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Gustavo A. Appignanesi
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CONTENIDO
I. PRIMERAS PALABRAS
V. 5. DE RÍOS Y DESIERTOS
V. 7. EL ACOMPAÑANTE
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I. PRIMERAS PALABRAS
Hay veces en que uno siente un profundo llamado al que no puede sustraerse, pues
existen cosas que tienen tamaña relevancia que no saben de costos, cuya importancia
empequeñece totalmente a las dificultades que entrañan. Cuando uno se da cuenta de esas
cosas, cuando se le vuelven evidentes, no puede ya dejarlas de lado, comienza a sentirlas
como un desafío ineludible. Cuando uno ve tanto la necesidad del desarrollo de una nueva
forma de relación con el mundo que ayude al Hombre a promover el cambio que le
demanda su evolución (y su supervivencia), como así también el papel fundamental que le
cabe en ello a la educación, no puede menos que apasionarse.
El Hombre se encuentra, de cara al presente y al futuro, desorientado, impotente,
casi indiferente. Ha asistido atónito al derrumbe inexorable, patético y desgarrador de
innumerables, disímiles y contrapuestos sistemas, utopías y revoluciones. Y se ha vuelto
escéptico a fuer de náufrago. Pues no parece alcanzar a tomar real conciencia de que tales
iniciativas desnudan un talón de Aquiles común. Puesto que se empeña en buscar
respuestas externas, sin advertir que la única transformación que es verdaderamente de
fondo es su propia transformación interior*. Sólo ella es genuinamente revolucionaria. Pues
los cambios de sistemas, de esquemas, sólo son movimientos externos, mientras que ella
promueve un movimiento profundo que implica evolución. Y es hoy, como siempre pero
más que nunca, imprescindible. Pues, si bien se manifiestan en problemas visibles cada vez
más graves, los problemas humanos fundamentales (internos y casi invisibles) siguen
siendo siempre los mismos.
Hoy día nos encontramos bajo el imperio del reduccionismo de masas que
reemplaza a las cosas por estáticas y frías reducciones o caricaturas que olvidan su riqueza
y su belleza. Así, vivimos atrapados en el miedo a la libertad, atados por prejuicios y
condicionamientos, ocupados en una continua búsqueda de seguridades, construyendo o
adoptando marcos de referencia o esquemas dentro de los cuales movernos, corriendo tras
los más diversos placeres, distraídos en lo externo para no enfrentarnos con nosotros
mismos, con nuestros propios vacíos. En fin, transitamos por la vida confundidos,
desorientados, impotentes al asistir diariamente al triste espectáculo del odio, de la
intolerancia, de la violencia, de la indiferencia, del desamor. Y, lo que es sumamente grave,
vivimos indiferentes. Pues, sumidos en la indiferencia, hemos encontrado bajo el sombrío
manto del reduccionismo un seductor refugio donde guarecernos, inconscientes en gran
medida del inmenso costo evolutivo que pagamos. ¡Cuántos mecanismos de defensa que
nos impiden captar, descubrir, amar, llevar a cabo la maravillosa acción de evolucionar!
Ante este panorama, el principal objetivo de este escrito descansa en realizar un
llamado de atención sobre la tremenda relevancia del desarrollo de nuestro mirar, del arte
de ver, de la sensibilidad. Pues, entendido como atención, apertura y amplitud, como estado
de contacto, el arte de ver constituye una herramienta fundamental. El mismo promueve la
adopción de una postura ante el mundo que resulta genuinamente alternativa al
reduccionismo. Una postura basada en la humildad, en la libertad, en la sensibilidad. Una
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postura comprometida con la inconmensurabilidad del mundo. Una postura que nace en la
espontaneidad y la incondicionalidad. Una postura intrínsecamente, genuinamente
evolutiva. Una postura que se identifica con la condición de amantes del mundo. Es
precisamente dicha actitud la que nos puede proveer de una consciencia profunda y
totalizadora que, por su parte, resulte una herramienta efectiva para resolver nuestros
problemas mundanos. Es precisamente dicha postura la que nos permitirá crecer y
evolucionar.
Sin embargo, ante el paradigma reduccionista imperante en nuestra sociedad, el cual
impide su surgimiento, no alcanza simplemente con aludir a dicha forma de relación con el
mundo. Además, el sentido de compromiso que ella suscita nos lleva a poner el acento en la
imperiosa necesidad que detenta el desarrollo de una educación que se desprenda
naturalmente de ella y que permita su surgimiento y desarrollo. Pues, en sentido amplio, la
educación involucra a todo contacto del ser humano con el mundo. En tal sentido, ella
constituye nuestra herramienta de evolución por antonomasia.
Por su parte, la necesidad de dicha educación (entendida como el continuo ejercicio
de nuestro contacto con el mundo) nos advertirá la importancia que posee operativamente
el desarrollo de una pedagogía en consecuencia. Pues, la postura ante el mundo que
concebiremos como alternativa al reduccionismo consiste simplemente en crecer en la
humildad, en la libertad y en la sensibilidad. Y hoy no le ofrecemos muchas posibilidades
de aflorar, pues los prejuicios, los condicionamientos y el culto a la indiferencia que
imperan en nuestra sociedad impiden su desarrollo. Es por ello que se requiere de una
pedagogía que nos provea del clima adecuado, de la atmósfera idónea que permita su
surgimiento y que potencie su florecimiento. De todos modos, no intentaré en este escrito
abundar en los detalles de tal pedagogía, sino que más bien aspiro, dentro de mis humildes
posibilidades, a desnudar su espíritu.
Por ello, este escrito apunta en primera instancia a poner en evidencia a los graves
problemas que ocasiona la hoy reinante postura reduccionista y a mostrar la necesidad y la
belleza del desarrollo de una forma de relación con el mundo genuinamente alternativa al
reduccionismo. La misma, a la que identificaremos con la condición de amante, se funda en
la humildad, la libertad y la sensibilidad, constituyendo naturalmente un auténtico
compromiso con el conocimiento, la belleza y la ternura. Es en este tema, tan general como
prioritario, en el que se concentrará la mayor parte del escrito.
En una segunda instancia que se desprende natural y necesariamente de la primera
abordaremos más adelante (sin transitar demasiado por los detalles para no perder
generalidad) tanto la necesidad como la esencia de una educación y una pedagogía
consistentes con dicha forma de relación con el mundo. Pues la educación nos compete a
todos. Y como dicho, en sentido amplio, cada instante de nuestras vidas constituye una
aventura educativa, una posibilidad de descubrimiento. Ella es una tarea de toda la vida,
aunque nos acostumbremos a estancarnos muy tempranamente. Pues el aprendizaje
constituye un hermoso viaje (sin una ruta fija de antemano), el cual posee un valor
intrínseco dado por el trayecto, por el transitar y no por alcanzar una meta. Y el trayecto es
tan largo y tan fructífero como seamos capaces de andar y descubrir.
Por otra parte, en sentido operativo, todas nuestras relaciones con los demás son
actos educativos. Vivimos aprendiendo, pero también ayudando a los demás a aprender. En
tal sentido, todos somos corresponsables de la educación de los demás: de nuestros hijos,
de nuestros prójimos, de todos aquellos que de alguna manera tienen contacto con nosotros.
Además, en lo que respecta al desarrollo de una educación formal que nos ayude a
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evolucionar, que nos permita trascender, que nos ayude a crecer y a resolver tanto nuestros
problemas visibles como invisibles, ella es una tarea de todos. Pues cada uno de nosotros,
en un compromiso con la apertura y la amplitud y a partir del conmovedor acto del don de
sí mismo, podemos aportar elementos tan vitales como enriquecedores.
Creo que resulta casi una obviedad expresar que este escrito no ha sido concebido
por mero placer estético. Espero que ello no sea inmediatamente evidente sólo a partir de
sus limitaciones en tal sentido. Pues anhelaría que resultara en cierto modo manifiesto y
tangible mi intento por que las palabras que lo conforman trasciendan el carácter de simples
adornos. Puesto que ellas salen, se desgranan, brotan a borbollones, buscan asomar con la
misma necesidad que los rayos del sol al alba. Ellas revisten sueños e ilusiones, profesando
un profundo respeto y ternura por la belleza (y bien saben del ingente poder de la belleza).
Pero evidentemente, también tienen clamor de náufrago. Y más de una vez, explícita o
implícitamente, intencionada o involuntariamente, habrán de configurarse en un
esperanzado llamado. Además, no hubiera dudado (o no he dudado) en sacrificar pulcritud
en cuanto sintiera que ello pudiera atentar contra la frescura, el ímpetu, el apasionamiento y
la elocuencia. En tal sentido, espero no haber cometido demasiados atropellos contra la
claridad. Por ello, he tratado de no ser demasiado repetitivo, de no volver demasiado sobre
los temas y los conceptos. Prefiero un escrito corto que se pueda releer (y que invite a ello)
antes que exponer a la (deseable) elocuencia a la posibilidad de diluirse o naufragar en su
extensión. Además, debido a la temática, prefiero un escrito incisivo. Con alas de gaviota y
manos de doncella, pero con aguijón de avispa.
Por otra parte, espero que el estilo de este escrito no contravenga al espíritu de la
postura y forma de relación con el mundo (ni al de la consiguiente pedagogía) a la cual haré
referencia y de la cual ha surgido. Soy conciente de que existe una intrínseca dificultad al
escribir sobre lo intransferible, sobre lo intangible, sobre lo inasible, sobre lo inabordable
en su completitud desde lo conceptual, sobre lo inconmensurable. Pido desde ya perdón por
todos los excesos que pudiera haber cometido en tal sentido.
En cuanto a los destinatarios (y las motivaciones), una pregunta muy difícil de
responder es: ¿Para quién escribo? Quizá escriba en parte para mí, porque la letra me brota
naturalmente, por necesidad. Tan visceral como alada. Definitivamente intento dirigirme a
todo aquel que siente la necesidad de que nuestro modo de ver el mundo y nuestro modo de
vida tengan más relación con la evolución y la vida que con la mera supervivencia. Y
definitivamente escribo para quienes no lo sienten. A ellos no intento (y espero que a nadie)
transferirles nada, sino simplemente mostrarles que existen alternativas si ejercitamos una
de nuestras mayores virtudes: la tolerancia. Y, quizá, permitirles descubrir, modestamente
ayudarles a situarse a las puertas del descubrimiento a partir de la humildad y la libertad.
También escribo para quienes ven la necesidad del desarrollo de una pedagogía nueva. Y
para los que no la ven.
Es obvio que lo anterior resulta sumamente ambicioso aún como declaración de
deseos. Y lo es mucho más aún ante la conciencia de las modestas posibilidades de quien
escribe. De todos modos, en cualquier caso, a lo que no concibo renunciar (aunque más no
sea en el terreno de los anhelos) es a intentar entrar en contacto con los lectores y que ese
contacto no sea superficial sino que llegue, en lo posible, a las fibras íntimas del alma.
Claro que la palabra posee la material limitación. Ella es fría, carente de emoción. Además,
amén de las inherentes limitaciones propias para escribir y de la verificación de que a la
tinta siempre le resulta más fácil que a uno adsorberse en el papel, el hecho del
alumbramiento de un escrito es siempre un proceso doloroso. Sin embargo, en esta tarea la
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vocación por trascender la fría letra es, por suerte, mucho más importante que la destreza.
Así, a pesar de la torpeza, siempre es de algún modo posible cierta alquimia literaria que
transmuta carne, sangre, sudor y espíritu en papel y tinta. De esa manera, las emociones,
con la clandestina intención de liberarse, de desnudarse, surgen de lo profundo y
escondidas, disfrazadas de palabras se escurren entre los dedos, solicitan entidad a la tinta
y, fecundizando la pluma, se posan gentilmente en la hoja. Quedan así a la espera de una
mirada que les insufle vida y, de tal manera, las libere de su cárcel de papel, que las
despierte de su material letargo. Que les dé alas para remontar vuelo y convertirse en
abrazo.
Por ello, lo verdaderamente importante es lo que el escritor puede promover en el
lector (en rigor, ayudar a que al lector le ocurra) pues, además de comunicar ideas, un
escrito puede promover emociones, sentimientos. Ningún escritor, ni el más sublime poeta,
puede describir acabadamente un sentimiento, pero sí puede proporcionarle al lector la
posibilidad de sentir, puede ayudarlo y estimularlo a descubrir. Cuando se escribe con el
alma se trascienden las barreras materiales para darse una comunión profunda entre autor y
lector. Así, trascender no es una linda construcción literaria. Es una vivencia. O, si se
prefiere, una realización de esa carnal literatura que no se escribe con tinta. Y si ello ocurre,
la obra se continúa en los lectores. Ninguna obra es propiedad exclusiva de su autor. Ya de
por sí no es sólo él quien la escribe, de acuerdo a una idea amplia de Humanidad. Además,
ella nunca puede considerarse acabada puesto que sólo se va completando con los lectores,
de igual manera en que cada Hombre se va completando en los demás. ¡Qué profunda
miopía nos impide ver que no somos más que versos con destino de poema! Versos que
intentan construir un poema. O quizá, reconstruirlo, o tomar consciencia de él, casi sin
saberlo: ¡Es que parece haber tanto escrito desde siempre que no alcanzamos a ver! ¡Cuán
terrible ceguera aquella que nos impide reconocernos como pobres versos huérfanos de
significado, de completitud y globalidad, cuando aislados!; ¡Metáforas de la unidad cuando
amamos! Hay veces en que uno siente que sólo existe la poesía. Que no hay escritor, poema
y receptor, sino sólo poesía. Sin embargo, las más de las veces mezquinamos tinta (es decir,
carne, sangre, cuerpo y alma), o la desperdiciamos. Y necesitamos utilizar apropiadamente
hasta la última gota, pues el tintero parece traer lo justo, lo exacto.
consiguiente, le permitirá resolver en forma seria, genuina y realmente eficaz los graves
problemas más "mundanos" que lo aquejan.
Por otro lado, es cierto que, más o menos difundidas y abarcadoras, existen
numerosas variantes dogmáticas más orgánicas que la amorfa y generalizada forma de
relación con el mundo que se identifica con el reduccionismo de masas. Pero, más o menos
profundas, más o menos exitosas, todas nacen del mismo pecado original que las hermana
con ella: El punto de partida es siempre una traducción de lo inconmensurable, una
reducción de la realidad que nos acota, que limita nuestro mirar. Ello implica
necesariamente una soberbia original. Una autoridad externa o internalizada que indica
caminos, que guía, que condiciona y que transfiere limitaciones. Implica un primitivo
sacrificio de la humildad, de la libertad, de la frescura (los que constituyen ingredientes
indispensables del descubrimiento, de la evolución). Por ello, tanto el reduccionismo de
masas (basado en la indiferencia) como la búsqueda dogmática resultan equivalentes.
Ambos parten del reduccionismo. Ambos nos brindan seguridades sin siquiera hesitar ante
el tremendo costo evolutivo que entrañan. Pero, ¿qué son las seguridades sino cárceles?.
Las seguridades nacen del temor, del miedo, al cual de todas maneras no pueden eliminar.
Pero claro, no nos han educado en la libertad. No nos han educado en la carencia de
seguridades, sino en su búsqueda.
De lo antedicho se desprende la importancia primordial que tiene la actitud que
adoptemos frente a la realidad. La visión reduccionista condiciona nuestra vida al
construirnos un mundo de sombras e incluso, lo que es aún más grave, al tornarse
excluyente y cerrar cualquier camino fuera de ella. Es increíble como a diario ejercitamos
tal ceguera. Por tomar un ejemplo, a cada instante ignoramos, enfrascados en la rutina
diaria, a todo un universo de personas, a la naturaleza, etc. No nos podría alcanzar la vida
para mirar un árbol, para sentir a cada uno de los miles de seres humanos que nos resultan
indiferentes todos los días. Pero, sin la más mínima sospecha de la riqueza que anida en
todo ello, lo ignoramos. Y así, de continuo nos ejercitamos en la indiferencia, en un
ejercicio que, apoyado en la fuerza bestial y en la inercia de la repetición, en la brutal
autoridad del número ante la ceguera inductivista, transforma falazmente a dicha forma de
relación con el mundo en "natural", en necesaria. Y ni siquiera se nos ocurre cuestionarnos
tal necesidad.
