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título del número

Colección
EDUCACIÓN ESTÉTICA
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Contenido

9 Introducción

Ensayos

11 La boca, la hoja y la pantalla: algunos apuntes


sobre la materialidad de la literatura
Carlos Gamerro

29 Procedimientos
Rafael Spregelburd

41 5 Reflexiones en minúsculas
Alejandra Jaramillo

53 Escribir a cambio de dinero: reflexiones sobre


un oficio terrestre
Elsa Drucaroff

63 Generalidades sobre la novela (en Colombia)


desde el punto de vista de la literatura
Ricardo Cano Gaviria

89 Hacia una sociedad de autores teatrales en Colombia


Carlos Enrique Lozano Guerrero

105 El cuento del uno al diez


Andrés Neuman

119 Matar a los hijos: notas sobre dramaturgia


y política en Argentina
Ignacio Apolo

7
133 Agitaciones: apuntes caprichosos en torno a
cuatro novelas argentinas contemporáneas
Patricia Ratto

155 Fragmentos sobre la lírica


Ángel Ortuño

167 Índice de autores

8
Introducción

9
Introducción

10
EDUCACIÓN ESTÉTICA

11
Introducción

12
EDUCACIÓN ESTÉTICA

13
La boca, la hoja y la pantalla
algunos apuntes sobre la materialidad de la
literatura

Carlos Gamerro

El libro y la pantalla

N i la prensa, en el siglo xix, ni el cine, en el xx, pudieron con él. Pero


ahora sí: la televisión y, sobre todo, Internet y la avalancha digital
lo han logrado: la cultura del libro llega a su fin. Pronto será una cu-
riosidad de museo, como la máquina de escribir. ¿Se viene, entonces,
el fin de la literatura? ¿Podemos hacer algo para evitarlo, o al menos
demorarlo?
Pero antes de tomar medidas desesperadas conviene hacernos una
pregunta. ¿Quién dijo que la literatura deba identificarse con el objeto
libro? ¿O incluso con la escritura? La Ilíada y la Odisea eran poemas
orales. Una vez inventada la escritura, la literatura circuló sin proble-
mas en papiros, pergaminos, papel de seda, sin el libro. El libro es un
soporte, nada más. ¿Qué diferencia hay entre leer La divina comedia en
papel, en un e-book o en la pantalla de la computadora? El libro es, o
puede ser, un objeto hermoso, sensual, textural, eminentemente más
acariciable que un e-book; y no seré yo quien le niegue a nadie las de-
licias del fetichismo. Pero tampoco hace falta perder de vista las dife-
rencias entre el fetiche y el objeto. En literatura, el soporte material es
lo menos material del producto estético, poco más que un decorado.
Así como la cultura oral dio paso a la del manuscrito y ésta cedió ante
la de la imprenta, la galaxia Gutenberg dará lugar a la era digital. Eso
es todo. Hay que pasar de la defensa al ataque. Salir del libro. Los
archivos de texto en Internet y los e-books están expandiendo las fron-
teras de la literatura, no amenazándolas.
Hace poco, estando en Cambridge, traté de comprar las obras de
Beaumont & Fletcher en la librería de la Universidad. El libro costaba
cuatrocientos cuarenta dólares. En Internet conseguí las mismas obras,
desde mi casa, en algo así como 0,45 segundos, y gratis. Una gran por-
ción de la cultura antigua, medieval y renacentista, hasta hace muy

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Carlos Gamerro, La boca, la hoja y la pantalla...

poco accesible únicamente a eruditos y académicos, está hoy al alcan-


ce de todos. ¿Puede alguien explicarme qué clase de amenaza es ésta?
La literatura no es un arte del original. Se lea en pergamino, libro,
fotocopia, pantalla o e-book, un texto es un texto; el mismo texto.
Pero la literatura goza, algo perversamente, en pensarse a sí misma
en imágenes de resistencia, encierro, reclusión. Se siente mejor repre-
sentada por un Borges aislado en su biblioteca, escribiendo a mano,
rodeado de volúmenes polvorientos, que por un autor que trabaja en
su laptop, tiene un blog y lee sus poemas por televisión. La literatura
se busca en imágenes anacrónicas de sí misma, y se pone, nuevamen-
te, a la defensiva. Las artes plásticas, en cambio, se lanzan sobre cada
nueva tecnología que aparece, y cuando no aparece la inventan. Un
cuadro, un video, un actor leyendo textos, un parlante emitiendo dis-
cursos, un texto escrito en la pared, son instalaciones, o happenings,
o esculturas sonoras, o arte conceptual. Con el mismo derecho po-
dríamos haber dicho que todo eso era literatura. Pero nos ganaron de
mano. Desde las vanguardias del siglo xx, las artes plásticas se han
dedicado a dinamitar sus límites, para expandirse e invadir todas las
demás prácticas artísticas, mientras que la literatura se ha empeñado
en construir una muralla china alrededor del lector solitario y silen-
cioso, aislado con su libro (así por lo menos se figura Harold Bloom
la esencia irreductible del hecho literario; ni siquiera acepta el audio-
book). Un artista o crítico de arte que se lamentara de la pérdida de
la relación entre el espectador solitario y el cuadro, viendo en ella la
esencia del arte, haría hoy el ridículo. ¿Por qué tomar más en serio al
crítico literario que expresa un miedo parecido?

Solos o acompañados

Hasta la invención de la imprenta, y, con ella, de la novela, la lectura


era un hecho colectivo. El bardo o skald iba de pueblo en pueblo re-
citando los poemas de todos en la plaza pública o el palacio; en las
ventas de España el ventero leía novelas de caballería en voz alta para
todos los huéspedes y comensales; hasta el Renacimiento, al menos la
poesía se recitaba en público, acompañada de música. Incluso hoy día
la mayoría de nosotros nos iniciamos en la literatura mediante prácti-
cas colectivas: en la escuela el maestro lee para todos sus alumnos, y
en la universidad y los grupos de estudio todos leemos el mismo texto
(aunque lo leamos solos en casa) y después nos juntamos a compartir

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

esa experiencia de lectura. La novela, por el grado de inmersión que


requiere, es el género más indicado para la lectura solitaria, y aun
así hay excepciones: el Ulises de Joyce se lee mucho mejor en grupo,
en voz alta, y comentado (así sea para compartir la frustración de no
entender nada). Todos los otros géneros (y ni hablar del teatro) ga-
nan en la experiencia compartida. La literatura fue en su origen una
experiencia colectiva, y hoy sigue siéndolo: la escuela, las universida-
des, los grupos de estudio no son lugares donde se realiza una activi-
dad apenas complementaria de la lectura, como el estudio o la crítica.
También —quizás principalmente— funcionan como lugares de pro-
ducción de lectura colectiva. Esta función de socializar la lectura se
cumple aun con los que no terminan las carreras, o después “trabajan
de otra cosa”.

Lo oral y lo escrito

La lectura silenciosa no es natural, tuvo que ser inventada. Borges, en


“El culto de los libros”, fija el año: 384 d. C.: “Cuando Ambrosio leía,
pasaba la vista sobre las páginas penetrando en su alma, en el senti-
do, sin proferir una palabra ni mover la lengua… Yo entiendo que
leía de ese modo para conservar la voz”. El asombro de San Agustín,
en sus Confesiones, es evidencia de lo extraña que por aquel entonces
resultaba la práctica, aun entre los letrados. Tenemos tan incorporado
el hábito de la lectura silenciosa que nos parece natural leer así, así
como nos parece natural comer con cubiertos en lugar de hacerlo con
las manos.
Shakespeare no identificaba una palabra con su signo escrito, sino
con su sonido. El autor de la famosa frase “¿Qué hay en un nombre?”
nunca escribió el suyo dos veces de la misma manera. ¿Qué importa
la ortografía, si pronunciado es el mismo? Por eso nunca se preocupó
por publicar sus obras de teatro. El texto escrito no era una meta, sino
apenas un apoyo, un medio para la recitación y la lectura en voz alta.
Me estoy haciendo adicto a los audiolibros. Mi iPod está cargado
con los sonetos de Shakespeare, con sus obras teatrales, con el Ulises
de Joyce. Puedo decir que después de años de enseñarlos y leerlos de
la manera tradicional recién ahora estoy descubriendo algo esencial,
que la lectura silenciosa me había vedado: estos autores escribían con
el oído, no con la vista. Con la voz, no con la letra. En Norteamérica y
parte de Europa está muy desarrollada la cultura del audiolibro; aquí,

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Carlos Gamerro, La boca, la hoja y la pantalla...

en Hispanoamérica, se aduce que no sería viable comercialmente, por


lo estrecho de nuestro mercado; aunque España, que cuenta con un
mercado apreciable, tampoco ha apostado a ello.
Algo similar pasa con el circuito de los readings o lecturas. En Euro-
pa y Norteamérica los escritores se la pasan yendo de un lado al otro
(librerías, universidades, festivales) leyendo sus textos ante un públi-
co que así los conoce —conoce una voz, una persona—, y eso lo im-
pulsa a ir al libro. Hay escritores que se ganan la vida en este circuito
de lecturas, sobre todo los poetas, y podría concebirse un autor cuya
obra sólo existiera en este formato oral: el regreso del bardo. Pero en
Hispanoamérica, ni el Estado ni las universidades ni las editoriales
fomentan las lecturas públicas, sino que las reemplazan por charlas o
entrevistas con el autor. Pero seguramente lo mejor que un autor tiene
para decir está en su obra: una lectura, con posterior diálogo con el
público, lo representa mejor que el formato de charla o entrevista. Si
no he leído a un autor, puedo escucharlo hablar durante horas y me
puede parecer un tipo simpático e inteligente, pero no tendré idea de
qué tan bueno sea como escritor: me bastarán en cambio cinco mi-
nutos de lectura para tener al respecto una idea aproximada o aun
bastante ajustada.
Quizás, en el caso de la literatura, habría que aclarar que el teatro,
sobre todo desde Beckett, ha ido dejando atrás su relación con el texto
escrito y el libro, y algo parecido puede decirse de la poesía, que ha
ido recuperando su relación con la voz y el cuerpo a la vez que con un
público de oyentes (y ya no meros lectores). El cuento, abandonado
por la industria editorial, sigue el ejemplo de la poesía y poco a poco
se reencuentra en los espacios de lecturas en voz alta y, a veces, de
discusión colectiva.
No es, entonces, la literatura la que está amenazada por la cultura
audiovisual, sino apenas su silencio.

La literatura y el mercado

Los grandes grupos editoriales nos están dando gato por liebre. En
los sesenta y setenta, en el mundo de habla hispana, los promovidos
por el mercado eran también los mejores, y no necesariamente fáciles:
García Márquez, Cortázar, Donoso, Cabrera Infante, Onetti, Borges,
Bioy Casares, Puig, Sarduy, Roa Bastos. Los consagrados por el mer-
cado y por la academia eran, básicamente, los mismos. A partir de los

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

ochenta, en consonancia con lo que sucede en otras áreas, se engendró


una pseudo buena literatura, más fácil, más traducible, más interna-
cionalizable.
No se trata, exactamente, de best-sellers. El best-seller, invento del
mercado anglosajón, no es simplemente un libro que vende mucho:
es un género literario particular, que se anuncia en el tamaño y for-
mato del libro, el colorido de las tapas, las letras doradas en relieve,
etc. En las librerías no se mezclan con la literatura seria: ocupan zo-
nas netamente separadas. En una punta de la librería, “Fiction”, en la
otra,“best-sellers”. Así el lector no es engañado.
Pero en el mundo hispano el bestsellerismo nunca dejó de ser un
fenómeno de literatura traducida. En cambio, se engendró algo mu-
cho más insidioso: el best-seller “de calidad”, el best-seller con piel de
novela. El ideal de los grandes grupos es vender el libro como una re-
vista: inundar todas las bocas de expendio de un día para el otro, ha-
cer mucha publicidad, tratar de vender todo en una semana o —como
mucho— un mes, y después, a reventar el sobrante. Y la verdad evi-
dente es que cuanto mejor es un libro, mas tardará en venderse. A los
buenos hay que mantenerlos años en librerías, hasta que hagan su
camino.
Lejos de las imaginaciones distópicas de Aldous Huxley, George
Orwell o Ray Bradbury, la mayor amenaza a la literatura no está en el
Estado totalitario. En las democracias liberales de Occidente la ame-
naza viene del mercado: se está adulterando y degradando la buena
literatura, que viene cada vez más cortada. La lectura no está amena-
zada en absoluto. Se venden más libros que nunca. Pero la industria
del libro ha decidido que la buena literatura es un estorbo, un obstá-
culo.
Un problema particular que aqueja a las literaturas hispánicas es
el de la circulación. Nos hemos liberado del yugo español en todo,
menos en la industria editorial. Hoy en día, un autor (o sea, sus li-
bros) para llegar de Buenos Aires a Santiago debe pasar por Madrid
o Barcelona, como en tiempos de la Colonia. Las editoriales multina-
cionales tienen filiales locales, pero éstas, en su mayoría, se dedican a
publicar a los autores locales y venderlos en el mercado local. La ex-
cepción, por supuesto, son los libros de autores españoles publicados
en España: ésos nos llueven. Falta transversalidad: los libros deberían
circular de un país latinoamericano a otro como si existiera el libre co-
mercio. Por un momento, parecía que el proyecto de Editorial Norma

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Carlos Gamerro, La boca, la hoja y la pantalla...

de Colombia iba a cambiar este panorama: una editorial latinoameri-


cana con un proyecto continental, que incluía a España, pero como un
país más: esto es, no como centro o madre patria, sino como un país
hermano. Temprano símbolo de ese afán fue el proyecto “Shakespea-
re por escritores”: ideado y gestado desde la Argentina, publicado
en Colombia, estaba conformado por traducciones de la obra comple-
ta de ­Shakespeare realizadas por autores de toda Hispanoamérica y
España. Hoy en día, el proyecto está abandonado, y los libros no se
consiguen en ninguna parte. El proyecto de Editorial Norma tampoco
cumplió con las expectativas que había generado: como ocurre con las
editoriales españolas, cada filial local publica para su mercado, y la
circulación entre países latinoamericanos es muy limitada.

La lengua y los dialectos

Durante la visita de Julian Barnes a la Argentina (enero de 2007), un


grupo de jóvenes escritores y periodistas se le acercó en improvisada
comitiva y le dirigió más o menos las siguientes palabras: “Señor Bar-
nes, ¿tendría usted la amabilidad de interceder ante su editor español,
el señor Jorge Herralde, y pedirle que las traducciones que publica, de
su obra y la de otros, sean, tal vez, un poco menos pésimas?”.
A pesar del estupor algo prescindente de Mr. Barnes, el diagnóstico
era y es rigurosamente cierto. ¿Por qué la editorial más prestigiosa de
España, y su editor más sensible y agudo, produce textos que a veces
no se pueden leer sin las variadas sensaciones de la incredulidad, la
vergüenza ajena y el dolor físico? Algo que puede extenderse a bue-
na parte de las traducciones realizadas en la península, aunque haya
excepciones: Thomas Bernhard suena mucho mejor en el español de
Miguel Sáenz que en inglés, y no me sorprendería que sonara mejor
que en alemán; Miguel Martínez-Lage ha logrado tomarles el tiempo
a, entre otros, Beckett y Coetzee. Pero cuando descubro la hermosa
y sobre todo sencilla secuencia: “Where? To evening lands. Evening
will find itself” traducida como “¿Dónde? A tierras del lubricán. El
lubricán se encontrará a sí mismo”, mi condena no logra acotarse al
traductor (F. García Tortosa, Ulises) y abarca la nación entera. ¿Por
qué el rey Juan Carlos no hizo callar a éste?
Es verdad que las traducciones hechas en otras lenguas europeas
(inglés, francés, italiano, alemán) suelen ser más confiables. Eso pue-
de deberse a la larga tradición, sustentada en las universidades, a los

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

subsidios, a la increíble cantidad de tiempo que los traductores pueden


dedicarle a su trabajo. Pero no es en esto que difieren demasiado los
traductores españoles de su pares europeos. “¿Cuántos libros tenés
que traducir para ganarte la vida?”. “Tres”, dijo el traductor inglés.
“Ah, no, yo, cuatro”, respondió su par ibérico. (Yo, par argentino, par-
ticipante de un congreso de traductores, estuve a punto de cometer el
papelón de preguntar: “¿Por mes?”). También es cierto que España no
ha sido beneficiada, como las Américas, con una múltiple inmigración
europea que ha resultado en una sociedad variadamente políglota y,
sobre todo, en traductores que manejan ambas lenguas como nativas.
Pero creo que el principal problema de los traductores españoles no
radica en su desconocimiento del inglés, u otra lengua extranjera, sino
en su desconocimiento del español. Paso a explicarme:
Los españoles no tienen la noción de que hablan un dialecto del es-
pañol. Para ellos, los que hablamos dialecto somos nosotros, los ame-
ricanos: lo que ellos hablan es el español sin más. Su lenguaje es, a la
vez, imperial y provinciano: de ahí esa profusión de coños, mogollones,
vosotros (¿por qué, si en sus traducciones los argentinos, uruguayos y
guatemaltecos no vosean, ellos vosotrean?); gamberros, guarros y man-
goneos pueden resultar encantadores en una novela española, pero caen
como una patada al hígado en una novela sueca o libanesa. El escritor
tiene el derecho (algunos dirían, la obligación) de prodigar las formas
locales, aun hasta los límites de lo inteligible en su obra original; pero el
traductor debe andarse con más cuidado.
Los hispanoamericanos también tenemos la culpa. Sobre todo, en
nuestra veneración de ese diccionario que, al igual que la industria
editorial, sigue empecinándose en las nostalgias imperiales. ¿Por qué
un diccionario español debe legislar sobre el habla de los países his-
panoamericanos? ¿Acaso los e.e.u.u. se someten a los dictámenes del
Oxford English Dictionary? Recientemente leí un reportaje en el cual
Arturo Pérez-Reverte intentaba tranquilizarnos aclarando que la Real
Academia de la Lengua, a la cual pertenece, se había vuelto mucho
más abierta y tolerante. Ése no es el punto: el punto es que no debe-
rían tener autoridad para ser, según se les antoje, más o menos abier-
tos o cerrados. Pero el derecho a legislar sobre la lengua española no
es un derecho que tienen, sino uno que le hemos otorgado. “Más de
una vez”, escribe Borges en “Nuestro pobre individualismo”, “ante
las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que diferimos
insalvablemente de España; esas dos líneas del Quijote han bastado

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Carlos Gamerro, La boca, la hoja y la pantalla...

para salvarme de error; son como el símbolo tranquilo y secreto de


una afinidad”. “Las vanas simetrías” a las que se refería Borges coin-
ciden, a grandes rasgos, con eso que Jorge Semprún, a propósito del
“soberbio español” de Ortega y Gasset denomina “el viscoso acervo
de la castellana retórica”: “El engolamiento; la retórica para andar,
tan contentos, por casa; el rebuscamiento arcaizante o geologizante; la
insufrible y pegadiza cursilería”. A lo largo del siglo xx, España e His-
panoamérica han tenido varias veces que tenderse la mano a través
del océano: con la inmigración, a principios de siglo; tras la derrota
republicana en la Guerra Civil, que nos benefició enviándonos las me-
jores mentes y corazones de España; la posibilidad de escribir y publi-
car que América dio a los españoles exiliados durante la larga siesta
franquista… y luego el reflujo: España como refugio para los exiliados
políticos de las dictaduras latinoamericanas; después, para los exilia-
dos económicos de sus democracias. La relación, tomándola como un
promedio, ha sido no la tan cacareada de madre e hijos, sino fraternal.
Olvidémonos de una vez por toda de la madre patria, y pensémosla
como un país hermano. Y mientras esperamos que las gestiones de
Mr. Barnes rindan sus frutos, podemos ir pidiendo que en el próximo
congreso de la lengua se plantee seriamente el problema.
Porque, además, al leer muchas de las traducciones que se ha-
cen en España, uno tiene la sensación de que eso no sonaría bien en
ninguna lengua concebible. Y esto no porque los españoles escriban
mal, sino porque tienen una idea equivocada de los que es escribir
bien. Cualquier pueblo capaz de hablar del “español espléndido” de
Ortega y Gasset ha perdido seriamente el rumbo. Botón de muestra:
la recomendación de enriquecer el texto evitando las repeticiones:
recientemente leía una nota sobre Pasolini, y el autor español, en
lugar de poner siempre “Pasolini”, como cualquier cristiano haría,
empieza a prodigar los sinónimos y los circunloquios: “Pier Paolo”,
“el director de Teorema”, “el malogrado director italiano”… Cuando
llegué a “El boloñés” cerré la revista, y me dije no, toreros no, yo así
no juego.

La tecla y el trazo

Todo lo que sea ficción lo escribo a mano en hojas oficio, lisas, para
sentir mejor el vértigo de la página en blanco. La crítica y los guiones
cinematográficos, en cambio, los escribo directamente en pantalla.

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

Estoy hablando de primeras versiones. La primera versión de un


texto de ficción implica pasar de lo no verbal a lo verbal, del mundo
a las palabras: por eso siempre es la más brava. El cuerpo es la única
mediación posible entre ambos planos. El mundo entra en el cuerpo
y —con suerte— se hace verbo. Al escribir a mano, el cuerpo pasa al
trazo. (Quienes escriben a máquina saben que el cuerpo se manifiesta,
también, en el impacto de las teclas en la página, por eso los criminólo-
gos pueden identificar quién escribió un texto mecanografiado —pero
claro, la caligrafía es mucho más delatora. En la computadora, en cam-
bio, se pierde todo rastro—). Mientras escribo, la propia caligrafía me
indica hasta qué grado estoy compenetrado con lo que escribo. La sin-
taxis puede cumplir una función análoga, pero es menos inmediata.
Hace falta detenerse, releer; quizás recién al día siguiente se vuelvan
claras sus señales. La caligrafía es un indicador instantáneo.
“La parte más importante del estilo”, dice Orlando en Orlando, “es
el correr natural de la voz en el habla”. No conozco una definición
mejor, a no ser la más metafórica y jazzera “It don’t mean a thing if
it ain’t got swing”. En última instancia, lo que se dice cuando se dice
que un escritor “ha encontrado su voz” es que ha encontrado el ritmo,
la respiración de su lenguaje, y quien encuentra su ritmo no puede
equivocarse. “Nothing is muddy that runs in time” (Jack Kerouac).
En tiempos de Shakespeare lo veían como la manifestación terrena
de la música de las esferas, de los ritmos esenciales del universo cap-
tados en tempo humano. Más modestamente, uno puede apropiarse
de cualquier ritmo, que no necesita ser natural, originariamente: pue-
de ser el de una máquina. Pero de alguna manera debe pasar por el
cuerpo humano, porque el habla es respiración y el lenguaje es aire.
Allen Ginsberg, para escribir el poema, empezaba por respirar; la ins-
piración y la exhalación encontraban una cadencia, el aliento empeza-
ba a salir con ruidos, los ruidos se organizaban en sílabas, las sílabas
se convertían en palabras, y las palabras en líneas de longitud a ve-
ces constante y a veces variable: el poema seguía hasta que el poeta
se quedaba literalmente sin aire. “Ahora me está saliendo. Ahora el
tiempo1 está entrando en mi cerebro (cuando se escribe, el ritmo es lo
más importante)”, nos dice Bernard, el escritor de Las olas de Virginia
Woolf. Es tan físico como el deporte: el que corre, si no encuentra en-
seguida su aliento y su paso, enseguida se agota y para, y se pregunta

1
Tiempo musical, beat, en inglés.

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Carlos Gamerro, La boca, la hoja y la pantalla...

para qué lo ha intentado. Quien los halla puede seguir horas y horas
sin cansarse, y al final se siente inundado de plenitud y felicidad, jun-
to con el cansancio. Y la fuerza de voluntad no tiene acá nada que ver:
uno sigue corriendo porque parar, ahora, es lo menos fácil. Lo mismo
vale para el lector: al leer, muchas veces, lo que cansa, lo que aburre,
no es el tema, lo trivial o abstruso de las ideas, lo inverosímil de la
trama: es esta falla del ritmo básico. El que lo encuentra puede seguir
dale que dale con cualquier cosa páginas y páginas y páginas, y no
queremos que pare. Nuevamente, escribir a mano permite sentirlo de
manera más íntima e inmediata.
Muchos supuestos problemas de sentido lo son en realidad de so-
nido: se siguen las ideas menos por su claridad o verdad que por el
ritmo de las frases, al igual que es más fácil seguir un tema armónico
que uno disonante; en un texto de Bernhard, o de Beckett, no hay una
sola línea confusa, pero esto se debe menos a la claridad conceptual de
los autores que a su perfecta marcación rítmica.
La primera vez que traduje a Shakespeare, ensayé el método si-
guiente: escuchaba la obra, en una versión grabada, una y otra vez,
hasta que las palabras perdían sentido, y se convertían en un mantra.
Luego traducía: el ritmo se mantenía, cambiaba apenas el lenguaje; y
las palabras aparecían como por arte de magia. (Eso también lo escribí
a mano). Esta entrada en el ritmo es en sí misma una forma de medi-
tación, porque en ella no hay distancia entre sujeto y objeto: el obser-
vador se funde con la llama; el artista, con su lenguaje. El escritor (si
de él se trata) habla desde la cosa misma, porque él se ha vuelto, con
ella, uno. O, si queremos pasar de la explicación inmanente a la tras-
cendente (lo mismo da, son metáforas), el escritor es un vehículo, un
canal, habitado, atravesado, directamente por un dios o varios (o las
musas, que son sus secretarias). Lo importante, es que de él mismo,
en el momento de la escritura, no quede nada2. La palabra inspiración
quiere decir exactamente eso, si es que quiere decir algo.
La caligrafía, el estilo, la sintaxis son, además, indicadores infali-
bles de la fineza de las percepciones, de la claridad de las ideas, de
la honestidad de los sentimientos expresados (no necesariamente los

2
En Un cuarto propio, Virginia Woolf escribe: “Cuando la gente compara a
­ hakespeare y a Jane Austen, quizás quieran decir que las mentes de ambos habían
S
consumido todos los impedimentos; y por esa razón no conocemos a Jane Austen y
no conocemos a Shakespeare, y por esa razón Jane Austen está en cada palabra que
escribió, y también lo está Shakespeare”.

24
EDUCACIÓN ESTÉTICA

del autor, sino —lo cual es mucho más importante— del personaje).
Si quiero describir un objeto real, expresar una emoción, desarrollar
una idea y “no me sale” (la frase se complica, la oración no suena bien,
aparecen las palabras menos adecuadas), no es un mero problema de
forma: quiere decir que no he visto el objeto; que estoy expresando,
quizás, no la emoción que tengo, sino la que querría tener; que no digo
lo que pienso, sino lo que pensó otro y a mí me hubiera gustado haber
pensando antes. Si tras intentarlo una y otra vez la cosa no marcha,
es momento de pensar: ¿no será que no tengo que decir eso que quie-
ro decir, sino otra cosa? ¿No será que estoy mintiendo? La experiencia
opuesta es igualmente válida: si expresando una opinión distinta de la
mía, un sentimiento que me produce rechazo, la frase sale impecable,
entonces cabe preguntarse: ¿no será que yo (o que alguno de mis múl-
tiples yoes) realmente lo pienso y lo siento, pero no podía aceptarlo?
(La parte maldita suele darnos esas sorpresas, por eso para algunos
de nosotros es tanto más fácil hablar bien si lo hacemos a través de un
personaje).
Corregir, en cambio, es pasar de palabras a palabras. El mundo ha
sido convertido en lenguaje: ahora ese lenguaje puede ser pulido y
refinado —o podrido y arruinado, según uno prefiera o se le antoje—.
Cuando escribo la primera versión, necesito ser uno con lo que escri-
bo; cuando leo, y corrijo, necesito ser otro. Para corregir, suelo pasar
la primera versión en computadora, y después trabajo a veces directa-
mente sobre la pantalla, a veces corrigiendo el texto impreso a lápiz: lo
mismo da, ya se ha convertido en una cuestión puramente práctica (si
estoy en casa, o en un bar, o un ómnibus). Pero si el texto no funciona,
si hay que escribirlo de nuevo, entonces vuelvo a la lapicera y la pági-
na en blanco. La crítica también implica pasar de palabras a palabras.
Simplemente que las palabras originales son de otro. Por eso puedo
escribirla directamente en la computadora.
La computadora, he escuchado por ahí, sería ideal porque permite
escribir a la velocidad del pensamiento. Ésa es, para mí, justamente
su falla. Porque la ficción no es pensamiento, es acción y materia, y
conviene que su escritura sea lenta como el cuerpo. ¿De qué rapidez
hablamos, cuando a veces es necesario un día entero para sacar un
buen párrafo?
Un guión, en cambio, jamás debería escribirse (salvo que uno no
disponga de otros medios) a mano. Hay por supuesto un imperativo
de rapidez: los directores y los productores siempre los quieren para

25
Carlos Gamerro, La boca, la hoja y la pantalla...

ayer. Además, si se escriben entre dos personas (como es mi caso, y


como es siempre recomendable: el cine es una creación colectiva y
conviene que así lo sea desde el vamos) es más práctico: los e-mails
viajan más rápido y más barato que los manuscritos. Pero aun escri-
biendo solo, y con todo el tiempo del mundo por delante, puede ser
contraproducente hacerlo a mano. Porque la materialidad del cine no
está para nada en las palabras de las indicaciones escénicas, y apenas
un poco en las de los diálogos —poco, muy poco, comparada con la
materialidad de la música y las imágenes—. Escribir a mano, y solo,
puede darle a uno la idea equivocada de que es el autor. Puede darle
a las palabras un peso que las hunda en lugar de hacerlas volar, cuan-
do estén donde corresponde: en los labios de alguien. En el libro, las
palabras son lo que hay: toda la realidad está en ellas. En el guión, las
palabras (también los diálogos) son apenas una serie de instrucciones
para realizar la obra, que está todavía muy lejos, en otra parte.

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Procedimientos*

Rafael Spregelburd

E l “procedimiento” existe siempre, y con relativa sencillez. En cual-


quier creación hay siempre un procedimiento. Lo difícil es nom-
brarlo. Lo difícil es preguntar a un artista: “¿Cómo procede usted
cuando hace su trabajo?”.
Nombrar el procedimiento de trabajo sobre un material implicaría
un conocimiento intuitivo de su forma final, y ésta es casi siempre una
utopía, sobre todo en lo que refiere a su condición de “final”.
Hablar de procedimientos se puede parecer mucho a escribir ma-
nuales sobre dramaturgia (en el caso que me ocupa). Y como todos
sabemos, éstos no tienen nada que ver con la escritura.
Pero sí sería posible mirar hacia atrás en algunos procesos creati-
vos y tratar de explicar cómo fue el procedimiento. No para repetirlo
(porque repetir una forma equivale a volver a hacer lo mismo, en un
punto), pero sí tal vez para comprender las falencias de un determina-
do camino y procurar evitarlas en el próximo.
Hay una cosa más: el asunto del “procedimiento” está ligado casi
exclusivamente al problema de la creación de formas. Y éste es un
problema cuyo fuego se ha avivado mucho en estos últimos tiempos.
La excesiva preocupación por la forma ha generado en muchos casos
un teatro sin ninguna preocupación por el contenido. Siempre que se
habla de “renovación” (y este término es casi siempre peyorativo en
quienes apelan a él para hablar de la supuesta nueva dramaturgia) se
alude sistemáticamente a la “novedad de las formas”. Es cierto que los
artistas trabajan obsesivamente sobre la forma (la voluntad de dar for-
ma al caos interno es la única certeza del creador) y sobre lo “informe”
nada puede decirse, por su propia definición. Pero sabemos también
que la lucha por la forma encierra una meta mucho más atractiva: el
descubrimiento del contenido.
Por contenido no me refiero solamente al tema. El tema en teatro
parece no haber variado mucho desde los griegos hasta ahora, y eso

*
asdas

29
Rafael Spregelburd, Procedimientos

no debería preocuparnos. La composición genética de aquellos grie-


gos ha de ser muy similar a la del hombre contemporáneo, y no por
eso podríamos decir que somos “más nuevos”.
Lo que hago a continuación no es más que una lista incompleta y errá-
tica de los problemas de procedimiento que una y otra vez suelo tener
en cuenta cuando trabajo mis dramaturgias.

El procedimiento de la huida del símbolo

Los temas en el arte casi siempre han tenido que ver con lo innombra-
ble. Con aquellas porciones del acontecimiento humano que no pueden
ser explicadas por otras vías de conocimiento: el discurso científico, la
conversación, la filosofía. Un material artístico ni siquiera necesita ser
verdadero para validar su existencia. ¿Por qué es esto? Porque en vez
de proponerse conformar un símbolo convencional de lo real, busca
constituirse como un objeto “agregado” a lo real. El producto artístico
es más real que lo real. No es signo de otra cosa, es la cosa.
Huir de toda posible lectura simbólica es el primero, y quizás el
único, de los procedimientos que manejo concientemente.

El procedimiento de la imaginación técnica

El fabuloso pintor Francis Bacon explica que lo primero que hace es


manchar la tela, provocar un “gesto” sobre sus materiales, y luego
debe esperar a intuir cuál es el contenido de ese gesto. El tema debe
quedar totalmente congelado en la forma. De lo contrario, no habría
búsqueda ni accidente. Y la voluntad artística retrocede dando lugar a
una voluntad meramente decorativa, bella en lo formal, tal vez, pero
con muy pocas posibilidades de “revelación”.
Creo en el accidente como mecanismo de creación.
Para el accidente, para reconocer el accidente, mis procesos de bús-
queda necesitan tiempo. Hay que poder convivir con el objeto para
entender por qué ciertos sucesos absolutamente “biológicos” (auto-
biográficos) dejan su marca personal en el camino de la búsqueda de
formas.

El procedimiento de la multiplicación de sentido

Los poetas saben que la habilidad de su arte consiste en decir con pa-
labras aquello que las palabras no pueden decir.

30
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Tal vez esto mismo trasladado al teatro signifique simplemente


“decir con situaciones lo que esas situaciones no pueden decir”.
En cualquiera de los dos casos tenemos que acordar a qué nos refe-
rimos con el “querer decir”, y una vez más nos encontramos frente a
un problema básicamente lingüístico. Un problema apasionante.
El lenguaje es un cuerpo de leyes arbitrarias y muy curiosamente
ordenadas. De allí que nos lleve tanto tiempo aprender idiomas que
no son los nuestros. En principio, como afirma Eduardo Del Estal, un
lenguaje es algo absolutamente improbable, pero una vez que se cons-
tituye como tal, que toma forma como cuerpo, se nos presenta como
algo redondamente sensato y autoevidente. Es que el lenguaje es un
virus que no sólo afecta nuestra biblioteca de archivos sino también al
cpu. Es decir que el lenguaje en el que hablamos y pensamos es ante
todo como un sistema operativo informático.
La primera ley de subsistencia del lenguaje es su desaparición del
ámbito de lo visible. Para poder ser utilizado, es necesario que el len-
guaje nos sea invisible como código, que no pensemos en qué lenguaje
nos encontramos. Sólo a partir de esta aceptación axiomática nos po-
demos permitir el uso de tan improbable herramienta para hablar de
otra cosa que no fuera el lenguaje...
Pero al mismo tiempo, paradójicamente, el lenguaje comienza a
construir el mundo. Existen palabras —incluso- que designan cosas
que no existen. Y no me refiero sólo al basilisco, al dragón, o a dios,
que son todas cosas que existen sólo dentro de los límites del lenguaje,
sino también a todos los sustantivos abstractos, los colores, los núme-
ros irracionales y los imaginarios, los conectores lógicos (que son sólo
referencias a cómo se usa el lenguaje y no cosas de la realidad: “pero”,
“a menos que”, “por lo tanto”). Lo sorprendente es que una vez que
nos hacemos de un lenguaje ya no nos importa distinguir lo existente
de lo que habla sobre lo existente, lo real de lo metalingüístico. Porque
toda la experiencia primitiva de asociar un significante a un significa-
do queda reemplazada por la repetición automática y memorística.
Dice De Estal: “El lenguaje lleva a un olvido del cuerpo”. Toda le ex-
periencia del dolor entra en la palabra “dolor”, y el cuerpo doliente
exorciza una parte de ese dolor, nombrándolo.
El lenguaje no es malo.
Es una herramienta fabulosa.
El lenguaje permite incluso el pensamiento, que es otra herramien-
ta básicamente humana.

31
Rafael Spregelburd, Procedimientos

Pero nos hemos olvidado de que el lenguaje sirve fundamental-


mente para tapar un vacío: este vacío es el de lo desconocido, el de
las experiencias para las que el hombre no conoce palabra en ninguna
lengua.
El arte recrea las operaciones lingüísticas para recordarnos que en
ese vacío están las repuestas que motorizan nuestro deseo.
En el arte, como en el Esperanto y los demás lenguajes artificiales,
la arbitrariedad de ese enmascaramiento se hace evidente. Cada obra
de arte inventa su lenguaje y propone sus significados, pero funda-
mentalmente señala a sus sentidos.
Para Del Estal, el “sentido” no es lo que normalmente entendemos
por sentido. El sentido es la parte en blanco del acontecimiento cog-
nitivo o percéptico, esa pantalla blanca sobre la que se proyectan los
significados. El significado está asociado a las formas, a las figuras, al
orden. El sentido, a lo informe, al fondo, al caos.
Es necesario que el sentido no sea percibido para que sirva de so-
porte a las formas.
Entonces es cierto que trabajamos con formas, pero lo que quere-
mos hacer es apuntar a ese sentido que está detrás, y que necesaria-
mente debe permanecer velado. Si el sentido se hiciera presente, no lo
reconoceríamos como tal, sino como una nueva forma, y buscaríamos
otra vez detrás de ésta para ver cuál es el sentido detrás del Todo.
Todo lenguaje habla en principio de sí mismo y es autorreferente.
Las gramáticas son siempre absurdas, pero tienen el peso sistemá-
tico de la ley y le dan aspecto más verosímil a una operación al menos
dudosa: la organización de lo existente en un sintagma de sonidos.
Bastaría una pequeña desorganización en la confección de una fra-
se para que viéramos a un tiempo lo que la frase “quería decir” y el
hecho de que esa frase “está queriendo decir algo”. Es decir, un ac-
cidente en el lenguaje pone en primer plano al código, y por lo tanto
nos recuerda esa nada existencial, ese cero, ese blanco sobre el que
recortamos las formas.
¿Qué proceder he aprendido de todo esto?
Simplemente he orientado mi gusto personal; sólo me interesan las
obras que “crean” lenguaje. No las que repiten el lenguaje que les es
previo. Estas obras siempre me parecen remitir a un modelo ajeno a
ellas, siempre me parecen citas menores de cosas grandiosas que las
han precedido. Y esto las desmerece.

