Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
Dirigir es orientar a los demás y a mí mismo hacia metas prefijadas. No obstante, dada la
debilidad humana, desde el cansancio hasta la propensión a desviarnos para lograr otros
objetivos que se oponen a la consecución de esas metas, es preciso afirmar que por lo
común dirigir implica, casi inevitablemente, la acción de corregir. El trabajo de las
organizaciones no es por lo tanto sólo un trabajo dirigido, sino también corregido. No suele
darse una dirección meramente recta, sino una dirección también correcta, es decir,
corregida.
El pensamiento occidental desde hace dos mil 500 años ha pensado, con paciencia, los
modos con que cuenta el hombre para cambiar su comportamiento propio y el de los demás.
Si nos atenemos a lo que dice Reyes Carrasco, estos modos serían los siguientes:3
• El lenguaje: hay que decirle a las personas lo que hacen bien y lo que hacen mal.
• La participación: El corrector busca que sea el propio corregido el que acierte a ver sus
defectos o limitaciones, y haga un esfuerzo para corregirlos o tenerlos en cuenta.
CORRECCIÓN Y AMISTAD
El acto de corregir se suele englobar en los estudios antropológicos como una de las
relaciones de amistad característica.4 Se dan en general tres modos de amistad:
• Amistad de necesidad o desiderativa, que reside en el deseo de obtener del otro aquello
que yo necesito. Es la forma mínima de amistad, que puede incluso «cosificar» a la
persona: la utilizo como una cosa o instrumento. El dominio y la posesión de una persona
se encuentran dentro de este género de relación «amistosa».
• Amistad de dádiva, que reside en la búsqueda del bien para el otro, aunque (y aquí se
diferencia de la amistad de reciprocidad) el otro no se me entregue mutuamente. La
antropología clásica señala entre las relaciones efusivas o de dádiva algunas como
agradecer, dar, darse, enseñar, corregir, perdonar, comprender y acoger.
En un ejercicio hecho en el área de Factor Humano del IPADE, con 200 directores
generales de empresa mexicanos,5 para sorpresa nuestra, entre las diversas modalidades de
la relación de dádiva señaladas, las personas objeto de la encuesta dijeron que aquel aspecto
en el que deseaban una mayor mejora dentro de la relación de dádiva era precisamente el de
corregir. Esto encierra mucho interés porque presenta en cierto modo el meollo de los
proyectos del empresario, supuesto que la empresa es, a fin de cuentas, una prolongación o
redundancia del modo de ser de aquel. Para los empresarios encuestados, el camino
preferente para avanzar en el amor de dádiva es el de corregir. No nos cause extrañeza: la
muestra suprema de amistad es querer la superación de la persona, esto es, querer el bien
para ella. Repetimos: dirigir o regir es corregir. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que,
entre las otras relaciones de dádiva, tal vez la de corregir no es la que reporte de inmediato
una mayor satisfacción al individuo; puede causar molestias y conflictos hasta llegar a
perder la amistad («quien dice las verdades pierde las amistades»). Tal vez por ello los
empresarios mexicanos –y el que escribe lo es– debido al natural deseo que todos tenemos
de quedar bien (y quedar bien ante los subordinados), somos deficientes en el
cumplimiento de este deber directivo ineludible que es el de corregir. Puede decirse sin
equivocación que el know how de estas relaciones personales es más difícil y más
imprescindible que cualquier know how técnico.
Se nos ha dicho que la dificultad de corregir en nuestro medio viene acompañada por el
hecho de que la persona a la que corregimos «se siente» por causa de la misma corrección y
no queremos trabajar con personas «sentidas». Parte de nuestras disquisiciones posteriores
se referirán precisamente a la necesidad de corregir sin que el destinatario «quede sentido».
(No queremos decir ahora que la corrección consista en que la persona no «se sienta» ante
las dificultades y que comprenda que las relaciones interpersonales no siempre son
satisfactorias).
IMPORTANCIA DE LA TRANSFORMACIÓN
Hemos dicho que uno de los menesteres directivos es la formación de las personas que el
líder tiene a su cargo. La formación puede consistir en avanzar en la línea del desarrollo
que ya se está emprendiendo o bien transformar la acción que se realiza y la persona que la
lleva a cabo.