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por sentir; en fin, por amar. Pues no es casual la carencia de límites que exhibe el amor. Es
consistente con la inconmensurabilidad del amado. Y del amante.**
No es tarea sencilla intentar versar sobre lo inconmensurable. Por intrínsecamente
inasible, por inabarcable, por irreductible, por imponderable, uno sólo puede referirse a ello
por vías indirectas. Uno puede (como esbozado anteriormente) abordarlo por la negativa:
¿Quién puede pretender conocer algo por completo, haberlo agotado, haberlo capturado por
completo en una reducción?, ¿quién puede atreverse a negar la calidad de inconmensurable
que vive en todo cuanto existe? Ello lo intuye el sabio, quien evoluciona en la medida en
que crece en la humildad y va tomando progresiva conciencia de su ignorancia y de la
insondable riqueza y belleza del mundo. Pues, contrariamente a la creencia popular, no se
es sabio por conocer mucho (casi un exabrupto, pues ¿qué diferencia hay entre “mucho” o
“poco” ante lo inconmensurable?, ¿cuál es el sentido de la medida, de las distancias?). De
igual modo, no se es tan ignorante por conocer poco como por ignorar la vastedad de
aquello que se ignora. Y esta dimensión de la ignorancia (en la cual enraiza el
reduccionismo) es algo que resulta muy triste, pues nos torna necios, prepotentes, nos cierra
caminos de crecimiento y evolución.
La otra alternativa de aproximación que queda al tema de la inconmensurabilidad, a
mi modesto entender, es el modo de alusión: referirse indirectamente, rozar, sugerir. Y
apelar a la evocación de experiencias en que nos hemos permitido trascender la mera visión
reduccionista. Experiencias tan revolucionarias que nos han dejado su impronta, su aliento,
su toque. Pues no es raro que nos haya asaltado alguna vez la presunción de cuán vasto y
rico es lo que la realidad, a partir de sus innumerables matices, nos ofrece para sentir, para
descubrir, para aprender, para amar. De que las reducciones o ideas operativas que
manejamos de las cosas empalidecen por completo ante su insondable substancia, ante su
esencia. Pues casi todos, más o menos maravillados y extasiados (o aterrados, si aferrados
al reduccionismo) hemos vislumbrado alguna vez la calidad de inconmensurable que vive
en todo.
Dicha observación (o más bien intuición) de que el mundo (de que todo, que cada
cosa) es inconmensurable podría leerse como un enunciado de escasa relevancia. Podría, a
simple vista, parecer que sólo posee implicaciones estéticas (lo cual presupone de por sí
una subestimación de la belleza). Que meramente implica un calificativo más. Sin embargo,
tal descubrimiento, en cuanto vivencia, como consciencia (cuando trasciende a la mera
intelectualización), posee un enorme valor práctico, operativo. El mismo constituye en sí
una experiencia de enorme contundencia***. Una experiencia profundamente
transformadora, eminentemente trascendente. Y convocante. Pues sentir al mundo como
inconmensurable implica invariablemente un grado de compromiso ante él del todo
significativo. Constituye una experiencia que nos revoluciona radicalmente a nosotros
mismos y a nuestro modo de relacionarnos con el mundo. Pues, ante lo incommensurable
no tiene sentido oponer la estática mirada del reduccionismo. Se impone una mirada
totalmente nueva, revolucionaria. Una mirada pletórica de humildad, de libertad, de
sensibilidad. En fin, se torna ineludible el convertirse en amante. Pues, ante un mundo
inconmensurable, inasible desde lo conceptual, inabordable en su completitud, la humildad,
la libertad y la sensibilidad son simples, directas, naturales. Son irremediables. ¿Qué otra
actitud que la humildad cabe ante la consciencia de la inmensurable riqueza del mundo?
¿Cómo no adoptarla ante el reconocimiento de la intrínseca limitación y pequeñez de
nuestros abordajes de la realidad y, más aún, de las construcciones que con ellos
realizamos? ¿Cómo no adoptarla si, en definitiva, frente a un mundo inconmensurable la
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soberbia carece completamente de sentido? Además, ¿qué valor tiene una mirada
prejuiciosa y condicionada ante lo inconmensurable? Si ello es intrínsecamente,
inherentemente incondicionable, inapresable, no objetivable. ¿Cómo no permitirle la
libertad, la transparencia, como para que se evidencie? Y ¿qué sentido tienen el desinterés y
la apatía ante un mundo inconmensurable, de una inacabable belleza, riqueza y
generosidad? Si él nos ofrece tanto como seamos capaces de captar. Si él posee la
capacidad de transformarnos de un modo profundo, evolutivo. ¿Cómo no intentar
enfrentarlo entonces con la mayor apertura, amplitud y sensibilidad posibles? ¿Cómo no
abordarlo con extremo extasiamiento, con intensidad, con apasionamiento, con fervor? En
fin, ¿cómo no convertirse en amante si el amado es inconmensurable?
La toma de consciencia de la inconmensurabilidad del mundo es en sí un acto de
humildad, un acto que nos ubica, que nos dimensiona. La humildad nos invita a callar, a
disponernos, a entregarnos. Implica un anonadamiento, una aniquilación, un derrumbe
(como reduccionistas, como dominadores y objetivadores del mundo, pues en esencia
también nos reconocemos a nosotros mismos como inconmensurables). Sólo la humildad
resulta consecuente con el respeto por la inconmensurabilidad del mundo. Pues, a
diferencia de la soberbia reduccionista, ella implica alcanzar un estado de gran sencillez, el
cual resulta indispensable para ser capaces de ver (entendido en sentido amplio y
profundo). Pues sólo creciendo en la humildad, relativizando nuestra subjetividad, es que
podemos desarrollar una atención profunda y cristalina que nos permita tomar contacto con
la inconmensurable esencia de las cosas y de nosotros mismos. Pues es sumamente
importante aprender a callar para poder oír. Sólo el silencio acaricia, vibra y danza con la
sinfonía. Sólo el lago exquisitamente calmo refleja los más delicados detalles de la
montaña.
Además, de lo anterior se desprende que dicha humildad, que pone en evidencia las
limitaciones de nuestra forma de mirar reduccionista, nos libera. Ya de por sí la postura o
forma de relación con el mundo aludida nace precisamente de la humildad y la libertad.
Pues, así como lo inconmensurable es intrínsecamente libre, no resulta aprehensible sino
desde la libertad. De tal modo, distinguiéndose claramente de la postura reduccionista que
se ejercita en la soberbia de objetivar al mundo esclavisándolo en insípidas reducciones,
que se fundamenta en los prejuicios y los condicionamientos, esta forma de relación con el
mundo alternativa al reduccionismo a que aludimos sobreviene precisamente en la ausencia
de éstos. Pues ante la consciencia de la insignificancia, de la irrelevancia de las
reducciones, prejuicios y condicionamientos con los que el reduccionismo pretende poblar
nuestras visiones del mundo, se prescinde naturalmente de ellos para poder comprometerse
por completo a la tarea del descubrimiento a partir de la ingenuidad, la inocencia y la
frescura. Dicha postura implica lograr un estado de libertad necesario para que el
conocimiento disponga del espacio que requiere en nosotros para arraigar (dado que los
prejuicios y los condicionamientos no son más que corazas que impiden que el
conocimiento nos llegue, no son sino malezas del terreno que le quitan lugar al
conocimiento, que le privan del humus de nuestra naturaleza humana). Es en la desnudez,
en la libertad, que podemos descubrir y evolucionar. Y, a su vez, el hecho mismo del
descubrimiento y la evolución nos ayuda a tornarnos más libres, más aptos para descubrir,
de manera que el proceso evolutivo constituye en sí un proceso de liberación. Al fin de
cuentas, ¿cuál es el sentido de llevar jaulas ante lo inapresable? ¿Capturar una mera pluma?
¿Por qué no aprender del árbol que sabia y gentilmente ofrece sus ramas para que los
pájaros se posen en ellas, para que lo habiten?
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en los términos usuales, sino que impone un sentido de compromiso que implica rebasar los
límites propios. Implica permitir que aflore la propia inconmensurabilidad básica del
amante. Implica así una total exposición. En este sentido, la experiencia amorosa se ve
profundamente impregnada de trascendencia. El amante trasciende al permitir que el amado
desnude ante él su inconmensurable esencia y, simultáneamente, al dejar caer él mismo las
pesadas vestimentas que ocultan a la suya. Y esto, a pesar de lo intrínsecamente
inconcebibles como idea que resultan para él ambos desnudos. Así, amante y amado se
tocan y confunden (con - funden) en lo que tienen de esenciales. Exponiendo lo que tienen
de inherentes, su índole más profunda, el ingrediente común que naturalmente los hermana.
De tal modo, el acto amoroso implica una consubstanciación entre amado y amante. Y al
evidenciar dicho elemento consubstancial, el amor se convierte en la herramienta de
trascendencia por antonomasia. El amante descubre que trascendencia es desvanecimiento
de límites. Que ella conlleva el reconocimiento de la inexistencia de lo fragmentario, en
virtud de la unidad, de la unicidad y la globalidad. Así, la trascendencia que promueve el
acto amoroso, en una comunión tan inconcebible en palabras como revolucionaria como
experiencia, nos permite descubrir y vivenciar la existencia de una naturaleza común en
todo lo que existe, proporcionándonos una consciencia del ser mucho más amplia, preñada
de inconmensurabilidad.
Por su parte, ajeno a este sentido trascendente de la vida, el reduccionista centra su
accionar en la conquista, en la manipulación, la cual desprecia al objeto de la manipulación
en todo aquello que no tenga que ver directamente con dicha acción. Y la satisfacción del
manipulador depende fuertemente del resultado de la manipulación, circunscribiéndose a su
éxito o fracaso. Y acabándose en ese fugaz instante antes de embarcase en una nueva
empresa de manipulación que lo ayude a escapar del vacío que lo atormenta tanto luego del
fracaso como del éxito. Por ello, no resulta extraño que nuestro mundo centrado en el poder
y basado en la dominación y la manipulación propugne al reduccionismo. Pues, si bien un
mundo reducido no es capaz de convocar a la experiencia profunda, no es capaz de
maravillarnos, es obvio que reducir es un prerrequisito para conquistar y dominar. Ello bien
lo sabe nuestra cultura tecnocrática que ejerce con inusitado despotismo su tiránico reinado
sobre el mundo. El tirano requiere necesariamente que su reino sea limitado (dominable). Y
en el afán del reduccionista (circunscribiéndonos ahora al terreno filosófico) existe un
evidente anhelo de omnipotencia, una inmodestia, una soberbia. El reduccionista cree que
todo es reducible (reductible). No sólo aquello que de por sí ha incorporado efectivamente
como una reducción en su vida cotidiana. Sino también todo aquello que, aún pareciendo
elusivo, cree que de todos modos debe ser comprensible, reducible, aprisionable (es sólo
que no hemos perfeccionado la reducción). Es por ello que el reduccionismo se fundamenta
en la negación de la calidad de inconmensurable que anida en todo cuanto existe.
Sin embargo, frente a lo inconmensurable no tienen sentido la soberbia, la
prepotencia. Lo inconmensurable no es dominable. Y es irreductible por naturaleza. Así, al
tomar consciencia de la calidad de inconmensurable de todo cuanto existe, reconocemos
naturalmente nuestra impotencia como conquistadores, como dominadores. Y ello (en vez
de constituir una impotencia) nos muestra la verdadera dimensión de nuestra potencialidad
pues nos permite acceder a un modo de contacto totalmente enriquecedor que cae fuera de
la limitada esfera del reduccionismo. Sólo vacíos de jaulas, de prisiones, de reducciones, de
miedos, de ansias de dominación y conquista es que podemos comulgar con lo
inconmensurable. Y lo hacemos fuera de cualquier relación de orden, con la libertad de que
carecen tanto el siervo o dominado como el conquistador: En la condición de amantes.
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o al gusto? Por otra parte, ¿Por qué nos suele resultar más "fácil", en general, amar a
alguien “bueno” o a quien nos hace el bien, que a quien juzgamos equivocado o, incluso, a
quien nos perjudica? ¿Por qué usamos el amor o el desamor como premio y castigo, o lo
condicionamos a la aprobación? ¿Por qué ligamos el amor a prerrequisitos, a expectativas,
a juicios de valor? ¿Por qué amamos con resultadismo?
El amante incondicional ama al mundo sin distingos, incondicionalmente, pues ella
es la forma de relación que le surge como natural, como espontánea. El ama
incondicionalmente pues ni siquiera busca amar, el amor le brota espontáneamente. Es por
ello que al amante incondicional del mundo nada le resulta indiferente. No conoce la apatía,
sino que se siente parte. El ama incondicionalmente, espontáneamente, desde la persona
más cercana hasta la última brizna de pasto. Siente que el amor va más allá de cualquier
juicio de valor. Y no ama esperando recompensa. Tampoco ama por buscar ser mejor.
Quizá lo sea por ello y su recompensa sea el propio acto de amar, diría aquél para quien
tales juicios de valor tienen sentido. Pero él ama porque el amor se le sale, porque le emana
naturalmente. Ama porque, a pesar de tanta cáscara, él es amor. En fin, el amante
incondicional encuentra que la famosa ceguera del amor consiste en realidad en
despreocuparse de lo externo, de lo mudable, para amar la esencia (para ver, entonces, con
más claridad, con mayor profundidad). Así, ama al hombre por hombre, al pájaro por
pájaro, al sol por sol. Los detalles no afectan a su amor; luego entrará en ellos, pero seguirá
amando. Pues es a partir del amor que se relaciona con el mundo.
Por el contrario, la ceguera reduccionista nos impide captar la naturaleza del mundo.
Ella no nos permite detenernos en lo esencial pues sólo nos pone en contacto con frías
reducciones. Por ejemplo, concentrémonos un instante en el modo en que vemos a las
personas. Es increíble como nos hemos ejercitado en ver sólo lo superficial, las diferencias
externas de las personas. Y no vemos lo relevante: su esencia, su inmensa potencialidad, su
inagotable belleza, su condición humana. No vemos lo que nos hermana, cuando lo que nos
hermana es inconmensurablemente mayor que lo que nos diferencia y separa. Pues en la
naturaleza humana, en la condición de ser humano que ignoramos en quienes nos rodean,
anida una inconmensurable riqueza ante la cual toda la egoísta individualidad que tanto
trabajo nos ha costado construir a lo largo de nuestra vida resulta insignificante. Por ello, la
postura reduccionista nos condena a la indiferencia, al desamor. Mientras que si somos
capaces de reconocer la inconmensurabilidad de cada persona, temporalmente ciegos a lo
superficial y tremendamente atentos a lo esencial, no podemos dejar de amarla. Y entonces,
el amor se convierte en el modo natural y necesario de relacionarse con los demás.
En este sentido, el amante del mundo vive abocado a un continuo desarrollo de su
sensibilidad. Pues necesita de una gran sensibilidad para relacionarse profundamente con el
mundo. Y la incondicionalidad de su amor hace que todos sus actos se vean imbuidos de tal
sensibilidad: Ya sea el afrontar el cotidiano escenario del trayecto al trabajo o a la escuela,
el leer una poesía, el observar al más modesto arbusto de una plaza o el sentir al vecino de
al lado (a la maravillosa esencia del ser humano cuya existencia ignoramos a diario,
incapaces de trascender con nuestro mirar el burdo disfraz de lo cotidiano). Pues él siente
que todo ello alberga una riqueza inconmensurable.
