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1
Agamben, G., Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la infancia, Adriana
Hidalgo, Buenos Aires, 2004.
2
Ibid, p. 71
3
Ibid, p. 216
4
Ibid, p. 217
5
di Giorgio, M., Reina Amelia, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 1999.
de sus obras anteriores y permite observar detenidamente el funcionamiento del
universo marosiano.
Sin embargo, hay en esta obra una voluntad superior a la de narrar la genealogía
de un mundo en ciernes, ya que el relato de ese mundo dislocado y multiforme parece
por momentos una copia burlesca de la propia dignidad que ostenta. La forma de la
novela es acaso un pretexto, no solo para urdir la trama eufórica de una antropología
salvaje sino que sirve de soporte para parodiar una organización y una estructura tanto
social como lingüística.
La novela, como en un pequeño retablo bufonesco del universo, pone en escena la
lucha, abierta o disimulada, entre lo social y lo natural, lo humano y lo animal, lo
comunitario y lo privado: relaciones que en las que se enfrenta un orden
pretendidamente racional y su doble maldito.
La transgresión sería la forma concreta en que el exceso (excrescencia antisocial)
ejerce su poder de regulación en el universo marosiano. Exceso que, como erotismo, se
hace en el “terreno de la violencia, en la violación”6. La transgresión de la ley es el
exceso que en el terreno del lenguaje se manifiesta como extremo en el que la palabra
no se dice sino para gozarse, gozo que no se hace sino en la exuberancia del abismo;
abismo que es apertura infinita, colmo del misterio: vacío inconmensurable de la
voluptuosidad.
En consonancia con el pensamiento de Bataille, quien señala que “no se puede
tratar el erotismo independientemente de la historia del trabajo y la religión”7, la
epopeya erótica de Yla se proyecta a partir de un orden pre-existente, orden social y
político-religioso que, como señalamos, se hace en el escenario de la doble pantomima
de prohibición – transgresión.
La eficacia de la instauración de ese mundo fundado en la potencia erótica estará
dada no por la restitución de un orden quebrantado sino, contrariamente, por su
permanente violación. Acaso este relato se cumple en ese simulacro, en el que la
dimensión del lenguaje pone en evidencia desajustes y tensiones entre el deseo y la
prohibición. Esta organización conjuga una voluntad racional primitiva que combate la
violencia elemental de la reproducción y de la muerte con una serie de prohibiciones
que determinan el carácter de la ley social, la ley moral y la ley de lo humano
cristalizada en la negación. Lo que se derrama como excedencia, que es objeto de
6
Bataille, G., El erotismo, Tusquets, Barcelona, 2005, p. 21.
7
Ibid, p. 12
prohibición y, consecuentemente, móvil de la transgresión es lo que escapa a la
voluntad socializadora y normalizadora de la ley. Sin embargo, aún multiplicada, la
transgresión no puede abolir la prohibición.
Yla representa quizá una suerte de mundo-bisagra, probablemente utópico, que se
resiste a la colonización del lenguaje por medio de la ley como imposición moral; es por
eso que la única ley posible se hace en la transgresión (sustituto pagano de la
profanación). Ese derroche de energía viva8 es la exuberancia de la naturaleza que no
puede ser absorbida por la esfera del orden (mundo de la razón, la producción y la ley
moral) y se manifiesta en el lenguaje como pura exterioridad: ostentación verbal, lujo
del lenguaje que no es sino la felicidad de la pérdida incondicional.
La voluptuosidad de las pequeñas señoras, (lujo y gratuidad de su inocencia),
motivo principal de las grandes páginas de Yla, es una ebullición vital desmedida: el
cuerpo manifiesta su potencia sexual como esencia del erotismo que es “aprobación de
la vida hasta en la muerte”9. El juego entre el deseo, y la prohibición que recae sobre él,
desborda toda norma, todo límite de pudor impuesto por el lenguaje, que se colma y se
derrama en goce clandestino, en sufrimiento, en muerte, en procreación brutal, en
sacrificio. La severidad del castigo y la intensidad de la culpa solo son ponderables en
relación a la dimensión de la transgresión que los propicia. De las pequeñas señoras de
Yla dice uno de los furtivos amantes: “Son libidinosas y recatadas. Y eso es lo lindo.
