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Nota biografica

Nicholas Thomas es Director del Centre for Cross-Cultural


Research de la Australian National University, Canberra, ACT
0200, Australia. Ha escrito numerosos textos sobre las
relaciones entre historia y antropología, teoría del intercambio,
cultura manterial, colonialismo y arte, especialmente en el
Pacífico. Su libro más reciente es In Oceania; Visions,
Artifacts, Histories (1997).

Epistemologías de la
antropología
Nicholas Thomas

En su clásico ensayo de 1973, titulado "Thick description:


toward an interpretive theory of culture", Clifford Geertz
declaró que el análisis de la cultura (que para él era la
antropología) no era "una ciencia experimental en busca de
leyes sino una ciencia interpretativa en busca de significados
(1073, 5). Esto habría de desvelar una de las polaridades que ha
perseguido y aún sigue persiguiendo a esta disciplina. Quizá en
mayor medida que cualquier otra ciencia, la antropología ha
conocido las diferencias entre las ciencias sociales y las
humanidades. Y ninguna se ha movido tan inquietamente entre
un enfoque explicativo y positivista de los fenómenos sociales y
culturales en términos amplios y una exploración empática de la
comunicación y de los significados. Puede que resulte difícil
imaginar una síntesis de la ciencia "experimental" y la ciencia
"interpretativa", pero ninguno de los dos términos, ni las
"leyes" ni los "significados" que, respectivamente, pretendían
revelar, son actualmente lo mismo.

Un artículo sobre las epistemologías de la antropología podría,


desde luego, ensayar con cambios de argumentos y paradigmas
que se aplican a las ciencias sociales en términos generales o al
conjunto del conocimiento. Las filosofías conflictivas del
racionalismo escéptico popperiano, la hermenéutica
fenomenológica, el decontructivismo y el nuevo realismo de
Roy Bhaskar y otros tienen su expresión y resonancia en
diversas ramas de la antropología. Sin embargo, los
antropólogos se han mostrado reacios a separar la filosofía de la
antropología de las revalorizaciones teóricas y de la etnografía.
Son pocas las monografías que carecen de reflexiones sobre la
construcción del conocimiento antropológico, y hay aún menos
tratados teóricos sobre el tema que carezcan de elementos de
etnografía elemental. Este ensayo consecuente con la
inclinación de la disciplina hacia sus propios fundamentos
prácticos; evita el género de "filosofía de las ciencias sociales"
y, en su lugar, aborda problemas epistemológicos propios del
conocimiento de la antropología que surgen, en una medida
importante, de las bases de la disciplina en el trabajo de campo.
No me interesa tanto el tema de cómo estas bases siempre han
sido fundamentales sino más bien cómo han cambiado el
trabajo de campo y sus contextos. Con esto no pretendo decir
que la antropología no es sino etnografía. Uno de los aspectos
básicos de la disciplina en los últimos decenios ha sido su
capacidad para incorporar investigaciones históricas y
ampliarse a comentarios sobre literatura y arte. Sin embargo, el
trabajo de los antropólogos tiende a estar relacionado con un
marco local del trabajo de campo, incluso cuando están
haciendo algo diferente, puesto que escriben en términos
etnográficos sobre historia y literatura. Para bien o para mal, las
prácticas del trabajo de campo y la etnografía son esenciales
para la disciplina. Estas prácticas están cambiando, y generando
nuevas promesas al tiempo que nuevos riesgos.

Las posiciones
Al reflexionar sobre las consecuencias del trabajo de campo, el
ensayo de Geertz establece un precedente. Como es bien
sabido, Geertz no se centró en una definición formal de la
disciplina o de sus teorías, sino en lo que sus practicantes
hacían, a saber, etnografía. Para él, ésto significaba
descripciones densas ('thick descriptions') como la inscripción
interpretativa del discurso social, fundamentalmente en sus
expresiones interpersonales y locales, más que en su vertiente
institucional y global. Se trataba de un sugestivo retrato de
estilo analítico, con un sesgo hacia el conocimiento localizado,
que aún conserva su atractivo para muchos antropólogos,
incluyendo a quienes no se cuentan entre los partidarios de
Geertz (aunque hoy en día hay una preocupación cada vez
mayor con el "conocimiento local" de fenómenos más amplios,
como las naciones y las formas transnacionales). Sin embargo,
como caracterización de la etnografía, parece que se queda un
poco corta. La etnografía no es sólo descripción densa (lo cual,
como Geertz reconoció, también caracteriza a la novela); se
refiere al trabajo de campo y a la redacción, a una práctica y a
un género, y ambos tienen una ramificación en la epistemología
antropológica.

Además, estas consecuencias han sufrido nuevos cambios desde


el texto de Geertz. El trabajo de campo llevaba a los etnógrafos
casi necesariamente a implicarse en medios sociales muy
distantes de los propios. Los lugares de investigación se
convierten en un segundo hogar, más o menos parcialmente y
con más o menos incomodidades. No me ocuparé aquí de los
temas de la intensidad y el romanticismo del trabajo de campo.
Más bien, se diría que esta intimidad normalmente llevaba a los
etnógrafos a adoptar una actitud positiva hacia aquellos a
quienes estudiaban, e incluso a escribir crónicas hasta cierto
punto cómplices con las percepciones locales dominantes. De
hecho, esta relación de complicidad ha sido sistemáticamente
defendida por la idea de que el antropólogo debería "adoptar la
perspectiva del nativo". Éste ha sido un dogma poderoso desde
Malinowski, pero también ha sido un dogma tomado bastante a
la ligera. Si bien es evidente que ciertas formas de relativismo
metodológico son indispensables, y que no se puede abordar un
estudio serio a menos que haya un cierto terreno común y un
respeto por las percepciones locales, también hay que señalar
con claridad que existen tensiones profundas entre la aspiración
de entender y compartir la "perspectiva" de un indígena y la
incorporación de dicha perspectiva a un discurso analítico o
teórico definido por las ciencias sociales de Europa y Estados
Unidos.