32
EDUCACIÓN ESTÉTICA

El procedimiento del atentado lingüístico es sobre todo el del


atentado al paradigma causa-efecto

Atentar contra el lenguaje no implica sólo atentar contra el castellano


en una obra en castellano. Ésos son juegos colegiales. Implica sobre
todo atentar permanentemente contra el lenguaje de la obra, para de-
mostrar que el soporte es justamente eso: lenguaje. Estas operaciones
aumentan el Sentido.
Los grandes clásicos del teatro lo han hecho: ¿qué es, si no Hamlet?
Hamlet mantiene su sorpresa técnicamente hablando merced al pro-
cedimiento de no poder encasillarse en un lenguaje que conozcamos.
Por eso algunos sucesos magníficos de la obra producen paradojas
que motorizan el desarrollo de la misma. ¿Por qué mata Hamlet a
Polonio? La obra nos da al mismo tiempo:
a) Una explicación gramaticalmente correcta: porque lo confunde con
su tío, al que debe asesinar (pese a dudar del mandato) y además bus-
cando una buena excusa. Pues quien está detrás de la cortina no es
Claudio sino Polonio, por otros motivos.
b) Una explicación catastrófica: eso ocurre sin ningún significado; es
puro efecto y poca causa, y será sólo causa en tanto causa de eventos
futuros: Laertes deberá vengar la muerte de su padre al igual que Ha-
mlet debe vengar la muerte del suyo.

Shakespeare es genial, pero no por su manejo de la tragedia sino por


el uso de la catástrofe. En la catástrofe, los acontecimientos se aceleran
hasta el punto de que los efectos preceden a las causas, y el evento
catastrófico deja de ser signo de otro evento y se convierte en pura
presencia inexplicable y tensada ante nuestro pensamiento.
El procedimiento en Romeo y Julieta es ejemplar en este sentido.
¿Qué es lo que hace que el buen fraile pierda la carta que salvaría a
Romeo? Nada. ¿Por qué Julieta despierta en la cripta sólo un segundo
después (y no antes) de que Romeo se dé muerte? Porque sí.
Shakespeare en sus mejores obras inventa un lenguaje sólo para
provocar certeras incisiones en su corpus de reglas internas.
Pero Shakespeare no es el único. Chejov lo hace con igual maestría
y además, de yapa, haciéndonos creer que su lenguaje es el vulgar
lenguaje de la burguesía. Y muchos contemporáneos se han preocu-
pado igualmente por el problema del lenguaje, no como un mero di-
vertimento, sino como un problema profundo que remite siempre a

33
Rafael Spregelburd, Procedimientos

las relaciones entre lo vital y la catástrofe: Rainer Fassbinder, Caryl


Churchill, George Pérec, Tennessee Williams...
La catástrofe sumerge nuestros sentidos y nuestra percepción del
mundo en una crisis lingüística, y ante ella creemos intuir la finitud, lo
innombrable, el destino, y nuestro Sentido último: la razón de nuestra
propia muerte.

El procedimiento de la fuga del lenguaje

Un mensaje basa su poder comunicacional en la cantidad de chances


de transmitirse con el menor “ruido” posible.
No hay mensaje en el arte.
No hay comunicación, en este sentido estricto según el cual comu-
nicar algo es decir “esto” para que se entienda “esto” y no “aquello”.
En ese último caso, la comunicación falla.
Y sin embargo el arte alimenta su brasa de esta falla. Porque no hay
comunicación, sino contagio.
Sólo lacerando la gramática de un mensaje nos liberamos de él para
decir, al mismo tiempo, al menos dos cosas: el mensaje y su desvia-
ción.

El procedimiento de desolemnizar el objeto

La solemnidad en el arte ha sufrido diversas etapas históricas, que no


vienen al caso.
En principio, en determinado momento de la aparición ritual de
formas artificiales, la solemnidad (como la poderosa simetría) garan-
tizaba la autoridad de la obra: “Soy idéntica a mí misma” era una frase
que parecía liquidar el problema de la significación y del reemplazo
de una forma por otra.
Pero en la actualidad la solemnidad es redundancia. Ya nos hemos
acostumbrado al arte, y no es tan necesario que la obra gaste su ener-
gía en parecerse a ella misma y al mismo tiempo en decirlo.
Porque lo solemne es aquello que no reconoce que un mismo objeto
(por más que sea único y cerrado) admite siempre muchas miradas
simultáneas.
Las obras “serias”, que dicen lo que ya sabemos, por ejemplo, son
poco atractivas. Nadie quiere ir al teatro a reconfirmar lo que ya sabía.
A menos que ir al teatro sea sólo una excusa parateatral, una suerte

34
EDUCACIÓN ESTÉTICA

de peaje cultural que mucha gente paga de vez en cuando porque se


supone que “ver teatro es culto”.
Pero también son solemnes muchas obras que apelan a un sentido
del humor ya conocido: aquéllas en las que sabemos exactamente qué
es cómico y qué es reflexivo o sesudo.
La solemnidad no tiene que ver con la falta de humor sino con la
afirmación fascistoide de una única verdad. Y por más noble que esa
verdad fuere, su mera exposición no garantizaría teatro.
Para evitar la solemnidad en un proceso creador hay que saber
deshabitarse. Comprender que debo poder ver lo mismo y otra cosa
al mismo tiempo. Descreer de mis convicciones previas a la obra, y
burlarme también —de ser posible— de la permanencia de aquellas
convicciones que pudieran surgir después de la obra.
Sólo así mi mirada no será la única clave para desenredar la obra;
incluir otras miradas es mi garantía ritual de teatralidad y de confron-
tación con mis contemporáneos.

El procedimiento reflectafórico

La metáfora ha entrado en cierta zona desgraciada. Miles de metáfo-


ras que antes eran buenos soportes formales para decir ciertas cosas
van perdiendo su efectividad y su vitalidad y se transforman en ale-
gorías cerradas y convencionales.
La reflectáfora es un recurso un poco más difuso, pero también
menos newtoniano.
Una reflectáfora es todo recurso retórico (la metáfora está incluida)
que opera a partir de reflejar en un pequeño detalle del objeto fabrica-
do artificiosamente a la totalidad o a otras partes de ese mismo objeto.
De allí su nombre: refleja, con mayor o menor fidelidad, otros ele-
mentos constitutivos del objeto creado, y por lo tanto funciona como
garantía de la ilusión de “vida”.
¿Por qué? Para entenderlo deberíamos comprender someramente
los sorprendentes hallazgos de la Teoría del Caos, no sólo en el ámbito
de las ciencias físicas o biológicas, sino fundamentalmente en el bas-
tión de la razón: las matemáticas.
Un río es un buen ejemplo de un cuerpo caótico: es imposible dar
con un cálculo certero para predecir cuál será el derrotero de una
molécula de agua en su fluir. Y sin embargo el río no pierde su for-
ma. Sólo los sistemas profundamente caóticos sobreviven, porque es-

35
Rafael Spregelburd, Procedimientos

tán capacitados para absorber la catástrofe y reacomodar su forma a


ella.
De igual manera, el cuerpo humano es un sistema complejísimo.
Sin embargo, nos sorprende saber que cada tres años el cuerpo ha
cambiado todas y cada una de sus células. Y sin embargo seguimos
diciéndonos “yo”. ¿Cómo es posible que nos gusten las mismas co-
sas, pensemos más o menos igual, o incluso que almacenemos cosas
en nuestra memoria, cuando ninguno de los componentes físicos de
nuestro cuerpo permanecen en él?
La Teoría del Caos o ciencia de la totalidad explica de qué mane-
ra sorprendente la naturaleza se refleja a sí misma. Hay una relación
caótica pero estabilizada en el movimiento de las partículas de agua
de un río. El río puede desbordarse y cambiar, pero en circunstancias
normales volverá a su forma original, a su “atractor extraño”. Es como
si cada gota de agua, cada molécula, tuviera una especie de memoria
de la totalidad de ese cuerpo: así garantiza la vida su substistencia y
su forma.
Si queremos exponer la “vida” en nuestros escenarios, no basta con
imitar un determinado recorte de los aspectos de la vida. El realismo
pretendió eso (entre otras cosas) e hizo del argumento el procedimien-
to de ese recorte. ¡Pero sin decir: “estamos haciendo un recorte”! Por
eso se ganó tantos enemigos. Mencionemos solamente a Heiner Mü-
ller, para quien el realismo es directamente fascista, porque el fascis-
mo supone la preponderancia de una verdad determinada por sobre
otras. La tiranía del argumento, con su lógica occidental de causa-
efecto, fue esa verdad durante mucho tiempo.
Pero hoy sabemos que se pueden hacer otros recortes, siempre que
la vida esté respetada en nuestros escenarios.
La vida se caracteriza por su organicidad, nada más.
No por su capacidad de justicia (la naturaleza no es justa, lamen-
tablemente), o por su belleza organizada (lo más bello del cielo es la
tormenta), o por su discurso moral (que suele ser terrible).
Existe una idea de “organicidad newtoniana” (reduccionista) que
opera sobre el supuesto de determinados cálculos (dejando afuera a
gran parte de las experiencias de la naturaleza) y una “organicidad en
el caos”, que recién ahora empieza a construir sus primeros referentes
imaginarios. Una obra caótica crea también la ilusión de la vida en tanto
inventa un cuerpo que es coherente consigo mismo, y no con las ideas
previas a ese cuerpo que los espectadores ya tienen sobre el mundo.

36
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Una obra caótica ideal carece de moral. La moral no es asunto suyo,


le es desconocida. Soporta más de un punto de vista, por lo tanto lo
que hace es problematizar más que tranquilizar.
Muchos autores han apelado a conceptos de esta teoría, la mayoría
sin saberlo. La apelación a la catástrofe por sobre la tragedia, la des-
confianza del “mensaje cifrado” y de la “piéce bien fait”, etc., pueden
dar lugar a un teatro más “vivo”, al menos en el sentido en que en-
tendemos que la vida es más compleja que las explicaciones reduccio-
nistas.
Todavía tardará mucho la Teoría del Caos (más allá de su innega-
ble veracidad en el terreno de la demostración matemática más ele-
mental) en conformar una imagen tan fuerte como el reduccionismo e
instalar sus paradigmas en la conciencia de lo humano.

El procedimiento de la producción burguesa

Por otra parte, la “conciencia de lo humano” es patrimonio casi exclu-


sivo de una clase, de la burguesía. Y ésta se caracteriza por una para-
doja existencial, ya muy bien explicada por Sartre, en El Diablo y Dios:
son conservadores para no perder la propiedad ya adquirida, pero
juegan al juego del cambio, en principio para ver si pueden adquirir
además lo que no tienen. El problema de la burguesía como clase no
es su obstinada existencia, sino el espejismo de suponerse una clase
idealista.
Detrás de todo sentido, hoy por hoy, se encuentra el dinero.
Su facultad mágica de conversión es la misma que otrora fuera pa-
trimonio del arte.
El arte, las obras de arte, son objetos “adquiribles”. Quiero decir: su
belleza radica casi siempre en la posibilidad de ser poseídos. Por eso
los museos, por eso los coleccionistas, por eso se le adjudica un valor
desmedido a la “legibilidad” (capacidad de apropiación) de una idea
literaria, etc.
De allí que exista tanta discusión al respecto: si la obra de arte no
estuviera en venta, la discusión ya no pasaría por el valor de conver-
sión de la obra, sino por sus méritos estéticos, y toda disputa acerca
del realismo quedaría reducida a comprender el funcionamiento de
una moda determinada, pero nada más.
Por lo demás, ante este problema de la dudosa relación carnal entre
dinero y producción de arte no hemos dado con una máquina que de-

37
Rafael Spregelburd, Procedimientos

signifique el valor económico de la búsqueda artística. Ni Duchamp,


ni Warhol imaginaron que sus obras “invendibles”, fotocopiadas, se-
rializadas, cotizarían hoy día tan bien en la bolsa.
Esto enrarece cualquier discusión sobre técnica, sobre procedimien-
tos de creación de formas, sobre legibilidad de una obra, y sobre todo,
sobre cuál es el sentido último de la producción de obras de arte.
El dinero rige no sólo los paradigmas de ética o de justicia, sino
también, y fundamentalmente, el paradigma de lo bello.

38
5 Reflexiones en minúscula

Alejandra Jaramillo

A Liliana Ramírez y Montserrat Ordóñez

origen

¿ Puede la escritura tener un lugar de inicio? ¿Puede ponerse en mar-


cha una fuerza tal que arrase con generaciones y generaciones en un
sólo momento? ¿Existe la sensación que pueda concebir la aparición
de la palabra y el placer de su encadenamiento entre realidades, sue-
ños y fracasos? Si se me preguntara (y aunque ya me lo han pregunta-
do vuelvo a quedar paralizada esperando que mi cabeza o mi cuerpo
encuentren un sonido particular para responder) cuándo empezó en
mí la escritura, tendría que hablar de mis dificultades con la idea del
inicio. Y aclaro que no podría ser para mí. Soy de las que piensan
que la escritura es intransitiva; crece como una maleza fascinante en
nuestra precaria manera de construirnos un ser, un sujeto con hilos
microscópicos (conexiones químicas que por suerte toman también
la forma de nuestra experiencia). No es ella, la escritura, un lugar del
que se entra y se sale, una simple experticia que despojamos y trans-
formamos a nuestra voluntad. Y sí, debo decir que casi en todos los
momentos de la escritura, como en los de la vida, lo que parece ser se
vuelve otro, otros, otras, y nunca puedo sentir que la realidad es sólo
una. Hay aprendizajes, destrezas, coqueteos con un ente que sabemos
lejano y que hemos llamado escritura. Sin embargo, si me preguntan
cuándo empezó en mí, debo decir que no puedo imaginarme siquiera
la idea del comienzo: todo está siempre puesto en marcha, vivo los
encuentros como si estuvieran flotando en el ambiente, esperando el
momento de ser; y sí, la escritura es una fuerza que se apodera de los
sentidos, los pensamientos, las sensaciones, los raciocinios y lo arras-
tra a uno al vértice de vivir como si fuera sólo para ella, como esos
árboles que se enroscan alrededor de otro.
Diría entonces que todo empezó hace millones de años, o en un
baño cuando en mi infancia me encerraba a llorar las rabias de la ni-

41
Alejandra Jaramillo, 5 Reflexiones en minúscula

ñez, o en las historias que nos inventábamos con mi padre para hacer
nuestro número de payasos, o en las caricias que mi madre me dio
cuando yo aún no podía recordar con la memoria que recolecta, sino
con la que nutre, o en los manuscritos de la biblioteca que le hicieron
pensar a mi abuelo que yo debía llamarme Alejandra, sólo Alejandra,
o en el sueño familiar de muchos hombres que me antecedieron en ser
poetas y en la ilusión acallada de alguna de mis abuelas o tías de po-
der escribir, o en el instante en que algún ser hambriento decidió que
escribir podría salvarlo de la muerte o la locura o la inanición. Hoy
pienso que la escritura continuó con más fuerza, tomó su rumbo más
fuerte en mí en otros varios momentos: el día que como estudiante de
literatura sentí que no podía entregar un trabajo final que no fuese un
pequeño libro de poemas o un cuento (por suerte conté con profesores
como Montserrat Ordóñez y Jorge Páramo, seres ya de otros mundos,
que aceptaron mis garabatos literarios sin rajarme); o cuando me vi
lejos de Colombia y sentí que sólo contando mi versión de ese mundo
podría algún día regresar; o cuando haciendo proyectos académicos
(investigaciones) descubrí que sólo podía soportar el peso de su mi-
nuciosidad y a veces hasta de su aridez si escribía al mismo tiempo
una novela; o cuando comprendí que la literatura es quizás, siguiendo
al maestro Sábato, una de las mejores formas del conocimiento. En-
tonces lo digo, la escritura se originó en mí por la obstinación que me
provoca, por esa terquedad que me sigue llevando a imaginarme el
universo en palabras, a vivir como si todo existiera para ser recontado
por muchos en formas infinitas, porque me deleita encontrar cómo
contar literariamente el universo en el que vivo a tientas, insomne y
curiosa.

disciplina

No creo en la disciplina como fórmula ni como imposición. Nunca


le he temido a la página en blanco. Si no escribo, pienso, y es otra for-
ma de escribir. Cuando en las mañanas me despierto antes de tiempo
y encuentro que he descubierto en sueños la solución a alguna de mis
narraciones, confirmo que escribir no sucede sólo cuando unimos pa-
labras. No le temo a acostarme sin saber qué voy a escribir mañana.
Ya se sabrá. Supongo que me dará miedo el día en que me acueste sin
estar sumida en un mundo de ficción que haga hervir en mí la posi-
bilidad de la escritura, pero por ahora puedo dormir tranquila al res-

42
EDUCACIÓN ESTÉTICA

pecto. La escritura no es para mí un ejercicio de cotidianidad, no tiene


horario, no soy escritora relojera, y sin embargo sé que la mayoría de
los textos que he escrito son ejercicios, pero han sido vividos sin la
presunción de calentarle la mano a nadie. Debo decir que si un día en
mi vida veo la necesidad de tener un horario para escribir, no tendré
pudor en aceptarlo, será otra de las muchas sorpresas que nos da la
escritura. Y sin embargo, sí le temo a la página en blanco. Le temo no a
quedarme silenciada, es un temor más juguetón; le temo al abismo que
hay entre el universo de lo vivido, lo soñado, lo pensado, hasta, se po-
dría decir, lo bosquejado antes de escribir, y las palabras que se harán
cargo de darle forma. Le temo no tanto porque no me quede bien (fi-
nalmente las valoraciones son menos importantes que las sensaciones
que produce la escritura) sino por las visiones de mí misma y de los
otros que se labran en la escritura. Me conozco cada día un poco más
cuando escribo, me descubro, me aterro, me gozo, me seduzco, me
aborrezco. Creo que la disciplina en la escritura debería ser llamada
obstinación. Que cada quien la viva como pueda. A mí la obstinación
me hace llenar cuadernitos con notas, escribir pequeños textos casi
automáticos, hacer bosquejos de bosquejos (cuando me pongo obsesi-
va con la intriga y el suspenso), visitar lugares ya conocidos como si
fuera alguno de mis personajes, leer y leer y leer. La obstinación me
permite escribir donde se pueda, no tengo cuarto propio, escribo en
los tiempos que me sobran, lo diré mejor, en los tiempos que le puedo
sacar a mi vida diaria: la lactancia, las clases, los juegos con mis hijos,
una de sus mayores prioridades. Mi cuarto propio es precisamente mi
obstinación, la decisión de dejar a la escritura habitarme, esa parásita
sublime que me acompaña.
La disciplina es para mí también el juego con las dificultades. Cómo
superar las pequeñeces de nuestra mirada, cómo hacer que nuestros
personajes tomen cuerpo y se hagan más verdaderos, cómo lograr que
las experimentaciones encuentren lector. Creo en el descentramiento
también como una forma de la escritura. Hay un grabado de Escher en
que vemos un pájaro posado en el quicio de una ventana en cuatro di-
mensiones distintas, como si pudiéramos abrir la mirada y ver a la vez
el mundo desde cuatro lugares diferentes. Ese grabado es la esencia
de mi noción de disciplina. Hacer de mi mirada, siempre que pueda,
un lugar diverso, una tensión que me saque del lugar ya alcanzado.
Alguna vez escribí un cuento sobre ese cuadro en el que un ser vivía
así y por supuesto se enloquecía. Ahora pienso que ese relato es una

43
Alejandra Jaramillo, 5 Reflexiones en minúscula

de mis artes poéticas. La disciplina es también cargar de ímpetu a los


mundos y los seres que narramos, y darle un lugar fiero a las voces
que nos habitan. Admiro por ello a la maestra: Alejandra Pizarnik,
por haber sido capaz de hablar desde la muerte, no de la muerte, no,
desde ella, lo que nos hace vivirla con total furor y desgarramiento.
La disciplina es el juego, es vivir la escritura como alucinaciones
infantiles, aunque no soy de las o los que piensan que la escritura debe
ser lúdica o debe ser sufrida, como si una debiera excluir a la otra.
Esas categorías vistas así empobrecen las tornasoladas sensaciones
que puede producir el escribir. Yo me dejo llevar por las emociones
que la escritura misma me provoca. A veces me río, a veces me cargo
de ansiedad, a veces sólo me deleito, a veces juego, a veces sufro. En
categorías de Rodrigo Fresán, tengo un poco de Borges (el juguetón)
y un poco de Sábato (el sufrido) y de muchos más. Puedo dejar que la
escritura me habite con todas sus sorpresas.
Roberto Burgos dice que Bianchotti piensa que la literatura es una
ciencia peregrina. Yo la veo como una ciencia vagabunda. La discipli-
na al respecto está en respetar las necesidades que nuestro texto nos
vaya mostrando. Pienso aquí en la tan nombrada “investigación” que
hacen los autores para escribir. Sí, hay que investigar; el problema es
que nadie nos puede decir dónde hacerlo. Unas veces será en nuestra
intuición, a veces en las bibliotecas o lo archivos, otras veces conver-
sando con otros, otras veces observando, otras viviendo. Es el texto
y nuestra manera de contar lo que nos marca la pauta de qué tipo de
ciencia debemos construir para hacerlo existir.

la literatura como oficio

Muchas veces he oído decir que estudiar Literatura o Estudios Litera-


rios mata la creatividad, acaba con el placer de la lectura. Intuyo que
esto lo dicen quienes creen que la lectura es un acto de inocencia y que
los conocimientos literarios más que enriquecer la lectura la entorpe-
cen. Yo por mi parte estoy en desacuerdo con esa afirmación, cuanto
más sé de literatura más me regocijo y más comprometida me siento
con ella. En el caso de quienes escriben, los conocimientos literarios
enriquecen la escritura. Sea de manera académica (como los que he-
mos obtenido un título profesional estudiando literatura en una uni-
versidad) o por el simple retorno insistente a la lectura, quienes escri-
ben están siempre saqueando sus lecturas, como lo han admitido ya

44
EDUCACIÓN ESTÉTICA

muchos escritores y escritoras, y el conocimiento de lo literario defi-


nitivamente alimenta su capacidad de creación. También enriquece
la escritura encontrar profesores que viven de manera apasionada la
lectura y que se enamoran de los textos literarios y de los análisis que
pueden hacerse de ellos. Yo corrí con la suerte de contar con maestros
que me mostraron una diversidad de versiones del apasionamiento
con la literatura. Ahora bien, podría pensar que quienes sostienen la
afirmación antes mencionada tengan razón por otro motivo diferen-
te. Como sabemos, en Colombia, como en la mayoría de los países
latinoamericanos, la escritura ha sido sinónimo de grandeza; quien
escribe es un ser casi tocado por Dios, y pretender escribir es un acto
de terrible petulancia para cualquier mortal no marcado por la divini-
dad. (Cuánto nos cuesta decir sin ruborizarnos que somos escritores o
escritoras). En esa concepción —que por supuesto estoy minimizando
un poco—, las demás artes pueden ser aprendidas, pero la literatura
no. Así, los departamentos de Literatura son concebidos como lugares
donde se aprende a hacer crítica, historia y teoría sobre la literatura
y se niega la posibilidad de aprender a escribir. A esto se suma que
tradicionalmente protegen la “buena literatura”, es decir, los clásicos.
Así, los estudiantes de literatura tenemos el agobiante problema de
intentar sobrevivir el peso de la grandiosidad de la gran literatura,
para seguir, guiados por la obstinación, escribiendo la literatura me-
nor, de la que por supuesto se nutre la que cierto tipo de valoraciones
engrandecen. Pese a esta última dificultad, y para los pocos que la re-
sisten, estudiar literatura con o sin escuela es para mí una necesidad;
aterriza a las musas y nos hace entender que el trabajo de escritora, en
mi caso, es de laboriosidad y sobre todo de aprendizaje.
El estudio amoroso de la literatura me ha llevado a admirar y pre-
ferir lo que me gusta llamar literatura difícil. Me encanta encontrarme
textos que no tienen pretensión de entretener y más bien enrarecen las
tranquilidades de los sujetos contemporáneos. Textos donde crecen
narradores recalcitrantes, donde la fragmentación nos hace ahondar
en nuestras propias vidas, textos que asumen la escritura como una
reflexión sobre la escritura misma, el ser y otros temas de la condición
humana. Debo aceptar que soy también buena lectora de novelas que
pretenden entretener con historias bien contadas, y que no pienso mal
de ellas, algunas pueden estar entre los mejores textos que he leído
en mi vida. Varios de mis colegas, especialmente escritores, me han
manifestado su preocupación por ese gusto mío. Yo puedo respon-

45
Alejandra Jaramillo, 5 Reflexiones en minúscula

derles dos cosas. En primer lugar que como facilitadores de la escritu-


ra de otros escritores (trabajamos juntos en la Maestría de Escrituras
Creativas de la Universidad Nacional) debemos estar en posibilidad
de acompañar textos de muchos calibres, aun esos de difícil lectura,
que a mí me apasionan. Y por otro lado, pienso qué sería la literatura
sin muchos de esos textos. Haré una lista restringiéndome sólo a la
literatura latinoamericana en la que me siento más nombrada, para in-
tentar mostrar lo que perderíamos en caso de aceptar que la literatura
sea para la tranquilidad de lectores y lectoras que quieren encontrar
universos completos y bien elaborados. Qué sería de la escritura que
me habita sin haber leído La pasión según G. H., de Clarice Lispector, o
El museo de la novela de la eterna, de Macedonio Fernández, o Para una
tumba sin nombre, de Juan Carlos Onetti, o Rayuela, de Julio Cortázar,
o La pájara pinta, de Albalucía Angel, o La ciudad ausente, de Ricardo
Piglia, o Abaddón, el Exterminador, de Ernesto Sábato, o Paradiso, de Le-
zama Lima, o La región más transparente, de Carlos Fuentes, o Los vigi-
lantes, de Diamela Eltit, o En estado de memoria, de Tununa Mercado, o
Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, entre muchos otros que sería im-
posible citar en este breve espacio. Creo que la escritura es un mundo
de múltiples posibilidades. Amo sentirme cuestionada, descolocada,
descentrada. Amo también leer una buena historia, de ellas aprendo
mucho para escribir y en ellas vivo otros gozos posibles.

escritura sexuada, situada

La escritura es ante todo una forma de posicionamiento, un situarse


en el mundo. Lo más mágico de ese situarse es que una vez sentimos
que hemos logrado habitar un espacio, una sensación, un resplandor
de identidad, quedamos otra vez en el abismo de lo inasible. Situarse
es para mí un acto de ser en transmutación. Sólo así puedo compren-
der la escritura, como un acto en que nuestras coordenadas, nuestros
miedos, nuestras maneras de ser mujeres, hombres, seres sociales, ciu-
dadanos o ciudadanas, animales, soñadores, caminantes, vagabundas,
son recreadas y transformadas. Creo que hay escrituras femeninas,
masculinas —teniendo en cuenta lo inestable de esos conceptos—, co-
lonizadas, colonizantes, violentas, pasivas, inocentes, reflexivas, y que
todas pueden habitar un mismo escribir. Soy mujer, latinoamericana,
colombiana, con opciones que muchas personas en mi país no pueden
tener, soy esposa, amante, madre, lectora. Me conmueve saber que

46
EDUCACIÓN ESTÉTICA

dos generaciones antes de la mía la revolución era posible, y me duelo


del desparpajo con que la posmodernidad nos ha querido hacer creer
que ningún otro mundo es posible. Vivo marcada por las heridas de
ser un sujeto lleno de orfandades y por los brillos de las muchas iden-
tidades que me recorren. Habito un continente que ha vivido en crisis
y que pese a ellas y por ellas ha producido un gran conocimiento. Me
interesa sobre todo la escritura así, que se desnuda, que muestra las
intenciones y no cree en verdades. Una escritura que comprende que
es a la vez un arte y un acto de profundo conocimiento.
Sé que escribo como mujer, ésa es mi manera de entender el mun-
do, y sin embargo hay en mi escritura muchas mujeres y hombres, y
una cultura que se expresa derivando entre múltiples valoraciones y
sensaciones de la realidad y el universo. Aspiro a tener lugares amo-
rosos donde vivir, aunque sé que en el escribir, en su manera de ha-
bitarme a mí misma, estaré llamada hasta el final a verme diferente, a
no encontrar un único lugar para existir.
Mi práctica política principal es mostrarme —situarme—, dejar
que las costuras del entramado de mis valoraciones afloren, y hacer
aflorar, a través de la literatura, las costuras de muchos otros mundos
—perversos, vulgares, sofisticados, amorosos—. Ricardo Piglia dice
que una de las tareas de los escritores y escritoras latinoamericanos
del siglo xxi es tomar el lugar del otro, no como apropiación sino
como transmutación, dejar que la voz de los otros nos posea en la
escritura. Yo quisiera ser muchos al escribir. Quisiera, como dice Gi-
rondo, ser hombre, animal, árbol, mar, vuelo, ala, sensación, sueño.
Es un acto difícil, pero es la única manera de hacer que el mundo se
haga realidad para nosotros mismos en la escritura. Una escritura
situada es una escritura con cuerpo, sexo, palpitaciones, flujos, ansie-
dades, conocimiento, espacio, tiempo y, sobre todo, con un abismo
inmenso para saltar al vacío que es ver que todo está en eterna trans-
mutación y repetición. Una escritura situada sabe que cualquier tema
le es propicio y aún así encuentra regocijo en comprender su época,
las narrativas que la circundan, en aceptar el peso de la realidad y
dotarla de imágenes, como un caleidoscopio hecho con una bolita de
cristal, de esos que venden hoy en día por ahí, en los que las piedritas
de antes que formaban las innumerable figuras son sustituidas por el
mundo exterior. A través de la bola de cristal, la figura caleidoscópica
se conforma de lo que nos rodea, transmutado, dotado de destellos
antes inimaginados. Así quisiera que la realidad atravesara mi es-

47
Alejandra Jaramillo, 5 Reflexiones en minúscula

critura, para hacer de ella versiones que me complazcan y que ojalá


complazcan a algunos de mis lectores y lectoras.

géneros

Cómo saber si lo que uno va a escribir es un cuento, una novela,


una crónica u otro género posible suele ser una pregunta recurrente
entre los escritores y escritoras en formación, y la respuesta creo que
también es recurrente: las historias o reflexiones que uno tiene para
contar encuentran ellas mismas su destino en un género literario. Son
ellas las que logran demostrarnos qué forma han de tomar. A veces
es engañosa, muchos hemos empezado un cuento que en algún mo-
mento descubrimos que es una novela o viceversa. Otros —yo ya de
poesía nada— descubren que una prosa termina más bien siendo un
hecho poético, y, bueno, las posibilidades son varias. Sin embargo,
éste es el tipo de temas en que me parece que los escritores y escritoras
nos repetimos. Tenemos, como diría el maestro Borges, unas cuan-
tas metáforas y de ellas se nutren todas nuestras compresiones sobre
la escritura. Entonces, sigo pensando en Borges, veo a los escritores
como seres que tienen en realidad pocas metáforas para contar y po-
cas formas para contarlas, y aún así hay algo en la manera de vivir la
escritura y de conjugar las posibilidades de la literatura en que somos
infinitos. Como la esfera de Pascal cuyo centro está en todas partes
y cuya circunferencia en ninguna; somos todos centros diferentes de
una misma esfera que se cuenta y se habita en multiplicidades.
A mí me costó años entender que, ante todo, podía ser una narra-
dora. De mi familia había heredado el gusto por la poesía e intenté
—fallidamente— algunos poemas. Como dicen por ahí: cometí algu-
nos poemas. Sin embargo, ese destino no ha vuelto a darse para mí;
mi escritura, que sé que tiene un tono poético por momentos, no ha
regresado a los parajes de la poesía. La novela ha sido un descubri-
miento diferente. Ella era una irrealidad para mí, algo inalcanzable
y, no obstante, cuando empecé a escribir el primer relato que fue to-
mando forma de novela, me sentí cómoda y extasiada. Fue hace ya
varios años, en 1994 en una temporada en Buenos Aires, donde tuve
el placer de asistir al Taller de escritura —casi de poesía— de Hebe
Solves. Yo llegué con un cuaderno cocido y mi relato, y en las varias
sesiones fui descubriendo que tenía el tono, las atmósferas y sobre
todo los personajes que daban para una novela. Ya no recuerdo si

48
EDUCACIÓN ESTÉTICA

la terminé. Después acometí otra escritura que desde el inicio supe


que era un relato largo, quizás una novela. Fue en mi primer exilio
voluntario de pocos meses en 1998, y regresé a Colombia con ochenta
páginas donde saldaba cuentas con unos cuantos fantasmas. Ahora
pienso que los fantasmas son inagotables y por eso tal vez nunca pue-
da dejar de escribir. A los pocos meses decidí irme. Pensé —ahora sé
que cándidamente— que no regresaría a vivir a Colombia, y empecé
un corto silencio. Vivía en una ciudad mágica, Nueva Orleáns, ro-
deada de libros y sobre todo de tiempo para leer y escribir. No pasó
mucho tiempo hasta que se unieron varios azares, y la creación, el
acto de escribir, regresó para quedarse. Montamos una tertulia en un
café desorbitado en el French Quarter. Allí apareció también un mago
que me ha acompañado con su amistad por años: Benito del Pliego,
a quien le debo haber escrito mi libro de cuentos Variaciones sobre un
tema inasible (Buenos Aires: El fin de la noche, 2009). También viví la
intensidad inaudita de la distancia, años en que todo pululaba y se
fragmentaba, y la experiencia era tan fecunda que de esos años de
vida nos seguimos nutriendo mi escritura y yo. Tuve amigas irrepeti-
bles y goces innombrables. Allí empezó La ciudad sitiada. Yo no sabía
qué iba a escribir, aparecieron frases que encadenaban con su fuer-
za inicial, con sus imágenes, pequeñas narraciones que de a poco fui
descubriendo que hacían parte de una historia que necesitaba contar.
Era una ilusión de escritura automática en cuanto puede ser automá-
tico contarse a uno mismo. Pero con los meses y con mi decisión ya
infranqueable de regresar a Bogotá, mi historia vivió un giro. Había
que contar el regreso, no ya como un deseo, sino como una realidad,
y era aún más doloroso. El desencanto, en medio de la emoción, fue
creciendo, y la novela con él. Lo que más quiero de esa novela es a
su narradora, incómoda, impertinente, maniática. Y claro, a Fermín,
ese personaje que conocí hasta la profundidad sin dejarlo hablar —no
creo haber creado una voz masculina contundente aún—. Mientras
terminaba esa novela, la primera publicada —por la radicalidad y el
amor de Fabian mi marido—, empezaron a seguirme una historia y
unos retos narrativos. Quería mostrarme que era capaz de escribir casi
como no me gustaba hacerlo y entonces inicié la creación de Acaso la
muerte. Me propuse conocer todos los mecanismos de la novela, sus
tiempos, sus misterios, hice bocetos y más bocetos, y la fui escribiendo
entre el nacimiento de Matías, mi primer hijo, y la llegada de Libertad,
mi segunda hija, entre el 2003 y el 2006. Esta novela ha tenido buenos

49
Alejandra Jaramillo, 5 Reflexiones en minúscula

lectores aun cuando estaba inédita, y he aprendido mucho de los co-


mentarios que ha recibido. Ya llegué al punto de hacer cambios que
me eran difíciles, pero que entendí necesarios.
En los últimos años, desde 1998 en Nueva Orleáns, hay otros dos
géneros a los que regreso. Uno lo llamo postales. Son cartas cortas en
que unos personajes hablan a otros. Allí cuento pequeñas anécdotas,
entablo discusiones con personas —algunas se vuelven postales rea-
les en que otros hablan de mi vida— escribo reflexiones, imágenes,
sueños. También he vuelto al cuento, no muy recurrentemente, pero
cuando veo que una historia guarda en sí misma más de un misterio,
que al contar una se hace visible otra que no tiene cómo contarse, a la
manera en que Ricardo Piglia describe el cuento, llego entonces a ese
lugar. Debo decir que de forma paralela he escrito siempre crítica li-
teraria o textos sobre la cultura, que pertenecen al ámbito de mi oficio
“profesional”, y que aunque me apasionan nunca lo hacen tanto como
la otra escritura, la que vive de mí.
El presente es una novela más extensa que las anteriores, un mun-
do lleno de voces y de imágenes. Discusiones con la literatura, el co-
nocimiento, la colonialidad, el poder, traducidas en la cotidianidad
de seres comunes y contradictrios. Conozco las historias, tomo notas
hace más de dos años para esta novela y, sin embargo, cada parte que
voy escribiendo es un enigma. Capas y capas de misterios sobre mí
misma y mi realidad. En el futuro espero estar a la altura de los fantas-
mas que me sigan rondando, de los retos que la escritura me imponga
o los guiños con los que me seduzca.

50
Escribir a cambio de dinero
reflexiones sobre un oficio terrestre

Elsa Drucaroff

C uando me preguntan mi profesión no me siento del todo cómoda.


