería salir y huir. Edval consi-
guió calmarla lo suficiente para que no cometiera semejante locura.
M.J. sacó de un armario las escopetas de aire comprimido para la
pesca submarina y las cargó a la máxima potencia. A su mujer y a
sus hijos les dijo que en caso de que derribaran la puerta blindada,
dispararan sin contemplaciones a los que entraran. Los tres miraron
a M.J. y al verlo decidido, a pesar de estar nervioso, comprendieron
que no iban a morir; en tal caso, él ya lo habría dicho o estaría in-
seguro. M.J. notó lo que pensaban y les dijo con firmeza que estu-
vieran alerta. Sylvia no quiso coger una de las escopetas y se acu-
rrucó en un rincón, muerta de miedo.
Los minutos pasaban y no ocurría nada. Alguien golpeó con
fuerza en la puerta y todos se prepararon, pero no la derribaron.
-Papá, creo que he escuchado a alguien pronunciar tu nombre
–dijo Edval temblando de miedo.
M.J. se acercó con cautela y preguntó quién era. Al obtener res-
puesta, se dispuso a abrir la puerta.
-¡No lo hagas! –gritó Liv, desesperada.
-Tranquilos todos, es John; reconozco su voz –y abrió.
John entró empapado. Los demás dudaron al verlo armado hasta
los dientes y ataviado como los comandos de élite de las fuerzas
especiales que habían visto en las películas de acción.
-Bajar las armas, que es John –pidió M.J.
-Vamos. No tenemos tiempo –ordenó John.
-¿A dónde vamos con este viento huracanado y la lluvia torren-
cial que está cayendo? ¿No estamos más seguros en casa? –le pre-
guntó Liv.
120
-Nos matarán si nos quedamos, señora. Atención todos, vamos a
bajar. Cubrirnos –ordenó John a sus hombres por la emisora.
Bajaron aferrados los unos a los otros para no ser arrastrados por
el viento. Edval llevaba a su prometida Sylvia, que iba como un
zombi. John abrió la puerta del todo terreno con el que había veni-
do y les dijo que entraran. A pesar del estruendo del viento, la llu-
via, los truenos y los relámpagos, se escucharon varias ráfagas de
metralleta y John les dijo que se dieran prisa. En un descuido, Syl-
via se soltó de Edval y dominada por el pánico ante tanto relámpa-
go, desorientada echó a correr hacia la esquina del restaurante de
tapas y pinchos, de donde vinieron los disparos. Al llegar, ellos vie-
ron con la luz de los relámpagos cómo fue acribillada por una ráfa-
ga de metralleta. Edval corrió desesperado hacia ella, pero uno de
los hombres de John, que estaba parapetado en la terraza del restau-
rante, lo detuvo a tiempo y lo llevó con los demás.
-Lo siento, muchacho, ya nada se puede hacer por ella –le dijo
John y lo metió en el todo terreno-. Retirada. Volvemos a la base
–ordenó a sus hombres por la emisora.
Toda la ciudad estaba a oscuras, las calles inundadas, desiertas,
y no había ningún vehículo circulando; planchas y trozos de made-
ra golpearon contra el parabrisas, resquebrajándolo. John y sus
hombres circulaban con las luces apagadas al llevar cascos con vi-
sión nocturna, que estaba protegida con un regulador de intensidad
lumínica, para no ser cegados por los rayos que continuamente gol-
peaban la ciudad. Los árboles y las palmeras eran arrancados de
cuajo ante las miradas atónitas de Liv y sus hijos, pero John conse-
guía sortearlos.
Al llegar al paseo marítimo del puerto de Palma, se unieron a
John el resto de sus hombres, que iban en tres todo terreno; uno de
ellos era el de M.J. Se detuvieron en la Ensenada Can Bárbara,
donde enfrente comenzaba el puerto deportivo Club de Mar, donde
M.J. tenía su barco atracado. John le dijo a M.J. que él y su familia
tenían que entrar en el Club de Mar en su propio todo terreno para
que el guardia de la entrada no sospechara nada. También le dijo
que él y sus hombres saltarían la valla y entrarían en el Club de
Mar por detrás, para no ser detectados. Los otros tres todo terreno
121
que habían robado, los rociaron con gasolina y les prendieron fue-
go, para borrar pistas que los implicaran.
En el Club de Mar, John y sus hombres fueron recibidos por el
que se quedó de guardia en el barco de M.J. e informó que había
vía libre; las cámaras de vigilancia de todo el puerto deportivo es-
taban inutilizadas por el corte eléctrico.
En la entrada al Club de Mar, el guardia de la garita se sorpren-
dió al ver a M.J. y a su familia. M.J. le dijo que iban a estar en su
velero el tiempo que durara el huracán, para cuidar de que no ocu-
rriera nada. Al llegar, John los estaba esperando.
-¡Vamos! ¡Subir a bordo! –gritó John para rebasar el estruendo
de la tormenta.
-¡Marjy, zarpar a hora es un suicidio! –le gritó Liv asustada y
abrazada a sus hijos.
-¡Escucharme! –les pidió M.J. en el momento que un rayo muy
potente golpeó en el mástil de uno de los veleros que estaban ama-
rrados al lado y lo destrozó-. ¡Escucharme! –repitió-. ¡Vamos a salir
de ésta! ¡Tenéis que confiar en mí! ¡Subir a bordo! –ellos lo hicie-
ron, a pesar de estar embargados por el miedo.
