Sei sulla pagina 1di 10

Hannah Arendt: La construcción del mundo como casa de la política

María del Mar Estrada Rebull

Somos testigos de cómo diversos actores, desde muchos frentes, mediante sus acciones y sus
discursos, se rehúsan a aceptar la política como la manera establecida en la que poderosas minorías
toman las decisiones. Los movimientos democratizantes, cada uno en su dominio y magnitud, son
reivindicaciones de la política como actividad que concierne a toda persona que vive en sociedad.
Hannah Arendt pensaba que la política era el espacio de realización humana por excelencia, y que
como tal, corresponde a todos los individuos ejercerla cotidianamente. La medida en que se pierde esta
acepción, para ella, es la medida en que perdemos posibilidades para actuar políticamente. Es por eso
que se da a la tarea de tejer su filosofía en torno a dicha acepción, convencida de que, cuando se olvida
que la libertad, la felicidad y el poder deben ser públicos y no privados, “ha comenzado a tener sentido
la funesta ecuación de poder y violencia, de política y gobierno y de gobierno y mal necesario” (Arendt
2004: 183).
En el pensamiento de Arendt, entonces, la acción política se desembaraza de esas y otras
ecuaciones habituales – en especial, se la separa de la lucha por la satisfacción de necesidades
biológicas –; se la dota de un valor propio; y se le da el papel de centro gravitacional de una peculiar
visión del hombre, del mundo y de la historia. Las experiencias fundamentales del tiempo en que
Arendt consideró necesario desarrollar esta filosofía aclaratoria sobre la política, fueron el totalitarismo
y el peligro de exterminio de la humanidad por las armas nucleares. Los retos que hoy enfrentamos han
cambiado, pero ha permanecido el hecho de que no tenemos garantizada la posibilidad de ejercer la
acción política, sino que ésta es frágil, y se va perdiendo o ganando según nuestras gestiones y
omisiones. En este ensayo intentaremos reunir los elementos necesarios para entender por qué Arendt
no es optimista al evaluar la trayectoria histórica de la política ni sus condiciones de posibilidad en la
modernidad; pero también obtendremos claridad sobre los requisitos que propone para que la auténtica
política – tal como ella la concibe – pueda existir entre nosotros. Veremos que estaa propuesta arroja
conclusiones de asombrosa vigencia actual; útiles incluso si no se concuerda con todos los presupuestos
arendtianos.
***
El ser humano, para Arendt, es resultado de un improbable “milagro” consistente en que, de una
naturaleza indiferente surgiera una criatura que, a diferencia de todo lo demás que existe en el mundo,
no sólo formara parte de éste, sino que poseyera facultades para crearlo. Es el hombre quien da ser a
las cosas, que de otra manera yacerían en un ciclo interminable y sin testigos. El signo de la humanidad
es entonces su capacidad de propiciar orígenes que trascienden el mero ciclo vital del universo. “El
lapso de vida del hombre en su carrera hacia la muerte llevaría inevitablemente a todo lo humano a la
ruina y destrucción si no fuera por la facultad de interrumpirlo y comenzar algo nuevo, facultad que es
inherente a la acción a manera de recordatorio siempre presente de que los hombres, aunque han de
morir, no han nacido para eso sino para comenzar” (Arendt, 2005: 264). Así, en el pensamiento de
Arendt, lo humano está siempre contrapuesto a lo natural. La naturaleza es lo que quedaría del
universo sin la acción humana. En este sentido, incluso un mundo supertecnologizado podría ser
“natural” si los humanos desapareciéramos de él, o si lo habitáramos sin ejercer nuestra libertad. Por
contraste, el mundo humano es fabricado e intencionado. Esta visión del hombre como productor de su
propio mundo es la clave de la concepción política de Arendt.
