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Hoy, volviendo de la tienda, mientras iba caminando, me detuve para escribir unas
frases que Dios me dio para escribir en mi libreta. Cuando terminé de escribir, me di
cuenta que la chica estaba justo en frente, al otro lado de la calle, y que la había visto, aun
antes de empezar a escribir. Ella me miraba, pero lo que me llamó la atención es que yo
no la miré como la solía mirar antes, sino que la miré como cualquier otra muchacha, ni
siquiera me percaté de quién era.
Es como si mis ojos lascivos estaban tapados, cegados por ese momento, mientras
escribía inspirado por Dios. Mi gozo estaba puesto en las cosas de Dios, y mi atención no
tenía lugar ni espacio para mirar a esta muchacha con ojos lascivos.
En ese momento me se reveló a mi corazón una gran verdad:
“llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que
también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos.”
-2Co. 4:10
“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en
mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual
me amó y se entregó a sí mismo por mí.”
-Gál. 2:20
Esto es lo que significa que nuestra carne debe morir (notemos que la Palabra habla de
“morir”, no evitar, disciplinarse, esforzarse, concentrarse, darse una ducha de agua fría,
etc.), para que el espíritu pueda ser vivificado. No hay otro remedio para nuestras
pasiones, no es en nuestras fuerzas o disciplinas, por más santas o espirituales que sean,
la que nos libra del poder de la carne y el pecado, ¡es Su Espíritu, y nada más que Su
Santo Espíritu!