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EL HUEVO DE BRONTÉ

Richard Chwedyk
PREMIO NEBULA 2003 (Novela Breve)

Hay una vieja casa al borde del bosque, a unos sesenta kilómetros de la megalópolis más
cercana. Se construyó en otro siglo, y refleja la arquitectura del siglo anterior a ése. De alguna
manera, evoca el fin de muchas cosas: el fin del camino, el fin de una época, el fin de una búsqueda
―algo que la casa ha sido, y en ocasiones todavía lo es―. También es un buen lugar para empezar.
Al menos, un buen lugar para empezar un cuento sobre los principios; tan bueno como cualquier otro
y mejor que la mayoría.
Y comenzó al alba.
Cuando los primeros rayos de luz atravesaron el amplio dormitorio del segundo piso donde los
saurios dormían apilados, Axel abrió sus ojos y susurró:
―¡Sí!
Había cosas por hacer, y él estaba listo.
Se quitó de debajo de la cola de pinchos de Agnes ―y de la cresta y cuernos de Rosie―, pasó
encima del gran trasero de Charlie, y casi mete el pie en la boca abierta de Pierrot. Apretó, instigó y
empujó para abrirse camino hasta que pudo alzar la manta y arremeter directamente hacia la
ventana. Brincó sobre un taburete de madera y de allí trepó otro paso hacia el reborde de la ventana.
Su pequeña cabeza azul se movió de izquierda a derecha como una torreta giratoria mientras miraba
hacia la pared de árboles, más allá del patio, silueteada contra el resplandeciente cielo del
amanecer.
«¡El sol está llegando! ¡Y el sol es una estrella! ¡Y gira por el espacio! ¡Y nosotros giramos por el
espacio alrededor del sol! ¡Y… hay muchas cosas que hacer!»
―Cosas que hacer ―susurró, brincando de vuelta al taburete y de ahí al suelo.
Axel miró atrás, al grupo durmiente. Era una gran montaña cubierta por una manta. Salvo por la
respiración, y unas sílabas refunfuñadas y tirones ocasionales, ninguno de los otros saurios se
movió. Eran unos grandes dormilones… todos, menos Axel. Podía correr todo el día de un extremo
al otro de la vieja casa victoriana, pero cuando llegara la hora de dormir y los saurios se recogieran
en un montón, cerraría sus ojos… y nada sucedería. Su mente seguiría andando. Y aún si se las
arreglaba para dormir, soñaba con carreras, o con viajes en rápidos vehículos, como los cruceros
interestelares. Y aunque no se movía, soñaba con el movimiento ―de estrellas y planetas y
asteroides, de vientos y pájaros y hojas en otoño―. Su universo entero giraba y giraba como un
enorme parque de atracciones.
Había ido a un parque una vez, pero hacia tanto tiempo de eso que no podía diferenciarlo ya del
resto de su vida.
No tenía necesidad de arrastrarse fuera del cuarto. El dum - dum - dum de sus grandes pies
rellenos no molestaba a nadie. Su cola no hacía ningún sonido al agitarse en el aire. Corrió a través
del cuarto hacia el humano grande, Tom Groverton. El humano corría y corría todo el día también
―limpiando y alimentando y protegiendo a los saurios del peligro exterior―, pero se había cansado
y dormía casi tan profundamente como los saurios.
Axel bajó los escalones hasta el primer piso. Descender una escalera humana podría haber sido
duro para una criatura bípeda de sólo cuarenta centímetros de alto, pero voló sobre ellos con
facilidad. ¡Había muchas cosas que hacer hoy! El universo era tan grande… «¡Eso es, taaaaaan
grande!» ¿Cómo podía alguien dormir cuando ya el cielo iluminaba el mundo? «¡De ninguna
manera!»
Axel golpeó el suelo con la cola. «¡Espacio y tiempo, y tiempo y espacio! ¡El universo es un lugar
enorme!».
Había aprendido eso de la computadora.
La computadora estaba sobre un escritorio en el comedor, o lo que había sido el comedor cuando
la casa era sólo un lugar para humanos, antes de que se volviera un refugio para los saurios. El
escritorio estaba orientado hacia la ventana del este. La computadora era vieja en muchos aspectos;
pero las computadoras viejas eran a menudo más fáciles de actualizar, y mientras se mantuviera
conectada a todos los maravillosos sistemas del mundo de más allá del pórtico y el patio, no había
nada que este modelo viejo no pudiera hacer.
―¡Sí!
Axel hizo rodar una escalera de plástico hasta el escritorio y se lanzó peldaños arriba, hasta que
estuvo ante la gran pantalla gris… grande para Axel, al menos.
―¡Eh, Reggie! ―se dirigió a la computadora por su nombre.
La computadora podía activarse y comandarse vocalmente. El cerebro trinó en respuesta al
saludo y la pantalla cobró vida: se desplegaron iconos en las esquinas y a lo largo de su tope
superior. Uno de ellos era el icono del Sistema: Reggie mismo, algo como un hipocampo ―o una
serpiente bebé― color verde claro, con ojos redondos y negros y una barba anaranjada en forma de
manillar que caía de su mandíbula.
El icono se desplazó al centro de la pantalla y creció hasta cubrir la mitad del espacio. La figura de
Reggie cambió de perfil a frontal, y en voz lisa y un poco andrógina habló:
―Reggie está listo.
―¡Hola! ―Axel agitó una manota y sonrió ampliamente, mostrando todos sus dientes diminutos
como espinas.
―Buenos días, Axel ―le dijo― ¿Qué puedo hacer hoy por usted? ―Reggie siempre hablaba en
tercera persona.
―¡Un montón de cosas! ―abrió sus brazos― ¡Cosas importantes! ¡Cosas sobre el destino del
universo! ¡Algo realmente importante en verdad! ―su cabeza se meneaba con cada exclamación.
―¿Por dónde quiere empezar? ―dijo Reggie con paciencia.
Axel miró bruscamente hacia un lado, después hacia el otro.
―¡No sé! Lo olvidé. Un momento… ―movió la cabeza vigorosamente― ¡El salvapantallas!
¡Muéstrame el salvapantallas!
La cabeza del icono pareció zarandearse ligeramente ―afirmativamente―, como si reconociera la
demanda. Reggie desapareció y la pantalla se puso negra. Axel juntó sus patas en anticipación.
Una mancha luminosa apareció en el centro de la oscuridad. Creció hasta que fluctuó
suavemente, como una estrella; entonces creció algo más hasta que pareció tan grande como el sol.
Era el sol…, como se vería si uno volara por espacio, directamente hacia él. Llenó la pantalla
hasta que pareció que uno estaba en peligro inminente de chocar con él.
―¡Aaaaaaaahh! ―gritó Axel, con deleite.
El sol se apartó a la esquina derecha de la pantalla, como si uno hubiera virado lejos y lo dejara
atrás. Oscuridad de nuevo. Otra mancha luminosa comenzó a crecer en el centro de la pantalla:
Mercurio, el planeta más cercano al sol. Fue seguido por Venus, después la Tierra, y Marte y Júpiter
y… todo el itinerario a través del sistema solar, hasta que una masa achatada, oblonga y enrollada
pasó, y todo lo que quedó en la pantalla fueron cientos, miles de manchas luminosas, cambiando sus
posiciones con diferente velocidad, como se podría ver si se volara por el espacio.
―¡Sí! ―lloraba Axel― ¡Sí!
A través de la bruma de la nube de Oort, ya fuera del sistema solar, las estrellas siguieron
acercándose y pasando, hasta que se pudo ver una pequeña mancha, como la huella de un pulgar
untado con pintura luminosa.
Era una galaxia. Otra galaxia.
―¡Sí! ―gritó Axel― Sí - sí - sí - sí - sí ¡Sí!
La galaxia fue creciendo en tamaño, hasta que se pudieron distinguir algunos de los miembros
individuales del racimo de estrellas. Axel festejó por ello.
―¡Sí! ¡Galaxias! ¡Vamos!
El ciclo del salvapantallas acabó, y estaba de vuelta al principio: la mancha pequeña crecía hasta
convertirse en el sol, entonces los planetas, después la lejana galaxia…
Axel lo miró todo de nuevo, y otra vez más, antes de que Reggie interrumpiera su ensueño.
―¿Desea que haga alguna otra cosa?
―Ohhhh. De acuerdo, de acuerdo, ¡de acuerdo!
Axel mantuvo sus ojos en las estrellas que se movían. Recordó a alguien del sueño que había
tenido durante el breve tiempo que estuvo dormido: no podía recordar a quién, pero era alguien a
quien quería hablar.
―¡Tengo que enviar un mensaje!
―¿Dónde quiere enviar el mensaje?
Todavía mirando el salvapantallas, dijo:
―¡Al espacio!
Reggie se tomó un tiempo más largo que el usual para contestar.
―«Espacio», como dirección, no es muy específico. ¿Hay coordenadas particulares en el espacio
a las que desea que su mensaje se dirija?
―¿Qué son coordenadas? ―Axel seguía mirando las estrellas.
El salvapantallas pestañeó. En su lugar aparecieron números de arriba abajo: números con puntos
decimales y signos de grados.
―Las coordenadas ―explicó Reggie― son una manera de dividir el espacio por incrementos, de
manera que uno pueda determinar con precisión a qué parte del espacio está mirando o a que
sección se quiere dirigir un mensaje.
―Ohhhhh.
Reggie hizo desfilar los números hacia arriba. Axel abrió su boca, en parte perplejo ante la noción
de números como direcciones, en parte por temor al limpio conjunto de ellos. Números, puntos
decimales, grados… el espacio amenazaba con volverse una pared impenetrable de números. Si
pensaba en eso un poco más, su cabeza se calentaría y explotaría.
―¡Ése! ―apuntó con su pata delantera izquierda―. ¡Tomaré ése!
Los números pararon de desfilar.
―¿Cuál? ―preguntó Reggie.
―¡Ése!
Apretó la pata delantera contra el vidrio, luego dio palmaditas contra él obstinadamente. Los
números eran tan pequeños ―y su pata delantera tan grande en comparación―, que Reggie no
podía discernir todavía la coordenada que Axel había escogido. Reggie destacó uno de los números
en rojo brillante.
―¿Éste?
―¡Sí, ése es! ―en verdad no era, pero el color rojo distrajo a Axel, cuya elección de número ya
había sido completamente arbitraria. Ante una pared de números, cualquiera le parecía tan bueno
como el otro―. ¡Envíalo allí!
―¿Qué tipo de mensaje? ―preguntó Reggie―. ¿Vocal? ¿Caracteres? Ecuaciones?
―¿Cómo? Bien, quizá radio ―dijo Axel―. O el que pienses que sea más rápido, como micro -
taqui - ondas, o super - hidro - electro - neutrinos.
―Un momento ―dijo Reggie―. ¿A qué frecuencia?
―¿Frecuencia? Oh, sólo una vez estará bien ―Axel se frotó una mancha pequeña que tenía bajo
la mandíbula.
Una máquina ―incluso una tan sofisticada como este Sistema modelo Reggie― no puede
suspirar, aunque uno puede imaginar que este modelo tuvo muchas ocasiones para hacerlo. Lo que
Reggie hizo fue aumentar sus pausas y bajar la velocidad del audio.
―Se entiende por «frecuencia», Axel…
Reggie lo explicó todo cuidadosamente. Axel enfrentó otra pared de números e hizo otra opción,
exactamente igual que había hecho con los primeros.
Los números desaparecieron, y las imágenes del salvapantallas volvieron. Axel lo miró de forma
tan ávida que parecía que nunca los hubiera visto antes.
―Reggie ha reservado tiempo en el radiotelescopio de Monte Herrmann. Puede enviarse el
mensaje a las 13:47 de hoy, hora local, mientras el equipo de primer turno toma el almuerzo.
―¡Uau! ―la cabeza de Axel giró y quedó mirando en sentido contrario―. Gracias, Reggie.
¡Gracias, gracias, gracias!
―Reggie necesita algo más de información.
―¿Qué cosa?
Muy lentamente, Reggie dijo:
―El mensaje, por favor.
―¡Oh, de acuerdo!
Axel trató de recordar el mensaje que se le había ocurrido durante la noche, cuando atisbó fuera
de las mantas y vio por la ventana el rectángulo de color índigo lleno de puntos de luz, e imaginó a
todos los espacionautas allí fuera. Espacio y tiempo y tiempo y espacio. Tal vez se vieran similares a
Axel: terópodos azules con ojos negros como el carbón, pequeñas patas delanteras y pies como
bloques, pero sin esa larga cicatriz en la parte baja de su espalda. O quizá se parecieran a uno de
los otros saurios… tiranosaurios en miniatura, o tricerátops, o saurópodos de cuello largo, o
hadrosaurios crestados. O quizá se vieran como muchachos humanos, o pájaros, o medusas, o
nubes.
―¿Cuál es el mensaje? ―preguntó Reggie.
―Bueno, bueno, bueno. El mensajeeee ―estiró la última sílaba para ganar un poco de tiempo―
es, es… ¡Hola!
―¿Ése es el mensaje?
―Sí.
―¿El mensaje completo? ―Reggie no solía enfatizar los adjetivos de esa manera.
―No sé. ¿Es suficiente? ¿Qué más debería decir?
Reggie hizo una larga pausa, para encontrar una respuesta apropiada.
―Puede decir tanto o tan poco como desee, pero es costumbre decirle al destinatario de un
mensaje quién es el que se lo envía.
―¿Por qué?
Puede haber sido alguna función del antiguo disco duro ―ya hacía largo tiempo que no se usaban
tales dispositivos―, pero Axel oyó un extraño y casi nervioso «click», venido desde dentro del
cerebro electrónico.
―Porque el destinatario posiblemente, por alguna razón completamente desconocida a Reggie,
quiera enviarle un mensaje a usted, en contestación.
—Heyyy —Axel imaginó el funcionamiento del salvapantallas al revés (uno puede hacer eso si lo
ha visto suficientes veces), regresando desde el espacio―. ¡Astronautas! ¡Sí!
—Querrá también decirles algo sobre usted —sugirió Reggie—. Dónde vive. Lo que hace. De
dónde viene. Sólo por ser amistoso.
—¡Ohhh, sí! ¡Entiendo! ¡Sí! Puedo decir: ¡Hola! Soy Axel, y vivo en esta casa grande y estoy aquí
con todos mis amigos. Somos saurios, tú sabes, todos nosotros salvo el humano que nos trae
comida y limpia las cosas. Su nombre es Tom. ¡Pero somos saurios!
»Los saurios somos como los dinosaurios. Éstos eran unos tipos muy grandes que vivieron hace
largo tiempo y se extinguieron. Se supone que nos parecemos a ellos, excepto que somos más
pequeños y no tenemos las partes que asustan. Venimos de una fábrica que era también como un
laboratorio, y nos hicieron de materia viva. Tú sabes, biología.
»Hicieron millones de nosotros y nos vendieron como juguetes a los niños humanos. Esos
muchachos que nos hicieron ganaron mucho dinero, mucho, y manejaban gigantescos autos y
llevaban sombreros en la cabeza y tenían casas mil veces más grandes que este lugar. Pero
entonces tuvieron que dejar de vendernos. Éramos más inteligentes de lo que habíamos de ser, y
vivíamos más tiempo de lo que se suponía. Una señora de la Fundación Atherton dijo que no éramos
juguetes, sino cosas reales que estábamos vivas, y que no debían vendernos.
»Pero algunos no hemos escapado del cuchillo, o los niños que nos poseían nos pisotearon, o nos
tiraron fuera por las ventanas. O los padres que nos habían comprado nos llevaron al bosque y nos
abandonaron allí… o dejaron de alimentarnos, y cosas por el estilo. Así que al poco tiempo no
quedábamos muchos de nosotros.
»La gente comenzó a creer a la señora de Atherton. Instalaron un grupo de casas para nosotros, y
así es como hoy estamos aquí. Hacemos toda clase de cosas que los muchachos que nos hicieron
pensaron que no podríamos hacer, como pensar y sentir, y vivir más de tres años. Mi amigo Preston
escribe libros. Mi otro amigo Diógenes lee todo lo que hay en la biblioteca. Y están los Cinco Sabios
Colegasaurios, que no hablan, pero tocan algo que a veces parece música. Y Agnes es una
estegosaurio con placas en su espalda y púas en su cola, y sabe acerca de los humanos y qué es lo
malo de ellos. Tiene veinticinco años, así que debe saberlo todo. Doc es listo también, pero es muy
bueno.
»Los que nos hicieron dijeron que no podríamos poner huevos porque no tenemos las partes
necesarias, pero sí podemos ponerlos. Yo no, pero sí Bronté y Kara, que son chicas. No se supone
que lo sepan los humanos, salvo Tom y la doctora Margaret… Ella es la señora que viene cada
semana para asegurarse de que nadie esté enfermo o muerto. Se supone que no sé nada de estas
cosas; ellos piensan que no puedo guardar un secreto, así que no digas a los otros astronautas nada
sobre esto, ¿de acuerdo?
»Y cuando termine este mensaje, voy a construir a Rotomotoman. Es ese bonito robot que soñé la
noche pasada. Reggie va a ayudarme, porque Reggie es la computadora más superinteligente en el
mundo. Entonces tomaré una nave espacial y viajaré por el tiempo y el espacio preservando el
universo y cayendo en supernovas y succionando agujeros negros…―Axel tomó una respiración
larga y necesaria, y luego le dijo a Reggie:— ¿Está bien así?
—Dadas las circunstancias —respondió Reggie—, su mensaje es excepcional.
—¡Uau!
―Sin embargo, se acostumbra luego a preguntar por el bienestar del destinatario del mensaje, y
cerrarlo luego de una forma elegante.
―¡Oh, oh, ya sé! ¡Sí! Para eso diré… «¡Espero que estés bien! Tu amigo, Axel». Algo así, ¿de
acuerdo?
—Se enviará el mensaje como lo dictó —declaró Reggie—, con unas pocas correcciones
gramaticales.
—¡Bien! —Axel saltó de contento—. Un mensaje espacial… ¡Gracias, Reggie! ¡Oh, gracias,
gracias, gracias!
—De nada, Axel —y luego, después de lo que se puede interpretar como una «trepidante pausa»,
y poniendo mucho cuidado al pronunciar, Reggie dijo—. Ahora, haz el favor de explicar a Reggie qué
es un Ro - to - mo - to - man.