La filósofa no tiene empacho en clasificar y valorar distintas dimensiones humanas de acuerdo a
los criterios recién esbozados. Distingue, para empezar, tres actividades dentro de la vida activa del
hombre: labor, trabajo y acción. La labor corresponde a los procesos cíclicos necesarios para la vida
biológica. Cuando la realizamos estamos tan cercanos a la naturaleza como es posible, en el sentido
antes explicado. La labor no nos distingue de los animales, pues ellos también tienden a procurarse su
sustento y cuidar su vida. En la visión de Arendt – controversial para muchos – la labor no es ni puede
ser nunca política: aunque se realice en contigüidad de otros hombres, no genera por sí misma nada
entre ellos, más que, quizás, el sentimiento rítmico y placentero de esforzarse por obtener el sustento.
Arendt insiste en que la labor debe constituir sólo una parte de la vida, y que en ningún caso debe
confundírsela con la actividad más propiamente humana – la política.
El trabajo, a diferencia de la labor que sostiene la vida biológica, es la actividad responsable de
crear y sostener “un «artificial» mundo de cosas, claramente distintas de todas las circunstancias
naturales” (ibídem: 35). Mediante el trabajo, el hombre es amo de la naturaleza: la violenta tomándole
material para fabricar objetos que ingresarán al hábitat humano; y que incluso permanecerán en él tras
la muerte de quienes los fabricaron. Lo que se fabrica en el trabajo no tiene el fin principal de sostener
o hacer más fácil la vida, sino de objetivar un mundo “artificial”, intencionadamente humano. El
trabajo no es una actividad política, pero recibe por parte de Arendt una valoración superior a la labor,
puesto que le abre a la política la posibilidad de existir al construir un hogar para ella. Para Arendt, la
obra de arte corresponde a esta categoría. El artista produce objetos que quedan por largo tiempo en el
mundo, constituyéndolo: “los hombres que actúan y hablan necesitan la ayuda del homo faber en su
más elevada capacidad, esto es, la ayuda del artista, de poetas e historiógrafos, de constructores de
monumentos o de escritores, ya que sin ellos el único producto de su actividad, la historia que
establecen y cuentan, no sobreviviría” (ibídem: 195).
La última de las tres categorías de la vida activa es la acción: la acción política*. Se trata de una
noción poco ortodoxa, delicada y llena de matices. A lo largo de su obra, Arendt la abordó desde
diferentes perspectivas, y también se esforzó por evidenciar a muchas usurpadoras que pretenden
hacerse pasar por ella. Sólo por estos largos rodeos logró retratar al actor político que ella imaginó, en
toda su pureza y complejidad. Arendt insiste en que la acción es la actividad más propiamente humana
porque es la única que atiende a lo esencial de la humanidad: su libertad y su pluralidad. La pluralidad
se refiere al hecho de vivir en medio de otros semejantes que a la vez son diversos. “El discurso y la
acción revelan esta única cualidad de ser distinto. Mediante ellos, los hombres se diferencian en vez de
ser meramente distintos; son los modos en que los seres humanos se presentan unos a otros, no como
objetos físicos, sino qua hombres” (ibídem: 206). En cuanto a la libertad, Arendt considera que sólo se
puede llamar acción a aquélla que es realizada con plena originalidad, y no como consecuencia de
tendencias o fuerzas ajenas al actor.
De estas dos características atribuidas a la acción, se siguen ya conclusiones sobre ciertos
fenómenos “políticos”. Por ejemplo, cuando un hombre fuerte somete a los demás para realizar grandes
obras, no procede políticamente porque no está interactuando con otras personas en cuanto tales, sino
que las está usando como “material humano” (ibídem: 216). La auténtica acción se distingue porque, a
través de ella, el actor pone de manifiesto ante otros su cualidad de ser alguien entre ellos – alguien
capaz de actuar, hablar, decidir y juzgar con respecto a otros que también actúan, hablan, deciden y
juzgan.