Por un lado, no sé cuál elegir porque para mantenerme debo, como
tantos escritores de este lado del mundo, dedicarme simultáneamen-
te a enseñar, investigar, hacer periodismo y escribir, pero sobre todo
porque uno de mis oficios, el que me arrastró a todos los otros, suena
ante la sociedad rimbombante y pretencioso. “¿Y usted a qué se de-
dica?”. “Soy escritora”, quisiera contestar, pero en cambio digo “soy
docente” y tampoco miento. Me gusta ser docente.
Pero sé que si contesto “soy escritora” no se va a escuchar lo que yo
quiero decir. La misma sociedad que dificulta a la mayor parte de los
escritores vivir de su oficio encumbra la literatura, la pone en un lugar
muy alto, cargado de valoraciones positivas, especializado, “impor-
tante”. Me recuerda una metáfora de la condesa de Newcastle sobre la
situación de las mujeres: la sociedad las coloca en un altar y las llama
diosas, ángeles o medusas, para luego quitarles la escalera con que
bajar al mundo, donde —habría que agregar— lo que encuentran es
discriminación, explotación, dificultades para sobrevivir económica-
mente de un trabajo digno, agresión sexual.
Algo así tiende a hacer nuestra cultura con los escritores, salvo con
unos pocos que logran disfrutar, en vida, o de la consagración, o de
la popularidad, o de ambas cosas. Pero mientras tanto, decir “soy es-
critora” no suena igual que “soy ingeniera, soy enfermera, soy abo-
gada”, ni siquiera suena igual que cuando se practican otros oficios
artísticos. “Soy música” o “soy artista plástica” no tiene las mismas
resonancias. Pintar o hacer música son actividades que se consideran
más fácilmente un trabajo; escribir literatura, no.
A la poesía, las novelas, los cuentos se les atribuye una mistificada
capacidad de condensar con profundidad inefable la suma de expe-
riencia, sentimiento y sabiduría humanos. Esto puede ser cierto a ve-
ces para algunos libros, y sólo cuando son leídos por ciertos lectores
en el momento justo, pero lo mismo puede ocurrir con algunos cua-

53
Elsa Drucaroff, Escribir a cambio de dinero...

dros vistos por alguna gente, con algunos temas musicales u obras de
teatro, con algunas obras de la industria cultural (canciones, películas,
programas de tv de calidad) y, sin embargo, sobre todo en este último
caso, apenas si se reconoce.
¿Por qué atribuirle a la literatura tanto valor? Creo que es una tram-
pa. Así se la vuelve un hecho sublime y al mismo tiempo una esencia
eterna, abstracta, aislada, solitaria, separada de la “sucia” y voluble
vida. Se la sube al trono y se le quita la escalera, se olvida, como dice
Raymond Williams, que si alguna literatura logra una inmensa po-
tencia de significaciones no es porque esté en el Olimpo, flotando en
las nubes de la belleza y la inspiración, sino por todo lo contrario:
porque está escrita en una sociedad, adentro de una historia, a partir
de experiencias específicas, de otros libros (buenos o malos); está es-
crita y leída por seres con cuerpo, que comen, duermen, transpiran,
aman; seres con vidas cotidianas, miserias, obligaciones, sorpresas,
ingenuidades, anhelos. Los lazos entre lo que escribimos y el mundo
no sólo no están cortados: son el único material que tenemos para
ejercer nuestro oficio.
Por eso no me siento cómoda cuando digo “soy escritora”, no por-
que no ame serlo, no porque no me sienta plenamente identificada
con mi oficio social, sino porque lo digo, y ya me quitaron la escalera
para bajar al mundo. Y por eso, porque así no estoy en el mundo, na-
die se siente responsable porque yo precise comer, pagar la ortodon-
cia de mi hijo, comprarme pantuflas, ni porque no tenga mucho más
que mi habilidad para pensar y escribir ficciones para ganar el dinero
que necesito. Si no estoy en el mundo, ¿quién va a concebir que lo mío
es un trabajo como cualquier otro, que se hace luego de dormir siete u
ocho horas, ir al baño, comprar la ropa necesaria y estar segura de que
mi hijo llegó a la escuela con la plata que le di para el colectivo?
Por los oficios se cobra, nadie parece dudarlo: si el centro de copia-
do que provee de apuntes a una universidad precisa que le arreglen
la fotocopiadora, sabe que debe pagar al técnico. Pero ninguno de los
que ofrecen ese servicio a los estudiantes parece creer que el escritor
cuyas páginas fotocopia deba ser pagado por el trabajo que hizo. Es
que “allá arriba”, donde se escribe, nadie hace algo tan vulgar como
trabajar. Y mucho menos por dinero. Que los escritores reclamemos
dinero decepciona: ¿entonces no éramos artistas o pensadores? ¿No
éramos intelectuales comprometidos, subversivos artífices de la be-
lleza eterna?

54
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Si se me permite un recorrido personal, hubo un largo y difícil ca-


mino hasta que pude decirme a mí misma que era escritora. No ca-
sualmente fue el mismo que me llevó a decir que quería ganar dinero
con mi literatura; no demasiado: el necesario para vivir dignamente
y aportar para la dignidad de mi familia. Si ése es mi oficio social,
¿cómo renunciar a vivir de él? Pero esta obviedad requirió de un largo
proceso interno, porque también a los que queremos escribir, la litera-
tura se presenta como un reino mágico y difícil, un Sancta Sanctorum
al que no se accede así nomás. Esto está implícito en las exigencias que
pone la sociedad para atribuir el predicado “escritor”. Si un albañil
construye paredes torcidas, es un mal albañil. Si una médica no sabe
curar, es una mala médica. Un cantor que canta mal es un cantor de-
safinado. Pero el trabajo de la literatura no se juzga igual. Para decirlo
con un término foucaultiano: la única que tiene derecho a repartir el
predicado “escritor” o “escritora” es esa particular policía discursiva
que es la crítica literaria, sólo ella detenta el derecho de afirmar que
escribir libros no alcanza para ser un escritor. El Escritor siempre lleva
implícitas las mayúsculas; no es bueno o malo sino aquél que la crítica
llama, consagra como escritor. Digamos que se trata de un acto pre-
formativo que sólo tiene un emisor legítimo: el especialista. La crítica
sentencia: Borges, sí; Paulo Coelho, no; éste escritor nuevo, que no
conoce nadie pero descubrimos nosotros, sí; ésta escritora que tiene
miles de lectores sin nuestra intervención y ha ganado muchísimo di-
nero, por supuesto que no. Y éste que antes defendíamos pero resultó
fácil, porque lo lee ahora todo el mundo, como Antoine de Saint Éxu-
pery o Julio Cortázar... tampoco. Hagamos un sutil silencio alrededor
de estos nombres, aunque sean los mismos que alguna vez hayamos
encumbrado.
Mi situación profesional es doble, también hago crítica e investiga-
ción en la academia universitaria y por lo tanto también pertenezco al
grupo de los que reparten el título de escritor. Tal vez por eso, obe-
diente a mi grupo de pertenencia y temerosa de mis propias burlas y
juicios, durante mucho tiempo no me atreví a llamarme “escritora”.
“Soy crítica”, decía, “soy investigadora”. Esos predicados me hacían
sentir segura, dolorosamente tranquila. Mi saber académico me indica
que no soy tan buena como Jorge Luis Borges, y nada me asegura que
haga obras descollantes, entonces preferí estar en la orilla del mar, ob-
servando con interés apasionado a los que se arriesgaban a enfrentar
las olas, festejando o bajando el pulgar a los arriesgados bañistas.

55
Elsa Drucaroff, Escribir a cambio de dinero...

No entré al agua hasta que no admití que muy probablemente lo


que escribiera no iba a ser sublime. Es difícil encarar con serenidad,
concentración, esfuerzo y, sobre todo, honestidad un oficio donde
tengo que ser un genio para ganarme el derecho a nombrar de qué
trabajo. Tal vez de esta exigencia provengan esas obras en general im-
postadas y aburridas en las que se lee la desesperación de los autores
por gustar a la crítica prestigiosa: obedecen la estética que la academia
canoniza, y esto, en principio, no es malo ni bueno; su escritura se
puebla de guiños para los entendidos, y esto, en principio, no alcanza
para arruinar el libro; pero se olvidan de que los buenos lectores, aca-
démicos, expertos, eruditos o no, nunca leen para repartir credencia-
les, sino para pensar el mundo y disfrutar de la literatura. Y éste sí es
un olvido que condena irremediablemente el resultado.
Pelear por el título de escritora atenta contra mi oficio: deseo ha-
cer literatura porque tengo algo que contar, que decir, y me descu-
bro exclusivamente concentrada en que me hagan un lugar en la “alta
cultura” los popes canonizadores, imaginariamente inclinados por
sobre mi hombro, opinando despectivos a cada palabra que tecleo,
volviéndola vana, y sonriendo con irónica soberbia. Escribo pensando
que estoy trabajando, dando lo mejor de mí, lo que mejor sé dar a mis
semejantes, a quienes realmente creo tener algo para decirles; disfruto
del oficio como el ama de casa que apuesta a que su comida alimente
a los suyos, el carpintero que espera que la cama que construye sirva
para dormir, la médica que cura. Y como ellos, espero que se me pro-
vea de casa, comida y dinero para mis necesidades, dado que no soy
un parásito.
Hay sin duda obras que se vuelven sublimes en determinado mo-
mento, o a veces a lo largo de siglos, pero que se lean así no estuvo
nunca en manos de sus autores (y no hay seguridad de que sigan sien-
do sublimes, o de que una obra hoy olvidada o despreciada se vuelva
la más extraordinaria, leída siglos después). La historia de la literatura
está llena de estos ejemplos.
No escribí con libertad, no descubrí la dicha de explorar mi imagi-
nación y construir un mundo de palabras hasta que no logré quebrar
el consenso hegemónico de que la literatura es sublime. Y para eso
tuve que tener una experiencia que me hizo nacer como escritora. Es
una experiencia de mercado: mi trabajo de periodista hizo sonar el
teléfono de casa, y una importante editorial me ofreció escribir una
novela a partir de una nota que había publicado en una revista masi-

56
EDUCACIÓN ESTÉTICA

va. Eran tiempos en que, en Argentina, se vendía la novela histórica,


sobre todo si estaba escrita por mujeres. El mercado precisaba produc-
tos para vender, la editorial necesitaba títulos y ahí estaba yo, mujer y
con una nota histórica que había tenido cierta repercusión. El merca-
do editorial deseaba comprar mi fuerza de trabajo.
Yo escribía desde mucho antes, pero con gran sufrimiento. Padecía
ese síndrome lamentablemente extendido entre los académicos de la
literatura: autocrítica destructiva, culpa por atreverse a competir con-
tra Borges. No apostaba por mi obra y no me resignaba a que nunca
nadie me garantizaría en verdad que mi arte valiera. Nadie. Como críti-
cos, como academia, garantizamos desde nuestra docta formación que
Arlt o Borges u otros sí son escritores, entre cientos que, en cambio,
pobrecitos, no. Pero basta tener un poco de conocimiento y un poco de
honestidad para saber que nuestras garantías son insuficientes. Salvo,
tal vez, la Iglesia, ninguna institución se equivocó más que la crítica.
Cuando se trata de juzgar obras contemporáneas, no consagradas por
la permanencia, no hay nada más azaroso que el canon que “garanti-
za” indiscutiblemente lo “bueno” y lo separa de lo “malo”.
Ahora nadie se atreve a expulsar a Borges o a Roberto Arlt del ca-
non de la literatura argentina, pero en 1940 la revista Sur (hoy parte
del canon) despreciaba a Arlt, un periodista exitoso en el mercado,
de pésimo gusto y peor estilo, que llevaba a la chusma a comprar to-
dos los días un diario para leer sus columnas. En 1960, importantes
críticos literarios hoy venerados consideraban a Borges, al menos en
Argentina, un escritor extranjerizante, abstracto, lleno de tecnicismos,
vacío de vida. Ser de derecha y no escribir sobre la clase obrera les
alcanzaba para negarle el título. Cervantes se murió creyendo que el
Quijote era un libro menor y superficial; en efecto había hecho la obra
con el objetivo de vender bien y saldar deudas, aunque evidentemen-
te no puede haber sido su única meta. Cervantes creía también que el
mamotreto de La Galatea —novela pastoril hoy pesada, casi ilegible,
escrita para conseguir de sus canonizadores contemporáneos un lu-
gar en el altar— era la obra de su vida. Fueron los jóvenes escritores
románticos, doscientos años después, los que encumbraron el Quijote.
Esos muchachos audaces que estaban contra el canon y luego, feliz-
mente, quedaron en el canon. Pero no precisamente porque se lo pro-
pusieran.
Retomo: para atreverme a decir “soy escritora” precisé que me
ofrecieran trabajo, sentarme a negociar, pedir dinero para poder de-

57
Elsa Drucaroff, Escribir a cambio de dinero...

jar otras actividades y sentarme varias horas por día a construir una
novela que me comprometí a entregar en una fecha. Hubo contrato,
dinero, libro. Y hubo, junto con todo eso, un descubrimiento: yo ya sa-
bía que a veces la imaginación me torturaba hasta obligarme a escribir
palabras que parecían dictadas, que me venían de un lugar que yo no
controlaba. Pero no sabía que ser una escritora no era sólo eso, tam-
bién requería aprender a utilizar mi imaginación a voluntad, como
cualquier trabajador utiliza sus materiales y herramientas. Yo ya sabía
que existía la inspiración, ese momento especial donde todo arranca
y escribir es placer y goce, pero no que la inspiración a veces no llega
y entonces se convoca, se busca y se encuentra. No proviene de hacer
om en posición de loto, sino de sentarse a trabajar, de buscarla en las
teclas y los dedos, traerla de los pelos a cumplir con su deber de 9 a
13, de 15 a 20:30. Yo ya sabía que era inmenso el goce de imaginar
y construir, palabra por palabra, mundos que aparecían a su antojo.
Pero no sabía que esos mundos podían dialogar y combinarse con
otros programados, flexibles a mis necesidades laborales, obedientes
a un proyecto previo.
En mi caso, al menos, el mercado de trabajo me dejó saber que era
escritora. Si hubo crítica que me consideró buena, me alegré, pero no
deposité ahí ninguna prueba. Y también me alegraré si recibo en vida
los beneficios de entrar al canon. Porque aunque a los canonizados
les sacan la escalera para bajar al mundo, el mercado se las vuelve
a poner enseguida, una escalerita bastante transparente, discreta, no
una colorinche como la de los artistas pop, pero igual una escalera
que, sobria y pudorosa, llega puntualmente en forma de anticipos por
ediciones importantes, derechos de traducción, viajes gratuitos por el
mundo, premios sustanciosos. Los escritores que disfrutan en vida de
la canonización no necesariamente se vuelven millonarios, pero pue-
den, en el capitalismo, vivir de su oficio. Juan José Saer no vendió lo
mismo que Pablo Coelho, pero cobró dignamente.
Salvo los ladrones o los explotadores, los humanos (es preciso acla-
rarlo: los escritores lo somos) vendemos nuestro trabajo en el merca-
do. Para eso hay que entenderlo y saberlo utilizar. Ojalá el mercado
fuera esa malvada tentación de corrompernos que pintan las posicio-
nes ingenuas de una izquierda intelectualmente desarmada: sería fácil
mantenerlo a raya, todo se solucionaría con tenerlo lejos. Ojalá fuera
la solución a todos los problemas ante la que se arrodilla una derecha
mentirosa y astuta.

58
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Los artistas debemos entender muy detenidamente el mercado. En


el mercado podemos prostituirnos, sin duda, pero no hay otro lugar
donde encontrar a nuestros lectores. Venderles nuestra obra no es lo
mismo que vendernos a nosotros, aunque para algunos las dos cosas
vayan juntas. Para decirlo con una vieja palabra desprestigiada pero
irreemplazable: la obra es un producto del “alma”, no el “alma”. Así
como algunos se traicionan para adaptarse a lo que quieren leer los
académicos que canonizan, otros desean más vender en el mercado
que vender sus trabajos, y terminan vendiéndose a ellos mismos: olvi-
dan lo que tenían para decir, sólo dicen para ser comprados. Como en
cualquier otro oficio, trabajar por dinero puede llevar o no a trabajar
para el dinero. Un médico que quiere curar también quiere vivir bien;
aunque el capitalismo a veces lo ponga en la disyuntiva de elegir una
cosa o la otra, puede negociar.
Demonizar el mercado es demonizar la atmósfera con la que no
tenemos otro remedio que interactuar para sobrevivir. Los que afir-
man estar afuera de él, o son hipócritas, o son víctimas de la exclusión
social, y más que aplauso merecen solidaridad activa y una sociedad
no excluyente, un mercado que les haga lugar. El mercado es impla-
cable, feroz; con la misma potencia con que me disciplinó y me cons-
truyó como escritora puede destruirme, silenciarme. El capitalismo es
una sociedad de vendedores y compradores, y en esas condiciones se
constituye nuestra subjetividad. Los trabajadores vendemos nuestro
trabajo, los explotadores venden los productos del trabajo ajeno. Pero
todos vendemos algo que fue hecho no para nosotros, sino para los
demás. Y compramos lo que los demás hicieron para nosotros. Acá
abajo, no arriba, el arte circula como mercancía junto con las otras ri-
quezas de la humanidad. A menos que robemos, los libros que leemos
fueron comprados. Si los leemos en una biblioteca pública, no paga-
mos nosotros, pero alguien pagó.
En el mundo literario suele hablarse del mercado con envidia o ig-
norancia. Se masculla contra “escritores arrodillados ante él”, lo cual a
veces es cierto, pero a menudo son simplemente escritores que el pú-
blico descubrió sin permiso de los críticos; se alaba a “escritores que
dan la espalda al mercado”, como si hubiera sido posible leerlos si lo
hubieran hecho. Quienes así piensan no sólo deciden su juicio ponien-
do, para bien o para mal, el mercado en el centro de su razonamiento,
sino que, sobre todo, sostienen una fantasía profundamente burguesa
que Marx describe al hablar de Robinson Crusoe: sólo obnubilados

59
Elsa Drucaroff, Escribir a cambio de dinero...

por el capitalismo podemos creer que nos bastamos solos, que no es-
tamos ligados por nuestra producción y su intercambio.
El escritor que afirma que no precisa publicar, que no le importa
vender (es decir, no le importa que lo lean), se aferra al sueño burgués
de la independencia y la libertad, se compró la fantasía del Robinson
Crusoe de los intelectuales. Es apenas el consuelo ilusorio frente a una
sociedad hostil, que no reconoce su trabajo y su derecho a vivir de él, y
que lo condena a la pobreza. Es una sociedad que así como teme a sus
mujeres teme a sus escritores y los manda lejos, allá arriba, a la jaula
de oro falso, para librarse de escucharlos. Y algunos se creen que eso
vale la pena y se quedan en su trono estéril, orgullosísimos, supues-
tos dueños del lenguaje, el saber y la belleza, subversivos artistas que
se inmolan renunciando a la sucia compra-venta mientras piensan el
alma humana, aferrados a ese oro de lata que les compensa con su
azaroso prestigio simbólico la falta de dinero. Acá abajo, astutamente,
un poder que con razón desconfía de ellos los ignora como trabajado-
res, niega la necesidad social de que existan y, sobre todo, ayuda a que
leer afecte el orden establecido lo menos posible.

60
Generalidades sobre la novela (en Colombia)
desde el punto de vista de la literatura

Ricardo Cano Gaviria

¿ Cómo caracterizaría usted la problemática de la novela actual en Colom-


bia desde el punto de vista de la estética?
— Podría responder a esa pregunta de dos maneras: como novelista
y como persona acostumbrada a reflexionar sobre el hecho literario...
Prefiero hacerlo de la segunda manera, porque supongo que hay mu-
chos novelistas que querrán hacerlo de la primera; pero antes de en-
trar en materia tengo que tocar algunos asuntos de tipo general, para
saber de qué estamos intentando hablar y para tener un buen mapa
de navegación. Pues el problema surge precisamente en el momento
en que hablamos de “novela” y no sabemos qué es... O qué es el rea-
lismo, y qué relaciones guarda con la novela. O si la novela es arte o
no. Aunque la gente da esas cosas por sobreentendidas, cuando se
pregunta algo concreto todo el mundo se limita a señalar las cosas con
el dedo, como al comienzo de la novela de García Márquez. Y es que,
en Colombia, el mundo de la novela, y no digamos de la crítica, es tan
reciente que para referirse a algo en él hay que señalarlo con el dedo.

Es una buena imagen, pero me muero de ganas de que entre de una vez en
materia...
— Pues bien: creo que hay que decir antes que nada que para los no-
velistas actuales, y sobre todo los nuevos novelistas, la literatura dejó
de existir desde hace mucho. Es decir, que está de más: no se la nece-
sita... Me refiero a la literatura como esa constelación respetable en la
que pensamos cuando nos remitimos a las grandes creaciones, pero
sobre todo como un sistema de interrogación sobre el sentido de la
propia literatura. Algunos seguimos creyendo en ella pero a concien-
cia de formar parte ya de una especie en trance de desaparición. En
realidad, creo que muy pocos se dan cuenta de que ha ocurrido algo
muy paradójico, y es esto: desde hacía muchos años esperábamos la
muerte de la novela, mientras que para nosotros la literatura era como
el dinosaurio aquel que cuando despertábamos siempre estaba allí. Y

63
Ricardo Cano Gaviria, Generalidades sobre la novela (en Colombia)...

lo que ocurrió fue que un día despertamos y el viejo dinosaurio de la


literatura ya no estaba allí, y en cambio la novela parecía renacida de
sus cenizas.

Pero es una historia digna de una novela policíaca más que de un micro-relato
como el de Monterroso...
— Con lo que se demuestra la vitalidad de la novela...

Bueno, de la novela policíaca, en cualquier caso, más que de la novela en gene-


ral. Ahora sigamos con sus generalidades... ¿Cuándo cree usted que nació la
estética de la novela?
— Fue una invención del siglo xix, un siglo, por cierto, muy literario, y
está unida a un nombre clave: Gustave Flaubert. Sin duda, es la estéti-
ca del autor de Madame Bovary, pero el solo hecho de que el novelista
más literario del siglo xix tenga una estética de la novela nos aboca
a preguntarnos si los otros la tienen, y si no la tienen, por qué no la
tienen. Quiero decir que, al tocar ese punto crucial, Flaubert hace que
el género dé un salto gigantesco, porque después de él ya no se puede
pasar de puntillas sobre ese asunto. A partir de él la novela adquiere
plena carta de ciudadanía como objeto literario. Se podría decir que la
novela como género toma conciencia en él, al mirarse en el espejo de
la literatura; es porque existe el espacio de lo literario que el puente
entre un novelista concreto y una estética ha sido posible... ¿Tienen
todos los géneros literarios ese momento de autoconciencia? Yo creo
que sí, y que además tiende a ser un momento fecundo: en el caso de
la estética Flaubert, ésta tuvo consecuencias a corto y a largo plazo.
Cuando en 1913 E. L. Ferrère publicó L’Esthetique de Gustave Flaubert
(en la época del redescubrimiento de Flaubert), habló, en primer lu-
gar, de unos principios generales y, luego, de unas “aplicaciones críti-
cas” y unas “aplicaciones prácticas”...

¿Fueron éstas las que aplicaron sus discípulos?


— No exactamente: yo diría más bien que Flaubert inauguró un espa-
cio de autoconciencia de la novela, que tuvo consecuencias incalcula-
bles a través de sus discípulos, si se los puede llamar así... Y aunque
él admiró mucho las primeras novelas de Zola, y luego renegó de las
tentaciones doctrinarias de su discípulo, es un hecho que Zola viene
de él, y de Zola viene toda esa polémica sobre el naturalismo y la no-
vela experimental que impregna las últimas décadas del siglo xix, y

64
EDUCACIÓN ESTÉTICA

que fue tan importante en España, por ejemplo. Bueno, lo que intento
dejar aquí en claro es que sólo en el momento en que la novela se pone
bajo la luz de la literatura aparece su dimensión estética, su dimensión
de objeto de arte. La novela es un objeto de arte, no un objeto simple-
mente cultural. Ésa es la batalla que se libra ahora, no en las calles,
sino incluso en los patios de las universidades. A lo mejor esa guerra,
que por el momento están ganando los estudios culturales, se ha de
librar en dos partes: la primera, que la novela entre en las universida-
des como simple objeto cultural, y la segunda: que una vez dentro se
le reconozca el estatuto de obra de arte...

¿Se puede deducir de lo que ha dicho que sin literatura no hay estética de la
novela?
— Y también lo contrario: sin la estética no tiene sentido hablar de lite-
ratura. ¿Se hablaría de literatura si la novela se convirtiera en eso que
muchos sueñan: una variante del periodismo? La estética de la novela
es casi una instancia inconsciente del novelista literario, y yo diría que
se desarrolla en ejercicio de la lectura de los demás. Cuanto mejor
capte el lector que más tarde será autor de novelas la instancia estética
de otro autor, más sedimentada e interiorizada tendrá su propia ins-
tancia estética. En ese sentido, a lo que más se me parecería la estética
de la novela en el novelista literario es a una especie de Superyó, en-
tendido en el sentido freudiano. Quiero decir que no tiene que estar
pensando en ella a cada paso. Está ahí y manifiesta su presencia: el
olfato del crítico debe saberlo detectar...

Ahora dígame cómo se desarrolla la idea de la literatura en el siglo xix, según


usted...
— Yo diría que el primer paso se encuentra precisamente en gentes
como George Lukács, cuyo nombre, tan despreciado por su vincula-
ción posterior al realismo socialista, debería reivindicarse. Su libro El
alma y las formas, publicado en 1911, me parece absolutamente precur-
sor, especialmente por lo que atañe a la importancia del ensayo como
género literario. Luego, en la década de los cuarenta —con el respaldo
tácito de los estudios de teoría literaria que se han desarrollado para
entonces en distintas partes del mundo—, Sartre pudo sentir que ha-
blaba de algo muy real cuando se preguntó Qué es la literatura; esta
reflexión posiblemente sirvió de reactivo para que en la década de los
cincuenta la idea y la convicción de la literatura tuvieran varios jalo-

65
Ricardo Cano Gaviria, Generalidades sobre la novela (en Colombia)...

nes ensayísticos importantes: La literatura y el mal (1957) de Georges


Bataille, El espacio literario (1955) y El libro venidero (1959), de Maurice
Blanchot, cuya última parte se pregunta “hacia dónde va la literatu-
ra”, pregunta que ya Roland Barthes había explorado indirectamente
en El grado cero de la escritura (1953), al radiografiar las distintas escri-
turas literarias, para poner en evidencia que al menos una de ellas se
alejaba ya voluntariamente del ritual de la literatura.

Pero una década después, en los Ensayos críticos, encontramos de nuevo a


Barthes reflexionando sobre la literatura, como si nada hubiera pasado.
— Efectivamente. Y fue sólo en la recta final del siglo, en el ámbito de
la post-modernidad, cuando la literatura se vio desplazada hacia un
sitio marginal.

¿Cree que esa noción de literatura ha tenido algún eco importante en la litera-
tura hispanoamericana?
— Voy a responder a esa pregunta, que denota una cierta increduli-
dad, diciendo que nosotros, los de mi generación, maduramos como
escritores leyendo algunos de los libros que acabo de citar. No sé si
ha ocurrido lo mismo con la generación que nos siguió y luego con la
actual... ¿Entre los jóvenes escritores habrá alguno que hayan leído y
subrayado a Sartre, Blanchot, y Barthes? Mucho me alegraría de que
fuera así... Por lo pronto uno tiene la impresión de que para ellos la
literatura como asunto inmanente ya no existe. A lo anterior añadiré
que tenemos en Latinoamérica a unos de los más destacados autores
literarios del siglo xx: Jorge Luis Borges. Toda su obra es un homenaje
a la literatura; por eso fueron los franceses los que realmente lo descu-
brieron... Y si quieres que te mencione otro autor literario, entonces te
menciono a Cortázar, discípulo en ese sentido de Borges. En Rayuela
hay un personaje que es una especie de Mallarmé, Moreli, que encar-
na la literatura... ¿Comprende por qué es importante hablar de lo que
pasa fuera de Colombia para entender lo que pasa dentro?

¿Está intentando decirme que en Colombia no hay autores literarios en el


mismo sentido en que lo fueron Borges y Cortazar?
— Sí, creo que se puede decir eso... Aunque acto seguido hay que
precisar que se pueden encontrar notables excepciones: el caso de Pe-
dro Gómez Valderrama es un ejemplo. Sus relatos son literarios en el
pleno sentido de la palabra: relatos sobre otros autores, fabulaciones

66
EDUCACIÓN ESTÉTICA

sobre la literatura, ficciones sobre los posibles históricos. Otro ejem-


plo sería el del propio José Asunción Silva; su novela De sobremesa es
uno de los libros más literarios que se han escrito en Colombia, en el
sentido que estamos dando aquí a esa palabra. Hoy esa novela surge
del pasado como una rareza simplemente porque había un desfase
entre su inspiración cosmopolita y el provincianismo de la sociedad a
que iba destinada. Porque lo cierto es que la literatura hispanoameri-
cana ha tenido un desarrollo distinto en los países más cosmopolitas:
Argentina, Uruguay, México. El mito de la literatura arraigó de mejor
manera en ellos. Por eso no sería de extrañar que la novela como he-
cho literario, como asunto literario, tuviera más posibilidad de sobre-
vivir en esos países...

¿Se puede decir entonces que la evolución de la novela en Colombia muestra


cómo está desapareciendo la literatura?
— Creo que incluso si se entiende la palabra literatura en un sentido
restringido y en un sentido amplio —el primero referido a la propia
reflexión literaria sobre el sentido de la literatura, y el segundo a las
obras que tradicionalmente se han entendido como literarias en el sen-
tido de obras de arte—, se puede responder que sí, que la evolución
de la novela en Colombia está convirtiendo a la novela en un asunto
que no necesita de la literatura para existir. Le basta, por ejemplo, con
el periodismo...

¿Y considera que es un error?


— Más que un error, un malentendido, ya que, como acabo de decir,
la literatura es el sitio donde la novela se mira en el espejo y se reco-
noce como arte, el sitio donde hace su propia reflexión teórica sobre su
sentido, su independencia y al mismo tiempo su responsabilidad...

Bueno, luego volveremos sobre la teoría; ahora prefiero que me hable sobre la
noción de literatura; en un escrito publicado en una revista colombiana usted
dice que fue en el siglo xvii...1
— Estamos hablando de la literatura en un sentido restringido, de
la literatura en cuanto que metaliteratura, de la literatura en cuan-
to que interrogante sobre la literatura, de la literatura en cuanto que

1
“Elogio y defensa de la Bella Dama Literatura (o avatares de las cuatro musas de la
modernidad en la encrucijada posmoderna)”. Literatura: teoría, historia, crítica 9 (2007):
413-431.

67
Ricardo Cano Gaviria, Generalidades sobre la novela (en Colombia)...

formulación de un ideal... Pues bien, recogiendo la idea de Foucault,


yo precisaría que si en cuanto que ideal la literatura nació en el si-
glo xvii, como sistema general de las artes escritas, fue en el siglo xx
cuando, como eco de los planteamientos del romanticismo alemán, se
convirtió en un motivo de reflexión autónomo y obtuvo sus mejores
formulaciones. Una amiga que es una sabelotodo me mandó una vez
a informarme porque diferí de la opinión expresada por su padre, un
notable ensayista venezolano de origen judío, en el sentido de que el
romanticismo había sido el origen de los nacionalismos... Pues nin-
guno de los dos, padre e hija, había tenido tiempo de descubrir que
fue el primer Romanticismo alemán, que no es el mismo de Herder ni
tampoco el del Liberalismo de mediados del siglo xix, el que sirvió de
punto de partida de la crítica... En ese sentido, libros como el de Isaiah
Berlin, una de las referencias de mi amiga, brindan una imagen incom-
pleta y hasta superficial. Me referiré sólo a dos hechos: los dos libros
más señalados de Lukács, El alma de las Formas y La teoría de la novela,
parten del romanticismo alemán. Poco después parte también del ro-
manticismo alemán Walter Benjamin... Y también Ernest Bloch: todos
ellos, en las primeras décadas del siglo xx, están releyendo a Friedrich
Schlegel, Schelling, Fichte y Kant. Lo que pasa es que el mapa del
romanticismo europeo del siglo xix es muy complejo, tiene sus idas y
vueltas y los snobs o los fanáticos se pierden fácilmente en él.

¿Qué destacaría en ese romanticismo para lo que aquí nos interesa?


— Para ir a los hechos tangibles, varios pasajes de Friedrich Schlegel:
dos de “El Athenaeum”: el 238 en el que habla de “presentar con el
producto el elemento productor”, y el 252, que habla de la autonomía
de lo Bello y otros de “Ideas”; y uno de “Fragmentos críticos”, el 117,
que dice que la poesía sólo puede ser criticada por la poesía...

Usted cita esos textos como si formaran parte de un catecismo...


— Sí, porque detrás de ellos están Kant, Schelling, Fichte, etc., y son
el puente de la modernidad hacia lo que estamos tratando aquí. Esos
textos inspiraron al joven Lukács, el más creativo, a Benjamin, a Bloch,
y son la razón de que se pueda hablar de la crítica y de la teoría como
algo propio de la literatura. Ahora bien, yo diría que en nuestros paí-
ses, por la nula impregnación que tuvo en ellos el romanticismo ale-
mán, ha habido una resistencia a la crítica y a la teoría, que todavía
padecemos hoy...

68
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Ha dicho “resistencia a la teoría”... ¿Se refiere al libro de Paul de Mann que


lleva ese título?
— No, en ese libro se hablaba de la resistencia a la teoría surgida tras
la irrupción de la lingüística en los estudios literarios. Yo hablo aquí
de una resistencia a la teoría a un nivel más amplio y constitutivo, que
nos permite entender que esa resistencia lo ha contaminado todo: la
poesía, el ensayo y por supuesto la novela. Si la poesía es también teo-
ría de la poesía, y ahí están para demostrarlo Baudelaire, Mallarmé,
Valéry, ¿por qué la novela no puede ser también teoría de la novela?

¿Cree entonces que la poesía en Colombia ha alimentado una mala relación


con la teoría?
— Tiene que haber alguien en Colombia que diga estas cosas con
toda claridad. Es un ejercicio intelectual al que no podemos dar la
espalda, aunque pueda haber gente que se sienta ofendida... Para
entendernos mejor, hablemos de casos concretos: Paul Valéry repre-
senta una simbiosis perfecta entre poesía y teoría. Un gran poeta que
es al mismo tiempo un gran ensayista y hasta un estupendo teórico
(véase sino su primera “Lección” de poética en el Collège de France).
¿Ha habido algo que se parezca a esto en Colombia? Y para que no
digan que siempre estoy con modelos europeos, supongamos enton-
ces a un Octavio Paz... ¿Hay algún poeta en Colombia, de esta ge-
neración o la anterior, que haya estado tan cerca de la teoría, y que
haya convertido a la teoría y a la reflexión en fuente de su poesía? A
otro nivel, sí, ha habido poetas que han sido buenos críticos e incluso
ensayistas, como Rafael Maya, Luis Vidales, Fernando Charry Lara,
pero de una forma más bien esporádica... Ahora bien, una hipótesis
de trabajo sugerente para averiguar la causa de ese alejamiento de la
teoría es tal vez la precaria impregnación de las vanguardias: si tal
hipótesis es cierta, entonces eso explicaría también un movimiento
como el Nadaísmo como respuesta tardía a la falta endémica de la
praxis teórica dentro de la poesía: sólo que los nadaístas cambiaron
el escenario teórico de la reflexión poética por un escenario exterior,
histriónico, donde lo que debió ser silencio reflexivo se convirtió en
ruido celebratorio (exculpatorio), y lo que debió ser idea fecundante
de la praxis poética se dio como performance poética. A pesar de todo,
hay que decirlo, algún poeta estupendo vio la luz en medio de tanto
ruido...

69
Ricardo Cano Gaviria, Generalidades sobre la novela (en Colombia)...

¿Y qué me dice del ensayo?


— Si se considera que el ensayo surge de lo literario previo, como
quería el primer Lukács, inspirándose en Friedrich Schlegel, y tam-
bién que la teoría es como el alma de esa especie de desdoblamiento o
iluminación, tenemos que decir que en Colombia nunca se ha contado
con ese estado de gracia espiritual. Incluso hoy se tiene por grandes
ensayistas a autores que no hacen más que periodismo ilustrado. Ni
siquiera se puede decir que actualmente exista una crítica, aunque
antes se hayan dado importantes pasos en su dirección, y se pueda
hacer una historia de la crítica en Colombia tan fina como la de David
Jiménez, aunque él mismo es una excepción; en ese sentido, el ejem-
plo de Baldomero Sanín Cano sigue siendo nuestro mejor punto de
referencia... Justamente su nombre sirve para entender algo: que no
se puede hablar de crítica literaria propiamente dicha, si la crítica no
sabe elevarse hasta el nivel del ensayo: el ensayo crítico es la forma
como la crítica entra a formar parte de la literatura y accede al género,
como adquiere carta de ciudadanía “genérica”... Por eso la crítica que
no aspire al ensayo nunca llega a transformar el metabolismo de la
institución literaria.

¿Entonces las cosas que se escriben en la universidades no son ensayo?


— Creo que la mayoría de las veces no son más que mera gimnasia
teórica. La teoría requiere debates, requiere lecturas, requiere infor-
mación, pero ella sola no puede llegar hasta la literatura: porque el
ensayo se funda en un equilibrio perfecto entre la teoría y la forma.
Y lo que ocurre normalmente es que los que tienen la forma carecen
de la teoría, y los que tienen la teoría se preocupan poco de la forma:
fíjese usted en los que hoy son considerados como los ensayistas pú-
blicos de Colombia... ¿Dónde está su teoría, su imaginación teórica?
Son sólo improvisadores, como mucho simples prestidigitadores del
lugar común. Por supuesto que si tuviera que escoger, me quedo con
lo que se hace dentro de la universidad: creo que todo lo bueno que
ocurrirá en Colombia en el futuro inmediato vendrá de ella...

¿Nos está diciendo tal vez que la literatura podría refugiarse en la universidad
para no desaparecer?
— Estoy diciendo que el desarrollo de la teoría, tal como la entiendo
aquí, puede convertirse dentro de la universidad en el mejor aliado de
la literatura. Pues la ausencia de teoría y la mala teoría son lo que hace

70
EDUCACIÓN ESTÉTICA

posible que reinen a sus anchas las propuestas que atentan contra la
autonomía de las obras literarias: en este sentido, la teoría representa
también el momento en que se decide que la literatura es algo que
concierne al arte, un asunto estético, y no algo meramente cultural. La
teoría que empieza por decir que la literatura no tiene un estatus de
arte procede de una fuente que no es aquella de la que procede, en la
modernidad inaugurada por el romanticismo, la idea misma de litera-
tura... ¿Por qué pues aplicar a la literatura una teoría que procede del
otro lado, aquel donde se decide la muerte del arte? En ese sentido,
considero que es buena teoría la teoría de la recepción, en la medida
en que en ella el sujeto que interroga hace parte de la interrogación,
es decir, se contempla a sí mismo en la teoría (que viene del griego
­theorein, observar, contemplar, mirar) y pésima, en cambio, la de Pie-
rre Bourdieu, que precisamente hace todo lo contrario, escamotearse a
sí mismo para poder formular preguntas tramposas, lo que a mi modo
de ver es la mejor encarnación de lo que sería una especie de rencor
(de corte nietzchiano) contra el arte...

