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EL FUTURO FUE EN LOS 80

Hernán Aliani

Lo que hemos llamado era moderna posee como una característica esencial el
hecho de la circulación de un discurso cientificista laico. La ciencia ha ubicado su
objeto en ese mundo que es producto de la experiencia humana. Conocer ese mundo
para preveer, preveer para crear un mundo mejor, un mundo mejor para marchar hacia
la autotrascendencia humana. En definitiva, la ciencia es el discurso que nos habla del
futuro ideal, para llenar el vacío metafísico que nos deja el abandono de los mitos y las
religiones de salvación, cada una con su pasado primordial ideal y sus promociones
edénicas.

De la imaginación discursiva de ese futuro, la humanidad no tardó en generar


también un imaginario (como paralelamente en materia estética surgió un avance de la
forma por sobre el contenido). Hay que destacar el aporte de las ciencias sociales en
estos dos últimos siglos para intentar develar los vectores de esa imaginación discursiva
moderna y sus imaginarios. Sin embargo, para entender los imaginarios hay una
dificultad que pocas veces han tomado nota los cientistas sociales; y es que el carácter
estético de los mismos imposibilita importar las lecturas hechas sobre los discursos
modernos y sus correspondientes características éticas. La previsión hecha sobre los
“contenidos” no puede hacerse sobre las “formas” en que esos discursos se revelan.
Ética versus estética, una oposición que pide ser comprendida en su relación dialéctica.

El siglo XX por cuestiones obvias ha sido el más estético de la historia. Ha


demostrado un ansia de superficialidad interminable, lo que hizo que surgieran las
hipótesis conceptuales de “modernidad tardía” y “posmodernidad”. Nuestra hipótesis es
que esa superficialidad no es progresiva ad infinitum, y que por diferentes fenómenos
sociales y sucesos tecnológicos puntuales, hay una década, los 80, que puede ser leída
como el período de mayor licuación de contenido y de la más acabada concreción de
éxtasis estético, al punto de convertirse en contenido mismo la acumulación insaciable
de formas.

¿Porqué los 80 y no hoy? Porque creemos que a partir de los 90 la conciencia


colectiva enfrenta una regresión melancólica, que se activa en el preciso momento en
que se enuncia “el fin de la historia” y/o “el fin de las ideologías”. El transcurso de los
80 lleva consigo la previsión –casi científica- de la caída del muro y de la imaginación
de un hombre post-político. Es decir, los 80 hacen de su previsión estética su propia
ética.

Cuando la previsión es corroborada sobreviene una angustia; la extática y la


estática de sentido hace que se recuerde las bondades de la dialéctica política
capitalismo-comunismo. Luego, si esa regresión melancólica hizo que efectivamente
aparezca una nueva dialéctica, es otra cuestión. Lo relevante en este punto no es decir
que asistimos a un simulacro de sentido, sino remarcar que los imaginarios son
evidentemente diferentes.

Cuando nos referimos a sucesos tecnológicos puntuales en los 80, no ponemos el


acento en el concepto ordinario de “avance”, sino en la forma de asimilación colectiva
de esas disponibilidades tecnológicas. La radio, el cine y la televisión, que a lo largo del
siglo XX funcionaron como los canales de control de masas, en los 80 entran en su
etapa más significativa de simulacro de emancipación del “gusto” y simulacro de
libertad de expresión. Aparece la TV por cable, el abaratamiento de la producción
cinematográfica acompañando el boom de las videocaseteras, la bonanza de la industria
multimillonaria del cassette, el VHS, y el flamante compact disc. Estos soportes nos
ofrecen un catálogo acotado de productos culturales representando la “novedad” pero
encubriendo la “rentabilidad”. También la PC –que no era aún un medio comunicativo-
irrumpe masivamente como gadget personal y nuevo símbolo de status, formando parte
de una serie enorme de electrodomésticos, los cuales insertan en la vida cotidiana los
ideales novisimos de “sofisticación”, “practicidad” y “confort”.

Esta ilusión de emancipación de consumo en general, obviamente llega como


corolario de las políticas económicas neo-liberales que adoptan las democracias
occidentales de posguerra. Los objetos de consumo se erigen decididamente más como
símbolo de status y ceden en su sentido de utilidad. Cada producto ofrece una serie
infinita de matices (marca, diseño, tamaño, color) que permite definir las
particularidades del consumidor en torno a esa decisión fútil.

