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Domingo III de Pascua (ciclo A)

La historia de Cleofás y su compañero es la historia de cada uno de


nosotros y de la humanidad entera, desde Adán hasta el último hombre. Esa
historia consiste en que nuestro corazón, que es el centro de nuestro ser,
posee unos anhelos, unas esperanzas, que la realidad se encarga de
machacar, de decepcionar. Nuestro corazón anhela un mundo de fraternidad,
de comunión, de armonía, de comprensión recíproca, de búsqueda común del
Bien. Y lo que con mucha frecuencia se encuentra es precisamente todo lo
contrario. Entonces el corazón está decepcionado.
Para volver a reavivar el corazón, para que arda de nuevo la esperanza
en él, es necesario que el corazón encuentre a alguien cuya presencia, cuyas
palabras, cuyos gestos, hagan de nuevo creíble la esperanza, permitan creer
razonablemente que lo que el corazón anhela puede ser realizado. Y eso es lo
que les ocurrió a Cleofás y a su compañero cuando se encontraron son Jesús y
éste, al que ellos veían pero no reconocían, se pusiera a explicarles las
Escrituras, para que comprendieran que todo aquello que había ocurrido en
Jerusalén encajaba en el plan de Dios, en el designio de salvación que Dios
había trazado desde Moisés y los profetas.
Y cuando uno encuentra a alguien así, quiere retenerlo, quiere prolongar
su presencia, su compañía, porque esa presencia y esa compañía reavivan la
esperanza, y la esperanza es la vida del alma, y sin esperanza el hombre está
espiritualmente muerto, aunque esté biológica, social, cultural, económica o
políticamente muy vivo. Por eso Cleofás y su compañero apremiaron a Jesús
diciéndole: “Quédate con nosotros porque atardece y el día va de caída”. Se
acerca la noche, pero la noche no será oscuridad y temor si tú estás con
nosotros, tal como proclamamos en la vigilia pascual: “Será la noche clara
como el día, la noche iluminada por mi gozo”. Todavía no sabían que era
Jesús, pero su corazón les indicaba que era conveniente permanecer junto a
aquel hombre, pues él encendía la esperanza.
“Sentado a la mesa con ellos tomó el pan, pronunció la bendición, lo
partió y de lo dio”. Entonces ellos lo reconocieron. El gesto de la última cena,
cuando Jesús explicó que el pan era su cuerpo y el vino era su sangre, y que
iban a ser entregados para la salvación del mundo, es lo que les permitió

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reconocerle, caer en la cuenta de que era Jesús en persona quien había
caminado con ellos, quien les había explicado las Escrituras, quien había
encendido de nuevo en ellos la esperanza y había hecho que su corazón
ardiera. Pero entonces ya no le vieron. Tal es la ley de la presencia de Cristo
resucitado en medio de nosotros: le reconocemos, pero no le vemos
(físicamente hablando).
Hermanos, el evangelio no nos dice el nombre del compañero de
Cleofás, posiblemente porque ese nombre es el de cada uno de nosotros.
Cada domingo (“el primer día de la semana”) venimos a la Iglesia para que
Cristo se ponga a nuestro lado y nos explique las Escrituras, lo que Él hace por
medio de la homilía del sacerdote, en la que el sacerdote no nos entrega “sus
propias ideas” sino el designio salvífico de Dios, el “era necesario” que nos
permite reconocer un obrar divino allí donde todo parecía circunstancial y
caótico. Y para que encienda de nuevo la esperanza en nuestro corazón, lo
que Él hace entregando su cuerpo y derramando su sangre sacramentalmente
por la salvación de todos: al contemplar el espectáculo de su entrega humilde y
sacrificada al Padre (“por Cristo, con Él y en Él”) comprendemos que nuestra
vida puede ser rescatada de la mediocridad en que ha caído durante la
semana, si nosotros se la damos a Cristo. Por eso venimos a misa: para que
nuestro corazón sea confirmado en la esperanza, para poder seguir esperando,
para nosotros y para todos, a pesar de todo.
Cleofás y su compañero “levantándose al momento, se volvieron a
Jerusalén” para dar testimonio de lo que les había acaecido. También nosotros,
al terminar la misa, volvemos a nuestras tareas cotidianas, para testimoniar
ante los hombres que hay esperanza, pero que la esperanza no está en ningún
partido político, ni en el desarrollo de la ciencia, sino en ese hombre, Jesús de
Nazaret, el único que hace arder nuestro corazón.
Por todo esto es esencial para el cristiano la misa dominical. Porque el
cristianismo no es, en primer lugar, una ética o una sabiduría práctica sino un
encuentro con Cristo. Y este encuentro ocurre en la Eucaristía. Que el Señor
nos conceda ser fieles a ella, para que nuestro corazón se llene de esperanza.
Rvdo . Fernando Colomer Ferrándiz

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