Si bien esta tensión es implícita desde hace mucho tiempo, sólo


se ha acentuado durante los últimos decenios. Los antropólogos
solían pensar que los pueblos que ellos estudiaban (ya fuesen
campesinos europeos o isleños del Pacífico) no estarían entre
los lectores de las etnografías que serían publicadas. La
erudición profesional ya no está tan limitada, y tiende a llegar a
diferentes públicos y a ser utilizada por ellos. No sólo los
antropólogos, sino también algunos miembros del grupo
estudiado leerán nuestros trabajos. También es muy probable
que éstos lleguen a manos de funcionarios de gobierno del país
estudiado. De hecho, numerosos permisos de investigación
están sujetos a la condición de que las publicaciones sean
facilitadas a diversas instituciones y departamentos, algunas
veces sólo para archivarlas, pero otras para convertirlas en
objeto de una insólita atención. Además, en el país desde donde
el antropólogo escribe, los funcionarios de asuntos exteriores y
de multiculturalismo oficial suelen poseer conocimientos de
antropología. En cuanto los trabajos de la antropología son
traídos a colación en estos contextos, e incluso en el campo de
los "estudios regionales", como los estudios sobre Asia o Medio
Oriente, serán usados de modo inconsecuente en relación con la
lectura antropológica, más en función de los datos que aporta al
conocimiento de un lugar que en función de una reflexión sobre
una teoría o un determinado tema. Bajo estas circunstancias, la
pregunta de cómo y en qué medida una crónica etnográfica está
en connivencia o en conflicto con las percepciones locales, no
es un problema epistemológico abstracto sino un asunto
susceptible de ser sometido a abierta discusión.

El problema de la posición del etnógrafo se ha agudizado como


consecuencia de la politización generalizada del conocimiento
social, científico y cultural. Yo sostengo que esta tendencia ha
exagerado de forma improductiva la importancia política del
trabajo académico, pero que sin embargo apunta a un problema
específicamente epistemológico que para Geertz no era
importante, al menos en 1973. Incluso en el momento en que su
ensayo fue publicado, se había acusado a la antropología de
ratificar y apoyar tácita o activamente el colonialismo, y los
análisis marxistas ganaban adeptos. A pesar de que hacia
finales del decenio de los '70 el impacto de esta singular
perspectiva se había diluido bastante (los primeros en proponer
los argumentos más deterministas acabaron por abandonarlos,
mientras que otros dogmas más generales obtuvieron un amplio
apoyo), se produjo un cambio hacia la idea de que el
conocimiento de lo social era inevitablemente político y que, de
hecho, tendría que ser crítica política. La idea del conocimiento
como un proyecto relacionado con y justificado por los
esfuerzos para reformar o transformar la sociedad, conoció un
auge gracias a la difusión de la antropología feminista con su
abierto compromiso, sin duda una reacción deseable contra la
ligera afirmación de que las ciencias sociales podían debían ser
ajenas a los valores.

Sin embargo, y a pesar de lo dicho en relación a la diversidad


de público de los textos etnográficos, este sentido
sobredimensionado del papel del conocimiento en el mundo
pecaba de irrealista, lo que resulta curioso, porque se suponía
que los estudiosos señalados eran expertos, entre otras cosas, en
la trascendencia de las creencias e ideologías en la vida social.
Los estudios culturales, que se perfilaron progresivamente
como una disciplina en los años '80 y comienzos de los '90,
hasta cierto punto compitiendo con la antropología,
desenmascararon las pretensiones megalómanas de los estudios
y las teorías politizadas. La sed de activismo que invadió una
gama asombrosa de textos, especialmente en torno a cuestiones
de cultura e identidad, refleja sin duda un sentido disparatado y
desproporcionado de la eficacia de la teoría como género, o de
lo que suelen ser publicaciones especializadas o crípticas. La
versátil economía del conocimiento significa que ningún
estudioso hoy en día podría ser un Tom Paine o, incluso menos
probable, una Margaret Mead, aunque los estudios
antropológicos suelen ser objeto de apropiación de modos
significativos e inesperados. Tenemos que definir una
perspectiva intermedia, que no intente recuperar las
pretensiones de neutralidad ajena a los valores, y que reconozca
que la investigación y los textos se desarrollan en ámbitos que
tienen importantes implicaciones para la política cultural, pero
que generalmente se encuentran lejos de los escenarios más
efectivos de la acción y transformación política. Esto puede
significar la renuncia tanto a la idea liberal de que los
intelectuales proporcionan una especie de conciencia al
conjunto de la sociedad (lo cual implícitamente denigraba a
quienes trabajaban en otros ámbitos de análisis y reflexión
social, como los medios de comunicación, la burocracia, etc.)
como a las vanguardias radicales. Lo que se necesita, al
contrario, es un sentido más localizado del lugar que ocupa el
antropólogo como comentador y crítico.

