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La historia secuestrada

La historia secuestrada[1]

Orlando Villanueva Martínez [*]

A mí me ha preocupado desde siempre, como a muchos de ustedes, el tema de la


historia; yo fui un pésimo estudiante de historia. En la escuela recuerdo que era el
peor en historia. Fui víctima -como probablemente muchos de ustedes lo han sido-
del modo de enseñanza de la historia en la educación, digamos tradicional, que
muchas veces en lugar de educar deseduca. Decía Bernard Shaw que él había
tenido que interrumpir su educación para ir a la escuela a la edad de seis años.

Me ha preocupado siempre el tema de la historia porque pienso que la historia es


una clave de identidad colectiva. Una persona o un pueblo que no sabe de dónde
viene difícilmente podrá llegar a averiguar adónde va. Hay una copla anónima de
Boyacá, justamente aquí de Colombia, que lo dice mejor que yo: “Yo no sé dónde
nací, no sé tampoco quién soy, no sé de dónde he venido ni se para dónde voy”.

Los latinoamericanos que pertenecemos al mundo de los no resignados -ya que este
mundo está dividido entre los indignados y los resignados- estamos enfrentando en
estos tiempos de tensión y tormenta, de tanto horror y tanta maravilla, un enorme
desafío, un desafío de transformación, y no hay manera de cambiar la realidad si no
se comienza por conocerla. Una catástrofe sería este cambio si operara sobre una
realidad que no se conoce aplicando mecánicamente modelos ajenos a ella, o que
poco tienen que ver con sus necesidades más profundas. Yo creo que la historia es
parte de esa realidad que tenemos que conocer para poder cambiarla, para poder
transformarla, y el mismo sistema que nos está enmascarando cada día la realidad
presente, el mismo sistema que miente esa realidad -porque incluso prohíbe
nombrarla-, es el sistema que ha secuestrado la historia.

América Latina padece, entre muchas otras cosas, un secuestro de la historia; la


historia latinoamericana ha sido secuestrada por los dueños del poder. A mí siempre
me pareció que una de las tareas más fecundas de los intelectuales del campo de
los indignados o del campo de los no resignados es esa tarea de reconquista de la
historia secuestrada.

Ese secuestro viene desde el fondo de los tiempos. Nace desde los primeros años de
la Conquista donde ya se pone en funcionamiento el mecanismo colonial del
asesinato de la memoria colectiva. Se asesina o se intenta asesinar una memoria
para imponer otra en su lugar. Es la historia que conviene al amo para aniquilar,

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para apagar cualquier conciencia de rebelión de los pueblos sometidos, para


desarrollar en ellos una conciencia servil, de aceptación pasiva de las cosas.

No quiero irme al ejemplo porque nos desviaríamos mucho, pero en el proceso de


conquista a través del cual Europa se apodera de América y la ponen al servicio de
sus necesidades de desarrollo, no sólo se opera la expropiación violenta de la fuerza
de trabajo y un despojo por la violencia también de las riquezas naturales, sino –y
esto es lo que quería señalar- se opera también una expropiación de la memoria
histórica, y ese es un drama que continúa hasta nuestros días.

Hay una historia oficial que es la que se ha transmitido hasta hoy. Es la historia que
difunden las escuelas y los medios de comunicación, que tiene varias características.
En primer lugar, es una historia muy local, desvinculada de la historia universal. Por
historia universal se entiende naturalmente la historia de Europa y no la del mundo
en su conjunto. Se enseña la historia de la patria chica, de la comarca; no se
proyecta hacia la historia latinoamericana y mundial en general; es una historia
desconectada, no se sabe qué era lo que estaba ocurriendo en otras partes; es una
historia que nos enseña a desvincularnos de los demás. Nosotros recogemos una
herencia de desvinculación; por eso nos encontramos hoy desconectados. América
Latina es un gran archipiélago; hay mecanismos que funcionan para divorciarnos.

En la historia oficial, los hechos ocurren como un desfile de próceres, todos vestidos
de fiesta; unos señores con unas caras de una solemnidad de mármol, siempre
preparados como para un cumpleaños.

