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reconocerle, caer en la cuenta de que era Jesús en persona quien había
caminado con ellos, quien les había explicado las Escrituras, quien había
encendido de nuevo en ellos la esperanza y había hecho que su corazón
ardiera. Pero entonces ya no le vieron. Tal es la ley de la presencia de Cristo
resucitado en medio de nosotros: le reconocemos, pero no le vemos
(físicamente hablando).
Hermanos, el evangelio no nos dice el nombre del compañero de
Cleofás, posiblemente porque ese nombre es el de cada uno de nosotros.
Cada domingo (“el primer día de la semana”) venimos a la Iglesia para que
Cristo se ponga a nuestro lado y nos explique las Escrituras, lo que Él hace por
medio de la homilía del sacerdote, en la que el sacerdote no nos entrega “sus
propias ideas” sino el designio salvífico de Dios, el “era necesario” que nos
permite reconocer un obrar divino allí donde todo parecía circunstancial y
caótico. Y para que encienda de nuevo la esperanza en nuestro corazón, lo
que Él hace entregando su cuerpo y derramando su sangre sacramentalmente
por la salvación de todos: al contemplar el espectáculo de su entrega humilde y
sacrificada al Padre (“por Cristo, con Él y en Él”) comprendemos que nuestra
vida puede ser rescatada de la mediocridad en que ha caído durante la
semana, si nosotros se la damos a Cristo. Por eso venimos a misa: para que
nuestro corazón sea confirmado en la esperanza, para poder seguir esperando,
para nosotros y para todos, a pesar de todo.
Cleofás y su compañero “levantándose al momento, se volvieron a
Jerusalén” para dar testimonio de lo que les había acaecido. También nosotros,
al terminar la misa, volvemos a nuestras tareas cotidianas, para testimoniar
ante los hombres que hay esperanza, pero que la esperanza no está en ningún
partido político, ni en el desarrollo de la ciencia, sino en ese hombre, Jesús de
Nazaret, el único que hace arder nuestro corazón.
Por todo esto es esencial para el cristiano la misa dominical. Porque el
cristianismo no es, en primer lugar, una ética o una sabiduría práctica sino un
encuentro con Cristo. Y este encuentro ocurre en la Eucaristía. Que el Señor
nos conceda ser fieles a ella, para que nuestro corazón se llene de esperanza.
Rvdo . Fernando Colomer Ferrándiz