Este tema todavía era abordado de forma inapropiada hacia


mediados de los años '80. En Anthropology as Cultural
Critique (1986), Marcus y Fisher vuelven sobre la idea ya
establecida de que el carácter distintivo de otra cultura
cuestiona las ideas inculcadas en casa: lo ajeno relativiza lo
familiar. Aún siendo un comentario adecuado sobre una
dimensión de la reflexión antropológica, y sobre la lógica
crítica de importantes obras recientes, como Negara (1980), de
Geertz, y Gender of the Gift (1988), de Strahern, no hay nada
en ello que nos prepare a una escisión inevitable de la voz del
etnógrafo. Puesto que los grupos estudiados han dejado de ser
meros objeto de observación académica, y se han incorporado
parcialmente a un amplio terreno de discusión, el texto del
antropólogo puede ser orientado cada vez más en dos
direcciones: por un lado, hacia un debate profesional global (de
hecho, típicamente euro-estadounidense) que privilegia las
interrogantes de la antropología y el registro elevado de la
"teoría" y, por otro, hacia un público situado en el país, cuando
no en la localidad, estudiado. Desde luego, no estoy afirmando
que esta tendencia ha evolucionado de forma uniforme y
generalizada. Para quienes trabajan en determinadas regiones, o
para quienes no son muy proclives a dejarse influir por las
circunstancias locales, puede que haya cambiado poca cosa. Sin
embargo, sospecho que muchos antropólogos piensan que su
propia situación, así como los contextos de sus textos,
representan la interrelación de lo global y lo local que se ha
puesto teóricamente de moda. La relación entre lo global y lo
local puede ser, de hecho, objeto de teorización parcial
precisamente porque los estudiosos cosmopolitas construyen su
discurso a partir de una versión aunque sea ligeramente
romántica de sus propias vidas itinerantes. El saber académico
puede estar geográficamente disperso, pero no puede ser
considerado universal en relación a los particulares locales.

Estas posiciones encontradas de los textos antropológicos


tienen profundas implicaciones. El exotismo que sustenta
numerosos argumentos antropológicos pierde relieve si el
propio argumento tiene una circulación "exótica". Y el
problema de la "perspectiva del nativo" en un determinado
texto deja de ser floritura literaria de parte de un Malinowski,
un gesto de "Yo estuve ahí", y se convierte en una aseveración
que puede ser fácilmente contrastada por los lectores "nativos",
que estiman que su perspectiva está mal representada o ha sido
objeto de apropiación. La idea de que la antropología produce
una "crítica cultural" de las relaciones y las costumbres "en
casa" nos deja desarmados ante su comentario sobre las
relaciones y costumbres efectivamente investigadas. ¿Acaso la
antropología intenta simplemente representarlas "en sus propios
términos"? ¿O deben ser igualmente sometidas al examen
políticamente deliberado de las ciencias sociales de Occidente?
Además, la estrategia retórica deja muy a menudo sin analizar
el punto de referencia de nuestra sociedad, definida tan sólo con
un estereotípico "Occidente". En la medida en que los discursos
de la antropología gozan de mayor circulación que antaño entre
las clásicas comunidades estudiadas, y que vuelve su mirada
sobre las comunidades de nuestra sociedad, el paradigma de la
yuxtaposición nosotros-ellos parece cada vez menos apropiado.

La construcción de la cultura
Hasta ahora, he sugerido en términos bastante generales que lo
que he llamado público ampliado de los textos antropológicos
ha creado un nuevo problema para la voz de la antropología.
Quizá este problema está singularmente ejemplificado por una
línea de investigación que conoció su auge durante el decenio
de los '80 y comienzos de los '90, hoy tal vez casi agotada. Me
refiero a la literatura sobre el tema de la invención de la
tradición y la identidad.

Una de las tendencias globales de notable importancia ha sido


la elaboración de construcciones explícitas de la tradición local
y la identidad. Aunque relacionada con ideas anteriores sobre el
folclor local, los rasgos nacionales distintivos, el carácter étnico
y otros temas y, por lo tanto, no sin precedentes como
fenómeno cultural, la objetivización de la cultura a niveles
nacional, regional y local ha ganado mucha fuerza a lo largo de
los últimos veinte años. En todas partes, en las costas de Gran
Bretaña o en Europa del Este, en Oceanía y en el Amazonas, los
pueblos se han orientado visiblemente hacia la elaboración
retórica de su identidad, a menudo hacia la afirmación cultural,
la autonomía o el separatismo. Es indudable que estos
proyectos de identidad son más heterogéneos de lo que parecen,
pero el vocabulario empleado suele ser el de una antropología
popularizada: a pesar de que todas las culturas son diferentes,
parecen estar en vías de parecerse unas a otras en el sentido de
que se preocupan de afirmar sus diferencias culturales.