Tom Groverton se paró a la puerta del cuarto donde los saurios dormían. Con los ojos medio
abiertos, el pelo desordenado y un botón del medio de su camisa suelto, dijo la palabra «Desayuno»
en forma clara, pero no demasiado ruidosa, y retrocedió cuando los más pequeños salieron
corriendo.

Los saurios más grandes se levantaron despacio, gruñendo, refunfuñando y estirándose. El


tricerátops llamado Charlie siempre tenía algún problema para enderezarse. Se abrazó a su
compañera Rosie hasta que sus piernas traseras estuvieron razonablemente extendidas. Los dos
estegosaurios grises, Agnes y Sluggo, ejecutaron una especie de ritual para levantarse: las piernas
traseras primero, luego las delanteras arriba, despacio, con un movimiento deslizante.
Hubert y Diógenes, los dos terópodos más grandes —ambos de un metro y medio de alto—
ayudaron a los otros viejos, Sam y el doctor David Norman. Sus colas son muy útiles.
Diógenes sujetó una pata delantera de Doc, el tiranosaurio color castaño claro, que tenía la pierna
izquierda algo floja.
—Gracias, amigo —dijo Doc, los ojos apenas visibles bajo sus gruesos párpados—. Cada día
parece hacerse un poco más duro.
—Les pasa a todos —dijo Tom Groverton desde la puerta.
Doc asintió.
—Pero no es igual para todos. Una vez fuiste un niño, y has crecido para convertirte en un adulto.
A nosotros se nos diseñó. Nacimos con los ojos abiertos. El crecimiento que experimentamos está
más allá de los recuerdos. Los pequeños se quedan pequeños, y los grandes siempre somos
grandes.
—De cualquier modo, todos nos hacemos viejos —insistió Tom.
—Hasta que nos quedamos fríos —sonrió Doc, serenamente—. O quizás pueda decirse que nos
desgastamos.
—Así nos pasa también.
Mientras Hubert y Diógenes plegaban mantas y cobertores, Tom se acercó hacia la cama de
hospital con ruedas ―del tamaño de una cuna― que había en el centro del cuarto. En él había una
figura reconocible como un saurio y un terópodo, pero sus miembros —todos ellos— faltaban, y su
cola era un muñón aplastado. Varias cicatrices viejas entrelazaban su abdomen, y sus ojos eran
agujeros vacíos.
—Buenos días, Hetman —le dijo Tom a la figura en la cama—. ¿Cómo te sientes hoy?
—No tan mal —la voz de Hetman era leve y áspera, siempre un poco más en la mañana—. Tuve
un sueño extraño. Extraño, pero agradable.
—¿Cómo fue? —preguntó Doc, descansando su pata delantera en la baranda de la cama.
—Muy raro. Realmente muy raro —Hetman orientó su cabeza hacia las voces—. ¿Puedes
imaginarme de paseo sobre un caballo?
—Claro que puedo, viejo amigo… —Doc cerró sus ojos—. Como Zagloba, el cosaco: rebelde,
temerario, lleno de vida, paseando a caballo con habilidad incomparable —abrió sus ojos
nuevamente y sonrió—. Debe de haber sido un sueño espléndido.
Hubert y Diógenes ya estaban a la cabecera de la cama con ruedas, listos para bajar a Hetman a
desayunar.
—¿Os ayudo? —se ofreció Tom.
—Ellos pueden solos —dijo Doc por los terópodos. Hubert y Diógenes eran bastante instruídos,
pero hablaban sólo cuando lo dictaba la necesidad—. Gracias de todos modos, pero será mejor que
bajes antes que Jean - Claude y Pierrot se impacienten. Recuerda lo que pasó ayer.
El día anterior, Jean - Claude y Pierrot cantaron: «¡Carne! ¡Carne! ¡Desayuno!». Hasta los
pequeños ―que no comían más que bolitas de soja y harina de avena― gritaron también.
Tom asintió. Paseó su mirada por los otros saurios que todavía no habían bajado a desayunar:
Agnes, Sluggo, Kara, Preston y Bronté. Todos ellos miraban a Tom, salvo Bronté; el apatosaurio
verde brillante miraba fijamente en dirección a la cama de Hetman.
Tom hizo una mueca asimétrica antes de salir del cuarto.
—Bien, pero no se demoren demasiado.
Cuando se fue, Hetman susurró:
—¡Revisen el huevo! Me retorcí en mi sueño; tengo miedo de haberlo dañado.
Hubert giró a Hetman suavemente sobre su costado y quitó la almohada cuando Doc miró. Bajo la
almohada había un huevo amarillo pálido, de unos pocos centímetros de largo.
—Está bien —dijo Doc.
—No permitan que Doc lo tome —dijo Agnes—. Es muy torpe.
—Mi estimada Agnes, no tengo intención de hacerlo.
Sluggo había ido en busca de una pequeña caja de cartón llena con algodón, oculta tras del arca
cerca de la ventana, donde se guardaban las mantas y cobertores. Para retirarla había separado el
mueble de la pared con su hocico. Diógenes recogió el huevo y lo puso cuidadosamente en la caja.
Agnes desplazó a Sluggo a un lado y examinó el huevo, olfateándolo en busca de la fractura más
ligera.
—Supongo que está bien.
Kara topó a Agnes con su cabeza. Era un apatosaurio; su cabeza era grande… y dura.
—Deja que Bronté lo vea. Es su huevo, después de todo.
—Oh. De acuerdo.
Agnes se retiró y le hizo a Bronté una caricia para que se acercara.
Cuando Bronté miró, tres pequeños surcos se formaron en su frente. Se preocupó, se apenó y
reflexionó, todo a la vez al recorrer los contornos del huevo y su levemente áspera superficie.
Contuvo su respiración y observó fijamente.
Todos ellos lo hicieron, congregados ante la caja de cartón, salvo Hetman, que escuchaba tan
cuidadosamente como los otros miraban.
—La cáscara parece tan frágil… —susurró Sluggo.
—¿Acaso eres tonto? —dijo Agnes—. ¿La has tocado, acaso? Es como granito. Ella no tendrá la
fuerza necesaria para abrirse camino a través de tal cáscara.
—O él —sugirió Doc.
—¿Tú que sabes? —refunfuñó Agnes.
—¿Acaso lo sabe alguno de nosotros?
Agnes refunfuñó de nuevo, pero lo dejó pasar.
Ninguno sabía si era el tiempo correcto para las primeras rajaduras en la cáscara, para que la
pequeña criatura que estaba dentro rompiera los muros de calcio de su prisión y protección. Si debía
ser ahora, o más tarde. O alguna vez.
El huevo de Agnes había tenido yema y bolsa fetal, pero no un feto. Igual que el de Kara. El
primer huevo de Bronté había contenido una cosa diminuta, casi informe, que nunca se movió y
nunca mostró señales de que pudiera haberse movido, como un pequeño amuleto de plástico en el
centro de una barra de jabón. Los saurios lo habían sellado cuidadosamente en una pequeña bolsa
de nylon y lo enterraron en el jardín.
En los últimos meses habían revisado todo banco de datos que pudieron encontrar con
información sobre criaturas ponedoras. Estudiaron avestruces y cobras, ornitorrincos y osos
hormigueros. También leyeron sobre dinosaurios —los de verdad, los que habían vivido millones de
años antes―; todo eso les ayudó a adivinar lo que pasaría, o lo que debería pasar, si alguno hubiera
imaginado que en verdad pasaría, pero ninguno lo imaginó.
Bronté había practicado incluso con unos huevos de pájaro que Sluggo había encontrado en el
patio, caídos de los nidos en los árboles. Los pichones salieron del cascarón con éxito, pero ¿quién
podía saber si el huevo de un saurio era en algún punto semejante al de un gorrión?
—Necesita calor —dijo Bronté, quien raramente hablaba, y aún entonces sólo en un cuchicheo.
—Siéntate sobre él —le dijo Agnes—. Suavemente.
—Es demasiado frágil —avisó Sluggo.
—Ponlo en la ventana, al sol —sugirió Kara.
—Eso es demasiado —repuso Agnes—. Puede hacerlo hervir. Además, ¿qué pasaría si por la
tarde se nublara?
—Podríamos preguntar a Tom —sugirió dócilmente Sluggo—. O a la doctora Margaret.
—¡No! —Agnes golpeó su cola contra el suelo—. No es asunto suyo. ¡Es nuestro asunto! Además,
no sabrán hacerlo mejor que nosotros. Y por sobre todo, si se enteran de que ponemos huevos, los
humanos de allá afuera sentirán pánico. Nos encerrarán de nuevo en los laboratorios y nos
examinarán, y tratarán de arreglar lo que salió mal. O peor aún: nos rodearán y nos exterminarán por
completo.
—Ellos no harían eso —dijo Sluggo, pero las palabras no salieron con la certeza que quiso
ponerles.
Agnes se sintió abrumada por la desolación de sus propias visiones.
—Hasta pueden decidir que les gustan nuestros huevos, y harán que nos sentemos en unos
corrales y pongamos para ellos, como las gallinas… ¡Y se los comerán hervidos, batidos y fritos!
—¡No! —Bronté y Sluggo abrieron la boca casi al unísono.
Kara simplemente corneó a Agnes de nuevo.
—¡Calla!
—¡Atiendan lo que digo! —Agnes escupió cada sílaba con contundente, apocalíptico énfasis—.
¡No se puede confiar en los humanos! Dicen una cosa, y luego hacen lo contrario. Quieren todo el
maldito mundo para ellos. Quieren todo. ¡Todo! Son codiciosos, retorcidos y malvados, y matan por
placer… ¡Arruinan todo lo que tocan, y luego buscan más cosas que estropear!
—Eso es verdad —reconoció Preston, que a pesar de los miles de palabras que ha escrito,
inclinado encima de un teclado y dando golpecitos con sus cuatro dedos, raramente decía más de
una docena de palabras al mes—. Después de todo, nos hicieron a nosotros.
—¿Qué clase de chiste es ése? —Agnes agitó la cola, barriendo el aire en un arco.
—Tom no es uno de ésos —dijo Sluggo—. Y la doctora Margaret tampoco.
—No lo son ahora —Agnes bajó la cola—. Pero pueden volverse así. Es por culpa de la carne que
comen. Envenena sus cerebros, y se vuelven locos. Ése es el motivo por el que tienes que cuidarte
de ellos.
—La doctora Margaret no come carne —recordó Sluggo—. Es herbívora.
—Vegetariana, se dice —lo corrigió Doc.
—¡Oh, calla! ¿Quién te preguntó esta vez? —se burló Agnes.
—¿Quien te preguntó a ti? —la acusó Kara—. Hablábamos del huevo.
—Lo que necesitamos —dijo Doc, descansando una pata en la espalda de Bronté— es paciencia.
Debemos ser cuidadosos, y mantenernos atentos. Este huevo puede eclosionar, querida. Pero si no
lo hace, estudiaremos más y la próxima vez sabremos más.
—Y algún día —susurró Kara—, uno al fin saldrá del cascarón.
—Eso espero —Doc le dio golpecitos, consolándola—. Pero, pese a lo mucho que odio decir esto,
también sería posible que, por nuestras idiosincrasias genéticas, fuéramos sólo capaces de ejecutar
la mitad del trabajo.
—¡Oh!, ¿quién murió y te hizo rey? —Agnes se alejó con disgusto, o quizás para esconder su
expresión, momentáneamente temerosa.
Doc sonrió y suavemente dijo:
—Dulce Agnes, no me prestes atención, entonces. Soy sólo un viejo necio y cojo, que no sabe
nada, excepto que ama a todos sus buenos amigos aquí congregados.
—¡Eres sólo un viejo charlatán! —Agnes retrocedió—. Como si yo confiara en los carnosaurios
más que en los humanos… ¡Estáis todos llenos de tonterías!
—No obstante —dijo Hetman, su débil voz contradiciendo su proximidad—, tengo el
presentimiento de que éste saldrá del cascarón. Es sólo un presentimiento, pero algo me queda de
todo lo que he perdido.
—Hetman —dijo Agnes, luego de una pausa embarazosa—, no quise referirme a ti cuando dije
eso sobre los carnosaurios. Yo… yo me extralimito a veces.
—¿En serio? —resopló Kara.
—Si no te excedieras… —le dijo Hetman—, temería haber sido llevado en espíritu a otra casa
durante la noche. No te disculpes por ser como eres, Agnes.
Ella respondió con un retumbar, pero esta vez de su estómago. Apenas más tarde, el de Doc hizo
un ronroneo, como cuando se pone en marcha un motor de combustión interna.
—El desayuno —dijo Kara.
Hubert y Diógenes asintieron, y empujaron la cama de Hetman hacia la puerta, donde estuvieron a
punto de chocar con el borrón azul de un jadeante terópodo.
—¡Preston! ¡Oye, Preston!
Axel se demoró apenas lo suficiente para gritar un apresurado «¡Hola!» a Hetman, Hubert y
Diógenes, y luego cargó, chocando contra el costado de Agnes.
—¡Uff! ¡Mira por dónde vas! —ladró ella—. No es sufi…
—Perdón, perdón, Agnes. ¡Preston! ¡Preston! ¿Puedo tener…?
Su atención se desvió al embalaje de cartón, y a su contenido.
—¡Heyyy! —Axel echó un cuidadoso vistazo dentro—. ¡Ése es!
Doc asintió.
—Sí, éste es.
Miró a los otros alrededor y señaló la caja.
—¡Ése es el huevo! —dijo, como si no lo hubiera visto antes.
—Así es —dijo Doc.
—¿Sabes lo que significa? —continuó Axel.
—No —suspiró Agnes con impaciencia—. ¿Qué significa?
—¡Alguien ha tenido sexo!
—¡Oh, calla! —gritó Agnes—. No sabes nada sobre eso.
—¡Sí, sí, sí! Aprendí de él gracias a Reggie. Vi «Apareamiento animal, práctica y hábitos», «La
cría de aves de corral», «Del esperma a la germinación» o algo parecido, y… y vi «Angélica sopla
sus velas de cumpleaños».
—¡Calla! ¡Cállate! —las placas del lomo de Agnes chasquearon por la violencia con que golpeó el
suelo con su cola—. Eres completamente…
—Axel —dijo Doc—, no quiero distraerte, pero habías subido para preguntarle algo a Preston, ¿no
es así?
—¡Sí, es cierto! —Axel se dirigió a Preston—. ¿Puedo disponer de cinco mil dólares?
Agnes abrió la boca.
—¡Queeé!
—Cinco mil dólares. Eso es todo. ¡Y entonces lo construirán! ¡Verdaderamente lo harán! Ya
inventaron los diagramas y las matemáticas celestes, y otras cosas. Reggie les mostró lo que
necesitaban.
—¿Y qué te harán? —preguntó Agnes—. ¿Un cerebro que sirva?
—Os lo mostraré. Venid —inició unos pasos hacia la puerta—. ¡Venid!
—¿Que nos mostrarás? —dijo Doc con cuidado, en un esfuerzo por hacer que Axel se calmara y
explicara―. Has dicho ellos. ¿Quiénes son «ellos»? Y qué es lo que van a hacer?
—¡Rotomotoman, Doc! ¡Es Rotomotoman! Rotomotoman! —Axel los llamó con su pata delantera
—. ¡Vamos!
Doc no estaba seguro si ésta era respuesta a una, o las dos preguntas, o a ninguna. Mientras más
trataba de descifrar lo que Axel había dicho, más retumbaba su estómago.
Agnes cerró los ojos y enderezó su espalda tanto como pudo.
—¿Por qué? ¿Por qué a nosotros?
—Pienso que es mejor que vayamos con él —dijo Doc—, así nos enteraremos de qué es eso de
Rotoman.
—¡Roto - moto - man! —lo corrigió Axel, y lo dijo de nuevo más rápidamente, como si sólo el decir
el nombre fuera un puro deleite.
—Está ido —dijo Agnes—. Lo que lo había mantenido en su sano juicio…
—No hará daño ver qué fue lo que puso al pequeño amigo tan excitado —Doc dio un paso hacia
la puerta.
—Pequeño amigo —Agnes escupió las palabras y se volvió a Bronté—. ¡Pequeño amigo!