¿Y fuera de la universidad, ustedes los escritores, los novelistas, no pueden


hacer nada? Me gustaría que me respondiese, si es posible, con ejemplos.
— Bueno, creo que puedo citarle dos casos diferentes, casi opuestos;
el primero, Vargas Llosa, un autor literario que se relaciona de forma
muy ambigua con los escritores no literarios. Hace poco escribió sobre
Stieg Larsson, defendiendo su trilogía no por sus méritos literarios,
sino por su fuerza. Y si bien no califica a Stieg Larsson de escritor sino
de escribidor (en alusión supongo a su propia novela La tía Julia y el
escribidor), su alegato se me antoja tan alegre como peligroso. Dice
por ejemplo: “La trilogía se encuadra de manera rectilínea en la más
antigua tradición literaria occidental, la del justiciero, la del Amadís,
el Tirante y el Quijote, es decir, la de aquellos personajes civiles que,
en vista del fracaso de las instituciones para frenar los abusos y cruel-
dades de la sociedad, se echan sobre los hombros la responsabilidad
de deshacer los entuertos y castigar a los malvados”. En este solo pá-
rrafo, hay muchos malentendidos: en primer lugar, da la impresión
de que el autor actúa como si no existiese ninguna diferencia entre su
relectura de Joanot Martorell hace cuarenta años y su defensa de Stieg
Larsson hoy: basta repasar la primera para darse cuenta de que Joan-
not Martorell utiliza cualificados recursos literarios y Stieg Larsson
no. En cuanto al Quijote, lo que significa su locura no se puede saldar

71
Ricardo Cano Gaviria, Generalidades sobre la novela (en Colombia)...

tan alegremente... ¡Comparar algo tan sofisticado literariamente ha-


blando como el Quijote con Stieg Larsson me parece excesivo! El caso
opuesto al de Vargas Llosa tenemos a Philip Roth, que ha convertido
el asunto de la desaparición de la literatura en un argumento per-
sonal. Tan personal que su viejo doble literario, Nathan Zuckerman,
libra sus batallas más intensas precisamente en ese frente, el de la lite-
ratura. En Sale el espectro, una de las últimas novelas de Roth, el viejo
Zuckerman regresa a la vida de la gran ciudad, Nueva York, para
combatir, como un Quijote moderno y maloliente (lo de maloliente lo
sabrá quien se tome el trabajo de leer la novela), contra la desaparición
de la literatura: su enemigo es un joven llamado Kliman, “implacable,
desvergonzado y oportunista”, que se propone escribir la biografía de
Lonoff, un autor de culto al que Zuckerman conoció en su juventud.
A Kliman le interesa este escritor por el morbo que ofrece su biografía,
posiblemente la de alguien que vivió un episodio de incesto, y por eso
aquél y la exmujer de Lonoff intentan salvarlo del joven “impostor” y
“embaucador”...

Pero si es un joven que comienza, ¿cómo sabe que realmente es un impostor?


— El mérito de Zuckerman es que lo sabe, y está seguro de no equi-
vocarse. ¿Es posible que un joven quiera estrenarse en literatura, y
hacerse notable, con una bellaquería? Le aseguro que sí, doy fe de que
existe ese tipo de gente...

Por cierto, he leído que en esa novela alguien escribe o dice: “Hubo un tiempo
en que las personas inteligentes utilizaban la literatura para pensar. Esa época
está llegando a su fin.“
— Me alegro mucho de que usted cite esa frase, pero permítame que
no hable de quien la escribe para no echar a perder el placer de que el
lector lo descubra. Es más importante sopesar bien las palabras que la
componen: ¿qué se entiende por lectores inteligentes, qué quiere decir
pensar con la literatura?... No se refiere por supuesto a lectores cultos,
o con altos coeficientes de inteligencia: se trata por supuesto de otra
cosa, de aquello a lo que se refería Flaubert cuando le recomendaba a
una de sus amigas: “Pero no lea como leen los niños, para divertirse,
ni como lo hacen los ambiciosos, para instruirse. No, lea para vivir.
Bríndele a su alma una atmósfera intelectual compuesta por la ema-
nación de todos los grandes espíritus”... Fíjese en la expresión: una
emanación de todos los grandes espíritus. ¿En qué le hace pensar?

72
EDUCACIÓN ESTÉTICA

A mí me sugiere dos imágenes afines: o bien el grano de mostaza de


la fe, o bien la imagen de un Aleph espiritual que se transmite no a
través de los colegios, los periódicos, ni siquiera de las universidades,
sino única y exclusivamente a través de la literatura, ya que ella es su
único medio natural de transmisión.

¿Está seguro de que ni el periodismo ni la universidad pueden transmitir


ellos mismos los valores o saberes de la literatura?
— Sí, estoy seguro... Pues el hecho es que, desde el punto de vista de la
literatura, el continente revierte siempre en el contenido y viceversa.
Por eso ni siquiera la universidad puede transmitir lo que contiene la
Iliada, en cuanto valores morales y estéticos, sin la Ilíada misma, ya que
ella es la propia transmisibilidad de esos valores. Y es la teoría literaria
la que tiene que dejar muy en claro todas esas cosas; en primer lugar,
que la autonomía literaria es la condición para la transmisibilidad de
la literatura, y que no se puede concebir una literatura como un va-
lor intransitivo. Esa es la gran paradoja: defender la autonomía de la
literatura como condición de su carácter transitivo... De algún modo
esto equivale a defender que las obras literarias se transmiten prime-
ro como obras de arte, y secundariamente como bienes culturales. Y,
además, que como obras de arte están comprometidas fundamental-
mente con el futuro: la Teoría debe ser capaz de hacer ver eso, la di-
mensión de futuro de la obra de arte, sobre todo si entendemos esta
teoría como “teoría crítica”, en el sentido de la escuela de Frankfurt...

Hablando de futuro, ¿existe el progreso en literatura?


— Lo primero que hay que decir, para responder a esa pregunta, es
que en el contexto de la literatura la palabra progreso tiene un signi-
ficado muy diferente que en el de la ciencia. En sentido estricto no
hay progreso en literatura aunque se pueda hablar, como hizo Valery
Larbaud, del progreso del lector, a semejanza del progreso religioso
del Pilgrim progress... Con lo cual queda claro que se está hablando de
un progreso sólo en un sentido individual, en la figura del lector, y
que tiene que ver con la elevación, el gusto, es decir, con esa especie
de crecimiento laico que hace adulto al hombre sin necesidad de so-
meterlo a una fe religiosa o a un dios, aunque gran parte de las mejo-
res obras literarias se hayan inspirado en la religión o en la teología.
Porque sólo en la Literatura se opera el milagro del arte: el que hace

73
Ricardo Cano Gaviria, Generalidades sobre la novela (en Colombia)...

posible que yo, que no creo en Dios, y considero a la religión un fenó-


meno principalmente histórico y antropológico, sea un entusiasta de
la Divina Comedia de Dante.

Estamos hablando siempre de cosas inasibles, etéreas... ¿Quién las nota?


¿Cómo se sabe que existen?
— Estamos hablando de valores, que son cosas que no se ven aunque
se sienten. En filosofía, es la axiología la que se ocupa de la teoría de
los valores...

Sí, pero desde hace mucho que no se habla de los filósofos que se ocupaban
de la teoría de los valores: Brentano, Max Scheler, etc. ¿No están pasados de
moda?
— Si fuera así, habría que volver a ellos, por el bien del futuro del
hombre... Me explico: es posible que el hombre no evolucione ya en
su aspecto físico, y de ahora en adelante siga teniendo dedos en los
pies, dedos que nos recuerdan a lo mejor la época en que vivía en los
árboles, pero su cerebro sí continúa evolucionando, y si muere la lite-
ratura, al acusar su desaparición, su cerebro se empobrecerá. Enton-
ces tendremos un nuevo tipo de lector, un lector robotizado, en cuyo
cerebro se ha anulado una función, la de detectar valores literarios. De
ese modo las generaciones que nos seguirán tendrán más información
en el cerebro, pero menos funciones para procesarla: y nos encontra-
remos con que el cerebro de un colombiano del siglo xxii, pongamos
por caso, será inferior al de un griego de mil años antes de Cristo.
¿Exagero? Sólo tal vez en la manera de decirlo. Al otro lado de la li-
teratura están aquellos libros que, antes que al cerebro de ese animal
evolucionado que diseñó el lenguaje, y dentro del lenguaje, el sistema
de lenguas indoeuropeo, y dentro de ese sistema de lenguas, la tra-
dición oral, y tras la tradición oral la escritura, y tras la escritura, los
géneros literarios, y tras los géneros literarios, la sofisticada idea de la
Literatura, al otro lado, digo, están esos libros que antes que la de ese
cerebro evolucionado buscan la estimulación de los bajos instintos, de
las reacciones primerizas como el placer y el llanto. Esas reacciones
primerizas sin un valor que los sublime son pura basura...

Lo que quiere decir es que el autor tiene entonces la obligación de dirigirse a lo


mejor de nosotros mismos...
— Por supuesto... Y para ello voy a invocar de nuevo a Philip Roth,
mejor dicho, a Nathan Zuckerman, que a su vez, en Mi vida como hom-

74
EDUCACIÓN ESTÉTICA

bre, invoca a Conrad. En su introducción a El negro de Narciso, Conrad


escribe “[...] el artista baja a su interior, y en esa solitaria región de
esfuerzo y de lucha, si se lo merece y tiene suerte, encuentra los tér-
minos de su apelación al lector. Esta apelación se dirige a nuestras fa-
cultades menos obvias: a esa parte de nuestra naturaleza que, debido
a lo conflictivo de la existencia, se mantiene necesariamente oculta a
la vista, bajo las cualidades más resistentes y más sólidas, como un
cuerpo frágil bajo una armadura de acero...”. Debemos fijarnos en que
aquí Conrad habla directamente del artista: lo que está diciendo, de
algún modo, es que solo el artista puede operar el milagro de interpe-
lar “aquello que es un don en nosotros y no una adquisición y, por lo
tanto, mucho más perdurable.” Pues bien, lo que ocurre ahora es que
el narrador ha dejado de considerarse un artista y sólo habla a lo que
en nosotros es una adquisición... Mientras que Conrad está pensando
en el artista que interpela “el sentido de misterio que envuelve nues-
tras vidas”, nuestro “sentido de la compasión, y de la belleza”, por
encima de las teorías, saberes y modas que desfilan con los siglos...

Hace un momento habló de un griego de hace miles de años... ¿La paideia era
para él un don o una adquisición?
— Eso es algo muy difícil de responder. En cualquier caso, no era
una adquisición en el sentido de la cita de Conrad, que habla de “la
sabiduría cambiante de las sucesivas generaciones”, sabiduría que
“desecha ideas, cuestiona hechos, destruye teorías”. Ni la paideia ni la
cultura griega han caducado: como ideales siguen vivas en nosotros.
Ya el propio Jaeger habló de la Imitatio Christi, que en la Edad Media
reemplazó a la paideia a través de los padres de la iglesia: y ya en la
edad moderna Valery Larbaud habla del lector como un peregrino
que “progresa”... Ahora bien, si en la antigua Grecia la instrucción de
un joven no se consideraba completa sin la paideia, y eso era lo que
aprendían de la lectura de Homero en las panatenaicas, entre noso-
tros, que vivimos sin dioses, la aspiración equivalente hace parte de
un ideal individual. Curiosamente, dentro de la propia novela surgió
en el siglo xix la fórmula de la “novela de formación”, que es acaso
lo más parecido al ideal de la paideia en una era burguesa, en la que
la aventura de la formación es algo estrictamente individual. En ese
sentido, la “novela de formación” nos recuerda que la literatura es en
gran medida una manera de interpelar lo individual desde un ideal
que vive sólo gracias a ella, ideal que es una especie de marca espiri-

75
Ricardo Cano Gaviria, Generalidades sobre la novela (en Colombia)...

tual del hombre occidental. Gracias al arte que es la condición de la


literatura podemos convertir en experiencia propia, en vivencia fres-
ca, lo que se iluminó en la mente del hombre hace miles de años: sin
dicho arte, los valores tendrían que ser transmitidos como consignas,
como los judíos ultra-ortodoxos, pongamos por caso, transmiten sus
creencias, empobreciendo la experiencia individual de sus miembros.
La literatura nos permite transmitir esos valores en libertad, enrique-
ciendo nuestra experiencia actual con valores descubiertos y formula-
dos por mentes de hace tres mil años...

Si yo le propongo el ejemplo de Homero, no ciertamente un novelista, sino


nuestro tatarabuelo literario, ¿también me diría que lo que hay de novela en la
Odisea nace de una conciencia de sí misma como género?
— Creo que en el siglo viii antes de Cristo, que es cuando se supone
vivió Homero, no existían los géneros, y mucho menos la literatura.
Pero lo que no podemos negar es que en la Odisea hay un primitivo
sistema de autorreferencialidad, que funciona a través de la figura del
aedo y del narrador (Ulises mismo lo es al final). ¿Qué quiere decir
eso? Que la Ilíada y la Odisea, que empezaron a nacer sin duda antes de
la literatura, e incluso de la escritura —si se tiene en cuenta que son un
ensamblaje de trozos autónomos que antes se transmitían oralmen-
te—, necesitaron de un hombre, de una conciencia creativa que viera
las posibilidades de ese material... Y esa conciencia creativa es ya de
algún modo el género que adquiere conciencia de sus posibilidades.

Bueno, aclarado que la literatura es buena para pensar, creo que aquí sería
bueno intentar precisar un poco más la forma en que los enfoques culturales
anulan la dimensión literaria de las obras...
— Para eso hay que remitirse de nuevo a la figura del lector. Y lo
primero que hay que decir es que, si como acabamos de ver, puede
existir un progreso del lector, también puede existir un retroceso...
Los estudios culturales, o mejor, culturalistas, fomentan un tipo de
lector al que le basta con reconocerse en el libro. En Cataluña, vivo
en un pueblo de 7.000 habitantes: los periódicos de la zona dedican
casi todas sus páginas a sucesos sociales, bodas, defunciones, etc, con
muy poco espacio para las cosas de carácter general, o noticias inter-
nacionales. Si sales en una de esas páginas es un acontecimiento: si
sales en un periódico a nivel estatal, una insignificancia. En el esce-
nario actual de la narrativa ocurre algo parecido: desaparece el nivel

76
EDUCACIÓN ESTÉTICA

de la universalidad, el de los valores, el que hace que los libros se co-


muniquen entre ellos y acaben formando sistemas literarios, un nivel
que es reemplazado por el reconocimiento parcial y la insularidad.
En una parte de estos, lo que más se parece a los valores literarios
es lo políticamente correcto: en otra, la más salvaje, los libros se diri-
gen simplemente al animal brutal o sentimental que llevamos dentro.
Así, tengo la sospecha de que muy pocas obras de narrativa hoy en
Colombia se defienden por su intrínseco valor literario. La mayoría
de las veces se habla de esos libros, sin que nos demos cuenta, por
valores adjetivos o añadidos, es decir, pretextuales o preliterarios:
valores lacrimógenos, valores periodísticos (narcotráfico, etc), escán-
dalo, valores “culturales” en fin que se miden o aquilatan sólo por el
interés del público. Qué tiempos aquellos en que uno disfrutaba de
El coronel no tiene quien le escriba por la estricta gracia de la palabra
mierda pronunciada al final. Uno podía pensar el Becket a partir de
esa novela, en el teatro del absurdo, en la condición humana: hoy
pronunciamos mierda con la boca llena de basura, y tenemos como
horizonte las lágrimas, el escándalo o la novela rosa. Muchos de no-
sotros fuimos una generación que se creó leyendo a Hesse, a Mann,
a Malraux, a Camus, ¿Qué se podrá esperar de una generación que
crece leyendo a Stieg Larsson?

No sólo lo leen, sino que luego van a verlo en el cine...


— Supongo que el cine, por ser una invención moderna, tiene mayor
libertad que la literatura para ser políticamente correcto sin dejar de
ser cine. Una película puede ser políticamente correcta y ser al mismo
tiempo muy buena (pienso por ejemplo en La Caja de música); en cam-
bio, es más difícil que ocurra lo mismo con una novela. Tal vez por
eso últimamente se conciben cada vez más las novelas como si fueran
películas: por ejemplo, el último premio Nadal ha sido anunciado por
los periodistas como un thriller sobre nazis. En ese sentido yo diría
que en la medida en que se pretende que la novela se parezca al cine
(y no precisamente al que más le debe a la literatura, que es el gran
cine clásico), se arrastra al género hacia una especie de inconciencia
de sí mismo, hacia el olvido de que la novela es un género autónomo,
que tiene sus propias leyes... Posiblemente lo que esté ocurriendo, o lo
que haya ocurrido siempre, es que hay dos puertas para entrar en la
novela: la de marfil y la de cuerno. La primera es la que deriva de la
literatura, la segunda proviene de otros sitios: la calle (no me refiero

77
Ricardo Cano Gaviria, Generalidades sobre la novela (en Colombia)...

al lenguaje de la calle, que es en sí mismo es muy literario: piénsese en


Celine, en Miller, etc), el periodismo, el cine, lo que sea...

¿La expresión puerta de marfil no corre el peligro de que se la asocie con torre
de marfil?
— Sí, pero no importa. La expresión torre de marfil tiene hoy una
carga demasiado negativa, aunque es en última instancia falsa. ¿Los
que practicaban el arte por el arte se aislaban de la realidad en su torre
como se supone? No estoy tan seguro; el arte por el arte propició un
reencuentro con la realidad, como en el caso de Flaubert. La puerta
de marfil no alude tanto a una retirada o a una resistencia frente al
materialismo burgués, como a una opción o una manera de acceder a
la literatura. Además, pudiera ser que alguien que entró por la puerta
de cuerno encontrara luego la de marfil, ¿por qué no?

Entonces hábleme más de la puerta de cuerno...


— Normalmente es la que emplea el que se hace novelista por conve-
niencia, porque descubre de pronto que la novela le es útil para algo.
Aquí en España se publicó hace poco un libro escrito por un poeta
que no es el mejor pero sí el que más sale en televisión sobre su amigo
muerto, también poeta, aunque mucho menos aficionado a las cáma-
ras; quería contar la época de su juventud de forma amena... ¿Cuál es
la forma que elige? No una biografía, que hubiera sido lo indicado,
sino una novela. Cuando escribes novela de esa manera, quieres ma-
tar dos pájaros de un solo tiro: hacer lo que en realidad quieres hacer
y, de paso, probar suerte con la novela, a ver si te cae la lotería del
Best-seller. Considero que es también por comprarse un billete en esta
lotería que muchas veces se considera cualquier cosa como novela (a
veces uno piensa que basta que un libro no pueda ser considerado
como ensayo, o como poesía, o como biografía, para que automática-
mente pase a ser una “novela”), ya que la novela es por excelencia esa
cosa que puede convertirse en best-seller...

¿Se ha convertido tal vez en una especie de casa de apuestas?


— Casa de apuestas o prostíbulo, pero dejémoslo en casa de apues-
tas. Una casa cuya entrada te facilitan los editores, aunque no seas
novelista. Allí entras como abogado, filósofo, político, presentador de
televisión, o periodista —el del profesor universitario es un caso apar-
te— y sales como novelista consagrado. Cito otro ejemplo, tomado de

78
EDUCACIÓN ESTÉTICA

un periódico español (El País del 18 de junio del 2009): la abogada Fu-
lanita de tal ha escrito su segunda novela: “Es la misma heroína de Los
crímenes del número primo, la anterior novela de x que se fue hasta los
35.000 ejemplares vendidos. Esta vez, esta heroína literaria con toga
tendrá que lidiar con empresarios y políticos corruptos, narcotrafican-
tes y hasta con el fbi desde su recién adquirido cargo de presidenta de
la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional”. Pues bien: hoy un gran
porcentaje de novelas responde a una instrumentalización del género
como ésta. Por eso es actualmente el género más desprotegido y más
alejado de la literatura; los que se creen más listos intentan justificar
eso diciendo que la novela tiene que seducir al lector, tiene que salir
a la calle a buscarse la vida, y también que si un escritor echa mano
de las lágrimas, o del amor, o de la violencia, no se trata de algo ilegí-
timo. Yo opino que no lo es, pero que lo que importa es cómo se sirve
de esos medios. Y es justamente la consciencia literaria la que lleva a
reparar en eso: la literatura en ese sentido no es más que el arte del
cómo aplicado a los qués implícitos en los temas... Depende de cómo
sea el lector, el encuentro con la novela puede convertirse en un revol-
cón ocasional con una puta o en una seducción erótica en toda regla,
si insistimos en los símiles amorosos propuestos por algunos.

Déme algún ejemplo...


— En el siglo xix, Madame Bovary fue un ejemplo de seducción, y Fan-
ny, de Feydau, un ejemplo de revolcón. Lo curioso aquí es que el autor
de Fanny era amigo de Gustave, quien miraba con simpatía lo que
escribía éste...

Hablemos ahora de esos subgéneros novelescos.


— Casi que podía decirse que antes las novelas nacían policíacas o
históricas sin que el autor se percatara, y esta especie de ingenuidad
o inconsciencia era lo que las hacía literarias. La proliferación de los
subgéneros es una manifestación propia de la era de la novela alejada
de la literatura: porque se ha visto que cuanto menos literaria se hace
la novela, más tienden a diversificarse sus modalidades. En la década
de los sesenta, al menos quien quería hacer literatura no se planteaba
si actuar de forma espontánea en la búsqueda de un resultado literario
podía resultar contraproducente. En cuanto a la novela histórica, tiene
un futuro bárbaro si se piensa en la cantidad de aventureros, héroes,
santos, próceres y piratas que han desfilado por la historia de nuestros

79
Ricardo Cano Gaviria, Generalidades sobre la novela (en Colombia)...

países. A todos esos personajes les ha llegado la hora de encontrar su


novela, y es un buen momento, porque legiones de novelistas salen de
sus reductos atraídos por el olor de la novela histórica, haciendo por
otra parte que los que habíamos llegado a ella de otra manera y casi
sin darnos cuenta nos sintamos como desnudos y con un sentimiento
desagradable.

¿No tiene miedo de parecer un Quijote que carga contra todo: la novela histó-
rica, la narco-novela, la novela policíaca, la novela de amor?...
— No, porque no pretendo que desaparezcan todos esos géneros o
subgéneros. Más bien intento que no desaparezca la literatura, lo que
equivale a decir: que no desaparezca el lector que quería pensarse en
la literatura. En cierto sentido, es el progreso del lector lo que impor-
ta: hay que hacerle ver al que se sienta a leer un libro que está siendo
víctima de un escamoteo: que le están metiendo gato por liebre. Dicho
de otra manera, hay que hacerle ver que el ser humano tiene derecho
a que se lo eduque de una forma en la que no tenga que renunciar a la
posibilidad de un encuentro con Homero, o a que a través de una obra
literaria alguien que vivió hace tres mil años pueda llegar a decirle co-
sas a su experiencia actual: imagínate que la educación del ser huma-
no cayera en manos de gentes como George Bush, José María Aznar y
quienes los defendieron, de toda esa gente que so pretexto de acabar
con las armas de destrucción masiva destrozaron restos arqueológicos
y museos, hablaron con desprecio de la vieja Europa y todavía no han
pedido disculpas por nada de lo que hicieron. Esos patanes, que de-
fendían hace décadas que la luna se podía eliminar a cañonazos, sería
capaces de eliminar con sus tanques a Homero. Los que deciden hoy
la suerte de la literatura son primos hermanos de esos matones: tene-
mos que hacerle ver a la gente eso. Que incluso los analfabetos tienen
derecho a Homero, es decir, a que les ocurra el milagro de que alguien
les indique el camino para llegar a Homero; en otros términos, que
la literatura es un derecho elemental del ser humano. Y que se le em-
pieza a privar de ese derecho cuando se le enseña a confundir a Stieg
Larsson con Cervantes, o a García Márquez con Isabel Allende...

¿El Quijote al que usted se me parece cada vez más también cargaría contra
los novelistas menores de 39 años?
— No, por Dios, no... Arremetería más bien contra la idea tonta de
que se piense que la renovación de la novela, o la calidad de la no-

80
EDUCACIÓN ESTÉTICA

vela, es algo que tiene que ver con la edad. El grupo de las veladas
de Médan, a finales del siglo xix, era un grupo de escritores jóvenes
(Maupassant, Huysmans, Zola y otros) que tenían muchas cosas en
común, entre ellas la admiración por Flaubert. Se reunían en casa de
Zola para hablar de literatura, y si alguien los hubiera promocionado
por ser jóvenes, creo que habrían protestado, pues no estaban allí por
su edad, sino por sus afinidades literarias. Pero no hay que retroceder
tanto para ver la inconsistencia de hacer un grupo literario basándose
en la edad: imagínese si el Boom latinoamericano se hubiera hecho
con el mismo criterio de escoger a novelistas de la edad de Vargas
Llosa, que tenía 25 años cuando publicó La ciudad y los perros... Onetti,
nacido en 1909, podía ser casi su padre, y lo mismo Carpentier, nacido
en 1904. ¿Crees que desde la literatura uno puede leer un libro simple-
mente porque esté escrito por un autor menor de treinta años? En ese
sentido, hay que dejar en claro que el Boom, aunque se lo tilde de co-
mercial, fue un hecho cien por cien literario; lo que es descaradamente
comercial es lo que hoy se intenta arropar bajo su estela.

A lo mejor los que son promocionados ahora sí tienen una estética común.
— Pero si la tienen, no la han encontrado por frecuentar a los mismos
maestros, las mismas lecturas, por compartir una visión de la litera-
tura. Es más bien por circular por las mismas editoriales, pues no se
trata más que un fenómeno editorial, de promoción. Cuando entras
hoy en una editorial, el editor te mira los dientes, como a los caballos,
para saber si eres viejo o no...

Es que buscan autores mediáticos...


— Y, claro, no se puede ser mediático si tienes mala dentadura. Por
eso lo primero que tiene que hacer un novelista hoy es arreglarse los
dientes... Bueno, cuanto más se actúa como si la novela no fuera más
que un producto a la venta, más se desarrolla esa coquetería esencial.
Decía Benjamin que Baudelaire salía a la calle a mirar qué pasaba,
aunque en realidad salía a buscar un comprador. La malicia es que
tras eso está la imagen tan baudeleriana de la prostituta... El poeta que
se vende y hace el trottoir: hoy ciertos novelistas salen claramente a la
calle no a buscar al hombre de a pie sino a hacer el trottoir. Se visten
con las mejores ropas; los que tienen buen gusto eligen trajes hones-
tos, poco descotados, pero hay que ver los que eligen algunos: se les
notan las curvas y hasta enseñan lo que no tienen. Me hablaron de uno
que incluso se desnudó en la presentación de su libro...

81
Ricardo Cano Gaviria, Generalidades sobre la novela (en Colombia)...

Bueno, apartándose de la anécdota, ¿habría una fórmula más teórica?


— De acuerdo. Si quiere un enunciado riguroso, le diría que los nove-
listas que entran por la puerta de la literatura disponen obviamente
de un instrumento del que no disponen los otros: la estética de la no-
vela. Más arriba decía que esa estética venía directamente de Flaubert
y de la novela realista; añado ahora que esa estética ha sido la primera
en ser formulada y la de mayor coherencia, y que sigue vigente en
la medida en que bajo su reinado, por llamarlo de algún modo, han
nacido las mejores creaciones del género. Pero aclaro que uno no se
hace necesariamente flaubertiano por reconocer la importancia de la
estética de la novela, o simplemente por hablar de una estética de la
novela como hace M. M. Bajtin en sus escritos póstumos. Es decir, que
una cosa es reconocer a la novela como objeto artístico, con lo cual
automáticamente pasa a ser objeto de la estética, y otra definir una de-
terminada estética de la novela. Lo peculiar e importante de Flaubert
fue que erigió su estética partiendo de la misma defensa de la novela
como objeto de arte. Pero creo que en muchos aspectos su estética es
en realidad una poética, y en ese sentido se puede hablar de otras “es-
téticas”. Pienso, por ejemplo, en lo que se ha llamado novela lírica. Sin
duda hay que reflexionar más sobre este asunto.

Sí, es un tema muy sugerente. Por ejemplo, ¿antes de Flaubert las novelas se
escribían sin una conciencia estética, sin una poética?
— Yo diría que tal vez sin una estética, pero no sin una poética. La
poética tiene que ver con las condiciones mismas del género; en cam-
bio, cuando se habla de estética, hay que tener en cuenta muchos fac-
tores. Desde el punto de vista histórico, la conciencia estética surge de
una reacción contra algunas de las cosas que propiciaron el desarrollo
de la novela como género. Todo esto se entiende mejor si se tiene en
cuenta el caso de Balzac: quería ser un gran negociante antes que un
gran artista. Escribe sus novelas en un campo de batalla: el de la no-
vela que intenta independizarse del periodismo, de los folletines que
la atenazan, al mismo tiempo casi que él intenta librarse de las deu-
das. Sí, está claro que Balzac no entró por la puerta de marfil, porque
seguramente en su momento no había puerta de marfil: entró en la
novela por la puerta de cuerno. “Ya no tenemos obras —se lee en uno
de sus libros—, tenemos productos”, y él mismo no ignoraba que era
un producto... Lo grandioso de su ejemplo es que en su sistema todo
se convierte en relato, y hace de su obra —como sugiere Harry Levin

82
EDUCACIÓN ESTÉTICA

en su libro de Gates of Horn (escuetamente traducido como El realismo


francés) — el romance de los negocios.

Y fue ahí cuando entró Flaubert...


— Sí: Flaubert reacciona contra el burgués y hace posible que se hable
del artista-novelista...

¿En ese sentido, la llegada del arte a la novela no es como una pérdida de la
inocencia?...
— Sí, en la medida en que la estética marca un período de madurez.
Y tu comparación es buena porque sirve para indicar que la inocencia
de la novela en la primera mitad del siglo xix, cuando el género se
forjaba en medio del folletín y la novela por entregas, no se puede
comparar con la malicia y premeditación de la culturización del géne-
ro en la actualidad. El folletín del siglo xix era un caldo de cultivo, hoy
no es más que un territorio de secano: ¿es que se va a repetir Balzac?
Eso sólo los editores se lo creen... Perdida su inocencia con Flaubert,
a la novela no le quedaba más que seguir su camino, hacia el siglo xx:
mencionemos primero a Kafka, seguidor de Flaubert, y luego a Proust
y finalmente a Joyce. Pues la novela como genero sólo puede ir hacia
delante, aunque sea mirando hacia atrás...

Me gusta eso de la pérdida de la inocencia... ¿Quiere decir que el folletín del


siglo xix era inocente, pero no así el folletín ni el best-seller de calidad del
siglo xx?
— En efecto. Incluso creo que podría tildarse de culpables a ese gé-
nero de libros “comprometidos” por cuanto son política y cultural-
mente correctos; novela ecológica, novela chicana, novela de la vio-
lencia, novela feminista, narconovela o novela sobre el narcotráfico y
en muchos casos novela policíaca... Y que son también “de evasión”,
porque están concebidos como un producto culinario que, al buscar
sólo que el lector reconozca lo que ya sabe, no busca tanto transformar
lo que la teoría de la recepción llama “horizonte de expectativas del
lector”, como confirmar tautológicamente a un público también polí-
tica y culturalmente correcto; ese género, en fin, que propongo llamar
“literatura comprometida de evasión”. Desde el punto de vista de la
teoría de la recepción, y de la hermenéutica, la literatura es un sistema
de preguntas y respuestas en el que el nivel superior ha de ir siempre

83
Ricardo Cano Gaviria, Generalidades sobre la novela (en Colombia)...

más allá del presente: o formular respuestas a preguntas que aún no


han sido hechas, y que pronto lo serán, o adelantarse a estas mismas
preguntas.

¿Y no es posible que lo que hoy se entiende como novela sea simplemente pro-
ducto de una especie de cultura hipertrofiada del relato?
— Sí, es posible... Incluso podría ser que, dado que hoy todo, incluso
la política, nos llega bajo la forma de relato, se piense que eso basta
para hablar del auge del género. Así, el primer novelista del siglo xx
tendría que ser Sigmund Freud, que por cierto no carecía de talento
literario, y que habló de la “novela” del neurótico. En otro nivel, tene-
mos el asunto de los pronombres personales, como nos recuerda Bar-
thes en el El grado cero de la escritura: el pronombre “él”, y el pretérito
indefinido... Si alguien escribe por casualidad: “Y cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí...”, no tendrá conciencia de haber hecho
nada, a no ser que se llame Augusto Monterroso, pero si alguien es-
cribe que la marquesa salió a las cinco, se encuentra de pronto en po-
sesión de un pronombre y de un tiempo verbal que son una tentación
en sí mismos. Antes, como decía Barthes, ésas dos cosas eran para el
francés el signo de las Bellas Letras, les Belles lettres... Pero hoy el “él”
de la novela está al alcance de cualquiera, mientras que el “yo” de la
poesía no. El que llega hoy a ese yo ha hecho un noviciado, secreto o
público, pero lo ha hecho. En ese sentido, la salud de la novela quizás
dependa de la capacidad del novelista de hacer del “él” de la novela
algo más personal: una especie de yo poético. Aquí volvemos a encon-
trarnos de nuevo con Philip Roth...

Elevar el “él” de la novela a una especie de yo poético... ¿Cree que eso es, por
ejemplo, lo que ha intentado hacer usted como narrador?
— Sinceramente ignoro hasta qué punto lo que hago como narrador
es compatible con mis reflexiones. A lo mejor no soy yo quien tendría
que decirlo. Por cierto, al comienzo dije que prefería responder a las
preguntas sobre la novela como persona acostumbrada a reflexionar
sobre el hecho literario antes que como novelista. Pues bien; ahora me
doy cuenta de que la persona que reflexiona sobre el hecho literario es
también un héroe de ficción, y que este diálogo es en cierta forma una
novela en ciernas protagonizada por usted y yo...

84
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Bueno, al fin y al cabo la idea del diálogo está en el origen de la novela... Por
cierto, ¿cuál diría que es su propio camino como novelista?
— Aunque soy proustiano y flaubertiano en lo que se refiere a mis
inclinaciones estéticas, en lo que atañe a mi forma de ver las cosas tal
como ocurren hoy en el ámbito hispanoamericano soy algo kafkia-
no...

Por favor, explíquese mejor...


— Me refiero especialmente a la soledad del escritor... En un pasaje
de su Diario, el 25 de diciembre de 1911, al reflexionar sobre las con-
diciones en que se producía en su época la literatura judía en Polonia
y Checoslovaquia, Kafka menciona el concepto de literatura menor.
Una “literatura menor”, tal como él la entiende, es la que escribe una
minoría dentro de una lengua mayor. Una literatura mayor sería la
propia literatura alemana, poblada de grandes figuras, que hacen po-
sibles a los imitadores; en una literatura menor, “la ausencia de mode-
los nacionales mantiene alejados de la literatura a los totalmente inep-
tos”. Salvando las distancias, casi podría decirse que era el estado de
muchas literaturas latinoamericanas antes del Boom, por ejemplo la
colombiana; se vivía en una minoría que era sin duda más fértil que lo
que hay ahora, cuando las grandes figuras que han reivindicado nues-
tro español latinoamericano han generado una sarta de imitadores que
no acaban de desaparecer. Son muy pocos los escritores colombianos
que han querido, desde un comienzo, partir de lo anterior, de la preca-
riedad anterior; casi todos han caído en la trampa de lo grande, pues
querían ser “grandes”... Pero lo tremendo del planteamiento de Kafka
—que Deleuze-Guattari llevan a sus máximas conclusiones en un li-
brito sobre Kafka— es que no retrata sólo la circunstancia histórica a
la que él mismo se debe, como escritor checo que escribe en alemán
(Deleuze-Guattari citan a Joyce y a Beckett), sino que explica algo que
pertenece a la dinámica interna de lo literario... “Elargisez l’art”, decía
Mercier, ¿pero cómo? ¿Cómo ir más allá? ¿Cómo ensanchar la fronte-
ra del arte? Kafka, sin saberlo, nos brinda una respuesta: buscando no
la grandeza, sino la pequeñez o, mejor, la “minoría”...

¿Qué quiere decir eso?


— No sólo se trata de ese estar en minoría de los que van contra la
corriente, y soportar que los imitadores de los grandes te tomen por
tonto o inepto, lo cual requiere un cierto estoicismo, sino de tener la

85
Ricardo Cano Gaviria, Generalidades sobre la novela (en Colombia)...

convicción arraigada de que es necesario desterritorializarse, despai-


sarse (del francés se dépayser) para poder descubrir mejor las zonas
donde uno está en “minoría”. En efecto, son esas zonas del ser donde
uno se muestra más en minoría, más solitario, las que proporcionan
la mejor materia prima para “ensanchar la frontera del arte” en deter-
minado momento. Deleuze-Guattari, buenos intérpretes de Kafka, lo
expresan de forma inmejorable: “Escribir como un perro que escarba
en su hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso: encontrar su
propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mun-
do, su propio desierto”.

¿Y esa postura tiene una dimensión política? ¿Existe una opción política para
la novela?
— Creo que sí, y es una de las más decentes porque no te obliga a
renunciar a la puerta de marfil. Por ejemplo, la elipsis política, no el
falso progresismo de la “literatura comprometida de evasión”, se me
antoja actualmente uno de los caminos más legítimos para explorar
en el terreno de la novela... Sin olvidar, claro, que ser de izquierdas
en literatura no es más que una forma de conformismo, en la medida
en que los gobiernos de derechas consideran un prestigio reconocer a
un autor de izquierdas. En España, resulta que a Aznar, que no es un
político de derechas, sino de ultra derecha, le gustan los autores de
izquierdas... Poetas que hoy se las dan de “progres”, y que se pasean
por Colombia encandilando a los beatos, cuando él gobernaba iban a
la Moncloa a recitarle sus poemas. En general, muchos autores de iz-
quierdas son los niños mimados de los gobiernos de derechas, así que
esas categorías ya no sirven. Una de las astucias de la derecha e inclu-
so de la ultraderecha ha sido comprender que pactar, e incluso servir-
se de los intelectuales de izquierda, le da prestigio... Y otra astucia de
los intelectuales de izquierdas ha sido convertirse en los niños bonitos
de esa gente. Que la derecha se apropie de un muerto de izquierdas
quiere decir que la derecha es muy viva, pero que se apropie de un
vivo puede querer decir también que éste es muy avispado...

Bueno, ¿cree que después de este repaso ya podemos empezar a hablar de la


novela en Colombia?
— Cómo no, si quiere ahora podemos empezar. Pero mucho me temo
que eso será ya asunto de otra “novela”...