Mi objetivo no es analizar esta dinámica, que ha sido abordada


extensamente en numerosos ensayos teóricos y en estudios de
caso. Más bien, mi intención es plantear el problema de qué
significan los procesos para el antropólogo analista, que se
enfrenta a lo que llamaríamos una versión "folclórica" de un
concepto antropológico o, mejor dicho, al concepto
antropológico de cultura. En numerosos casos se ha demostrado
que la investigación etnográfica ha sido, por acción u omisión,
cómplice en la codificación de "culturas" locales reificadas de
este tipo. Las antiguas etnografías suelen ser exploradas por los
fabricantes de cultura en busca de costumbres; ciertas
publicaciones son consideradas como versiones autorizadas de
determinadas culturas. De forma más sutil, el proceso de
investigación etnográfica a menudo aporta nuevos niveles
explicativos de ideas y conductas.

No pretendo aquí resumir los esfuerzos realizados para


desacreditar las tradiciones por medio de la acusación de que se
trata de construcciones espúrias, y luego yuxtaponerlas con
culturas "verdaderas" que eran sencillamente "vividas" de
forma natural. Más bien, se trata de que, en el curso de la
recopilación de datos de boca de un "informante", el
antropólogo pueda servir de mediador de la actividad de ese
"informante" que facilita un proceso de explicación cultural.
Aunque este proceso tenga lugar independientemente de la
complicidad antropológica, el etnógrafo puede encontrar una
situación en la que el objeto de análisis paradigmático (no
necesariamente el objeto de su proyecto particular), a saber, una
"cultura" construida con ciertas disposiciones, prácticas, ritos,
textos, etc., ya está presente en las articulaciones indígenas. Por
lo tanto, el trabajo de sistematización que los antropólogos
hayan tenido que realizar parece redundante, y la etnografía
parece, más que un proyecto exógeno, una especie de repetición
o transcripción no sólo de lo que los informantes ya saben sino
de la forma en que lo saben.

Llegué a vivir entre los Kwaio anunciando mi intención de


registrar sus tradiciones... Desde la [movimiento político]
época Maasina (1946-53) ellos mismos habían intentado...
durante reuniones interminables de reminiscencias
milenarias... codificar su propio derecho consuetudinario...
El objetivo político consistía en elaborar algo equivalente
a los estatutos legales coloniales... Como cronista
profesional de las "tradiciones", yo podía enrolarme en su
causa para registrar las costumbres y asegurar su
legitimación. Mientras recopilaba genealogías, registraba
historias sobre los ancestros, exploraba la estructura de
parentesco, la fiesta y el intercambio, y registraba tabúes
observados desde tiempos ancestrales... mi trabajo y las
expectativas de los líderes tradicionalistas (varones) se
imbricaban estrechamente... De hecho, su compromiso
motivado políticamente (con la tarea imposible) de
codificar el derecho consuetudinario y mi compromiso
motivado teóricamente (con la tarea imposible) de escribir
una "gramática cultural" a la manera de Goodenough,
Conklin y Frake, sin duda, mirado retrospectivamente,
implicaba una buena dosis de cooptación mútua (Keesing
1985, 28-29).

En este caso hay de hecho una profunda confluencia de


intereses entre la crónica antropológica y la "perspectiva del
nativo". Pero en respuesta a estas codificaciones y
afirmaciones, los antropólogos como Keesing efectuaron un
viraje y se abocaron a la construcción de la cultura misma como
objeto analítico (Keesing, 1989). Si bien durante un tiempo esto
fue una medida fructífera (al menos proliferaron los estudios
sobre invenciones y codificaciones culturales), también se
puede ver como decisiva. Así como los "nativos" habían dejado
de ser objeto de análisis antropológicos y se habían convertido
en "co-objetivadores", o "co-intérpretes" de sus propias
culturas, la antropología se alejaba de la perspectiva de la co-
autoría. Esto fue la consecuencia de un gran distanciamiento
con las nociones limitadas y homogéneas de cultura, lo cual en
términos teóricos parecía una medida necesaria, pero que, sin
embargo, casi condujo a una instancia superior de la "negación
de la coetaneidad", término con que se acusaba a la
antropología en la obra de Fabian, Time and the Other (1983) y,
sin duda, a la reafirmación del privilegio y la autoridad del
conocimiento académico.

Si la posición crítica hacia la construcción de la cultura aleja a


la crónica antropológica de la "perspectiva del nativo", tal vez
lo haga señalando las contradicciones de dicha noción. Aunque
a veces es evocada como un valor de por sí, resulta
sorprendente que la "perspectiva del nativo" prácticamente no
tenga una contraparte en otras disciplinas académicas. Ni los
psicólogos ni los sociólogos suelen preocuparse de presentar
sus objetos de conocimiento en términos fieles a una
determinada comprensión humana de esos objetos. Puede que
se persiga algo muy diferente, cuando se realiza un esfuerzo
para exponer el sinsentido común, los artificios y
mistificaciones, y esto es lo que ocurre, o así al menos se
supone, de distintas maneras, con la filosofía, la crítica literaria,
la economía, el arte y otras disciplinas. La contraparte más
próxima quizá se encuentre en la investigación histórica, en el
sentido de que el investigador querrá capturar los valores y
percepciones de un periodo, más que evaluar los
acontecimientos de modo puramente retrospectivo o a la
manera de una "presentación". Sin embargo, la influyente idea
de que las otras culturas han de ser presentadas en sus propios
términos, en cierto sentido indefinido, es más convincente en
términos morales que intelectuales. Es una consecuencia de la
lógica Maussiana por la cual los etnógrafos entienden la
profunda deuda que han contraido con sus anfitriones en el
campo. Independientemente de cómo esa gente entienda la
relación, tenemos la sensación de que no habrá manera de
mostrarles nuestra reciprocidad por el apoyo y la paciencia que
han tenido. Sin embargo, sentimos la necesidad de intentarlo
mediante el registro por escrito. En ocasiones, nuestros textos
están moralmente enmarcados como esfuerzos para validar o
ayudar a esos otros, aunque más habitualmente a nosotros
mismos (cf. Fabian 1991, 264).

