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Lecturas infantiles

18 de enero de 2011.

Mi hermana Claudia me enseñó a leer mientras jugábamos a la escuelita. Eso se produjo


antes de que yo entrase al colegio, así que llegué a las aulas con trabajo adelantado. De ahí
en adelante, se desató en mi cerebro un torbellino de lecturas que sigue sin detenerse.

Aun suponiendo, cómo no, las buenas intenciones de Claudia en su enseñanza, las
consecuencias fueron algo extrañas. Incluso nefastas.

Y es que los primeros años de colegio están orientados, justamente a que uno aprenda a
leer. Lo que en otro sería una ventaja, a mí me significó un lastre. El lastre del
aburrimiento. Mientras mis compañeritos balbuceaban trabajosas sílabas, yo leía de corrido.
Y me lateaba, me lateaba mucho en la escuela. Esa lata colegial nunca se me pasó. Fue una
especie de reflejo condicionado que me persiguió hasta viejo. No en vano, sigo siendo un
sujeto que no se ha titulado de nada en esta vida.

Como consecuencia de este proceso, me dediqué con ahínco a estudiar cualquier tema que
no tuviese que ver con los programas escolares. Claro, mi rendimiento era, por decir lo
menos, dudoso. O francamente malo. Pero a mí no me importaba: era feliz explorando otros
mundos a través de las páginas impresas de los libros.

Claro que como mi exploración era más bien espontánea, sin un guía a cargo, en el camino
me fui llenando con toda clase de textos, a la suerte de la olla.

Recuerdo que “El Principito” debe haber sido uno de los primeros libros que leí completo y
por mi cuenta y riesgo. Creo que no entendí nada durante mucho tiempo, pero el tono
general me gustaba. Es curioso, pero me sigue sucediendo lo mismo con mucho del
material que leo.

En mi casa había abundante material de lectura. La mayor parte eran textos de historia y
geografía (mis padres eran profesores de esas especialidades), así como muchos mapas.
Buena parte de la biblioteca familiar era sobre marxismo puro y duro. Así, la historia la
aprendí con el colador del Materialismo Dialéctico, una especie de catecismo comunista.
Inolvidables son las colecciones de las Ediciones en Lenguas Extranjeras de Moscú.

En cuanto al marxismo criollo, como a los ocho años ya había digerido el famoso volumen
“Para leer al Pato Donald”, de Ariel Dorfman y Armand Mattelart. Este texto contiene
análisis y denuncia de la perfidia imperialista inmanente en las historietas de Walt Disney.
Una gran enseñanza (lo digo en serio). Maldito pato, especie de Gran Brujo Blanco
emplumado.

Para contrarrestar cualquier mala onda con la cultura norteamericana, tenía el mejor

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antídoto en los estantes de mi casa: las obras completas de Mark Twain. Y eso si que era un
lujazo intelectual que me daba. Aparte de Tom Sawyer y sus aventuras, hay otras obras del
gringo que me atraparon y que aún no me sueltan. “Pasando Fatigas”, sus memorias
juveniles, con fundación de la Iglesia Mormona y Fiebre del Oro incluidas, las leí hasta
desarmar el libro. “La vida en el Missisipi”, quizás uno de los libros más poderosos que he
leído en mi vida.

En medio de todos estos huracanes de tinta, pasaba toda clase de literatura. El sanguinario
“Taras Bulba”, de Gogol, el desabrido “Corazón”, de Edmundo de Amicis (muy
recomendado por mi mamá, nunca entendí por qué…), los ineludibles Papeluchos, revistas
Mampato prestadas, en fin, lo que cayese en mis manos. Julio Verne, Blest Gana o Adiós al
Séptimo de Línea eran ingredientes habituales del banquete de mis ojos. Claro que se
colaron unas cuantas cosas más complicadas aún. Recuerdo, por ejemplo, la conmoción que
me produjo haber leído como a los once años de edad el incandescente “Filosofía en el
tocador”, del divino Marqués de Sade. La inflamable mezcla de orgías sexuales y discursos
libertarios hizo un surco en mi cerebro.

Claro que también me di espacio para lo que se puede llamar “religiones comparadas”. Si
bien mis padres no eran (en esos tiempos), religiosos, igual andaba una Biblia dando
vueltas por ahí, la que no se salvó de mi examen. No sé de donde, me conseguí luego el
Corán, más tarde un Bhagavad Gita (o más bien un resumen de él), y luego el I Ching y el
Tao Te King. No todo iba a ser comunismo ateo, digo yo.

En resumen, tengo la sospecha de que mis lecturas infantiles revolvieron el naipe de mi


intelecto. La escuela era un sitio bastante aburrido si lo comparaba con los universos que
surgían de entre las tapas de los libros. Y así me fue. En fin.

Más adelante, la adolescencia tendría lo suyo, pero eso es otra historia.

Pablo Padilla Rubio

PUBLICADO EN

www.hablaresgratis.cl

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