86
Hacia una sociedad de autores teatrales en Colombia

Carlos Enrique Lozano Guerrero

E l año pasado escribí y dirigí una obra teatral en Buenos Aires. Para
poder estrenarla, el teatro exigía que el texto estuviera registrado
en argentores, sociedad argentina de autores, porque, de lo contrario,
estaría infringiendo las reglamentaciones vigentes y quedaría sujeto a
alguna penalidad. Así que me dirigí a sus oficinas y pedí los requisitos
para inscribir el texto. Al enterarse de mi condición de extranjero me
informaron que lo más sencillo sería registrar la pieza en la sociedad
de autores de mi país y que, a través de convenios establecidos, ellos
me enviarían los recaudos. No sin cierto titubeo les contesté que en
Colombia no existía tal tipo de agremiación. La mujer que me atendía
levantó la vista y en su mirada alcancé a leer lo siguiente: “¿De verdad
pensás que soy tan boluda como para creer que en Colombia no exista
un equivalente de argentores?”. Pero desafortunadamente es así. La
verdad es que en nuestro país no existe todavía una entidad que ad-
ministre los derechos de los dramaturgos.
El presente artículo esboza la necesidad de unirnos como gremio en
torno a una asociación que difunda y proteja nuestro trabajo, y cons-
tituye un intento por dilucidar el tema. No es de ninguna manera un
análisis exhaustivo, sino preliminar, y pretende invitar a la reflexión
sobre un asunto controversial y polémico para el sector. Abordaré la
cuestión de las sociedades de autores, brindaré ejemplos del funcio-
namiento de entidades en el mundo de habla hispana, trataré el tema
de la relación entre sayco y los autores teatrales colombianos, intenta-
ré contestar a la pregunta de por qué asociarnos, y plantearé algunas
posibilidades de agremiación. En cuanto a los derechos de autor, me
centraré en los de puesta en escena y no trataré los de edición (pues
estos por lo general son negociados de manera directa con las editoria-
les). También dejo por fuera (o trato de manera tangencial) un asunto
de primera importancia para el teatro nacional: el problema de la pro-
piedad intelectual en las dinámicas colectivas de creación. Considero
que esta problemática deberá ser una de las inquietudes principales a
dilucidar por una futura sociedad de autores colombianos de teatro.

89
Carlos Enrique Lozano, Hacia una sociedad de autores teatrales...

En el sentido más básico, una sociedad de autores es una agremia-


ción de personas dedicadas a la creación de textos que se reúnen para
fundar una entidad de gestión colectiva a la cual darán la potestad
para proteger sus creaciones y defender sus intereses. En la Circular
002 de la Dirección Nacional de Derecho de Autor, del Ministerio del
Interior y de Justicia, del 22 de abril de 2009, se define los derechos de
autor como: “[…] la facultad exclusiva que la Ley le otorga al autor de
una obra para difundirla o divulgarla como resultado de su creativi-
dad, para reproducirla, transmitirla y comunicarla al público de cual-
quier manera, o por cualquier medio conocido o por conocerse y para
autorizar a otras personas, naturales o jurídicas, para que la utilicen
mediante el pago de una remuneración”, y una sociedad de gestión
colectiva como: “[…] una organización privada de base asociativa y
naturaleza no lucrativa que se dedica en nombre de sus socios a la
gestión de los derechos patrimoniales de las obras o prestaciones1 que
representa”. Estas sociedades nacen, primero, de la necesidad de los
creadores de proteger su obra —de mantener cierto control sobre la
manera como el producto de su intelecto será utilizado públicamente
y de cobrar por ello— y, segundo, de su imposibilidad para hacerlo de
manera individual. Para un dramaturgo, por ejemplo, es difícil saber
si una pieza suya está siendo representada en otro lugar del territo-
rio nacional o del extranjero y cobrar así lo correspondiente —a no
ser que los responsables de llevarla a escena se comuniquen con él—,
mientras que para una asociación esta labor sería parte de su mandato
y se vería facilitada por el hecho de administrar los derechos del re-
pertorio de numerosos autores.
La protección y el recaudo de los derechos de autor de las obras es-
critas no es, sin embargo, el único propósito de una sociedad de auto-
res. Su objetivo también es el de representar al gremio ante las instan-
cias gubernamentales con el fin de lograr, entre otros, que el ejercicio
de la actividad de sus miembros esté regido por un marco legal claro
y beneficioso; esté protegido ante eventuales amenazas externas; que
sea reconocido como una actividad productiva que contribuye tanto
al desarrollo económico de la comunidad como a su progreso cultural
y artístico, y que se destinen partidas presupuestales para apoyar ac-
ciones de divulgación, creación y formación. La mayor parte de estas

1
La misma circular aclara que por prestaciones se entiende “[…] a las interpretacio-
nes o ejecuciones, los fonogramas y las emisiones de radio y televisión”.

90
EDUCACIÓN ESTÉTICA

asociaciones brindan, asimismo, asesoría y capacitación jurídica a sus


miembros, ofrecen beneficios sociales (seguridad social para algunos
de sus afiliados), y son centros de documentación para las obras de
sus asociados.
En el mundo de habla hispana, las principales sociedades de es-
critores son la sgae, de España, argentores, de Argentina, y sogem, de
México. Cada una funciona de manera diferente, pues responde a las
distintas particularidades de sus países. La más grande, en términos
de cantidad de asociados y amplitud de su repertorio, es la sgae, con
110 años de funcionamiento, más de 90.000 socios de diferentes nacio-
nalidades, una red de 200 representantes nacionales, y delegaciones
propias en Argentina, Brasil, Cuba, e.e.u.u, Japón y México. Su reper-
torio está compuesto por más de tres millones de obras dramáticas y
coreográficas, composiciones musicales de todo género y audiovisua-
les, como largometrajes, cortos, documentales, series de televisión, etc.
sogem, por el contrario, no trabaja con obras musicales, y argentores
protege solamente a los compositores de música para obras teatrales.
La sociedad mexicana agremia poetas, narradores, dramaturgos, es-
critores de cine, radio y televisión; escritores de publicaciones perió-
dicas, investigadores técnicos, científicos sociales y todos aquellos que
generen obras escritas. La entidad argentina, en cambio, reúne sólo
a los autores de radio, cine, televisión y teatro. En Colombia, sayco
congrega a los compositores e intérpretes de creaciones musicales y
se encarga de recaudar y distribuir los derechos patrimoniales de sus
obras, pero no cuenta con dramaturgos, narradores ni poetas entre
sus asociados.
sayco es una sociedad de gestión colectiva fundada en 1946 por
compositores y autores dramáticos. En sus inicios, no obstante, y an-
tes de que comenzara a operar de manera general, una pugna interna
entre dramaturgos y compositores se resolvió a favor de estos últi-
mos, y los primeros se retiraron de la sociedad. Desde entonces, sayco
se ha encargado de administrar principalmente los derechos de obras
musicales (hoy en día cuenta con un repertorio de 140.000 obras nacio-
nales). Toda ejecución pública de una pieza musical en Colombia está
sujeta al pago de derechos de autor, ya sea una interpretación en vivo
o una reproducción a través de cualquier medio. El encargado del co-
bro es sayco quien tiene un monopolio de hecho y no de ley, como el
de argentores (para los escritores) o el de sadaic (para los músicos) en
Argentina. Es decir, en caso de existir otra entidad de gestión colec-

91
Carlos Enrique Lozano, Hacia una sociedad de autores teatrales...

tiva —que sea aprobada por el Ministerio del Interior y de Justicia y


esté bajo la vigilancia de la Dirección Nacional de Derecho de Autor—
no tendría ningún impedimento legal para recolectar este cobro. Por
ahora, sin embargo, y en lo que respecta a los dramaturgos nacionales,
tal asociación no existe, así que no existe tampoco inconveniente al-
guno en que nos adhiramos. ¿Por qué no estamos los autores teatrales
afiliados a sayco? ¿Por qué no habríamos de querer que una entidad
ya establecida, con cobertura nacional e internacional, administrara
nuestras piezas? Las razones, que son muchas y complejas como vere-
mos más adelante, tienen que ver principalmente con la precariedad
del sector teatral; su diversidad; nuestras posiciones divergentes con
respecto a los derechos de autor, y los prejuicios acerca del cobro y la
gestión de sayco, en particular, y de las entidades intermediarias, en
general.
Dado que en el momento no hay dramaturgos afiliados, no puedo
brindar un ejemplo específico de cómo repercutiría en las finanzas de
un autor la administración de sus obras por parte de sayco. El procedi-
miento general, sin embargo, si un dramaturgo quisiera afiliarse, sería
más o menos el siguiente: el autor se asocia y entrega su obra a sayco
para que sea administrada por ellos (negociaría si entrega los dere-
chos de puesta en escena, de edición o de ambos); sayco (suponiendo
que le hayan sido entregados los derechos de puesta) exige entonces a
cualquier grupo interesado en montar alguna de sus obras el pago de
los derechos de autor que corresponderá, probablemente, al 10% de
los ingresos brutos por taquilla más iva2; sayco retiene lo equivalente
a los gastos de administración, que por ley puede llegar a ser una de-
ducción hasta del 30%, aunque normalmente es menos, y, por último
entrega al autor, trimestralmente, el resto de lo recolectado.
Todas las sociedades de autor tienen categorías de afiliados. La
inscripción del asociado en una de estas categorías depende de su re-
caudo anual. Sobra decir que en un país como el nuestro lo recaudado
por los dramaturgos sería ínfimo y, muy seguramente, no seríamos
miembros de privilegio de la asociación. No obstante, todo esto es
hipotético pues, repito, hasta ahora sayco no se encarga de la obra de

2
La figura del 10% puede ser rastreada hasta el Estatuto de la Reina Ana de 1710,
tratado pionero en lo que a derechos de autor se refiere. Según algunos —y si no es así,
igual es una bonita licencia poética— este pago era originalmente un diezmo que se le
reconocía no sólo al autor, sino específicamente a la porción divina de inspiración que
lo había “habitado” en el momento de su creación.

92
EDUCACIÓN ESTÉTICA

ningún autor teatral colombiano y, por lo tanto, las condiciones es-


pecíficas de afiliación, la dinámica financiera y el estatus dentro de la
entidad, entre otros, serían negociados en el momento de su ingreso.
La capacidad de negociación, claro está, será mayor entre mayor sea el
número de dramaturgos que deseen afiliarse. Y esto nos remite a uno
de los puntos centrales de este artículo: es evidente la necesidad de
agremiarnos como autores de teatro, pero ¿específicamente en torno a
qué y cómo hacerlo?

Es de público conocimiento que no existe en Colombia una agremia-


ción verdaderamente representativa que congregue al medio teatral.
Lo más cercano fue la Corporación Colombiana de Teatro en el mo-
mento de su apogeo, durante los años setenta y ochenta. Como mues-
tra de su esfuerzo y poder de convocatoria, quedan para el recuerdo
los Festivales Nacionales donde el sector podía encontrarse y disfru-
tar de sus creaciones. El eje aglutinador de los intentos asociativos
de la época, sin embargo, no eran tanto los intereses gremiales como
los ideológicos y, por lo general, eran motivo de disputas y juegos de
poder. No entraré a hacer un recuento de las tentativas de unión del
sector ni de las causas por las cuales fracasaron, pues el tema amerita
un largo ensayo aparte. Anotaré, sin embargo, que hoy en día subsis-
ten la ande (Asociación Nacional de Directores Escénicos de Colom-
bia) —fundada en 1992 a raíz del Primer Taller Nacional de Dirección
Escénica convocado por Colcultura y Dimensión Educativa—, atrae
(Asociación de Trabajadores de las Artes Escénicas), cuyo espacio
principal de acción es Medellín, y, más recientemente, el Consejo Na-
cional de Teatro. Este último es un poco más representativo que las
dos anteriores, pero, aunque habla a nombre del sector, no es un ente
autónomo, sino un organismo asesor del Ministerio de Cultura, que
corresponde al sistema nacional de cultura.
En cuanto al área de dramaturgia, específicamente, no hay tampo-
co una entidad que nos congregue a los autores. Desde hace un par
de años existe, no obstante, la Red Nacional de Dramaturgia en cuya
página web (www.dramaturgiacolombiana.org) es apreciable un di-
rectorio de miembros y un listado de actividades desarrolladas en las
ciudades de Bogotá, Cali, Armenia y Manizales. Estas actividades son
principalmente acciones de formación y reuniones de discusión en
torno a textos escritos por los miembros. La Red surgió de una inicia-
tiva de la Corporación Luna en conjunto con el Ministerio de Cultura.

93
Carlos Enrique Lozano, Hacia una sociedad de autores teatrales...

Como parte del trabajo preliminar para su constitución, se hicieron


reuniones de diagnóstico con dramaturgos. Una de las conclusiones a
las que se llegó fue que no había unanimidad acerca de la necesidad
de asociarse como autores, por esto la Red no es una agrupación re-
presentativa del sector. La mayoría de sus miembros son aspirantes a
dramaturgos y autores emergentes, y no hacen parte de ella ninguno
de los dramaturgos nacionales consagrados como Santiago García,
Carlos José Reyes, Víctor Viviescas o Fabio Rubiano, por nombrar sólo
a algunos. Tampoco se encarga del tema de los derechos de autor y su
proyecto principal es de orden pedagógico. Es, sin embargo, lo más
cercano que tenemos en Colombia a una agremiación deliberada de
autores y podría, en un futuro, dar el salto a una sociedad más amplia
e incluyente.

A partir del surgimiento del Nuevo Teatro Colombiano, en la década


del cincuenta, y con la constitución de los grupos más representativos
de la actividad teatral en nuestro país, como el tec y la Candelaria, los
dramaturgos pasan de educarse en la soledad de la sala de lectura a
formarse escribiendo al interior de los colectivos. La escritura teatral
deja entonces de ser un hecho previo y separado del de la puesta en
escena, y los autores se convierten en el miembro del grupo designado
para ordenar y dar forma textual al material que surge en el escenario.
Anteriormente no era así. Los dramaturgos no eran personas de tea-
tro, sino escritores que adoptaban el género dramático como un molde
en el cual verter contenidos locales, principalmente para “[…] exaltar
el espíritu patriótico, ilustrar a las masas y corregir las costumbres”3.
En el siglo xix, en Colombia, se daba por sentado que el texto an-
tecedía al hecho escénico y por eso, en la búsqueda de un teatro
nacional, lo primero que se reclamaba era la existencia de au-
tores que escribieran las obras dramáticas que el país requería.
Así nació la primera asociación del sector en 1879: la Sociedad
Colombiana de Autores Dramáticos, fundada por Lázaro María
Pérez y José María Gutiérrez de Alba. Esta entidad, que más
que organizar al medio pretendía educarlo, desapareció al cabo
de unos pocos años, dando paso a otra entidad, de carácter más
general: el Ateneo de Bogotá. A mediados del siglo xx, y de la
mano de los grandes renovadores de nuestro teatro, como Enrique

3
Lamus Obregón, Marina. 1998. Teatro en Colombia: 1831 – 1886. Bogotá: Planeta: 71-72.

94
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Buenaventura y Santiago García, la escritura de los textos comienza a


concebirse ya no como un hecho desligado del escenario, sino como el
fruto mismo de la actividad escénica. Sin embargo, cuando la activi-
dad de aquel que escribe surge dentro de la práctica de un colectivo,
el acto de creación se convierte en un hecho compartido que impide
(o por lo menos dificulta) reclamar la autoría, y por ende los derechos,
a una sola persona. Los textos, entonces, se convierten en propiedad
del conjunto y se da por entendido que un grupo no debería montar la
obra de otro. Por las anteriores razones, durante muchos años el tema
de los derechos de autor en cabeza de los dramaturgos ha sido fuente
de inquietud y discrepancias en el sector. Hace falta, sin duda, un aná-
lisis a fondo de esta cuestión liderado por los practicantes de aquella
fecunda modalidad de la creación teatral: la colectiva.
Hoy en día el tema todavía divide al gremio. En los años noventa,
durante un congreso de dramaturgos realizado en Medellín en honor
a José Manuel Freidel, los invitados discutían acerca de los derechos
de autor. Algunos argumentaban a favor de la necesidad de que en
Colombia se reconociera el trabajo de los dramaturgos y se pudiera
cobrar por ello.  En medio de la discusión, uno de los allí presentes
anotó con intención satírica que con respecto a los planteamientos que
se hacían él difería, pues en su caso no solamente no exigia una re-
tribución por ceder los derechos de puesta en escena, sino que, por
el contrario, estaba dispuesto incluso a pagar al grupo que montara
una de sus obras. Esta anécdota ilustra un razonamiento que se utiliza
usualmente para desechar el tema: en el caso colombiano, especial-
mente para los grupos de provincia, ya es bastante esfuerzo montar
una obra como para encima ponerles el lío de pedir permiso o pagar
por los derechos. Este argumento, sin embargo, es paternalista (pues
presume que los grupos de provincia, o luchan contra unos obstácu-
los infranqueables, o simplemente no poseen la capacidad para supe-
rar sus dificultades y por ende hay que darles cuanta asistencia sea
posible), y además condena el sector a la informalidad (pues el cobro
por nuestro trabajo —bien sea como dramaturgos, directores, actores,
escenógrafos, etcétera— enmarca nuestra práctica dentro de una acti-
vidad profesional sujeta a regulaciones y exigencias).
Otro argumento similar al anterior, es aquel resumido en la si-
guiente advertencia: “Si a los dramaturgos no nos montan sin que los
grupos tengan que pagar, mucho menos lo van a hacer si nos tienen
que reconocer los derechos de autor”. De esta sentencia se desprende

95
Carlos Enrique Lozano, Hacia una sociedad de autores teatrales...

la siguiente conclusión: para los autores es más importante que mon-


ten nuestras obras a que nos paguen y estamos dispuestos a sacrifi-
car lo segundo por lo primero. Esta separación incompatible entre la
escritura y la paga estimula y prolonga un mal que se ha enquistado
en nuestra cultura teatral: aquella creencia de que es suficiente recom-
pensa para el autor el hecho de que monten su obra. Yo, por mi parte,
debo decir que, invirtiendo la conclusión anterior, prefiero que me
paguen a que me monten (con la excepción de procesos académicos
en los que soy partidario de la cesión de los derechos). Sé que escribir
teatro para guardar los textos en el cajón es no sólo triste sino absur-
do, pero tampoco creo que los autores debamos estar dispuestos a
que nuestras obras sean montadas a cualquier costo. Si alguien quiere
poner mis textos en escena, espero que me reconozca el tiempo que
le dediqué a escribirlos (y por ende los años, esfuerzo y dinero que
he invertido en formarme como autor teatral). Como veremos más
adelante, el debate debería girar en torno a la cantidad específica que
debería recibir el autor, y la necesidad de un cambio cultural que haga
que el texto deje de ser visto como un patrimonio universal y sea con-
siderado como el fruto de un individuo que tiene derechos sobre el
producto de su trabajo.
El año pasado, en Buenos Aires, al confiarle a Rafael Spregelburd
mi temor de que nadie fuera a ver la obra que yo estaba montando
me respondió: “Che, quedate tranquilo que acá somos afortunados, el
público siempre va a teatro, no importa lo que hagás”. Su respuesta
no me tranquilizó, porque si la asistencia masiva a las salas es regla
en el país austral, yo, en mi pesimismo, estaba seguro de que mi caso
sería la excepción, y porque la segunda parte de su réplica implicaba
que el público iría a ver cualquier cosa, sin importar la calidad del
espectáculo (de esa manera, me quedaría sin saber si lo que hice había
gustado o no, pues siempre he considerado que las salas llenas son
una recompensa por un trabajo bien hecho). Con respecto a lo pri-
mero me equivocaba, estuvimos tres meses en cartelera y el público
asistió regularmente, y con respecto a lo segundo, todavía confío en
que si a los espectadores no les hubiera interesado nuestro trabajo no
habríamos podido mantener las funciones durante ese tiempo. De to-
das formas, el caso bonaerense es una rareza notable. Normalmente el
público no asiste en masa a las salas de teatro, eso lo sabemos bastante
bien quienes nos dedicamos a esta labor en Colombia. La ausencia de
espectadores es un hecho que se traduce en que, con contadas excep-

96
EDUCACIÓN ESTÉTICA

ciones, en nuestro país los que nos dedicamos al teatro no podamos


vivir de él: ni los dramaturgos, ni los directores, ni los actores, ni los
escenógrafos, etcétera. Entonces, otro argumento esgrimido usual-
mente contra el pago de derechos de autor tiene que ver justamente
con la precariedad del medio: puesto que la plata que entra por taqui-
lla no alcanza, es injusto que se les pague a unos (los dramaturgos) a
costa de los otros (el resto). Pero, dado el estado actual de cosas en el
país, lo más frecuente es que suceda lo contrario: la taquilla sirve para
pagarle a todos —de manera moderada, está claro— excepto a los au-
tores (cuya paga, como lo vimos anteriormente, sería el hecho de que
hayan montado su texto). Así que el teatro termina convertido para
sus participantes en una actividad económica —de escasas utilidades,
es cierto— con la excepción del dramaturgo. Esto debe cambiar. Yo,
por mi parte, exijo que se me reconozca el 10% de los ingresos netos
del grupo por función (o de la taquilla bruta dependiendo del caso).
Esto me parece justo porque el autor participa así como un integrante
más del hecho escénico que no se lucra por encima de los demás: si no
entra nada, el autor no recibe paga, pero tampoco obliga al colectivo a
endeudarse para cubrir los derechos.

Hace veinte o treinta años había una gran cantidad de grupos con
ansias de hacer teatro y con pocos textos nacionales para montar. Hoy
en día, la ecuación se invirtió y, en todo el territorio nacional, cada vez
hay más autores escribiendo. Infortunadamente no ha aumentado de
manera significativa la cantidad de obras colombianas en cartelera, lo
cual muestra un desfase entre lo que se escribe y lo que se monta en el
país (tema apasionante que, empero, no es el propósito de este artícu-
lo). Esta proliferación de dramaturgos evidencia un proceso de cam-
bio que terminará, estoy seguro de ello, por alterar significativamente
el teatro que se hace en Colombia. Dada la situación actual de nuestro
medio, no es posible sobrevivir escribiendo, pero si nos organizamos y
no cedemos en la exigencia del reconocimiento de nuestros derechos,
las cosas pueden cambiar. Así, a lo mejor, en una o dos generaciones
las cosas serán distintas, y nuestros sucesores, como cualquier otro
profesional, se dedicarán de lleno a esta labor (sin tener que conseguir
“trabajos alimenticios”, como llaman los franceses a las actividades
que uno desarrolla para subsistir). Es por esto que es imperativo aso-
ciarnos como autores teatrales en torno a una agremiación que nos
congregue. Al respecto, las opciones principales son dos: afiliarnos a

97
Carlos Enrique Lozano, Hacia una sociedad de autores teatrales...

sayco o crear una asociación del sector.


Las ventajas de unirnos a sayco tienen que ver con tres puntos prin-
cipales: su experiencia, cubrimiento y solidez institucional. Esta enti-
dad cuenta con más de sesenta años de trabajo en Colombia, durante
los que ha enfrentado problemas específicos del país relacionados con
los derechos de autor. Aunque no trabaja concretamente en el área de
dramaturgia, sí recauda lo relativo a obras de dramaturgos interna-
cionales en eventos como el fitb. Esto lo hace por los convenios esta-
blecidos con entidades como la sgae, sogem y argentores, entre otras,
lo cual le permite, asimismo, recoger a través de instituciones pares lo
generado por sus asociados en el exterior. sayco está presente en todo
el territorio nacional y cuenta con 19 coordinaciones regionales. Du-
rante todo este tiempo, y al ser un monopolio de hecho, se ha erigido
como un interlocutor de peso frente al gobierno en lo que respecta al
tema de derechos de autor. Su nombre es importante a la hora de las
negociaciones y ha estado presente en los debates de políticas públi-
cas que afectan cuestiones de interés para sus miembros. De afiliar-
nos, los dramaturgos contaríamos, entonces, con un fuerte respaldo
institucional y podríamos aprovechar no sólo su infraestructura, sino
además su recorrido.
Las desventajas de afiliarnos a sayco tienen que ver con nuestro
probable estatus en la organización; con los altos costos de interme-
diación en relación con la precariedad de nuestro medio, y con la fal-
ta de experiencia específica de la institución en nuestra área. Como
mencioné anteriormente, las sociedades de autores tienen diferentes
categorías de miembros de acuerdo a sus recaudos anuales. En una
entidad dedicada primordialmente al trabajo con música, el teatro
estaría bastante rezagado en el vagón de los ingresos, y la actividad
de los dramaturgos no incidiría mucho en las entradas de sayco. Por
esta causa, nuestra situación en la entidad no sería muy favorable y
tampoco quedaríamos en una posición ventajosa a la hora de negociar
nuestras demandas. Esta misma cuestión de la disparidad de dinero
que mueven anualmente la música y el teatro hace que los costos de
administración, para nosotros como dramaturgos, sean muy altos. Es
distinto que, por ejemplo, a un compositor, por un concierto, le de-
duzcan el 30% del 10% (es decir el 3% del total) de una taquilla de 50
millones de pesos —le retendrían millón y medio de pesos y le devol-
verían tres millones y medio— a que a un dramaturgo le retengan el
mismo porcentaje de una taquilla de un millón de pesos —le descon-

98
EDUCACIÓN ESTÉTICA

tarían treinta mil pesos y le entregarían setenta mil. Está claro que hay
una diferencia monetaria grande en ambos casos y que entre menos
se recaude, mayor será el impacto de la deducción. De otra parte, la
falta de experiencia específica de sayco en el área de teatro hace que
no existan precedentes para saber si su labor será efectiva y beneficio-
sa para los dramaturgos. Asimismo, tampoco tenemos garantías de
que sayco pueda lograr que, como sucede en Argentina, las salas de
teatro deban tener negociados previamente los derechos de autor para
poder estrenar una obra.
La otra opción es la de reunirnos en torno a una organización que
parta del gremio. Las ventajas principales de esta alternativa son: el
hecho de que la sociedad nazca de y para los dramaturgos garantiza
que sea una entidad diseñada a la medida de nuestras necesidades; el
control de la entidad estará en nuestras manos, y además esta inicia-
tiva podría ser la punta de lanza para un cambio de fondo en nuestra
cultura teatral. Si lográramos superar nuestras diferencias, una socie-
dad de dramaturgos sería una decisión que nacería de la voluntad de
agremiarse, de un diagnóstico de nuestras condiciones, y se ocuparía
entonces de los problemas que nosotros consideremos prioritarios. El
control de la sociedad, además, estaría en nuestras manos y no res-
pondería a intereses económicos de mayor poder. Esto es importante
porque garantizaría que el plan de acción y los objetivos que surjan
del análisis de nuestras necesidades puedan cumplirse de acuerdo a
nuestra capacidad para llevarlos a cabo. El éxito de esta agremiación
generaría un efecto positivo en el medio teatral invitando a los direc-
tores, actores, técnicos, etcétera, a reunirse en torno a iniciativas simi-
lares. La formalización del sector —que aún cuenta con numerosos
detractores— es algo que dignificará nuestra profesión, nos permiti-
rá insertarnos en una actividad productiva reglamentada, facilitará
nuestro acceso a beneficios sociales hoy en día inexistentes, y posibili-
tará la comunicación y el intercambio de conocimientos, experiencias
y recursos con el extranjero. Está claro que la reunión del sector no
equivale a su formalización pero sí es un primer paso para alcanzar-
la.
Las desventajas centrales de una sociedad independiente son las
siguientes: la incapacidad histórica para asociarnos pareciera querer
probar que es imposible lograrlo; no tenemos experiencia en el tema
de derechos de autor, y tampoco hay recursos para poner a andar una
agremiación de este tipo. No redundaré en la dificultad que hemos

99
Carlos Enrique Lozano, Hacia una sociedad de autores teatrales...

tenido desde siempre para agremiarnos, pero sí insistiré en que, como


dramaturgos, las posiciones tan distantes en torno al tema de los de-
rechos de autor hacen bastante difícil la posibilidad de unirnos (pues
la divergencia en este tema implica una discrepancia más profunda:
aquella sobre cómo entendemos la labor del escritor teatral). En el
caso de que lográramos superar nuestros desacuerdos, nos veríamos
enfrentados a dos realidades: no tenemos experiencia en el tema y
tampoco tenemos cómo sostener una sociedad que difunda y proteja
nuestro trabajo. La ignorancia y falta de antecedentes en el manejo
de los derechos de autor, sin embargo, más que un obstáculo es una
de las primeras tareas que tendría que atacar esta hipotética entidad.
En cuanto a la falta de recursos, el hecho mismo de estar constituidos
como agremiación permitiría ejercer presión en distintas instancias
gubernamentales y no gubernamentales para su consecución.
Lograr superar nuestras diferencias y congregarnos en torno a una
asociación que nazca del seno del gremio es, sin duda, lo ideal. Afiliar-
nos a sayco quizá podría ser una solución más sencilla, como hemos
visto, pero nuestro medio sólo alcanzará la madurez cuando podamos
unirnos, a pesar de las diferencias, y solucionar en conjunto las pro-
blemáticas que nos aquejan.

Independientemente de nuestras opiniones o deseos, es un hecho que


la tendencia dominante a nivel mundial es la integración económica.
La inserción de la economía colombiana en un contexto global es una
realidad que afectará también a la cultura y las artes, en general, y al
teatro, en particular. Si como sector no nos preparamos para asumir
este hecho intentando lograr alguna injerencia en su desarrollo, no
seremos nosotros quienes decidamos la manera como se desenvolverá
nuestra labor en el futuro, sino que las reglas de juego serán plan-
teadas por agentes y circunstancias externas. La constitución de una
sociedad de autores teatrales, y de entidades paralelas para los otros
subsectores del teatro (la dirección, la actuación, etc.), en las que se
pongan sobre el tapete las discusiones que nos afectan, es una manera
de comenzar a formalizarnos y de dar un paso más en el fortaleci-
miento de la dramaturgia colombiana en particular y del teatro co-
lombiano en general.
A manera de conclusión quiero anotar que aunque la asociación
del sector y su formalización no son la solución mágica a nuestros
problemas, sí facilitarían nuestro trabajo y traerían más consecuen-

100
EDUCACIÓN ESTÉTICA

cias positivas que negativas para los dramaturgos en nuestro país. La


sensación de comodidad que brinda el escribir solo es, por lo general,
producto de la inseguridad y va muchas veces en contravía de la cali-
dad de nuestros textos. La asociación no sólo trabajaría por la defensa
de nuestros derechos y la lucha por recursos y beneficios sociales, sino
que sería un espacio importante para la presentación y el examen de
nuestras producciones. Este acto de compartir entre colegas permitirá
también que las discusiones artísticas retroalimenten nuestro trabajo
haciéndolo más sólido, generando interacciones de las cuales surgirán
obras y autores nuevos.

Agradecimientos

Para la escritura de este artículo me fueron imprescindibles las entrevistas y conver-


saciones informales con las siguientes personas: Viviana Alvarado (directora jurídica
de sayco), Epifanio Arévalo (director teatral, docente de la asab), José Assad (drama-
turgo, director teatral, actor, docente de la asab), Orlando Cajamarca (dramaturgo y
director teatral, director general del teatro Esquina Latina), Pedro Miguel Rozo (dra-
maturgo, director teatral, actor, coordinador de la Red Nacional de Dramaturgia) y
Fernando Vidal Medina (dramaturgo, director teatral, decano de la Facultad de Artes
Escénicas de Bellas Artes Cali).

101
El cuento del uno al diez*

Andrés Neuman

¿Por qué nos gusta el pez globo?

C uando el poeta japonés Daibai empezó a componer haikus, sus an-


tiguos compañeros de estudio le reprocharon tan sucinta elección,
ya que hubieran esperado de él que demostrase su talento en géneros
de mayor enjundia. Daibai no les contestó con un ensayo sino, natu-
ralmente, con un haiku:
No se puede explicar
el sabor del pez globo
a quien no lo ha probado.

El pez globo o fugu se considera una exquisitez, pero para cual-


quier comensal ajeno a su tradición no valdrá la pena probarlo: si al
cocinarlo no se le extrae el veneno con toda precisión, puede ser letal.
Es comprensible la emoción del que se lanza a degustarlo y su euforia
cuando más tarde, si ha tenido suerte, puede contar la historia. Pero
también son lógicos los reparos de quienes excluyen este sutil bocado
de su dieta, preguntándose si de verdad tiene sentido jugarse la vida
en un instante. Con el cuento sucede lo mismo. Hay narradores que
morirían por el filo de una breve historia, por el suspiro de una con-
tracción perfecta. Otros narradores prefieren entregar la salud poco
a poco, poniendo a prueba su resistencia en una artesanía de largo
aliento. Daibai murió en 1841, al mismo tiempo que Poe escribía “Los
crímenes de la calle Morgue”. No nos consta que la culpa la tuviera
un pez globo.
El cuento no es difícil. Pese a la buena intención de quienes —en
parte para resarcirlo de su inferioridad comercial— mitifican su com-
plejidad técnica, cualquier cuentista sabe que muchos relatos breves
pueden escribirse de una sentada y sin excesivo esfuerzo. El cuento no
es difícil, sino peligroso. Y en ese riesgo reside su sigiloso arte. Como
*
Publicación en la que ya apareció el ensayo.

105
Andrés Neuman, El cuento del uno al diez

alguna vez ha señalado Mercedes Abad, un relato corto no tiene recti-


ficación. No es que cueste trabajo llegar al final. Es sencillamente que,
si en el camino se ha dado algún mal paso, ya no hay nada que hacer:
la historia llegará muerta a la meta. Por supuesto, en el borrador de
un cuento pueden corregirse multitud de detalles y el estilo debe ser
minucioso, obsesivamente pulido. Pero, por lo general, la pieza entera
se salva o no se salva. En eso no hay matices ni mejoras progresivas.
La escritura de un cuento es tan drástica como la cocción de un pez
globo: si el breve y elemental proceso no sale bien, mejor despedirse
del asunto. En el cuento está prohibido equivocarse. Y sin embargo
nosotros, que somos tan falibles, no podemos resistirnos. La tentación
es grande. El buen sabor de terminar un cuento sólo es comparable al
fatal veneno de empezarlo mal. La pequeña receta es arriesgada. La
recompensa ambigua, apenas perceptible, es seguir aquí: casi en el
mismo lugar donde estábamos.

La habitación del cuento

Una de las formas más seguras de aburrirse es ponerse a discutir si la


novela es superior al cuento (porque vende más, porque cuesta más
trabajo terminar de escribirla, porque es más accesible para el gran
público, porque retrata a su sociedad, porque se paga mejor, porque
así es el mercado, porque así es la vida, porque sí…) o si por el contra-
rio, en un acto de vengativa aristocracia, el cuento nos parece un gé-
nero cumbre (porque vende menos, porque es más artístico, porque le
exige más al lector, porque atraviesa todas las épocas, porque se paga
mal, porque desconcierta al marketing, porque Borges nunca publicó
novelas…).
Pero nosotros preferimos no aburrirnos, ¿verdad?
Así que vayamos directamente al grano: ¿es el cuento un género
específico y autónomo? ¿Tiene, Virginia dixit, una habitación propia
en la casa de la literatura? A esta pregunta puede responderse de dos
maneras: de manera militante, o de manera honesta.
Militantemente, a la defensiva de ciertos prejuicios basados en el
absurdo prestigio de la extensión por encima de la intensidad, habría
que insistir en que el cuento es una disciplina regida por un pequeño
pero rigurosísimo repertorio de principios técnicos. Y recordar que
muchos de los mejores cuentistas de la historia no estuvieron intere-
sados en escribir novelas o lo hicieron sin gracia, como Poe, Quiroga,

106
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Chéjov, Arreola, Felisberto Hernández, Flannery O’Connor, Cheever,


Ribeyro, Monterroso y un largo etcétera. Y concluir, por tanto, que
el cuento es contemplable como forma literaria específica e indepen-
diente de los otros géneros.
Ahora bien, siendo francos, sería justo reconocer por ejemplo que el
cuento debe parte de su magia a la poesía. Un relato breve es una feliz
intersección entre lo poético y lo narrativo. Su bendita densidad está
en deuda con el resto de subgéneros sintéticos: la fábula, el ejemplo,
el apotegma, el aforismo, el epitafio. Por lo demás, y no viene mal re-
cordarlo, casi todos los grandes cuentistas provienen del verso (desde
Poe a Carver, pasando por Borges o incluso Cortázar). Tampoco nos
queda otro remedio que admitir que de Faulkner a García Márquez,
de Kafka a Bolaño, muchas historias nacieron cuento y terminaron no-
vela. Como ocurre en Rayuela o Los detectives salvajes, por no hablar del
Decamerón, Las mil y una noches o incluso (ay) el Quijote, la cuerda de
muchas grandes novelas se ha obtenido haciendo nudos con buenos
cuentos. Lo cual, bien mirado, no desacredita al género, sino todo lo
contrario: el cuento puede vivir sin la novela, pero quizá no viceversa.
Ello no quiere decir que la costumbre del relato breve determine el
estilo de un autor, porque en algunos el estilo está por encima de los
géneros: El proceso de Kafka, como novela, no difiere sustancialmente
del relato largo La metamorfosis ni de los microcuentos de Las contem-
placiones. Borges tampoco parecía sufrir ningún trastorno de impor-
tancia al pasar del poema reflexivo al ensayo, o del ensayo al cuento
metaliterario. El cuento es un huésped lujoso, pero no exactamente el
dueño de su habitación.

La cuerda de Baudelaire

Tal vez al cuento le suceda como a la Modernidad, que según Bau-


delaire tiene una mitad eterna y otra mitad cambiante. A lo mejor el
cuento sea una cuerda con un extremo clásico (que tira del texto exi-
giéndole formas cerradas) y otro extremo insurrecto (que lo fuerza
a experimentar). Por eso, para que se mantenga siempre tenso, hace
falta una fuerza equivalente a cada lado. Es fácil que hoy un cuento
quede flojo si su autor se afana demasiado en redondearlo: después de
siglo y medio de relatos con estructuras simétricas, la perfección pare-
ce haber cambiado de paradigma. Sin embargo, un exceso de disper-
sión o de desorden también podría resultar contraproducente, y nos

107
Andrés Neuman, El cuento del uno al diez

dejaría con la sensación de que el cuento no ha quedado lo bastante


tirante como para resistir la sacudida de una lectura súbita.