Si nos permitimos mirar en profundidad, encontramos que la condición de amante
nos surge con la fuerza de lo incondicional dotando de un tremendo significado a nuestro
mirar. Confiriéndole una enorme potencialidad evolutiva. Es por ello que la actitud ante el
mundo a que aludimos como alternativa al reduccionismo es espontánea, libre, humilde,
genuina. Es incondicional pues no pretende recompensa. Pues simplemente surge, brota
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naturalmente, espontáneamente, sin buscarla, porque sí. Y lo hace a cada instante, siempre
fresca, siempre nueva, siempre evolutiva, con la continua conciencia de su precariedad y
provisoriedad, convirtiéndose de tal manera en un modo de vida. La consciencia de la
inconmensurabilidad del mundo nos sugiere que adoptemos a la humildad, a la libertad y a
la sensibilidad. Pues sólo así podemos desnudarnos a nosotros mismos y podemos
aprehender al amado tal cual es, en su inconmensurable e irreductible esencia. Sólo así
podemos establecer un contacto profundo, impregnado de genuina trascendencia. ¿Por qué
entonces, en vez de intentar mentalizarnos y programarnos para amar al mundo, no nos
permitimos la humildad, la libertad y la sensibilidad para que la condición de amantes
pueda surgirnos delicada, sutil, incondicionalmente, inundándonos gentilmente con su paz
y su belleza?
** El encomillado que utilizo a lo largo de este párrafo se debe a que realizo un abuso de
lenguaje por ser más gráfico. En realidad, no siento que tenga sentido el juicio de valor.
28
convertirnos en un terreno tan humilde, tan libre, tan vulnerable, tan apto como para
permitirlo **.
Ahora bien, más allá (más bien, a pesar) de cualquier (pobre y limitada)
interpretación subjetiva de la profunda experiencia del descubrimiento del mundo, lo
realmente importante es el hecho de que la consciencia de la inconmensurabilidad que
mora en todo, que lo constituye, simplemente nos invita a que nos atrevamos a crecer en
una nueva forma de relación con el mundo. A que caminemos por la vida con el profundo
sentido de compromiso que supone la condición de amante. Pero no se trata de convertirnos
en monjes dedicados a la contemplación del mundo y a Dios, o que invirtamos toda nuestra
vida mirando un árbol o sintiendo el perfume de las rosas (aunque, por supuesto son
alternativas totalmente válidas y posibles). Pues cualquier camino está sembrado de
inconmensurabilidad, ya que ésta habita en todo. Todo nos brinda inagotables
posibilidades, las cuales siempre nos estarán esperando a cada paso a lo largo de nuestro
personal camino. Es sólo cuestión de la actitud que adoptemos ante el mundo. Aquí sí (o
mejor dicho, nuevamente), a falta de una mayor elocuencia prefiero pecar de repetitivo,
prefiero arriesgarme a aburrir por redundante: El hecho fundamental reside en que ante la
consciencia de la inconmensurabilidad del mundo se nos vuelve evidente la crucial
importancia de la humildad, de la libertad y de la sensibilidad. Descubrimos que
convertirnos en amantes es un hecho tan inmediato como ineludible, sencillamente
irremediable. Pues ya de por sí el amor, la condición de amante, es la forma de relación
natural y necesaria para quien se reconoce como inconmensurable. Y ante la
inconmensurabilidad del amado, ante la consciencia de su maravillosa, conmovedora e
inagotable riqueza, ¿cómo no contemplarlo extasiados, subyugados, maravillados,
anonadados?, ¿cómo no exponer la humildad, la simpleza y sencillez que se requiere para
ser capaces de aprehenderlo en profundidad?, ¿cómo no prescindir de prejuicios,
condicionamientos y reducciones?, ¿cómo no mirarlo con alegría, en la mayor libertad, en
la mayor paz, en la mayor transparencia y claridad posibles?, ¿cómo no ofrecerle toda
nuestra atención, toda nuestra sensibilidad?, ¿cómo no renunciar a la apatía, al desinterés, al
desdén?, ¿cómo no encontrar absurda a la hoy tan difundida tendencia de sentirnos ajenos
en vez de sentirnos parte, de ser parte?, ¿cómo no transitar con alegría por la vida, felices
de poder sentarnos al banquete del autodescubrimiento y del descubrimiento del mundo?,
¿cómo no beberse las flores del camino, no inundarse los ojos de estrellas, no acariciar
brisas, arroyos y praderas?, ¿cómo no tenderle la mano al necesitado, no dar consuelo al
desconsolado, no brindar el cálido aliento que requiere el desalentado?, ¿cómo no donarnos
gentil e incondicionalmente a nuestro prójimo, a nuestro hermano?
De este modo se revela la tremenda importancia operativa de esta actitud ante el
mundo alternativa al reduccionismo. Pues ella transforma por completo nuestra forma de
relacionarnos con el mundo y con nuestra propia interioridad. Ella es intrínsecamente,
genuinamente evolutiva y nos ayuda a convertirnos en amantes. A vincularnos en
profundidad con todo lo que existe. A tornar trascendentes y virtuosos incluso a los más
cotidianos instantes de nuestra vida. Su camino es inverso al del reduccionismo que parte
de lo cotidiano y coyuntural para teñir con su precario enfoque a toda nuestra vida. Pues
ella, esta otra actitud ante la vida, esta forma de relación con el mundo, bebe de lo
trascendente para alimentar, para amamantar con ello a todos nuestros actos, incluso a los
más cotidianos y coyunturales. Y así, estos últimos preservan el latido de lo trascendente,
retienen su impronta. Se evidencian como esencialmente trascendentes, pues no dejan de
serlo por cotidianos. Pues, como hemos visto, si el otro es inconmensurable (pensemos en
31
un instante en nuestros semejantes, en nuestro vecino de todos los días, pero ello es
extensivo al universo), ¿cómo no amarlo?, ¿cómo no ejercitar con él la ternura, la
tolerancia, la piedad, la caridad, el don de sí mismo?, ¿cómo no ver la insignificancia de las
diferencias externas y subjetivas que día a día nos separan y nos condenan al desamor, al
desinterés, a la apatía? ¿y cómo no concebir entonces un modo de relación en ausencia de
odio, de indiferencia, de envidia, de violencia, de desamor? Pues no existe alternativa al
amor para aquél que reconoce a sí mismo y a los demás como inconmensurables, como
dotados de inmensa belleza, riqueza y potencialidad. Y así, el amor, la atención genuina y
profunda, la ternura, la tolerancia, la piedad, la caridad, la vocación de servicio, el don de sí
mismo, no son virtudes o patrones de comportamiento a desarrollar con empeño, esfuerzo y
dificultad: Son inmediatos. Se revelan como el modo de vida natural y necesario. Pues ellos
surgen naturalmente, con simpleza. Brotan como suaves pero incontenibles manantiales.
Con la fuerza y la belleza de lo ineludible.
En definitiva, esta actitud alternativa al reduccionismo revoluciona por completo la
forma de relacionarse con el mundo, con la naturaleza, con los demás. Y, concentrándonos
específicamente en las relaciones entre las personas, ella es capaz de mutar naturalmente a
la actual telaraña de egoísmos en una genuina red de interrelaciones profundas basadas en
el amor y en el respeto ***. Puesto que dicha consciencia no sólo posee en sí una gran
belleza sino que naturalmente suscita un sentido de compromiso, un sentido de pertenencia
que empapa a todos nuestros actos y comportamientos, incluso a nuestras conductas más
cotidianas. Como dicho: ¿cómo no amar a nuestro vecino a pesar del pobre barniz externo
(con sus defectos, errores y miserias) que él se empeña en exhibir y ambos en reconocer
según el proceso básico de identificación, de reemplazo, que propugna el reduccionismo?
Si ese barniz es completamente insignificante ante su conmovedora riqueza y potencialidad.
Sólo se trata de ayudarlo a que tome consciencia de su riqueza ****. Y amarlo por su
esencia, por su naturaleza. Y por la propia. Amarlo tan incondicional como
irremediablemente. Con la sublime paz y belleza de quien se entrega enteramente a su
destino. De quien se permite manifestarse según su esencia, como ser de amor. De quien
simple y naturalmente se reconoce como hermano, como amante.
* Quisiera advertir que toda esta parte está impregnada (contaminada) de mi propio e
imperfecto sentir personal pero que, más allá del exceso, no es mi intención influenciar a
los lectores.
** Nuevamente ver la nota anterior*.
** No siento que existan los errores ni las culpas, sino falta de consciencia.
*** Paradójicamente, hoy nos resulta mucho más simple respetar a la pequeña y mísera
carcasa de subjetividad que lleva el otro que a su esencia. Y ello no es respeto. Pues sólo
esta actitud que intentamos esbozar está realmente fundada en el respeto. Pues no respeto a
quien ignoro como inconmensurable, como ser de amor, como hermano.
**** Contrariamente al juicio, a lo que nos han enseñado hasta el hartazgo a ponderar, no
creo que haya bueno y malo, mejor y peor. Lo importante es “lo que esencialmente somos”
y no lo que representamos externamente. Hay gente (la mayoría) que ignora “lo que es”.
Que ignora su esencia, su conmovedora inconmensurabilidad básica. Otros, por su parte,
tienen mayor grado de consciencia (vislumbran en parte su inconmensurabilidad esencial).
La diferencia radica en que estos últimos gozan de una mayor paz, son capaces de más
amor pues se saben esencialmente seres de amor (y, por ende, no conciben otro modo de
32
relación que el amor) y definitivamente son profundamente más felices. Cuando uno
comienza a vislumbrar la inconmensurable riqueza que habita en sí mismo, cuando
comienza a conocerse profundamente, los pobres elementos que constituyen el gris disfraz
de subjetividad que usa a diario se revelan como insignificantes. ¿Cómo no comenzar
entonces a prescindir de ellos para permitir que aflore nuestra inconmensurable naturaleza?
¿Y cómo no ver a los demás de igual modo? Evolucionar es simplemente dejar de lado las
inútiles construcciones superficiales que gobiernan a nuestra pobre y meramente operativa
rutina existencial. Es ir logrando la sencillez, claridad y transparencia necesarias para ir
tomando consciencia de nuestra inconmensurable esencia. Y de la de los demás, de la
naturaleza, del mundo, del universo, reconociendo la inexistencia de los límites y de las
distancias en virtud de la unidad (de la unicidad), de la globalidad. En fin, se trata
simplemente de un proceso de crecimiento en la humildad y en la sencillez. Un proceso de
liberación, de sensibilización.
33
poderosos y sensuales como los medios masivos de comunicación). Más aún, la filosofía
misma que enmarca a dicha educación no es ajena a la tendencia reduccionista que la
condena a un pobre pragmatismo y no le permite trascender a la mera instrucción.
Por ello, parece en principio necesario rever lo que nuestra sociedad entiende en
general por educar. Estamos acostumbrados a asociar al acto educativo que realiza la
escuela con una acción sobre el educando, lo que implica guía, intención, dirección. Pero,
como vimos, ello no se condice con una forma de mirar en libertad, sin prejuicios ni
direccionamientos, como la que hemos expuesto. Y la tendencia a guiar, a modelar, a hacer
ajustar a patrones y dogmas, constituye un lamentable acto de soberbia. Un acto que tiene
origen en el temor y que involucra a la violencia como herramienta, pues condicionar,
guiar, modelar, es violentar. Un acto incompatible con la consciencia de la
inconmensurabilidad del mundo y con la espontaneidad e incondicionalidad de la condición
de amantes. ¿Quién puede tener autoridad para legislar en este sentido, para elegir caminos,
para condicionar? ¿Cuál es el sentido de los caminos? ¿Para qué guiar, o guiarnos?
¡Cuántos tormentos nos ha causado semejante ejercicio de soberbia por parte de sucesivas
generaciones con visiones del mundo tan estrechas o, mejor dicho, sin la conciencia de la
estrechez intrínseca de sus (de nuestras) visiones! Claro que es obvio que el ignorante
siempre cree estar muchísimo más cerca del Bien y la Verdad que lo que cree estar el sabio,
quien evoluciona en la medida en que crece en la humildad y va tomando progresiva
consciencia de su ignorancia (que comprende, en fin, de la futilidad, del sinsentido de las
distancias).
Esta actitud pedagógica puede sugerirnos la figura de que nuestra educación
tradicional impone un techo a nuestra potencialidad evolutiva. Sin embargo, prefiero
metaforizar dicha acción más que con la introducción de un techo, con la construcción de
un contrapiso. Se me antoja al hombre como un profundo y húmedo terreno en el cual la
humedad (la naturaleza humana en su inconmensurable esencia) pugna por aflorar con la
conmovedora e inexorable fuerza de la vida. Pero nuestra educación tradicional, guiada por
la actitud reduccionista, se la ha pasado construyendo o remendando pisos de cemento para
edificar construcciones artificiales. Parece menester impedir que surja lo genuino, lo
espontáneo, impedir que brote la humedad. ¡Como si la humedad fuera indeseable! ¡Como
si esa misma humedad que corrompe a las paredes (a lo artificial) no fuese la misma que
hace germinar a la semilla (transformándose en semilla, en planta)! Siento que hoy más que
nunca, necesitamos de hombres dentro los cuales se destruyan muchos muros y crezcan
muchas semillas. Necesitamos, en un voto de confianza en pro de la naturaleza humana,
brindarle posibilidades de aflorar a lo genuino, a lo espontáneo. ¡Necesitamos
imperiosamente de la Humedad!
El condicionante primordial que introduce nuestra educación tradicional (a partir de
sus diversos actores como la familia, la escuela, los medios masivos de comunicación, etc.)
consiste en exagerar tanto el valor del reduccionismo que lo convierte en excluyente. En
permitirle, y promover, que monopolice la actitud hacia el mundo, hacia la vida. Así, el
mundo se ve casi totalmente reemplazado por su reducción simbólica, perdemos la
consciencia de su intrínseca inconmensurabilidad, nos separamos casi por completo del
mismo como individuos aislados y concebimos al aprendizaje como a una acumulación de
conocimientos externos que nos brinda seguridades. Esta educación genera, de tal manera,
individuos huérfanos y fragmentarios que diseccionan, dividen y etiquetan al mundo en vez
de reconocerse y sentirse parte de él. Individuos temerosos que no tienen conciencia de su
potencialidad, que no conocen la evolución. Individuos ciegos pues miran de una manera
36
que les impide "ver". Individuos para quienes las flores son todas más o menos iguales y no
muy distintas del garabato de flor que les enseñaron a dibujar de pequeños. Pues, al
contentarnos con manejar el símbolo, no vemos que todas las flores son distintas y únicas.
Que incluso una misma flor es siempre distinta, al igual que quien la contempla.
Por ello, los hombres nos convertimos en seres que se estancan en su crecimiento
evolutivo. En individuos que desarrollan alguna habilidad particular para subsistir y algunas
otras como pasatiempo y se dedican, en los mejores casos, a estar tranquilos con su
conciencia y a comportarse como buenas personas (tal cual como se les ha enseñado). Pero
no evolucionamos genuinamente como seres humanos. No sabemos de la importancia de tal
evolución e ignoramos su posibilidad. No vemos a cada día como a una posibilidad de
crecer y evolucionar sino de luchar por lograr las metas que tempranamente nos impusimos
o (casi siempre) nos impusieron, metas a las cuales, de todos modos, no solemos ni
cuestionar ni sentir profundamente.
Es así como somos capaces de hacer grandes avances en poco tiempo cuando nos lo
proponemos en distintas disciplinas profesionales, artísticas, científicas, deportivas, etc.,
mientras que el contacto con el mundo, que es algo que realizamos a cada instante de
nuestra vida, lo llevamos a cabo siempre de la misma superficial manera. Pues no ponemos
la mínima atención. No concebimos a nuestra forma de relación con el mundo como un arte
a desarrollar a cada instante. No conocemos la belleza y la relevancia de vivir en el
aprendizaje, de crecer y evolucionar. Por el contrario, a la continua invitación que nos hace
el mundo a desarrollar el arte de ver, oponemos un constante ejercicio de la indiferencia. Es
que hoy se nos enseña a caminar con los ojos cerrados. Y ese terrible ejercicio, repetido en
infinidad de ocasiones, nos termina por convertir en ciegos. Adormeciendo a nuestro
espíritu bajo el pesado manto de la apatía. La indiferencia es, por ende, aunque no tan
perceptible a simple vista, uno de nuestros mayores problemas. ¡Qué distinto sería el
mundo si viviéramos sin indiferencia, en la condición de amantes!