1. To Transform
2. To Transfer
3 To Tolerate
4. To Tire
A fin de que un subordinado rinda al máximo –si no lo hace ya–, el primer paso consistiría
en transformarlo para que su trabajo sea más efectivo.
Si esto no se hace en el puesto que actualmente desempeña, habría que buscarle un puesto
adecuado transfiriéndolo de aquel en que ahora se encuentra.
Si aun después de esta transferencia los resultados no fueran óptimos, habría de adoptarse
una postura de tolerancia. La tolerancia es un acto ignorado usualmente en los directivos de
la organización. No significa simplemente hacerse de la vista gorda. Tolerar en términos
tradicionales consiste en permitir –no aprobar ni prescribir– algún mal con el objeto de que
su prohibición no genere males mayores. Se ve claramente que este concepto de tolerancia
no se encuentra vigente en el medio cultural contemporáneo. Para muchos, tolerar es lo
mismo que consentir o transigir. Aquí se trata de algo distinto: tolero determinadas
deficiencias de un subordinado, para no tener que prescindir de él, puesto que tiene
cualidades de mucho mayor valor que aquellas limitaciones.7
Si llega un momento en que la tolerancia de los errores del subordinado en cuestión tuviera
mayor peso que las aportaciones positivas, tendré que pasar al siguiente y último modo de
relación: terminar. El terminar tiene también una especificación concreta respecto de la
persona de la que tenemos que prescindir. Debemos hacerlo de tal manera que queden
claras las razones de esta ruptura de contrato. Una de estas razones va precisamente en
beneficio del resto de las personas que componen la organización: por mantener a una
persona disfuncional podemos hacer una injusticia con todos los demás compañeros suyos,
ya que la institución se deteriora.
Por nuestro lado, de manera modesta, hemos modificado ligeramente estas cuatro
relaciones, ampliándolas a seis:
1. Tamiz: antes de contratar a una persona para el trabajo de una organización, debemos
acudir al tamiz de una aquilatada selección, para que no lleguen personas que ya de
principio no deberían estar ahí. La palabra tamiz, con lo que implica de pasar por un
cedazo, ha sido cuidadosamente elegida. La selección ha de caracterizarse por su especial
finura, dejando afuera aquellos que no cumplen el perfil que necesitamos.
2. Transformación.
3. Transferencia.
4. Tolerancia.
6. Terminar.
1. Posibilidad de actuar
Antes de llevar a cabo una observación correctiva se debe pensar con mucho detenimiento
si aquello que deseamos modificar en el destinatario es, como he oído acertadamente a
Ernesto Bolio, una limitación o un defecto.
2. Intelección
• Equilibrio entre claridad y agresión. Aquella persona a la que se corrige debe entender
lo que le estamos diciendo, esto es, debe saber a qué atenerse en una actuación futura.
Hemos de ser lo suficientemente claros para no dejar nuestras advertencias entre
bambalinas. Ser claro, pero no agresivo. Ha de existir un equilibrio entre la claridad con la
que debemos corregir y el cuidadoso modo para no ofender a la persona con la que
hablamos.
• La claridad. Hay que tener en cuenta que la claridad es una de las manifestaciones más
necesarias de la fortaleza. Existen muchas personas que piensan que la fortaleza reside en el
ser inamovibles o impasibles, en el regañar, mandar a gritos y con expresiones de mal
humor. Todos estos fenómenos son muchas veces encubridores para no emplear un
lenguaje claro porque nos da miedo enfrentarnos directamente –intelectualmente– con
aquella persona con la que nos relacionamos.
• Pensar alto, sentir hondo, hablar claro. No en vano el pensador griego dejó dicho que
el hombre integralmente bueno –el hombre de bien, con deseos de perfección en todos los
aspectos, el panaristós– debía tener por lo menos tres cualidades:
• pensar alto: respecto de aquellas personas que de él dependen; debe ser ambicioso, o,
mejor, procurar que ellas lo sean y que no se fijen metas mediocres, sino que aspiren a
ideales de altura.