Una consecuencia de esta caracterización de la acción es su indeterminación. El curso que
tomen las acciones emprendidas por las personas es indeterminado, porque su origen es espontáneo y
porque su continuación depende de que otras personas las retomen y las lleven a desenlaces
inimaginados, o bien, las conduzcan a la nada simplemente con ignorarlas. Sin embargo, hay
mecanismos que estructuran tal indeterminación y la salvan del caos. Se trata de los mecanismos
mediante los cuales los hombres van construyendo su mundo. Ya veímos que el trabajo contribuye a
objetivar dicho mundo al poner objetos sólidos y duraderos que median entre las personas. Arendt
propone muchas otras nociones para dar cuenta de la manera en que las sociedades brindan un hábitat
estructurado a la acción.
Una de esas nociones es la de nomos, en el sentido griego: la ley que nos marca límites para la
vida. Según Arendt, ni la nomos ni su legislación eran políticas para los griegos, sino que eran apenas
requisitos previos para la política. La nomos establecía las fronteras de la polis, y determinaba lo
*
En adelante, “acción” se usará como equivalente de “acción política”, en acuerdo con la terminología de Arendt.
permitido y lo prohibido hacia dentro de ella. De esta forma, su imperio sentaba las bases de lo que
sería la convivencia entre iguales. Gracias a la nomos, la relación con los demás ciudadanos no era
arbitraria ni se tenía que elegir entre posibilidades infinitas, sino que se daba con lineamientos
establecidos de lo que se consideraba humano y legítimo.
Otro mecanismo que impide el caos del mundo es el que Arendt explica recurriendo a la noción
de lex romana. Antes de que el Imperio Romano pasara a la fase en la que sometía a los pueblos a los
que vencía, solía establecer ligas con ellos. Se trataba de acuerdos entre dos pueblos contrayentes.
Dichos acuerdos ampliaban el mundo humano al establecer posibilidades de relación entre diversos
grupos de personas. Gracias a la lex, no era posible tratar de cualquier forma a los extranjeros, sino que
había pautas definidas para hacerlo, mediante las cuales se hermanaban.
El perdón es otra noción que funge en la obra de Arendt como un ordenador de la
indeterminación de la acción. En caso de error, el perdón permite otorgar al infractor la oportunidad de
rectificar y empezar de nuevo. Los actos malos no tendrían marcha atrás en sus consecuencias si los
afectados por ellos no tuvieran la posibilidad de perdonarlos. De forma similar, la comprensión alivia la
indeterminación de la acción humana, pues gracias a ella, dotamos de significado y nos reconciliamos
con los hechos pasados que no podemos cambiar. Por último, contamos con las promesas, que nos
permiten tener algunas certidumbres con respecto a nuestra acción y a la de los demás. Sin ellas, “…no
podríamos mantener nuestras identidades, estaríamos condenados a vagar desesperados, sin dirección
fija, en la oscuridad de nuestro solitario corazón, […] oscuridad que sólo desaparece con la luz de la
esfera pública mediante la presencia de los demás, quienes confirman la identidad entre el que promete
y el que cumple” (ibídem: 257).
Como se puede ver, la concepción arendtiana de la vida activa del hombre tiene consecuencias
que cristalizan en aspectos concretos del mundo social, y que van delineando el campo propio de la
política. Sin embargo, es necesario presentar la contraparte de la vida activa que completa su
concepción antropológica: se trata de la vida del espíritu (o de la mente). Ésta transcurre en una
dimensión inaprehensible para los sentidos, en el interior de cada uno de nosotros. En las tres
actividades mentales básicas – pensamiento, voluntad y juicio – hay una retirada del mundo, una
suspensión de lo inmediato (Arendt, 2002: 98). Arendt postula una dualidad en nuestra existencia: por
un lado estamos presentes en el mundo, junto con las demás personas; mientras que, por otro, se
desarrolla una especie de vida paralela intangible que interactúa con la primera.