Dicha manera automática de vivir no sólo gobierna nuestro cotidiano y rutinario
correr en pos del éxito y el placer, sino que se apodera de cada uno de los instantes de
nuestra vida, hasta de nuestros momentos de ocio. Efectivamente, como no sabemos qué
hacer con el ocio a menos que lo poblemos de actividades prefabricadas por la actitud
reduccionista, no somos capaces de cultivarlo. Un ejemplo sumamente pictórico en este
sentido lo constituye un típico acontecimiento vivido un verano en la playa, al cual me
tomaré la licencia de describir someramente: Era un día de verano con una temperatura tal
que permitía caminar plácidamente por la playa en traje de baño, acariciado por una leve,
delicada y gentil brisa fresca. El cielo, cubierto en gran parte, presentaba un paisaje de
nubes de una gran belleza y diversidad, proyectando luces y sombras por doquier. Mientras
tanto, sobre el océano, una oscura tormenta paseaba cansinamente su aún lejana amenaza
líquida. Y, para nuestro deleite, remojaba su carácter, su profundo temperamento en el mar,
prestándole así a este último colores increíbles (¿han notado el hermoso color verde claro y
brillante que adquiere el mar los días de tormenta?). Asimismo, y rivalizando con el
contraste lumínico, otra ambivalencia se tocaba y confundía: Tanta energía agazapada,
presagiada, potencial, encontraba la misma caja de resonancia en los espíritus sensibles que
la omnipresente e incomprensible paz en que flotábamos. Y ante tan subyugante escenario
de azules, violetas, verdes claros y brillantes, de luces, reflejos y sombras, de presagios y
certezas que con sabia picardía jugaban a confundir lo eterno con lo fugaz y lo grande con
lo pequeño, los rostros de la gente sólo transmitían hastío, decepción. "¡Qué día feo!" era el
comentario casi obligado. Y supuestamente estábamos disfrutando de nuestro período de
37
El reinado del reduccionismo nos confina a un plano existencial muy pobre. Sin
embargo, en ciertas ocasiones por medio del arte, el amor, la meditación, etc. somos
capaces de salirnos momentáneamente del mismo. Pero vivimos a cada instante en una
realidad de una profunda riqueza, a la que abordamos sólo superficialmente. De allí la
necesidad de volvernos tan sensibles, tan atentos como para vivir una vida en plenitud a
cada momento, en lugar de la vida meramente operativa y reduccionista. ¡Cuántas cosas
nos pasan desapercibidas! No nos conmovemos ante la naturaleza, ante los paisajes
cotidianos, ante los hechos y gestos hermosos. No nos conmovemos ante los seres
humanos. ¿Cómo pueden resultarnos indiferentes las personas, su inconmensurable
naturaleza humana? ¿Cómo pueden sernos indiferentes su amor, sus virtudes, su inocencia,
su desesperación, sus carencias, sus miserias, su potencialidad? ¿Por qué, en general y aún
cuando sintamos amor por el género humano, olvidamos que ese ser humano genérico no
constituye una entidad aséptica y etérea, sino que se encarna en cada uno de los seres (con
una enorme potencialidad en general desperdiciada) que nos resultan indiferentes a diario
en las calles? ¿Por qué no solemos aproximarnos en profundidad a las personas con que
interactuamos a cada instante? ¿Y a la naturaleza? ¿Y a nosotros mismos? A cada instante
ignoramos infinidad de circunstancias que claman por nuestra sensibilidad.
A veces es necesario sorprendernos para darnos cuenta de qué manera abordamos
las situaciones que vivimos a cada instante de nuestra vida. Sólo a modo de ejemplo,
detengámonos un poco en este instante. Uno puede escribir ligeramente sin "sentir" (en la
manera ya apuntada) a los lectores, sin captar el fascinante hecho de la comunicación que
se está promoviendo, o puede ser consciente de ello en mayor o menor grado. De la misma
manera, el lector, que puede analizar, conjeturar, disentir, refutar, compartir o apoyar puede
(como ocurre la mayoría de las veces) no ser consciente de la aventura de la comunicación
en que está embarcado. ¡Cuánta riqueza anida en el hecho de la comunicación! Sin
embargo, en general lo realizamos, en sus diversas formas, con liviandad, sin profundidad.
¡Cuán triste es comprobar que solemos vivir con el piloto automático!
Aprender a ser tan sensibles como para aprovechar cada momento, para ver con
profundidad, con globalidad, para vivir en un nivel de consciencia más elevado es hoy, ante
los innumerables problemas que afronta el mundo, una necesidad imperiosa. Puesto que
sólo dicha consciencia profunda le permitirá al hombre resolver sus problemas con
profundidad y seriedad. Y ello es posible, pues esa consciencia aludida es tan fuerte que,
aún con toda una realidad adversa, sin que se promueva la sensibilidad, sin educarnos en el
amor, es capaz de aflorar en ciertas ocasiones. Es precisamente ello lo que nos hace
estremecer al vislumbrar todo lo que una educación que la posibilite puede potencialmente
promover. ¿Cómo no ejercitar la sensibilidad, la libertad, el amor? ¿Por qué acotar a priori
nuestras visiones del mundo? ¿Por qué renunciar a evolucionar?
43
En todas las épocas y en los más diversos lugares del mundo (tanto en lo geográfico
como en lo sociocultural) aparecen seres humanos que se distinguen de los demás y que, sin
buscarlo deliberadamente, son objeto de una generalizada admiración, respeto y ternura.
Por lo general, éstos son individuos con una gran capacidad de amar, de una gran humildad,
libertad y amplitud. Son seres que suelen estar dotados de una enorme transparencia,
espontaneidad, pureza, inocencia y ternura. Ellos exhalan una atmósfera de paz y de belleza
a su paso pues aman incondicionalmente y sin esfuerzo (algo que no resulta fácil de
comprender para las demás personas). Y es inmediatamente evidente que para ellos amar es
tan natural, espontáneo, vital e involuntario como respirar. Ellos viven el amor, no lo
postulan. Así, se sienten efectivamente parte del mundo, reconociendo solidariamente a los
demás y a la Naturaleza como parte propia, como Hermanos. De tal manera, la
trascendencia no es una teoría para ellos, sino que trascienden naturalmente lo que los
demás denominan "su" individualidad y "su" tiempo.
Para los distintos factores educadores de la sociedad (religiones, corrientes
filosóficas, políticas, etc.) estos individuos representan un arquetipo (más allá de las
externas diferencias que imponen los distintos tintes ideológicos), no siempre buscado, pero
si respetado. Y muchas organizaciones dogmáticas parecen encontrar su misión práctica
(pedagógica) en "fabricar" individuos con tales características o, al menos, hacer que la
gente intente, dentro de sus posibilidades, emularlos o seguirlos. Para ello, los dogmas
caracterizan la personalidad y los actos de tales arquetipos paradigmáticos (caracterizan su
sintomatología) y construyen una legislación, sientan las bases de una disciplina.
Sin embargo, contrariando tanto a este proceder como a la creencia popular, estos
seres tan particulares parecen desarrollarse sin someterse a una disciplina o, más bien, a
pesar de ella. Además, como es de esperarse, no es por la cuidadosa observación de ciertas
reglas que las personas se "convertirán" en individuos de tales características. La regla no
puede suplir a las espontáneas motivaciones de fondo que poseen estos seres. Por ello, las
variantes dogmáticas generan casi universalmente frustración y resentimiento (en aquellos
que no sienten lo que hacen, debiendo siempre intentar con muy variado éxito reprimir y
45
contrariar sus impulsos) e hipocresía (en aquellos que optan por fingir que hacen o que
sienten lo "debido"). Ante ello, quizá resulte en general mucho más sano vivir de acuerdo a
lo que se siente, aunque ello no se compadezca totalmente con conductas "buenas" o
"aceptables", que intentar a la fuerza vivir de acuerdo a lo que "se debe".
Si bien es cierto que los dogmas suelen cumplir una importante misión como
factores socializantes y como red de contención social, los mismos no deben cerrar caminos
fuera de ellos. Y el fundamental y gravísimo error que suelen cometer los dogmas es no ser
(real y efectivamente) evolutivos. El dogma sólo se redime al permitir, es más, al potenciar,
su propia prescindencia, su trascendencia. Si, en vez de intentar en vano fabricar santos, les
permite que surjan y se desarrollen, pues ellos genuinamente logran trascenderlo.
Es cierto también que existen diversas variantes dogmáticas. De todos modos, a
grandes rasgos se pueden identificar dos posturas ante ellas: Existen personas que viven los
dogmas externamente, que intentan actuar ajustándose a lo que el dogma sentencia,
siguiéndolo como a un manual de vida. Por otro lado, hay otros individuos que logran
internalizar el dogma, que lo creen, lo aceptan, lo sienten, lo adoptan y se guían por él. Sin
embargo, ambas posturas desnudan graves problemas de fondo. En principio, la misma
imposición externa o internalizada de una disciplina constituye en sí un acto de violencia.
Además, todo aquello que tiene que ser continuamente forzado dado que no surge de
manera genuina y espontánea es origen de conflicto. Adicionalmente, las posturas
dogmáticas se cierran sobre sí mismas, privilegian el estatismo a la evolución y,
fundamentalmente, implican una carencia de libertad. Y es precisamente el hecho de vivir
en una mayor libertad lo que diferencia a los Hombres a que hicimos mención al principio.
Sus actos se compadecen en general con lo que prescribe el dogma, pero no se encuentran
dictados por él. Los demás, desde fuera, creen ver en ellos a eficientes seguidores del
dogma, pero ellos no se encuentran subordinados a él ni lo utilizan como guía. Ellos viven
de lo que sienten, de lo que descubren, de lo que surge en libertad. Viven el Amor, el Bien
y la Belleza. No corren tras los conceptos.
En tal sentido, un aspecto fundamental que tienen en común los distintos santos* es
una gran capacidad para captar al mundo, una gran sensibilidad. El santo encuentra en el
amor a la forma natural de vincularse con el mundo. Él sabe de la necesidad del desarrollo
de una gran humildad para poder comulgar con lo inconmensurable. Y vive aprendiendo,
pues siente a la vida como un continuo aprendizaje en donde todo (incluso lo familiar y
conocido) es nuevo y redescubrible, y donde lo importante es, precisamente, el contacto.
Sus actos poseen belleza, pero él no sigue ni dicta reglas, sino que actúa en inocencia. Pues
las reglas y los prejuicios no son inocentes. Y es en la inocencia que podemos ser tan
vulnerables y abiertos como para que el amor nos tome. La inocencia es la transparencia
que necesita el conocimiento para evidenciarse, mientras que los prejuicios no son sino
oscuros cristales, artificiales filtros. Pues se requiere gran inocencia y frescura para ver sin
buscar. Se requiere de una gran libertad y desnudez para descubrir. Y el amor se alimenta
del conocimiento. Por ello, resulta fundamental vivir en la sensibilidad, en la atención, en
contacto. Es a partir de la Humildad que se puede descubrir el verdadero valor de la
Libertad, perdiéndole el ancestral miedo que se le tiene. Es a partir de la Humildad que se
revela la belleza de vivir en la carencia de seguridades.
Sin embargo, los dogmas prefieren a las "seguridades". E implícitamente,
subestiman al Bien y la Belleza. Pareciera que debemos cuidarnos muy bien de lo
espontáneo, de lo genuino. Pareciera que la Libertad es demasiado peligrosa. Sin embargo,
46
no es él sólo quien la realiza, de acuerdo con cierta idea amplia de humanidad. Además,
una obra nunca debe considerarse acabada, pues sólo se va completando en los receptores,
de igual manera en que cada hombre se va completando en los demás. Por ello, una obra
artística nunca muere: vive, se recrea, se alimenta y crece continuamente, se difunde
(entendido esto último en forma profundamente más amplia que la tan utilizada acepción
del término como sinónimo de hacerse conocida). Y, habiendo relativizado la rigurosidad
de los conceptos autor-obra-receptor, habiendo removido esos límites artificiales, a la obra
artística se la identifica con la trascendencia y la evolución. Siempre pensé que en un
escrito (lo que se extiende a toda manifestación artística o humana en general) la página de
las conclusiones debe consistir en una hoja en blanco como símbolo de esa necesidad y
compromiso con la evolución.
De lo anterior se desprende que el abordaje de una obra artística depende de la
actitud que tengamos ante ella. Es fundamental ser consciente de su inconmensurabilidad,
de que posee una amplitud enorme. Ni siquiera dos vivencias de la "misma" obra por un
"mismo" receptor son idénticas. Por ello es que constituye un requisito fundamental la
amplitud, la conciencia de que la obra es mucho más rica que las modestas aproximaciones
que realizamos a la misma. Con una actitud de búsqueda, prejuiciosa, es muy difícil
descubrir, pues el instante de la captación, del descubrimiento, requiere libertad y
prescindencia de intencionalidad, requiere de espontaneidad y desnudez. Y esto,
evidentemente, no se restringe al hecho artístico, sino que es extensible a todo hecho vital
que es así educativo.
Me pareció interesante volver a abordar el tema de la captación, del descubrimiento,
a partir del arte, pues él es un medio con el cual muchas personas experimentan sensaciones
profundas y, a partir de evocaciones que pudiera haber fomentado en los lectores, ayudar en
la alusión de la postura ante el mundo genuinamente alternativa al reduccionismo, de la
condición de amante. Pues diariamente y a cada instante tenemos frente nuestro a personas,
hechos de la vida, a la naturaleza, en fin, infinitud de situaciones vivenciales en las que, por
lo general, operamos en forma ligera y superficial. Vivimos construyendo complejos
mundos con las imágenes que nos formamos de todo ello (con las etiquetas) y los
identificamos y confundimos con ellas (infinitamente más pobres y sólo útiles a nivel
operativo) produciendo fríos marcos de referencia que nos seducen con "seguridades" ¡A
qué precio tan pobre sacrificamos tanta belleza, tanta potencialidad!. ¿Por qué la actitud
que en ciertas ocasiones (con mayor o menor grado de profundidad) tenemos frente al arte,
no utilizarla ante los seres humanos, ante la naturaleza, ante la vida? ¡Cuánto más
descubriríamos y captaríamos si nos dedicáramos a sentirlos! Y ya vimos que el desarrollo
de esta forma de aproximación a la realidad, el desarrollo de la sensibilidad, de la capacidad
de descubrir y crecer es la tarea de la educación. Aquí radica la importancia fundamental de
la misma que se manifiesta como la herramienta evolutiva por antonomasia, como la única
capaz de operar en profundidad.
53
V. 4. EDUCACIÓN Y PRESCINDENCIA:
HACIA UNA EDUCACIÓN DINÁMICA,
INTRÍNSECAMENTE EVOLUTIVA
Hay veces en que se escribe con el fin de enunciar ciertas ideas filosóficas carentes
de pretensiones de vincularse con lo operativo. Evidentemente, este no es el caso. Aquí las
ideas se materializan en escrito manifestando explícitamente la necesidad de encarnadura.
Pues es en la conciencia de que el acto educativo es tanto el hecho mismo del
descubrimiento en libertad como la herramienta que hace factible que se dé, que lo favorece
y potencia, que se nos evidencia la misión principalísima que le cabe a la Educación como
posibilitadora de transformaciones fundamentales. Y ante ello, uno no puede quedarse
inmóvil.
En el terreno filosófico y educativo uno se encuentra con muchos avances y
experiencias profundas vinculadas a la educación, pero que no pudieron superar a la
dogmatización. Pues dichas experiencias en principio enraizadas en la libertad y en la
sensibilidad suelen acabar atentando contra ellas al ser implementadas. Puesto que, al
olvidar la importancia medular que posee la implementación (en una falta de compromiso
con ella), sucumben a la tentación de recurrir a la práctica de la transferencia, a la
dogmatización y a la sistematización. Y en tal contexto, la vivencia profunda que persiguen
no resulta capaz de sobrevivir al sistema que la traduce y empobrece. Que la mata, pues
dentro del sistema ella no tiene lugar (no es reductible a ese espacio pues, por
inconmensurable, su traducción no puede pretender ser ella misma). Es por ello que, en
general, encontramos que las distintas ideas educativas si no parten ya del dogmatismo,
más tarde o más temprano terminan por rendirse a él tornándose sistemáticas, guiando y
direccionando.