—¡Vamos, vamos, vamos! —gritó Axel desde la puerta.
Preston recogió la caja con el huevo y, sin atender las objeciones de los otros, siguió a Axel.
Bronté caminó al lado de Preston, tan cerca del huevo como le fue posible, y Kara iba al otro lado.
Doc cojeó junto con Sluggo mientras Agnes, renuente y furiosa, los siguió al final.
Por el tiempo en que el cortejo alcanzó la escalera, Axel ya estaba al pie, mirándolos y
llamándolos.
—¡Apúrense! —gritó, como si se fueran a perder el último eclipse total de sol de los próximos
cincuenta años.
—Paciencia —le dijo Doc, mientras abordaban el ascensor—. Paciencia. Ya vamos.
El ascensor era una adaptación de los «días humanos» de la casa, y se construyó originalmente
para llevar un sillón de ruedas de arriba abajo por la escalera. Ahora era una simple plataforma que
transportaba a los saurios que estaban demasiado pequeños, demasiado cojos o demasiado
cansados para subir o bajar entre los dos pisos. La rapidez nunca tomó parte en su diseño o
renovación. Para Axel era agónico ver a los otros bajando lentamente en el ascensor: como ser
obligado a mirar la bajante de una marea.
Cuando el ascensor llegó a su parada, y los otros apenas habían salido, Axel corrió hacia al
comedor y se encaramó a la escalera de plástico que le hacía acceder a la computadora.
—¡Vamos, vamos, vamos!
—Podemos ver la pantalla desde aquí —dijo Doc, cuando el grupo se estableció a un metro del
escritorio—. Muéstranos lo que quieres que veamos.
—Reggie —le dijo Axel a la pantalla—, muestra a Rotomotoman.
El monitor desplegó un fondo gris y un entramado de líneas azules. Una música acometió, algo
con un tempo rebotante y sonidos de trompetas. Una figura color gris metálico apareció en la
pantalla: un cilindro rematado por una semiesfera. Justo sobre la línea donde el cilindro se unía a la
cúpula había dos círculos blancos, con dos círculos negros más pequeños en su interior, como los
ojos de un personaje de dibujos animados. El cilindro se apoyaba en cuatro círculos pequeños, que
se podía suponer eran ruedas, y de sus laterales colgaban dos varas articuladas que parecían ser
brazos. Al final de cada vara había una placa rectangular de la cual salían cinco dedos, uno fijo y
apartado de los otros, como un pulgar. Las pupilas de los presuntos ojos giraron ligeramente de
izquierda a derecha, como si la figura inspeccionara la escena alrededor de sí misma.
—¡Camina! —gritó Axel.
La figura rodó hacia la izquierda de la pantalla, seguido por líneas horizontales de velocidad y dejó
atrás una nube de polvo de dibujos animados. Reapareció, esta vez desde la izquierda y
desapareciendo por el lado derecho de la pantalla. Rodó de izquierda a derecha, de derecha a
izquierda, izquierda a derecha de nuevo, mientras Axel cantaba:
—¡Ro - to moto man! ¡Ro - to moto man!
Antes de que los saurios enloquecieran mirando este implacable movimiento de un lado a otro, la
rejlla de líneas fue reemplazada en la pantalla por unos dibujos animados simples, una escena
callejera con casas, aceras, árboles, arbustos, césped y cercos. Rotomotoman permanecía todavía,
mientras las líneas de velocidad y el fondo cambiante prestaban la ilusión del movimiento.
Un coro de voces se unió al acompañamiento musical.
La melodía era bastante simple, como la de los viejos programas de televisión de los ’50,
astutamente sintetizada por Reggie:
—¡Él es nuestro gran… Roto - moto Man!
Axel la cantó entera, atento a la pantalla, completamente esclavizado.
—¡Ésta es su canción, no vino de Japón!
Doc miró a Preston. Kara miró a Bronté. Sluggo miró a Agnes.
—¿Japón? —preguntó.
Agnes sacudió la cabeza. Se mantenía de pie delante de la caja con el huevo de Bronté ―Preston
lo había puesto en el suelo―, como si lo escudara de la vista.
La canción continuaba:
—¡Un hombre de verdad! ¡Es Roto - Moto - Man!
—Pero… —Bronté le susurró a Doc— no es un hombre* en absoluto.
—Ni siquiera… —pero Doc no pudo seguir.
El verso se repitió mientras Rotomotoman, en la pantalla, atravesaba un muro de ladrillos. Corrió
por una concurrida calle, mientras una luz roja salía de la cima de su hemisférica cabeza y
destellaba. Se alzó luego en unas delgadas piernas de metal. Su cuerpo cilíndrico también se
extendió ―como si fuera un telescopio―, para que Rotomotoman pudiera ver a través de las
ventanas de un segundo y tercer piso. Hacia el final de la segundo estrofa, uno de los dedos de su
«mano» derecha disparaba pequeñas llamaradas, como si se hubiera convertido en una
ametralladora.
Llegando al final de la canción, Rotomotoman mantenía a raya a un grupo de «chicos malos»,
tocados con los tradicionales sombreros de ala y máscaras negras sobre sus ojos. Levantaron sus
brazos en rendición. Alrededor de ellos, unas abultadas bolsas con el signo del dólar impreso yacían
en el suelo, donde los chicos malos las habían dejado caer. Un policía ―con la apropiada insignia,
arma y garrote― saludó a Rotomotoman, mientras arrestaba a los bribones. Rotomotoman le
devolvió el saludo modestamente. Un hombre en un traje oscuro, un monóculo y sombrero de copa
—presumiblemente un banquero— sacudía la mano de metal de Rotomotoman, la misma de la que
habían salido las balas anteriormente.
La pantalla se oscureció.
Los saurios se quedaron de pie allí, en silencio y boquiabiertos, sus ojos vacíos, aturdidos y
enmudecidos.
—¿Habéis visto? —Axel bajó trotando la escala de plástico—. ¿No es grandioso? ¿No es lo más
portentoso que jamás hayáis visto?
Doc, intentando una respuesta amable, fue el primero en hablar.
—Axel —preguntó con simpatía—. ¿Estás durmiendo bien últimamente?
—Axel —dijo Agnes, suave pero firme—, ¿estás chiflado?
—¡Lo vi en un sueño! —explicó—. Si yo soñé con él, es porque dormía.
—Me gustaría estar soñando —dijo Kara.
—Pero estos muchachos, ¡pueden hacer uno real! —continuó Axel—. ¡Un Rotomotoman real, real,
real! Pregunté a Reggie, y encontró una compañía que hace… ¿como dijo que los llaman?
¡Prototipos!
—Roto - prototipos ―susurró Bronté.
—Proto - motoman —masculló Preston.
—Deberíamos desconectar a Reggie —dijo Agnes—. Enseguida.
—Pueden construirlo —Axel se volvió a Preston—. ¡Y pueden enviarlo aquí! Y… y cuesta cinco
mil dólares. ¿Puedo tenerlo, Preston? Por favor, por favor, por favor…
Agnes lanzó un sonido que comenzó como una tos y terminó como una burla.
—¡Cinco mil dólares por un cubo de basura con ruedas! ¡Un cubo de basura que atraviesa
paredes! ¡Un cubo de basura que correrá por todas partes y nos arrollará, y nos dejará como tortas!
¡Un cubo de basura con una baliza por cabeza, y escupiendo balas por sus dedos!
—¡Sí! —dijo Axel—. ¿No es bonito?
—Axel… —comenzó Doc, pero Agnes le cortó.
—Axel, mira a tu alrededor. ¿Ves alguna pared que necesite ser derribada? ¿Ves algún saurio
que deba ser despanzurrado? ¿Ves a alguien que merezca ser acribillado a balazos?
—¡Él no hace eso! ¡No hace eso! —levantó sus patas delanteras—. Reggie dijo que no debemos
pedir eso. Nada de balas, nada de aplastar. Puede tener percepción, un sistema sensor para que no
aplaste a nadie…
—En otras palabras —dijo Agnes—, un cubo de basura que rueda de un lado a otro, eternamente
y sin utilidad. Por cinco mil dólares.
—¡No es un cubo de basura! —la amonestó Axel—. ¡Es Rotomotoman! Es mío, ¡yo lo inventé!
Reggie me ayudó, ¡pero yo lo creé! —su voz asumió un tono de súplica—. ¡No romperá nada! ¡Será
nuestro amigo!
—¿No le disparará a cualquier cosa? —preguntó Sluggo.
Axel negó con la cabeza.
—Rotomotoman es bueno.
—Me parece bien que hayas creado a Rotomotoman —le dijo Bronté—. Muy listo por tu parte.
Pero…
—Hiciste un trabajo muy bueno —agregó Kara—. Muy bien hecho. Pero…
—Eres un completo idiota, y probablemente un demente —le dijo Agnes.
—Gracias, gracias, gracias —Axel se inclinó ante cada uno de ellos.
—Pero quizás… —aventuró Doc— sería mejor para todo el mundo… —Axel se volvió a él; Doc
apuntó a la computadora— si tu Rotomotoman limitara sus actividades sólo a esa pantalla… ―su
estómago retumbó: otra llamada para desayunar—. Puedes jugar con él cuando quieras.
Rotomotoman puede romper todo cuanto desee, mientras se quede en la pantalla —su estómago
ahora hizo un «urrrr» legítimo, distinto del otro ruido.
Axel miró atentamente a Doc. Éste continuó:
—Así podrás suavizar el rencor de la dulce Agnes, y aliviar las aprensiones del resto de nosotros.
Axel aguardó, sin decir nada.
—Axel, ¿me estás escuchando?
—Sí —asintió moviendo la cabeza—. Hazlo de nuevo.
Doc aclaró su garganta.
—¿Hacer de nuevo qué?
—Haz que tu estómago haga «urrrrrr», como antes.
Doc tomó una honda aspiración.
—Dime, ¿escuchaste lo que dije?
—Seguro… ¿Qué era?
Agnes golpeó su cola contra el suelo.
—¡Dijo que de ninguna manera estaremos de acuerdo en tener ese cubo de basura en esta casa!
La mandíbula de Axel cayó, y sus ojos se abrieron. Casi se podía sentir cómo se comprimía el
corazón del pequeño terópodo.
—Pero, pero… ¡yo lo creé! ¡Lo hice! ―miró a Kara, Bronté y Sluggo; no podía mirar a Agnes—.
No se trata de lo que Rotomotoman hace, ¡se trata de lo que es! ¿Comprenden? ¡Tengo que hacer a
Rotomotoman!
—Lo que yo veo —dijo Agnes― es que Preston tendría que perder la razón para gastarse cinco
mil dólares en ese inútil y peligroso armatoste.
—Axel, escucha —dijo Doc, con gran simpatía—. Preston escribe libros acerca de grandes
capitanes del espacio, fabulosos ejércitos y ciudades volantes, pero no tiene que construir prototipos
de ellos, o hacerlos circular por los corredores de nuestra pequeña morada, ¿comprendes? —dió
unos golpecitos a Axel en la cabeza—. No podemos construir cualquier cosa que imaginemos.
Axel comenzó a alejarse con la cabeza gacha, y se volvió hacia Preston.
—¿Es eso verdad, Preston? ¿Es eso lo que piensas?
Siempre era difícil calibrar los sentimientos de Preston. Hablaba muy poco, y lo que escribía en
sus libros presentaba tantos puntos de vista que era difícil figurarse cuál pudiera ser el suyo propio.
Sonrió a sus compañeros, un poco más por un lado de su boca que por el otro.
—Pienso que lo que Axel ha hecho es creativo y entretenido —dijo, en su atenuada voz de tenor.
—¿Entretenido? —contestó Agnes—. ¡Si recibieras un balazo, te daría un ataque de nervios!
Pero Preston puso su mano en la cabeza de Axel y lo llevó a la escalera de plástico, hasta la
computadora. Los otros saurios, con la sola excepción de Agnes, estaban mudos.
—¡Preston! —gritó ella—. ¿Qué estás haciendo?
Axel y Preston siguieron en lo suyo, sin darle contestación.
—Preston, no estarás… no te atreverías a…
En la cima de la escalera, de pie ante la computadora, Preston dijo:
—¿Reggie?
—Reggie está listo —contestó la computadora.
—Haz el favor de conectarme con mi banco.
—¡Preston! —gimió Agnes—. ¿Te has vuelto chiflado tú también? ¡Preston!
—¿Qué dirá Tom? —preguntó Sluggo a Doc.
—Supongo que Tom tendrá que arreglárselas con él. Como hace con todos nosotros.
Preston se apoyó encima y le dijo en la oreja a Axel, para asegurarse de que lo oía:
—Recuerda, nada de ametralladoras. Nada de rayos de la muerte. Nada de derribar paredes.
Nada de aplastar pequeños. Nada de carreras.
—¡Sí - sí - sí - sí! —Axel abrazó la pierna de Preston con sus patas delanteras—. ¡Lo que digas!
¡Oh, gracias, gracias, gracias, Preston!
La transferencia de fondos a la compañía de prototipos fue sencilla. Hacía tiempo que había
dejado de ser raro para los no humanos tener cuentas en el banco. La idea de que los bancos
piensan en algo más que en las cuentas y su actividad, pertenece a las generaciones pasadas. Las
tenencias financieras de Preston no eran nada muy digno de mención salvo por su tamaño, como las
que mantenían algunos de los otros saurios. Alphonse ganaba buen dinero a menudo con sus
programas de radio, y Doc tenía fondos empresariales como dueño - fundador.
La alegría de Axel hizo tambalear la escalera del plástico cuando los dos bajaron del escritorio.
—¡Oh, gracias, Preston! ¡Gracias, gracias, gracias! ¡Eres el mejor, el más maravillosamente
perfecto y más grande amigo en el universo entero completo! ¡Gracias, gracias, gracias!
—¿Alguien aquí piensa en desayunar?— Tom Groverton estaba de pie detrás de ellos, los brazos
en jarras y la cabeza inclinada—. ¿Han terminado ya con eso?
—¡Desayuno, desayuno, desayuno! —repitió Axel saliendo detrás de Tom—. ¡Vamos, Preston! ¡Mi
mejor mejor amigo! ¡Vamos a desayunar!
—Lo siento por el retraso —le dijo Doc a Tom—, pero teníamos un pequeño negocio que resolver.
—¿Negocio?
—Te explicaré más tarde —dijo Doc—. Aunque pienso que nos llevará un poco de tiempo…
—A mí no me digas —Agnes agitó desmayadamente su cabeza—. No creo que vuelva alguna vez
a tener ganas de desayunar.
Bronté cubrió cuidadosamente el huevo con algodón antes de que Preston recogiera la caja y
encarara hacia la cocina.
—¿Qué es eso? ¿Otro huevo? —preguntó Tom.
Agnes levantó la cola, y miró severamente a Bronté.
—Sí… —dijo Bronté nerviosamente, mirando a Kara y Agnes—. Sluggo lo encontró el otro día. Un
huevo de cuervo, pienso. Es… es bastante grande.
—Bueno —dijo Tom, agachándose y acariciando a Bronté justo sobre los pequeños surcos de su
frente—, te deseo la mejor de las suertes. Eres una empolladora de huevos de primera clase. Harás
un buen trabajo.
—Gracias —la palabra salió como un chirrido, como si su boca estuviera muy seca.
Siguió a Preston fuera del cuarto, detrás de Kara y Sluggo, y lentamente hacia la cocina. Doc
caminaba con la cabeza baja, intentando la difícil acción de frotarse la cabeza con una de sus cortas
patas delanteras. Su estómago retumbó de nuevo.
—Después del desayuno —suspiró—. Después del desayuno.
Agnes entrecerró los ojos y miró fijamente hacia arriba, a la cara de Tom.
—¡A usted sólo le importa su propio maldito negocio! —dijo, y siguió a los otros fuera del cuarto.