John agarró el timón, puso el motor en marcha y ordenó a sus
hombres soltar amarras.
-¡Es muy estrecho, John –le dijo M.J.-, el motor no tiene sufi-
ciente potencia para contrarrestar el viento y la resaca! ¡Vamos a
chocar con las demás embarcaciones!
-¡Yo ya me he encargado de eso! –respondió.
John maniobró el velero y cuando enfiló la salida angosta entre
las embarcaciones, dio máxima potencia al motor y salieron dispa-
rados.
-¿Qué motor has puesto, John? –le preguntó M.J., que tuvo que
agarrarse para no caerse por la sacudida.
-¡Uno lo suficiente potente; lo vamos a necesitar! –respondió.
Consiguieron salir y estaban en la parte libre del puerto, donde
no había mucho oleaje pero sí una enorme resaca creada por el
temporal. A pesar de que el viento había cambiado a noroeste y el
puerto estaba resguardado, al salir, las olas eran tan grandes, que
rebasaban la escollera de El Dique del Oeste.
122
M.J. llamó a su esposa para que subiera a cubierta.
-¡Mira, Liv, esta es la visión que tuve el otro día: el viento hura-
canado, el mar embravecido, truenos, relámpagos, lluvia torrencial
y el faro del puerto a mi derecha!
-¡Nunca más volveré a dudar de ti, te lo prometo! –dijo ella
abrazándolo con fuerza y bajó.
Estaban saliendo de la gran bahía de Palma, de la zona protegida
del viento de noroeste, donde se enfrentarían al verdadero oleaje
del huracán.
-¡Todos bajo cubierta! –ordenó John.
Cuando todos habían bajado, John pulsó unos botones en el ta-
blero de mandos y se escuchó un ruido.
-¿Qué es eso? –preguntó M.J.
-El sistema hidráulico de puertas exteriores, escotillas y clara-
boyas. El interior es ahora estanco, como el de un submarino. El ai-
re de la ventilación lo tomamos de la parte superior del palo mayor
y sale por una válvula de escape en la popa –explicó John.
Las enormes olas, como si de gigantes enfurecidos se tratara,
engullían el velero, que quedaba sumergido unos instantes, pero
una y otra vez conseguía salir a la superficie.
-No podemos seguir así por mucho tiempo; cambia el rumbo –le
pidió M.J. a John.
-Todavía no. Tenemos que llegar aquí, donde hay un kilómetro
de profundidad –le aclaró John señalando en la carta marina-. Ya te
lo explicaré después. Y no temas por el barco, mis hombres lo han
preparado para que aguante temporales peores que éste.
Al llegar al lugar indicado en la carta marina, John sacó unos
aparatos atados a una cuerda y en el otro extremo un plomo.
-M.J. –le dijo John-, ahora vas a hacer una llamada de socorro
vía satélite. Di que el barco se está hundiendo y que lo vais a aban-
donar en el bote salvavidas.
M.J. lo hizo y le aconsejaron que intentaran mantenerse a flote y
que llevaran un teléfono móvil para localizarlos; intentarían resca-
tarlos cuando amainara el huracán.
-Es lo que suponía –dijo John mirando un medidor de frecuen-
cias que tenía en la mano-. Hay un satélite espía comprobando
123
nuestra posición. Meter todos los teléfonos móviles en esta bolsa de
red; van a hacerle compañía a estos aparatos.
-¿Qué son? –preguntó M.J.
-Localizadores, que unos agentes, probablemente de la CIA,
habían puesto en tu barco –aclaró John.
-Nos detectarán con el radar del satélite espía –indicó M.J.
-También he pensado en eso –repuso John-. Vamos, terminar de
reunir todos los teléfonos móviles –y maniobró para seguir las olas.
Acto seguido, desconectó el sistema hidráulico para poder salir.
Cuando todos los teléfonos móviles estaban en la bolsa de red,
John la ató a los localizadores. A continuación, ató una boya pe-
queña, a la que le hizo varios cortes. Salió y lo lanzó todo por la
borda.
-¿Nos puedes explicar lo de la boya y los teléfonos móviles? –le
pidió M.J. a John, al volver.
-La boya con los cortes es para que se hunda a la velocidad que
lo haría el barco y el deshacernos de los teléfonos móviles, es para
evitar que llamen a los números y detecten nuestra posición –expli-
có John, que mirando el sonar, pulsó un botón en el mando que te-
nía en la mano-. Ya están sincronizados. El escudo antirradar irá
aumentando la potencia conforme lo que lancé se vaya hundiendo.
Minutos después, John desconectó el sonar y les dijo:
-Ahora el barco es invisible al radar del satélite espía. Todos a
sus puestos, vamos a cabalgar sobre las olas –ordenó John a sus
hombres.
Izaron la vela mayor a media asta y se mantuvieron en el lomo
de las olas.
-A esta velocidad, en tres días, que será lo que durará el huracán,
estaremos frente a las costas de Túnez. Ningún barco de esta cate-
goría puede recorrer esa distancia en tan poco tiempo –aclaró John.
-Marjy, nuestro hijo se ha derrumbado. Se lo he explicado, pero
no quiere escucharme –le dijo Liv, preocupada.