Y ninguna teoría o filosofía es acabada ni dueña de certezas, sino precaria y
provisoria, en virtud de la inconmensurabilidad del mundo. ¿Cómo pretender entonces
dictar caminos, direccionar en forma excluyente? ¿Es que no vemos que no hay peor
mutilación que cortarnos las alas? El hecho de direccionar, de no permitir caminos
alternativos, de suplantar a lo inconmensurable por grises caricaturas que transferimos a los
demás cual si fueran realmente aquello que reemplazan, encierra un costo evolutivo
altísimo. Sin embargo, nuestra educación tradicional se cimienta precisamente en la
transferencia, en guiar y condicionar, en proveer "verdades" prefabricadas, en sustituir a las
cosas por impostoras reducciones, en desalentar nuestro mirar en pos del consumo de
predigeridas e insípidas visiones del mundo. En tal sentido, resulta un espectáculo
dolorosamente triste observar como el Hombre, temeroso de sentarse al maravilloso
54
prescindencia, no constituirá más que un nuevo grillete, más o menos refinado, que
aprisione nuestra potencialidad. Una idea educativa, como idea, puede constituir un puente
importantísimo para impulsar transformaciones, pero éstas sólo serán profundas si la idea
es capaz de trascender al dogma. Y ello sólo puede lograrlo si consigue volverse
prescindible. Si, en un acto de coherencia con la forma de relación con el mundo a que
hemos aludido, mantiene intactas la frescura y la humildad. Si logra volverse tan dinámica
y abierta como para renovarse y revolucionarse a cada paso. Si genuina e intrínsecamente
resulta capaz de albergar en su espíritu a la semilla de la evolución.
57
V. 5. DE RÍOS Y DESIERTOS
lo que toca y se transforma en dicho acto. Así río y entorno son uno. ¿Es acaso posible
separarlos? Su compromiso es como el del silencio y los sonidos de las notas musicales en
la sinfonía. Cada uno es mejor por la presencia del otro y ponen de manifiesto el hecho de
que dar y recibir son la misma cosa. Pues, ¿quién da y quién recibe en la donación?, ¿qué
diferencia hay entre dar y recibir?, ¿quién da a quién cuando lo que se da es
inconmensurable?
Volviendo ahora al ejercicio de transitar el camino habitual en medio de la gente,
quizá en el subterráneo o en la abarrotada acera. ¿Cómo vemos a nuestros semejantes?
¿Cómo la carretera o como el río? La mayoría parece sólo ver el desierto de los otros
(vemos de ese modo hasta a los niños, sin siquiera ser capaces de emocionarnos y dialogar
con su mirada ingenua, fresca e inquieta). El otro es, sino hostil, indiferente, ajeno. No nos
damos cuenta de que cada sujeto gris que pasa a nuestro lado atesora una conmovedora
naturaleza humana. Pues es inconmensurable. Y por tanto, irreductible, inasible desde lo
conceptual. Cualquier imagen o idea que nos formemos de él empalidece por completo ante
su intrínseca potencialidad, belleza y riqueza. Por más que él se empeñe en vivir, sentirse y
mostrarse como un desierto y nosotros en reconocerlo de tal modo en vez de vivenciarlo
como un vergel (expertos en privilegiar el mudable traje de oruga al alma y destino de
alas). ¿Es que no nos interesa ser para él lo que el río es al paisaje, ayudándolo a que
descubra y permita florecer lo bueno y bello que anida en su interior? ¿es que preferimos
relacionarnos en la indiferencia, en la apatía, en el desamor? ¿Qué más que soledad, e
incluso odio y dolor puede traernos esta forma de vincularnos?
El humilde ejercicio realizado anteriormente no es sino un pequeño llamado de
atención sobre el modo en que vemos el mundo (el modo en que miramos dice más de
nosotros mismos que de lo que vemos) y sobre la relevancia que tiene ello en nuestras
vidas. Pues el mundo (nuestros semejantes, los árboles, los pájaros, todo lo que existe) es
inconmensurable. Posee una enorme potencialidad y belleza que solemos ignorar. No nos
puede dejar de sorprender y recompensar si logramos mirar tan sabiamente como para ser
capaces de ver (no nos puede alcanzar la vida para comprender cuánta belleza cabe en una
flor, en una gota de rocío, en una caricia o en una mirada, no nos puede alcanzar la vida
para vislumbrar cuánta potencialidad alberga nuestra naturaleza humana). Y ante la
consciencia de lo inconmensurable, nuestro modo de mirar se revoluciona por completo,
pues no cabe otra actitud que la humildad, la libertad y la sensibilidad. No podemos sino
entregarnos con apasionamiento y fervor al arte de ver. De tal modo, el reconocimiento de
la inconmensurabilidad del mundo nos reclama como amantes. Pues ¿cómo no amar a lo
inconmensurable? La belleza y la sabiduría están por todos lados si somos capaces de mirar
como el río. Se explicitan, se evidencian en la comunión. Pues cuando el amante se hace
uno con lo amado, se expone lo inherente, la inconmensurabilidad esencial, la substancia
común que nos hermana. Sólo el amante incondicional se relaciona en la trascendencia, se
compromete, se entrega y se dona como el río, siendo capaz de transformar al amado y de
transformarse en la misma acción. Sólo el amante respeta la calidad de inconmensurable
que vive en el amado, consciente de la inagotable riqueza que lo anima. Sólo el amante
trasciende reducciones y subjetividades para penetrar a lo profundo. Pues sabe que la
famosa ceguera del amor consiste en realidad en despreocuparse de lo externo, de lo
mudable, para amar la esencia. Para ver entonces con más claridad, con mayor profundidad.
Así, dicha forma de relación con el mundo va mucho más allá de una propuesta
estética, desnudando un inmenso valor operativo (hoy casi diría que terapéutico). Ella
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enteraron al salir del hospital que su hijo era uno de los pocos que habían nacido sin el
síndrome en el último mes. La causa era inexplicable. Se suponía que el origen del
trastorno estaba en alguna rara enfermedad vinculada probablemente a la contaminación del
aire que inducía modificaciones genéticas en el feto, la cual, extendida por toda la tierra, ya
a esa altura constituía una verdadera pandemia. Y la situación se tornó incontrolable. De
hecho, ese fue el último año en que nació algún niño “normal” en el mundo. Desde
entonces, parejas jóvenes o de edad avanzada, saludables o no, sólo concebían niños con el
síndrome de Down. “Niños D”, como discriminatoriamente se los denominó en
contraposición a los “niños N” (por “normales”). Al Profesor siempre le disgustó esta
clasificación, incluso pensó alguna vez que, en ese tono discriminatorio, a los N bien
podrían haberlos denominado “Up” (“hacia arriba”, en inglés). Pues si bien “Down” (“hacia
abajo”, en inglés) era el apellido del descubridor del síndrome y no un adjetivo peyorativo,
tal como muchos creían, claramente los niños con el síndrome eran discriminados. Los
niños D presentaban las características físicas (faciales y demás) típicas del síndrome de
Down y lo mismo acontecía con respecto a las características mentales: Los niños D
sufrirían un retraso de aprendizaje que haría que no lograran un desarrollo mental más allá
del de un niño N de entre ocho o diez, quizá con mucha suerte hasta los doce años. Sin
embargo, tendrían una longevidad comparable a los N y, a diferencia de la infertilidad
típica hasta entonces entre los hombres con síndrome de Down (pues las mujeres Down
siempre habían podido ser fértiles), los nuevos hombres D podrían concebir descendencia;
por supuesto, siempre niños D.
Durante los primeros años de la “enfermedad D” (tal como se la designó) la histeria se
había apoderado de las distintas sociedades. En ciertos lugares los abortos indiscriminados
se sucedían en incontables familias ni bien el diagnóstico prenatal confirmaba la alteración
genética. Aborto tras aborto en la infructuosa búsqueda del descendiente N. Por su parte, en
los países más pobres de la tierra muchos padres reeditaban con distintos métodos la
terrible acción de los espartanos (quienes arrojaban a sus recién nacidos “defectuosos”
desde el monte Taigeto), esperando “más suerte” en la próxima concepción. Incluso años
más tarde, cuando ya no nacían niños N, cierto inexplicable odio hacia los niños D (como si
los mismos tuvieran alguna responsabilidad por la enfermedad) generó el nacimiento de
escuadrones de la muerte. Sin embargo, lo opuesto también sucedió. Con el transcurso del
tiempo, muchos padres de hijos D comprobaron que los mismos les brindaban grandes
alegrías y satisfacciones a partir de su innata ternura y de su enorme capacidad de dar y
recibir cariño (tal como habitualmente había ocurrido siempre con niños con síndrome de
Down). Y más de uno que en principio había vivido el nacimiento de su hijo D como un
castigo, llegó a tomarlo como una bendición. Paradójicamente, cuando se les había dicho
que tenían que esmerarse inmensamente en enseñarles y educarlos, por lo general más tarde
llegaban a reconocer que, en realidad, era mucho más lo que ellos mismos terminaban
aprendiendo de sus hijos.
Por su parte, era evidente que la enfermedad traería importantes cambios a nivel político y
social. Los vaticinios de muchos de los filósofos y tecnócratas preferidos por el poder
mundial eran terribles: “Un mundo en que ya no habiten hombres N, un mundo D,
colapsará. La humanidad volverá a la Edad de Piedra. O a lo sumo, a la Edad Media”.
“¿Cómo podrían convivir con la tecnología adultos que no superarían el estadio mental de
niños?” Había que ir preparando al mundo para un cambio, para un “retraso” muy
importante. Es así como miles de científicos comenzaron a desarrollar una tecnología
inteligente en sí misma, “a prueba de tontos” como peyorativamente calificaban algunos.
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honran el arte de ver: no sólo miran, ven. Ante ello, al Doctor le pareció entonces ridícula la
necesidad de esculpir en mármol aquello que, por un lado, era evidente en el mundo y que,
además, claramente estaba grabado en el alma, en el Niño de cada uno. —Discúlpame
querida, ya hablo más conmigo mismo que con los demás. ¡Cuánta razón tienes! Tú eres
mucho más sabia que este tonto viejo —le dijo entonces con una sonrisa en los labios a su
nieta.
El incidente con su nietita sobre la historia del muro bien podría haber pasado como algo
simpático e intrascendente. Sin embargo, al anciano lo tocó muy hondo en su espíritu, al
punto de terminar en ese mismo instante por convencerlo de tomar la que quizá constituía
la decisión más importante de su vida. En ese momento, una lluvia de cenizas y de ácido
que comenzó a desprenderse del cielo plomizo de la tarde (esas lluvias ahora esporádicas
pero que unos años atrás eran tan frecuentes) los obligó a guarecerse bajo el alero de la
casa. El Doctor acarició la cabecita de su nietita y suspiró aliviado. Hacía un tiempo que
una terrible duda atormentaba su espíritu, pero por fin ahora su mente se había esclarecido.
—Está decidido —se dijo firmemente el Doctor mientras su mente nuevamente volaba
hacia el pasado. Recordó entonces sus denodados intentos a lo largo de tantos años por
prevenir la enfermedad D. Recordó también una charla con su padre respecto de la
importancia de dicha empresa en la cual le manifestó a aquél que si hubiera sido posible dar
la vida para descubrir la cura, él hubiera estado dispuesto a morir con gusto. Recordó
incluso decirle que a él no le importaba tampoco la fama inmortal que aguardaba al
descubridor de la cura (pues era cierto, al Doctor lo guiaba primordialmente la conciencia
de la inmensa importancia de su lucha, su enorme espíritu de sacrificio, su genuino
altruismo y abnegación). Repasó entonces nuevamente sus innumerables esfuerzos. Y sus
fracasos, uno tras otro, a pesar de su titánico apasionamiento. Sin embargo, cuando ya
parecía imposible, el milagro había sucedido. Pues hacía unos meses que el anciano Doctor,
cuando su lucha médica parecía constituir la última oportunidad para la supervivencia del
hombre como “raza N” (puesto que ya la casi totalidad de los hombres N habían muerto)
había logrado su objetivo culmine: Por fin había sido capaz de desarrollar un tratamiento
genético que revertiría la tendencia a gestar niños D. Una aplicación generalizada a todas
las mujeres fértiles (por supuesto que a esta altura, todas niñas y mujeres D) permitiría
retrotraerlos a la situación anterior a la pandemia.
En ese momento, la tibia y amorosa caricia de la niña lo regresó al hombre nuevamente al
presente. Y ni bien su nieta salió corriendo alegremente para jugar con su hermanito, el
Doctor llamó con solemnidad a su hijo para hablar a solas. Ese hijo que por largos años
había sido su ayudante de laboratorio, algo que se había tornado necesario ante el
envejecimiento e incluso la muerte de sus ayudantes N. Pues si bien el Doctor sabía que su
hijo nunca alcanzaría un desarrollo mental suficiente para ocupar su lugar, sí fue capaz de
convertirlo, a partir de un arduo trabajo de enseñanza, en un eficiente asistente.
—Sabes hijo que si no hubiera descubierto las causas y la cura, hoy seguramente pensaría
que la alteración D era en realidad una mutación evolutiva de la especie humana, que ese
cromosoma extra era el necesario para generar un hombre mejor —le dijo entonces a su
hijo—. ¡Fíjate cómo ha cambiado el mundo! La enfermedad, lejos de ser una condena, nos
ha permitido algo más que redimirnos como especie: Nos ha permitido la posibilidad de
salvación. Pues de no haber ocurrido, probablemente la raza humana ya habría
desaparecido por la contaminación, por las pestes, por las guerras, en fin, por nuestra
necedad y nuestros excesos. Además, la raza D ha superado las expectativas en cuanto a su
desarrollo. Hoy puede vivir a un nivel tecnológicamente razonable y todo el adelanto que
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ha perdido respecto de los tiempos de mis padres, me resulta insignificante ante el avance
que ha producido respecto a tales días en lo humano, en las relaciones, en la calidad de
vida. El mundo construido por la humanidad N, por la raza inteligente, estaba destinado a la
destrucción. Hoy, sin embargo, el hombre tiene una nueva oportunidad. Pues la humanidad
D, actuando genuinamente como niños, parece regirse más por el amor que por el odio. ¿De
qué sirve entonces la inteligencia? Ella es sólo una parte de la sensibilidad. Y la sabiduría
va mucho más allá que la inteligencia. La trasciende. Tú sabes hijo que me fue la vida en
este intento, el que ha sido quizá la mayor lucha de mi vida. Que he dejado lo mejor de mí
en ello, gran parte de mi aliento. Pero he decidido no aplicar el descubrimiento. El mundo
se merece algo mucho mejor que ser regido otra vez por una humanidad N. Si bien ello
sorprendió sobremanera a su hijo, éste escuchó a su padre en silencio y permaneció callado
mientras se fundía en un largo y cálido abrazo con su padre.
Esa noche, en su hogar de siempre, el Doctor se sintió en paz. La casa que habitaba estaba
en el mismo terreno de su hogar de la infancia, ya que en el enorme y hermoso parque de su
casa paterna, el eminente Doctor había construido su laboratorio y las casas para toda su
familia: para sus hijos y nietos. Agotado, más en lo mental que en lo físico, esa noche el
Doctor decidió darse una buena ducha. Como el agua era un recurso extremadamente
escaso y no se podía derrochar, esa semana había decidido hacer como cuando era joven:
Ahorrar agua por unos días para darse una larga ducha, como hacía lustros que no lo hacía.