En este trabajo de rescate de la historia tuve la ocasión de escribir sobre algo que
me venía atormentando desde la infancia sobre el padre de los pobres. Desde que
éramos chicos nos enseñaron en Uruguay a venerar al padre de los pobres que era
Francisco Antonio Maciel, un héroe oficial por excelencia, cuya cara luce en las
paredes de todos los colegios del país, y cuando uno se pone a escarbar un poquito
en la documentación de la época, descubre que además de ser padre de los pobres
el tal Francisco Antonio Maciel, practicaba con éxito otros oficios que les voy a
contar ahora, tomado de un texto que se llama El padre de los pobres, de Eduardo
Galeano en Montevideo, en 1799.

Francisco Antonio Maciel ha fundado el primer saladero de esta margen de La Plata,


suya es también la fábrica de jabón y velas de cebo. Enciende velas de Maciel el
farolero que anda por las calles de Montevideo a la caída de la noche antorcha en
mano y escalera al hombro; cuando no anda corriendo sus campos, Maciel revisa en
el saladero las lonjas de tasajo que venderá a Cuba o a Brasil, o hecha un vistazo
en los muelles, a los cueros que embarca; suele acompañar a sus bergantines, que
lucen nombres de santos hasta más allá de la bahía, los montevideanos lo llaman
padre de los pobres porque nunca le falta tiempo y parece milagro para dar socorro
a los enfermos dejados a la mano de Dios y a cualquier hora y en cualquier sitio el
piadoso Maciel tiende el plato suplicando limosna para el hospital de caridad por él
creado; tampoco deja de ir a visitar a los negros que pasan la cuarentena en las

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barracas; él fija personalmente el precio mínimo de cada uno de los esclavos que
sus barcos traen desde Río de Janeiro o La Habana; doscientos pesos fuertes valen
los que tienen dentadura completa, cuatrocientos los que saben artes de albañil o
carpintero; Maciel es el más importante de los comerciantes montevideanos,
especializados en el intercambio de carne de vaca por carne humana.

MITO E HISTORIA

Jamás un investigador ajeno a una cultura podrá penetrar a lo esencial de lo que


esa cultura quiere decir. Yo personalmente parto de esa impotencia; sé que jamás
podré llegar a conocer cuál es la verdad última de la filosofía de los indios
Maquiritaros, pero hay un mito que proyecta una hermosa luz de vida sobre todos
nosotros. Yo hago ahí una operación de transfiguración que me permite conversar
con ellos de un modo cariñoso, respetuoso, que desde el punto de vista científico
deja mucho que desear, pero desde el punto de vista poético, humano, histórico y
político es una operación absolutamente imprescindible realizar, porque si no
siempre estaríamos condenados al silencio y la desconexión, porque en efecto
ninguno de nosotros puede jamás llegar a penetrar hasta el fondo de una cultura
que no nos pertenezca, una cultura de la que uno no haya mamado de la leche de la
madre; hay una pared ahí imposible de atravesar. Pero es posible abrirle a la pared
algunos agujeritos para irse asomando, y es imprescindible, urgente y necesario
hacerlo.

Para que vean cómo es la melodía del asunto, veamos el mito de la creación
recreado por mí:

La mujer y el hombre soñaban que Dios los estaba soñando, yo me soñaba mientras
cantaba y agitaba sus maracas envuelto en humo de tabaco y se sentía feliz
estremecido entre la duda y el misterio. Los indios Maquiritaro saben que si Dios
sueña con comida fructifica y da de comer, si Dios sueña con la vida nace y da
nacimiento; la mujer y el hombre soñaban que en el sueño de Dios aparecía un gran
huevo brillante, dentro del huevo ellos cantaban, bailaban y armaban mucho
alboroto porque estaban locos de ganas de nacer, soñaban que en el sueño de Dios
la alegría era más fuerte que la duda y el misterio, y Dios soñando los creaba, y
cantando decía rompo este huevo, nace la mujer y nace el hombre y juntos vivirán
y morirán pero nacerán nuevamente, nacerán y volverán a morir y otra vez
nacerán, y nunca dejarán de nacer porque la muerte es mentira.