Al alba del día siguiente, cuando Axel se arrastró fuera del montón durmiente y corrió escaleras
abajo, oyó leves sonidos procedentes de la sala y se dio cuenta de que la gran pantalla del video
estaba todavía encendida.
Hubert lo había apagado poco antes de ir a dormir, recordó Axel sin dudarlo. Quizá el video se
había encendido por sí mismo… o habría allí algún otro saurio que decidió levantarse aún más
temprano que Axel. Se dio prisa para investigar.
En el medio de la sala, en el mismo lugar donde los saurios se habían sentado para ver el video,
había una rana. ¡Una rana! Del tamaño de una pelota de béisbol, era de color verde pálido, con
manchitas grises distribuidas por toda la piel.
Al lado de la rana estaba el control remoto que se usaba para cambiar programas. Ella ―o tal vez
él― se sentaba muy quieta, los ojos vueltos hacia la pantalla. Pero debe de haber oído que Axel se
acercaba, porque antes de que pudiera alcanzarla palmoteó el mando a distancia con su mano
izquierda. El video se apagó, y la rana brincó al sofá del lado de la ventana, y luego a los cojines.
—¡Eh! ¿Dónde vas? ¡Eh!
Axel corrió detrás de la rana, pero no lo bastante rápido. En segundos la rana estaba en la parte
trasera del sofá, luego en el anaquel de la ventana y ¡flup! fuera de la ventana y de la vista.
Axel trepó siguiéndola ―o siguiéndolo― y miró afuera al patio, todavía oscuro en las sombras de
la madrugada; luego volvió frente a la pantalla del video.
—Uau —susurró para sí—. Una rana que puede mirar televisión…
Luego del desayuno —y de que la mayor parte de los saurios hubieran hecho su visita matinal al
cuarto de desperdicios—, Doc encontró una mancha de luz solar cerca de la ventana grande en el
comedor y empujó la caja de plástico que usaba como taburete. Era un lugar bueno para sentarse y
calentarse un poco, y todavía tenía a la vista la pantalla de video, donde podía ver a un hombre
gordo y un hombre flaco ―ambos con sombreros hongo― tratando de subir un piano por un tramo
de escalera ridículamente largo. Los hombres monopolizaron su mirada hasta que los sombreros
comenzaron a recordarle la cabeza de Rotomotoman, y dejó de prestar atención.
Los pequeños saurios se agrupaban delante del computador Reggiesystem. Doc podía oírlos
estudiando las principales exportaciones de Ghana. Al otro lado del cuarto, Los Cinco Sabios
Colegasaurios se sentaban en el sofá, ensayando con sus trompetas de plástico a través de un
sintetizador, tocando algo rápido y extremamente rítmico que ellos llamaban «chino» o «Dizz». A su
izquierda, Kara se sentaba al lado de Hetman, leyéndole Un Yanqui en la Corte del Rey Arturo.
Tenía el libro apoyado contra el respaldo de una silla recta de madera y volvía cuidadosamente las
páginas con el hocico.
Otros de los pequeños usaban las pequeñas plataformas con ruedas que llamaban patinetas
―impulsadas por baterías― para jugar de un extremo de la casa al otro. En el rincón más lejano de
la sala, el par de estegosaurios, Zack y Kip, jugaban con Jean - Claude y Pierrot, los terópodos, a un
juego usando fichas de damas como discos de hockey, que lanzaban por el suelo con sus colas. El
juego se llamaba «Pégale Duro», hasta que un estegosaurio rojo llamado Verónica recibió un golpe
demasiado duro de una de las fichas. Entonces Agnes declaró que el juego debía cambiar a «No
Tan Duro».
En la biblioteca Diógenes y Hubert se ocupaban de ordenar libros en los estantes para los saurios
que estudiaban ―más allá de si los leyeran o no―, fascinados no siempre por el tema sino tal vez
por sus imágenes, moralejas, formas, o incluso por el olor del papel y la encuadernación.
Por encima del ruido del «Dizz» y el fino acompañamiento musical de los portadores del
desgraciado piano en el video, Doc podía oír a Agnes gritando a alguien en patineta:
―¡Eh! ¡Anda más despacio! ¿Dónde os creéis que estáis, en las carreras?
El mundo estaba en orden… por el momento. Doc cerró sus ojos y se calentó al sol. Lo que
hubiera de inquietarle podría esperar.
—¡Eh, Doc! ―Doc abrió sus ojos. Axel estaba de pie ante él―. Adivina lo que vi esta mañana.
Doc tembló.
—No será otro robot, ¿no?
—¡Nooo! —Axel descartó el asunto con un gesto de su pata delantera—. Era una rana. ¡Aquí!
¡Miraba el video!
—Ya veo, Axel —Doc se esforzó por sonreír—. Y ¿qué estaba mirando?
—No presté atención, pero oí voces como las de las noticias, cuando hablan de abastecimientos
del comercio y volcanes submarinos —observó a Doc, quien atendía a la pantalla del video: el
hombre gordo se lamentaba y el piano rodaba escaleras abajo—. No me crees, ¿verdad?
—Mi pequeño amigo, recuerdo cuando nos advertiste de la ola gigantesca que se nos
aproximaba. Y recuerdo cuando nos dijiste que el Ejército de Virginia del Norte había acampado al
lado de la entrada de autos. Y la otra vez fueron las hordas sarracenas a caballo por el bosque,
recuerdo eso también. Y ¿cómo olvidar los cruceros de batalla de Alfa Centauri, despidiendo sus
rayos de fotones hacia las líneas de energía?
—Pero eso era jugando —aseveró Axel—. Ésta era una rana de verdad verdadera.
—Axel —Doc le dio golpecitos en lo alto de la cabeza—, te creo cuando dices que viste una rana
aquí esta mañana. Pero respecto a lo demás, preferiría no hacer conjeturas.
Doc cerró sus ojos para volver a su baño de sol, pero la mancha había cambiado de sitio por
entonces, y empujó su taburete para recapturarla.
Axel ―aún dudando sobre el significado de «conjeturas»— se retiró de su lado.
Kara y Hetman estaban al lado. Ella leía el pasaje de la novela donde Clarence describe a Harry
Morgan la trampa del Rey Arturo contra Sir Launcelot.
—¿Lancelot? —Axel olvidó la rana por un momento y preguntó—. ¿Dónde? ¿Dónde está
Lancelot?
—Laun - celot —corrigió Kara—. El nombre es Sir Launcelot. No está en ningún lugar; es un
personaje de este libro.
—Ohhh —Axel recordaba Lancelot, pero no Launcelot. Lancelot no era un personaje, era un
saurio, un amigo de hacía mucho, mucho, mucho tiempo. Axel trató de recordar otras cosas, pero
por más que lo intentó se había olvidado del resto.
—¡Eh! —le dijo a Kara, cuando Lancelot se difuminó de su memoria—. Adivinen lo que vi esta
mañana…
Y les habló acerca de la rana que miraba el video.
Le contó a Bronté, sentada con su huevo. También a Tyrone y Alfie, y los otros saurios
congregados ante el Reggiesystem. Luego a Hubert, Diógenes, Charlie, Rosie y Los Cinco Sabios
Colegasaurios…, pero ninguno de ellos le creyó.
Incluso le habló a Tom Groverton, luego de que éste terminó de limpiar en la cocina. Tom se sentó
en el suelo y le explicó por qué no podía haber visto una rana en la sala.
—Sabes que la casa y los terrenos están vigilados por un sistema de seguridad —Tom hizo correr
su mano sobre la espalda azul del saurio—. Es sensible al calor y al movimiento. Si cualquier cosa
que no sea uno de nosotros entra en la zona de seguridad, salta una alarma.
—¡Como cuando el gato subió y trató de comer a Symphony Syd! —dijo Axel—. O ese mapache
que arañó a Agnes…
—Exacto. Eso fue hace mucho tiempo, y desde entonces el sistema se ha mejorado. De modo
que ¿cómo podría una rana entrar en el terreno sin hacer sonar la alarma?
Axel miró hacia la ventana por la que había visto huir a la rana.
—Debe ser una rana muy inteligente.
Tom le mostró el sistema de la seguridad en el Reggiesystem, indicando que nada había
atravesado el perímetro de seguridad la noche anterior; por lo menos nada más grande que una
polilla.
—Quizá Reggie sabía que sólo vino aquí a mirar el video, y que no iba a lastimar a nadie.
—No creo que Reggie actúe esa manera, Axel.
—¿Por qué no?
Tom abrió su boca como si fuera a hablar, pero borró la acción con una sacudida de cabeza y tiró
de un extremo de su flojo bigote.
—Bien. Digamos que Reggie lo hizo. Siendo que parecía haber alguna duda sobre la realidad
física de esa criatura, Reggie creyó que estaba bien dejar a la rana entrar y ver el video.
―Entonces aceptas que la rana no es una realidad inaceptable.
Tom miró de nuevo de un modo raro, y de nuevo tironeó de su bigote.
—Bien. Supongamos que es como dices. La rana no es una realidad inaceptable.
—Entonces ¿no crees que la rana TV entró y vió el video?
—¿Rana TV?
—Así es como voy a llamarla.
—Bien ―Tom dio golpecitos a Axel en la cabeza—, como no robó nada, no hirió a nadie, y apagó
el video antes de irse, según dices que hizo, no me preocupa.
Algunos de los pequeños, e incluso Sluggo y Hetman le creyeron, o por lo menos eso dijeron.
Y Geraldine salió de su caja de cartón ―que llamaba «laboratorio»― y le dijo a Axel que también
lo creía.
—No es una verdadera rana —dijo, con su pequeña y suave voz—. Es de un planeta al otro lado
de la galaxia. Hizo un pequeño túnel a través del espaciotiempo para llegar aquí.
Axel lo aceptó sin cuestionamiento y concluyó:
—¡Uau!
—No le prestes atención —le advirtió Agnes—. Se burla de ti. Se burla de todo el mundo. Piensa
que somos estúpidos.
—Es que sois estúpidos —dijo Geraldine, y volvió a su laboratorio.
Axel miró hacia la caja, hasta que las fluctuantes luces dentro de ella le preocuparon. Por algo
Tom había puesto cerca esos extintores de incendios.
—Quizá necesitas dormir algo más, Axel —le aconsejó Preston—. Quizá sueñas de día porque no
duermes lo suficiente.

Pero esa noche, cuando los otros saurios fueron a dormir escaleras arriba, Axel se quedó atrás.
Se escondió detrás del sofá y esperó largo rato, hasta que al fin la rana brincó por la ventana hasta
el respaldo del sofá, luego al asiento del sofá, después al suelo. Saltó al centro del cuarto y palmoteó
el mando a distancia con su mano izquierda.
La pantalla se iluminó, y la rana miró toda la noche, palmoteando el control de vez en cuando para
cambiar de programa.
Vio películas viejas y magazines. Vio documentales de fauna y otro sobre automóviles y otro sobre
las guerras del siglo pasado. Vio un coro de muchachas bailando y cantando las alabanzas del agua
embotellada, y luego un hombre de los pronósticos del tiempo habló una hora entera sobre los
distintos tipos de nubes. Esto último consiguió hacer dormir a Axel.
Pero la rana siguió mirando. Parecía confortada por las imágenes, como si le aliviaran de una gran
ansiedad; o quizá era sólo alegría por la luz, por ese sentido de movimiento vital ―sin amenazas ni
peligros― que ver TV proporciona.
La rana TV se retiró al alba, pero volvió la noche siguiente y la noche después de esa.
Axel decidió no molestar a la rana. Por la mañana, al pasar hacia la computadora Reggiesystem,
le gritaba: «¡Hola, rana TV!», y seguiría su camino. Y así lo hizo a partir de entonces.
Ya hacia el final de la semana, cuando Axel pasaba por ahí, la Rana de la TV se demoraba lo
suficiente en el umbral de la ventana como para que Axel pudiera verla. En silueta contra la claridad
del día, levantaba su pata delantera izquierda a modo de saludo antes de brincar afuera por la
ventana, dondequiera que las ranas TV fueran durante el día.

Cuando finalmente llegó la caja de madera que contenía a Rotomotoman, todos los saurios se
agruparon a mirar cómo Tom Groverton la abría en el centro de la sala.
La caja era enorme. Incluso Diógenes tenía que ponerse de puntillas para espiar adentro. Axel se
subió a sus hombros, esperando ver a Rotomotoman dentro tal como él lo ideó, con plena carga y
listo para funcionar. Pero lo que vio fue una docena de partes de componentes envueltos en bolsas
de vinilo, y protegidos con espuma de embalar.
Junto con una copia de la factura, llegaron varias hojas de papel llenas de texto en tipografía
diminuta, encabezado con letras de tipo grueso: «Algunas instrucciones de montaje».
Como todo el mundo sabe, «algunas» es un indefinido. La creación del Gran Cañón tomó «algún»
tiempo y la formación de materia en el momento del Big Bang requirió «algunos» procesos.
Tom retiró cuidadosamente los componentes de la caja de madera. Mientras las piezas cubrían
lentamente el suelo, Agnes las revisaba, olfateando y frunciendo el entrecejo.
—Hum. Parece que enviaron la basura en lugar del cubo.
—Está todo en trozos —susurró Bronté, mirando de un componente a otro.
—¿Se habrá roto? —dudó Rosie.
—Se olvidaron de montarlo —observó Charlie.
Diógenes se inclinó para que Axel pudiera descender e inspeccionar su desmontada creación. Se
quedó de pie, boquiabierto, pareciendo ligeramente desanimado y sin duda abrumado.
—Estamos de suerte —le susurró Agnes aparte a Doc—. Con todos estos pedazos, le llevará
meses armarlo.
—Si es que siquiera lo logra —contestó Doc—. No dudo del entusiasmo y la determinación del
pequeño amigo, pero su atención tiende a dispersarse.
—Entonces juntaremos los pedazos en la caja y los pondremos en el sótano, o los sacaremos con
la basura, adonde pertenecen.
—No nos adelantemos —dijo Doc, con grave cuchicheo—. No quisiera ver al pequeño amigo
desalentado o defraudado.
—¿Acaso quieres que ese bulto de metal rodante pase por encima de tus pies cada diez minutos?
Axel paseó alrededor del desmontado Rotomotoman, igual que como lo haría un investigador de
siniestros frente a los restos del accidente de un jet. Luego miró hacia Tom Groverton.
—¿Qué haremos ahora?
—Eso es cosa tuya, Axel.
El resto de los saurios miró en silencio a Axel, quien dio otra vuelta alrededor de los componentes.
Tíbor, el pequeño y meditabundo apatosaurio, se llegó a la caja de madera con un crayón en su
boca y rápidamente garrapateó en ella: «Palacio Imperial de Invierno de Tíbor. No tirar, por orden de
Tíbor».
Axel apuntó hacia un pedazo de metal con forma de cúpula y les dijo a los otros:
—¡Mira! ¡Ésa es su cabeza! Y esta otra parte de aquí… ―palmoteó el cilindro que era el bulto
mayor sacado de la caja de madera—, ¡éste es su cuerpo! ¡Ésas son sus ruedas, en esa bolsa!
¡Esas varas en aquella otra bolsa son sus brazos! Y éste… —elevó un disco grande y blanco que
contenía un iris oscuro e intrincada en su montura de plexiglás—, ¡éste es uno de sus ojos!
Lo sostuvo entre sus patas delanteras y contra su pecho, y acercó un poco al círculo de saurios.
El iris rodó por el interior del disco, como si el desmontado ojo escrutara el cuarto.
Los saurios se retiraron unos pasos. Alfie escondió su cabeza en el pecho de Tyrone.
—¡No os asustéis! Es Rotomotoman… ¡Él es bueno!
Viendo ese iris rodando de un lado a otro, de derecha a izquierda, a lo largo del borde inferior del
disco, los saurios más pequeños estaban poco convencidos.
—Ya veréis, cuando lo ponga todo junto.
Axel cantó la Canción de Rotomotoman y trató de que los otros cantaran con él, pero a medida
que examinaban el montón de partes fueron perdiendo el entusiasmo.
—Desconfía de un cubo de basura con canción propia —dijo Agnes, mientras se alejaba con la
esperanza de que ésta fuera la última vez que viera a Rotomotoman.

El contenido de la caja fue llevado escaleras arriba, al mismo cuarto de trabajo donde Preston
escribía sus novelas y Alphonse hacía su encuesta y las respuestas del concurso radial. Era también
donde Geraldine guardaba su caja - laboratorio y, en otro escritorio, Tíbor su «castillo» de cartón.
Axel caminó alrededor de los componentes ―todavía en sus envoltorios―, puestos en el suelo al
azar, como una especie de Stonehenge de metal.
Se paró en el centro de la formación y dio vueltas y más vueltas, hasta que estuvo en peligro de
marearse.
—¿Por donde comienzo?
Preston le alcanzó las páginas escritas en letra diminuta que vinieron en la caja.
—Trata de leer todo esto, al menos una vez, antes de empezar. Luego lees cada sección y haces
lo que dice, y no sigas a otra hasta que termines lo que te dice que tienes que hacer.
—Bien. ¿Cómo se hace eso?
Preston cerró sus ojos y convocó a su paciencia, con un gran suspiro.
—Lo leeremos juntos —se sentó al lado de Axel, tomó las instrucciones y las sostuvo de forma
que ambos pudieran verlas—. Parafraseando a Aristóteles, lo primero es lo primero.

Después de la lectura de las instrucciones dos veces juntos ―con algunas pertinentes
interrupciones de Axel―, Preston organizó los componentes en un círculo alrededor del cilindro
principal de Rotomotoman.
—Comenzarás por aquí —apuntó a una caja negra y pequeña que contenía intrincada circuitería
—. Pon eso en el cilindro donde las instrucciones lo dicen. Cuando termines eso, tomas la próxima
pieza, y luego la que sigue, siempre en el sentido de las agujas del reloj. De esa manera puedes
ensamblar lo que va primero y lo que va después. Cuando hayas dado la vuelta alrededor del círculo,
y ya no haya ninguna parte suelta, Rotomotoman estará completamente ensamblado y listo para
funcionar.
—¡Uau! —Axel caminó alrededor del cilindro principal y miró todas las partes a su alrededor—.
¿Cuándo piensas que terminaremos?
Preston se encogió de hombros y agitó su cabeza.
—Cuanto antes tú comiences, más temprano tú terminarás —se aseguró de enfatizar el «tú» en
esa declaración.
—¡Bieeeen! —Axel miró hacia el cielorraso como si lo atravesara con la mirada.
Preston lo observó. Por primera vez en años, prestó atención a la larga cicatriz bajo la espalda del
pequeño. Luego siguió la mirada de Axel. Suavemente apoyó su pata delantera en la cabeza del
pequeño. Él mismo había mirado las estrellas a través del techo durante muchos años.
—Lo harás bien —dijo suavemente—. Muy bien.

