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La delicia de nombrar. Lenguaje y erotismo.

Exceso y transgresión en Reina Amelia de Marosa di Giorgio.

La salud como literatura, como escritura,


consiste en inventar un pueblo que falta.
Gilles Deleuze.

I- Arribar al cuerpo; arribar al lenguaje.


En este breve trabajo quisiéramos leer una obra de la poeta uruguaya Marosa di
Giorgio, pensando en las posibilidades de una idea de exceso en una escritura que se ha
señalado como erótica.
Quien se haya asomado al abismo de voluptuosidad que la obra de di Giorgio abre
ante el lector, intuye desde el inicio que esa fascinación se gesta, más allá de la imagen,
en la literalidad imposible de un lenguaje extrañado, en la palabra que ostenta la más
rotunda carnalidad en cada segmento de la frase, en la voz que profiriere la urgencia de
un deseo imposible. Este vértigo, experimentado al borde del lenguaje, se hace en un
decir que se sostiene fuera de toda posibilidad racional o, al menos, al margen difuso de
la norma.
Venir a la obra de di Giorgio es semejante a naufragar en una isla donde todo nos
es vagamente familiar: por un lado evoca de una manera inequívoca fragmentos de
nuestro mundo y por otro, al acercarnos, al intentar reconocerlo y amarlo
definitivamente nos encontramos ente la más violenta alteridad. Entrar en el universo
marosiano implica entrar en un mundo de juego, en un mundo “como sí…”: juego que
hace sus propias leyes; ley que se cumple en la transgresión y transgresión que se hace
ley más allá del límite franqueado.
De alguna forma, en casi toda la obra de Marosa el acto de arribar por medio de la
palabra poética al cuerpo (erotizado, voluble, gozante, sufriente, paciente, potente,
colonizado, desmembrado) es una forma de arribar al lenguaje sustraído de sus fines
específicos (de comunicación, de reflexión, de ficcionalización, de control, de
dominación), lenguaje que se dice (porque se goza) en su mismidad; en esa materialidad
que no puede dejar de ser erótica porque, como experiencia de goce, es un fin en sí
mismo.
Esto supone (tomando como punto de partida el ensayo de Agamben, Infancia e
historia1), una concepción de la experiencia que, como infancia, se hace al margen del
lenguaje.
El destino de la experiencia, en el límite de la infancia (señalada como misterio,
no como inefabilidad), acontece en el lenguaje como verdad. Si el lenguaje tiene un
límite de misterio, ese límite es su origen trascendental, es infancia2.
Para Agamben, este límite de la infancia, en tanto posibilidad de acontecer como
misterio que tiene la experiencia, está dado por el carácter fundamental de lo humano en
el lenguaje, es decir por la escisión entre lengua y habla (o entre lo semiótico y lo
semántico, según Benveniste). La infancia no sería, en esencia, más que esta escisión
fundamental. Aún así, si existe una posibilidad de hacer experiencia del lenguaje, esta
experiencia se haría con la lengua, es decir, con lo puramente semiótico del lenguaje, lo
que implica estar fuera del habla como discurso, fuera de la verdad como norma.
Esta experiencia se hace entonces con el lenguaje mismo, que no se vuelca hacia
un referente exterior a ella misma sino que se experimenta en su propia auto-
referencialidad: experimento de la lengua como puro signo, experimento que es
infancia3. La lengua, que como práctica pura se hace exclusivamente dentro de los
límites del lenguaje evidencia, paradójicamente, ese círculo mayor que es un “afuera del
lenguaje” ya que, dice Agamben, que “quien realiza el experimentum linguae debe pues
arriesgarse en una dimensión completamente vacía, en la cual no se enfrenta sino con la
pura exterioridad de la lengua”4.

II- Historia sagrada de Yla.


En Reina Amelia5 se cuenta la historia de la ciudad de Yla, de sus reinas y de sus
santas, de sus mártires y sus siervas; de las señoras y pequeñas señoras que sostienen el
universo con la fuerza centrífuga de su sexo.
Fiel a su estilo y fuera del círculo imantado de la brevedad que caracteriza la obra
de Marosa, este relato de largo aliento (sostenido en poco más de 170 páginas) resulta,
al menos, una extravagancia. Reina Amelia se proyecta en un plan más ambicioso que el