M.J. entró en su camarote y lo encontró sentado en la cama con
su hermana Manuela, abrazada a él para consolarlo. M.J. se sentó a
su lado, en silencio y mirando al frente.
124
-Mi querido hijo –le dijo sin mirarlo-, sé cómo te sientes y com-
prendo que estés enfadado conmigo. Por favor te pido, tienes que
desahogarte. Antes prefiero que me llames lo peor de este mundo, a
quedarte callado.
-¿Por qué no me lo dijiste o la advertiste a ella, como siempre
has hecho con nosotros? ¡Ahora estaría viva! –le recriminó encole-
rizado.
-Tu madre te lo ha explicado, pero tú no atiendes a razones –le
dijo M.J. poniéndose de pie y mirándolo muy serio-. No sólo te
estás haciendo daño a ti, también me lo estás haciendo a mí. Ella
corrió hacia el lugar de donde vinieron los disparos, cuando cual-
quier persona huiría en sentido contrario. Y deja de atormentarte
porque se te escapó y corrió hacia su propia muerte. Tú piensas que
de haberla dejado en Suecia o en casa, en Mallorca, ella se habría
salvado –Edval asintió en silencio-. No, hijo, de haberse quedado,
la habrían matado igual. Lo siento, pero todos estamos condenados
a muerte. Cuando amaine el huracán hablaré a toda la tripulación
para ponerla al corriente.
-Tú tienes lo que le costó la vida a Mats. ¡No mientas, papá!
-Sí, hijo, me lo envió a mí y después se suicidó para que sus
verdugos no pudieran seguirle la pista –respondió M.J.
-Papá, ¿quiénes eran esos que querían matarnos? –preguntó Ma-
nuela con el miedo reflejado en el rostro.
-No lo sé con certeza, pero creo que eran gentes de la CIA o del
Mossad, y han matado a seis agentes suecos, que el Director adjun-
to del servicio de inteligencia sueco puso para que nos protegieran.
Edval se abrazó a su padre y rompiendo en llanto, descargó toda
la rabia y toda la ira.
-¿Por qué nos tiene que ocurrir esto? ¿Por qué a nosotros? –se
lamentó Edval con voz rasgada y secándose las lágrimas.
-Nada de esto es por azar o capricho del destino. Hay fuerzas
mayores actuando y nosotros no podemos hacer nada para evitarlo.
Lo siento, hijos, pero no hay marcha atrás. Sólo os puedo decir que
saldremos de ésta si nos mantenemos unidos. Mi querido hijo, sé
que es duro por lo que estás pasando, pero tu futuro y el de tu her-
mana los vi cuando nacisteis –les dijo acariciándolos con ternura.
125
-Eso nunca lo has dicho, papá. ¿Por qué lo has mantenido en se-
creto hasta ahora? –preguntó Manuela.
-Porque el futuro siempre es impreciso y carece de detalles. Lo
único que sé es que los dos seréis felices, tendréis una vida larga y
a mamá y a mí nos daréis nietos. Ya sé que en estos momentos
cuesta creerlo, pero es lo que vi cuando ayudé a mamá en los partos
y os tuve en mis brazos. Lloré de alegría y di gracias a Dios, por
haberme dado dos hijos maravillosos y de los que estoy muy orgu-
lloso.
-No sé por qué –dijo Edval más calmado-, pero siempre he teni-
do la sensación de que Sylvia y yo, aunque nos queríamos mucho,
faltaba algo más. ¡Pero no tenía que acabar así! –y abrazándose a
su hermana, rompió en un llanto desconsolado.
-Sylvia era una buena mujer, como Mats, y no merecían acabar
así, pero así es el mundo en que vivimos –le dijo M.J.
-M.J., abre, por favor –pidió John y él lo hizo-. Necesitamos
vuestra ayuda en la cubierta para mantenernos sobre las olas. Mu-
chacho –le dijo a Edval poniéndole la mano en el hombro-, sé por
lo que estás pasando, pero ahora no tenemos tiempo para eso. Los
tres tenéis que aprender a maniobrar el barco y la concentración es
tal, que lo aconsejable es no estar más de una hora al mando del
timón. Mis hombres lo están aprendiendo, aunque les cuesta un po-
co. Para vosotros será más fácil; es vuestro barco y lo conocéis me-
jor. Vamos, muchacho –le dijo a Edval-, tu madre ya está al timón y
necesita tu ayuda para maniobrar la vela mayor.
126
se fueron a descansar. Tres días sin dormir y la tensión, había hecho
mella en sus cuerpos y estaban agotados.
Durante los tres días que estuvieron cabalgando sobre las olas,
John estuvo comprobando con el detector de frecuencias y dos
horas después de que M.J. pidiera socorro, el satélite espía dejó de
rastrear la zona; los daban definitivamente por muertos y el barco
hundido, a un kilómetro de profundidad. John decidió esperar al
quinto día para cambiar la fisonomía del velero por la noche. Cru-
zarían el canal de Suez y pondrían rumbo sur, hacia el océano
Antártico.
El sexto día, ellos navegaban como un velero más y ya no era el
MALIEDMA sino el Bluerry, con bandera de Panamá.
M.J. estaba hablando con John de las reformas que hizo en el
velero y las armas.