• Además de pensar alto y sentir hondo, debemos hablar claro. La falta de claridad en la
comunicación se debe frecuentemente no a la incapacidad expresiva ni a la ineptitud
técnica, sino, como dijimos antes, al miedo de producir resultados disfuncionales. Ese
temor debe compensarse –con todas las salvaguardas del caso, pero compensarse– con la
fortaleza. Las cosas que están mal no deben dejar de decirse –del modo apropiado,
obviamente–: vale más un resultado disfuncional que un resultado equívoco. Y por otro
lado, como decimos coloquialmente, «es preferible ponerse una vez colorado que cien
veces amarillo».
• Expresiones más positivas que negativas. Nuestra lexicografía nos permite hacer
advertencias negativas con un lenguaje positivo. Y esto es lo que debemos hacer siempre
que sea posible. Para poner un ejemplo banal, en lugar de advertirle a alguien que se
encuentra mal vestido, podríamos decirle que tal vez sería conveniente no gastar tanto los
trajes, o pedirle a alguien que nos planche mejor las camisas.
Cuando personalmente tuvimos que ofrecer los servicios del IPADE de modo inicial a los
empresarios, lo hicimos no pocas veces con el sistema del «cambaceo», que es, como se
sabe, vender a domicilio. En una ocasión, una de las personas a la que vimos, y de la que
resultamos después muy amigos, nos hizo esperar tal vez demasiado. Nos comunicó a
través de la secretaria que podíamos conocer sus oficinas y sus naves industriales. En ese
espacio de tiempo alcancé a leer una lista encabezada de la siguiente manera: «vendedores
que no han llegado a su cuota de ventas en el presente mes».
Cuando nuestro supuesto anfitrión nos atendió, le explicamos con detenimiento lo que era
el IPADE recién nacido. Con cierto aire de suficiencia, nos preguntó: «¿pero ustedes qué
me van a enseñar? Ya han tenido oportunidad de ver lo que hago, y saben que mi producto
es tal vez el más conocido de México…». Tímidamente le contestamos que quizá no le
enseñaríamos grandes nociones administrativas, pero sí múltiples modos de hacer que
mejoraran sus operaciones. «Modos de hacer… ¿como cuáles?». «Por ejemplo –dijimos
dubitativamente– quizá en lugar de poner una lista con los vendedores que no han llegado a
su cuota de ventas, podía ponerse la lista de aquellos que sí la alcanzaron». Nuestro
anfitrión nos dijo de inmediato: «¿dónde me inscribo?» Se había dado cuenta de algo
elemental: es más importante decir las cosas de un modo positivo que negativamente.
• Comunicación de hechos reales. Al describir los hechos, según dijimos arriba, hay que
tomar en cuenta que deben tener tres condiciones: reales, recientes y concretos. No
debemos hablar en suposiciones. Tampoco debemos referirnos a hechos tan lejanos que la
persona pueda no acordarse de ellos y llegue a considerarlos incluso como imaginarios de
nuestra parte.
Este tipo de relaciones en las que hay un espacio entre la falta de conducta y la llamada de
atención, es especialmente valioso cuando se da entre padres e hijos: lo que ocurre en la
familia es un embrión o semilla de lo que después acaecerá entre gobernantes y súbditos.
La recomendación es muy sencilla y aparentemente fácil de hacer: basta que entre la
aparición del enfado, cuando se da, y el regaño que naturalmente quiere darse, medie un
minuto cronométricamente contado. Es fácil que ese minuto sirva para que el interesado
recapacite y piense que será más provechosa una advertencia, corrección, regaño o incluso
castigo, pasadas veinticuatro horas o siete días. El destinatario de la corrección tendría al
menos el convencimiento de que la advertencia o reprimenda no es el fruto de un enfado,
sino de un comportamiento real. Ocurre, sin embargo, que, pasado el arrebato de ira, la
corrección, al no brotar pasionalmente, resulte más difícil de realizarse. Es ahí donde llega
nuestro consejo: la corrección debe ser consecuencia intelectual de que deseamos hacer el
bien al otro, y debe realizarse justo cuando no hay enfado, para tener nosotros –y nuestro
interlocutor– la seguridad de que lo que deseamos es el bien para el interesado y no el
desfogue propio.