El proyecto antropológico tendrá, así, al menos las dos caras de


Jano, hacia "casa" y sus tradiciones intelectuales y sus
cuestiones disciplinarias, y hacia el supuesto segundo hogar, al
que generalmente nos hemos invitado nosotros mismos. El
antropólogo podrá entregarse a la "perspectiva del nativo" en
ciertos momentos, pero le dará la espalda en otros. Tal vez ésta
no sea la manera adecuada de girarlo, porque sería deshonesto
de parte de los investigadores pretender que carecen de un
bagaje intelectual, que el lugar de donde vienen (es decir,
venimos) no nos obliga, en la mayoría de los casos, a concebir
las preguntas de una manera que no se puede conciliar con las
percepciones locales. O, si optamos por eso, subordinamos
nuestras voces a una discusión local, ajena a lo académico, y
nos alejamos del discurso antropológico profesional.

Aunque siempre fue absurdo insinuar que una crónica


antropológica podía reflejar fielmente el entendimiento que una
comunidad tenía de sí misma, los textos de la antropología, no
obstante, están siendo acogidos localmente en términos de esa
aspiración. Los estudios del género de "construcción de la
cultura" han sido duramente criticados por los intelectuales
locales, precisamente por no entrar en connivencia con la
"perspectiva del nativo", por insistir (y quizá con mucho celo)
en el punto de que las culturas son reelaboradas en y para el
presente. Los argumentos de Keesing y otros han sido rebatidos
por un investigador de Hawai (Trask, 1991). Tal vez más
justificadamente, la crónica de F. Allan Hanson (1989) sobre la
"construcción de la cultura Maori", que fue objeto de reportajes
y publicada en periódicos de Estados Unidos y Nueva Zelanda,
fue duramente rechazada por investigadores y militantes
maoríes (ver discusión en Thomas, en prensa). Una actitud más
generosa hacia la reafirmación indígena podría entender que
ésta es en sí misma un esfuerzo de interpretación y
reinterpretación, quizá no tan diametralmente distintas del
proyecto antropológico. Este tipo concreto de polémicas puede
constituir uno de los más claros desafíos a la antropología desde
el conocimiento indígena, pero no es el único y quizá ni
siquiera es el fundamental.

Las regiones
En este ensayo, he cuestionado lo que señalo como una noción
que tienen los profesionales con sentido común de la disciplina
como un campo intelectual constituido, por un lado por teorías
generales y, por otro, por estudios localizados. Ya he sugerido
que las implicaciones intelectuales del trabajo de campo
conducen a un público sumamente diferenciado del trabajo
antropológico, es decir, a una voz escindida, cuando no
confundida, y a expectativas contradictorias manifiestas en las
polémicas citadas, entre otros contextos.

Otro sentido en el que la aparente complementareidad de la


teoría universal y la etnografía es engañosa proviene de la
marginación de lo regional como marco para la discusión
antropológica (subsanada en una colección importante, pero
ignorada; Fardon, 1990). La importancia decisiva de las
regiones como escenarios de actividades de investigación y
debate intelectual es conocida de cerca por la práctica
antropológica, pero típicamente negada por la epistemología
antropológica. De hecho, todos los antropólogos trabajan dentro
de una localidad específica y en el conjunto de la disciplina
como un todo, sino también, y en medida variable, dentro de
medios de estudios de área intradisciplinarios y
multidisciplinarios. Mediterranista, sinólogo, sudasiático, etc.

Las especializaciones regionales institucionalizadas son


evidentemente importantes para la sociología de la
antropología, pero también son significativas para definir sus
formas de conocimiento. Numerosos temas teóricos
aparentemente cruciales no son, en realidad, temas globales de
la antropología en absoluto, sino problemas que surgen del
encuentro entre diversas ramas de la disciplina y sociedades
específicas, que luego son exportadas a otro país, con los
problemas de traducción inherentes a la antropología, que son
apenas menos importantes que aquéllos a punto de pasar a la
primera traducción del idioma antropológico. Los textos
antropológicos no se construyen a partir de un mero encuentro
entre un lenguaje teórico y una experiencia no mediatizada de
trabajo de campo local, sino a través de tradiciones regionales
de estudios antropológicos. En algunos casos, éstos tienen una
larga historia, y se han originado en la literatura de viaje o
estudios coloniales. En otros, la impronta de un teórico
profesional eminente puede ser muy duradera. La influencia de
India y Dumont en la teoría de la jerarquía podría ser citado
como ejemplo; o los primeros debates sobre el linaje en los
estudios británicos de Africa; honor y deshonra en el
Mediterráneo; el evolucionismo en la Polinesia; los campesinos
en América Latina, etc.