Las actividades mentales por sí mismas no conducen a la acción, pero la retirada del mundo que
llevan a cabo es imprescindible para hacer cualquier cosa que se escape de la inmediatez y de la
indiferencia implacable de las cosas. La vida del espíritu, pues, es condición necesaria para el ejercicio
de la libertad. Parte de este ejercicio, realizado por el pensamiento, consiste en “dar ser” al mundo, que
sería un cúmulo indiferente de cosas sin los significados que le imprime la humanidad. Dichos
significados no son verdades cerradas, sino que son, como la acción, indeterminados. Aquí aparece una
característica fundamental y sorprendente del pensamiento: su función no es ofrecer soluciones ni
garantizar bienestares de ningún tipo. Por el contrario, el pensamiento puede crear problemas donde no
los había, al desmarcarse del status quo – bueno o malo – para plantear preguntas, preocupaciones,
valores e iniciativas originales que no estaban contenidas en él.
Arendt reivindica la misma espontaneidad en la segunda de las actividades mentales: la
voluntad. Argumenta que, tanto en la antigüedad como en el cristianismo, y en cierto sentido, todavía
en Kant, la voluntad se entendía sólo como un mecanismo de decisión entre posibles medios para
alcanzar un fin determinado que no dependía de los hombres. Para Arendt, lo que le falta a esta
concepción es el elemento de libertad incondicionada, lo que el mismo Kant llamó “iniciar cadenas”.
La voluntad no está irremediablemente determinada por las condiciones existentes, ni por tendencias u
objetivos fijados previamente: es capaz de decidir sus propios fines, y no sólo los medios. Es de aquí de
donde pueden surgir genuinas novedades para el futuro.
El juicio, la tercera de las actividades mentales, consiste en la facultad de hacer valoraciones
sobre particulares concretos. Puesto que, en armonía con el resto de su antropología, Arendt atribuye al
juicio una originalidad radical, estima que “La pérdida de criterios […] sólo es una catástrofe para el
mundo moral si se acepta que los hombres no están en condiciones de juzgar las cosas en sí mismas,
que su capacidad de juicio no basta para juzgar originariamente, que sólo puede exigírseles aplicar
correctamente reglas conocidas y servirse adecuadamente de criterios ya existentes” (Arendt, 2001:
56). Esta habilidad para pronunciarse ante las cosas, “en los raros momentos en que se ha llegado a un
punto crítico, puede prevenir catástrofes” (1999: 137). Es evidente entonces el papel de la vida del
espíritu en la filosofía arendtiana como fundamento de una acción política caracterizada, en buena
medida, como acción libre (por poco verosímil que pueda parecernos hoy una división entre la vida
activa y la vida espiritual).
Este predominio de la indeterminación en la antropología de Arendt se corresponde con una de
las tesis que más le interesa enfatizar sobre la política: las condiciones para ejercerla no están
garantizadas ni nos vienen naturalmente. Su modelo explicativo de la política deseable – la de los
antiguos griegos – es para Arendt la muestra más patente de ello. El que “los hombres trataran entre
ellos en libertad, más allá de la violencia, la coacción y el dominio, iguales con iguales, que mandaran
y obedecieran sólo en momentos necesarios – en la guerra – y, si no, que regularan todos sus asuntos
hablando y persuadiéndose entre sí” (ibídem: 69), implicaba intencionalidad y esfuerzo para lograr las
condiciones en que ello pudiera ocurrir.
Se requería, en primer lugar, un espacio determinado y construido para la política: la polis,
delimitada por la nomos de la que antes hablábamos. Aún dentro de la polis, se requería ser ciudadano
libre para ejercer la política (ibídem: 113), es decir; no tener que dedicarse a la labor para obtener el
sustento. También era indispensable dejar atrás la seguridad del hogar, en donde se quedaban los
esclavos laborando y las mujeres dedicándose a la familia. El hogar era considerado como un lugar
oscuro porque estaba privado de la luz de la esfera pública. Para los griegos, el ágora, la plaza pública,
era el lugar al cual se tenía el atrevimiento de salir para enfrentarse con sus semejantes, y relizar gestas
o emitir discursos dignos de ser recordados. Así, en la polis, la violencia quedó excluida
deliberadamente de lo político al restringirse al exterior de la ciudad, y al asignarse exclusivamente a
las relaciones de mando y obediencia, que no debían tener cabida entre ciudadanos iguales (ibídem:
109). Es éste el concepto de política – como sinónimo de forma deseable, libre y creativa de vivir entre
semejantes – que Arendt busca rescatar de aquella época en que, a su juicio, aún no se había
desprestigiado por diversas circunstancias históricas y filosóficas; ni había sido sepultada bajo
prejuicios milenarios que la hacen temible.