El cuento necesita un fisioterapeuta

De tanto estirar los polos del género, la consecuencia natural no podía


ser otra que la tensión. Si uno se pone a repasar ensayos y definicio-
nes, tiene la impresión de que el cuento y la tensión se comportan
como una pareja de hecho: todo el mundo los ve juntos, aunque no se
sabe hasta qué punto su unión es formal. Parece claro que el cuento
no es capaz de existir relajado. Estamos de acuerdo. Y ya que estamos,
¿qué demonios es la tensión?
Aunque no sea fácil definirla, creo que esa dificultad se debe en
parte a que solemos mencionar la tensión para referirnos a cosas dis-
tintas. Por eso tal vez sería útil distinguir diferentes tipos de tensión.
Si el cuento fuera un cuerpo —que lo es—, al ponerlo sobre la camilla
se le podrían localizar al menos cuatro puntos tensos.
La primera tensión, la más evidente, es la argumental. Me atre-
vería a decir que se trata de la más ajena al género breve, o la me-
nos intrínseca. Muchos identifican la tensión con el planteamiento
de una situación que por sí misma resulte inquietante, incómoda o
peligrosa. Una de esas situaciones que, vividas en carne propia, bas-
tarían literalmente para tensarnos. El mecanismo es simple: aquí la
tensión muscular del cuento se ve potenciada por el propio ejercicio
que realiza el personaje. Valdría como ejemplo una buena historia de
terror, de enigmas policíacos o de violencia. Se me ocurren algunas
de Chesterton, Conrad, Maupassant o Bukowski. Aunque no sea un
recurso en absoluto desdeñable, se trata de un factor que, desde el
punto de vista técnico, nos revela poco del funcionamiento interior
de un cuento.
Más privativa del género es la tensión formal o estilística. Aquí el
foco de tensión queda prodigiosamente desplazado, con independen-
cia del argumento, hacia las torsiones de la sintaxis, la respiración de
las puntuaciones, la inclinación de los adjetivos. Quizá sea este factor
concreto el que emparenta al cuento con el poema, como se ha dicho
tantas veces: no olvidemos que las más famosas sentencias sobre el
cuento, las de Poe en la Filosofía de la composición, fueron expresadas
a propósito de la poesía y en comparación con ésta. Algunos ejem-
plos insignes de la tensión estilística podrían ser el supremo Borges,

108
EDUCACIÓN ESTÉTICA

el preciosista Arreola, la elástica Flannery O’Connor, el sensual Bruno


Schulz, la imprevisible Clarice Lispector.
Otra clase de tensión, no necesariamente vinculada a la anterior,
es la tensión estructural. Se refiere a la organización del relato y a los
escorzos de la trama. Esta estrategia, como las otras, no es exclusiva
del relato breve. Sin embargo, en combinación con la radical brevedad
del cuento, la tensión estructural provoca por ejemplo que un montaje
a saltos —algo asumible e incluso natural en una novela— nos depare
una lectura particularmente vertiginosa. O que una narración polifó-
nica, contenida en pocas páginas, pueda tener un efecto caótico, en
carrusel. Cosas parecidas suceden en algunos relatos de Coover, en
otros de Manganelli o Buzzati, en los más experimentales de Cortá-
zar.
La cuarta tensión que podría señalarse con claridad es la atmosfé-
rica. Prefiero hablar de atmósferas que de climas, porque además de
ser un vocablo mucho más específico y acotado (todo clima implica
una atmósfera, pero también una temperatura, una humedad, etcé-
tera), la atmósfera del aire se comporta igual que un relato tenso: se
carga de presión, va acumulando peso y electricidad, anuncia una
descarga, nos hace levantar la vista con inquietud. La sencilla defi-
nición de Carver sigue pareciéndome la más atinada en este sentido:
la tensión es el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de
que las cosas están como dormidas y prestas a despertar. Es decir,
se trata de un poder de inminencia. Casi igual de carveriana es la
cuarta acepción de atmósfera que ofrece el diccionario académico, y
que resulta perfectamente aplicable a la narrativa: “prevención o in-
clinación de los ánimos”. Así se explica que, en ese inclinado juego
de nervios, no importe tanto lo que sucede como lo que parezca que
puede suceder. Por eso aquel principio de la escopeta de Chéjov (la
presencia notoria de cualquier elemento deberá cumplir alguna fun-
ción concreta en el relato; por ejemplo, una escopeta colgada en la
pared terminará disparándose) es muy relativo. Como bien sabía su
autor, la inmovilidad también es una función, y por cierto la más ten-
sa de todas: una evidente escopeta que no se disparase jamás sería un
potente recurso. En física, las atmósferas son las unidades de tensión
o presión ejercida a nivel del mar. Un cuento tenso sería aquél que
hiciera recaer sobre el cuerpo tendido y cómodo del lector un ma-
yor número de atmósferas, hasta hacerlo sentirse aplastado. Además
de Chéjov o Carver, se me ocurre el ejemplo de Djuna Barnes. O de

109
Andrés Neuman, El cuento del uno al diez

Kafka, siempre oscilando entre la tensión atmosférica y una extraña,


seca, contractura estilística.
Como es natural, estas divisiones son transversales y puramente
metodológicas. Igual que en Kafka (o en su versión castellana, Virgilio
Piñera), no sólo es posible sino frecuente que un mismo texto combine
distintas clases de tensión. De hecho, los cuentos más tensos no suelen
apoyarse en un solo punto de contractura. Pienso en los relatos más
logrados de Quiroga, cuya tensión afecta el orden argumental tanto
como al atmosférico, maniobra que consigue que el lector comience
interesado por la fuerza de la historia y termine siguiendo ansiosa-
mente el estado de ánimo del personaje. Lo mismo puede decirse de
las historias de Poe. O de Henry James, cuyas historias reúnen dos
fantasmagorías: las sobrenaturales de los acontecimientos y las psi-
cológicas, más naturales y mucho más terribles. Podría mencionarse
también a Onetti, cuyos cuentos tienen una extraordinaria virtud: la
tensión —incluso la enfermedad— del estilo es equivalente a la psí-
quica. Por último, si “Los asesinos” de Hemingway es un relato mil
veces elogiado, pienso que se debe a que su tensión es total, completa,
simultánea: su argumento es policíaco, su estilo es brusco, su estruc-
tura es interrupta, su atmósfera amenazante.

La unidad se distrae

Hablábamos al principio de la conveniencia de ir al grano. Y, en cierto


modo, en eso consiste el cuento. Pero este austero principio también
puede generar malentendidos.
En términos cuentísticos, ir al grano no significa tanto ser concreto
como ser preciso. El matiz me parece importante: la exigencia de con-
creción puede volverse represora, coartar el ritmo pausado o la inven-
tiva de una narración determinada. La precisión, en cambio, está en la
esencia del cuento: un cuentista puede ser elusivo, pero nunca vago.
Puede ser todo lo ambiguo que quiera, pero no impreciso. Por muchos
rodeos que se den, esos rodeos han de ser nítidos. En definitiva, cam-
biar de dirección no es lo mismo que extraviarse.
Además de elegir la expresión más certera en cada caso, ser preciso
implica seleccionar los materiales y cribarlos al máximo. Si está bien ir
al grano, tampoco puede haber demasiados granos. Un cuento avanza
enhebrando puntos más o menos distantes entre sí, y a veces basta
con un par de agujas para que el hilo quede tenso. Por eso puede ser

110
EDUCACIÓN ESTÉTICA

contraproducente desarrollar mucho la acción: en lugar de fortaleci-


da, la narración puede quedar ahogada, hecha una maraña de puntos
de partida.
En el fondo de estas consideraciones late un concepto histórico tan
crucial como malinterpretado: la unidad de efecto o impresión, expli-
cada por Poe en su célebre ensayo sobre la composición y en su análi-
sis de los cuentos de Hawthorne. En aquellas páginas Poe hablaba de
la elección de un determinado efecto, de su premeditación y su carác-
ter central en el desarrollo de un cuento. Hablaba, en definitiva, de la
existencia de un punto de fuga. Ahora bien, esta condición narrativa
—se esté o no de acuerdo con ella— exigía muchos menos sacrificios
de los que suele pensarse. En la teoría literaria se ha tendido a hacer
una lectura más bien estrecha de este consejo, lo cual es menos culpa
del simulacro científico de Poe que del apresuramiento de sus herme-
neutas. De allí nacería aquel discutible adagio de que el cuento debe
ser circular, perfecto como una esfera, exacto como un mecanismo de
relojería, etcétera. ¿Por qué iba a vivir el cuento tan constreñido? ¿Dón-
de quedaría espacio para la improvisación o la creatividad dentro del
engranaje de un reloj? Pero la dichosa unidad de efecto no significa
que todos los elementos de un relato deban converger matemática-
mente en un mismo punto: las divergencias y los rodeos, siempre que
sepan dosificarse, también refuerzan el núcleo de una narración. En
un cuadro clásico, el punto de fuga no impone una simetría forzada a
cada línea, sino que simplemente establece diferencias entre los nive-
les, organiza los planos. De igual forma, la contundencia de un cuento
no depende de la absoluta soberanía del plano principal, sino de la
armonía y claridad con que se relacionen los distintos planos. En este
sentido, creo que la unidad de efecto tiene más utilidad como criterio
de corrección de un borrador que como patrón de escritura.
En realidad, la unidad de efecto de Poe admitía las divergencias
incluso en su formulación original: “No debería haber una sola pala-
bra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se
aplicase al designio preestablecido”. Por alguna razón, casi todos los
comentaristas se olvidaron de la parte indirecta, que es la que permite
que un cuento pueda ser rico, ambiguo y sugestivo, además de eficaz.
Lo más sorprendente de todo es que, leído sin prejuicios, Poe tendía
a ser un cuentista bastante digresivo. Al repasar sus cuentos se hace
patente que, lejos de ir directamente al grano, los narradores de Poe
monologan durante un buen rato, acometen un moroso (y en muchas

111
Andrés Neuman, El cuento del uno al diez

ocasiones retórico) preámbulo acerca de su personalidad, su circuns-


tancia o el asunto que van a tratar, y sólo entonces arranca la anécdota
propiamente dicha. Sin embargo, y pienso que éste era el espíritu de
la unidad de efecto, las digresiones de Poe preparan —acotan— el
terreno anímico del cuento. Es decir, esos rodeos no son ajenos al pro-
pósito central; son parte de su efecto. Una digresión no representa
necesariamente un desvío. ¿Qué es la sugerencia, sino una distracción
calculada? Si se tratara sólo de ser lo más concreto, directo y sintético
posible, entonces las elipsis serían un obstáculo en el desarrollo del
cuento, una pérdida de tiempo. Nada más lejos de la experiencia ple-
na, múltiple y fascinante de un buen cuento.

¿Cómo apretar un diamante?

Sea lo que sea un cuento breve, lo único seguro es que no se comporta


como un relato extenso comprimido. Eso sería tan absurdo como ex-
plicar el arte de la orfebrería reduciendo a escala los principios de la
arquitectura. Al cuento, demasiadas veces, se lo analiza con el micros-
copio equivocado. Es decir, con parámetros procedentes de la nove-
lística: que si la originalidad del argumento, que si la hondura de los
personajes, que si la unidad estructural del libro… Pero un diamante
no es otra cosa reducida. El diamante es una realidad valiosa que em-
pieza y acaba en sí misma, un objeto final.
La brevedad no es un fenómeno de escalas. La brevedad inventa
sus propias estructuras. Por eso pienso que, para juzgar técnicamen-
te un cuento, habría que fijarse sobre todo en la manera en que el
cuentista ha conseguido representar el espacio dentro de un molde
minúsculo, y en cómo ha resumido el tiempo ficcional en unos pocos
minutos reales. Es decir, en cuánta intensidad por línea cuadrada se
ha obtenido. Eso nos daría una idea de los quilates del cuento que
leemos.

Hemingway insiste

No es extraño que el principio del iceberg de Hemingway suela con-


siderarse sólo a medias: ésa es la principal propiedad (y la trampa) de
las masas de hielo a las que alude. Sin embargo, para que este proce-
dimiento tenga sentido, no debería descuidarse la particular relación
entre la parte sumergida y la parte que flota. El cuentista no puede

112
EDUCACIÓN ESTÉTICA

contentarse ocultando las consabidas siete octavas partes de su his-


toria. Es preciso que, además, cada silencio refuerce lo sí dicho. Cada
centímetro de narración que se escatime debería servir para destacar
el perfil del material visible, verbalizado. No siempre menos es más:
puede darse perfectamente el caso de que, a fuerza de restar, un relato
quede anémico. A despecho de los imitadores de cierta tradición esta-
dounidense, no por mucho callar se sugiere más temprano. Igual que
las personas, los cuentos tienen un peso mínimo para estar saludables.
Por debajo de ese peso, su voz puede quebrarse y resultar inaudible
para los demás. Cuando el iceberg se sumerge demasiado, del cuento
sólo quedan unas leves ondas en la superficie. Ése es el motivo de que
a veces, como decimos literalmente, un cuento no nos diga nada.
Manoseado hasta derretirse, el principio del iceberg es peligrosísi-
mo. Sin duda atrae a los lectores inteligentes. Pero también tienta a los
narradores que se pasan de listos.

Apología del vericueto

El final no es lo mismo que la resolución: toda historia tiene un final,


pero no todas las historias se resuelven. Para un cuentista, al contrario
que para un novelista, la máxima preocupación es el final y no la reso-
lución. Es decir, cuál y cómo será la última escena o la última imagen,
independientemente de si con ella el argumento llega a alguna parte.
Si el final es convincente, poco importará la resolución.
En Obabakoak, de Bernardo Atxaga, un personaje formula un prin-
cipio conocido e indiscutible: “A mí me parece que un buen final es
imprescindible”. Pero luego añade: “Un final que sea consecuencia de
todo lo anterior y algo más”. Eso quizá ya no sea tan indiscutible. Un
buen final, un final seductor, puede ser algo menos que la consecuencia
de lo anterior. O sea, puede no responder del todo a la lógica interna
de lo narrado, defraudando la ley de causa–efecto. En esa falta, en
este perdido trozo de línea recta, puede residir el verdadero encanto
de un final.
Aunque la idea de que un buen final debe desprenderse del propio
desarrollo de la historia suele esgrimirse como método para evaluar
si una sorpresa es natural o forzada, resulta interesante la aplicación
opuesta de esta idea. Es decir: si debería desprenderse del desarrollo
anterior, entonces, un final absolutamente previsible, sin sorpresas,
fatal, sería el final perfecto. Y en ocasiones lo es. Por otra parte, lejos

113
Andrés Neuman, El cuento del uno al diez

de parecernos lógicas, las más rigurosas consecuencias de lo narrado


pueden llegar a antojársenos insólitas y retorcidas, como ocurre en
“Los crímenes de la calle Morgue”.
Teresa Imízcoz señala con perspicacia que algunos narradores re-
curren al final abierto cuando no saben cómo terminar su historia.
Cierto. ¿Es eso necesariamente negativo? ¿No es posible —y hasta fre-
cuente— que, gracias a la ausencia de resolución en un determinado
final, el lector reflexivo dé con una solución e imagine el cierre perfec-
to? ¿No sería eso mucho mejor que tratar de cerrar la historia en falso?
Por lo demás, la idea de que un narrador sepa cómo termina exacta-
mente su relato, pero prefiera no decirlo, implicaría un concepto casi
didáctico del narrar (ejercicio: que los lectores deduzcan lo que yo ya
he deducido). Lo cual también podría discutirse.
Acaso las epifanías más potentes se produzcan cuando los finales
son un verdadero misterio, en lugar de una didáctica adivinanza. ¿Por
qué el autor ha de dominar por completo, como si le perteneciera, el
mundo que ha creado? En su prefacio al Cementerio marino (prefacio
que en cierta forma es la versión contemporánea de la Filosofía de la
composición de Poe), Valéry observó con hondura que si el autor está
demasiado seguro de lo que quiso hacer, ese conocimiento le entur-
biará gravemente la percepción de lo que ha hecho en realidad. Tras-
ladando esta idea a los finales, si un cuentista cree saber con absoluta
certeza cómo se resuelve su historia, es probable que no sea capaz de
ver todas las posibilidades y derivaciones del final que él mismo ha
concebido.
A propósito de los finales cerrados, Pere Calders declaró: “La lla-
mada literatura realista exige una lógica con comienzo, trama y des-
enlace concreto, sin fisuras. Por más que se diga, es una especie de
misión imposible, porque en los vericuetos de la vida cada episodio
que se cierra significa que acto seguido empieza otro”. Visto así, en
el cuento (y vista así la vida), un final demasiado cerrado sería una
paradoja o una impostura.

El cuento como poema de andar por casa

Una consideración quizá más personal. Así como el relato clásico con
final sorpresa predominó durante un siglo (y hoy se sigue practican-
do con bastante asiduidad), a partir de la Generación Perdida y so-
bre todo tras el refuerzo inestimable de Carver se propagó como la

114
EDUCACIÓN ESTÉTICA

fiebre un cierto tipo de relatos silenciosos: historias minuciosamente


anodinas, de calculada rutina, cuyas variantes no son lo que se dice
infinitas. Quizá por eso hoy uno intuya más desafíos expresivos, más
campo libre en los cuentos poemáticos. Esto es, en hacer con la prosa
del cuento lo que muchas veces la poesía, abrumada por su propia
forma y sus códigos de prestigio, no se atreve a hacer.
Por supuesto, este tipo de cuentos también tiene su tradición, aun-
que bastante menos frecuentada que las otras. La manera poemática
de entender la prosa narrativa arrancó en Baudelaire; vivió un cierto
auge durante el modernismo hispánico, cuando la barrera entre prosa
y poema quedó difuminada; y alcanzó una cima en algunos autores
laterales del boom hispanoamericano como Arreola, Rulfo, Donoso o
Roa Bastos.
Retomando la teoría de los dos polos simultáneos, la premisa de los
cuentos poemáticos sería no separar narratividad y experimentación
formal. Aunar conflicto fuerte e inquietud lingüística, sin subordinar
jamás uno a otro. Es decir, evitando un lenguaje meramente funcional
y sometido al argumento, pero también los lucimientos retóricos que
minimicen la historia que se cuenta. Lo dijo Novalis y uno no va a
discutirlo: “Cuando los cuentos y los poemas adquieren la dignidad
de historia universal, una sola palabra secreta basta para dispersar al
viento el mundo al revés”.

¿Y el silencio?

Y el silencio —esa coquetería narrativa— se lo dejamos al viejo


Hemingway, que además de barbudo y borracho era coqueto.

115
Matar a los hijos
notas sobre dramaturgia y política en Argentina

Ignacio Apolo

Manifiesto1

Lo familiar ha empujado a lo social fuera de nuestros escenarios.

En las últimas dos décadas, los despojos de la familia burguesa


enaltecieron y finalmente saturaron con su rostro disfuncional las pe-
queñas salas del circuito alternativo y las grandes salas de la calle Co-
rrientes. Una y otra vez nos hemos reunido a reír (y a padecer) de lo
deforme, lo cómico y lo monstruoso que habita el interior de nuestras
casas, refugiados en el interior de los teatros.
Y mientras tanto, hemos perdido las calles.
Lo público es televisivo. Lo social, mera estadística. Lo político es
marketing. La calle, violencia y exclusión.
Rosa mística es una obra sobre la infancia: un bebé muerto de un
balazo, un pibito de la villa, una niña de no más de trece años. Es
también una obra sobre nuestras fronteras, aquéllas entre lo que con-
sideramos que nos pertenece y lo que está más allá, lo que a fuerza de
no mirar dejamos de ver, de sentir y de creer.
Pero basta con abrir (apenas) los ojos a lo que habita más allá de
nuestro living, cada día, y cada terrible noche, para que ciertas imáge-
nes se vuelvan imposibles de negar: una nena de la edad de Rosa, en
nuestro mundo, ya conoce la violencia, el crimen, el sacrificio.
El rito cruel y consentido de nuestra sociedad es el sacrificio oculto
de sus pequeños.
El deseo que rige esta puesta es ofrecer un ritual teatral que, si bien
no puede salvarlos, al menos los haga fugazmente visibles.

1
Este apartado es el texto del programa de mano de Rosa mística, escrita y dirigida
por Ignacio Apolo, que fue estrenada el 3 de septiembre de 2009 en la Ciudad Cultu-
ral Konex de Buenos Aires. Más información en: http://www.alternativateatral.com/
obra14690-rosa-mistica

119
Ignacio Apolo, Matar a los hijos

Primera parte: Ritos y fronteras

El rito secreto2
La muerte de los hijos es siempre un absurdo. El niño, símbolo por
excelencia de lo inocente y lo indefenso, es el bien más preciado de
todo grupo humano, de quien recibe protección, alimento y forma-
ción; en sus niños, la humanidad se juega la conservación de la vida
y la reproducción de la especie. Por eso, lo irracional de la muerte
programática de los niños sólo puede encontrar sentido en el pensa-
miento mágico: el mito, la religión.
Contemplar en un museo salteño las momias del Llullaillaco —ni-
ños sacrificados por los incas, cuyos cuerpos fueron hallados intactos
en santuarios de alta montaña— sólo nos puede llenar de horror, y
de una sensación de incomprensión cultural, si olvidamos nuestros
propios mitos filicidas y nuestros terribles mandatos religiosos: la hija
Ifigenia, sacrificada en ritual propiciatorio para las aventuras y las
guerras; el Dios de los hebreos reclamándole a Abraham la vida de
su hijo Isaac; la matanza bíblica perpetrada por Dios sobre los primo-
génitos de Egipto, y, finalmente, el propio Jesucristo —el gran Hijo
sacrificado—, gritando desde ese terrible cadalso que su Iglesia luego
adorará: “¿Padre, Padre, por qué me has abandonado?”.
Ahora, cuando hablo de “nuestro” rito secreto, hablo de nuestro
país y de sus secretos a voces, de lo que a fuerza de no mirar pre-
tendemos que no está allí. La Argentina del Bicentenario3 podría tal
vez reflexionar sobre sus niños, dado que nuestra historia tiene signos
muy claros de desprotección y violencia contra sus hijos. La gran ima-
gen, por supuesto, es la de “los chicos de la guerra”, los soldaditos
sacrificados por la Junta en Malvinas —muchos de ellos, torturados
previamente por sus superiores (en cierto sentido, sus padres protec-
tores)—, mientras los otros niños, los más pequeños, les escribíamos
cartas, les enviábamos chocolates y realizábamos colectas. Pocos años
antes, las mismas autoridades habían ordenado la desaparición for-
zada de estudiantes y organizado el plan sistemático de apropiación
de menores. Pero no hace falta viajar en la historia veinte o cuarenta

2
Algunos fragmentos de este apartado fueron publicados en una entrevista en
el diario argentino Página 12: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/
espectaculos/10-15409-2009-09-25.html.
3
En 2010 el Estado argentino propiciará festejos por los 200 años de la gestación del
primer gobierno autónomo, fecha simbólica asociada al “nacimiento” de la nación.

120
EDUCACIÓN ESTÉTICA

años (o cien, hasta el icónico sacrificio de “Dominguito” Sarmiento en


la Guerra del Paraguay4), sino sólo unos pocos años (y también, unos
pocos días): la imagen más desgarradora de la crisis política y econó-
mica de 2001 es la de los niños desnutridos de Tucumán; la actual, los
niños que se prostituyen en el Mercado Central5.

Sociedad, familia y televisión


Regresando a la escena —más propiamente a los escenarios de
Buenos Aires—, las razones por las cuales lo “familiar” ha despla-
zado de la escena a lo “social” podrían rastrearse, ante todo, en la
extraordinaria productividad de un teatro intramuros y en la fasci-
nación del público teatral por ver sus propias imágenes estilizadas
y parodiadas allí delante. Las buenas obras, muchas de las mejores
de los últimos años, retoman insistentemente el tema familiar en su
modo-tópico “disfuncional”: personajes deformados según nuestro
tradicional gusto por el grotesco. Hablo de la amplísima oferta teatral
de pequeño formato que se da en Buenos Aires —el teatro producido
en una función semanal, en salas de treinta a noventa butacas—, pero
también del arribo de ese tópico al teatro comercial. El público teatral
especializado (formado por los propios actores, directores, críticos,
productores independientes, docentes y estudiantes de las diversas
disciplinas teatrales) recorre las salas y legitima ampliamente esta es-
tética de identificación con una clase media eternamente decadente,
en extrema y paródica deformación.
En segundo lugar, por la desconfianza ante “lo social”, que es si-
nónimo de lo televisivo: la tele es el gran constructor/exhibidor de las
imágenes de lo social, e incluso de lo marginal. La tv, los diarios, la
radio, el periodismo en general, masivo e inmediato, fotografía, filma,
graba y documenta lo social —escondiendo sus procedimientos de
producción, elaboración y montaje de imágenes y voces—. Lo “so-
cial” permanece, entonces, asociado a “la realidad” que, para nuestro
culto público teatral, equivale —no sin razón— a construcción política
de los medios.
De allí, creo yo, que el repliegue hacia el mundo interior (la alcoba,
el baño, el living familiar) se sienta una garantía, tal vez ingenua, de
4
Llamada Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), en la que una coalición de Ar-
gentina, Brasil y Uruguay se enfrentó militarmente al Paraguay.
5
Mercado Central de Buenos Aires: enorme mercado mayorista de frutas y horta-
lizas (antiguamente emplazado en el barrio “Abasto” de la ciudad; hoy, en un predio
de 540 hectáreas en las afueras).

121
Ignacio Apolo, Matar a los hijos

teatralidad: aquí adentro, en nuestra psicosomática vida privada, los


medios no se meten porque no pueden armar su espectáculo, y sólo
nos pertenece a los que hacemos ficción.
Lo cierto es que el teatro no puede y no quiere fotografiar ni do-
cumentar “la realidad” —sea interior, familiar, o exterior, social—; el
teatro debe primero digerirla para transformarla y ofrecerla en su ri-
tual escénico. Un problema serio, tratándose de digestión: la realidad
social es un sapo grande, muy difícil de tragar.

La calle, la última frontera


La calle es, además, irrecuperable. La calle es nuestra frontera, y es
una frontera demasiado peligrosa como para ir a reclamarla así, bra-
vuconamente. Un objetivo menor, pero posible, de Rosa mística o cual-
quier otra puesta podría ser en todo caso cuestionar nuestros modelos
de identidad. Los argentinos, los porteños sobre todo, somos mucho
más “cumbia, paco y zapatillas con resorte”6 de lo que nos gusta asu-
mir. En ese sentido, Rosa mística nace de la necesidad de resignificar la
identidad argentina: escribí su primera versión para el director británi-
co David Gothard, que en aquel momento estaba montando una obra
en Kosovo en la que actuaban juntos serbios y musulmanes —ex ene-
migos de guerra—. Gothard me había dicho que quería dirigir alguna
obra mía “en el lugar que fuera, en el idioma que fuera”, y yo sentí que
otra comedia dramática sobre las psicologías disfuncionales de nuestra
familia estaría un poco fuera de registro. Entonces pensé: ¿qué otra
cosa además del viejo retrato de clase media es profundamente argen-
tina, tan profunda que se torna invisible? La respuesta puede parecer
tan obvia como el chico que en este momento arrastra el carro de carto-
nes por mi calle con nombre de heroína de la Independencia7.
De todos modos, no es mi intención, más allá del grito y del rito
puntual de Rosa mística, levantar una bandera programática, ni creo

6
La llamada “cumbia” o “cumbia villera” es un género musical popular directa-
mente vinculado a las clases bajas e, incluso, al mundo marginal del delito. El “paco”
es la pasta base de la elaboración de la cocaína, desecho altamente tóxico, comercializa-
do y muy difundido en las barriadas pobres de las grandes ciudades argentinas.
7
Juana Azurduy, combatiente del Alto Perú —actualmente Bolivia—, que murió en
la pobreza y fue ascendida post mortem al grado de General de la Nación pocos meses
atrás por la presidenta Cristina Fernández.
Los detalles de la escritura de Rosa mística y de su relación con los niños muertos en
balaceras puede leerse en el blog teatral que escribo semanalmente: http://la-diosa-
blanca.blogspot.com/

122
EDUCACIÓN ESTÉTICA

haber descubierto una zona para recorrer en mi teatro. La tarea, ade-


más, sería titánica: sólo con la ayuda del enorme talento de Tahiel
Arévalo (el actor de 16 años que encarna al Lauchi, el pibito de la villa)
pude rozar verosímilmente, como autor y director, el lenguaje actual
de los marginales. Y sólo apoyado en la profundidad actoral de Ana
Pauls —notable, para una actriz tan joven— pude fundir/digerir ese
pedazo de “realidad” en una dimensión ritual.

Identidad argentina: marginalidad y religión


Rosa mística, desde su texto y más aún desde su puesta, trabaja muy
directamente con el “empaque ritual” del culto católico. Y lo hace por
razones históricas, políticas y poéticas. La espada y la cruz son el cri-
men original de nuestros países. La imposición a muerte de un ritual
sobre los pueblos originales y sus descendencias es nuestra génesis
ancestral. Esta fuerte identidad latinoamericana, velada un poco por
las corrientes más libre-pensantes que configuraron las imágenes e
identificaciones de lo nacional tras la inmigración del siglo xx, no ob-
tura la cuestión central: que el poder tradicional del país es católico.
También el rito católico está presente por cuestiones autobiográfi-
cas: mi vida y mis recuerdos del ritual. La imagen inspiradora de la
obra es una niña que se golpea el pecho y reza “por mi culpa, por mi
culpa, por mi gran culpa”. Se trata, en realidad, de un recuerdo per-
sonal: yo de pie a los ocho años, en una Misa de Ramos, y mi padre
detrás de mí, tomándome la mano y enseñándome a golpearme el
pecho para confesar mis tremendos pecados, por los cuales yo volvía,
allí y ahora, a clavar a Cristo en la cruz: “Por mi culpa, por mi culpa,
por mi gran culpa”.

Y el santoral popular
Pero no sólo de culto católico vive el hombre en Argentina, ni mu-
cho menos. La anécdota de Rosa mística involucra la presencia de un
altar profano, levantado a un bebé muerto. Hay una muy bella idea de
Cristian Alarcón, en su libro Cuando muera quiero que me toquen cum-
bia8, un trabajo de investigación periodística sobre la vida y muerte del
Frente Vidal, el santito de los pibes chorros9, donde dice algo así como
que las familias de las villas sienten que sus “inocentes” pagan, en el
8
Alarcón, Cristian. 2003. Cuando muera quiero que me toquen cumbia: Vidas de pibes cho-
rros. Buenos Aires: Editorial Norma.
9
Los “pibes chorros” son los asaltantes menores de edad (pibes: niños; chorros: ladrones).

123
Ignacio Apolo, Matar a los hijos

sentido de compensar, los crímenes de sus hijos chorros. Dios se esta-


ría cobrando los desmanes de esos hijos violentos creando desgracia en
los hijos mansos. Terrible.
No obstante, casi todos los cultos se apoyan en esta creencia popu-
lar (transreligiosa, podríamos decir) de las compensaciones. El mundo
está hecho de compensaciones, y es mejor estar en buenos términos
con el dispensador de favores, porque si no, te llueven desgracias.
Por otra parte, el Dios Único le es funcional al “pueblo elegido” como
lugar de identidad y diferencia (ser el pueblo elegido es la marca de
identidad nacional). Pero un Dios Transnacional, el mismo para todo
Occidente, de Ushuaia a Estocolmo, no parece adecuado a las distintas
necesidades. Es mejor tener a nuestro San Cayetano (el de Liniers, no
cualquiera) para el pan y trabajo, a San Expedito (el de las estampitas
y estatuillas), para los milagros específicos, a la Virgen Desatanudos,
para resolvernos problemas, y al Gauchito Gil —bien rojo, herético,
delincuente—, a la vera de los caminos, desplazando por alguna mis-
teriosa razón a nuestra querida y maternal Difunta Correa10.
El santoral popular revela lo profundamente politeísta y profana
que es nuestra religiosidad real. En su reverso, revela también lo po-
derosa que es la tradición católica y la capacidad de supervivencia de
una Iglesia que tolera, contiene y retiene a sus fieles permitiendo y
utilizando, justamente, esas mismas armas.

Segunda parte: prehistoria e historia de Rosa mística

Matar a los hijos (premoniciones)


El vaticinio fue de Pablo Bronzini, director musical y compositor de
la música original de Rosa mística. Lo pronunció aquel 15 de marzo de
2009 en La esquina de Troilo, el bar de Paraguay y Paraná, en uno de
los “boxes” contra la pared que mira hacia la calle Uruguay. Lo hizo
tras escuchar una breve síntesis argumental de la obra, cuyo texto yo le
estaba entregando en mano —lo acababa de convocar para la dirección
musical de mi puesta—. Dijo: “Ignacio, esto es terrible; van a decir que
nos copiamos del último caso policial del momento”. Le respondí: “Pa-

10
San Cayetano: patrono del pan y del trabajo, es el santo más popular de Argen-
tina; su santuario está en el barrio de Liniers, de la ciudad de Buenos Aires. Gauchito
Gil: personaje legendario —delincuente justiciero— alrededor de quien creció un culto
popular muy extendido y pujante. Difunta Correa: personaje legendario cuyo culto
de “protectora” y dispensadora de favores se extiende por toda la Argentina desde
mediados del siglo XIX.

124
EDUCACIÓN ESTÉTICA

blo, el primer borrador de esta obra lo escribí hace tres años…”. “No
importa”, sostuvo, “ya vas a ver”.
Y ahora veo.
Y ahora lo digo yo: Rosa mística bien podría estar inspirada —con
causalidad invertida— en las noticias policiales del fin de semana pos-
terior a su estreno.
El sábado pasado, 5 de septiembre de 2009, mientras gran parte
de la población adormecida contemplaba, inerme ante la decadencia
de sus mitos, otra derrota de la selección de Maradona, una nena de
ocho años moría de un balazo en la nuca en su casa precaria del barrio
Luis Guillón. Según las declaraciones del propio padre de la criatura
asesinada, la balacera se produjo a causa de un altercado entre narco-
traficantes menores, dealers del negocio barrial de la droga, del que él
mismo forma parte.
La imagen: desde un viejo Peugeot 505 dos narcos abren fuego con-
tra la puerta de la casa donde mira tele una pareja de “transas”, madre
y padre de los cuatro hijos que miran también con ellos, o juegan alre-
dedor. La pequeña Bárbara muere al instante.

Matar a los hijos (síntesis argumental)


Ésta es la síntesis argumental de Rosa mística, y puede leerse en la
gacetilla de difusión (escrita meses atrás de este incidente policial):
Un bebé muere alcanzado por una bala policial durante un confu-
so operativo antidrogas en una villa del bajo Boulogne. La familia le
levanta un altar, y el bebé muerto se convierte en el nuevo “santito”
del barrio. Este “angelito” será la obsesión de Rosa, una niña de doce
años que, dominada por su pasión católica, intentará desenmascarar
al santito falso con la ayuda de Lauchi, uno de los chicos de la villa.
Pero Rosa es la hija de un policía…
Su padre es el oficial asignado para controlar los disturbios des-
atados tras el fallido operativo policial, tarea que lo hace cómplice
de un entramado de intereses políticos y económicos que excede la
comprensión de la pequeña.
Rosa mística es la historia de dos niños condenados por una baraja
que ya ha sido repartida: la marginalidad y la delincuencia de nues-
tros barrios y ciudades, y la presión del mundo adulto que se cierne
sobre sus cabezas.
Dos niños condenados.
Y un bebé muerto.

125
Ignacio Apolo, Matar a los hijos

Matar a los hijos: bajo la luz de la Luna11


Pero la vida no copia al arte. La vida (y la muerte) lo preceden. El
ritual filicida es nuestra identidad secreta, la contraseña de la argen-
tinidad.
La luna se oculta y aprovecha para desvanecerse en la claridad del
día. Es martes en la mañana, un martes más. Son las ocho de la ma-
ñana y nuestros niños duermen. Algunos se despiertan. Algunos ya
están en la escuela. Algunos ya están en su trabajo, claro. Algunos en
la calle. La dulce, pequeña Luna remolonea en la cama grande con su
madre. Sus bronquios quedaron sensibles tras la influenza y la inter-
nación, y la cuidamos un poco más.
¿Un poco “de más”?
Sonrisa…
Sonrisas de padre.
¿Qué es “de más”?
¿Qué es…?
¿Qué…?

Tercera parte: la diosa blanca

Hace poco más de un año inicié un trabajo-homenaje a mi hija Luna


Apolo Álvarez, que recién había nacido: la construcción de un blog
exclusivamente destinado a publicar un ensayo semanal sobre una
obra de teatro que estuviera en cartel en Buenos Aires.
El resultado me enorgullece. Sin subsidios ni pautas comerciales,
con el mero sostén del deseo y el amor por la escritura y el teatro, llevo
ya más de setenta reseñas publicadas. A esta altura, creo, constituyen
uno de los caminos posibles para recorrer parte del exorbitante mun-
do teatral de mi ciudad, en el que se ofrecen, en sus fines de semana
pico, más de doscientas obras de teatro.
Reseña emblemática, pequeño ensayo personal sobre la niñez, la
paternidad y el teatro, me permito cerrar esto apuntes con aquel Rey
Lear de julio de 2009.

Sobre Rey Lear, de Shakespeare


El miércoles 29 de julio fui a ver el ensayo general de Rey Lear, de
William Shakespeare (con Alfredo Alcón, dirección de Ruben Szuch-
macher), al Teatro Apolo.
11
Extracto de diario autobiográfico.