Incluso, podríamos llegar a afirmar que las correcciones en verdad incidentes son aquellas
que se hacen cuando a nosotros nos cuesta trabajo corregir. No debemos disimular ante el
subordinado el costo que tiene para nosotros llamarle la atención. No importa que nos
tiemblen los labios o las manos: es preferible que él sepa que nosotros lo pasamos mal al
corregirle. No se trata, evidentemente, de «hacer teatro» sino, precisamente, de no hacerlo.
Si nos cuesta decir algo no debemos dar la impresión de seguridad o prepotencia.
3. Aceptación
Es importante que la persona cuya conducta queremos mejorar entienda bien la observación
que le hacemos. Ello se mueve obviamente en el nivel de la inteligencia. Pero mucho más
importante no es que entienda lo que le decimos, sino que lo acepte. El admitir
voluntariamente que actuamos con deficiencia en un determinado terreno es difícil para la
persona que tiene que reconocer sus fallas. Es un acto de la voluntad que se encuentra sin
duda en sus manos, pero que puede ser radicalmente obstaculizado por orgullo, vanidad,
deseo de quedar bien, etcétera. A veces, esta falta de aceptación o reconocimiento no se
expresa exteriormente. Otras veces se manifiesta con claras negativas, diciendo que el jefe
está equivocado, que esos fenómenos no han ocurrido o presentando excusas que
justifiquen de alguna manera una determinada conducta. Todo ello, en lugar de tomarse en
serio el menester de corregirse. Son muchos los directores que desconocen cuáles son las
medidas elementales necesarias para que el subordinado acepte de buena gana las
correcciones que se le hacen. No obstante, se trata de una tarea directiva de la mayor
importancia.
• Muestras previas de amistad. Dado que el acto de corregir es, según se dijo, uno de los
paradigmáticos actos de amistad y dado que puede ser considerado al revés, como una
extroversión desagradable, es necesario que venga acompañado por muestras previas de
amistad en la que no quepan las menores dudas. Sólo si el director ha dado pruebas de que
desea la mejoría de sus compañeros y subordinados mediante actos inequívocos, sólo
entonces la corrección puede ser admitida por ellos como una muestra más de amistad.
Debe haber previos indicios claros de que deseamos el bien del corregido. Sin tal
demostración previa sería muy difícil que la corrección fuera interpretada por el sujeto
paciente de ella como un acto que busca su propio beneficio. La corrección debe surgir
como una prolongación natural de las actitudes de benevolencia hacia el amigo, aunque en
este caso la benevolencia tenga que verse con cierta perspectiva de plazo, pues, según ya se
dijo, la corrección no rara vez produce malestar a plazo corto.
Haciendo un juego de palabras, diríamos que no basta tener buenos amigos sino que es
necesario tener amigos buenos. Nuestra relación puede ser muy estrecha y buena, pero ella
no sería del todo cabal si no procuráramos, con base en esa amistad, que nuestros amigos
sean buenos.
• No todas las reapreciaciones han de ser negativas. Deben darse también de vez en
cuando feedbacks alentadores y estimulantes con dos condiciones: a) Que sean justos (es
decir, verdaderos). No podemos decir que está bien un resultado mediocre o deficiente; y b)
Que no sean frecuentes: las felicitaciones por cualquier bagatela se devalúan más aún que la
moneda. Cuando el dinero o la felicitación abundan, ambas cosas valen poco. La
felicitación por un buen resultado de las acciones debe tener un fundamento real consistente
y apreciable.
Por esto mismo, las alabanzas no se han de hacer nunca en público. En cambio, las
felicitaciones por los resultados, que no aluden a los atributos de la persona sino a los de su
trabajo, pueden –y a veces deben– hacerse públicamente. La felicitación resulta por
múltiples causas un verdadero deber de justicia.
• Reiteración de las correcciones. Por contraposición, hay que tomar en cuenta que la
corrección es reiterable. Dada la debilidad humana, no basta generalmente hacer una sola
advertencia. No hemos de suponer que porque el hombre sepa cómo debe comportarse lo
hará de esa manera. Hemos llamado en otro lugar a esta falsa apreciación falacia socrática.