Nos hemos referido ya a algunos elementos de construcción de mundo en esta descripción del
hombre como ser cuya característica es ser indeterminado y objetivar las condiciones de su propia
existencia. En efecto, la política, para Arendt, se dedica propiamente a la construcción, cuidado y
habitación de un mundo. La noción de mundo, como aquello que los humanos habitamos y
compartimos, es muy socorrida por Arendt y tiene su origen en Heidegger. Dicho mundo consiste en
que nos sean aparentes las mismas cosas: en qu ellas sean públicas. Los humanos nos identificamos
como tales en tanto se superponen nuestros ámbitos de patencia: nos comportamos respecto a lo
mismo. “Sólo donde las cosas pueden verse por muchos en una variedad de aspectos y sin cambiar su
identidad, de manera que quienes se agrupan a su alrededor sepan que ven lo mismo en total
diversidad, sólo allí aparece auténtica y verdaderamente la realidad mundana”(Arendt, 2005: 77).
Entonces, cuando decimos que las condiciones de ejercicio de la política no están garantizadas,
implicamos que la publicidad del mundo tampoco está garantizada: la construimos en la medida en que
fabricamos cosas objetivas y las compartimos con los demás, en la medida en que intentamos imaginar
cómo es algo desde una perspectiva diferente a la propia, en la medida en que hacemos acuerdos con
otras personas y otros pueblos.
Más arriba, en el apartado sobre la acción, se hablaba de unos mecanismos que impedían que la
indeterminación de la libertad nos llevara al caos. Esos mismos mecanismos pueden considerarse en
tanto constructores del mundo: La lex romana, que funge como una liga establecida con los pueblos
conquistados para ensanchar el mundo humano, y que establece un espacio que los une, relacionando a
quienes antes estaban aislados; y a la vez los separara, teniendo en cuenta sus diferencias de
perspectiva. La ley griega, la nomos, que establecía fronteras para delimitar el hábitat y el
comportamiento de los ciudadanos hacia dentro de la polis como requisito previo a la política (Arendt,
2001: 120-123). La comprensión y la imaginación, que permiten que las personas seamos
contemporáneas, habitantes del mismo mundo, al hacernos conscientes de la vida que compartimos y
darle un significado común. La explicitación de todos estos mecanismos de construcción de mundo, es
a la vez, el recordatorio de que también es posible su destrucción.
Esto es precisamente lo que Arendt estima que ha ocurrido en la Edad Moderna: perdimos el
mundo común que nos une y nos separa, el mundo que es durable y objetivo (2005: 75). Las guerras
totales, las bombas atómicas e incluso la ignorancia, pueden acabar con mundos humanos enteros, con
lo cual la humanidad se resta a sí misma (2001: 117). Para Arendt, la degradación de las condiciones de
posiblidad de la política, han ido de la mano con la tergiversación conceptual de la política y del poder.
Por eso se cree erróneamente, por ejemplo, que hay política en regímenes donde la gente es sometida a
violencia, se encuentra pasiva o es movilizada por intereses de bienestar biológico. Arendt ubica el
origen de esta degradación en la filosofía platónica, que la consideró sólo como un medio para asegurar
la vida y así posibilitar a los hombres el dedicarse a la contemplación (ibídem: 84). De esta noción
platónica sobrevivió la creencia de que la política estaba al servicio de posibilitar algo más: la filosofía
primero, después las instituciones religiosas y finalmente la vida privada.