Los vocabularios téoricos regionales (equivalentes académicos


de la lengua franca de Melanesia) suelen crear sus propias
hegemonías, y se ha podido observar que inhibían el diálogo
auténticamente global al centrar los intereses de los
investigadores en problemas relativamente limitados. Sin
embargo, formular este juicio no significa más que reintroducir
un falso universalismo, o un cosmopolitismo intelectual
pretencioso, del cual se puede considerar al antropólogo más
sospechoso que otros. Si los debates de "estudio de áreas"
tienden, en efecto, a ser introvertidos y antitéoricos, también
pueden estar teóricamente marcados por el compromiso
adquirido con el lugar de la investigación, y así reflejar un
compromiso más auténtico entre una disciplina euro-
estadounidense y un escenario de trabajo de campo. En este
momento, cuando las pretensiones universales de estudios
culturales empiezan a agotarse, las interrelaciones entre estudio
de áreas y disciplinas más amplias tal vez proporcionen algo
que la antropología requiere. Sin embargo, las regiones no
deberían ser consideradas sólo como entidades geográficas
naturales que enmarcan la investigación y los debates
profesionales: hay que seguirle más discretamente la huella a
sus historias y su implicación. En cualquier caso, la metáfora
que he introducido más arriba se viene abajo: los antropólogos
no sólo tienen un pie en el lugar de trabajo de campo y el otro
en su disciplina, sino también un tercero dentro de una
subprofesión regionalista, y es probable que tengan más en
otros sitios.

Quizá éste no es un tema "epistemológico" convencional, si es


que imaginamos la epistemología como una especie de
metaconocimiento. Sin embargo, yo me resistiría a la idea de
que el metaconocimiento es más conocimiento abstracto, o algo
como la filosofía de las ciencias sociales, en antropología. La
reflexión sobre las condiciones del conocimiento antropológico
pueden incorporar un debate acerca del proyecto de traducción,
cuestiones de escala, la condición de los modelos y otros temas
en ese nivel de generalidades. Pero también debe abordar los
contextos determinantes dentro de los cuales se alcanzan
resoluciones y luego se convierten en productos públicos
(conferencias y otras instancias docentes, publicaciones,
películas, reportajes). Si esta esfera de formación de
conocimientos más amplia es reconocida, será necesario
abordar, para bien o para mal, la importancia de las tradiciones
regionales.

La reflexión
La discusión emergente sobre el carácter distintivo de las
antropologías regionales y tradiciones nacionales se puede ver
como parte de una tendencia hacia una mayor conciencia de sí
mismo entre los antropólogos, aunque la tendencia ha sido
generalmente mirada con suspicacia en lugar de positivamente.
En este contexto se debe abordar un debate muy destacado de
los años '80. En la obra de Clifford y Marcus, Writing Culture
(1986) se observa la repentina introducción de la cuestión de las
cualidades literarias de la antropología y su relevancia para la
autoridad etnográfica. Este libro, al igual que la colección de de
Talal Asad, extensamente citada, Anthropology and the
Colonial Encounter (1973) era, de hecho una obra versátil y, no
obstante, fue mencionada insistentemente como si representara
un manifiesto de una posición particular. En este caso, la
posición fue tratada como una nueva afirmación del
subjetivismo. El conocimiento etnográfico no era una
representación acabada de otra cultura sino, antes que nada, un
artefacto de diálogo en el que la voz del etnógrafo era tan
importante como la del nativo y, en segundo lugar, un artificio
de textualidad, de autentificación de los recursos que otorgaban
un sentido de especificidad a un lugar, a la vez que volvía sobre
las convenciones de los viajes y de los relatos de viaje.

Tal vez lo más impactante de esta intervención, desde la


perspectiva de aquellos antropólogos más afines a la idea de
que la antropología realmente producía y hacía circular crónicas
válidas sobre otras culturas, fue la actitud que se imputó a los
autores, a saber, que el artificio etnográfico no sólo tenía que
ser reconocido sino que también podía ser apetecido. En lugar
de continuar tras la quimera de la verdad, podíamos dedicarnos
a experimentar lúdicamente con los géneros. Además, el papel
central del etnógrafo en la construcción de la etnografía daba
carta blanca a un estilo confesional en el que la figura del
escritor sería cada vez más destacada.

Lo decepcionante de toda esta agitación literaria en torno al


tema fue la tendencia a polarizar a partir de una oposición
bastante trillada entre un riguroso compromiso con el mundo
externo y una indulgente preocupación con el texto y consigo
mismo (por ej., Spencer 1989). A pesar de que Writing Culture
incluía, y quizá propugnaba unos hábitos literarios
introspectivos entre algunos investigadores cuyas aspiraciones
literarias eran más notorias que sus logros literarios, no era éste
el asunto en torno al cual debía girar el debate. Aunque los
novelistas y pintores escriban o digan cosas muy interesantes
acerca de su creatividad, no miramos hacia ellos para obtener
una reseña crítica o reveladora de su lugar en la literatura o el
arte. Ya que la antropología está basada en el potencial
revelador de lo desconocido, siempre deberíamos haber sabido
que la crítica más aguda sobre los escritos antropológicos no
provendrían de una autocrítica. A partir de la observación de
que los textos etnográficos obedecían a diversas convenciones y
utilizaban diversos recursos para evocar un sentido de la
realidad y particularidad, se podría haber llevado a cabo un
análisis histórico de las tradiciones en los textos y los
conocimientos de la antropología (proyecto que, de hecho, fue
abordadado por Geertz (1988), Stocking (1987) y otros). En su
forma más positiva, dicha crítica puede aplicarse no sólo a los
textos más evidentes, como los de Malinowski, que de hecho
fueron preacondicionados para el proyecto por su estilo
rebuscado y retórico, sino también a otros géneros, como los
boletines de los museos, que actualmente están lejos del estilo
dominante pero que siguen siendo importantes por su
recopilación de datos que aún sirven como recurso (Thomas,
1989). En otras palabras, estas preguntas deberían habernos
permitido no hablar de nosotros mismos, lo cual conduciría
inevitablemente a autojustificaciones encubiertas, sino tener un
sentido más rico de la diversidad de los géneros de la
antropología, de las posibilidades y limitaciones de las
modalidades descriptivas en distintas épocas.