Salvo una, señora Desirée, la cual se desató y murió crucificada”10.
8
Bataille, G., op. cit., p. 65.
9
Ibid, p. 12.
10
di Giorgio, M., op. cit., p. 119.
11
Bataille, G., op. cit., pp. 64-66.
en cambio, ese equilibrio y deviene sacrilegio mayor, descompostura del moderado
desorden que solo se restituye mediante la muerte espectacular del sacrificio.
En torno a la situación del dispendio vital nos preguntamos entonces, ¿en qué
instancias la palabra instaura lo que podríamos llamar una erótica del exceso? Barthes
señala que “ni la cultura ni su destrucción son eróticos: es la fisura entre una y otra la
que se vuelve erótica”12. Esa grieta en la que el exceso hace el habitáculo de la
transgresión dentro este mundo dislocado, es ese entre es en el que la palabra deviene
materia: peso, volumen, práctica pura, “sentido producido sensualmente” que Barthes
denomina significancia, defección que se conjuga como goce13. El objeto de placer en
cuestión “no es el lenguaje, es la lengua, la lengua materna, [cuyo juego se dispone a ir]
hasta el goce de una desfiguración”14.
Lo erótico en el lenguaje marosiano se sustrae al hiato de la suspensión en la
promesa del deseo postergada indefinidamente. No puede llegar a la decepción, que
preparan tan minuciosamente los preámbulos amatorios de la literatura erótica
convencional, porque lo que hay de fascinante en él es justamente la morosidad de la
pregunta por el goce. El goce se hace en la distancia mínima que opone la experiencia
extrema de la erotización y su retiro inmediato15.
Porque el goce no es conocimiento cierto solo puede realizarse como experiencia.
En esta experiencia no hay una esencia asimilable, porque, contrariamente al placer que
es satisfacción, el goce es desaparición, o suspensión (según Marion), quien al respecto
señala que en el sujeto gozante siempre persiste más el recuerdo de la suspensión que el
del goce mismo.
Ante esta afasia del fenómeno erótico “no podemos más que repetirlo a falta de
poder describirlo o nombrarlo”16. Solo la repetición de la instancia del goce puede
conjurar su retiro, su desaparición y no por ello deviene estereotipo puesto que, en tanto
experiencia realizada al margen de la razón, es inimitable. Lo que se repite del goce es
la promesa de una plenitud imposible; porque el goce, como esencial frustración,
supone que el deseo que lo custodia es “la idea de una inapropiabilidad e inagotabilidad
de la experiencia”17. El exceso voluptuoso, como plétora vital y como urgencia, solo
puede decirse ante la perplejidad de su ausencia, vacío insalvable que inaugura su retiro.
12
Barthes, R., El placer del texto y Lección inaugural, Siglo XXI, Buenos Aires, 2006, p. 15
13
Ibid, 49.
14
Ibid, 61.
15
Marion, J-L., El fenómeno erótico, El cuenco de plata/ Ediciones Literales, Buenos Aires, 2005, p. 167.
16
Ibid, 168.
17
Agamben, G., op. cit., p. 27
La palabra como goce puede darse, para Barthes, en sus dos condiciones
excesivas: ya sea en la repetición desmedida o en la novedad absoluta, pero en cualquier
caso el goce sería la excepción frente a la regla que es el abuso. Barthes sostiene que
“repetir hasta el exceso es entrar en la pérdida, en el cero del significado” pero esta
repetición es erótica solo a condición de que sea formal, literal; exceso de rigidez por la
cual “deviene excéntrica, desplazada hacia las regiones marginales de la música”18.
La palabra erótica de di Giorgio puede tomar cualquiera de estas formas: la del
fraseo ritual que hace devenir el lenguaje propio en lengua-extranjera, la de la sintaxis
enrarecida por una ambigüedad vacilante o la novedad absurda de una palabra
resplandeciendo de candorosa literalidad: en todo caso, sugestión provocada por un
orden dislocado, como el de los cuerpos de las pequeñas señoras de Yla, igualmente
traspasados de lujuria e inocencia: “es la misma física del goce – dice Barthes – el
surco, la inscripción, la síncopa; tanto lo que es ahuecado, revuelto, o lo que estalla,
desentona”19.