La tradición de la filosofía occidental ha considerado la política como medio para alcanzar la
libertad, con lo cual invirtió la fórmula griega, en la que se necesitaba ser libre para ejercer la política.
Esta inversión provocó un malentendido funesto concerniente al sentido y al fin de la política. La
libertad es el sentido o significado de la política, pero Marx pensó que era su fin, y “en el momento en
que un sentido es concebido y perseguido como un fin, inevitablemente todos los fines se degradan y
transforman en medios” (Arendt, 1999: 62). La categoría medios-fines no corresponde a la acción. La
política requiere, para sobrevivir, que no se la pretenda utilizar para fines ajenos a ella misma.
Si bien Arendt no admite que la acción política se conciba como medio, sí le atribuye la
capacidad de engendrar poder. Arendt hace una distinción entre poder y violencia. El poder es
construcción de mundo, y sólo lo instauran los hombres en conjunto mediante los acuerdos entre ellos.
En cambio, la violencia, a pesar de su capacidad de destrucción, no logra construir nada (ibídem: 166).
Por eso una tiranía se desmorona cuando se elimina a quienes ejercen violencia para coaccionar a la
gente. La violencia puede lastimar el poder sólo si destruye partes significativas del mundo, o si
extermina a todos los participantes de una colectividad.
Con base en estos corolarios es posible analizar y juzgar situaciones políticas específicas, a lo
cual Arendt dedica buena parte de su obra. Muchas de las conclusiones a las que llega gozan de una
pasmosa vigencia. Una de ellas es que la política no ocurre por el mero hecho de enunciar
colectividades teóricas – tales como “país” o “cultura”. Entidades como esas, sin un verdadero sustento
político, sólo pueden existir forzadas por la coacción y la violencia. Por ello Arendt sostiene que los
países que intentan mantener su estabilidad sin un sustento político – sin anuencia o participación de la
mayoría – corren un grave riesgo: “El más mínimo incidente puede destruir unas costumbres y una
moralidad que ya no tienen fundamento en la legalidad; cualquier contingencia puede amenazar una
sociedad que ya no está sostenida por sus ciudadanos” (ibídem: 37). El ejercicio de la política,
entonces, puede llegar a ser la única salvación para ciertos mundos resquebrajados.
Otra consecuencia de la filosofía arendtiana es que lleva a desaprobar que se intente usar el
potencial político de la pobreza, porque ésta es una carencia correspondiente a la labor; a las
necesidades de la vida. Ésta es la crítica que Arendt le hace tanto a la Revolución Francesa como al
marxismo (2004: 82). Los sindicatos, por su parte, sólo son políticos en la medida en que tengan
propuestas de gobierno y no sólo intereses particulares, en cuyo caso no serían diferentes a un partido
de clase ni superarían al animal laborans (2005: 239).
Tampoco es político, bajo esta óptica, el sistema de partidos que se reduce a la mera
representación y administración, en el mejor de los casos (2004: 377). El que sistemas así funcionen y
se mantengan estables es, para Arendt, un indicador de que políticamente estamos muertos, pues ni
siquiera estamos coaccionados para no actuar, sino que somos nosotros mismos los que nos
conformamos con emitir un voto de vez en cuando. Por otra parte, resultan absurdos los sistemas en
que, cuando los gobernantes, lejos de representar los intereses de la gente y administrar lo público en
consecuencia, actúan movidos por intereses ilegítimos; la función de los ciudadanos se reduzca a
mantener a raya estos abusos para salvaguardar algunos espacios de libertad (2001: 90).