El origen del amor: en la selva amazónica la primera mujer y el primer hombre se


miraron con curiosidad; era raro lo que tenían entre las piernas. ¿Te han cortado?,
le preguntó el hombre; no, dijo ella, siempre he sido así. Él la examinó de cerca, se
rascó la cabeza, allí había una llaga abierta. Dijo, no comas yuca ni plátano ni fruta
que se raje al madurar, yo te curaré, échate en la hamaca y descansa. Ella obedeció
con paciencia, tragó los menjurjes de hierbas, se dejó aplicar las pomadas y los
ungüentos, tenía que apretar los dientes para no reírse cuando él le decía: no te
preocupes. El juego le gustaba aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas

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y tendida en la hamaca; la memoria de las frutas le hacía agua la boca. Una tarde el
hombre llegó corriendo a través de las flores, daba saltos de euforia y gritaba ¡lo
encontré!, ¡lo encontré! Acababa de ver al mono curando a la mona en la copa de
un árbol, es así dijo el hombre aproximándose a la mujer, y cuando terminó el largo
abrazo, un aroma espeso de flores y frutas invadió el aire, y de los cuerpos que
yacían juntos se desprendían vapores y fulgores jamás vistos, y era tanta su
hermosura que se morían de vergüenza los soles y los dioses.

Muchos de los mitos que han sido recogidos por los antropólogos y que están en los
libros a los que uno puede tener acceso en un lenguaje a veces un poquito
científico, complicado y en códigos secretos pero que están ahí; muchos de los
mitos son mitos nacidos de la historia, pero nacidos de episodios muy concretos de
la historia, porque claro, no hay ningún mito que no provenga de la historia; en la
medida en que el mito es un producto humano proviene de la historia, de la historia
hecha por los hombres; pero en algunos casos hay mitos que están, yo diría
datados, o sea mitos de los que uno puede tener la casi certidumbre que
corresponden a una necesidad colectiva planteada en un momento determinado del
devenir histórico.

Y qué decir de la cultura negra. Qué conocemos nosotros los latinoamericanos y los
norteamericanos también de los orígenes de las matrices, de las características de
esas culturas que los esclavos trajeron consigo; porque los esclavos no viajaron,
como se supone, reducidos a la simple condición de esclavos; viajaron
acompañados de su cultura, de sus dioses; de esas culturas solamente sabemos lo
que nos muestran las películas de Tarzán; ahí empieza y termina nuestro
conocimiento sobre el África.

Es importante advertir cómo en el viaje, en la travesía, no todos los dioses


sobrevivían; algunos caían al agua. ¿Cuáles eran los que caían? Los que no servían
a las nuevas necesidades de aquellos negros que habían sido arrancados de tierras
africanas para servir como esclavos en tierras de América; entonces, ¿cuáles eran
los dioses que no resistían la travesía y morían ahogados en el océano? Los dioses
agrarios, los dioses de la fecundidad. ¿Por qué? Porque qué interés podía tener un
esclavo en que la tierra fuera más fecunda para dar más frutos al amo; qué interés
podía tener el esclavo en que el vientre de la esclava fuera fecundo para dar más
esclavitos al amo; los que sobrevivían no eran los dioses agrarios venidos del África
sino los dioses guerreros, los dioses peleadores, porque son éstos los que pueden
perpetuar la memoria de resistencia, los que pueden ayudar a resistir, los que
pueden ayudar a que no se rompa la conciencia de aquellos millones de hombres
traídos como manadas de ganado a tierras americanas.

Acá hay unos textos que escribí hace poco en torno a estos temas, que muestran
cómo los mitos y la historia se van atando, y cómo a través de cada uno de estos
episodios mal conocidos, desconocidos o mentidos por la historia oficial he podido
reconstruir también todo el universo cultural que nos han escamoteado y que
tenemos que recuperar. El que viene se llama Retablo de Bahía:

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Dicen los que mandan en Bahía, que el negro no va al cielo aunque sea rezador
porque tiene el pelo duro y pincha a nuestro Señor. Dicen que de humano el negro
sólo tiene los ojos que los precisa para robar, el negro no duerme, ronca; no come,
traga; no conversa, rezonga; no muere, acaba; no tiene manos sino palas, no tiene
dientes sino azadas. Dicen los que mandan en Bahía que Dios hizo al blanco y al
mulato lo pintó, al negro dicen, el diablo lo cagó.