1
Agamben, G., Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la infancia, Adriana
Hidalgo, Buenos Aires, 2004.
2
Ibid, p. 71
3
Ibid, p. 216
4
Ibid, p. 217
5
di Giorgio, M., Reina Amelia, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 1999.
de sus obras anteriores y permite observar detenidamente el funcionamiento del
universo marosiano.
Sin embargo, hay en esta obra una voluntad superior a la de narrar la genealogía
de un mundo en ciernes, ya que el relato de ese mundo dislocado y multiforme parece
por momentos una copia burlesca de la propia dignidad que ostenta. La forma de la
novela es acaso un pretexto, no solo para urdir la trama eufórica de una antropología
salvaje sino que sirve de soporte para parodiar una organización y una estructura tanto
social como lingüística.
La novela, como en un pequeño retablo bufonesco del universo, pone en escena la
lucha, abierta o disimulada, entre lo social y lo natural, lo humano y lo animal, lo
comunitario y lo privado: relaciones que en las que se enfrenta un orden
pretendidamente racional y su doble maldito.
La transgresión sería la forma concreta en que el exceso (excrescencia antisocial)
ejerce su poder de regulación en el universo marosiano. Exceso que, como erotismo, se
hace en el “terreno de la violencia, en la violación”6. La transgresión de la ley es el
exceso que en el terreno del lenguaje se manifiesta como extremo en el que la palabra
no se dice sino para gozarse, gozo que no se hace sino en la exuberancia del abismo;
abismo que es apertura infinita, colmo del misterio: vacío inconmensurable de la
voluptuosidad.
En consonancia con el pensamiento de Bataille, quien señala que “no se puede
tratar el erotismo independientemente de la historia del trabajo y la religión”7, la
epopeya erótica de Yla se proyecta a partir de un orden pre-existente, orden social y
político-religioso que, como señalamos, se hace en el escenario de la doble pantomima
de prohibición – transgresión.
La eficacia de la instauración de ese mundo fundado en la potencia erótica estará
dada no por la restitución de un orden quebrantado sino, contrariamente, por su
permanente violación. Acaso este relato se cumple en ese simulacro, en el que la
dimensión del lenguaje pone en evidencia desajustes y tensiones entre el deseo y la
prohibición. Esta organización conjuga una voluntad racional primitiva que combate la
violencia elemental de la reproducción y de la muerte con una serie de prohibiciones
que determinan el carácter de la ley social, la ley moral y la ley de lo humano
cristalizada en la negación. Lo que se derrama como excedencia, que es objeto de

6
Bataille, G., El erotismo, Tusquets, Barcelona, 2005, p. 21.
7
Ibid, p. 12
prohibición y, consecuentemente, móvil de la transgresión es lo que escapa a la
voluntad socializadora y normalizadora de la ley. Sin embargo, aún multiplicada, la
transgresión no puede abolir la prohibición.
Yla representa quizá una suerte de mundo-bisagra, probablemente utópico, que se
resiste a la colonización del lenguaje por medio de la ley como imposición moral; es por
eso que la única ley posible se hace en la transgresión (sustituto pagano de la
profanación). Ese derroche de energía viva8 es la exuberancia de la naturaleza que no
puede ser absorbida por la esfera del orden (mundo de la razón, la producción y la ley
moral) y se manifiesta en el lenguaje como pura exterioridad: ostentación verbal, lujo
del lenguaje que no es sino la felicidad de la pérdida incondicional.
La voluptuosidad de las pequeñas señoras, (lujo y gratuidad de su inocencia),
motivo principal de las grandes páginas de Yla, es una ebullición vital desmedida: el
cuerpo manifiesta su potencia sexual como esencia del erotismo que es “aprobación de
la vida hasta en la muerte”9. El juego entre el deseo, y la prohibición que recae sobre él,
desborda toda norma, todo límite de pudor impuesto por el lenguaje, que se colma y se
derrama en goce clandestino, en sufrimiento, en muerte, en procreación brutal, en
sacrificio. La severidad del castigo y la intensidad de la culpa solo son ponderables en
relación a la dimensión de la transgresión que los propicia. De las pequeñas señoras de
Yla dice uno de los furtivos amantes: “Son libidinosas y recatadas. Y eso es lo lindo.
Salvo una, señora Desirée, la cual se desató y murió crucificada”10.

III- Exceso de felicidad


La posibilidad de lo humano se realiza como ese no ante la naturaleza,
manifestado en las prohibiciones que pesan sobre la sexualidad y la muerte. En el
derroche vital del exceso erótico esta negación elemental se subvierte en afirmación
exacerbada, se derrama en la prodigalidad hasta la angustia de la vida. La sexualidad
de las pequeñas señoras de Yla ordena ese mundo en el renuevo de los cuerpos que se
abren a la exuberancia de la fiesta que la naturaleza celebra en todos los seres11.
Las figuraciones del deseo tienen lugar en ese mundo primitivo del derroche
controlado o desmedido. La transgresión controlada organiza la ley social de Yla a
partir del delicado equilibrio entre lascivia y discreción; la transgresión ilimitada rompe,