Pues de joven le gustaba de abrir la canilla y sentarse en pose de meditación por largos
ratos en la bañera, dejando que el torrente de agua caliente de la flor de la ducha cayera
estrepitoso sobre su cabeza, cuello y espalda. En dicha situación, el suave masaje que le
propinaba el líquido elemento se sumaba al aislamiento sonoro. Así, cualquier ruido, rumor
o murmullo mundanal era adsorbido por el sonido del golpe del agua contra su cuerpo y
perecía apaleado por la placentera sensación táctil de la presión de los caprichosos chorros
de líquido y ahogado por la expansiva presencia del vapor en el ambiente, en su piel, en sus
pulmones, en todos lados. El Doctor reeditó entonces aquella bella experiencia en que
lograba aislarse del mundo, sentirse completamente sólo, quieto tanto en lo físico como en
lo mental, aquietada su mente en el relax líquido. ¡Cuánto recordaba amar esa sensación en
que era capaz de lograr un estado de meditación profunda, sólo perturbada cuando su padre
le avisaba que no podía seguir derrochando el agua! Esta vez, sin embargo, esa vivificante
experiencia de meditación profunda duró sólo unos breves instantes. Pues la vuelta de los
pensamientos acerca de la cura de la enfermedad D lo restituyó a lo coyuntural. Entonces,
su mente volvió a los pensamientos sobre los cambios que la humanidad había
experimentado en los últimos años, cuestión que venía ocupando sus cavilaciones desde
hacía un tiempo, más ahora que sus investigaciones médicas finalmente mostraban éxito.
Era claro que en estas últimas décadas el mundo parecía haber reverdecido. Si bien años
atrás las sociedades habían abandonado la democracia como forma de gobierno para pasar a
la aristocracia de los N, sometiendo a los D, los líderes de cada lugar habían ido muriendo
con el tiempo y naturalmente los D habían ido ganando protagonismo. Este cambio se había
hecho a esta altura muy ostensible, pues a relativamente poco tiempo de que se fuera a
cumplir un siglo del inicio de la enfermedad D, ya quedaban muy pocos N, ya muy
ancianos, muchos de los cuales incluso se habían tornado muy seniles (—la senilidad nos
ha vuelto casi como niños, casi más niños que los hombres D —pensaba el Doctor). Así, el
mundo comenzó a cambiar, pero inesperadamente de un modo muy distinto a lo vaticinado
por los profetas de la humanidad N. Pues los adultos D, con su mentalidad de niños, eran
muchísimo menos proclives a la maldad, al odio, a la ambición. Las sociedades, por lo
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tanto, se habían vuelto más compasivas, más igualitarias, más solidarias, más armónicas,
más integradas a las demás y a la Tierra. Pues las familias D tenían una gran capacidad y
necesidad de socialización y compartían solidariamente sus recursos. Así, en las
comunidades se iban formando grupos de vecinos o vecindarios enteros que compartían su
vida comunitariamente, que se ayudaban unos a otros generando una trama social firme y
equitativa basada en relaciones de respeto y amistad. Pues, si bien sus habilidades eran
limitadas, las superiores habilidades de algunos en algún aspecto eran aprovechadas por
otros, los cuales, a su vez, retribuían el apoyo aportando con aquello en que resultaban más
diestros. Además, los D amaban la naturaleza, lo cual, sumado al hecho de que su vida era
mucho más básica, al uso de las tecnologías renovables que debieron implementar los
científicos N (como las energías solar y eólica, por ejemplo), y a la significativa reducción
de la población mundial (muchos adultos N nunca quisieron engendrar hijos D, por lo cual
no tuvieron descendencia y la tasa de natalidad cayó significativamente), el nivel de
contaminación del planeta lentamente comenzaba a descender. —Aunque de un modo
paradójico, hoy el mundo parece estar gobernado por niños, tal como reclamaba mi padre
—pensaba el Doctor—.Y parece que, en efecto, mi padre tenía mucha razón en su reclamo.
Al cerrar la canilla, el hombre se sintió liberado pues creía, con claridad meridiana, que su
decisión era la correcta. Como si se sumara a ello, luego de secarse y colocarse su pijama
leyó las noticias que había de su familia en Medio Oriente. Un hijo de su sobrino se casaba
con una joven del otro lado de la ya derruida muralla. ¡Se casaba con alguien que otrora
hubiera resultado una enemiga! Pues hoy en día la guerra y los odios, aquellos que su padre
alguna vez le había confesado que no recordaba desde cuánto atrás venían, que parecían
haber existido desde siempre, no eran sino malos y lejanos recuerdos. Ambos pueblos
parecían haber escuchado la propuesta que el propio Doctor naturalmente había formulado
a su padre cuando niño, en una época pretérita en la cual no entendía porqué su obvia
proposición no satisfacía al mundo de sus padres. Así, con el alma plena, luminosa, por fin
en paz tras su decisión, el Doctor se fue a dormir. Y con esa paz y plenitud, se fundió con la
paz eterna.
—¿Por qué está esa cosa tan rara en el medio del jardín, abuelito? Unos siete años después
de la muerte del Doctor, la pregunta resonaba no ausente de ecos pretéritos en los oídos del
hombre. —Ese muro lo construyó hace muchos años mi abuelito, querido. —¿Y para qué?
—volvió a inquirir con asombro el niño. —Mi abuelo decía que la inscripción de ese muro
lo ayudaba todos los días a recordar lo hermoso e increíble que es el mundo. Que no le
permitía olvidarse de la necesidad de amarlo. —¡Qué raro, abuelito! ¿Quién necesita un
cartel para saber algo tan sencillo? El hombre miró entonces a los ojos a su nietito, unos
ojos redondos y perspicaces que brillaban inteligentes dentro de un rostro de rasgos finos y
delicados. —Tienes razón, pequeño. ¿No es raro que alguien necesitara de una inscripción
en un muro para saber que el mundo es hermoso? Si basta con sólo mirarlo.
Mientras el pequeño niño salía corriendo para darle una vuelta al muro y jugar entre las
plantas del jardín, el hombre elevó sus ojos hacia el cielo preguntándose: —Discúlpame
querido padre, pero ¿habré hecho bien? Tú mismo demostraste que la enfermedad D fue
generada por una mutación provocada por la contaminación y encontraste su cura. Y yo, tu
hijo, tu simple Ayudante de Laboratorio, quien jamás te había desobedecido, no me creí
capaz de negarle la oportunidad a la naturaleza de seguir su curso natural, el que se había
visto interrumpido por eso que tú llamabas “necios excesos”. Pues creo que no es cuestión
de inteligencia, padre —se dijo también entonces—. Se puede vivir en el amor con
inteligencia. Es más, ese amor debiera poder ser más profundo si fuéramos más
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inteligentes. Tú mismo lo has dicho —agregó en ese imaginario diálogo con su padre—,
aunque mucho me costó entenderlo con mi propia escasa inteligencia: "El niño debe
coexistir en el hombre; el hombre no debe matar al niño interior sino que el niño debe
volverse hombre perdurando en él, guiándolo con su sabiduría, recordándole a cada paso
cómo mirar". Además, tú sabías que no hay dos humanidades. Todos somos hermanos,
todos somos iguales a pesar de nuestras diferencias. Entonces, ¿habré hecho bien, padre? —
volvió a preguntase mientras inspiraba profundamente. En tanto, la luz del sol, que oblicua
atravesaba el patio de su casa y le entibiaba generosamente el rostro, parecía empeñada en
resaltar el muro que con centenaria obstinación se erguía unos cuantos metros hacia la
izquierda exhibiendo la proposición del poeta, aquella máxima sobre la cual edificar una
nueva humanidad: "ANÍMATE. PERMÍTETE SENTIR LA INCONMENSURABILIDAD
QUE MORA EN TODO CUANTO EXISTE". Y en ese preciso momento, la suave brisa de
la tarde acarició el rostro del hombre, bañándolo asimismo en la bella fragancia del añoso
eucalipto. Fue entonces que a éste le pareció que dicha sensación no era sólo atribuible al
viento y al aroma del árbol. Más bien sintió una caricia de su amado padre. Y mientras
amorosamente observaba a su nietito que absorto y maravillado, con sus ojitos preñados de
luz, de alegría, de avidez, de plenitud, contemplaba el espectáculo del viento entre el
follaje, se sintió profundamente aliviado: Su padre hubiera reconocido que, como siempre,
el Niño (es decir, su ya también abuelo hijo D) había tenido razón: Los nuevos niños N iban
a ser educados por padres D. Bien podrían, ya por fin, llegar a ser “Hombres del Niño”.
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V. 7. El Acompañante (cuento)
Nota del autor: Quisiera soltar al aire este cuento como al diente de león (el “panadero”), la
plumosa semilla alada que aparece por allí en el texto. Si te llega a ti y te gusta, por favor
no lo dejes tocar el suelo. Imprímele nuevos vientos, multiplica ese primer soplido
(enviándolo a tus amigos). Y, si te parece, me gustaría saber qué aires ha surcado, por
dónde ha volado e, incluso si quieres, quién ha permitido continuar su vuelo. Pues la
metáfora no es caprichosa. Dentro de su inherente humildad, este cuento pretende ser una
semilla literaria en busca de espíritus fértiles. Un humilde diente de león obstinado en
danzar ingrávido en la belleza. Una humilde semilla alada que, al menos, no se resigna a
estrellarse contra el helado suelo de la insensibilidad, de la apatía, del desdén.
(Dirección de Gustavo Appignanesi: appignan@criba.edu.ar ; si te ha gustado éste, puedo
enviarte también otros escritos, otras semillas literarias).
El Acompañante
(cuento por Gustavo Appignanesi)
Intensos relámpagos iluminaban el perfilado contorno del pequeño avión motoplaneador
mientras surcaba, cual rabiosa saeta, el tormentoso firmamento nocturno. En ese instante el
piloto apagó el motor, el cual se retrajo e introdujo en el fuselaje. Así, el delgado pájaro
blanco de alas interminables se convirtió en un ingrávido planeador apto para deslizarse sin
ruido ni esfuerzo y capaz, por tanto, de proveer a su piloto una sensación de paz
inenarrable. Pero hoy era justamente lo contrario a la placidez lo que caracterizaba al
momento que vivía la pequeña aeronave, sometida a tan intensa furia elemental. Sin
embargo, el hombre no sentía miedo alguno pues su tempestad interna, espiritual, era quizá
superior a la de la naturaleza. Y si bien casi nunca volaba de noche ni lo hacía bajo
condiciones meteorológicas adversas, esta noche había decidido despegar su sofisticado y
pequeño avión en plena tormenta (bajo condiciones que, más que desaconsejables, eran
prácticamente suicidas), con cabal conciencia del riesgo que ello entrañaba. Pero no sabía
muy bien por qué volaba: dolor, enojo, un rapto de locura, una búsqueda de respuestas, un
mero impulso suicida o una mezcla de todo ello.
Hacía tiempo que los deportes extremos constituían una de las pocas actividades que
parecían dar placer y color a la vida de este ejecutivo, gerente principal de la casa central de
una importante empresa multinacional, un hombre poderoso, inteligente y refinado que
llevaba una vida materialista y gris en lo humano. Pero esta vez no lo había sentado a la
cabina de su aeronave una búsqueda de adrenalina, placer y belleza, sino el furibundo
impulso que experimentó luego de que la voz en el teléfono le informara la devastadora
noticia de que su mejor amigo, que también era su empleado en la empresa, se había
arrojado al vacío desde el edificio de ésta. La estadística, tantas veces frío refugio de
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impunidad, declaraba que la tasa de suicidios entre los empleados de las sucursales de los
distintos puntos del globo había aumentado sensiblemente ante los despidos y
reubicaciones de personal debidos a la crisis financiera global. Pero esta vez, ello no
importaba. ¿Qué importaba hoy que él en un principio se hubiera opuesto fuertemente a
darle la orden de traslado al extranjero si al final había terminado cediendo ante el mandato
recibido por el Directorio de “él o tú”? ¿Qué importaba que jamás hubiera imaginado que
su decisión promovería un desenlace tan terrible para su amigo?
Por largos instantes el planeador debió sortear el frente de tormenta bajo considerable
turbulencia y baja visibilidad, por lo cual el piloto no se percató del hecho de que se estaba
aproximando peligrosamente a una formación nubosa muy peculiar que se extendía poca
distancia más adelante. Densas nubes de enorme desarrollo vertical (elevándose por
algunos kilómetros) se le aparecieron entonces repentinamente. Sabedor del enorme peligro
de enfrentarlas, el piloto intentó evadirlas, pero el ancho de la formación nubosa y su
proximidad hicieron estéril su maniobra. De tal modo, conciente de lo que le esperaba de
acuerdo a relatos y fábulas comunes entre los pilotos, el hombre se dispuso a ser devorado
por las enormes fauces de ese titánico monstruo natural. Y ahora sí, por un instante, sintió
miedo. Pero ¿qué valor tenía su vida ahora? Preso del dolor, quería morir. O más bien,
deseaba no haber nacido (sentía que el mundo hubiera sido un lugar mejor sin su
presencia). -¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Por qué vivir sin un sentido, sin un motor
verdadero, lastimándose vanamente como un planeador en la tormenta? -gritaba
febrilmente mientras se adentraba en la voraz espesura. Pues su vuelo había sido también
un modo de preguntar. Y, si había alguien en las alturas, esperaba su respuesta. Mientras
tanto, la aeronave, que viraba y saltaba enloquecida, era ya completamente inmanejable aún
con el motor encendido. Entonces, tremendas fuerzas arrancaron sus alas como si se tratara
de un frágil insecto. Luego de ser llevado caprichosamente en las más disímiles direcciones
y habiéndose adentrado al corazón del monstruo meteorológico, el maltrecho aparato se vio
preso de una tremenda corriente ascendente. Así, y tal como esperaba que sucediera dentro
de un cúmulo nimbus, la corriente lo elevó vertiginosamente por kilómetros hasta una
enorme altitud, no sin pasar primero por zonas de lluvia y de granizo. Y ya estaba a punto
de perder el conocimiento a causa del frío extremo y la escasez de oxigeno cuando la brutal
corriente terminó por sacarlo abruptamente del cúmulo con lo que quedaba de su
destrozado avión. Inmediatamente fuera del infierno y en la efímera pero aparentemente
eterna quietud del punto de máximo ascenso de su involuntaria trayectoria, justo antes de la
inexorable caída, los ojos entreabiertos del hombre se enfrentaron de golpe con una visión
de suprema belleza: la del sublime firmamento nocturno, límpido y salpicado de estrellas de
plata. Ante tal paz celestial, su mente pareció clarificarse y lo retrotrajo a los tan olvidados
días de su niñez, cuando contemplaba las estrellas extasiado, maravillado. Cuando en una
profunda humildad ante la inconmensurabilidad del cosmos, era imposible quitar sus ojos
de dicha visión y resistirse a la cautivante sensación de amor que lo embargaba. -¡Qué lejos
estoy de ese niño que alguna vez fui, de ese niño tan maravilloso que amaba al mundo a
cada paso! ¿Cómo pude olvidarme de él? ¡Qué distinto hubiera sido todo si no lo hubiera
hecho! -pensó con enorme intensidad y lágrimas en los ojos, para agregar, paladeando el
escaso aire que encontraba mientras, a la espera de la muerte, sus ojos se cerraban por el
desvanecimiento:- ¡Con toda mi alma desearía no haberlo perdido por el camino!
Recobrando la conciencia, los ojos del ejecutivo se abrieron ahora pausadamente para, con
calmo asombro, descubrir que yacía sobre un verde, pacífico y solitario prado. Sólo había
una persona, quien estaba a su lado: un hombre mayor vestido simplemente con una larga
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túnica blanca, que lo observaba. El hombre tenía una apariencia bastante común, pero había
algo extraño en él. Imperceptiblemente a la vista, pero de un modo contundente al alma, su
figura irradiaba paz y belleza. Había cierto dejo de perfección en sus gestos, en sus
movimientos, sutilmente intuido, que le confería un evidente matiz sobrenatural, celestial.
-¿Dónde estoy? ¿He muerto? ¿Es esto el Cielo? Pues si es así, no creo merecerlo -inquirió
el ejecutivo.