126
EDUCACIÓN ESTÉTICA

El tiempo y las líneas rectas


Escribo esta reseña en una habitación de clínica pediátrica en cuya
puerta cuelga un cartel que dice “aislamiento”. Son las doce menos
cuarto de una larga —y a veces corta— noche, una entre tantas noches
largas y cortas y lentos y desorientados días. La pequeña, mi pequeña,
Luna Apolo Álvarez, de dieciséis meses, tiene diagnóstico de Influen-
za (¿A, porcina?), en esta, nuestra Argentina, la que contó hasta la
saturación y la caída del rating los casos y los muertos de la gripe A, y
que ahora quiere olvidar.
Luna tiene un “bigotín” de oxígeno —los tubitos de silicona que
se meten en la nariz para aportar oxígeno extra— desde el viernes a
las 3:30 de la madrugada (y hoy ya es casi martes…). Cada tres horas
la venimos nebulizando, y ya aprendió a decir “¿ta tá?” al sacarle la
mascarilla. Cada seis, ahora cada ocho horas, recibe una dosis de ries-
gosos corticoides. Cada ocho toma un obviamente amargo (a juzgar
por su cara) oseltamivir. Los enfermeros le miden con sensores la “sa-
turación de oxígeno” en sangre —ella llora mucho porque la asustan
los electrodos—. Los médicos la auscultan para oír los silbidos de los
broncoespasmos. Los kinesiólogos le dan golpes y le hacen masajes
vibratorios en el esternón, en las costillitas, en las clavículas, para des-
prenderle la mucosidad adherida; luego la aspiran con sondas por na-
riz, garganta y laringe, porque las niñas muy pequeñas aún no saben
soplarse los mocos o expectorar.
Sólo nosotros, sus padres, somos admitidos en la habitación del
“aislamiento”. Y aquí, hora tras hora, le charlamos, le cantamos, la
abrazamos, la acunamos, la lavamos, la alimentamos, la retamos, la
contemplamos; ella depende de nosotros para sobrevivir —y también
para vivir, lo cual es a la vez tiempo, metáfora y naturaleza—.
Y esta reseña tratará de la naturaleza.
Por obvias razones, una vidita que depende de nuestra presencia
y mirada no me permite ir a ver una obra esta semana y reseñarla. Y
por eso trazo una línea recta, en homenaje a la plateada, fría y per-
fecta estética de los realizadores de la obra reseñada, una línea que
atraviesa el tiempo hacia atrás (dos semanas, aunque el tiempo, en las
actuales condiciones, significa cosas diversas), y me permito, además,
la ligereza de reseñar un ensayo general. Pensé que no lo haría, y no
lo habría hecho. Ahora veo que sí. Luna mueve su brazo izquierdo
en sueños, y todos los temas se vuelven Shakespeare, maestro de los
sueños; cómo no hablar y pensar y sentir el Lear esta noche en vela;

127
Ignacio Apolo, Matar a los hijos

cómo no pensar que lo indomable de la intemperie se nos cuela hasta


en la más fortificada y razonada defensa de lo humano; cómo no saber
que el arco que se tensa entre este bebé y el viejo decrépito que fue rey
y ahora no tiene albergue en la tormenta no es sino la vida, que vive
porque muere; va muriendo, sí, pero con cierto orgullo (y en algunos,
con coraje), en el intervalo vive.

Las líneas rectas


¿Cuántas líneas rectas tiene la naturaleza? Puedo evocar sólo unas
pocas, bellísimas. La línea del horizonte, recta con espíritu de curva,
en el inalcanzable límite del mar o de cualquier lugar de la llanu-
ra. Y el recto rayo de sol, que finge ser Dios tras la nube de película
­hollywoodense. Lo demás, lo recto, es sólo humano.
(Línea recta en lo sinuoso del tiempo —acabo de nebulizar a Luna
y ya el lunes se hizo martes, sin que el tiempo lo sepa—).

Síntesis argumental
La síntesis argumental de Rey Lear, de William Shakespeare, es de
doble trama: la principal, la del viejo rey celta que divide su reino en-
tre sus tres hijas y entrega su potestad en vida, premiando a las más
aduladoras y despojando a la más amada, tal vez por ser sincera. La
secundaria, la del hijo ilegítimo de Gloucester que tiende trampas a su
padre y a su hermano para destruir la vida y legitimidad de ambos.
Los viejos padres son arrojados a la soledad y a la intemperie, donde
vagabundean, filosofan y penan, locos, seniles y ciegos, hasta la reso-
lución final.

Naturaleza versus cultura


La tesis personal del primer pediatra de Luna sobre “el llanto ves-
pertino de los lactantes” (así está documentado desde el siglo xix en
la literatura médica: bebés que lloran al atardecer) es que a la hora del
ocaso toda la naturaleza se estremece; el breve viaje del día hacia la
noche convierte la luz en lo ominoso, la seguridad en terror, la calma
en acecho, la conciencia en el reino de la sombra. El cachorro humano
llora porque responde atávicamente a esa enorme conmoción —que
luego olvidará, o fingirá haber olvidado en el sueño de la cultura, has-
ta que llegue su momento12—.

12
Borges hablaba del ocaso como el momento en que mejor aceptaríamos la muerte.

128
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Dije “sueño de la cultura” insinuando a la vez relato e ilusión. Na-


turaleza y cultura, los opuestos complementarios que antropológica-
mente se significan a sí mismos separándose, están encerradas en esa
sencilla observación y, por supuesto, en la vasta obra shakesperiana.
Rey Lear es, sin temor a equivocarme, la que más enfática y explíci-
tamente expone esta oposición: lo humano es la investidura, la pura
norma, la estructura avant la lettre, y su quintaesencia, el rey. Lo inhu-
mano es lo salvaje, lo natural, las fuerzas indomables, la intemperie,
lo in-culto. La gran tormenta. Ambos polos se yerguen, se levantan
imponentes y se enfrentan. Y sin embargo…
¿Es la filiación, la paternidad, parte de la naturaleza o es una pura
forma de la cultura? ¿El amor a los hijos o a los padres se “debe”, se
“posee”, o es natural, innato, inculto? ¿Puedo, en lugar de estar pro-
tegiendo instintivamente a mi cachorro y a su madre, que duermen a
medio metro de mi laptop, estar escribiendo evocaciones de cultura,
o es ésta la manera humana, cultural, de protegerlas? ¿Qué es más
humano, mis brazos sosteniendo la cabecita enrulada de la pequeña
Luna para que no se golpee dormida en esta cuna de metal, o mis diez
dedos martillando con dura dactilografía aprendida estas mis, sus,
“palabras, palabras, palabras”?
Lear, el loco, el senil, el rey despojado por su propio acto cúlmine
de poder (el acto de despojarse de la base y apelar sólo a lo nominal13),
el “Rey” Lear responde: no me quiten lo superfluo, porque hasta el
pordiosero posee algo innecesario. La necesidad —cuatro siglos antes
de Levy-Strauss— es el reino de la naturaleza, lo arbitrario (poseer lo
superfluo) es el mundo de la norma, la cultura. La cultura de Lear y
de Shakespeare. Pero hay más.

La maldición del barroco


Los tiempos de Shakespeare son aquellos del barroco desconcer-
tante. La armonía del redescubrimiento clásico se tensa en claroscu-
ros, y sobre la refinada cultura se cierne una gran tormenta —o quizás
bajo el casco omnipotente de la cultura se agitan las oscuras aguas—.
Las verdades de lo salvaje (Caliban, las tempestades, la lluvia sobre
viejos, ciegos y locos) agrietan el poder, el refinamiento, e incluso la

13
El único acto de poder real/efectivo de Lear en toda la obra es el primero y, justa-
mente, el último: el de destruir su propio poder, transformándolo a través de un acto
de palabra en pura palabra incapaz de actos. Despojarse es su cúspide, como esclavi-
zarse a sí mismo, tras esclavizarlo todo, fue la culminación del Imperio romano.

129
Ignacio Apolo, Matar a los hijos

próspera magia del demiurgo. El reino (Inglaterra, el mundo, el hom-


bre) debería regirse en la misma armonía de los cielos y la naturaleza.
Pero hay eclipse. El rey llega a lo más alto y desde allí no puede sino
caer. En el caso de Lear no es por la maldad intrínseca al rango ni por
el baño de sangre desencadenado o por la conspiración, sino sencilla-
mente por la vejez. El viejo Lear, por decisión propia, conserva sólo
su título y cree que eso es aún poder. Llamativamente se dedica a
maldecir —maldice, y maldice, y maldice elaboradamente—; desea
y dedica desgracias a sus hijas y enemigos y a la misma naturaleza
(insulta y desafía a la tormenta; “que tu vientre sea infértil”, le llega a
gritar a una de sus hijas, como si por sólo decirlo pudiera convertirlo
en hecho). Y la maldición de un rey decrépito e impotente es el ápice
de lo infeliz e ineficaz, la muestra enfática del límite de la institución,
de la mera norma sin base material que la sostenga, de la cultura ciega
a la naturaleza: la soberbia de lo instituido, vencido por la edad…

La maldición eterna
Solía decirse, quizás como justificativo de lo irrepresentable de la
tormenta en un teatro, que las fuerzas desatadas de la naturaleza eran
más que nada una metáfora del mundo interior: la tormenta está den-
tro de Lear, y a esa tormenta va dirigido el desafío.
El teatro tiene límites para representar la intemperie. Es claro. Y
su introspección, su mirarse a sí mismo (hermanos e hijos que “ac-
túan” papeles ante los demás, protagonistas ciegos de fábulas propias
y ajenas, disfraces, locos que dicen la verdad), promueve aún más esa
lectura “interior”. Pero la sorpresa barroca es que en el interior de lo
humano hallamos la misma, extrema tensión:
¿Qué es más humano: el poder, la belleza, la vida, o la vejez, la en-
fermedad y la muerte? Lo perfecto, la esquiva línea recta de las formas
de la cultura devienen ilusiones. La naturaleza, que todo lo envejece,
todo lo enferma, todo lo mata, corrompe y triunfa al final…

Alcón y las líneas rectas


Excepto por las líneas rectas, y los cuadros barrocos, y la perfec-
ción.
Hablé insistentemente de líneas rectas en esta reseña. Son las de
la enorme pantalla de fondo, la impecable, precisa iluminación y la
escenografía. Incluso el redondo, soberbio eclipse proyectado allí es, a
su modo, un eclipse de línea recta.

130
EDUCACIÓN ESTÉTICA

La naturaleza le es esquiva al escenario que, como representación,


pertenece al otro bando. La esbelta puesta en escena de Szuchmacher
y el diseño visual de Ferrari expulsan todo atisbo de corrupción natu-
ral al plano de las ideas evocadas —el cuerpo embarrado y disfrazado
de deformidad del Tom de Shakespeare es aquí conscientemente es-
cultórico, inmaculado—. Baste mirar el cuadro de cuerpos, ilumina-
ción y sentido que el director plasma en la imagen final para sentir de
qué lado de la batalla ha combatido. El combate es desigual; nunca se
arriba directamente a las Ideas. El combate es desigual por partida do-
ble: nada de la intemperie y su furia, excepto palabras, puede repre-
sentarse. El combate es desigual eternamente: la muerte, destructora,
es impresentable.
La teoría gana. La belleza es cultura. La obra es una pieza de cul-
tura. Pero allí no hay sólo ideas. Alcón, ápice del teatro culto, es en su
decir, en su soberbio arte, también humano. Imponentemente huma-
no. Luna, que aún no habla, aprendió hace tiempo a mover un dedito
diciendo que no. Esta mañana, mientras le metían una sonda por la
nariz que la atragantaba, en medio del llanto más animal, del berreo
más instintivo, de su lucha por la mera supervivencia, movió el dedito
diciendo (“pidiendo”) al kinesiólogo un “no”. No me hagas esto. La
primera simbolización es de vida o muerte. Somos humanos. También
lo será la última.

(Sé que ésta no fue una reseña como las demás; la escribo en la oscuri-
dad y en la necesidad. Besos a todos, dulces sueños).

131
Agitaciones
apuntes caprichosos en torno
a cuatro novelas argentinas contemporáneas

Patricia Ratto

Es necesario que las frases se agiten en un libro como


las hojas en un bosque, todas disímiles en su parecido
Gustave Flaubert

N o resulta sencillo definir con precisión qué es una novela hoy, cuan-
do los bordes entre los géneros se ablandan, convergen, se vuelven
permeables, y los territorios se invaden, se alimentan, se influencian,
se modifican. Como sea, más allá de las definiciones y de los encasilla-
mientos asépticos, la novela existe, muta, crece, y produce, forzando
los límites de los géneros convencionales y la escritura misma, textos
por demás disímiles en su parecido.
¿Cómo establecer, en medio de tanta diversidad, cuál es el reto,
cuál el desafío que el género llama a aceptar a los escritores y a los
lectores? ¿Cómo precisar cuál es la mejor manera de hacer la novela?
Habrá tantas como escritores dispuestos a escribir y lectores dispues-
tos a leer (cuestión que no deja de ser cierta por muy dicha que esté).
Eso no quita que uno —uno mismo, “yo”, esta persona que escribe
estas líneas y también novelas— pueda tener ciertos desafíos que im-
ponerse o aceptar, ciertas experimentaciones, ciertos caminos, ciertas
búsquedas, cierta mirada acerca de los contemporáneos y de los ante-
cesores, ciertas inclinaciones, ciertas preferencias, ciertas aptitudes y
hasta ciertas limitaciones.
Es por eso que este trabajo no busca respuestas generales o absolu-
tas (mucho menos prescriptivas), quizás porque me inclino a pensar
que la verdad está en la diferencia y no en la reducción. No voy a refe-
rirme, entonces, a la novela, sino que he elegido, de tan poblado bos-
que, cuatro novelas de escritores argentinos contemporáneos: Ciencias
morales de Martín Kohan, Cuando te vi caer de Sebastián Basualdo, El

133
Patricia Ratto, Agitaciones

colectivo de Eugenia Almeida y Las anfibias de Flavia Costa, todas pu-


blicadas entre el año 2007 y el 2009. Las tres primeras son ficciones
que abordan hechos del pasado reciente de la Argentina: la dictadura
militar y la Guerra de Malvinas. De la cuarta podría decirse que es
una ficción que no toma como referente inmediato sucesos políticos o
históricos de nuestro país y que —merodeando lo fantástico— crea un
mundo nuevo con una rara mezcla de futuro prehistórico y deshechos
técnicos del pasado.
De modo que este texto no es más que una invitación a asomarse
a estas novelas que, a mi juicio, presentan alternativas interesantes a
la hora de ponderar la narrativa actual, y caminos que a mí, particu-
larmente, me interesan porque me desafían y me hacen volver a pen-
sar la escritura, pues para cada novela que intento —como bien dice
Flaubert— “necesito aprender un montón de cosas que ignoro” (PPP).
Cuatro novelas que además, y por sobre todo, despertaron mi deseo
como lectora; porque somos, como dice Gaston Bachelard: “Aficiona-
dos a la lectura feliz, no leemos ni releemos más que aquello que nos
gusta, con un pequeño orgullo de lector mezclado con mucho entu-
siasmo” (17). Un escritor, en última instancia, no es más que un lector
apasionado, y con un alto grado de atrevimiento, que —en cierto mo-
mento— se decide a dar un paso más allá de las lecturas para transitar
el territorio de la escritura.
Me detendré a señalar en ellas el uso y efecto de algunos procedi-
mientos a los que me referiré como “desplazamientos”: del punto de
vista, del tiempo del relato, de la voz que narra y del lenguaje.

Desplazamientos

El punto de vista desfasado y acotado


Ciencias morales es una novela que deja de lado la centralidad de
lo explícito para contar su historia —que transcurre en tiempos de la
dictadura militar— a partir de lo que sugiere el silencio y las medias
palabras; que elude la visión panorámica para poner el foco de su
atención en el Colegio Nacional de Buenos Aires; que evita los perso-
najes relevantes y los lugares comunes (no aparecen en primer plano
militares, ni subversivos, ni desaparecidos, ni torturas, etc.). La última
dictadura argentina, que se iniciara en 1976, es narrada por Kohan
desde los bordes: el año en que llega a su fin (1982); la formación de
los alumnos en el patio del colegio al inicio de la jornada escolar, a

134
EDUCACIÓN ESTÉTICA

veces desde el salón de clases, casi siempre desde el baño; se narra a


través de una celadora novata, siguiendo sus pasos a través del labe-
ríntico edificio, o introduciéndose circunstancialmente en su casa.
Nueva en su cargo, ingenua, gris, anodina, María Teresa —quien
por momentos obra ciegamente— hace las veces de engranaje per-
fecto en la maquinaria que ejerce la represión. Lo mismo sucede con
el señor Biasutto, del que se dice que ingresó al colegio directamente
con el cargo de jefe de preceptores y que había hecho las “listas” de
estudiantes, algo que en plena dictadura significaba entregarlos a la
tortura y a la muerte. Con respecto a la elección de los personajes, dice
el autor:
A mí me interesan ésos, los grises, los mediocres, porque también
me parece que, por un lado, me interesan literariamente, pero hay
una dimensión de cómo funciona el aparato represivo que hay que
­interrogar justamente en esas piezas aparentemente intrascendentes.
(Kohan 2008)

La novela se construye, así, con una mirada sesgada pero reveladora,


que se asoma —por ejemplo— a la Guerra de Malvinas a través de las
postales que envía el hermano de la celadora. La narración silencia
la voz de los alumnos y observa y escucha la de las autoridades del
colegio.
— Señores preceptores: me he visto en la necesidad de apartarlos de
sus obligaciones diarias, en mi carácter de vicerrector del Colegio Na-
cional de Buenos Aires, y lamento haberlo hecho. Pero no he tenido
alternativa. Allí afuera, quiero decir en la calle, se verifica algún desor-
den en estos momentos. Nada que deba preocuparnos y nada que nos
obligue a interrumpir el normal dictado de las clases. Pero hasta tanto
las autoridades logren establecer el orden, lo que se hará a la mayor
brevedad, es preciso adoptar algunas medidas de prevención aquí en
el colegio. (2009, 31)

Kohan se ha propuesto representar en Ciencias morales el universo de


las autoridades del colegio. Universo que —en esta escena— aflora
y se pone en evidencia por medio de palabras y frases como: “des-
orden”, “restablecimiento del orden”, “medidas a tomar”, “no he te-
nido alternativas”, “adoptar medidas”, “normal dictado”, “obligue”,
“prevención”, “obligaciones diarias”. Y es en este punto en donde el
lenguaje hace lo suyo, resuena con los ecos de un discurso más que re-

135
Patricia Ratto, Agitaciones

conocible para aquellos que vivieron esa época. La novela está escrita
del tal modo que posibilita que el lector haga el trabajo de establecer
los lazos, de trazar las conexiones que esas voces de las autoridades
del colegio tienen con la de las autoridades del país.
Algo similar ocurre con las escenas que muestran el exceso de po-
der en que se incurre —en nombre de la obediencia, del sentido del
deber y del reglamento— para controlar que se cumplan las reglas.
Fumar en los baños del colegio, ¿qué es? El señor Biasutto hace una
pausa pero María Teresa entiende que esta pregunta es retórica. En
otra época, y aún en otro colegio, responde él mismo, es una travesura:
la típica travesura de la adolescencia descarriada. En este tiempo, y en
este colegio, es otra cosa: es el espíritu de la subversión que nos ame-
naza. (2009, 49)

Las figuras del peligro inminente que es imprescindible combatir, del


desorden que es necesario poner en orden, de la amenaza en ciernes
de la que hay que defenderse, del país enfermo por el cuerpo extraño
de la subversión que ha penetrado en el tejido social y debe ser extir-
pado (Piglia 44), sobrevuelan con fuerza en éste y otros pasajes. Son el
argumento que ejercen las autoridades —en este caso, y a escala míni-
ma, el jefe de preceptores y, en el pasaje anterior, el vicerrector— para
justificar su accionar.
Dócil a ese discurso, y como respuesta al planteo de Biasutto, María
Teresa quiere ofrendarle, como chivo expiatorio, a algún alumno pes-
cado “in fraganti” en el momento de fumar dentro del colegio; para
eso, se convierte en una espía de los cubículos del baño masculino.
María Teresa accede, entonces, desde el secreto de su cubículo, a es-
cuchar las conversaciones que tienen los alumnos cuando están solos
o cuando creen que están solos. Hablan por lo común de los profesores
(en hora de qué está cada uno) y se quejan o se burlan. (Kohan 2009,
168)

Como ha decidido actuar en nombre del cuidado de la rectitud y la


moral, ella debe justificar su proceder —por demás irregular— de ace-
char oculta en el baño de varones. Para ello, esgrime para sí misma el
argumento de que ese juego de espionaje que se propone realizar le
ha sido deparado por su tarea de celadora, y hasta se ilusiona con el
momento en que Biasutto la felicite por permitir que se sancione a los
alumnos que fuman en el colegio. Por otra parte, es posible ver que

136
EDUCACIÓN ESTÉTICA

éstos ya han sido condenados antes de siquiera haber indicios de que


lo que se sospecha en verdad ocurre. “Baragli y los que sean, Baragli
o los que sean, lo hacen sin dudas en el resguardo de los cubículos”
(2009, 107), piensa. A partir de ahí, sólo se limitará a acechar y espe-
rar que suceda lo que ya “sabe” que sucede. Y es esta certeza ficticia,
esta condena anticipada, la que la lleva a actuar ciegamente. He aquí
la gran paradoja del personaje: la ceguera de quien se ha propuesto
espiar.
El silencio se vuelve entonces un aliado imprescindible para ejercer
el control. María Teresa aguarda en silencio para capturar a su presa.
El señor Biasutto lo sabe y no habla de ello, le pide a María Teresa abso-
luta discreción acerca de su tarea. Se traspasa un límite en nombre del
cumplimiento de las reglas, se infringen las propias reglas, pero eso
parece no estar mal mientras no salga a la luz, mientras no se conozca,
mientras se silencie. Hay cuestiones sobre las que no debe preguntar-
se, es más prudente callar: “Cuántas preguntas, María Teresa, parece
una periodista. ¿O un detective?” (2009, 148), la interpela cierta vez
Biasutto. Otro ejemplo se da cuando los alumnos del colegio reciben
la orden de no responder preguntas de ningún periodista extranjero
durante la asistencia al acto del 25 de mayo en la Plaza de Mayo. Pero,
tarde o temprano, ese mismo silencio se volverá una trampa para Ma-
ría Teresa, quien, a pesar de ser ultrajada por el jefe de preceptores, no
podrá gritar, ni podrá irse, ni relatará a nadie lo acontecido. Imposible
dejar de asociar éste y otros silencios de la novela con el silencio como
cómplice que fue necesario, y hasta diría imprescindible, para que la
dictadura militar se sostuviera.
Planteadas en un territorio abreviado (el baño del colegio, las au-
las, los pasillos, eventualmente la Plaza de Mayo o un par de calles
de Buenos Aires), esas escenas componen un mapa cuyo trazado re-
presenta un territorio más vasto: el país entero. La mirada desplaza-
da y acotada que ha elegido el autor no oculta, no impide ver, sino
más bien muestra en detalle y concentradamente los excesos que —en
nombre del restablecimiento del orden y la seguridad— se cometían
a un nivel mayor y más general; como si estos pequeños episodios de
la novela mostraran a escala reducida lo que acontecía en la sociedad
argentina toda.
En Ciencias morales hay una elección consciente por no narrar des-
de un lugar central; por eso la historia se desliza hacia los bordes y
se circunscribe el punto de vista, por momentos se encierra. Y es allí

137
Patricia Ratto, Agitaciones

—en ese encierro casi claustrofóbico, en ese territorio mínimo y en


esos personajes poco relevantes— en donde la novela se deja habitar
y encuentra su mayor potencia.
Martín Kohan no pinta una visión panorámica de la dictadura
—como las obras del artista plástico Cándido López que la presenta
en relación con la Guerra de la Triple Alianza, y cuyas diapositivas
los alumnos ven en la clase de arte—, sino que opta por mostrar desde
el detalle —algo que, curiosamente, López también hace—. Elige el
detalle (“recordar siempre que el texto es un tejido de detalles” [Bar-
thes 344]) que permite que el lector establezca proyecciones, el que
es capaz de poner en evidencia mucho más de lo que a primera vista
muestra.
Ciencias morales propone, en cierto modo, un retrato de la dictadu-
ra. Quizás, como se dice en la novela a propósito de Cándido López:
“Acaso el más discreto, el más solapado de los retratos posibles; pero
ahí está” (2009, 124). Discreto pero intenso, quisiera agregar, solapado
y contundente. Es en esa discreción y en esa sutileza donde reside su
poder altamente revelador.

Corrimientos temporales
Cuando te vi caer, de Sebastián Basualdo, tampoco narra desde la
centralidad. La novela, que aborda el tema del conflicto bélico de Mal-
vinas a partir de la relación entre un padre y un hijo, se desplaza des-
de el territorio de las islas australes al barrio de Villa del Parque y, en
un vector temporal, desde el momento en que la guerra acontece hacia
adelante. Trabaja, por decirlo de algún modo, en tres tiempos. Uno es
el presente del relato, en el que un Lautaro Nogán adulto repasa su
adolescencia, en la década del noventa en Villa del Parque, a partir del
hallazgo de su diario íntimo. El segundo tiempo es justamente el de
la adolescencia, los 15 años, cuando escribía ese diario y realizaba un
descubrimiento que involucraba a su madre y que cambiaría su modo
de mirar la vida:
Tenía quince años cuando descubrí que engañaba al hombre que yo
más admiraba en el mundo, y no sólo por tratarse del padre que me
había elegido, o acaso fuera justamente por eso, porque me había in-
culcado un respeto feroz hacia ese hombre que, sin ser mi padre, af-
rontó como un héroe la obligación de criar a un niño poco después de
regresar de la guerra de Malvinas. (11)

138
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Y un tercer tiempo: un pasado más remoto —los días de Francisco,


el padre postizo de Lautaro, en esa guerra— que está trabajado elípti-
camente, a partir de lo no dicho, y a partir de las secuelas que el hecho
de haber participado en ese conflicto armado ha dejado en el perso-
naje. Un tiempo en el que el sobreviviente en el que se ha convertido
Francisco parece haber quedado atrapado, detenido, como girando en
círculos, sin poder avanzar.
Era durante el mediodía que Francisco me contaba todas aquellas his-
torias sobre mi madre y la guerra. A mí me encantaba escucharlo, de-
jarme llevar por la expresión cálida de su mirada y la cadencia de su
voz, aunque sabía que todo terminaría siempre en el mismo lugar: al
final debía imaginar una guerra y el regreso triunfal de un héroe con
una herida en el brazo izquierdo. (45)

La novela de Basualdo propone una mirada distinta sobre esos “hé-


roes”. No es una mirada complaciente, indulgente, sino inquisidora,
con intención de escrutar las relaciones que esos excombatientes tu-
vieron con su entorno una vez que regresaron a su vida habitual. Sin
acompañamiento apropiado del Estado, sin tratamiento psicológico,
trataron de seguir adelante, cada uno como pudo, enfrentando —ade-
más— los prejuicios de una sociedad que, cuando no los trataba de
“locos”, los ignoraba, quizás como una manera de olvidar la derrota
en una guerra absurda.
Un día Francisco llegó a preguntarse en voz alta y como si me lo con-
sultara si el hecho de haber manifestado en sus tarjetas que era un
veterano de guerra no le habría impedido tener clientes.
— Creo que cometí un error —dijo—. La gente piensa que los vet-
eranos de guerra estamos todos locos. (63)

Esa realidad pasada se reconstruye, en la novela, a partir de objetos


aislados y fragmentos de relatos: una cicatriz, el relato que la madre
de Lautaro y el mismo Francisco han hecho acerca de cómo ocurrió
la herida que dejó esa cicatriz, un par de armas, un diploma conme-
morativo de el Honorable Congreso de la Nación, una medalla, una
fotografía:
Aquellas armas parecían custodiar con recelo el ritual de la memo-
ria; sobre todo la fotografía en que se ve a Francisco a los diecinueve
años: serio, chaleco salvavidas anaranjado cubriéndole por completo

139
Patricia Ratto, Agitaciones

el tórax y la tira de un casco verde abrochado a un mentón rígido como


el mar de fondo o mi primera idea de un portaaviones llamado 25 de
mayo. (59)

El pasado y la guerra, en Cuando te vi caer, son como un espejo roto


en cientos de fragmentos: por más que haya un intento de volver a
componerlo, siempre dará por resultado una imagen deformada, fal-
sa, pero no por eso menos cierta y concluyente. Quizás eso ocurre
porque Basualdo trabaja yendo y viniendo a través de los tiempos del
relato por medio del recuerdo, y el recuerdo —como dice Roland Bar-
thes— “nunca es más que residuo y sólo es preciso cuando es falso”
(Barthes 257). Cuando estos recuerdos se hacen palabra en la novela
que el Lautaro adulto escribe, los hechos cobran peso y existencia, se
vuelven por primera vez “reales”, y configuran una verdad personal
que surge de las fisuras abiertas entre esos tres momentos que la obra
explora: “[...] estoy seguro de que nada habría cambiado nunca si yo
no hubiese tenido la necesidad imperiosa de saber la verdad” (Basual-
do 162).
Como un vértigo, un deslizamiento en el tiempo, una oscilación
entre pasado y presente que mutuamente se modifican, Cuando te vi
caer se construye y se narra para tratar de entender esa escurridiza
realidad

Desplazamiento de la voz que narra hacia


el rumor y las versiones
El colectivo, de Eugenia Almeida, cuenta la historia de un hecho
inédito en un pueblo de provincia —del que no se revela el nombre y
que bien podría ser cualquier pueblo— en 1977, época de la dictadura
militar. El hecho extraño es que el ómnibus que transporta pasajeros
rumbo a la “ciudad” —y que pasa en su recorrido por numerosos pue-
blitos del interior— un día no para, sino que acelera, dejando a los po-
sibles viajeros varados en el lugar, sin explicación alguna. A partir de
ese hecho, una serie de comentarios comienzan a dar lugar al tejido de
esta historia. Una historia plagada de elucubraciones que se resumen
en numerosos “algo pasa”, “algo pasará”; pequeños indicios, como la
barrera baja —sin la circulación de trenes que lo justifique— que impi-
de el paso de automóviles de uno al otro lado del pueblo, la interrup-
ción en la rotación de choferes —ya que desde ese incidente maneja
siempre el mismo conductor—, la ausencia del comisionista que no ha

140
EDUCACIÓN ESTÉTICA

venido, el camionero Crespi que ya no se detiene a tomar algo en el


bar del hotel; rumores y comentarios de dudosa procedencia:
— ¿Cierto que el comisario ordenó dejar la barrera baja?
— ¿Quién le dijo eso?
— Todos andan diciendo...
— Y usted lo repite...
— Pregunto, pregunto si es cierto.
— No sé, yo estoy muy ocupado en mi trabajo.
— ¿Supo que al viajante ese que estuvo en lo de Rubén lo andan bus-
cando? (96)

Todos estos rumores y su constante circulación abarrotan el ambien-


te hasta volverlo insoportable. Algo así ocurre, paralelamente, con el
cielo, que se carga con una tormenta formada por un enjambre de os-
curas nubes que —como los rumores— “se enroscan entre sí, se super-
ponen, golpean, luchan y se deshacen” (94) sin dar paso al esperado
alivio de la lluvia.
En medio de ese tejido espeso de versiones, de esa constante tor-
menta en ciernes, una pareja de forasteros se convierte en el chivo
expiatorio; en principio por ser de afuera, por no pertenecer al lugar,
por tener un aspecto diferente, por ser aparentemente amantes:
— No tiene enagua, esa. Y no es del pueblo. [...] no tiene medias [...] no
son mujeres decentes, ¿qué hacen? ¿Por qué vienen acá? A este pueblo
sólo se viene a hacer una diligencia o a pecar. Y él... seguro que es
viajante... (16)

Más adelante, las versiones y las acusaciones se modifican y crecen


hasta terminar convirtiéndolos en dos “subversivos” (138), “guerri-
lleros, claro” (129). Eugenia Almeida ha elegido, para construir esta
historia, un narrador en tercera persona que se comporta como un
observador imparcial, que expone los hechos sin abrir juicio y que, a
medida que avanza la novela, va dejando paso a las voces del pueblo
a través de los numerosos y frecuentes diálogos, hasta casi desapa-
recer. Es allí —en ese desplazamiento de la voz central del narrador
hacia las voces de los vecinos— donde se trama la historia secreta de
la novela, en esos rumores que funcionan como catalizadores de una
violencia subterránea pero fuertemente presente que impone la dicta-
dura, y que no podría existir sin esas piezas claves de la maquinaria
represora que son la mayor parte de los habitantes del pueblo.

141
Patricia Ratto, Agitaciones

Por un lado, el comisario recibe órdenes de superiores que debe


acatar, aunque esté en desacuerdo: “[...] mi trabajo no es fácil. Yo tam-
bién tengo que obedecer sin preguntar” (81). Por otra parte, las veci-
nas que no saben pero igualmente hablan: “Andarían metidos en algo
raro” (139), cargando sobre sus dichos insidiosos todas sus frustracio-
nes y resentimientos. A éstos se le suman los que saben y callan:
La biblioteca está cerrada. Dicen que están de inventario pero ella sabe
que no es cierto. O no del todo. Están inventariando los libros. Y algu-
nos, mágicamente, desaparecen. Se traspapelan, se roban, se mojan, se
queman. Se pierden. Como algunas personas. (104)

Y, finalmente, están los que intuyen y miran hacia otro lado —como
Gómez y Rubén—, quizás porque piensan que nada pueden hacer.
Todos, de algún modo, terminan siendo funcionales a los procedi-
mientos de la represión.
En el pueblo en que transcurre la historia (a ochocientos kilómetros
de Buenos Aires) se ve y se oye para contar, y se cuentan otras cosas a
partir de lo que se ha visto y oído. Con frases como: “debe haber oído
algo”, “lo escuché por ahí”, “vi a uno”, “andan diciendo”, “dicen que”,
“parece que”, “todos hablan de”, “Doña Rita me dijo”, “me dijo Rubén
que”, “¿usted qué me cuenta?”, “dijeron por la radio”, “¿supo algo?”,
“¿y después no vio más nada?”, “¿hubo alguna novedad?”, “¿usted
cree que?” y tantas otras, se teje una red de rumores que se deslizan por
el cuerpo de la novela. Así, el narrador se “corre” del lugar central de
la narración, hasta desdibujarse, y con ello permite que proliferen las
múltiples versiones. Este procedimiento que, en principio, parece ge-
nerar un proceso de dispersión de los hechos, a medida que se avanza
en las páginas de la novela produce el efecto contrario: lo que aconte-
ce se densifica hasta volverse ineludible. Esa contundencia surge en
Almeida de su prosa desnuda y precisa, y de ese doble desplazamien-
to en que la novela fue construida: del narrador único a las voces que
producen versiones, y de la centralidad de la gran ciudad hacia el
insignificante pueblo (seguramente este segundo desplazamiento fue
propicio y necesario para poder desplegar el primero).
En suma, El colectivo se construye cifrando la dictadura en rumores,
ocultamientos y pequeños gestos, seguramente porque, como dice Ri-
cardo Piglia:
Las relaciones de la literatura con la historia y con la realidad son

142
EDUCACIÓN ESTÉTICA

siempre elípticas y cifradas. La ficción construye enigmas con los ma-


teriales ideológicos y políticos, los disfraza, los transforma, los pone
siempre en otro lugar. (14)1

Deslizamiento al estado absolutamente literario de la escritura


Flavia Costa elige, para su novela Las anfibias, la opción de hacer
literatura con un lenguaje voluntariamente artificial, retirado del len-
guaje social; una escritura aparte, excluida. Como expresa Deleuze,
parafraseando a Proust: “[...] inventa una lengua nueva, una lengua
extranjera en cierta medida. [...] Saca a la lengua de los caminos trilla-
dos, la hace delirar” (9).
Y es que, en este caso, no se trata sólo de una fuerte irrupción de
lo poético en la narración, sino que se podría decir que la poesía se
presenta aquí como una manera de narrar. De modo que esta lengua
esencial, y especial, en que se construye Las anfibias —aquello a lo que
Mallarmé denomina “el estado absolutamente literario de la escritu-
ra” (citado en Barthes 370)— hace caducar, en este caso, la oposición
entre prosa y verso, ya que podría decirse que todas las veces que hay
esfuerzo de estilo hay, de algún modo, versificación.
Las anfibias inventa un mundo. El mundo es Beliston: una ciudad
fortificada al borde de un océano de sangre y salitre, hecha de pasado,
dominada por mujeres, poblada de personajes que parecen vivir sólo
de recuerdos, creada con palabras que la dotan de una existencia de
espejismo:
[...] un páramo descalabrado donde el cielo, el mar, las murallas, el
fuerte, la ciudadela escondida, el bosque, la cabaña son una masa uni-
forme, plúmbea, bajo la bruma espesa del pantano. Más que un paisa-
je, una oceanía polvorienta. Un humor ardiente que se corresponde
con una geografía mental que tiende a la planicie y a la melancolía”.
(Costa 53)

Entre los personajes que habitan Beliston, y de alguna manera la con-


forman, se cuentan: una niña de ojos violetas y su padre, mujeres ra-
padas y anfibias, gárgolas y cormoranes, hombres alados, guerreros
muertos que regresan a contraer matrimonio, centinelas, jureles. Per-
sonajes fantásticos, anclados en un tiempo indefinido —que puede
ser pasado o futuro— que parece la configuración fantasmagórica del
1
El énfasis es mío.

143
Patricia Ratto, Agitaciones

recuerdo de algo por venir.


Cuentan los habitantes más antiguos de la ciudad que cuando las gár-
golas desembarcaron en Beliston no existían todavía las mujeres anfib-
ias. Las anfibias aparecieron después, y hay quienes dicen que fueron
inventadas por las gárgolas para que guardaran sus recuerdos, para
que los grabaran cuidadosamente en sus entrañas y los transmitieran
a sus hijas y a las hijas de sus hijas. (8)

Encerrada por el padre, que pretende casarla con un agricultor, la


niña rapada de ojos violetas —de la que se dice que “ve las cosas en su
verdadero ser: fantasmales y absurdas” (40)— se vuelve objeto de de-
voción de las anfibias, quienes se adjudican su maternidad, le ofrecen
rituales y buscan llevársela. Inversamente proporcional a la realidad,
en el mundo de Beliston sólo hay certezas acerca de la paternidad.
Todo lo que allí acontece parece arrancar a partir de la relación de la
niña con su padre:
Antes de que mi niña naciera, el cosmos era húmedo y frío, los címba-
los y las flautas no existían para mí. Antes de mi niña, los contornos de
las cosas se desvanecían en la inconsistencia, las aguas eran tembloro-
sas y opacas. (49)

Así, la historia se compone con los relatos superpuestos del centinela,


los testimonios del padre, los fragmentos del diario de la niña, los pa-
sajes del libro blanco. Es en ese cruce de discursos en donde el lector
construye el sentido del texto.
Hacia el final de la obra, Costa revela que el libro contiene citas,
casi siempre modificadas, de una serie de reconocidos autores de los
que ofrece una lista en la que se encuentran, entre otros: James Ba-
llard, Samuel Beckett, Italo Calvino, Luis Chitarroni, Heráclito, Sófo-
cles, Kafka, Pavese, Lao Tsé, Úrsula K. Le Guin. De modo que hay, en
la autora, una voluntad de trabajar con sus lecturas, con el material de
otros escritores que se recompone, se integra, se mimetiza, y se tradu-
ce sin perder su rasgo de foráneo, de cosa traída desde un más allá del
texto, sin borrar las huellas de ese afuera, que es —en este caso— el
lenguaje de los otros. Ese procedimiento, integrado al intenso trabajo
poético en la construcción del relato, hace que la voz de Las anfibias se
oiga extraña, extranjera, delirante, fuera de sí.
De este modo, la novela no sólo plantea la historia de una ciudad y
sus personajes, sino la de la posibilidad de inventar con lenguaje, y de

144
EDUCACIÓN ESTÉTICA

inventar un lenguaje. Flavia Costa crea un lenguaje nuevo para traer


a la existencia un mundo nuevo y lo hace desde la poesía. Siguiendo
a Gaston Bachelard, podríamos decir que, con la poesía, “la imagina-
ción se sitúa en el margen donde precisamente la función de lo irreal
viene a seducir o inquietar —siempre a despertar— al ser dormido en
su automatismo.” (27) Es ahí donde reside el corrimiento de esta obra
o, por expresarlo de otro modo, su marginalidad: en su inquietante
desplazamiento hacia otra cosa.
Para cerrar, podría decirse que Las anfibias es una novela diferente:
preciosa y rara. Para leerla, por seguir un precepto que aparece en la
propia obra: “hay que dar con su valor específico, con su preciso me-
canismo de engañifa primordial” (83).