8
Bataille, G., op. cit., p. 65.
9
Ibid, p. 12.
10
di Giorgio, M., op. cit., p. 119.
11
Bataille, G., op. cit., pp. 64-66.
en cambio, ese equilibrio y deviene sacrilegio mayor, descompostura del moderado
desorden que solo se restituye mediante la muerte espectacular del sacrificio.
En torno a la situación del dispendio vital nos preguntamos entonces, ¿en qué
instancias la palabra instaura lo que podríamos llamar una erótica del exceso? Barthes
señala que “ni la cultura ni su destrucción son eróticos: es la fisura entre una y otra la
que se vuelve erótica”12. Esa grieta en la que el exceso hace el habitáculo de la
transgresión dentro este mundo dislocado, es ese entre es en el que la palabra deviene
materia: peso, volumen, práctica pura, “sentido producido sensualmente” que Barthes
denomina significancia, defección que se conjuga como goce13. El objeto de placer en
cuestión “no es el lenguaje, es la lengua, la lengua materna, [cuyo juego se dispone a ir]
hasta el goce de una desfiguración”14.
Lo erótico en el lenguaje marosiano se sustrae al hiato de la suspensión en la
promesa del deseo postergada indefinidamente. No puede llegar a la decepción, que
preparan tan minuciosamente los preámbulos amatorios de la literatura erótica
convencional, porque lo que hay de fascinante en él es justamente la morosidad de la
pregunta por el goce. El goce se hace en la distancia mínima que opone la experiencia
extrema de la erotización y su retiro inmediato15.
Porque el goce no es conocimiento cierto solo puede realizarse como experiencia.
En esta experiencia no hay una esencia asimilable, porque, contrariamente al placer que
es satisfacción, el goce es desaparición, o suspensión (según Marion), quien al respecto
señala que en el sujeto gozante siempre persiste más el recuerdo de la suspensión que el
del goce mismo.
Ante esta afasia del fenómeno erótico “no podemos más que repetirlo a falta de
poder describirlo o nombrarlo”16. Solo la repetición de la instancia del goce puede
conjurar su retiro, su desaparición y no por ello deviene estereotipo puesto que, en tanto
experiencia realizada al margen de la razón, es inimitable. Lo que se repite del goce es
la promesa de una plenitud imposible; porque el goce, como esencial frustración,
supone que el deseo que lo custodia es “la idea de una inapropiabilidad e inagotabilidad
de la experiencia”17. El exceso voluptuoso, como plétora vital y como urgencia, solo
puede decirse ante la perplejidad de su ausencia, vacío insalvable que inaugura su retiro.

12
Barthes, R., El placer del texto y Lección inaugural, Siglo XXI, Buenos Aires, 2006, p. 15
13
Ibid, 49.
14
Ibid, 61.
15
Marion, J-L., El fenómeno erótico, El cuenco de plata/ Ediciones Literales, Buenos Aires, 2005, p. 167.
16
Ibid, 168.
17
Agamben, G., op. cit., p. 27
La palabra como goce puede darse, para Barthes, en sus dos condiciones
excesivas: ya sea en la repetición desmedida o en la novedad absoluta, pero en cualquier
caso el goce sería la excepción frente a la regla que es el abuso. Barthes sostiene que
“repetir hasta el exceso es entrar en la pérdida, en el cero del significado” pero esta
repetición es erótica solo a condición de que sea formal, literal; exceso de rigidez por la
cual “deviene excéntrica, desplazada hacia las regiones marginales de la música”18.
La palabra erótica de di Giorgio puede tomar cualquiera de estas formas: la del
fraseo ritual que hace devenir el lenguaje propio en lengua-extranjera, la de la sintaxis
enrarecida por una ambigüedad vacilante o la novedad absurda de una palabra
resplandeciendo de candorosa literalidad: en todo caso, sugestión provocada por un
orden dislocado, como el de los cuerpos de las pequeñas señoras de Yla, igualmente
traspasados de lujuria e inocencia: “es la misma física del goce – dice Barthes – el
surco, la inscripción, la síncopa; tanto lo que es ahuecado, revuelto, o lo que estalla,
desentona”19.
El goce, ya sea en la repetición de la forma huyente del goce o en la novedad
suculenta del lenguaje, se dice en el flujo verbal del exceso, en la embriaguez perpetua
de la voluptuosidad, demasía que no se colma porque no existe un límite tangible de
indecibilidad, como dice Agamben:
Lo inefable, lo inenarrable, son categorías que pertenecen únicamente al lenguaje
humano (…) lo indecible, es aquello que el lenguaje debe presuponer para poder
significar. (…) La singularidad que el lenguaje debe significar, no es un inefable,
sino lo máximamente decible, la cosa del lenguaje20.

IV- Amor, pálido signo.