-Yo no entiendo mucho de armas –le dijo M.J.-, pero las que
tienes en la bodega, el atuendo militar y el escudo antirradar pare-
cen tecnología punta, ¿cómo has conseguido todo eso?
-Viejas amistades que me deben favores de cuando era traficante
de armas –respondió John.
-¿Todavía te juntas con esa gente? –preguntó M.J. sorprendido.
-Alguna vez que otra para estar al tanto de los últimos adelantos
armamentísticos. No me mires así, amigos es bueno tener hasta en
el infierno, siempre te ayudan a encontrar un lugar donde menos
calor hace.
-Antes me dijiste que dudas del Director adjunto del servicio de
inteligencia sueco, ¿a qué se debe? –le preguntó M.J.
-Según me has contado –le dijo John-, la actitud de ese tal Tor-
mod Gyllenboga contigo no es la habitual en un agente secreto. Me
inclino a pensar que sabía que tú tenías el cofre de Mats y lo que
usó fue una estrategia del manual de espionaje para ganarse tu con-
fianza, resolver el caso, llevarse los laureles y ascender unos pelda-
ños.
-Siempre hay excepciones y tú eres una de ellas –indicó M.J.
-Cierto, pero tú sólo lo conoces del interrogatorio en el aero-
puerto de Gotemburgo, de la prueba del polígrafo y del día que es-
127
tuvo en tu casa; no es suficiente para conocer a un espía y tú no sa-
bes nada de espionaje.
-No sé nada de espionaje –repitió M.J.-, pero sí de la psique
humana. Es difícil engañarme en ese aspecto y te puedo asegurar
que Tormod era sincero. Cuando te salvé la vida y tuvimos la pri-
mera conversación, supe qué clase de persona eras; por eso te
ayudé a que tú mismo rehicieras tu vida. Escucha, John, la ayuda,
el apoyo y la amistad, hay que dárselas a quien se las merece. Yo
no acostumbro sembrar en piedra de secano para después lamen-
tarme porque no he cosechado nada.
-Hay mucha diferencia entre mi caso y el de Tormod. Él recibía
órdenes de sus superiores y te había investigado antes de interro-
garte –indicó John.
-Eso es sólo superficial y carece de importancia. Ya sé que te
cuesta creerlo, pero Tormod no apareció en el momento preciso por
casualidad. Y aunque no sepa qué pinta él en todo esto, su nombre
y apellido dicen mucho de su personalidad.
-¿A qué te refieres? –preguntó John juntando la cejas.
-Él se llama Tormod Gyllenboga. Tormod es un nombre com-
puesto de dos palabras: Tor y mod. Tor es el dios del trueno y mod
coraje: Coraje de Tor. Gyllenboga también es un apellido compues-
to de dos palabras: gyllen y boga. Gyllen es dorado y boga puede
ser dos cosas: codillo o eslora. Por lo que puede ser codillo dorado
o eslora dorada. Como su padre era de la marina, lo más probable
es que sea la segunda. Su nombre y apellido serían: Coraje de Tor,
Eslora Dorada; según la etimología sueca.
¿Quieres decir que mi nombre y apellido, John Roughfield,
también están relacionados con mi forma de ser? –preguntó John
juntando las cejas.
-No es nada vinculante, pero por una extraña razón acostumbra
estar relacionado. Veamos: John es Juan y es el del apóstol San
Juan. Roughfield es un apellido compuesto de dos palabras: rudo y
prado. O sea, un prado difícil de cultivar. Según el significado, in-
dica que tú siempre has sido difícil de manejar. ¿Coincide con tu
carácter? –le preguntó M.J.
-Por completo –afirmó John sorprendido por el acierto.
128
-El motivo de ser tú como eres, se debe a que John antecede a
Roughfield –aclaró M.J.
-Creo que empiezo a comprenderlo. El apóstol Juan, en su
evangelio, describe el mundo espiritual y la relación con Dios de
una forma sublime. Para mí siempre ha sido el más espiritual de to-
dos los apóstoles y aunque coincida con mi forma de ser, me cuesta
creer que el nombre y el apellido influyan en la personalidad o en
el carácter de la persona, pero aquí hay dos casos que coinciden: el
de Tormod y el mío –constató John.
-Según tu carácter, tú nunca deberías haber seguido la carrera
militar, ser agente secreto y después traficante de armas. ¿A qué se
debió? –le preguntó M.J.
-Soy la cuarta generación de militares. Mi abuelo fue agente se-
creto y mi padre también; por eso seguí la tradición de la familia.
Lo de dimitir como agente secreto se debió a que el servicio de in-
teligencia inglés ya no era el que me describió mi abuelo y mi pa-
dre. El patriotismo, el honor y la integridad de aquellos tiempos se
habían perdido. Desde la Segunda Guerra Mundial, en todos los
servicios de inteligencia, catervas de despiadados sin conciencia
fueron sustituyendo esos valores. Gente sin escrúpulos, que en la
actualidad siguen cometiendo las peores atrocidades hasta ahora
conocidas, incluso con los ciudadanos de su propio país, cuando
según las constituciones democráticas occidentales, los servicios de
inteligencia tienen prohibido espiar y matar a ciudadanos de su
país, aunque se encuentren en el extranjero; de eso se encarga otro
departamento. Esto hizo que dimitiera de mi cargo, pero en lugar
de emprender un negocio legal en la industria naviera, como tenía
pensado, se me presentó la oportunidad de traficar con armas.