Los desplazamientos en la propia escritura

Expuse, en el comienzo de este trabajo, que los procedimientos de


desplazamiento analizados en estas cuatro novelas me interesaban no
sólo como lectora, sino también como escritora. Es por ello que seña-
laré algunos ejemplos de uso de estos procedimientos en mi escritura,
centrándome en dos novelas propias: Pequeños hombres blancos (Adria-
na Hidalgo Editora, 2006) y Nudos (Adriana Hidalgo Editora, 2008).
Ambas novelas son ficciones que abordan hechos del pasado re-
ciente de la Argentina; comparten esa característica con Ciencias mo-
rales, Cuando te vi caer y El colectivo. Pequeños hombres blancos aconte-
ce durante la dictadura militar. En Nudos, en cambio, la Guerra de
Malvinas, la dictadura y la crisis socioeconómica del 2001 se narran
a través de las secuelas que esos hechos dejaron en el presente de los
personajes.
Pequeños hombres blancos narra la llegada de Gabriela —profesora
de Matemáticas recién recibida, oriunda de Tandil, provincia de Bue-
nos Aires— a José de San Martín, un pueblo diminuto de la Patagonia
argentina. La acción se ubica en los comienzos de la dictadura mili-
tar.
Cuando me propuse escribir esta novela, busqué deliberadamente
crear un personaje que no fuera ni victimario, ni víctima directa de la
dictadura, ni militante de ninguna posición política, sino que perte-
neciera a esa mayoría oscura y silenciosa que no participó de manera
directa en el proceso militar pero que, con su inacción, contribuyó a
que se iniciara y se sostuviera.

145
Patricia Ratto, Agitaciones

Con su mirada de forastera, Gabriela va descubriendo la historia


secreta del pueblo, la violencia solapada y en ciernes. La dictadura
transcurre en el texto como un río subterráneo que a primera vista no
se ve, pero cuyas aguas turbias se filtran por entre las fisuras que se
generan en una realidad que se vuelve cada vez más opresiva e irres-
pirable.
No hay tormentos, ni muertos, ni secuestros, ni grandes declara-
ciones en Pequeños hombres blancos. Sin embargo, busqué que el texto
se cargara de violencia y que la tortura, el secuestro y la muerte apa-
recieran —velada aunque intensamente— en distintos episodios que
podríamos calificar como “menores”. Un ejemplo de ello es la desapa-
rición del perro de la protagonista que aparece luego muerto, colgado
de un árbol, ahorcado con alambre de púas. O la camioneta que lleva
decenas de zorros ensangrentados; los gritos que se escuchan traídos
por el viento patagónico algunas noches; las contradicciones en que
incurren a menudo los personajes. De ese modo, la violencia se hace
presente en la historia, pero no explícitamente.
A su vez, hay una especie de política de corrimientos de los senti-
dos del texto en Pequeños hombres blancos y diría que incluso hay hasta
un corrimiento de los significados, un lenguaje que designa y a la vez
oculta: una verdulería que no vende verduras, una cervecería que es
un depósito de cueros, una telefónica sin teléfonos, una iglesia sin
cura que no congrega a nadie. En estos episodios, por tomar sólo al-
gunos como ejemplo, se pone en marcha un procedimiento con el que
intenté generar todo el tiempo una zona de niebla, de sombras, de
incertidumbre, un territorio poblado de contradicciones en el que los
bordes y los límites se desdibujan, un sitio en donde casi todo es juego
de apariencias, en donde nada ni nadie es lo que parece, y entonces
todo y todos se vuelven sospechosos. Es que, a mi juicio, la dictadura
puso en funcionamiento el mecanismo de la sospecha indiscriminada
y los procedimientos señalados me permitían poner de relieve estas
cuestiones en el texto.
Podría decirse, entonces, que hay una elipsis central en la novela,
pues la dictadura nunca aparece explícitamente. Esto me llevó a inten-
tar un juego con “lo no dicho”, lo que deliberadamente se oculta, pues
ésta es una manera que, a mi entender, suele revelar bastante más que
lo explícito y lo abiertamente expuesto. De modo que la dictadura no
se “dice” en el texto, no se nombra, no se habla de ella, sino que se
muestra de manera difusa aunque no por ello menos contundente; se

146
EDUCACIÓN ESTÉTICA

siente como una sombra y una amenaza que se cierne sobre los perso-
najes. A la manera de lo que sucedía en la dictadura de la vida real, el
silencio se convierte —en la novela— en una forma de opresión.
En suma, Pequeños hombres blancos comparte varias características
con las novelas anteriormente analizadas: la realidad se narra a partir
de las vivencias de una profesora de pueblo y, aunque Gabriela poco
se parece a María Teresa de Ciencias morales, podría decirse que ambos
son personajes poco trascendentes y para nada centrales en la maqui-
naria represiva del proceso militar. Comparte también con la novela
de Kohan las marcas que la dictadura dejó en el lenguaje: los modos
de decir, las maneras de ocultar, el imperio del silencio, las consecuen-
cias para quien se atreve a hablar.
Por otra parte, en Pequeños hombres blancos elegí como territorio
para la narración —tal y como se da en El colectivo— un pequeño pue-
blo del interior del país, para evitar narrar desde la centralidad de las
grandes urbes. Y también porque un territorio acotado en donde todos
se conocen me permitiría trabajar con el rumor, en cierto modo como
lo hace Almeida: ese rumor que, bajo la apariencia de contarlo todo,
genera versiones que en realidad funcionan como una estrategia de
ocultamiento y opresión que vuelven el ambiente irrespirable. En este
sentido podría decirse que en Pequeños hombres blancos opera también
fuertemente el progresivo desplazamiento de la voz que narra hacia
el rumor y las versiones: un narrador en tercera persona, observador
imparcial, que expone los hechos sin juzgar y que da paso a las voces
del pueblo a través de los diálogos.

Veamos ahora algunos de estos desplazamientos en Nudos. En esta


historia la protagonista es Roxana, una trabajadora social de una ciu-
dad de provincia, que en cierto modo convoca las voces de los sin
voz, los habitantes de la villa El Gallo. Con esas voces construye el
relato de la pobreza: escenas de robo, de prostitución infantil, patios
abarrotados de objetos del cirujeo, relatos orales sobre los milagros
de una niña autista, imágenes alucinadas de la droga, postales de un
lado del mundo cuyos habitantes sólo alcanzan a aferrarse a lo que
queda: como las historias de la guerra que Manuel, un ex combatiente
de Malvinas, le cuenta al Chiro, un joven sobreviviente de un país
partido en dos.
En Nudos, mucho más fragmentaria que Pequeños hombres blancos,
no hay un único narrador, de modo que la novela funciona con las his-

147
Patricia Ratto, Agitaciones

torias que remonta, narradas por las voces de diferentes personajes:


la de un ex combatiente, la de una trabajadora social, la de un pede-
rasta, la de unos pibes de una villa, la de unas adolescentes que hacen
rosarios para enviarles a los soldados durante la Guerra de Malvinas.
Podríamos decir que hay aquí también un desplazamiento de la voz
que narra hacia las versiones, todas enhebradas con idas y venidas en
el tiempo de la narración, y que —como el libro que acarrea el Chiro
consigo— “se lee con lo que el lector inventa, como si lo que estuviese
escrito fuesen los ideogramas de algo conocido, pero que aún así debe
descifrarse” (Makovsky 12).
En cuanto al tiempo del relato, si bien Pequeños hombres blancos
transcurría en el pasado, con una fuerte unidad de tiempo y lugar, los
relatos que hay en Nudos responden a una percepción particular del
presente: más fragmentaria. Quizás porque cuando uno se dispone
a narrar el presente los acontecimientos se nos muestran de manera
simultánea y caótica, con el dinamismo propio de lo orgánico, de lo
que cambia todo el tiempo porque está aconteciendo, está “siendo”.
Referirse al pasado, con la distancia que el tiempo impone, permite
realizar un ordenamiento, un análisis, una lectura a distancia, por eso
quizás es fuerte la unidad de tiempo en Pequeños hombres blancos, que
transcurre en los años de la dictadura. Esto ya no es así en Nudos, que
se desarrolla en la actualidad, pero con idas y vueltas al pasado, y
—justamente por eso— tiene algo de cambalache, aunque también de
colección o de museo. Tal es así en la escena del asalto a la anciana: “El
Chiro siente que todo ocurre tan rápido que no parece ser un hecho
después de otro sino todos a la vez, como si mirara al mismo tiempo
todos los cuadros del museo” (2008, 123). Creo que esa frase resume
la percepción del presente en la novela.
Por otra parte, cuando aparece el pasado en Nudos lo hace a partir
de las secuelas, de las heridas o los fracasos, como conjurado a partir
de algo presente que lo trae a la memoria. Esa concepción del tiempo
y la vinculación constante de los personajes con su pasado es com-
partida con la novela de Sebastián Basualdo. El ayer irrumpe en el
presente con la presencia ineludible de las huellas y las consecuencias
que ha dejado en la vida de los personajes. Así se genera un juego con
los tiempos de la narración que en cierto modo repercute en la forma
de la novela y produce una visión particular de la realidad.
Los nudos a los que el título alude entretejen los acontecimientos
políticos, armando una geografía y una historia sobre los cuerpos, ex-

148
EDUCACIÓN ESTÉTICA

presadas en la pierna mutilada de Manuel, en las manos ampolladas


por los rosarios que las alumnas tejían para los soldados, en los cuer-
pos adelgazados por el hambre y la droga, o en los cuerpos ausentes,
como el del hijo desaparecido durante la dictadura militar o el del
soldado que nunca volvió de Malvinas. Aquí podría decirse que, a la
manera en que Kohan lo hace en Ciencias morales, hay un trabajo deli-
berado con el detalle o el fragmento que revela algo mayor.
Aunque también hay otra historia y otra geografía que atraviesa
los cuerpos en esta novela, y es la del deseo. Porque en Nudos se puede
leer también el relato del amor como posibilidad y riesgo de anudar
una historia amorosa a pesar de las heridas.

En cuanto al trabajo con lo poético, si bien aparece en ambas novelas,


no hay —en ninguna de las dos— la intención de desbordar el género,
como sucede en Las anfibias, mucho menos de transformarlo. Tanto en
Pequeños hombres blancos como en Nudos lo poético irrumpe en el texto
fragmentariamente, en momentos en que parece que la narración por
sí sola no basta para dar cuenta de la intensidad de lo que sucede:
Pequeña mujer blanca con perro amargo. Una soga del perro a la mujer
o de la mujer al perro. El camino se desliza rápido bajo los pies y am-
bos se desplazan rumbo al cerro, dejando atrás las primeras rocas, los
pastos ásperos de la falda, una lagartija que corre a esconderse.
Ascienden como el viento, como si no pesaran, como si no tuvieran
consistencia, casi como el humo de las chimeneas de José de San Mar-
tín en esta tarde de sábado.
Ya en la cumbre, el pueblo parece una maqueta diminuta. Y el de-
sierto, más extendido que nunca, derrama con lentitud -sobre todo lo
que existe- su impostura de lo eterno. (2006, 118)

Sin embargo, a pesar del uso específico y acotado que hago del lengua-
je poético en mis novelas, creí necesario analizar este deslizamiento
hacia el estado absolutamente literario de la escritura en la novela de
Flavia Costa, porque uno no repara como lector y crítico únicamente
en aquello que puede luego “capitalizar” como escritor, sino también
en aquello que, por alguna razón, admira, aquello que a nuestro jui-
cio resulta valioso, por distinto o bello o bien logrado. Aunque, como
escritor, uno haga después un trabajo diferente: “Revivimos, leyendo,
nuestras tentaciones de ser poetas” (Bachelard 17)

149
Patricia Ratto, Agitaciones

A modo de cierre

Las autoras y autores de las cuatro novelas que he presentado tra-


bajan, para narrar sus historias, por medio de desplazamientos que
evitan la centralidad, los lugares comunes. En Ciencias morales, Martín
Kohan opta por narrar el universo de la dictadura desde los personajes
intrascendentes, el detalle mínimo, la mirada acotada, por momentos
claustrofóbica. En Cuando te vi caer, Sebastián Basualdo decide plan-
tear la guerra de Malvinas a partir de sus secuelas en el pasado hasta
llegar al presente, con un fuerte trabajo con el recuerdo que va y viene
de un tiempo del relato a otro; esas secuelas se muestran en un per-
sonaje particular y su entorno próximo, a través de pequeños objetos.
En El colectivo, Eugenia Almeida elige narrar el momento fuerte de la
dictadura (1977) en un pueblo a ochocientos kilómetros de Buenos
Aires, desde las voces de sus habitantes multiplicadas en más y más
versiones, y desde los gestos mínimos. En Las anfibias, Flavia Costa se
desliza del lenguaje natural, social, a un lenguaje voluntariamente ar-
tificial, poético, extranjero, nuevo: expresamente pensado para crear
el extraño mundo de Beliston.
Todas las novelas ofrecen una mirada sesgada, narran desde un
borde, a partir del margen de las propias historias y el propio len-
guaje, un intersticio. Todas realizan un trabajo con la elipsis, lo “no
dicho”, con el detalle que revela algo mayor con una fuerza contun-
dente. Todas exigen una participación activa e importante del lector
para terminar de construir el sentido del texto. Todas presentan, a mi
juicio, y con las particularidades de cada autor y cada texto, alterna-
tivas interesantes para volver a pensar la escritura de novelas hoy.
Quizás porque la “teoría de la novela debe ser ella misma una novela”
(Barthes 372), como plantea Roland Barthes, resulta que cada una de
ellas puede leerse como una fracción de teoría ——implícita y en ac-
ción— acerca del género.
Las cuatro forman parte de un interesante bosque, tanto más am-
plio y variado. Una excursión a los indios Ranqueles de Lucio Mansilla,
Museo de la Novela de la Eterna de Macedonio Fernández, Los siete locos
de Roberto Arlt, La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, Adán
BuenosAyres de Leopoldo Marechal, La traición de Rita Hayworth de
Manuel Puig, Zama de Antonio Di Benedetto, Respiración artificial de
Ricardo Piglia, Minga de Jorge Di Paola, Kincón de Miguel Briante, Na-
die, nada, nunca de Juan José Saer, El mago de César Aira, Los pichiciegos

150
EDUCACIÓN ESTÉTICA

de Rodolfo Fogwill, Las islas de Carlos Gamerro, La piel de caballo de


Ricardo Zelarayán, Los días sentimentales de Nicolás Peyceré, El pasa-
do de Alan Pauls, Rabia de Sergio Bizzio, Crímenes imperceptibles, de
Guillermo Martínez, La asesina de Lady Di de Alejandro López, Vida
interior de Federico Jeanmaire y tantas otras hojas de tantos otros ár-
boles que componen este bosque de la novela argentina. Rumorean.
Se agitan, todas disímiles en su parecido, con el estremecimiento de
lo que está vivo.

Obras citadas

Almeida, Eugenia. 2009. El colectivo. Buenos Aires: Edhasa.


Bachelard, Gastón. 2002. La poética del espacio. México D.F.: Fondo de
Cultura Económica.
Barthes, Roland. 2005. La preparación de la novela. Buenos Aires: Siglo
Veintiuno Editores.
Basualdo, Sebastián. 2009. Cuando te vi caer. Buenos Aires: Bajo la
Luna.
Costa, Flavia. 2009. Las anfibias. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Edi-
tora.
Deleuze, Gilles. 1996. Crítica y clínica. Barcelona: Editorial Anagrama.
Flaubert, Gustave. 1963. Carta a George Sand, 2 de diciembre de 1874,
en Préface à la vie d´ecrivain, G. Booléme: Seuil.
Kohan, Martín. 2008. Entrevista televisiva de Juan Sasturain. Buenos
Aires: Telefé. http://www.verparaleer.speedy.com.ar/Inter-
views/Index/id=51&season=2008.
Kohan, Martín. 2009. Ciencias morales. Buenos Aires: Anagrama.
Makovsky, Pablo. 2008. “La literatura y la vida: el nudo de la histo-
ria”. El Ciudadano. Rosario. Lunes 1 de septiembre, Rosario
Piglia, Ricardo. 2000. Crítica y ficción. Buenos Aires: Planeta / Seix
Barral.
Ratto, Patricia. 2006. Pequeños hombres blancos. Buenos Aires: Adriana
Hidalgo Editora
Ratto, Patricia. 2008. Nudos. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.

151
Fragmentos sobre la lírica

Ángel Ortuño

Hay que operar en las convenciones sin creer mucho en ellas


Franco Volpi

Poesía fósil

U n niño de nueve años festeja la simulación del adulto que lo acom-


paña: “¡Caíste redondito!”, exclama alegre cuando su padre finge
desconocer la respuesta al viejísimo acertijo. El niño profiere la frase
mucho más allá de su capacidad de entenderla de forma literal; de he-
cho, a contrapelo de lo que ocurriría si lo entendiese: ¿cómo se puede
caer “redondito”?
El habla, el lenguaje cotidiano está lleno de esta poesía fósil, senti-
do figurado cuyo componente de sorpresa requiere del descreimien-
to del sujeto para su recuperación, de la voluntaria suspensión del
acuerdo que lo vuelve vehículo expresivo de contenidos por debajo,
por encima o a los lados de su estricta literalidad.
Al niño no le interesa la poesía; es muy probable que tampoco a
su padre. Al menos, no lo declararían así. Como ellos hay cientos de
miles que, si actuaran en sentido contrario a esta conjetura, volverían
la escritura de versos el negocio más grande del planeta, por una de-
manda multitudinaria similar a la de la comida rápida. Pero la poesía,
aunque sea fósil, sí les interesa, los atraviesa, pasa a través de su ne-
cesidad expresiva, aunque ésta se valga de un limitado repertorio de
frases hechas, domesticadas ya para servirle a la intención de transmi-
tir un sentido, de ser unívocas.
En el estado previo al reconocimiento de estos fósiles y su uso reite-
rado se está como en el posterior a su identificación consciente. Quien
haya visto a un niño reír sorprendido por los dislates contenidos en el
más aburrido lugar común podrá constatar en ese acto una revelación
similar, aunque en dirección inversa, a la de la invención poética.
“Pasar cerca de un niño que juega” figura en la lista de cosas bellas
del Libro de la almohada de Sei Shonagon.

155
Ángel Ortuño, Fragmentos sobre la lírica

El juego y sus reglas

A propósito de una novelita libertina de Jean François de Bastide (La


casita, 2004), César Aira caracteriza un procedimiento, una estrategia
discursiva: la “apelación a una experiencia cultural compartida”. Tal
es el juego entre el adulto y el niño del fragmento anterior: no sólo la
simulación del suspenso (esa puesta en escena didáctica que sintetiza
los signos del desconocimiento), sino el recurso para cerrar el circuito,
el uso de esa frase inexpugnable al desciframiento literal (o, al menos,
desconcertante si tratáramos de hacerlo) en cuanto apelación, llamado
(también en el sentido teatral de este término: aviso de que la repre-
sentación va a comenzar). El juego funciona como recurso de aprendi-
zaje al servicio del orden de las cosas.
Ésa sería una definición, tal vez apresurada, de realidad: el orden
de las cosas.

Poesía, realidad y transrealidad

Yo sostengo la creencia de que después de todo


el mundo es esto y esto y esto
Apenas un manojo de peces rubios te lo explicaría mejor
Se pudiera decir
el mundo penetra por tu dedo índice
Tu cabeza espera apoyada en la siesta

Pero todo es en vano


Es ya muy tarde para que me creas
y ni acaso mil cítaras de pronto lograrán convencerte
(Luis Álvarez Piñer 45-46)

Si la realidad es el orden de las cosas, y éstas “las fronteras de nuestros


pensamientos”, al decir de Nietzsche, si al escribir poesía se piensa en
acto (el ritmo afina, aligera el lastre explicativo), no es la adecuación
entre cosa y palabra lo que se busca, es decir, la verdad, sino la irrup-
ción de la interzona (“la perturbación de la estabilidad de las orillas”,
según una greguería de Gómez de la Serna), de la mandorla limítrofe
de no cosa ni pensamiento. El verso funciona como un interruptor de
uno a otro estado; o como en el experimento mental del Gato de Schrö-
dinger (o del suicidio cuántico, desde el punto de vista del gato...):

156
EDUCACIÓN ESTÉTICA

existencia simultánea de todos los estados posibles que varía bajo la


observación (la necesaria intervención moduladora del lector).
Pensaron que era la paciente esposa
de un héroe. La que espera noche y día
tejiendo y destejiendo. La que ignora
que nunca vuelve el mismo que ha partido.
Y sólo soy una maldita araña.
(Amalia Bautista 7)

En sus diarios, Andrés Sánchez Robayna plantea una pregunta que


responde parcialmente: “¿La escritura como conciencia o condición
autotélica del signo? Necesidad de recordar siempre, sin embargo, el
fundamento oral, fonético de la palabra, su fundamento musical” (20-
21). La escritura es esa conciencia autotélica, que en primera instancia
se persigue a sí misma como principio y fin. Pero la cláusula adversa-
tiva de Sánchez Robayna encierra una afirmación capital: no es sola-
mente el signo, ni siquiera lo fue en el principio; en el principio fue la
música. El lenguaje articulado es anterior a la escritura; así mismo, la
poesía nace oral.
La escritura poética va, lo repetiré, a la demasía; no signo autotéli-
co sino hipertélico: procede por invención y en ella ocurren hallazgos.
Es este ir más allá de sus fines lo que pudiera hacer pensar que existe
para ella un destino que es a la vez origen: las musas, los dioses, la
realidad trascendente. Lo que José Bergamín ha llamado “la razón del
disparate” (28-29), aquello cuya naturaleza inefable ocasiona la dis-
torsión del código en la poesía. ¿Cómo decir lo indecible?
Encuentro mucho más interesante la segunda parte, la inversión de
su propuesta: el disparate de la razón. Asimétrica e incompleta, la poe-
sía no es una aspiración al reposo, a la simetría y la unión con el todo,
sino un exceso, un atrevimiento, una acción desusada (contraria a la
convención unívoca del idioma) y temeraria (sin fundamento, razón o
motivo). “Hacer o decir algo fuera de razón y regla”: tal es la definición
de “disparatar”. La disyunción entre hacer y decir opera simultánea-
mente como conjunción en la palabra poética. Está algo emparentada
con la performatividad de la maldición y el conjuro de la brujería, pero
en y por la realidad: “La poesía muere y decae porque las musas ya no
celebran empresas de los dioses o los héroes, y cada vez más pierden
su antigua familiaridad [...], han descendido a la tierra para mezclarse
con las infamias de los comunes mortales; y he aquí que cada día se

157
Ángel Ortuño, Fragmentos sobre la lírica

vulgarizan más”, afirma Dino Formaggio (147) al comentar algunas


observaciones de Vico sobre la muerte de la poesía.
Las vanguardias históricas sustituyen la experiencia extática del
místico por los estados alterados de conciencia o la psicopatía. El su-
rrealismo va al diván psicoanalítico, se esfuman los vates y los orácu-
los. El héroe romántico del siglo xix ha devenido psicópata entroniza-
do, serial killer.
En la primera de sus memorables conferencias contra los poetas,
Witold Gombrowicz se mofaba de la renuencia a aceptar esa muerte
de musas y dioses en el discurso poético: “De cada 10 poemas, uno
por lo menos cantará el poder del Verbo y la elevada misión del Poe-
ta, lo que, justamente, demuestra que el Verbo y la Misión están en
peligro”. Termina la conferencia instando a los poetas a cuestionar su
arte, en lugar de regodearse en una hermética aristocracia sin contra-
peso y sin futuro porque es toda pasado aunque se crea eterna.
El trabajo como poeta de Louis Zukofsky va en esta línea de cuestio-
namiento y deslinde que implica toda definición. Para Zukofsky: “la
poesía puede ser definida como un orden de palabras que —al igual
que el movimiento y el tono (ritmo y grado)— se acerca con matices
variables al arte sin palabras de la música” (117). Posteriormente, al ir
más allá en el deslinde, ubica a la poesía con relación a sus medios (las
palabras) y sus objetos (imagen, sonido, interacción de conceptos) de
manera muy similar a como lo hiciera en su famosa división tripartita
Ezra Pound: melopea (percepción sensorial), logopea (pensamiento) y
fanopea (imaginación). Decir que la poesía es cosa de palabras invo-
lucra muchas más dimensiones que el mero retruécano, la adivinanza
o el juego de ingenio. Sin embargo, siguen siendo palabras. La poesía
—dijo de manera memorable Gottfried Benn— “se concreta en pala-
bras y no en eructos o en toses” (69).
La poesía, ha dicho Roberto Juarroz, crea realidad, “abre la escala
de lo real” (16). Por supuesto, no es creación ex nihilo: “la poesía es el
mayor realismo posible [...], salta por encima de los nombres de las co-
sas, para nombrarlas de otra manera, sin el engaño y la arbitrariedad
de la etiqueta”.
Es preciso recuperar la feliz definición que hiciera Johannes Pfei-
ffer: la poesía es una configuración verbal (13). Todas sus dimensiones
se dibujan, cobran forma (figura) en su conjunción, y en ella sostienen
una relación fluida que puede apreciarse parcialmente pero que des-
concierta gracias a su incesante movimiento.

158
EDUCACIÓN ESTÉTICA

No se trata de evitar el peligro, sino de incurrir en lo que los juristas


denominan “imprudencia temeraria”, la culpa grave e inexcusable de
atentar contra las mayúsculas iniciales de Verbo y Poeta. ¿De dónde
provienen estas mayúsculas? De la congelación, de la desecación de
sus contenidos; son la reverencial pérdida de vitalidad de una noción
que requiere gritar cuando su sola presencia, lejos de convencer, ni
siquiera inquieta.
¿Cómo pasar del homenaje a la insolencia? ¿Cómo dejar de cabal-
gar en un caballo muerto? La poesía épica se eclipsó, la identidad co-
lectiva ya no requiere de sus servicios, para eso está el fútbol. De la
poesía dramática no se sabe hace siglos. La lírica se sostiene apenas,
por lo general malentendida y desarticulada en canciones populares
—si buscamos una dimensión mayoritaria— y reducida a diminutas
cofradías si la escritura aspira a una mayor “artisticidad” —lo que
generalmente sólo apunta a emular, digamos, a los asistentes a una
convención de neurocirugía—.
“Sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y
mantener nuestra potencia de conocimiento” (369), afirma Lezama
Lima al principio de “Mitos y cansancio clásico”. Delimitar ese plural,
es decir, a quiénes se refiere con “nos”, llevará a descubrir que alude
justo a los asistentes a esa convención de neurocirugía, a los lectores
de poesía... y al tenor de las exigencias que éstos le hacen al poeta.
Enarcarse frente a un texto, tensarse, retroceder, desandar lo sabido
para saltar sobre lo que topa con nosotros como una dimensión de
realidad más allá de la ansiolítica rutina de la fácil taxonomía. La poe-
sía mantiene nuestra potencia de conocimiento. Y son legión aquellos
a quienes esto no les importa, cuestión que abordó y resolvió con fi-
nura Enrique Díez-Canedo hace casi setenta años en su conferencia
“Poesía y gusto”: “¿Quiere esto decir que el poeta debe buscar el gran
público, desdeñando los demás? De ningún modo: el poeta no tiene
nada que ver con el público, sino con la poesía. El público viene por
añadidura, si viene. ¿Que el gran público acabará por entender al gran
poeta? Aun esto es dudoso” (22-23).

Comprensión, popularidad, obras maestras y riesgos entre


otros malos entendidos

Como por lo general las obras maestras han sido incomprendidas,


afirma Chesterton, hubo quien supusiera que lo incomprensible era

159
Ángel Ortuño, Fragmentos sobre la lírica

la garantía de una obra maestra. La solución tiene la elegancia propia


de una buena estafa (“¡estafen!”, ordenaba en una de sus novelas Juan
Filloy), y no pareciera ser tan censurable como lo pinta la ingeniosa
frase del escritor inglés.
“El hecho de que un concepto determinado se refiera justamente
a este objeto determinado” es la definición que da Pfander de “com-
prensión” (citada por Ferrater Mora en su Diccionario de filosofía). Si la
comprensión ocurre cuando se da este ajuste, entonces no es posible
comprender la poesía. Entre la percepción sensorial y su intelección,
la escritura poética suscita un cortocircuito, de tal forma que ambos
procesos quedan en una especie de suspensión coloidal. “La creación
no es una comprensión: es un nuevo misterio”, decía Clarice Lispector
en una entrevista concedida a la revista Crisis, en julio de 1976, según
lo refiere Alicia Smolovich.
Por otro lado, la popularidad de una obra de arte apunta a cues-
tionar fatalmente su propia “artisticidad”. La poesía lírica más popu-
lar es el lenguaje fosilizado de las canciones populares —ya lo dije
o lo diré, no estoy muy seguro de la secuencia y de si tras todo esto
subyazca no digamos una estructura, sino siquiera un esquema—. El
placer del reconocimiento, de ver una y otra vez aquello que ya se ha
identificado —como hace el niño del primer fragmento— es un placer
de mayorías, no tanto el gusto por la inestabilidad y lo poco familiar
(el ejemplo clásico es el juego de palabras en alemán en los textos de
Freud, donde lo que no es familiar resulta siniestro).
La poesía oral era muy popular, nos recuerdan los manuales; sí,
claro, entre grupos humanos que difícilmente sobrepasaban en nú-
mero a quienes acuden el domingo a un supermercado hoy en día.
La épica podía contener, definir, modelar identidades colectivas. Eso
estalló hace mucho. De ahí la predominancia de la lírica. De ahí la
tradición moderna o de la modernidad, como se prefiera. Pareciera,
entonces, que surgiera un “deber ser” de la innovación o su búsqueda
a ultranza: el riesgo y la experimentación.
“¿Qué arriesgan las poéticas del riesgo?”, pregunta Luis Vicente
de Aguinaga en un texto sobre asuntos parecidos a los citados líneas
arriba, al referirse a la poesía experimental:
El adjetivo experimental, en este sentido, es una huella, un rastro in-
ocente: la marca de un propósito innovador que, al intentar separarse
de ciertos repertorios verbales despreciados, ha desembocado a la lar-

160
EDUCACIÓN ESTÉTICA

ga en un mero voluntarismo pseudocientífico, es decir: en un anhelo


de renovación teñido de cientificismo a distancia.

La amplitud de estos repertorios verbales despreciados por el poeta


experimentalista puede abarcar lo popular o, en casos extremos, la
propia tradición poética. La cuestión no parece ser tanto un arrebato
de voluntarismo si consideramos que “despreciar” puede referirse a
reconocer una depreciación, una pérdida de potencial expresivo. Así
lo hicieron, por ejemplo, los modernistas al configurar su repertorio
verbal e imaginario por completo distante, ya no digamos al habla co-
tidiana, sino a cualquier dato de la experiencia cotidiana en los países
donde surgió.
Si Gombrowicz se refiere al aislamiento aristocrático de los poetas,
no me parece que sea para reclamar una imposible “democracia estéti-
ca”, sino más bien para mofarse del aferramiento mecánico, escolar, a
los repertorios verbales que se consideran consagrados (al margen de,
o precisamente por su falta de difusión y aceptación popular). Aho-
ra bien, la tradición es mucho más que un simple repertorio verbal,
que un vocabulario prestigioso o un fetiche. En esto coincido con De
Aguinaga: sería un ingenuo (o algo mucho peor) quien pretendiera re-
ducirla a eso. La tradición es volver a empezar un formidable antaño,
parafraseando a Focillon según lo cita Sánchez Robayna.

Sinceridad y lirismo

Partamos de una premisa: la sinceridad es la virtud que objetiva la


subjetividad, la que la hace visible —paradójicamente— cuando se
hace invisible como recurso; descubre y desnuda, se quita de en me-
dio. Operar este tránsito por la vía de la realización verbal es, por de-
finición, una demasía; para ello no sirven las formulaciones conven-
cionales, desprovistas de potencial expresivo en aras de la univocidad
ejemplarizante que es su horizonte de utilidad.
La sensiblería se apropia el término sinceridad en su obcecada ar-
gumentación que pretende subsanar su pobreza retórica recurriendo
al prestigio (engaño, finalmente) de la univocidad. En cambio, en la
poesía, según Johannes Pfeiffer, “lo esencial es vivir las palabras en
toda su virginal plenitud de sentido y plasticidad; la intuición se eleva
sobre la comprensión, la imagen sobre el concepto”.
Otra proposición: la verdad no ha sido, ni puede serlo, el objetivo

161
Ángel Ortuño, Fragmentos sobre la lírica

de la escritura poética. El movimiento de lo subjetivo hacia lo objetivo


no procura lo verdadero sino lo expresivo. La hipérbole es su recurso
retórico por excelencia:
a

una
mujer
mientras
más piernas
tiene más me
gusta

mi
novia
tiene 9
pero a mí
me gustaría
una mujer como
una actriz de cine
con 19
(Claudio Bertoni 28)

La escritura poética opera, ¿lo dije ya?, por demasía.


El lirismo que, conforme a la tradición, rompe o disgrega el equi-
librio perceptivo opera la sinceridad —la expresión— por una vía
simultánea: al mismo tiempo que despoja o deshace el orden de las
cosas, las reformula en su particular orden (la traducción que nos hace
creer que al teléfono oímos una voz y no una secuencia de impulsos
eléctricos).
La experiencia es una herramienta de aprendizaje. Su formulación,
en un primer momento, procura fijarla (esto es así) y transmitirla (esto
será así también para ti). Hay en esta reducción una deliberada renuncia
al potencial expresivo. La ingenua convicción del poeta lírico sobre lo
excepcional de su experiencia (el posesivo delata el afán de apropia-
ción) lo lleva, naturalmente, a someter estas formulaciones a pruebas
reiteradas en un diapasón que abarca desde la aceptación hasta el re-
chazo.
La aceptación irrestricta deriva en la idea de “lo poético”. Por vía
del desfonde semántico y la pérdida de límites conceptuales, se llega
a la acepción del término“poesía” como sinónimo de todo aquello que

162
EDUCACIÓN ESTÉTICA

encontramos “bello”, en el sentido de ser motivo de que sobrevenga


una alteración emotiva: la poesía de un ocaso, la poesía de las piernas
de la amada, la poesía de un buen cigarro luego del banquete... y así ad
nauseam. Si partimos de esto, basta con acudir a nuestro viejo código
de comunicación unívoca para limitarnos a describir lo que ya de por
sí se yergue como poético. Se trata, por supuesto, de un engaño. Colo-
rido y popular, pero engaño al fin. La palabra se limita a su rol ancilar,
a ser el picaporte que da paso a la habitación común.
El rechazo es un revulsivo, la suspicacia sin asideros, o con ellos,
pero aceptándolos con la resignación de quien lleva un corsé ortopé-
dico. Fecundo si lleva a explorar las leyes internas que dan tensión y
terminan por perder eficacia y decaen; vano y predecible, si ingenua-
mente se pone a descubrir lo ya descubierto. El rechazo es un naufra-
gio.
¿Y qué hace Robinson en su isla? Extrañar rabiosamente al exe-
crable género humano. Así el poeta lírico desfallece por publicar sus
versos.
Romper, pues, las convenciones como rompen las olas en la costa,
sin merma del océano (¿intraducible juego de palabras?).

Obras citadas

Aguinaga, Luis Vicente de. 2005. “¿A qué se arriesgan las poéticas
del riesgo”. http://aguinaga.blogspot.com/2005_07_01_archive.
html (consultado el 14 de diciembre de 2009).
Bastide, Jean Francois de. 2004. La casita. Trad. y ed. de César Aira.
Buenos Aires: Santiago Arcos Editor.
Bautista, Amalia. 2003. Hilos de seda. Sevilla: Renacimiento.
Benn, Gottfried. 1985. “Problemas de la lírica”. En El poeta y su trabajo
iv. Selección, prólogo y notas de Hugo Gola, (65-96). México: Uni-
versidad Autónoma de Puebla.
Bergamín, José. 2005. El disparate en la literatura española. Sevilla:
Renacimiento.
Bertoni, Claudio. 1996. Ni Yo. Santiago de Chile: Editorial Cuarto
Propio.
Formaggio, Dino. 1993. La “muerte del arte” y la estética. México: Gri-
jalbo.
Juarroz, Roberto. 1992. Poesía y realidad. Valencia: Pretextos.

163
Ángel Ortuño, Fragmentos sobre la lírica

Lezama Lima, José. 1981. El reino de la imagen. Caracas: Ayacucho.


Pfeiffer, Johannes. 2005. La poesía. México: Fondo de Cultura
Económica.
Piñer, Luis. 1995. Poesía. Valencia: Pre-Textos.
Sánchez Robayna, Andrés. 1996. La inminencia (diarios, 1980-1995).
México: Fondo de Cultura Económica.
Smolovich, Alicia. “La Hechicera”. Psyche 46.
www.psyche-navegante.com/numero46/la%20hechicera.doc
(consultado el 15 de marzo de 2010).
Zukofsky, Louis. 1985. “Declaraciones en favor de la poesía”. En El
poeta y su trabajo iv. Selección, prólogo y notas de Hugo Gola, (117-
126). México: Universidad Autónoma de Puebla.

164
167
Índice de autores

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