La disciplina de hacer una seguidilla de cosas era casi excesiva para la comprensión de Axel, pero
él era incansable. Sus energías ―que eran capaces de «volar» en una docena de direcciones a la
vez— estaban únicamente dirigidas ahora a la tarea de ensamblaje de Rotomotoman.
Tampoco era necesario ser un ingeniero para ensamblar el prototipo. La circuitería y los complejos
sistemas de datos venían ensamblados por la compañía, pero cada componente tenía que unirse a
otro, y ésos a otro. A tenía que conectarse a B, y B tenía que insertarse dentro de C, y así
sucesivamente.
Esa primera noche Axel trabajó hasta más allá de la hora de dormir, y cuando el agotamiento
finalmente lo venció, no se reunió con los otros saurios: se enrolló al lado de la inactiva cabeza de
Rotomotoman.
—No falta mucho —le dijo al pulido domo de metal, poniendo su pata delantera en el lugar donde
irían eventualmente los ojos de Rotomotoman—. Te tendré todo montado en poco tiempo más.
Al día siguiente comenzó luego del desayuno, y sólo dejó su tarea para las comidas, las visitas al
cuarto de baño, y cuando por dos veces acudió al Reggiesystem en busca de explicaciones y
consejo.
Doc le explicó con sencillez las técnicas de los saurios para manipular ciertas herramientas
diseñadas para las manos humanas, como el destornillador y la llave ajustable.
Para cuando los otros saurios guardaron todo y acabaron con la rutina de ese día, y se dirigían
hacia el dormitorio, Axel había avanzado por el círculo de componentes que Preston había
desplegado desde las doce ―la primera pieza― hasta las tres.
Le tomó el día siguiente completo pasar de las tres a las cinco. Como no bajaba para comer,
Sluggo le subió comida.

—Terminaría más rápido si lo ayudamos —le dijo Sluggo a Agnes, mientras pelaba una naranja.
—Y ¿porqué habríamos de hacerlo? —preguntó ella—. Él se metió solo en el lío. Yo no pedí que
trajera aquí ese cubo de basura rodante. Además —dijo, mientras machacaba un pedazo de naranja
con sus dientes—, cuanto más trabaja en esa cosa, menos tiempo se la pasa molestando por los
alrededores, dando saltos sobre el sofá o advirtiendo a los gritos sobre agujeros en el tiempo y el
espacio, mareas cósmicas o ranas que salen furtivamente y ven la TV.
—Tal vez caiga enfermo —insistió Sluggo.
—¿Pues qué, si lo hace? Tenemos cosas más importantes por las que preocuparnos.
Ella se movió hacia Bronté y Kara, quienes miraban la caja pequeña llena de algodón con
angustia en sus caras.
—Se está estirando demasiado —susurró Bronté—. Un pichón de pájaro ya habría salido del
cascarón por estas fechas.
—No es el huevo de un pájaro —dijo Kara—. Es tu huevo. Simplemente no sabemos cuánto
tiempo puede tomar…
—Demasiado tiempo… —Bronté se inclinó y tocó el huevo levemente con su hocico—.
Demasiado…

Cuando fue el turno de dormir, Axel había llegado hasta las siete en el círculo de partes. Los
componentes internos estaban ya listos, pero tenían que colocarse dentro del cilindro principal.
Unidos, pesaban mucho más de lo que podía alzar, o incluso arrastrar. Y por ese tiempo la cabeza
de Axel estaba llena de números y letras: Bes y Des y Ces y Kas flotaban alrededor de él como
renacuajos en un estanque… Echó una ojeada a los componentes ensamblados, pero todo lo que
podía ver era una pared de números binarios.
De todos modos hizo el esfuerzo, sujetando un extremo con su pata delantera y tirando
poderosamente. No lo movería. Fue hacia el otro extremo y empujó. El ensamblaje quedó inmóvil.
Siguió empujando. Empujó hasta que llegó Sluggo.
—Necesitas dormir —le dijo.
—Primero… —dijo Axel, con voz jadeante— …tengo que poner esto… —tomó varias
inspiraciones hondas y dio golpecitos al bloque de componentes— …en esta cosa… ―su voz se
arrastró cuando tomó respiraciones más hondas y débiles apuntando hacia el cilindro.
Ambos empujaron, pero todo lo que conseguían era pulir el suelo bajo sus pies.
—Tomémonos un descanso —dijo Sluggo, cuando finalmente lo dejaron—. Ya pensaremos en
algo por la mañana.
—Pienso —masculló Axel, en pleno delirio—. ¡Pienso, pienso, pienso! ¡Tengo que pensar!
—Duerme primero —repitió Sluggo, y lo fue llevando hacia la puerta.
Axel fue con él, como un prisionero de vuelta a su celda.
El montón durmiente se veía como un pequeño circo bajo una tienda derrumbada. Los saurios
estaban ya todos bajo las mantas, salvo Hetman en su cuna, al lado del montón.
Sluggo alzó la manta por un extremo buscando a Agnes, y Axel se arrastró dentro con él. Era
imposible hacer su camino sin pisar a alguien, y obtuvo respuestas como:
—¡Eh! ¡Mira por donde vas!
—¡Uff!
—¡Quita tu pie de mi cresta!
Anduvo arrastrándose desde un extremo del montón al otro, prestando poca atención al alboroto
que causaba; pero no podía encontrar un lugar que le pareciera cómodo.
—¡Pienso, pienso, pienso!
Alzó la manta, se arrastró fuera y se dirigió recto a la cama de Hetman, encaramándose encima
de la baranda y acostándose al lado de él.
—Hetman… ¡Hetman!
—Sí, Axel —susurró Hetman en su raspante voz.
—¿Te molesta si duermo aquí?
—Será un placer que duermas aquí, Axel.
—No quería despertarte. ¿Te desperté?
—No —le dijo Hetman, que a menudo era perseguido por dolores viejos y nuevos, aunque se
negaba a las drogas fuertes para dormir—. No ha sido una noche buena.
—¿Está el huevo bajo tu almohada?
—Sí, así es. Pobre compañero —dijo, refiriéndose al huevo—. Espero que él… o ella, duerma
mejor dentro de su pequeña cáscara. Pero quizá no pueda llamarse dormir, si nunca ha despertado
todavía.
—Sluggo dijo que debo dormir, pero tengo que pensar. Están esas cosas que tengo que meter en
Rotomotoman, pero todas ensambladas pesan mucho para moverlas… —Axel rodó un poco más
cerca de Hetman—. ¿Te he hablado ya sobre Rotomotoman?
―Por lo menos veinte veces, Axel; pero dímelo de nuevo. Disfruto oyendo sobre el maravilloso
Rotomotoman. Sin embargo, habla en voz baja por esta vez; procuremos no despertar a los otros. Y
quizá sería mejor si omites la canción.
Axel hizo lo que Hetman le pidió, empezando por el principio, desde el sueño hasta el final del
asunto, cuidándose de omitir la canción… aunque de veras quería cantarla.
Como Hetman esperaba, Axel se durmió mientras listaba el catálogo de partes: Parte motor A
conecta con parte Reguladora de Transmisión B, Reguladora de Transmisión B con parte Sistema
Motor C, y así sucesivamente. La voz de Axel se dejó de oír luego de mencionar que la parte
Termostato F se debía fijar al Contenedor F1.
Hetman escuchó un poco más. La casa estaba silenciosa, salvo por los ocasionales gruñidos y
ronquidos del montón durmiente. Podía intentar dormir algo antes que llegara el alba, pero no dejaba
de hacerse una pregunta: ¿para qué necesitaría Rotomotoman un termostato?

Axel durmió como no lo había hecho nunca en su vida: más allá del amanecer. Por primera vez no
estuvo en la ventana para vislumbrar la última luz de las estrellas (si era una noche clara) y el primer
rayo del sol (si el día era claro igualmente).
En cambio, se vio inmerso en un sueño, con Rotomotoman vagando por la casa. La cosa más rara
en el sueño era que Rotomotoman, con su cabeza redonda, se veía demasiado parecido a un gran
huevo hervido, sentado en una taza. Se le ocurrió a Axel que de alguna manera Rotomotoman era
su huevo… pero en lugar de necesitar que se rompiera en pedazos, había que ponerlos juntos.
¡Juntos!
Se despertó, incorporándose. ¡Todos juntos! Miró a su alrededor y vio que el cuarto ya estaba
lleno de la luz del sol. Hetman yacía al lado de él ―por fin dormido―, pero el montón durmiente
había desaparecido, y las mantas ya estaban guardadas.
Salió fuera de la cama con ruedas y corrió al taller, justo a tiempo para ver a Diógenes y Hubert
metiendo los componentes ensamblados en el cilindro. No sólo eso, sino que las ruedas estaban
sujetas al fondo, y los brazos ensamblados a los costados: colgando sin vida, pero ensamblados.
Cerca de ahí descansaba Doc sobre su pequeña caja, todavía con el destornillador en su pata
delantera.
Una muchedumbre de saurios ―principalmente los pequeños― se había congregado, mirando y
charlando. Los Cinco Sabios Colegasaurios se habían subido a varias escaleras de plástico, para
tener una mejor vista que la que tenían Geraldine y Tíbor desde sus respectivos escritorios.
Agnes tenía las instrucciones extendidas delante de ella.
—Bien, al lado de la Porquería Motor se coloca esa otra Porquería.
—¿El pack de batería?—preguntó Doc.
—¡Eso es lo que dije, borrico! Vais a necesitar un cable gris y dos cables azules, que están en esa
bolsa pequeña.
Tyrone y Alfie abrieron la bolsa y le trajeron los cables a Agnes.
—¡Eh! —dijo Axel.
Todo el mundo se volvió a mirarlo.
—¡No me culpes a mí! —le dijo Agnes—. No fue mi idea. ¿Qué puedo hacer, si todo el mundo en
esta casa se ha vuelto completamente loco?
—Sluggo nos mencionó esta mañana el problema que tenías —dijo Doc, dejando el destornillador
—. Pensamos que un poco de ayuda podía hacer avanzar el asunto.
—Pero, pero… —Axel se acercó. No podía quitar los ojos del cilindro. Todavía no estaba colocada
la cabeza, pero tenía ruedas y brazos, y ya no se parecía en nada a un huevo hervido.
Echó una mirada al círculo de las partes: las nueve en punto. Tres cuartos de las partes se habían
montado ya.
—Muchachos… no puedo… Yo no sé…
—¡Oh, ya cállate! —le dijo Agnes—. Baja y cómete tu desayuno, que Tom te está esperando.
Luego regresa aquí y nos echarás una mano… ―se encaró con Diógenes y Hubert—. Ahora que
esa porquería tan pesada está en su lugar y Axel se ha levantado, llevad a Hetman abajo y volved
derecho aquí. ¡Quiero que pongan hoy la tapa a este cubo de basura! ¡O a más tardar mañana!
No había más que decir. Axel corrió escaleras abajo. Diógenes y Hubert salieron del cuarto,
mirando por encima de sus hombros. Agnes se dio cuenta de que Doc la miraba con su sonrisa más
serena.
—¿Qué infiernos estás mirando? —dijo.
—Estoy mirando una maravilla, querida; una especie de breve milagro. Veo a Agnes de buen
humor.
—¿Eeeh? ¡Estarás mirando una cola con clavos golpear tu cara si no levantas el culo de esa caja
y te pones a trabajar!
Con semejante estímulo, Doc se apuró a recoger el destornillador y se volvió al cilindro sin más
comentarios, pero fue incapaz de quitar la mueca de su cara.

Para esos momentos, en el mundo de más allá del patio y más allá de los árboles, unas llamadas
telefónicas se iniciaban.
Lo poco que se supo, fue que el asunto empezó en las oficinas del radiotelescopio de Monte
Herrmann. Al parecer, un mensaje había sido enviado hacia ciertas coordenadas por alguien bajo el
nombre código de Axel, y dirigido a unos «muchachos astronautas». No había nada particularmente
extraordinario en eso, desde que los operadores del telescopio habían aceptado por muchos años
mensajes con motivos promocionales y de relaciones públicas; eso ayudar a recaudar fondos para
su investigación, que incluía la búsqueda de inteligencia extraterrestre. Pero lo que inició el
intercambio de llamadas tuvo que ver con el contenido del mensaje: cierta referencia a la
«fabricación» de huevos. Y siendo que la dirección del remitente era una de las casas que operaban
bajo la Fundación Atherton para saurios supervivientes, representaba una posibilidad bastante
asombrosa.
El rumor podía haber sido una travesura, una equivocación, un malentendido. Pero había unas
cuantas personas importantes en la comunidad de bioingeniería que no dormirían bien hasta que se
aclarara el misterio. Y la comunidad de bioingenieros era un grupo importante de personas, que tenía
mucha influencia en determinados círculos. No les gustaba nada el insomnio.
Por eso llegó una llamada de Susan Leahy ―sobrina nieta de la misma Hillary Atherton―, que
estaba entonces a cargo de la fundación:
—Esta gente quiere respuestas —le dijo a Tom Groverton por teléfono—. O, mejor dicho, quieren
seguridades, si entiende lo que quiero decir.
—Van a enviar a alguien a inspeccionar la casa —dedujo Tom.
—Nuestro estatuto nos aporta una cierta reserva legal, pero me temo que tal cosa no hace sino
aumentar la controversia. La Oficina de Normas de Bioingeniería nunca ha aprobado nuestra
autonomía, y no encontrarán nada mejor para desafiarla.
—O sea que vienen —dijo Tom.
—Yo iré con ellos. Y quiero que Pagliotti también esté allí —dijo, refiriéndose a la doctora
Margaret—. No vendrán a los empujones, pero me temo que querrán investigar por todas partes
para asegurarse de que los saurios no producen huevos. Si acaso encontraran cualquier cosa que
les hiciera pensar de otro modo, querrán llevar la investigación más allá, y nos veremos metidos en
una batalla que haríamos muy bien en evitar.
—Entiendo —dijo Tom.
—Seguro que sí. Hable con los saurios. Déjeles saber que iremos.
—Lo haré. Será bueno volverla a ver, por lo menos.
—Sólo desearía que hubiera sido bajo mejores circunstancias. Hace usted un trabajo excelente,
Tom. Y los saurios no dejan de sorprenderme.
—No la defraudaremos, Susan. Puedo asegurárselo.