Pensé que las ganancias me servirían para abrir mi propia empresa,
como tengo ahora, pero si no hubiese sido por ti, no lo habría con-
seguido. Apareciste en el momento oportuno y no sólo me salvaste
la vida, me ayudaste a hacer realidad mi sueño. Lo que soy y todo
lo que tengo te lo debo a ti, M.J.
-Nada ocurre por casualidad o capricho del destino y tú ibas a
jugar un papel importante en esto, como está demostrado; sin tu
ayuda y la de tus hombres, dudo mucho que yo y mi familia lo pu-
129
diéramos conseguir solos. Más adelante, cuando hayamos conse-
guido alejarnos del peligro, os explicaré a todos el misterioso
fenómeno de la sincronización. Tú, al igual que tus hombres, mi
familia y yo, ya formábamos parte de este plan; hasta Tormod Gy-
llenboga, aunque, como te dije antes, todavía no sepa qué papel
juega él en todo esto. Según parece, lo que nos está ocurriendo ya
estaba predestinado por fuerzas espirituales desconocidas. Espero
que Phyribunoski nos aclare este misterio. En su Legado hay un
apartado que trata de la sincronización universal y la relación de
ésta con Dios –finalizó M.J.
130
Entre M.J. y John establecieron los turnos de la tripulación.
M.J., su esposa y sus hijos quedaron exentos del sistema de turnos,
menos el de la cocina. Los tres ayudarían a M.J. a actualizar los co-
nocimientos del cofre, revisar el libro que él tenía previsto escribir
y organizar el sistema de estudios de la tripulación. M.J. pensó que
sería importante hacer a la tripulación partícipe de esos conoci-
mientos y observar cuánto y de qué modo evolucionaban como per-
sonas. Y los resultados obtenidos, los expondría M.J. en su libro.
John había establecido la cadena de mando en el siguiente or-
den: M.J. era el comodoro o contraalmirante, estando su esposa y
sus hijos sólo bajo su mando. John era el capitán, con un segundo
de a bordo: el holandés Andrik Rongel. Lo decidió así, a pesar de
que todos sus hombres tenían rango de capitán y eran ingenieros
especializados en reparaciones navales, que era el trabajo que hací-
an en la empresa de John, viajando por todo el mundo con sus ope-
rarios.
Sobre las dos de la tarde del sexto día, M.J. pidió a John reunir a
toda la tripulación para informar de la situación.
M.J. estaba en el castillo de popa, a su derecha John y detrás de
ellos Liv, Edval y Manuela. Delante de ellos estaba el cofre de
Mats, cubierto con un lienzo grueso, de color azul marino. Abajo,
formando un semicírculo, estaba la tripulación.
-El comodoro tiene algo que decirnos a cerca del motivo por el
que estamos aquí –anunció John y hacerle un ademán con la mano
a M.J.
-Gracias, capitán –dijo M.J.-. El motivo por el que estamos em-
barcados en esta misión se debe al contenido de un cofre, que un
amigo mío me envió antes de suicidarse –M.J. quitó el lienzo,
mostró el cofre, lo abrió y sacó una carta-. En esta carta, mi difunto
amigo Mats Dalhberg explica la naturaleza de los conocimientos
por los que decidió suicidarse a dárselos a sus verdugos. La carta
está escrita en sueco. Mi esposa la ha traducido al inglés y ha hecho
copias. Liv, por favor –le pidió y ella se las dio-. Toma, John, re-
pártelas entre tus hombres.
131
-Muchachos –dijo John antes de dárselas-, si M.J. no hubiese
confiado en mí y no me hubiera traducido verbalmente esta carta al
inglés, probablemente él y su familia ahora estarían muertos y el
contenido del cofre, en manos de la CIA o el Mossad. En la carta,
Mats Dalhberg llama al comodoro Mariano, cuando para los demás
siempre ha sido M.J., de Mariano José –y repartió las copias.
Estimado Mariano:
Me temo, que cuando estés leyendo esta carta, yo ya no es-
taré en el mundo de los vivos.
Cuando analices lo que hay en el cofre, sé que te pregun-
tarás por qué te elegí a ti para que lo publiques. Si piensas que
tú no eres la persona indicada te equivocas; te conozco mejor
que tú a ti mismo. Hace 25 años, cuando nos conocimos, te
propuse estudiar periodismo, pero tú no estabas interesado y lo
comprendo; no encajas en ese mundo.
Ese es el motivo por el cual pienso que tú eres la persona
más indicada que conozco para darle a la Humanidad las cla-
ves que asentarán los pilares de una nueva civilización mundial
mejor que las que hemos tenido en los últimos 6000 años de
historia.
Lo que te pido puede resultarte una misión imposible por la
magnitud y la responsabilidad que implica, pero, aunque tú no
lo creas, sé que estás preparado. El cofre contiene el modus
operandi de todas las ideas que durante años me has explicado
entre taza y taza de café. Además, por una extraña razón que
nunca alcanzaré a comprender, en una antigua profecía que
encontré por casualidad, tú eres el elegido para divulgar esos
conocimientos.
Gracias por ayudarme a saber que soy un espíritu inmortal
y me reencarno. Sin este conocimiento no tendría el valor sufi-
ciente para suicidarme.