Es muy probable que las correcciones hayan de reiterarse, en el tiempo y modo oportunos,
pero habrán de hacerse si la corrección no tiene resultados. Tal vez se puedan emplear
distintos y nuevos ejemplos; buscar otras oportunidades y momentos; dar mayores muestras
acerca de la disposición de ayuda, manifestando el necesario «de veras quiero ayudarte y no
disgustarte». Quizá también haya de corregir otra persona distinta de la primera, vinculada
igualmente por lazos de amistad.
El recurso al «debes hacer lo que te digo, pero no lo que ves que yo hago» no tiene otro
efecto que el de una pastilla tranquilizante de la propia conciencia. Si deseamos que alguien
siga una determinada conducta, debe seguirnos en ella: debemos ir delante nosotros.
Recordemos que la autoridad tiene un sentido etimológico primario en el hecho de avanzar
o aumentar, de ir a la vanguardia, de señalar el camino con los propios pasos, de hacer
senda.
• Corrección mutua. La corrección para que sea eficaz debe recibir otro calificativo: ha de
ser mutua. Ésta es la máxima dificultad para que en las empresas se instaure la práctica de
una corrección bien aplicada. No se trata, evidentemente, de una dificultad técnica, sino de
obstáculos pertenecientes al ego de las personas involucradas; no se trata de que un jefe
corrija a su subordinado, sino de algo de mayor profundidad, aunque ahora del todo
inusual: que el subordinado corrija al jefe.
Hemos dicho que el corregir es uno de los modos paradigmáticos de la relación de dádiva.
Cuando sólo hay posibilidades de correcciones descendentes (del jefe al subordinado),
cancelándose, de hecho o de derecho, las correcciones ascendentes (del subordinado al
jefe), esta asimetría hace que las pretensiones de cambio de conducta sean no sólo inútiles,
sino injustas.
• El corrector debe corregirse a sí mismo. Este comportamiento por parte del corrector se
encuentra evidentemente vinculado con todo lo que antes dijimos respecto del ejemplo. Ya
decía Lope de Vega: «Si no lo permite quien lo imita, o deje de imitar o lo permita».
Lo ideal sería que el corregido se hiciese a sí mismo su propia corrección con sus propias
palabras y describiese por sí mismo la conducta reprobable. Esto facilitaría la aceptación
que el jefe y el subordinado están buscando.
______________________________
1
Cfr. Llano, Carlos. Formación de la inteligencia, la voluntad y el carácter. Trillas.
México, 1999. p. 27.
2
Santo Tomás, Juan de. Cursus Theologicus. q. XVI. De Usu, Disp. VII, art. I, II-III.
Ludovicus Vives. Paris, 1884. p. 583. Cfr. Llano, Carlos. Examen filosófico del acto de la
decisión. Cruz. México, 1998.
3
Cfr. Reyes Carrasco, Sergio. Cinco técnicas psicológicas para modificar la conducta de
los demás. Idioma, premios y castigos, ejemplo, participación, especulación, reafirmación.
Promanuscrito.
4
Llano, Carlos. La amistad en la empresa. FCE. México, 2000. pp. 100 y ss.
5
Llano, Carlos. La amistad en la empresa. p. 100-101.
6
Llano, Carlos. La creación del empleo. 3° ed. Panorama. México, 2006. p. 45 y ss.
7
Cfr. Llano, Carlos. Nudos del humanismo en los albores del siglo XXI. 2°. ed. Patria
Cultural. México, 2002. p. 97 y ss.
8
Llano, Carlos. La amistad en la empresa. pp. 239 y ss.
9
Cfr. Anderson, John. «Dando y recibiendo apreciaciones» en Dalton, Gene W., Paul R.
Lawrence y Larry E. Greiner. Organizational Change and Developmen. Dorsey Press.
Homewood, Illinois, 1970. Cfr. «Ideas básicas sobre reapreciación personal» apud IPADE.
México, 1995 en Llano, Carlos. La amistad en la empres., p. 241.
10
Cfr. Llano, Carlos. El nuevo empresario en México. FCE-Nafinsa. México, 1994. p. 246
y ss. Ver Pagonis, William G. y Jeffrey L. Cruikshac. Moving Mountains: Lessons in
Leadership and Logistics from the Gulf War. Harvard Business School Press. Boston, 1992.
Ver etiam Pagonis, William G. El trabajo del líder. Harvard Business Review. Nov-dic
1992. pp. 118 y ss.