Cuando llegó el momento de dormir esa noche, el taller estaba vacío con excepción de Axel… y
Rotomotoman.
Los débiles resplandores de luz de luna que entraban por la ventana daban al cuarto una especie
de ceniciento reflejo, casi metálico. El círculo de componentes había desaparecido. En su lugar se
mantenía en pie Rotomotoman, de metro y medio de altura, firme sobre sus cuatro fornidas ruedas y
con los brazos colgando a los costados. Sus ojos grandes y redondos ―que seguían la curvatura de
la cabeza― estaban fijos en una expresión que se podría describir como «demencialmente
impetuosa», un fiel reflejo de su creador. Vista en conjunto con la primera juntura horizontal del
cilindro, una docena de centímetros más abajo —una línea que sugería una boca—, esos ojos
también dejaban traslucir una cierta perplejidad, como si Rotomotoman pensara para sí con
sorpresa, como si se dijera: «¡Qué demonios…!».
Un cable lo conectaba al tomacorriente de la pared, cargando su batería. Eso era todo lo que
requería —más la inserción de algunos programas informáticos en su cerebro— antes de poder
nacer a la vida.
Axel permanecía extasiado de pie junto a él, con reconcentrado pavor.
—Es real —susurró—. Real, real, real.
―Deberías irte a dormir ―le dijo Doc. Había vuelto al taller por pedido de Sluggo, que no había
encontrado a Axel en el montón durmiente—. No sea que caigas dormido mañana, en el momento
de tu triunfo.
—¡Míralo! —Axel apuntó a Rotomotoman—. ¿No es la cosa más impresionante que alguna vez
hayas visto? ¿Lo más estupendo, maravilloso, fantástico, lo más impresionante que alguna vez
hayas visto?
—He visto mucho de eso, pequeño amigo, en estos pasados días… ―la pata delantera de Doc
tenía una pequeña herida debida a las herramientas humanas, y su pie todavía le dolía de cuando lo
usó de cuña bajo el cilindro mientras colocaba la última de las ruedas, pero era su pierna débil, por
suerte; la suma del dolor a su cojera era apenas notable—. Pero sí, tienes razón —continuó,
apoyando su pata en el hombro de Axel—: es impresionante.
—No lo podría haber hecho si vosotros no me hubieseis ayudado. ¡Tengo los más grandes
amigos en el universo entero!
—Es tu creación, no lo olvides. A no ser por ti, Rotomotoman no existiría, ¿no es así?
—No lo sé —dijo Axel, ponderando seriamente la pregunta—. Siento ahora como si… como si
siempre hubiera existido, ¿sabes? Y todo que hice fue…
—¿Fue qué?
—¡Fue… reconocerlo! Es como si… Bien, hay todo eso que existe en un lugar, y todo eso que…
que podría existir en otro lugar, como detrás de una ventana. ¿Has visto esas máquinas de goma de
mascar con sorpresas, que tienen otras cosas aparte de la goma de mascar? ¿Cabezas encogidas,
arañas de caucho y cosas por el estilo? Bien, es como…como si Rotomotoman hubiera estado en
una de esas máquinas, y yo volví la perilla, ¡y lo hice salir!
—Ahora sé que necesitas dormir, mi pequeño amigo. Hablas como un platónico. O incluso peor:
como un junguiano.
—¿Quién es ése?
Doc dio golpecitos en su cabeza.
—Es un tipo de persona que necesita mucho sueño. Ven conmigo. Cuando pareces abstruso es
señal de que estás soñando, o de que deberías estar dormido.
Doc guió a Axel fuera del taller con una serie de tirones. Sólo después de que doblaron la esquina
y entraron al vestíbulo Axel dejó de mirar atrás, hacia Rotomotoman. Pero entonces se detuvo,
golpeado por una idea.
—¡Hey! —hizo ademanes a Doc y acometió por la escalera—. ¡Ahora puedo mostrártela!
—Es demasiado tarde, pequeño, para mostrarme cualquier cosa…
—¡No, no, no, no! ¡Ven! —Axel trotó unos pasos y miró atrás a Doc—. ¡Pero silencio! —dijo,
apoyando un breve dedo sobre sus labios—. ¡Ssshh!
Axel comenzó a bajar lentamente por la escalera, escalón tras escalón. Incluso a paso lento, Doc
encontró difícil seguirlo. Debido a su pierna mala, era duro para él subir o bajar la escalera. Se
sostuvo de los parantes de la baranda y fue deslizándose poco a poco, hasta que se le ocurrió que
todavía no le habían dado una buena razón para semejante ejercicio.
—Axel, ¿te importaría…?
—¡Ssshh! Sólo un poco más… —su cuchicheo era bastante más ruidoso que la apelación de Doc
—. ¡Un paso más!
Doc tuvo que descargar su peso en la pierna mala para descender el siguiente escalón. Hizo una
mueca de dolor, pero se contuvo para no gritar.
—¡Allí! ¿Ves? —susurró Axel—. ¿Alcanzas a verla?
Doc no podía ver nada. Se estiró hasta el próximo parante, inclinándose en un ángulo
comprometedor, casi colgando encima de Axel. Levantó su cola como contrapeso. Si acaso
resbalara, bajaría de cabeza el resto de la escalera. Pero por fin podía ver aquello a que Axel
apuntaba: una ligera luz proveniente de la sala.
La luz cambió de color e intensidad, con vacilaciones rápidas y destellos, como si la pantalla del
video estuviera todavía encendida. No, no como si estuviera: Estaba encendida.
—¿Ves? —susurró Axel, logrando esta vez mantener baja la voz—. ¡Es la rana TV! Te dije que
era de veras… ¡Es real, real, real!
—Axel… —Doc sintió su mano resbalar por el parante—, es mucho más probable que alguien
olvidara…
Pero no pudo terminar la frase, porque había sido él mismo quien estuvo viendo el video esa
noche, y quien apagó el aparato.
—Quizá… —murmuró Doc— sea una falla técnica. Un funcionamiento defectuoso…
Una voz con el rango y volumen de la bocina de un tren ladró sobre ellos:
—¡Eh! ¿Qué infiernos pasa allí abajo?
En el segundo que medió entre que oyó la voz de Agnes y su pata delantera resbaló por el
balaustre, Doc pudo ver distintamente apagarse la luz que salía de la sala, como si alguien hubiera
apagado el control del video.
Después de eso no vio nada, pero sintió el tirón de la gravedad cuando cayó en primer lugar
encima de Axel, y después, dando volteretas y más volteretas.

Cerró sus ojos por lo que pareció un momento, pero cuando los abrió nuevamente las luces
estaban encendidas. Veía desde el piso a Axel y a varios otros de los saurios, incluyendo a Kara y
Sluggo. Tom Groverton estaba allí también…, todos encima de él, con expresiones angustiadas.
Tom recorrió con sus manos la espalda de Doc y su pecho, sin duda buscando huesos rotos.
—Estoy bien —repitió varias veces, pero Tom sólo le creyó luego de examinarlo cuidadosamente.
Cardenales y dolores, pero nada más.
Agnes, todavía en la cima de la escalera, continuaba riñéndolo por «tontear en la oscuridad como
un maldito idiota» ―sonaba como un zumbido en las orejas—; pero Doc había vivido eso antes.
—¡Ohhh, Doc! Lo siento, lo siento, ¡lo siento! —Axel lo repitió hasta que se volvió una letanía—.
Quería que vieras… ¡Era la rana TV! ¡Verdaderamente lo era! ¡Lo siento, lo siento, lo sientoooo!
—Fue mi propia culpa, Axel —Doc trató de coger la pata delantera de Axel, pero como no llegó a
hacerlo, débilmente gesticuló ante él—. Debe de haber sido cómico verme. Un buen porrazo; espero
que haya tenido su público…
Mientras Tom lo ayudaba a subir la escalera y llegar al dormitorio, Doc no podía dejar de pensar
en la luz de la sala. No creía en la famosa rana más de lo que creía antes, pero había algo… muy
extraño en el encendido y apagado de la pantalla del video, cuando nadie pudo haber estado allí. Y
cuando apoyó la cabeza contra el pequeño cojín que Kara colocó para él, fue ese pensamiento
―más que cualquier dolor o cardenal― lo que lo mantuvo despierto gran parte de la noche.

Rotomotoman estaba listo… casi.


Todos los saurios se reunieron en el taller. La mayoría estaba en el suelo, rodeando —a lo que
creyeron era una distancia segura— la figura de Rotomotoman que sobresalía por encima de ellos.
Algunos se encaramaron en el escritorio de Preston, y el resto en el otro, situado frente a él.
Ninguno se había aventurado hasta donde Geraldine y Tíbor mantenían sus moradas de cartón,
pero aún ellos estaban literalmente fuera de sus cajas para contemplar el gran momento. Tíbor
incluso usaba su «sombrero» ―un pedazo cóncavo de plástico verde con un pequeño reborde―; se
veía ridículo con él, pero Tíbor insistió en que era muy regio y elegante, sobre todo si lo llevaba
inclinado con garbo.
Rotomotoman fue conectado por cable al puerto de comunicación de la computadora de Preston.
Nadie sabía cuánto tiempo llevaría la descarga de la programación; pero cuando concluyera,
Rotomotoman se pondría en marcha. Axel, de pie al lado de su creación, trató de realizar la cuenta
atrás, pero tuvo que recomenzar varias veces.
—¡Atención! —gritó Agnes desde su lugar, cerca de la puerta—. ¡Atención! ¡Apartaos! ¡Cuando
ese montón de basura se despierte, no habrá forma de saber a quién aplastará bajo sus ruedas!
¡Todo saurio debe apartarse!
Sólo Sluggo le prestó atención, y para pedirle que se callara.
Tom Groverton también estaba allí. Nadie se dio cuenta, pero estaba de pie al lado de los
extintores de incendios, colocados cerca del «laboratorio» de Geraldine.
Axel dejó de contar hacia atrás y comenzó a cantar:
—¡Va! ¡Va ¡Va! ¡Rotomotoman! ¡Va! ¡Va! ¡Va! Rotomotoman!
Algunos de los saurios le hicieron coro.
—¡Va! ¡Va ¡Va! ¡Rotomotoman!
Otros se unieron luego.
—¡Va! ¡Va ¡Va! ¡Rotomotoman!
Incluso los saurios que no hablaban trinaron y chirriaron al ritmo del coro.
—¡Va! ¡Va ¡Va! ¡Rotomotoman! ¡Va! ¡Va ¡Va! ¡Rotomotoman!
—¡Atención todos los saurios! ¡Apartaos! Cuando ese montón de basura…
—¡Va! ¡Va ¡Va! ¡Rotomotoman! ¡Va! ¡Va ¡Va! ¡Rotomotoman!
—… seréis indiscriminadamente aplastados bajo…
Rotomotoman se sacudió muy ligeramente, lo que apenas se podía considerar un movimiento.
Había terminado la descarga. Un zumbido y un débil ronroneo emanaron de sus entrañas
mecánicas. Su cabeza hemisférica giró ligeramente a la izquierda, y las pupilas de sus grandes ojos
siguieron la misma dirección general; luego comenzó a girar hacia la derecha, revisando la escena
entera.
El canto se detuvo. Incluso Agnes cesó con sus gritos de advertencia.
Es difícil de imaginar una expresión más sorprendida en un pedazo de maquinaria, si es que
puede realmente imaginarse tal cosa. Los ojos tenían mucho que ver en ello. Parecían una versión
enorme de los ojos que adornaron juguetes y muñecas en pasados años, pero mucho más activos…
animados, de hecho. Esos ojos y la boca - juntura en su torso cilíndrico compusieron una expresión
de sorpresa, asombro, pánico…
Examinó una a una las más de noventa extrañas criaturas semejantes a dinosaurios… y un
humano, cruzado de brazos y recostado contra un escritorio, sonriendo con aparente admiración.
Rotomotoman levantó sus brazos en un gesto de rendición, y retrocedió hacia el escritorio de
Preston. La pantalla de cristal líquido en su pecho —único medio de comunicación— se llenó de
signos de exclamación, interrogación y otros más extraños, que hubieran sido incomprensibles
incluso para otro Rotomotoman, si hubiera existido.
—¿Lo veis? —gritó Agnes—. Justo lo que yo os dije: ¡el monstruo está listo para atacar! ¡Alejaos!
Pero Rotomotoman se mantuvo quieto en esa postura hasta que Axel se le acercó, subido sobre
el gran tricerátops castaño llamado doctor David Norman. Éste bajó su cabeza y el pequeño se apeó,
y caminó recto hasta su creación con su pata delantera elevada.
—¡Hola! Yo soy Axel.
Rotomotoman miró hacia abajo, a la pequeña criatura azul. Bajó uno de sus brazos y lo dobló,
aproximándolo al codo del otro. Su pantalla se limpió de símbolos, y luego trazó seis carácteres de
un simple y reconocible alfabeto y puntuación:
¡HOLA!

Muchos de los saurios lanzaron vítores. Tom Groverton sonrió y aplaudió.


Agnes tocó con el codo a Preston y murmuró:
—¿Estás seguro que no hay ninguna ametralladora en esos dedos?
—Afirmativo.
—¿Ningún lanzallamas, o láser?
—Tú misma viste las instrucciones. Rotomotoman está libre de armas. Tiene una baliza rotativa
que sale de la cima de su cabeza, pero como puedes ver todavía no ha tenido motivo para usarla.
—Sin embargo ―refunfuñó Agnes―, aún se asemeja a un cubo de basura, ¡pensado para la
noche de brujas!
—¡Eh, muchachos! Quiero presentaros a un amigo nuevo —dijo Axel, como si los otros saurios no
lo supieran todavía—. Éste es… ¡Rotomotoman!
Rotomotoman colocó su mano horizontal sobre los ojos: un saludo a la asamblea, con la palabra
¡HOLA! todavía en su pantalla. Más vítores le contestaron.
—¡Ven! —Axel guió a su amigo de metal lejos del escritorio—. Demos un pequeño paseo.
¡Sígueme!
Nuevas palabras aparecieron en su pantalla: primero AXEL, después SIGUIENDO.
Rotomotoman acató las órdenes, si bien un poco tentativamente. Su programación debe haberle
alertado de no atropellar a los pequeños, pues lanzó una mirada descendente e inspeccionó
completamente el suelo, verificando que nadie estuviera bajo sus ruedas. Si algún movimiento de un
cilindro de metro y medio con cuatro ruedas se puede describir como «delicado», ése describiría al
que ejecutó en este caso.
Axel lo guió a la puerta del taller. Rotomotoman —sin hacer ningún sonido, excepto un agudo
zumbido de sonora eficiencia— saludó a la puerta. La palabra PUERTA apareció en su pantalla.
Siguió a Axel hasta el vestíbulo, manteniendo este saludo durante todo el camino hasta la plataforma
del elevador, donde se detuvo.
Rotomotoman no pareció seguro de poder mantener su equilibrio en el elevador, con sus
barandillas de no más de unos centímetros de alto. Axel lo coaccionó con la seguridad que el
elevador se movía tan despacio que no se vería en ningún peligro, y con la ayuda de Diógenes y
Hubert lo empujó por detrás. Con ¡AYUDA! reemplazando a PUERTA en su pantalla, Rotomotoman
se sujetó tan fuertemente al muro de la escalera que dejó un sendero de ranuras tras él mientras
bajaba; sin embargo, todo el mundo estaba demasiado entusiasmado para darse cuenta de ello.
Cuando al fin rodó de la plataforma al suelo, lanzó su mirada hacia arriba, como si diera las
gracias a algún celestial Rotomotodios.
—¡Mira aquí, Rotomotoman! —dijo Axel, apuntando a la sala—. Ahí es donde está el video.
Rotomotoman saludó a la pantalla del video. Su propia pantalla alternó las palabras VIDEO y
¡HOLA!.
—¡En aquel cuarto es donde comemos!
Rotomotoman saludó al comedor: COMEDOR - ¡ HOLA!
Saludó a todo lo que Axel le mostró: la computadora, la escalera de plástico, los estantes para
libros y los saxofones de plástico de los Colegasaurios. Y mostró todos los nombres en su pantalla,
todos con el mismo saludo.
—Supongo que esta pregunta debería haberla hecho hace mucho… —dijo Doc a un Axel extático,
mientras Rotomotoman saludaba a la mesa de la lámpara, a la cama y a una escoba que Tom había
dejado apoyada en la ventana de la sala—, pero… ¿qué es exactamente lo que hace Rotomotoman?
—Rotomotoman está aquí para proteger a los muchachos buenos de los tipos malos.
—Pues entonces…—Doc suspiró profundamente y dio golpecitos a la cabeza de Axel—, puede
que sus labores sean pocas.

La noción de «tipos malos» fue recordada parcialmente por Doc cuando Tom Groverton reunió a
todos los saurios en la biblioteca poco después esa misma tarde. En el fondo del cuarto —prestando
atención, por supuesto— estaba Rotomotoman, y su orgulloso creador, a su lado.
—Vendrán aquí mañana, y buscarán huevos —dijo Tom, plegando sus manos flojamente al
sentarse en un pequeño taburete, en el centro del cuarto.
—¡Diles que atiendan sus propios malditos asuntos! —gritó Agnes.
—Eso es lo que les diríamos —dijo Tom— si pudiéramos. Pero estas gentes han rescindido sus
«derechos de propiedad», basándose en una cierta definición de lo que ustedes son, muchachos. Y
como saben, han estado buscando motivos desde que aceptaron la propuesta de Atherton
Fundation. Vuestra inteligencia, capacidad emocional y longevidad les confunde desde hace años.
Tienen el apoyo de una cierta porción de la comunidad científica, a quienes les gustaría muchísimo
hacerles objeto de estudio. Y quieren desesperadamente enterarse de lo que hicieron mal, por
decirlo así, cuando los diseñaron. El problema es que si ponéis huevos… Esto puede cambiar el
convenio, si se enteran de ello. Quiero decir…—Tom aclaró su garganta—…si es que encuentran
algo.
—Pero ¿qué pueden encontrar? —preguntó Doc, en un cuchicheo.
Tom sonrió.
—Ése es el espíritu. Yo no haré ninguna pregunta, y vosotros no me diréis mentiras…, al menos,
no más que las que soléis decirme.
—¿Por qué dices eso, Tom? —los pesados párpados Doc se levantaron tanto como pudieron—.
¿Qué te hace pensar que te diríamos mentiras?
Tom ignoró el comentario.
—Recordad que estaré con vosotros. La señora Leahy vendrá con ellos, y la doctora Margaret
estará aquí para asegurarse de que estas gentes no hacen nada fuera de lo común. Pero serán
minuciosos, y no podemos detenerlos, porque nuestra intención es mostrarles que no tenemos nada
que esconder.
—No tenemos nada que esconder —dijo Doc.
—Exactamente —Tom seguía de pie—. Bien, ahora tengo unas cosas que terminar arriba antes
de hacerles la comida. Pero hay una cosa más: puede ser una buena idea guardar a Rotomotoman
en el sótano para cuando vengan. No queremos darles más motivos que los que ya tengan.
—¿Qué quiso decir con eso? —preguntó Axel cuando Tom salió el cuarto.
—Significa que nuestros visitantes de mañana no están preparados para conocer tu genio —le
dijo Doc.
—¡Genio! —Agnes caminó hasta Axel—. ¡El genio de un idiota! Todo esto es culpa tuya…
¡Enviarle mensajes a los «astronautas»! ¡Tú eres a quien debían encerrar, y no a Bronté!
—¿Bronté? —Axel abrió la boca—. ¿Quien quiere encerrar a Bronté?
—Nadie dijo nada respecto a encerrar a Bronté —Kara echó una mirada a Bronté, cuya
preocupación por su huevo le había hecho difícil mantener la calma en la reunión. Ahora temblaba.
—¿Y qué piensas tú que harán? —continuó Agnes—. ¡La llevarán a un laboratorio y la punzarán
con agujas, y la cortarán para saber cómo lo hizo!
Un grito de alarma subió de los saurios circundantes. Los recuerdos de las antiguas lesiones y
peligros se volvieron agudamente presentes hasta para el más pequeño y simple de ellos.
—No la escuches —le dijo Kara a Bronté—. Agnes exagera, como de costumbre. Nadie te llevará
de aquí… —se volvió coléricamente a Agnes—. ¿No puedes mantener tu boca cerrada? ¡Nos haces
entrar en pánico cuando más necesitamos estar tranquilos!
—¿Se… se llevarán el huevo? —tartamudeó Bronté—. Como los científicos en el video que una
vez vimos, trepando a los nidos y hurtando los huevos de pájaros raros…
—Nadie va a hacer eso aquí —Preston puso su mano en la espalda de Bronté; podía sentir sus
temblores—. Descuida, pensaremos en algo.
—Lo siento, Bronté —dijo Axel; su cara nunca pareció tan larga y fúnebre—. No imaginé que
pasaría esto.
—No es tu culpa —le dijo Bronté, sus ásperos dientes contra el labio inferior—. Tú sólo… sólo
actuaste como siempre lo haces.
—¡Ése es justamente el maldito problema aquí! —dijo Agnes.
—Quizá Rotomotoman pueda ayudarnos ahora… —dijo Axel, en baja voz.
Rotomotoman, en el fondo del cuarto, saludó a la mención de su nombre. Agnes le ladró a Axel:
—¡Escucha tú, no quiero oír una palabra más sobre Rotomotoman, astronautas, cubos de basura
eléctricos o ranas del video! Si oigo cualquier cosa más…
—Axel tiene razón.
Agnes fue interrumpida por una voz que no había entrado hasta ahora en la discusión: Hetman.
Ella se volvió hacia la pequeña cama contra la ventana, y en un una voz baja y áspera, le dijo:
—¿Qué dices? —Agnes estaba lista para la batalla verbal, pero la frase fue dicha por uno de los
pocos saurios a quien no asaltaría—. ¿Qué has dicho?
—Dije que Axel tiene razón. Algo que él me dijo hace pocas noches me ha dejado pensando y…
podría equivocarme, pero… Axel, ¿tienes todavía las instrucciones de ensamblaje de tu
Rotomotoman?
—Están con las cosas de Preston, sobre la computadora —dijo.
—Tráelas aquí, y deprisa. Tenemos mucho que hacer.
—¡Mucho que hacer! —Axel corrió arriba sin vacilación.
—El resto de ustedes —continuó Hetman— quiero que revisen muy cuidadosamente los detalles
en la hoja que se refiere al ensamble del Termostato F con el Contenedor F1. Quizás me equivoco
completamente, pero pienso que hemos pasado por alto algo notable sobre esa creación de Axel.