-Demasiadas preguntas. Y a las que no estoy autorizado a responder completamente por
ahora -contestó el otro-. Fue tu último deseo antes de morir, ese deseo de tamaña
intensidad, el que me trajo a tu lado -agregó.
-Pero, ¿quién, o qué, eres tu? -volvió a inquirir el atónito ejecutivo.
-Otra pregunta que no me es dable contestar en su totalidad. Aquí, como siempre en
realidad, eres tú mismo quien debe encontrar las respuestas -respondió el otro sonriendo,
para agregar:- Digamos que como tu, a quien le gustan los deportes extremos, yo también
soy un practicante de una actividad extrema, la más extrema de todas: Contemplar. Practico
el arte de ver.
El ejecutivo no pudo disimular cierta leve carcajada: -¿El “arte de ver“? Nunca lo encontré
listado entre los deportes extremos. Convengamos que no parece tan arriesgado que
digamos. Pero explícame por favor algo más, es obvio que tú no eres como yo.
-Estas muy equivocado. Pero mira, en realidad, no hay mucha diferencia entre nosotros a
nivel espiritual, en nuestra mentalidad -le contestó el otro también esbozando una sonrisa-.
Es sólo que yo vivo consciente a cada instante de la belleza del mundo, de su cualidad
suprema: su inconmensurabilidad. De hecho, casi todos en ciertos instantes se parecen a mi.
Casi todos alcanzan a rozar con más o menos frecuencia, más o menos profundamente, la
noción de la inconmensurabilidad. Incluso hay muchos santos y sabios sobre la tierra que
comparten mucho conmigo. La diferencia es que yo vivo continuamente en dicha
consciencia, la cual permite realmente “ver”.
-Bueno, pero ¿qué pasará conmigo ahora? -preguntó el ejecutivo.
-Tú ya no perteneces a tu antigua vida, a tu antiguo mundo. No puedo darte muchos datos,
sólo que si lo decides, puedes cumplir mi misma misión. Tampoco puedo decirte mucho
acerca de la misma, sólo que es quizá la más bella tarea, una tarea de enorme importancia
para otros, pero difícil y sacrificada. Yo te acompañaría en tal caso para ayudarte a
convertirte en digno de tan bella empresa y para que finalmente pudieras llevarla a cabo.
El ejecutivo asintió inmediatamente, sin siquiera preguntar por las alternativas. En
particular, le atrajo la posibilidad de ayudar a otros; ya había sido demasiado tiempo de
egoísmo en su vida.
-Pero, no me has dicho aún quién eres. Dime al menos como dirigirme a ti -inquirió el
ejecutivo.
-Bien, ya que voy a ir contigo, puedes llamarme “Acompañante” -replicó el otro para
agregar:- Bueno, ahora comenzaremos entonces con lo que llamo “visitas”: Observaremos
algunos momentos ligados a tu materialmente exitosa vida actual y pasada. Su función es
que medites acerca del camino tomado en tu vida terrenal para poder redimirte y renovar tu
alma. Pero luego de cada una de esas “visitas”, deberás volver al prado para pasar algunos
segundos, minutos, horas o días (ello depende de ti) contemplando aquél pequeño trébol
que está a tu izquierda. Ya te he dicho que la actividad extrema que practico es la de
contemplar. Y contemplar ese trébol será, en rigor, tu actividad fundamental por ahora. Ella
te dirá si estás preparado, pues no alcanza sólo con las visitas. Solamente gastando,
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aniquilando tus pupilas en verdes folíolos sabrás si logras ser apto. Es más, ni bien logres
percibir la suprema inconmensurabilidad de ese trébol, las visitas ya no serán necesarias.
Así, en primer término se dirigieron hacia el pasado en la tierra para observar, por supuesto
que presentes en el lugar como seres inmateriales, una escena de la niñez del ejecutivo, uno
de aquellos gloriosos instantes cuando éste contemplaba extasiado el “inconmensurable”
firmamento nocturno (de hecho, la primera vez que él había tropezado concientemente con
tal inefable adjetivo o cualidad). Ante la inmensa ternura del niño que alguna vez fue, el
ejecutivo sintió ahora una inenarrable sensación de amor por él y una nostalgia dulce y
dolorosa. El niño pasado fue entonces para él un ser de inconmensurable belleza, un ser que
despertaba en su alma lo mejor de sí. –Ya debemos regresar –le dijo el Acompañante, para
instantáneamente reaparecer en el verde prado. La sensación con el niño fue tan bella y
movilizadora que el hombre hubiera querido retenerla, infructuosamente como se retiene el
agua entre los dedos. En cambio, la vuelta al prado con el trébol no fue muy productiva. El
hombre se cansó de mirar un yuyo cuya presencia casi llegó a aborrecer. -Menos mal que
soy inmaterial. Si no, ya me dolerían las posaderas. Me van salir callos allí -bromeó el
hombre.
Otro día visitaron al gerente de una empresa que era competidora de la suya, un acérrimo
rival al cual había odiado siempre. -Ese hombre es como yo, vacío, materialista. Yo he sido
testigo de sus oscuros manejos que han perjudicado a tanta gente -dijo el ejecutivo. Su
Acompañante, sin embargo, le hizo un ademán para que se calle y observe. El hombre
observado estaba dentro de su casa, jugando alegremente con sus pequeños hijos. -Ese
hombre es relativamente tan imperfecto y a su vez relativamente tan sublime como todos.
Deberás ser capaz de amarlo para poder tomar tu nueva misión -le dijo el Acompañante.
Realmente, la escena del hombre con sus hijos era entrañable. Y jamás lo había imaginado
en tal situación, menos aún en aquellas épocas cuando debía proyectar estrategias para
destruirlo profesionalmente. -Aún así, aunque me haya conmovido su juego con sus hijos,
creo que me costará ser capaz de amarlo –prensó, para regresar nuevamente al prado, donde
fatigó una vez más sus ojos en verdes texturas, estérilmente.
En otra ocasión observaron como un proyecto de su empresa había desplazado de sus
tierras a una comunidad indígena (quienes, aún en su pobreza, el ejecutivo pudo comprobar
que viven más felices que lo que había vivido él, en pleno contacto con la naturaleza y con
la espiritualidad). En similar tono, el Acompañante decidió dejar rápidamente a los
indígenas para observar a un ignoto obrero de una manufacturera que era parte de las
actividades de la empresa multinacional del ejecutivo en un lugar marginal del mundo.
Como ellos estaban completamente ajenos a las leyes físicas, el Acompañante le dijo al
ejecutivo que esta vez compactarían un tiempo de cinco años de trabajo del obrero en unos
instantes. A su vez, por medio de un proceso llamado “cohabitación” (por más que
inmateriales, ello podían sentir con el cuerpo del otro, en este caso, con el del obrero) el
ejecutivo experimentaría en sí las emociones, el dolor y el cansancio físico del hombre. Así,
mientras recorrían rápidamente el lustro de trabajo del obrero, los años de sudor, de tedio,
de humillación, de falta de perspectivas, le dolieron al ejecutivo como en carne propia. Sin
embargo, más le dolió aún la frase del Acompañante: -Pensar que todo esto no es sino un
equivalente económico del reloj que llevas en tu muñeca. ¡Cuántos mueren cada día por no
poseer unas pocas de las monedas que otros malgastan o acumulan por montañas!
Finalmente, como siempre, la vuelta al trébol, ineludible; e infructuosa.
La última de las visitas se realizó a una habitación en la cual se encontraban un hombre y
una mujer. Era el joven ejecutivo con su entonces novia y luego esposa, aquella mujer con
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la cual se casaría y a la cual abandonaría más tarde por una vida llena de encuentros más o
menos fugaces con hermosas jóvenes del momento. -Sabes, no pudimos tener hijos
mientras estuvimos juntos, pero siempre supe que no debí dejarla, que ella era la mujer de
mis sueños -dijo el hombre-. A ella sí la amé, a diferencia de las otras. El instante que
estaban presenciando era su primer encuentro íntimo. Cobijada en su antiguos jóvenes
brazos, el ejecutivo entonces vio a quien fuera su mujer, tan bella, tan tierna, tan dulce que,
conmovido, sintió un impulso a amarla de nuevo. Miró a los ojos a su Acompañante y, sin
necesidad de intercambiar palabras, el otro asintió. Así, cohabitando su antiguo cuerpo con
aquél que él había sido, el hombre redescubrió la profunda belleza del amor de pareja. Toda
la experiencia fue de una gran profundidad, tanto que, al aproximarse al momento supremo
de ascenso al punto cúlmine de fusión, lo embargó una profunda sensación de amor, sintió
a su mujer de un modo como nunca lo había hecho antes, reconoció su inconmensurable
belleza esencial. -Nunca había sentido así a mi esposa -le confesó a su Acompañante-. ¡La
sentí con tanta profundidad! ¡Y la noté tan bella, tan espléndida, tan celestial! Y sin poder
dejar de temblar, se preguntó en voz alta: -¿Cómo pude abandonarla? ¿Cómo pude
abandonar tantas cosas maravillosas en mi vida: al niño que fui, a mi amor, a mis
principios, a mi sentido de justicia, a mi solidaridad, a mi espíritu..?
De vuelta al prado celestial luego del encuentro con la mujer, el Acompañante le dio una
cariñosa palmada en la espalda al hombre y le dijo:
-Veo que las “visitas” han sido efectivas. Te has redimido. Si hoy volvieras a la vida
terrenal (lo cual de todos modos te aclaro que no es posible por si haz sentido demasiada
nostalgia) estoy seguro de que lo harías como un hombre bueno, un hombre justo y
generoso. Además, mucho me alegra que en ciertas ocasiones, como frente a tu niño o a tu
mujer, hayas sido capaz de mirar trascendentemente, de vislumbrar, de saborear la
inconmensurabilidad.
-Entonces, ¿ya estoy listo? -preguntó el otro.
-No. No alcanza con ser un hombre bueno que cada tanto es capaz de “ver“. Te falta lo
principal. Debes volverte realmente sabio. Pero tú no has avanzado con el trébol. Si lo
hubieras hecho, logrando una profunda consciencia de la inconmensurabilidad, entonces ser
bueno, justo y generoso hubiera venido por añadidura, sin necesidad de las visitas -
sentenció el Acompañante.
-Tienes razón, lamentablemente no he podido progresar con el trébol por más que haya
puesto en ello tanto ahínco que hoy pueda ser capaz de dibujarte cada uno de los detalles de
su tallo y de sus hojas con infinita precisión. Me he esforzado mucho en contemplarlo pero
es inútil, no sé qué es lo que debo ver -contestó el hombre.
-La clave es simple: Sólo debes contemplarlo de la manera más abierta, plena y profunda.
No puedo decirte qué ver. Y, aunque lo hiciera, no serviría de nada. Se trata de algo
intransferible. Por lo tanto, creo que mi tarea está cumplida. El resto depende de ti.
Realmente me alegraría mucho que encontraras y eligieras la misión que te mencioné. Pero
por supuesto que también puedes renunciar a ella. No hay ningún problema en hacerlo.
Como siempre, los caminos son múltiples y todos pueden ser bellos y equivalentes. En
cualquier caso, por favor recuerda que yo confío plenamente en ti.
El Acompañante entonces desapareció y el ejecutivo se quedó sólo en el prado junto al
trébol. Y siguió contemplándolo, pues no estaba dispuesto a renunciar, quizá más que por él
mismo, por la confianza que en él había depositado el Acompañante. Así, volvió a pasar un
largo tiempo, cuya extensión no pudo precisar (¿habrán sido varios días?), vanamente
obstinado en la singular tarea. Pero no había caso, el trébol sólo lograba fastidiarlo. Sin
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completamente cercano. Y no hay nada más cercano que lo que nos es propio. Sentir al
prójimo implica pues, reconocerlo como parte propia, sentirnos parte de él. En fin,
reconocer y amar a nuestro fundamento común.
-¡Me alegra tanto lo que dices! Pero no me siento preparado aún para la misión. Te
recuerdo que no lo hubiera logrado sin cohabitar tu mente.
-No te confundas conmigo -le espetó entonces el Acompañante sin disimular una sonrisa-.
Por más que me idealices, nada me impide la picardía. Yo siempre mantuve mi mente
completamente suspendida. La cohabitación fue un mero placebo espiritual.
-Entonces, ¿quiere decir que estoy listo?
-En cierto modo. Ya estas apto. Para estar completamente listo debes descubrir tú mismo la
misión, yo no puedo decírtelo. Debes aceptarla por ti mismo, voluntariamente, debe salir de
ti. Para ello, seguirás caminando un tiempo por el mundo.
Entonces el hombre continuó deambulando inmaterialmente por el mundo, pero ahora
viviendo su inconmensurabilidad a cada paso, bebiéndose su belleza de a sorbos,
emborrachándose de esplendor. Aún no había descubierto su misión pero ello no lo afligía,
más bien agradecía su nueva condición. Hasta que un día, recostado todo a lo largo en el
suelo en un parque público, con la increíble bóveda celeste inundando sus ojos, sucedió un
acontecimiento singular. El hombre estaba contemplando la belleza de las nubes en su
danza casi imperceptible, esas nubes que recordaba haber acariciado con gusto en sus
épocas de aviador cuando, con una gracia semejante a la de su planeador, un diente de león
(también denominado “panadero”) apareció flotando plácidamente sobre su rostro,
derrochando suavidad. La semilla alada, cual plumón de purísimo blanco, dibujaba gráciles
curvas como si su movimiento intentara rivalizar con la perfección de su silueta recortada
contra la bellísima luz anaranjada del tibio sol vespertino. Iba y venía sin rumbo, sin apuro,
cual sublime metáfora de paz. La gente pasaba a su lado, apurada, ignorándola, sólo
imprimiéndole turbulentos impulsos por el aire que desplazaban sus cuerpos, pero sin
dedicarle la más mínima mirada. Entonces, la alada pluma vegetal volvió a pasar un par de
metros justo por encima del recostado observador, moviéndose hacia atrás del mismo. Las
pupilas del hombre comenzaron a ascender lentamente en sus ojos para que su mirada
pudiera seguir la trayectoria del algodonoso bailarín. Y de imprevisto, su mirada se estrelló
contra unos ojos límpidos, tiernos, ávidos, unos ojos que, extasiados también, hacía un
instante que estaban atados a los caprichos del diminuto diente de león. Eran los ojos de un
niño, para quien también esa alada semilla parecía constituir el universo pleno. Los ojos del
hombre se llenaron entonces de lágrimas al reconocer en esos ojos a los suyos y a los del
Acompañante. Sólo los niños tienen ojos así -pensó el hombre-. Casi todo el mundo alguna
vez ha arrancado un yuyito de diente de león para soplarlo y esparcir por el aire cientos de
diminutas semillas plumosas y voladoras o ha observado esa tan común y trillada imagen
(por lo general, llevada a cabo por un niño). Pero los niños lo observan, lo sienten, de un
modo completamente distinto al de los adultos (aunque no todo el mundo se de cuenta de
esa diferencia en el modo de mirar). Los niños son capaces de maravillarse con aquello que
la mayoría juzgaría como trivial, dado que a nada subestiman, conscientes de que la
inconmensurabilidad mora hasta en el, a priori, más humilde rincón del mundo. Pues los
niños miran de modo pleno, total, con una entrega conmovedora. Los niños no sólo miran,
ellos “ven”, comulgan con la inconmensurabilidad. Los hombres debieran aprender de los
niños cómo mirar, cada día, a cada paso –pensó asimismo. Y observando al niño del parque
que seguía absorto ante la maravilla alada, el hombre concluyó su intenso pensamiento:-
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¡Cuánto daría, pequeño, porque nunca dejaras de mirar así! Fue entonces, que el
Acompañante apareció nuevamente junto a su lado.
-¡Felicitaciones! Cuánto me alegra que hayas encontrado tu destino -le dijo éste-. Esta era
la bella misión de que te hablé, la misma misión que yo he cumplido por tanto tiempo.
-Pero..., no comprendo ¿Qué es lo que debo hacer, entonces?