Culturalmente en los 80 se monopoliza el imaginario del “american way of life”.


La administración Reagan, habiendo tomado nota de ello, ejerce una política de presión
policíaca hacia los contenidos artísticos de los productos culturales que se difundían
globalmente. Marcando de alguna manera un retroceso en los símbolos de la supuesta
liberación sexual y de expresión ganada por la juventud de los 60 y 70. La ilusión de
emancipación de consumo no tolera la censura, pero solo superficialmente, porque la
realiza a partir de su principio de rentabilidad. Los productos culturales ofrecen sexo y
violencia como finalidad encubierta detrás de un mensaje moral conservador, y no son
ya el medio de una expresión artística crítica como la que se realizaba en las dos
décadas precedentes. Estas tendencias dieron lugar al concepto de lo “under”, de
aplicación casi exclusiva en los 80 y parte de los 90.

En el imaginario de los 80 surge también una fascinación especial por la robótica


y la biónica. Filosóficamente puede decirse que el hombre se imagina como máquina,
en una repetición vacía de su hacer, y sin interioridad o conciencia alguna que lo haga
vulnerable. La metáfora hombre-máquina no es casual, al anularse la interioridad (o la
subjetividad sin más) se bloquea la dialéctica que permite -en términos hegelianos- la
conciencia desgraciada. Este imaginario no necesita del simulacro de la comunicación
(como sí lo necesitan las décadas posteriores), el hombre-máquina no necesita
trascendencia, ella es reemplazada por el valor de la repetición y del infinito (que a la
vez también significa el fin del valor).

Los anticuerpos que se generan en las décadas posteriores mucho tienen que ver
el concepto “globalización” y el fenómeno Internet, que si bien pueden ser
comprendidos como otro capítulo de la ilusión de emancipación, no hay dudas que
provocan un nuevo tipo de imaginario. La era digital no es la era de la máquina que
imita, potencia y reemplaza las capacidades del cuerpo, la era digital promueve
realidades virtuales que precisamente olvidan el cuerpo. Los 80 producían dispositivos
aislados o terminales restringidas, hoy en cambio el desarrollo tecnológico apunta
preferentemente a la comunicabilidad y a favorecer el concepto de “red”.
Internet y los nuevos dispositivos de almacenamiento de datos generan en cierto
grado un efecto de des-fetichización en el consumo de los productos culturales (MP3,
los formatos de video comprimido y demás alternativas de descarga on-line), la oferta
de esos productos se amplía infinitamente al no acotarse a los pocos canales de difusión
disponibles de otras épocas, y al no someterse al principio de rentabilidad que imponían
las ahora debilitadas distribuidoras comerciales. Los fenómenos de piratería y la
reciente cultura de software libre o copyleft intentan resignificar el concepto de
consumo. La interactividad con el medio propone otra relación con la información (y
también con la des-información), haciendo que las estrategias de poder diversifiquen
métodos de control de masas, volviéndose así menos identificables.

La crisis financiera experimentada en los últimos años puede verse también


como una regresión, pero no ya en el orden del imaginario, sino en el de la economía
real (que precisamente entra en crisis por una “expansión artificial del crédito”). El
discurso científico-técnico-evolucionista generó en las últimas décadas una
interdependencia con un tipo de imaginario que quiere deshacerse de la materia, y no en
pos de un mundo abstracto, sino de uno virtual. La fugaz aparición del fantasma de
Marx, la revitalización de algunas recetas keynesianas y las nuevas políticas de Estado
son efectos de esa breve desconexión de la matrix del mundo financiero.

Hoy, simulacro o virtualidad de por medio, no tenemos la impresión de


desarrollo vertical y positivo. Justamente tenemos una impresión contraria, de abismo
metafísico, que es la que hace surgir el síntoma de la comunicabilidad y su construcción
de sentido en forma de red. El futuro fue en los 80, donde la ética discursiva del
progreso negó más abiertamente a la naturaleza. El hombre hizo de sí mismo una
imagen sin carne ni reverso, no imaginó materia ni clases, solo imaginó la repetición
como redención.

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