Cuando a la mañana siguiente llegó el coche, grande y negro, Axel estaba a la ventana, subido a
la mesa de la pequeña lámpara, escrutando.
—¡Huuuumanos! —anunció a los otros—. ¡Están aquí! ¡Y vienen en un coche de tipos malos!
La limousine tenía en la puerta lateral el escudo oficial de la Oficina de Normas de Bioingeniería.
Se detuvo delante de la casa y bajaron de ella la doctora Margaret, la señora Leahy y tres extraños.
Los extraños eran un joven afroamericano, impecablemente vestido, de traje oscuro y abrigo; un
caucásico de cabello gris, vestido mucho más informal, con una chaqueta de cuero abierta y una T -
shirt oscura; y una joven mujer asiática de pelo muy corto teñido de rubio, vestida con una camisa
escocesa y chaqueta de dril.
La señora Leahy iba a la cabeza. Tom se encontró con el pequeño grupo fuera en el porche.
—Estoy muy afligida por esto —dijo ella, al estrechar la mano de Tom. Susan Leahy estaba en
forma y se veía eficaz como siempre, pero comenzaba a aparecer el color gris en su pelo. Era una
de esos excéntricos que todavía llevaban lentes, aunque al menos las suyas eran sin marco—. Les
ha informado de lo que se trata, ¿no?
—Sí, lo saben.
Asintió y se volvió a las tres personas que iban a revisar la casa.
—Bien, muchachos, ya conocen las reglas. Pueden revisar todo y por cualquier sitio, pero si algo
de lo que hacen parece molestar o traumatizar a los saurios, la doctora Pagliotti aquí presente y yo
tendremos que pedirles que desistan —puso la mano en el hombro de Tom—. Éste es Tom
Groverton; se alegrará de contestar cualquier pregunta que le hagan. Queremos cooperar
completamente, pero tienen que entender que debemos actuar resguardando los intereses de los
saurios.
El joven afroamericano, llamado doctor Phillips, asintió educadamente con la cabeza a la Señorita
Leahy.
—Hemos hecho ya este mismo trabajo en otras casas. Puedo asegurarle que les molestaremos
sólo en la medida de lo necesario.
La doctora Margaret, la única de los visitantes que había visto los anteriores huevos de los
saurios, llevaba una chaqueta blanca que se veía como una corta bata de laboratorio, y por una vez
no llevaba atado su largo pelo castaño. Se llegó hasta Tom y tomó su mano. No dijo palabra, pero
escrutó su expresión por cualquier señal de lo que se podía esperar. Tom sólo pudo encogerse de
hombros. «Cualquier cosa puede pasar», pareció decir, «pero no se angustie todavía».
—¿Saben? —dijo la señora Leahy—, es bueno tener una excusa para venir aquí y visitar a los
viejos amigos… ―Axel estaba todavía a la ventana, agitando los brazos hacia ella. Ella lo saludó en
respuesta—. ¡Hola!
Cuando el grupo entró en la casa, algunos de los saurios se detuvieron a mirarlos, cauta y
curiosamente. Los más pequeños seguían con sus asuntos, moviéndose de cuarto en cuarto en
patineta, tomando sus lecciones en la computadora, jugando al No Tan Duro, o viendo el video.
—¡Atención, humanos! —ladró Agnes, de pie sobre una mesa de lámpara cercana a la puerta—.
¡Atención todos, humanos! ¡Es hora de cultivarse!
—No hagan caso a Agnes —dijo la señora Leahy a los oficiales—. Saluda la mayoría de los
humanos de esa manera.
—¡Humanos…! —continuó Agnes—. ¡Es hora de cultivarse! ¡Habéis actuado demasiado tiempo
en forma estúpida! ¡Es hora de que dejéis de ser estúpidos!
—Este es el pequeño muchacho que ha causado todo el alboroto —la señora Leahy fue derecho a
Axel.
—¡Señora Leahy! ¡Señora Leahy! ¿Qué tal está? ¿Qué hace usted con los muchachos malos?
La señora Leahy lo sujetó cuidadosamente y lo levantó a su hombro.
—Cosas importantes, Axel. ¿Quieres ver?
—Sí.
Se aseguró que estuviera bien sujeto y de que no resbalaría, a pesar sus ademanes
entusiasmados.
—Dime, Axel, ¿qué es todo eso sobre enviar mensajes al espacio?
—Oh, sí — le dijo Axel—. ¡Reggie y yo! Les enviamos un mensaje a los muchachos astronautas y
les hablamos acerca de nosotros.
Los tres investigadores se congregaron a escuchar la conversación. La joven ―llamada doctora
Yun― sacó una computadora de bolsillo para grabarlo.
—¿Y recibiste alguna contestación del espacio ya?
—¡Sí! Tal vez. Por lo menos, pienso que por eso la rana TV está aquí. Viene por la noche y mira el
video, pero ninguno la vio, excepto yo. Doc casi la vio una vez, pero ¡se cayó de la escalera! Está
bien, por suerte. Me refiero a Doc, por supuesto, pero la rana TV también está bien. Sin embargo,
pienso que la rana TV quiere hacernos creer que está aquí porque no puede dormir. Pero Geraldine
dijo que fue enviada por los muchachos astronautas, porque saben cómo taladrar agujeros en el
tiempo y el espacio…
La señora Leahy miró a los tres investigadores.
—Pues bien, ésta es su fuente para el asunto del huevo.
La doctora Yun deslizó la computadora de vuelta a su bolsillo.
—¿Y qué es eso? —Leahy apuntó al cilindro de metal de cabeza semiesférica, colocado fuera del
camino, a la izquierda de la pantalla del video.
—¡Ése es Rotomotoman! ¡Lo construí yo mismo! Bueno, Reggie me ayudó, y Preston, y Doc, y
Agnes, y muchos de los otros muchachos. ¡Pero lo diseñé completamente solo yo mismo!
Rotomotoman estaba inmóvil. Su pantalla estaba vacía. El brazo izquierdo colgaba apático a su
lado, pero su brazo derecho estaba alzado a modo de saludo. Era difícil decir qué era lo que estaba
saludando: su ojo derecho estaba enfocado a la izquierda y su ojo izquierdo a la derecha.
Los investigadores examinaron a Rotomotoman cuidadosamente. Incluso removieron su cabeza e
inspeccionaron los componentes. Algunos de los saurios estaban muy silenciosos, lo mismo que
Agnes, que en breve desistió de sus exhortaciones.
—¿Para qué sirve? —preguntó a Tom el hombre de la chaqueta del cuero, el señor Chase.
—Pregúntele al inventor —apuntó a Axel—. Puede hablar con ellos, ya sabe.
—¡Lucha contra los chicos malos, y protege a los chicos buenos! —respondió Axel, sin aguardar a
la pregunta.
—No parece que pueda luchar contra cualquier tipo malo ahora —dijo la doctora Yun al montar de
nuevo la cabeza de Rotomotoman .
—Yo… me olvidé de cargarlo anoche —Axel miró a Doc, que cabeceaba casi imperceptiblemente,
sentado en su pequeña caja. Luego miró a Agnes, que balanceaba su cola amenazadoramente—.
¡Voy a recargarlo! Estará bien mañana.
—La cocina es por aquí —le dijo Tom al doctor Phillips—, pero me temo que los únicos huevos
que encontrará están en el refrigerador.

Los investigadores miraron, sin embargo, muy cuidadosamente. Registraron en cada armario y a
lo largo de los zócalos y alrededor de los techos. Fueron por el sótano y el lugar de los desperdicios,
la sala, el comedor y la biblioteca. Miraron detrás de todos los libros en los estantes. La doctora
Margaret no permitió que tomaran la almohada de Hetman, pero la retiró con cuidado ella misma y
se las pasó para que la inspeccionaran.
—Si deseáis registrar bajo el colchón —dijo Hetman—, podéis hacerlo.
—¿Puedo? —dijo el doctor Phillips en una voz compungida, e hizo su trabajo tan rápidamente
como pudo. Antes de irse, dijo «gracias» a Hetman, pero volvió y agregó:
—Disculpe la molestia, señor.
—No es nada, fue un placer ayudaros.
Investigaron todos los cuartos de arriba e incluso subieron al ático, donde los saurios tenían su
«museo», lleno con las cosas que amigos y anteriores dueños habían abandonado a través de los
años: juguetes, pinturas en papel, chucherías y pequeños artículos de ropa. Los buscadores
encontraron varias cosas con forma de huevo, hechos de vidrio y plástico, pero ningún huevo real.
La atención del señor Chase se centró en un pequeño dije colocado en uno de los estantes: una
estrella de David chapada en oro, pendiendo de una cadena delgada. Lo recogió para examinarlo
más atentamente.
—¡Déjelo ahí! —le gritó Agnes, que los había seguido arriba.
—¿Es tuyo este dije? —le preguntó el señor Chase—. Es muy bonito.
—¡No es asunto suyo! ¡Déjelo ahí!
Agnes protestó a los investigadores en todo el trayecto de retorno del ático.
―¡Fuera! ¡Humanos! ¡Tratantes de guerra! ¡Comedores de animales! ¡Expoliadores planetarios!
¡Fuera! ¡Largaos de aquí!
—Es muy tenaz, ¿no es cierto? —dijo el señor Chase a la doctora Margaret.
—La ha molestado usted —contestó ella.
—A mí me da la sensación de que vive molesta…
—¿Le ha oído? —Axel, todavía colgado en el hombro de la Señorita Leahy, le susurró—. Ha
llamado a Agnes tenaza…
La señora Leahy puso un dedo sobre sus labios.
—Ssshh. No dijo tal cosa.
Cuando los investigadores llegaron al dormitorio, se les aproximó un hadrosaurio verde pálido
que, después de alguna deliberación, les gritó:
—¡Yaruuu!
—¡No, no! —corrigió Agnes—. ¡Eso no es lo que te enseñé!
El hadrosaurio probó de nuevo:
—¡Yaruuu!
—¡No! ¡Fuera! Se supone que dirías «Fuera» —Agnes sacudió su cola contra el suelo.
—¿Furaa?
—¡Olvídalo! ¡Simplemente olvídalo!
—¡Furaa! —el hadrosaurio sonrió y se fue.
En el armario del dormitorio, el señor Chase encontró una pequeña caja de cartón, protegida con
algodón en su interior a la manera de nido. Sobre el algodón había un huevo diminuto.
—Aquí hay algo —les dijo a sus colegas, que investigaban en otras partes del cuarto.
—¡Eh! ¡No toque eso! —gritó Agnes—. ¡Eso no es suyo!
El señor Chase tomó el huevo y lo inspeccionó cuidadosamente. Tenía un tinte azul, y no era más
grande que la primera falange de su dedo pulgar.
—Es un huevo de pájaro —dijo Bronté, caminando nerviosamente hacia el señor Chase—. De
petirrojo, probablemente. Sluggo lo encontró en el patio. A veces tratamos de hacerlos nacer, como
si fueran nuestros… ―miró a la doctora Yun y al doctor Phillips—. Si salen del cascarón,
alimentamos al pajarillo hasta que es lo bastante grande. A veces Tom puede encontrar el nido en el
patio, y entonces lo devuelve. Otras veces, los pájaros mayores los aceptan —su voz temblaba
ahora—. Es… es sólo una costumbre que tenemos.
El doctor Phillips tomó el huevo y lo sostuvo a la luz de la ventana.
—A mí me parece el huevo de un petirrojo…
—¡Eso es lo que os dijo! —Agnes se paró al lado de Bronté—. Ahora… ¡largo! ¡Fuera!
—¿Ahora es cuando sacan sus armas? —le susurró Axel a la señora Leahy.
—Ellos no tienen armas, querido —contestó ella.
—¡Pensé que eran los tipos malos!
—Pues… no, en realidad. No de ese tipo, al menos.
La doctora Yun, con los brazos cruzados, miró a Agnes y dijo a sus colegas:
—Podría ser que sus huevos sean parecidos a los de los petirrojos. No podemos arriesgarnos.
—¡No! —dijo Bronté.
La señora Leahy se inclinó y posó suavemente su mano en la espalda de Bronté.
—¿Tenéis que llevároslo? —preguntó a los investigadores.
—Tenemos que hacerlo —el doctor Phillips puso el huevo de vuelta en su caja—. Puedo daros
toda clase de razones, pero la más sincera es que tenemos que saber.
—¿Lo oísteis? —gritó Agnes a los otros saurios—. ¡Dijo que van a «hacerlo», lo que quiere decir
que piensan comérselo!
—Por favor —les dijo Kara a los investigadores—. Es el huevo de un petirrojo… de veras. No os lo
llevéis.
El doctor Phillips se inclinó y le habló a Bronté, depositando la caja cuidadosamente en su
rodilla…
—No le haremos daño alguno. Sólo necesitamos saber lo que es. Es un procedimiento muy
simple, y podréis tenerlo de vuelta en un día o así.
—¿Y si acaso sale del cascarón? —preguntó Bronté—. ¿Cuidaréis del pequeño? ¿O lo botaréis?
—Si pasa eso, yo cuidaré de él —alargó su mano y tocó los pequeños surcos en la frente de
Bronté—. Lo prometo.
El doctor Phillips puso la caja de cartón en una bolsa para muestras, pero la dejó abierta. La
doctora Yun hizo algunas anotaciones en la computadora de bolsillo. Los saurios llenaban el cuarto.
Ninguno de ellos habló ―ni siquiera Agnes―, pero todos observaban a los investigadores, que
hacían su trabajo rápidamente y trataban de no mirar a los reunidos.
—No han de ser tipos malos —le susurró la señora Leahy a Axel—, pero te apuesto que en este
momento no se sienten buenos.
Luego ella siguió a los investigadores a la limousine, junto con Tom y la doctora Margaret; pero
por la ventana advirtió a Doc en la sala con la mirada fija fuera, todavía sentado en su caja de
plástico, sumido en sus pensamientos.
La señora Leahy puso a Axel en el piso y lo besó en el hocico.
—Te veré más tarde —dijo—. He de hablar con un amigo ahora.
Fue y se arrodilló al lado de Doc, y lo abrazó.
—Mi viejo amigo… Perdóname por no detenerme a hablar contigo.
—Estás realmente ocupada, lo sé. No hay nada que perdonar.
—Volveré pronto, y os haré una visita en forma. Nos sentaremos en el porche y hablaremos de
Cicerón, Demócrito y San Agustín.
—Y Juvenal —sonrió Doc—. ¿Quis custodiet ipsos custodes?* —miró fuera, hacia la puerta
delantera, donde esperaba la limousine—. No está mal para un cerebro pequeño y fabricado, ¿eh?
—El asunto no es cuánto cerebro se tiene, sino cómo se lo usa.
Lo abrazó de nuevo, y Doc respondió como mejor pudo con sus cortos antebrazos.
—¿Hay alguna razón real para inquietarse? ―le susurró al oído.
Doc agitó su cabeza.
—Estaremos bien por ahora.
Cuando se puso de pie, la señora Leahy vio al inmóvil Rotomotoman saludándola. Le devolvió el
saludo, se despidió de los otros y subió al coche.
En el porche, la doctora Margaret preguntó a Tom:
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Me sentaré aquí fuera por un momento.
Ella puso la mano en su hombro.
—Eso no es lo que pregunté.
―No es realmente mi problema. Es de ellos —e hizo un gesto hacia la casa con su dedo pulgar.
—¿Qué se traen entre manos?
Sonó el claxon. Tom la acompañó al coche.
—Vuelve esta noche y verás.
Le tomó la mano y la apretó suavemente. Ella trepó a la limousine. Tom la siguió con la mirada
hasta que estuvo fuera de vista, pasados los árboles. Se sentó por unos minutos en el banco del
porche; luego se levantó y miró por la ventana de la sala.
Rotomotoman, en movimiento de nuevo, había rodado al centro del cuarto. Los saurios formaron
un círculo en torno a él. Tom podría oír un débil zumbido mecánico y un agudo pitido, provenientes
del cilindro del metal. Al mismo momento una sección del extraño robot ―definida por costuras casi
imperceptibles en su torso cilíndrico― resbaló fuera, como el cajón de un escritorio.
Tom no podía ver lo que había dentro, pero supo lo que sería. Bronté estaba cerca del cajón,
asomando sus ojos tristes, esperanzados. Entonces, abrió su boca como si suspirara. Le habló a los
otros y todos se acercaron, tratando de mirar a hurtadillas en el interior. Tom no podía oír una
palabra, pero tampoco tenía que hacerlo.
Axel, encaramado a la espalda de Hubert, miraba fijamente en el pequeño cajón. De pronto gritó:
―¡Se movió! ¡Lo vi moverse!
Tom volvió al banco. Si regresaba ahora sólo crearía conmoción y más nervios, y probablemente
Agnes le gritaría de nuevo.
Ya habría suficiente tiempo para considerar todas las implicaciones. Los investigadores, luego de
chequear su información, quizá requirieran echar un vistazo a los planos del amigo de metal de Axel,
y descubrirían la función muy práctica de Rotomotoman como incubadora.
Pero para entonces Reggie se anticiparía también, e inventaría otro camuflaje para el huevo.
Nunca se debe infravalorar al Reggiesystem; Tom lo aprendió hace tiempo. Después de todo,
Reggie también era una forma de vida de origen humano, y tal como los saurios, se había
desarrollado en su propio sentido.
Por ahora, pensó, el momento le pertenecía a los saurios; sobre todo a Bronté, la futura madre.

