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(Entrando Iago a la Iglesia, antes de la reunión del día siguiente. Mira por todos lados
comprobando si hay alguien. Al ver que no, eleva la voz, con propósito de llamar la
atención.)
-Iago: ¡Oh, Señor! Cuan grande es mi pecado, que incluso la culpa me corroe el alma y
me envenena el pensamiento. Vengo ante ti para pedir salvación, si ésta todavía puede
serme concedida. Mas no pierdo la esperanza, pues soy humano; y, como tal, cometo
crímenes que van en contra de la pureza innata de todo ser. Aún así, no voy a cejar en
mi obsesión. Porque si bien yo cometo pecado, mayor será el de Casio y seguramente el
de Otelo. Así yo…
-Sacerdote: ¡Quién va! ¡Quién es el que interrumpe el descanso del siervo del Señor!
-Iago: Calma, calma. Soy tan sólo un soldado del Moro en busca de la piedad divina.
-Sacerdote: Entonces, hijo, habéis acudido al lugar indicado. Podéis contarme vuestro
pecado; yo aliviaré la carga de vuestra alma.
-Iago: Mi historia es un poco extensa, así que le resumiré: Tengo la sospecha de que mi
mujer es infiel.
-Sacerdote: ¿Y sois vos quién necesita perdón? ¡Válgame el cielo! Mandadme a esa
mala pécora y yo le haré arrepentirse de su lascividad.
-Iago: Precisamente, padre, mi pecado es consecuencia del suyo mismo. Esta señora,
que dice ser mi esposa- cosa que implica fidelidad al correspondiente marido- mira
embelesadamente a mis superiores. Debido a esa yegua mal montada…
-Sacerdote: Alto, amigo, antes de que os descarriléis de vuestro relato para dirigiros al
terreno de la vulgaridad, la calumnia y lo soez. Recordad que estamos en la casa del
Señor.
-Sacerdote: ¿Pero tenéis pruebas sólidas que respalden lo que estáis hablando?
-Iago: No puedo demostrarlo, pero hay algo. Veréis, mi señor Otelo es al mismo tiempo
mi mejor amigo. O era. El caso aconteció de la siguiente forma. Había un ascenso en
concurso, de modo que esperaba que fuera yo nombrado lugarteniente. Pero cuan
traicionado me sentí, y mayúscula sorpresa la que me llevé, cuando el ascenso
mencionado fuera otorgado a Casio. Entonces ocurrió que Emilia posó sus lascivos ojos
sobre el recién ascendido hombre, sin duda alguna poseída por la ambición y el deseo.
Pero como estaba casada conmigo... En ese momento me propuse dañar a ambos; no
físicamente, cosa que no me hubiera reportado beneficio alguno. No, mi intención era
bien distinta. A uno, el Moro, le atacaría en el mismo terreno en el que yo había sido no
sólo vencido, sino humillado como un bufón; el terreno del amor. Y a Casio…oh, a
Casio iba a arrebatarle su cargo.
-Iago: ¿Verdad es, que hasta la justicia divina está de mi lado, Padre?
-Sacerdote: Posiblemente.
-Iago: Gracias a los cielos; ahora sé que incluso el Omnipotente está de mi lado. ¿Puedo
pediros un favor?
- Sacerdote (visiblemente alarmado): ¡Me pedís un imposible! Eso iría en contra del
voto de cualquier seglar. Además, en caso de hacerlo, tendría que excomulgaros a vos
también.
-Sacerdote: Verdaderamente os han hecho daño. Tanto, que incluso la razón misma
perdéis y recurrís al código de Hammurabi.
-Iago: No tenéis idea de cuanto. Por eso clamo al cielo y os pido ayuda. En vuestras
manos está mi salvación o mi pérdida.
- Sacerdote (dubitativo): Visto de esa forma… Pero si os ayudo, ha de ser bajo la más
estricta discreción; esta debe de primar en el acto que vamos a acometer. Tened en
cuenta que hago esto por piedad divina. Aún así, sin pedirle aprobación al Santísimo
Padre… Habría que planearlo cuidadosamente…