-La gente no nos conoce. Sólo algunos han vislumbrado nuestra presencia y nos han
llamado con nombres como el de “Acompañantes”, o “Ángeles de la Guarda”. Pero eso es
sólo una caricatura, pues ignoran nuestra principal función. Nuestra tarea, que ya te dije que
es tan hermosa e importante, consiste en estar junto a los niños para que recuerden su modo
de mirar. Ellos no nos ven ni nos escuchan, pero nos sienten con su alma, escuchan así
nuestra sugerencia de recordar la belleza, la inconmensurabilidad. Nosotros pugnamos por
que la consciencia de dicha sublime cualidad del mundo perdure lo más posible en sus
corazones y en sus actos cotidianos. Nuestra verdadera guarda, lo que en realidad cuidamos
mas encarecidamente, es su modo de mirar, para que no se contamine, para que perdure
puro y pleno. Pero un día, cada vez más pronto, nos olvidan (es decir, no nos escuchan
más) y, con profundo pesar, perdemos todo contacto con ellos. Sólo durante fugaces
instantes en que el niño ya mayor o incluso la persona adulta vuelve a rozar dicha
consciencia, logramos reentablar una mínima conexión, aunque completamente fugaz.
Ojalá alguna vez logremos que nunca mueran los niños. Que en los hombres perdure por
siempre a flor de piel el niño que fueron. ¡Tan distinto sería así el mundo terrenal! Pero,
como te dije, cada vez es más difícil. Tú mismo fuiste niño por mucho tiempo, un niño muy
inteligente, un niño increíble, maravilloso. Un niño que, como casi nadie, prometía
conservar por siempre su candor. Pero luego, tu inteligencia sólo buscó el éxito y olvidó la
sabiduría. Tu, aún cuando me convocaste aquél último instante en el planeador por un
intenso pensamiento similar al de recién, hacía varias décadas que me habías olvidado.
V. 7. LA “MÉTRICA” DE LO SAGRADO Y LA
OPCIÓN ÉTICA
En matemáticas, definir una métrica sobre un espacio implica dotarlo de una noción
de distancia, lo cual permite, por ejemplo, determinar la relación de proximidad entre dos
puntos cualesquiera del mismo. De tal modo, la métrica dicta reglas para moverse en el
espacio, tal como para encontrar caminos óptimos. Haciendo una analogía, se puede decir
que la mayoría de las religiones, cosmovisiones y filosofías que han surgido a lo largo de la
historia humana implican, en sus aspectos más elementales, una noción de distancia a lo
sagrado de la cual necesariamente se desprende una ética, una postura frente al mundo, una
forma de vida, tal como referiremos a continuación.
Una vieja fábula da cuenta que a lo largo de la historia, ya desde los albores de la
civilización a partir de algunos primeros iluminados, hubo quienes intuyeron en el silencio
de Dios (a diferencia de aquellos que creyeron ver en él a un abandono o incluso a una
prueba de inexistencia divina) a una consecuencia natural de Su perfecta elocuencia. Una
elocuencia que importa, en la suprema belleza de su austeridad, una única e implícita
sentencia de la cual se desprende todo lo demás: Aquella de Su ubicua manifestación, de
Su presencia en cada hombre, en cada ser, en cada entidad, en cada rincón del universo.
Así entendido, como trama última, dicho silencio fundamenta a la sinfonía de la vida. Y el
silencio de Dios sería, por tanto, natural, dado que ante una elocuencia perfecta cualquier
redundancia resultaría impropia, contradictoria de dicha cualidad. ¿Cuál es el sentido de
señalar con el dedo lo evidente, lo expresamente manifiesto? Sin embargo, la fábula refiere
que, en siglos remotos, fue el propio Dios quien (podríamos imaginar que rompiendo Su
silencio cual en un exceso de piedad ante la ceguera humana) puso en labios de aquellos
primeros iluminados la sublime metáfora que se diseminaría desde entonces: “Dios es una
esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”. Si bien dicha
fábula (cuyos rastros Borges perseguiría hasta la antigua Grecia - J. L. Borges: “La esfera
de Pascal”, en “Otras Inquisiciones”), habla del Dios griego Hermes (también conocido por
Hermes Trismegisto, o equivalentemente el Dios egipcio Thoth, luego también identificado
con Abraham), el origen de la metáfora de la esfera bien podría referirse a cualquier
divinidad, pues la concepción que implica dicho símbolo resonó todo a lo largo de Oriente
y Occidente. Incluso podría, equivalentemente, referir a cualquier otra concepción de lo
sagrado (tanto personal como impersonal). En todo caso, la intervención divina no deja de
ser un pintoresco modo de fabular el nacimiento de una noción trascendental que los
hombres vislumbraron ya desde épocas remotas y los detalles específicos que se le
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los demás. Pues esa misma separación se manifiesta precisamente en el abismo que hoy
aísla a los hombres, tornándolos sujetos disjuntos, individuos completamente alejados y
ajenos entre sí.
Sin embargo, si concebimos la otra distancia, la infinitesimal distancia entre nuestra
esencia y lo sagrado y, por ende, entre nuestra esencia y la de cada ser o entidad del
universo, entre nosotros y cada uno de nuestros semejantes, ello lleva a relativizar por
completo a aquella distancia que proviene de la separación subjetiva (irrelevante entonces
a nuestro modo de relación). Ello implica naturalmente, en una clara opción ética, la
suspensión de la atención a lo externo, a lo mudable, para prodigar una plena atención (es
decir, respetar, es decir amar) a lo esencial. Y si bien las circunstancias suelen muchas
veces ser determinantes en moldear a los hombres, a la luz de lo anterior la sabiduría
consiste en ser capaz de ir trascendiendo a nuestras circunstancias, de ir transparentando
nuestra esencia permitiendo que vaya aflorando nuestro fundamento común con todo
cuanto existe (lo cual a su vez también redundará en perfeccionar nuestras circunstancias).
Ante la consciencia de la inconmensurabilidad del mundo, de su ingente riqueza y belleza,
de que el transitorio límite está sólo en lo que seamos capaces de ver, en lo que seamos
capaces de beber de él, no caben sino la humildad, la libertad y la sensibilidad, en fin, sólo
tiene sentido la condición de amante. Pues, ¿cómo no amar a lo inconmensurable? Dicha
postura intrínsecamente revolucionaria implica un compromiso profundo con el mundo,
implica sentirse parte, implica comunión. Y, por supuesto, la misma también se traduce a
nuestra relación con nuestros semejantes. De tal modo, los alcances de la consciencia de la
inconmensurabilidad del mundo son bellamente estremecedores en lo social, puesto que
ella y, por ende, su vivencia, revolucionan por completo el modo de relación con los
demás. Pues, ¿cómo no amar a mi vecino si, más allá de la insignificante construcción
subjetiva cotidiana, es inherentemente inconmensurable? Entonces ya no hay abismos, sino
el reconocimiento de la existencia de una esencia común. El concepto cristiano de
“prójimo” (vocablo que proviene del latín “proximus”, próximo) adquiere entonces real
dimensión, pues el otro es completamente cercano al diluirse naturalmente cualquier
separación, pues el otro es efectivamente una parte propia o, equivalentemente, uno es
también parte del otro. Así, al prójimo sólo cabe amarlo independientemente de su
“calidad” subjetiva, amarlo por su inconmensurable esencia, y por la nuestra. De allí la
sabiduría del atributo de incondicional que reviste el amor genuino. Al fin y al cabo, la
verdadera ceguera del amor no es la que trivialmente se le endilga, sino que consiste en
realidad en la capacidad de desentenderse de lo externo, de lo superfluo, de lo irrelevante,
para ver con mayor profundidad, para comprometerse profundamente con lo esencial, para
amar a lo sustantivo, a lo inefable, para poder comulgar.
Siguiendo con esto último (y a modo de ejercicio), imaginemos la forma en que hoy
vemos a las personas (imaginemos a una persona cualquiera, o a varias). Muy
probablemente nos apresuremos a juzgar: “es linda” o “es fea”, “es buena” o “es mala”,
“me interesa” o “la ignoro (como a casi todos los que pasan a mi lado cada día)”, “la
admiro” o “la desprecio”, “la quiero” o ”la odio”, etc. Pues sólo solemos apreciar en ella al
cotidiano sujeto que construyeron sus circunstancias (sin siquiera permitirnos considerar
que otras circunstancias bien podrían haber obrado un sujeto enteramente diferente).
Vemos a un sujeto que resulta completamente insignificante ante la increíble belleza y
potencialidad que en su esencia vislumbraron tantas cosmovisiones y religiones. Y, si en la
práctica, el modo en que nos relacionamos con quienes nos rodean o nuestra actitud para
con ellos dependen de cuánto nos agraden o no, o de cuán “buenos” o “atractivos” nos
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cultura, todos los libros, toda la información, excepto por una frase, por un par de
renglones en un trozo de papel, ¿qué máxima elegiríamos entonces para pasar en ese trozo
de papel a las futuras generaciones de modo que la usaran como base para construir la
nueva humanidad? Pido sólo una máxima pues uno por lo general no tiene mucho
(relevante) que decir (y quizá efectivamente no haya mucho por descubrir, mucho por
comprender, ni mucho por decir). Concédaseme asimismo en tal sentido expresar que, sin
ser afecto a las máximas y permitiéndome dudar de la necesidad de dicho acto de soberbia,
creo que tendría en claro mi propuesta: "ANÍMATE. PERMÍTETE VISLUMBRAR LA
INCONMENSURABILIDAD QUE MORA EN TODO CUANTO EXISTE". Ya que, en
definitiva y ahora siendo menos solemne, esta es claramente la frase que espero dejarles a
mis hijos. Pues sé que entonces no necesitaré pedirles casi nada más. Que no necesitaré
instarles a que sean buenos, a que amen al mundo, a que disfruten de la vida. Pues, como
dicho, confío en que si se vuelven vulnerables a la inconmensurabilidad del mundo, todo lo
demás vendrá naturalmente, sin buscarlo, por añadidura.
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desnudar. Y del desnudarnos, pues sólo desnudos, libres, vacíos, humildes, podemos
desnudar al Bien*, a la Belleza y a la Verdad que viven en todo lo que nos rodea.
Sin embargo, tenemos consciencia de la existencia de una postura ante el mundo por
completo alternativa. Una postura que identificamos con la condición de amantes y que
consiste simplemente en tornarnos plenamente humildes, libres, sensibles al mundo para, de
tal manera, vivir en contacto, comunicados, fértiles, en un estado de aprendizaje. Una
postura comprometida con la inconmensurabilidad del mundo, tan genuina, tan espontánea,
tan incondicional. Una postura que, consciente de la relevancia que posee el desarrollo del
arte de ver, se sabe siempre extremadamente provisoria, redescubrible, siempre
necesariamente nueva. Una postura que nos permite descubrir, crecer y evolucionar. Pues,
si abordamos al mundo en la desnudez, entramos en contacto profundo y somos capaces de
descubrir y evolucionar. Ahora bien, ello no es algo etéreo, que suceda en un "nivel
superior, desligado del peso material de lo mundano" (alguna vez, titulé al respecto en un
viejo manuscrito: "El éter y la carne"). Ello es algo que nos sucede a todos (en mayor o
menor medida aunque, en general, no aprovechemos), algo real, tangible, que nos empapa
hasta los huesos. El ejemplo más contundente lo constituye el Amor. Pues, cuando amamos
incondicionalmente, lo hacemos desde la libertad, vamos infinitamente más lejos que lo que
la más elaborada abstracción mental pueda describir. No es casual que en el hecho de la
comunicación con los semejantes se nos manifieste la existencia de un fenómeno
maravilloso, especial. A veces uno encuentra que esa sensación no radica en el puente y
comienza a difundir a través de barreras que se le hacen artificiales. Y se identifica con los
demás, se siente parte de ellos trascendiendo, prolongándose, relativizándosele los
conceptos de "lo interno" y "lo externo", descubriendo en el amor una amplitud inmensa. Y
esto se extiende al universo, adquiriendo una cosmovisión más amplia, una consciencia del
ser profunda, operando una transformación extraordinaria, evolucionando a medida que
amplía su capacidad de amar. Pero, de todos modos, cualquiera sea nuestra visión de la
realidad, lo importante es ser consciente de su pobreza, de su modestia y limitación. Y por
ello, por el conocimiento de su intrínseca limitación (acentuada luego muchísimo por el
proceso de traducción) y por saber que ello es algo espontáneo y libre, es que debe carecer
de pretensiones de guía y de transferencia. En definitiva, la condición de amantes implica
no contaminar nuestro mirar con lo que hemos visto (o creído ver). Ella consiste
simplemente en habitar en la humildad, en la libertad, en la sensibilidad. Es, por ende,
intransferible. En tal sentido, honestamente espero no haber atentado demasiado contra
dicha cualidad en este escrito.
Esta postura ante el mundo a que hemos aludido resulta tan difícil de concebir para
quien no la vive con frecuencia como simple para quien la experimenta con cierta
frecuencia (cuanto menos, al momento de experimentarla, cuando nos escapamos del
letargo reduccionista). Pues la evidencia es inmediata, es simple por naturaleza. Dicha
consciencia, aún con diferentes rostros, parece estar en el ambiente. Pero, por genuina, por
espontánea, solemos olvidarnos de las tremendas dificultades que encuentra para su
desarrollo. Es la educación, entendida en sentido amplio, la que nos indica la imperiosa
necesidad del desarrollo de una pedagogía que la posibilite y potencie. De una pedagogía
que prescinda naturalmente de guías, prejuicios y condicionamientos. De una educación
que edifique una atmósfera de libertad, de humildad y de sensibilidad en donde podamos
aprender a aprender (aprender a aprehender). Ella es una tarea muy delicada y hermosa a la
cual todos tenemos mucho para dar. ¡Quién puede sentirse ajeno ante tan conmovedor
llamado de nuestra evolución! Y hoy, el florecimiento de dicho sentido de compromiso no
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es sólo una demanda de nuestra potencialidad evolutiva. Puesto que hemos arribado al
lamentable estadio de que se convirtiera también en una necesidad de supervivencia. Es
hora de que, con todas nuestras limitaciones y miserias, pero con todo nuestro amor y
nuestros sueños, intentemos saldar esta deuda fundamental del Hombre.
Existen cosas que uno no elige. Cuando uno siente la necesidad impostergable y la
potencialidad conmovedora tanto del hecho de que evolucionemos en la condición de
amantes como del desarrollo de una educación y una pedagogía que lo permita y potencie,
más allá de las propias limitaciones y de sus humildes posibilidades, no puede quedarse de
brazos cruzados. Y todos, en un compromiso de humildad, apertura y amplitud, tenemos
muchísimo para dar en este terreno. Nadie puede sentirse verdaderamente ajeno. Es por ello
que este escrito no puede terminar sino como carta abierta a todo aquel que siente el
hermoso desafío que tenemos ante nosotros. A todo aquel que es consciente del triste drama
en que nos ha sumido el reduccionismo. Pues a diario se nos condiciona a correr con
indiferencia y, cuanto mucho, a construir escaleras para en vano intentar alcanzar al
conocimiento y la belleza. Cuando estos últimos siempre requieren, en algún instante, del
vuelo. El primer paso quizá consista en reconocer nuestras alas**. Y permitirnos
desplegarlas.
*¡Cuánta redundancia conceptual! Espero sepan disculpar los excesos al versar sobre lo
intangible. Lejos de mi intención está el enjaularlos en conceptos (pero lo mismo ocurre al
decir árbol, al decir pájaro) y etiquetarlos y separarlos (¡como si existieran diferencias entre
Amor, Bien, Verdad, Belleza e, incluso, Hombre, Árbol, Pájaro!). También espero me
disculpen las mayúsculas: Sólo intentan resaltar la esencia de aquello a lo que aluden.
Revelan torpeza de mi parte, pero no se olvidan por ello de la intrínseca humildad que
anida en lo que designan.
**Nuestras propias alas y las de la humanidad. Y del papel de nuestras alas como plumas
de las de la humanidad.
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