Mariano, por lo que más quieras en este mundo, escúcha-
me: Estos conocimientos no pueden caer en manos de los mal-
132
vados que me han obligado a tomar esta decisión tan amarga y
dolorosa.
Sólo te pido que lo escribas desde lo más profundo de tu al-
ma y los que te conocemos, sobretodo yo desde “el más allá” y
los lectores, ninguno quedaremos defraudados.
Mantén en secreto lo del cofre, no lo comentes a nadie, ni
siquiera a tu familia.
Tú eres más fuerte que yo y sé que lo conseguirás: eres el
elegido.
Un abrazo de tu amigo Mats Dalhberg
138
-La ciencia y la tecnología han avanzado tanto –dijo John-, que
las potencias mundiales, sobretodo la americana, conocen las co-
rrientes marinas de todos los mares y si un barco se hunde, saben
con exactitud dónde está con la ayuda de los satélites espía; des-
pués mandan la Sexta Flota al Mediterráneo y con el sofisticado
sistema de sonar de que disponen pueden detectar una caja de zapa-
tos a más de 6.000 metros de profundidad. Lo siento, M.J., pero me
temo que descubrirán el engaño ¿y de quién van a sospechar?, de
mí, que tenía mi barco atracado junto al tuyo. Además, cuando em-
piecen a investigar qué relación tengo contigo, descubrirán que me
salvaste la vida; lo demás ya te lo puedes imaginar. Nos buscarán
por todos los océanos del planeta y tarde o temprano darán con no-
sotros -aclaró John.
-¿Qué podemos hacer? –le preguntó M.J., preocupado.
-Ellos investigarán con lupa todos los veleros de dos palos que
tengan las dimensiones del tuyo –John quedó en silencio, pensati-
vo. De súbito, fue al timón, desconectó el sistema automático de
navegación y cambió el rumbo.
-¿Hacia dónde nos dirigimos? –le volvió a preguntar M.J. y to-
dos quedaron observando a John en silencio.
-A Libia. En Trípoli hay uno que me debe favores y dinero, de
cuando yo era traficante de armas –respondió mientras programaba
el nuevo rumbo.
-¿Piensas que es más seguro abandonar el barco y escondernos
en el desierto? –preguntó M.J.
-En tierra firme seríamos presa fácil; los satélites espía nos des-
cubrirían. Ahlam Benahmed tuvo que dejar el negocio de las armas
y ahora se dedica a la construcción y reparación de barcos de cala-
do medio. Hasta que no vea sus instalaciones, no sabré lo que po-
demos hacer –aclaró John.
-¿Qué reformas piensas hacer? –volvió a preguntar M.J.
-Añadir un palo más y alargar la eslora seis metros. Los ameri-
canos investigarán con lupa todos los veleros de dos palos que ten-
gan 42 metros de eslora.
139
En Trípoli, John no fue recibido por Ahlam Benahmed como se
esperaba.
-No vendrás a reclamar lo que te debo después de tantos años
–le espetó Ahlam con cara de pocos amigos.
-Necesito que me hagas un favor y si quedo satisfecho, me olvi-
do de la deuda –repuso John.
-Por tu culpa me tuve que retirar del negocio de las armas ¿y
ahora vienes pidiendo favores? –le echó en cara.
-Olvidas que me debes favores y nunca te he pedido nada a
cambio. El negocio de las armas lo tuve que dejar porque era muy
arriesgado. El mundo ha cambiado y otros traficantes han tomado
el relevo. Si hubieras seguido traficando con los que intentaron qui-
tarme de en medio, sabes que ahora estarías muerto. Así es que no
te quejes. Tienes un negocio rentable y legal, en lugar de estar con
tus huesos a tres palmos bajo la arena del desierto –le recordó John.
-Está bien. De acuerdo –dijo a regañadientes-. ¿En qué te puedo
ayudar?
John lo llevó al puerto y le enseñó el velero.
-Necesito añadir un palo más y aumentar la eslora seis o siete
metros. ¿Podrás hacerlo? –le preguntó John.
-Es mucho lo que me pides y va a tardar tiempo –contradijo Ah-
lam.
-Tiempo es de lo que no dispongo. Tiene que estar en una sema-
na.
-Eso es imposible –rebatió Ahlam.
-Con la ayuda de mis hombres y yo no. He visto que la maqui-
naria que tienes es antigua. Te propongo un trato: si lo consigues en
una semana, te enviaré de la central, en Ámsterdam, maquinaria
más moderna. Creo que compensa con creces los gastos.
-¿Haces ahora negocios con piratas que roban barcos y matan a
las tripulaciones? –le preguntó Ahlam escudriñándolo con ojos en-
trecortados.
-Tarde o temprano te enterarás y mejor decírtelo: ¿Conoces a
esas personas? –le preguntó John señalando a M.J. y a su familia.
-La cara de ese hombre me suena, la he visto en alguna parte.
¡Un momento! ¿Quieres decir que es el que, hace unos días, nau-
140
fragó en las Baleares y que todo el mundo lo busca por asesinato y
robar información a los americanos?
-Así es –constató John.
-¿Cómo habéis podido llegar hasta aquí en tan poco tiempo, y
más en medio de un huracán? Además, ese barco no se asemeja en
nada al que vi en las noticias y no tiene bandera sueca sino de Pa-
namá.