Las totalidades
A lo largo de los últimos veinte años se ha producido una
reorientación básica del pensamiento antropológico. De los
muchas tendencias que podemos citar, pienso que dos tienen
ramificaciones epistemológicas específicas. La primera tiene
que ver con el holismo, que durante mucho tiempo fue
fundamental en las ciencias sociales, y la segunda es la
importancia del lenguaje como metáfora dominante.

Los antecedentes del Iluminismo en el discurso antropológico


fundamental tendían a desplegar grandes conceptos, como la
idea de la forma de gobierno. No se trataba de una clasificación
estrecha de las instituciones políticas, sino de una noción
mucho más amplia de espíritu nacional, presente en las leyes, la
religión, el temperamento y las artes: era fundamentalmente un
concepto de cultura generalizado. Resulta útil recordar esto
simplemente porque la explicación en antropología ha
procedido generalmente desde entonces relacionando lo
particular con una entidad total. Se puede entender la entidad
total como un tipo cultural, un genio nacional, una estructura
social o una forma política. El modo de análisis y los conceptos
clave, desde luego, han cambiado mucho, pero en el nivel más
elemental esta estrategia analítica, que podríamos llamar de
contextualización, ha sido fundamental (Strathern 1991).

Desde comienzos del siglo XX, las entidades definidoras de


contexto más importantes han sido "sociedad" y "cultura", que
constituían a la vez sistemas amplios y sistemas limitados. Si
bien el supuesto de limitación ha sido impugnado desde hace
tiempo, más recientemente por los partidarios de la importancia
de la globalización, otras nociones fundamentales para un
análisis sistémico se han vuelto cada vez menos satisfactorias.
La preocupación con la construcción de la cultura sólo podría
implicar invenciones antropológicas sumadas a las de nuestros
informantes, mientras que la sociedad, sobre todo según los
argumentos de Strathern (1988) también era remodelada como
algo diferente a un campo o un contenedor habitado de forma
natural por actores y relaciones. En su análisis, los melanesios
pueden estar entregados a la evocación de colectividades
mediante acontecimientos como intercambios ceremoniales,
ritos y danzas, pero en este caso no se trataba tanto de sistemas
sociales como de artefactos retóricos (evocaciones dudosas de
ocasiones especiales, entidades imaginadas, más como las
naciones en la obra de Benedict Anderson, Imagined
Communities (1983) que las sociedades de las referencias
convencionales de la antropología y la sociología.

Si bien la singular deconstrucción antropológica que Strathern


hace de los estudios feministas y del legado de Durkheim,
especialmente a través de sus manifestaciones en la etnografía
melanésica, es un proyecto radical algo distante de gran parte
de la antropología contemporánea, su ataque contra las
totalizaciones convencionales tienen una relevancia más
amplia. Se podría ver en la afirmación de la práctica, la
mediatización, el contexto y las circunstancias específicas como
el zeitgeist de la antropología de fines del siglo XX. No sólo se
evita los determinismos explícitos, como los del marxismo, sino
también una operación más básica de contextualización
sistémica que otorga valor analítico a instancias específicas
demostrando que éstas se conforman a alguna regla cultural o
social. Desde luego, la evocación de la generalidad sigue siendo
un momento necesario de la descripción etnográfica, puesto que
una crónica que privilegiara la mera idiosincrasia o lo
contingente sería biográfica o histórica, en lugar de
antropológica. Sin embargo, la tendencia consiste en no tratar
un aspecto sistémico o convencional de una práctica específica
como el objetivo final del análisis, como un logro que establece
una regularidad. Al contrario, la regularidad o las convenciones
de cualquier tipo constituyen el campo de innovación, la base
de la acción de transformación. Así, incluso el estructuralismo
llega a centrarse en los contextos en que las estructuras se
transforman y se arriesgan (Sahlins, 1985), y también la
antropología simbólica aborda la innovación de los significados
(Weiner 1994).

Éste es un cambio de aguas teórico del cual los antropólogos


actualmente ven más el lado interior que el exterior. Por tanto,
vemos en la acción, la contestación, la complejidad y el cambio
(entendemos por esto las dimensiones de la vida social que han
sido suprimidas por todos los paradigmas
supersistematizadores, ya fueran funcionalistas, estructuralistas
o marxistas) como rasgos hasta ahora ignorados y que es,
indudablemente, importante descubrir una y otra vez. Sin
embargo, el pensamiento social ha oscilado durante mucho
tiempo entre el colectivismo y el voluntarismo, entre el holismo
y el atomismo, y entre la sistematización y la historia.
Comparto la opinión de numerosos investigadores de que los
enfoques actuales hacen más justicia que hace treinta años a los
multiples determinantes de la vida social y a la capacidad de los
individuos de moldear sus propias circunstancias. Sin embargo,
mirado desde aquí, las tendencias modernas pueden exagerar lo
particular del mismo modo que las generaciones precedentes
sobreenfatizaron la importancia de las totalidades.