Esa noche, Axel descendió la escalera tan sigilosamente como pudo en busca de la rana TV. Pero
la sala estaba oscura, y el video apagado. Por un momento pensó que la rana TV no debía de haber
venido, pero al darse la vuelta vio iluminada la pantalla del Reggiesystem en el comedor, y allí
delante sentada la rana TV, visible de perfil. La escalera de plástico estaba delante del escritorio,
justo por detrás de donde la rana TV manipulaba el anticuado ratón con botones, que palmoteó con
su pata izquierda lo mismo que hacía con el control remoto del video.
Parecía navegar por un grupo de archivos, que mostraban texto en el lado derecho e imágenes en
el izquierdo. Axel no podía distinguir nada desde donde estaba, por lo que se arrastró unos pasos
para tener una mejor vista.
Las imágenes no eran muy agradables de ver: criaturas enflaquecidas, con expresiones de
agonía, machacados, golpeados y cortajeados. Boquiabiertos, ojos vacíos, músculos tensos por el
dolor…
Eran fotos de saurios. Esos eran los archivos oficiales de la Fundación Atherton: todos los casos,
con fotografías tomadas de los saurios cuando se les encontró o trajo al lugar.
Axel reconoció a algunos de ellos: Zack, Kip, Charlie, Hetman… ¡Oh! ¡Hetman! ¿Cómo lo habrían
salvado? Apenas si parecía vivo en esas fotos…
Las palabras se fijaron en la cabeza de Axel. Si miraba las imágenes, por lo menos no tenía que
pensar en ellas. Pero… cómo podía no pensar, después de ver las caras, el dolor…
Y entonces vio una fotografía de un terópodo pequeño, azul, exhausto, colocado a un lado, con la
cabeza girada hacia atrás como si apenas pudiera levantarse. Uno de sus ojos, negro e inexpresivo,
era visible, mirando hacia arriba. Una segunda fotografía mostró un largo y recto corte en su espalda,
infectado e hinchado.
El corte era de la misma longitud de su cicatriz.
Axel sintió como si el escritorio se escapara de él —y el suelo, la casa, todo—, como si se cayera
a través del tiempo y el espacio.
—Espacio y Tiempo y Tiempo y Espacio…
Todo giraba y giraba a su alrededor como en un carrusel, todas aquellas dolorosas heridas, y
nadie estaba allí con él, nadie con quien compartir el júbilo y el riesgo.
Aquel muchacho que lo había adquirido, lo había cortado y abierto, estimulado por una apuesta
acerca de si tenía partes mecánicas u órganos. «Él no es un animal, realmente», había dicho el
muchacho. «Es sólo una cosa. No importa lo que se le hace».
Pero el muchacho había dicho «Él», como si Axel fuera alguien…
¡Y allí estaba Lancelot, su compañero! Los habían comprado a los dos juntos, y vivieron con el
muchacho y su familia. «Compañeros para siempre, Lancelot y Axel, Axel y Lancelot»…
Pero Lancelot estaba cortado y abierto completamente, desparramado por el suelo, chillando,
suplicando: «¡Por favor! ¡Deténte! ¡Ayúdame o mátame ya, pero detente!»
Y Axel había gritado también: «¡No lo hagas! ¡No lo hieras! ¡Alto!»
Un adulto había interrumpido las improvisadas disecciones. Axel había corrido, con toda la fuerza
que le quedaba. Corrió y se ocultó. Sangraba en forma abundante. Sin haber comido, con su energía
y músculos desfallecidos, resbaló en un agujero al borde de una zona en construcción y aguardó a
morir, como Lancelot.
Axel recordó lo que su ojo había mirado ―cuando lo dirigió hacia arriba― en el momento de la
fotografía. Era de noche; las estrellas estaban por todas partes.
—Espacio… —dijo Axel. Posó su pata delantera en la lisa espalda de la rana TV; ésta se
estremeció como un artefacto desequilibrado—. Era todo espacio, grande, perfecto e interminable. Y
aunque yo era muy pequeño, me sentí tan grande como el espacio. Me sentí tan grande como el
universo.
La rana TV pulsó el botón del ratón y el monitor se oscureció.
—Eso es lo que debía haber preguntado a los muchachos astronautas —dijo Axel—. Lo que
quería preguntar antes de olvidarlo. Quería preguntar si sabían alguna manera de traer a Lancelot de
vuelta, o hacer algo, de manera que no estuviera muerto.
La rana TV seguía sentada allí, aún estremeciéndose. Sus ojos parecían inconmensurablemente
hondos y tristes.
—Supongo que no podrían, ¿verdad?
Más allá de si pudiera contestar o no, la rana TV no lo hizo, y pareció como una respuesta en sí
misma.
Axel y la rana TV se quedaron delante de la computadora, y después de un momento el monitor
se puso de nuevo en marcha. La pantalla se llenó de estrellas…
Esta vez, cuando el salvapantallas alcanzó el final del ciclo, con sólo la salpicada huella dactilar de
la galaxia a la vista, pareció ir un poco más lejos. La galaxia llenó la pantalla entera.
—¿Sabes? Reggie dice que el universo es un lugar grande.
Los ojos de la rana TV se movieron hacia abajo, afirmando.
—Bajé aquí a preguntarte si querías venir arriba y ver lo que está pasando. Es la cosa más grande
que alguna vez ha sucedido aquí. ¡La cosa más grande que ha sucedido en cualquier lugar!
La rana TV no se movió.
Axel se dio vuelta y jaló de la pata delantera de la Rana TV.
—¡No hay problema! Nadie te verá allí, ¡están todos mirando el huevo!
Axel siguió jalando e insistiendo, hasta que la Rana TV se retiró de la computadora.
—¡Mejor que nos demos prisa! Está casi listo para salir del cascarón…
Pero la rana TV se movió despacio, con un cauto «flop» tras otro.
—¡Acércate, nadie te verá! ¡Te lo prometo!
Todo el camino desde el escritorio, por el suelo y subiendo la escalera al segundo piso, con Axel
urgiéndola, la rana TV siguió delante de la misma manera: flop, pausa, flop, pausa, flop.
Se asomaron por la puerta del dormitorio. Todos los saurios estaban congregados en torno a
Rotomotoman, situado en el centro del cuarto. Él, como todos los demás, miraba fijamente hacia el
cajón incubadora, sus pupilas en una incómoda postura en ángulo descendente. Bronté estaba de
pie cerca del cajón, junto con Kara, Agnes, Doc y Preston. El único sonido en el cuarto era el
ronroneo blando de la maquinaria de Rotomotoman, y la respiración anhelante de cada criatura en el
cuarto.
Sentados más atrás ―lejos del puesto que hubieran podido ocupar― estaban Tom Groverton y la
doctora Margaret. Se sostenían las manos con especial fascinación, según interpretó Axel. Dio una
palmadita a la Rana TV y se los señaló.
—Mira ahí —susurró—. Apostaría a que están aprendiendo cómo poner huevos también.
Siguió mirando a los humanos hasta que oyó un sonido de llamada proveniente de Rotomotoman.
Un disco situado en la cima de su cabeza giró y surgió un destello de luz roja giratoria…, justo como
Axel lo había diseñado.
Una palabra se encendió en la pantalla de Rotomotoman: ¡LISTO!
El cajón pequeño se abrió. Los suspiros retenidos de temor y liberados de alivio de todo el mundo
sonaron como un bajo y profundo acorde de algún gran órgano de iglesia.
—¡Ven! Acerquémonos a echar una mirada… —Axel dirigió otra palmadita a la rana TV, pero no
había nadie a su lado ahora.
La rana TV se había ido.
—¡Eh!
Axel quería ir en su busca, pero la curiosidad fue más grande. Se arrastró hasta el cajón de la
incubadora, diciéndose que encontraría a la rana TV más tarde.
Suavemente se abrió camino entre la espesa muchedumbre de saurios. Charlie le gruñó, hasta
que Rosie le recordó que Axel era el responsable por Rotomotoman. Le permitieron pasar, y Axel
subió en la espalda de Hubert, desde donde podía ver fácilmente dentro del cajón.
Ya habían aparecido las primeras rajaduras en la parte superior del huevo, que se estremecía. Un
trozo de la cáscara se desprendió finalmente, y por esa brecha salió una cabeza pequeña y rosada,
al final de un cuello largo.
Nadie pareció más sorprendido que Rotomotoman, cuyos discos - ojos parecieron crecer de
manera inverosímil.
Los ojos diminutos del recién salido estaban cerraron al principio, pero su boca se abrió e hizo un
sonido pequeño, un ¡gack!, como si aclarara su garganta.
Diógenes, a quién en todos sus años en la casa nunca se le oyó proferir más que unas palabras,
se volvió a la cama de Hetman y susurró:
—¿Lo has oído?
Hetman asintió.
—Gracias al cielo, he vivido lo suficiente para oírlo.
Entonces él ―o ella― abrió sus ojos.
Los orbes pequeños, negros, relucientes parecieron enfocarse al instante. El recién nacido
examinó la cima del cajón y pareció observar todo y a todos.
Bronté se inclinó y acarició a la pequeña criatura con su hocico. Luego retiró otro pedazo de la
cáscara para ayudarlo a liberarse.
—Es difícil de decir, porque no hay un precedente, al menos que conozcamos —dijo Doc, mirando
al recién nacido—, pero me parece un pequeño saludable.
—¿Un pequeño? —contestó Agnes con brusquedad—. ¿No ves que es obviamente hembra?
¿Obviamente inteligente? ¿Obviamente más inteligente de lo que cualquier carnosaurio podría
esperar ser alguna vez?
—No empieces con eso —le dijo Kara—. No es tiempo de peleas.
—¿Que pasará ahora? —preguntó Bronté a Kara—. ¿Crecerá? ¿Cambiará y madurará?
¿Aprenderá a hacer todas las cosas que hacemos?
—¿Quién sabe? —respondió ella—. Lo sabremos cuando pase el tiempo.
—No quedará en secreto por mucho —dijo Charlie, frotando su cuerno nasal contra el suelo—.
Esos humanos del coche grande saben más de lo que dicen. No habrían tomado el cuento de Axel
tan seriamente si no fuera así.
—El asunto no es lo que se figuren allá afuera que sucede —dijo Agnes—, sino lo que harán
cuando lo sepan.
—Es algo que no podemos predecir —dijo Preston, sonriendo a la pequeña criatura rosada en el
cajón incubadora—. Y éste no es momento para hacerlo.
Durante todo ese tiempo, Axel ―equilibrado en la espalda de Hubert― trataba de atraer la
atención del recién nacido, agitando excitadamente una pata delantera, mientras se sujetaba con la
otra.
—¡Hola! ¡Eh! ¡Aquí arriba! ¡Eh! ¡Hola!
El diminuto saurópodo buscó a Axel.
—¡Gack!
—¡Hola, Gack! ¡Soy Axel!
—¡Ése no es su nombre! —Agnes ondeó su cola—. ¡Eres un retrasado mental!
Kara la tocó con el codo y agitó su cabeza.
—Calla. Ya lo aclararemos más tarde.
Cuando Axel bajó, Preston le apoyó la pata delantera en su cabeza y dijo:
—Necesitamos agradecértelo. A ti y a Reggie.
Axel miró a Preston.
—No te olvides de Rotomotoman.
—Sí, a Rotomotoman también.
Rotomotoman miró abajo y saludó al recién nacido, la luz roja en su cabeza todavía girando, la
palabra GACK encendida aún en su pantalla.
Mirando a su alrededor por el dormitorio, Axel se dio cuenta de que Sluggo estaba sentado sobre
el arca de los cobertores, contra la ventana, mirando hacia afuera.
—¡Eh! —Axel brincó y se unió a él. Era su lugar favorito, después de todo—. ¿Qué haces aquí
arriba?
—Yo… yo sólo quería mirar las estrellas. No sé porqué. El huevo… y todo esto… Me siento
asustado, y no sé porqué. O actúo… pero estoy asustado todavía. Yo sólo necesitaba mirar arriba al
cielo y ver las estrellas.
—Yo también —Axel puso su pata delantera contra el vidrio—. ¡La luna y los planetas y las
estrellas y las galaxias, todos girando por el espacio! ¡Y siempre girando por el espacio! ¡Es un
hecho!
—Cuando miro a las estrellas —dijo Sluggo— me siento… no sé cómo me siento…
—¡Tan grande como el universo! —dijo Axel.
—Sí. Eso es. Tan grande como el universo.
—Es una noche buena para mirar —Axel contempló la luna, con la boca completamente abierta—.
Es el universo más grande, ¡el mejor en el mundo entero!
Agnes hubiera discutido tal aseveración, y había allí muchos otros que lo hubieran hecho, pero no
era el caso de Sluggo. Conocía sólo un universo para juzgar, lo mismo que un único huevo; pero
ambos, a pesar de sus diferencias, eran notables.
Y así, en una casa vieja al borde del bosque, lejos de la megalópolis más cercana, Axel y Sluggo
miraron hacia afuera por la ventana del dormitorio, arriba, a las estrellas.
—¡Mira eso! ―Axel señaló una raya luminosa, delgada como el filo de una hoja de afeitar, que
cortó en diagonal el cielo nocturno―. ¡Una estrella fugaz! —tocó con el codo a Sluggo—. ¿La ves?
—Sí.
La estrella fugaz se mantuvo allí por unos segundos; luego desapareció.
—¿No ha sido hermosa? —dijo Axel.
—Sí, pero… —Sluggo miró a Axel, y de nuevo por la ventana.
—¿Qué?
—Las estrellas fugaces se supone que se dirigen hacia abajo. Pero... ¡ése subía!
—¡Eyyyy! —Axel se frotó la mancha bajo su barbilla—. ¡Tienes razón!
Los dos siguieron mirando al cielo, el universo que los aguardaba, y el nuevo mundo que nacía
detrás, tan bueno como cualquiera y mejor que la mayoría… pero ese fue el único meteorito
ascendente que vieron esa noche.

FIN

© 2002 Richard Chwedyk


Título original: Bronté's Egg
Traducción (para esta edicion digital): Luis F. Sánchez Getino
Revisión: abur_chocolat mar2004

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