En el tema de las revoluciones, que apasionaba a Arendt, sus consideraciones parecieran escritas
a propósito de los últimos acontecimientos en África. Para nuestra autora, el distintivo de los auténticos
cambios políticos es la originalidad; la participación de quienes eran pasivos y después pasan a
constituir un poder. Por eso está convencida de que los logros de las revoluciones deben plasmarse en
nuevas constituciones elaboradas por la gente. Dichas constituciones deben ser propuestas para la vida
libre, creativa y participativa en común, y no sólo para limitar a los poderosos (2004: 195). Sólo la
formación política y de pensamiento crítico durante un sistema opresivo puede dar una oportunidad de
éxito a un sistema nuevo. De otro modo, aún si se logra derrocar al opresor, no se sabe qué hacer a
continuación, por lo que se puede desencadenar una tiranía o un caos. Para Arendt, sólo valen la pena
los cambios que estén sustentados en el poder tal como ella lo define, y no en la violencia.

***
Hemos visto que el atributo que Arendt más valora y considera distintivo del ser humano es la
libertad. Este énfasis en la libertad individual y en el protagonismo del ser humano en la configuración
de su propio mundo, en oposición a la naturaleza, son rasgos típicamente occidentales y modernos que
podríamos cuestionar desde nuevas perspectivas. Es también cuestionable el purismo que exige
desligar la política de otros fines, especialmente en sociedades donde las necesidades biológicas y la
salvaguarda de la vida parecen cobrar prioridad ante cualquier otra cosa. De hecho, existen visiones
opuestas, que presentan a las luchas sociales meramente como reclamos o estrategias para cubrir esas
necesidades; y retratan a la democracia representativa como un sistema cuya función es garantizar su
satisfacción.
Dudo que muchos actores con reivindicaciones y aspiraciones políticas pudieran negar la
dimensión política, en el sentido arendtiano, de las mismas; muy al contrario, me parece que ideas
afines están a la alza y sustentan en buena medida la acción ciudadana. Creo también que es imposible
y absurdo prescindir de la dimensión de satisfacción de necesidades biológicas cuando pensamos en los
sistemas políticos deseables y en los movimientos sociales. Sin embargo, el aislamiento de “lo político”
propuesto por Arendt tiene su contribución específica al ofrecer criterios para el juicio y la acción. Así
sucede, por ejemplo, cuando nos convencemos de que el mundo, con sus espacios, objetos, condiciones
y mecanismos para ejercer la política, es algo que debe construirse, mantenerse y salvarse de la
destrucción. Así sucede si consideramos preocupante el que “los hombres se han convertido en
completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos
por ellos” (ibídem: 77)” y ello nos lleva a concluir que, sin espacios de convergencia entre diferentes
clases, culturas e ideologías – o incluso entre vecinos anónimos –, la política es impracticable entre
ellos.
Si contamos con las concepciones arendtianas de política y poder, resulta imposible perder de
vista que “quienquiera que, por las razones que sean, se aísla y no participa en este estar unidos, sufre
la pérdida de poder y queda impotente, por muy grande que sea su fuerza y muy válidas sus razones”
(2005: 227), y que las únicas manifestaciones de política sustanciosa y duradera – sean meros destellos,
o grandes procesos que involucren a naciones enteras – sólo ocurren cuando las personas se organizan
para pensar y construir un mundo propio donde habitar en creativa libertad. Si pensamos así, tenemos
siempre presente que cualquier actividad libre y creadora desempeñada en el ámbito público, sin
necesidad de otra legitimidad, e independientemente de su dominio o tamaño, engendra poder,
construye un mundo y no es susceptible de desmoronarse fácilmente.

BIBLIOGRAFÍA

ARENDT, Hannah, La condición humana, Barcelona: Paidós, [1958] 2005.


_______________, Sobre la revolución, Madrid: Alianza, [1963] 2004.
_______________, La vida del espíritu. Barcelona: Paidós, [1978] 2002.
_______________, De la historia a la acción. Barcelona: Paidós I.C.E./U.A.B, [1995] 1999.
_______________, ¿Qué es la política? Barcelona: Paidós I.C.E/U.A.B., 2001.

Potrebbero piacerti anche