El goce, ya sea en la repetición de la forma huyente del goce o en la novedad
suculenta del lenguaje, se dice en el flujo verbal del exceso, en la embriaguez perpetua
de la voluptuosidad, demasía que no se colma porque no existe un límite tangible de
indecibilidad, como dice Agamben:
Lo inefable, lo inenarrable, son categorías que pertenecen únicamente al lenguaje
humano (…) lo indecible, es aquello que el lenguaje debe presuponer para poder
significar. (…) La singularidad que el lenguaje debe significar, no es un inefable,
sino lo máximamente decible, la cosa del lenguaje20.
18
Barthes, R., op. cit., p. 68.
19
Ibid, p. 69.
20
Agamben, G., op. cit., 215.
21
Barthes, R., op. cit., p. 15
violencia o la destrucción en sí, sino el lugar de la pérdida, la deflación de lo que
Barthes llama la cultura del significante.
La pérdida, como fuga del sentido en el exceso de la violencia, representada en la
oposición de un paradigma cultural y uno subversivo, revela la naturaleza asocial del
goce. La emoción es antipática al goce en cuanto esta es una pálida sombra (de
sentimentalidad, de ilusión moral) de la regulación amorosa. El texto de goce es
perverso porque se hace justamente en el quebrantamiento de la ley moral, en lo
inhumano del lenguaje que se aísla y aflora en la negación del partenaire.
¿Qué inquietaba a los habitantes de Yla de la relación de señora Lavinia con los
íncubos, los hombrecillos de las malvas, ese pecado de “obscenidad angélica”, como lo
llama Marosa? ¿Es un gesto de mera custodia de las leyes antiguas de Yla la crucifixión
de la niña hipersexuada? En la violencia que intenta hacer entrar al lenguaje por el cause
de la norma, lo que se produce es la explosión de ese sentido ficticiamente custodiado:
después de la quemazón del bosque, después del sacrificio de la lujuriosa no queda
flotando sino el balbuceo desencajado del deseo. No se llama verdaderamente la
atención sobre la dialéctica transgresión-castigo; lo que se experimenta es aquello que,
por debajo de la carne torturada, vuelve a unirse inexorablemente con su vínculo más
remoto: gozo perverso del que comulga del sacrificio.
El texto como acontecimiento, como puro acto puede someterse a la reversión
perversa del goce, que no es desdoblamiento de un sentido literal sino vaciamiento,
anonadamiento de lo neutro, devenir que anula los antagonismos en la pluralidad: “La
lengua literaria es trastornada, sobrepasada, ignorada en la medida en que se ajusta a la
lengua “pura”, a la lengua esencial, a la lengua gramatical”22.
Lo que Barthes denomina texto de goce, es justamente esa vocación de
provocación ya que “pone en estado de pérdida, desacomoda, hace vacilar los
fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector; (…), pone en crisis su
relación con el lenguaje”23, escisión que, a su vez, Marion piensa a través de la
transgresión:
22
Ibid, p. 44.
23
Ibid, p. 25
24
Marion, J-L., op. cit., p. 172.
¿Cómo salir de la guerra de las ficciones, de los sociolectos? se pregunta Barthes.
¿Acaso es posible la lengua fuera de los lenguajes? ¿Esta lengua pura no es acaso
asocial en la medida en que su goce es necesariamente solitario, privado y perverso en
su absoluta intransitividad? Nos acercamos en este punto a lo que podríamos denominar
una utopía del lenguaje, (ética de la escritura, aspiración de un lenguaje no alienado)
utopía que Deleuze conjetura como la escritura del pueblo que falta. Signo de pequeña
salud, lucidez extrema de la nueva lengua de la lengua:
Para escribir podría ser necesario que la lengua materna sea odiosa, pero de tal
manera que una creación sintáctica cree en ella una suerte de lengua extranjera, y
que el lenguaje entero revele su afuera más allá de toda sintaxis25.
25
Deleuze, G., La literatura y la vida, Alción, Córdoba, 2006, p. 20.