-¿Me vas a ayudar o no? –insistió John.
-Es muy arriesgado, pero lo voy a hacer. Odio a los americanos
y a los israelíes; mataron a mis dos hermanos menores y a sus fami-
lias cuando estaban en viaje de negocios en la Franja de Gaza. Y si
ese hombre les ha robado algo, merece una medalla.
-Me tienes que prometer que lo mantendrás en secreto. Si los
americanos y los israelíes se enteran, te matarán a ti y a toda tu fa-
milia. No es la primera vez que lo han hecho, ni será la última –le
advirtió John.
-Por nada de este mundo os delataría –afirmó Ahlam con con-
tundencia.
-¿Aunque ofrezcan una cuantiosa suma de recompensa?
-Hay algo más importante que el dinero, algo que vosotros los
occidentales no podéis comprender. ¿Sabes que cuando era joven
estuve a punto de inmolarme y ser un mártir por nuestra causa? –le
dijo Ahlam muy serio.
-Eso no lo sabía y menos viniendo de ti.
-Ese fue el motivo por el cual me metí en el negocio de las ar-
mas, para ayudar a los islamistas a combatir la tiranía americana e
israelí –confesó Ahlam.
-Bendito seas, Ahlam, que Allah te bendiga –y abrazándolo, lo
besó en las mejillas-. Necesito que esta carta sea franqueada en
cualquier país occidental y echada al buzón de correos. ¿Puedes
hacerme este favor? –le pidió John y se la dio.
-No hay problema. ¿Es importante?
-Se trata de la seguridad de mi familia y las de mis hombres;
pueden raptarlas y a nosotros obligarnos a entregarles la informa-
ción –aclaró John muy serio.
141
-Un sobrino de mi tío Abdul, Ahmed, se dedica a la exportación
de frutos secos a Francia y a Holanda, y mira por donde, mañana
vuela a esos países. Yo aconsejo que en lugar de echar la carta al
buzón, vaya él a Ámsterdam y la entregue en persona. ¿Es esta la
dirección? –le preguntó Ahlam.
-Esa es la de la central de mi empresa –John sacó su cuaderno
de notas y escribió una dirección-. Él es mi cuñado Ludvig y el
subdirector de mi empresa, que ahora ocupa mi cargo de director.
Lo encontrará en este restaurante, donde acostumbra ir a almorzar
los días laborales. Procura que se la entregue con la mayor discre-
ción posible.
-Lo hará, John –sacó el teléfono móvil e hizo una llamada-. Esta
noche vendrá a mi casa, os lo presentaré y le daré la carta; él tam-
bién ha perdido familiares por culpa de los americanos y está con
nosotros.
John, sus hombres, M.J. y su familia, fueron acogidos en casa de
Ahlam y tratados como si fueran familia suya. Cuando M.J. explicó
a Ahlam el motivo por el que era perseguido, como buen creyente
que era y creía en las profecías, aunque la que trataba de M.J. y los
demás fuera judía, dio las gracias a Allah por tener la suerte de co-
bijar bajo su techo al que había sido elegido para traer la paz al
mundo.
143
-Nuestro profeta Mahoma dice que el amor rompe fronteras y
une a los pueblos –finalizó Ahlam. Al día siguiente, al despuntar el
alba, Ahlam se presentó en el puerto con su tío Abdul y le dio a
John la documentación del velero; le recomendó que se llevara a su
tío para que se ocupara de sus negocios y así nadie sospecharía. A
John le pareció bien. Con lágrimas de emoción, Ahlam se despidió
de ellos y quedó en el muelle, hasta que el velero salió del puerto y
se perdió en el horizonte.
144
CAPÍTULO 9
SINCRONIZACIÓN
Ingeniería genética
Telepatía entre células y entre átomos
145
-Mi sobrino Ahlam tiene contacto esporádico con algunas em-
presas navieras de recreo de esos puertos y yo voy a promocionar
sus servicios. De este modo, nadie sospechará de nosotros –respon-
dió Abdul.
-De ahora en adelante, toda la tripulación a disfrazarse de árabes
con los ropajes típicos de Libia, que Ahlam nos dio. Los rubios a
teñirse el pelo de color moreno, hacerse rizos y untarse con algún
maquillaje que le dé a nuestra piel un color oliváceo, menos Ben y
Malik, que son negros. Señora, espero que usted y su hija tengan
algún maquillaje apropiado, o tendremos que untarnos con betún
–le dijo John a Liv.
-Creo que mezclando algunos colores conseguiremos ese tono
oliváceo –respondió Liv.
-Prestar atención, por favor –pidió M.J.-. Os voy a explicar qué
es la sincronización; pues tiene mucho que ver con la situación en
que nos encontramos. La profecía que os leí hace unos días, indica
que ninguno estamos aquí por casualidad o capricho del destino. La
casualidad, aunque os cueste creerlo, no existe; la serie de extrañas
coincidencias que envuelven a las personas relacionadas con el ca-
so Phyribunoski indica que no lo son. Os voy a explicar cómo su-
cedieron las anomalías en el siguiente orden: el diario de Ariel, el
que escondió el cofre. El diario de Mats Dalhberg, el que 22 años
después compró el cofre y me lo envió a mí. Mi familia y yo. Tor-
mod Gyllenboga, el Director adjunto del servicio de inteligencia
sueco. John y vosotros. Y por último Abdul, su sobrino Ahlam y su
otro sobrino Ahmed.