Los significados
Creo que es útil volver a las ideas clave de Geertz en su
influyente ensayo de 1973, sobre las descripciones densas.
Puede ser una medida para ver hasta dónde se han desplazado
los antropólogos desde entonces. En los años en que él escribió,
parecía evidente que los antropólogos, o al menos los
antropólogos interpretativos, buscaban "significados". El
análisis revelaba la trascendencia, la comunicación, la
codificación y el simbolismo. A pesar de las profundas
diferencias entre la antropología de Geertz y la de Lévi-Strauss
(que Geertz consideraba como la singular búsqueda de una
razón inmemorial), ambos suponían que el lenguaje y un
modelo lingüístico eran esenciales en la vida social y en su
análisis. La "descripción densa" era una descripción del
discurso, aunque el famoso ejemplo de Geertz no se refería a
palabras sino a gestos, parpadeos y guiños.

Como consecuencia de la crítica de Pièrre Bourdieu de la


semiótica mecanicista y de su afirmación de la práctica (1977),
tal vez era inevitable que se impugnaría el carácter central del
lenguaje. No ha sido un esfuerzo teórico unitario sino un
esfuerzo sumamente disperso, emprendido en diferentes frentes
y en diferentes campos, contra el textualismo y a favor de la
actuación en un contexto, y contra la comunicación y a favor de
la materialidad en otro. Los estudios sobre lo encubierto, la
emoción, la cultura material y el arte se han distanciado, de
formas muy diferentes, de aquello que solía tener carácter
axiomático: cualquier cosa que socialmente generara
consecuencias o eficacia era, de por sí, significativo y
trascendente. Aunque no fuera entendida como mensaje en
relación al código, o específicamente como texto, se suponía
que una práctica o un artefacto tenían que comunicar. Aunque,
desde luego, sería improductivo negar aquel lenguaje (la
iconografía y el discurso tienen una importancia enorme), se ha
perfilado cada vez con más claridad la idea de que tanto la
presencia como la representación, la sustancia como la
trascendencia, el hacer como el significado tienen una
importancia vital y constitutiva en la mayoría de los campos
abordados por el análisis cultural. Hasta hace muy poco, aunque
parezca sorprendente, era emocionante ver a los teóricos de la
filosofía, la literatura, la historia y la antropología señalar la
constitución cultural del cuerpo, como sucedió cuando Barthes
y otros llamaron la atención sobre la semiótica de los bienes de
consumo. Sin embargo, los estudios posteriores tienden a
hacernos regresar al estado del sentido común con el que los
críticos habían tomado retóricamente sus distancias: el cuerpo
es siempre más y menos que un texto, y los valores y deseos
invertidos en objetos de consumo dependen tanto de su
materialidad como del "significado" que se les imputa.

Puede que estemos hablando de un tema más teórico que


epistemológico, si bien se plantean interrogantes básicas para el
conocimiento antropológico en el futuro. Aunque hayamos
dejado de ver que gestos como el guiño son portadores de un
significado lingüístico implícito, prácticas que representan otra
cosa o alternativas al lenguaje que son explicables en términos
lingüísticos y, en su lugar los vemos como actuaciones o
prácticas distintivas y sustanciales en sí mismas, estamos ahora
ante otro problema de traducción. En su práctica, los etnógrafos
siempre han tenido que enfrentarse al problema de traducir los
idiomas extranjeros a sus propios términos. Ahora se enfrentan
cada vez más al problema de describir y presentar lo encubierto
y lo implícito a través de un lenguaje analítico explícito.

El lugar de la teoría
Finalmente, opino que la antropología debe ser entendida en un
modelo diferente a la jerarquía de descripción y análisis, datos y
teoría que tan a menudo se da por sentado en las discusiones
sobre el análisis cultural y social. Mientras que el compromiso
con lo particular suele ser entendido como una actividad
limitada circunscrita al empirismo filosófico, y sólo
legitimizada como base para un esfuerzo superior de
teorización abstracta, la práctica antropológica de hecho alza a
la teoría desde el nivel de lo abstracto a lo concreto. Como han
postulado, en diferentes términos y contextos, Marylin
Strathern (1988, 10), Michael Herzfeld (1987, 202-5) y otros, la
etnografía descriptiva puede ser concebida como un discurso de
orden superior o de segundo orden, que sólo es inteligible en
virtud de sus fundamentos teóricos y analíticos. Más que
cualquier otra disciplina, la antropología recuerda
constantemente a sus profesionales las pretensiones de nuestros
análisis, que pueden ser diferentes de los de nuestros sujetos de
observación, pero que evidentemente no tienen privilegios ni se
muestran autoritarios con ellos. Reconocer el carácter formador
del "trabajo de campo" con respecto al conocimiento
antropológico, no significa sólo preferir la teoría práctica a la
práctica teórica. También significa asumir el hecho de que no
trabajamos con informantes sino con cointérpretes.

Traducido del inglés

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