Lo erótico del lenguaje, observa Barthes, se hace en la fisura de los límites, entre
los “códigos antipáticos” que se enfrentan. El universo marosiano, y Reina Amelia
particularmente, se sostienen en la vigencia de esos códigos enfrentados, entre:
un límite prudente, conformista, plagiario (se trata de copiar la lengua en su estado
canónico, tal como ha sido fijada por la escuela, el buen uso, la literatura, la
cultura); y otro límite, móvil, vacío (…) que no es más que el lugar de su efecto:
allí donde se entrevé la muerte del lenguaje21.

En Reina Amelia este doble límite es permanentemente tensionado y sus fronteras


son violentadas por los embates desde una y otra esfera. Lo que interesa no es la

18
Barthes, R., op. cit., p. 68.
19
Ibid, p. 69.
20
Agamben, G., op. cit., 215.
21
Barthes, R., op. cit., p. 15
violencia o la destrucción en sí, sino el lugar de la pérdida, la deflación de lo que
Barthes llama la cultura del significante.
La pérdida, como fuga del sentido en el exceso de la violencia, representada en la
oposición de un paradigma cultural y uno subversivo, revela la naturaleza asocial del
goce. La emoción es antipática al goce en cuanto esta es una pálida sombra (de
sentimentalidad, de ilusión moral) de la regulación amorosa. El texto de goce es
perverso porque se hace justamente en el quebrantamiento de la ley moral, en lo
inhumano del lenguaje que se aísla y aflora en la negación del partenaire.
¿Qué inquietaba a los habitantes de Yla de la relación de señora Lavinia con los
íncubos, los hombrecillos de las malvas, ese pecado de “obscenidad angélica”, como lo
llama Marosa? ¿Es un gesto de mera custodia de las leyes antiguas de Yla la crucifixión
de la niña hipersexuada? En la violencia que intenta hacer entrar al lenguaje por el cause
de la norma, lo que se produce es la explosión de ese sentido ficticiamente custodiado:
después de la quemazón del bosque, después del sacrificio de la lujuriosa no queda
flotando sino el balbuceo desencajado del deseo. No se llama verdaderamente la
atención sobre la dialéctica transgresión-castigo; lo que se experimenta es aquello que,
por debajo de la carne torturada, vuelve a unirse inexorablemente con su vínculo más
remoto: gozo perverso del que comulga del sacrificio.
El texto como acontecimiento, como puro acto puede someterse a la reversión
perversa del goce, que no es desdoblamiento de un sentido literal sino vaciamiento,
anonadamiento de lo neutro, devenir que anula los antagonismos en la pluralidad: “La
lengua literaria es trastornada, sobrepasada, ignorada en la medida en que se ajusta a la
lengua “pura”, a la lengua esencial, a la lengua gramatical”22.
Lo que Barthes denomina texto de goce, es justamente esa vocación de
provocación ya que “pone en estado de pérdida, desacomoda, hace vacilar los
fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector; (…), pone en crisis su
relación con el lenguaje”23, escisión que, a su vez, Marion piensa a través de la
transgresión:

El habla erótica provoca pues un lenguaje transgresor – porque transgrede la


objetividad, nos transporta fuera del mundo y transgrede también, en consecuencia,
las condiciones sociales (la decencia de la conversación) y las finalidades públicas
(la evidencia del saber) del lenguaje mundano24.

22
Ibid, p. 44.
23
Ibid, p. 25
24
Marion, J-L., op. cit., p. 172.
¿Cómo salir de la guerra de las ficciones, de los sociolectos? se pregunta Barthes.
¿Acaso es posible la lengua fuera de los lenguajes? ¿Esta lengua pura no es acaso
asocial en la medida en que su goce es necesariamente solitario, privado y perverso en
su absoluta intransitividad? Nos acercamos en este punto a lo que podríamos denominar
una utopía del lenguaje, (ética de la escritura, aspiración de un lenguaje no alienado)
utopía que Deleuze conjetura como la escritura del pueblo que falta. Signo de pequeña
salud, lucidez extrema de la nueva lengua de la lengua:

Para escribir podría ser necesario que la lengua materna sea odiosa, pero de tal
manera que una creación sintáctica cree en ella una suerte de lengua extranjera, y
que el lenguaje entero revele su afuera más allá de toda sintaxis25.

Si existe una posibilidad de un lenguaje fuera de los lenguajes, un embate a la


obstinada enfermedad del significante, esa utopía se acercaría a la creación de una
salud, como dice Deleuze o –por qué no– a la invención de aquella cuidad de Yla
reverberando en la luz incipiente del signo.

Lic. Adriana G. Canseco


UNC– FFyH– Esc. de Letras

25
Deleuze, G., La literatura y la vida, Alción, Córdoba, 2006, p. 20.

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