>>Este diario era de Ariel –dijo M.J., mostrándolo-. Según las
investigaciones de Mats Dalhberg, el estadounidense Ariel era la
tercera generación de una familia judía que se convirtió al catoli-
cismo. Un joven historiador y estadista soltero, de mente brillante,
que estaba doctorado en esas ciencias y ejercía de profesor en la
universidad de Columbia, capital del Estado de Carolina del Sur.
Según lo que Ariel escribió en su diario, en 1983, una noche cuan-
do él llegó a casa tarde de la universidad, se topó en el jardín con
un periodista de investigación moribundo por heridas de bala, que
le dio un libro de Phyribunoski escrito en hebreo con una adverten-
146
cia: que lo investigara en secreto y que no dijera nada a nadie, o su
vida correría peligro de muerte. El libro de Phyribunoski le acarreó
problemas a Ariel al investigar su contenido y aunque no lo mata-
ron, como al periodista, lo expulsaron de su universidad sin alegar
argumentos convincentes. Intentó buscar una plaza en otra univer-
sidad, pero en toda Norteamérica encontró las puertas cerradas.
Ariel quería seguir investigando el misterio que encerraba el libro
de Phyribunoski, pero estaba solo y no sabía qué hacer. Según lo
que he podido sacar en claro de su diario –prosiguió M.J.-, aquí
empiezan a aparecer las casualidades anómalas que hicieron posi-
ble la llegada del cofre a mí. Todo comenzó cuando Ariel se tropie-
za en la calle, <<por casualidad>>, con dos transeúntes que le pre-
guntaron por el nombre de una calle. Los transeúntes resultaron ser
Carlos y su hermana Mercedes, hijos de una familia española, de
Sevilla, y que eran amigos de la infancia de Ariel, por ir a la misma
escuela y a la misma iglesia en Columbia, pero al finalizar el con-
trato que tenían sus padres, en lugar de renovarlo, decidieron volver
a España, a Sevilla, y desde entonces ellos no se habían visto. Los
tres recordaron con alegría aquellos tiempos de su niñez y entre ri-
sas, comentaron las casualidades de la vida y que el mundo era un
pañuelo. Conversando de sus vidas y a qué se dedicaban, resultó
que Carlos y Mercedes eran periodistas de investigación que iban
camino de Miami, para entrevistarse con un periodista de investi-
gación que les iba a proporcionar información del misterioso caso
Phyribunoski que ellos estaban investigando por su cuenta, pero al
enterarse que lo asesinaron en Columbia, cancelaron el viaje a
Miami y fueron a la ciudad donde fue asesinado, para ver si encon-
traban algún indicio que los llevara a los escritos de Phyribunoski.
Ariel les cuenta lo que le sucede y otra vez, da la <<casualidad>>,
que el periodista que le dio el libro a Ariel era el mismo con el que
ellos se iban a entrevistar en Miami. Con el libro que el periodista
Daniel Kenneth dio a Ariel, los tres se lanzaron a la peligrosa aven-
tura de encontrar el Legado original de Phyribunoski con la clave
que lo descodifica, donde revela los misterios de la Humanidad y la
solución a los problemas de convivencia que arrastramos durante
milenios, y lo encontraron con la clave en Cracovia, Polonia.
147
>>Mats Dalhberg –prosiguió M.J.-, el que me envió el cofre con
los conocimientos de Phyribunoski, investiga qué fue de ellos, pero
pierde la pista en una isla de la polinesia francesa, donde fueron
deportados por sus verdugos, al darles a entender que ellos sólo
tenían un libro de Phyribunoski y que no sabían nada de su Legado,
ni de la clave que lo descodifica.
>>Según el diario de Ariel, ellos consiguieron escapar de la isla,
creándole problemas a los miembros del cónclave que los deportó,
al enviar a los medios de comunicación, desde la clandestinidad,
acusaciones muy serias contra ellos, pero todo quedó en agua de
borrajas. Sus verdugos les pisan los talones y para escapar, los tres
deciden entregarle el original del Legado de Phyribunoski, pero lo
hacen con una clave falsa. En las últimas líneas que Ariel escribió
en su diario antes de emparedar el cofre en el sótano de su abuelo
Isaac con el resto de la información, describe la situación en que se
encontraban. Os lo pongo en la pantalla grande para que lo leáis.
27 de noviembre de 1984.
Para ganar tiempo y despistar a nuestros perseguidores, los
originales los recibirán la semana que viene de manos del Pa-
dre Kowalski, pero con una clave falsa del Legado de Phyribu-
noski.
Acabo de fotocopiar los originales y junto con este diario
los voy a guardar en este cofre, que compré al anticuario Fran,
y que ahora voy a emparedar en el sótano de mi abuelo Isaac
sin que él lo sepa.
Nosotros tres hemos decidido aprovechar la semana que te-
nemos de ventaja para emprender un largo viaje sin retorno.
Mercedes está embarazada de tres meses…
Espero que algún día, alguna persona de buena fe, descubra
el cofre y decida continuar donde nosotros nos hemos visto
obligados a dejarlo, para evitar más muertes de personas ino-
centes.