Toda fiesta de negros es sospechosa de homenaje a Satanás, negro atroz de rabo,


espuelas y tridente, pero los que mandan saben que si los esclavos se divierten de
vez en cuando trabajan más, viven más años y tienen más hijos.

En la Semana Santa de los esclavos es un justiciero negro quien hace estallar al


traidor, el judas blanco, muñeco pintado de cal, y cuando los esclavos sacan en
procesión a la Virgen, el negro San Benedicto está en el centro de todos los
homenajes. La Iglesia no conoce este santo; según los esclavos, San Benedicto fue
esclavo como ellos, cocinero de un convento y los ángeles se ocupaban de revolver
la olla mientras él rezaba sus plegarias. San Antonio es el preferido de los amos,
ostenta galardones militares. Cobra sueldo y está especializado en vigilar negros;
cuando un esclavo se escapa, el amo arroja el santo al rincón de los desperdicios y
el santo queda en penitencia, boca abajo hasta que los perros atrapan al fugitivo.

Volviendo al tema, hay tanto en las culturas indias como en las negras algunos
mensajes que pienso es importante rescatar a través de las historias que las
muestran en movimiento y que son fundamentales para la reconstrucción de
nuestra identidad. Por ejemplo, la relación que tienen esas culturas con la
naturaleza. Hay una identidad con la naturaleza que hace que hoy en día los indios
de Guatemala cuando tienen que hachar un monte empiecen por pedirle perdón y
por dar explicaciones. En un mundo como éste, en una civilización como la que nos
toca padecer, tan devastadora, que ensucia y envenena y aniquila el aire de la
tierra, el agua; me parece que éste es un mensaje esencial recuperar, como es
también esencial un mensaje que ha conseguido sobrevivir milagrosamente a lo
largo de los siglos de represión, que es el mensaje de la vida comunitaria o del
sentido comunitario de la vida.

El parentesco que nos liga a nosotros con todos los seres que tienen raíces, que
tienen piernas o que tienen alas, y por otro lado, la íntima relación de fraternidad
que une a los hombres unos con otros cuando no están gobernados por la moral de
la competencia, de la ganancia en la que el que triunfa, triunfa a costa de la derrota
de los demás, es por eso que se ocultan las grandes rebeliones ocurridas en la
historia de América y deforman su historia. La deformación de la historia no es por
cierto un privilegio latinoamericano; también se deforma la historia que se enseña
en Europa. Por ejemplo, es asombroso comprobar en qué medida los europeos
están seguros, como seguros están los norteamericanos, de que su prosperidad ha
nacido de una cabra, o sea que es el resultado de la divina providencia o la
casualidad, o el producto de un largo y abnegado esfuerzo de varias generaciones
que trabajaron y transmitieron a sus hijos el fruto de su trabajo.

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En ninguna historia de las que oficialmente se enseñan en Europa o Estados Unidos


se menciona siquiera el hecho de que esa prosperidad de ahora es el resultado de
una larga cadena de explotación, de un saqueo de siglos que algunos países han
hecho objeto a otros países; que no hay ninguna riqueza que sea inocente; que no
hay ninguna historia que no provenga de una historia de saqueos, de una larga
historia de aniquilación, de genocidios, de etnocidios, tampoco esas historias
oficiales dicen la verdad. Toda Europa vendió carne humana; no existe ningún país
europeo que no haya participado en el tráfico de esclavos negros, y el comercio
entre mulatos contribuyó a enriquecer a las ciudades que hoy son muy prósperas en
varios países europeos, y que fueron las ciudades donde se pudo desarrollar la
acumulación de capital que hizo posible el pleno desarrollo de las sociedades
capitalistas.

También hay ahí un espectáculo enceguecedor de grandes batallas, de generales


victoriosos, hay un ocultamiento de otras verdades; en este libro nuevo[2] , yo
intento recuperar todo esto con un lenguaje distinto, integrando todo lo que está
roto o dividido, lo que nos viene fracturado para restablecer la unidad esencial de la
realidad, o sea lograr una síntesis nueva entre disciplinas diversas y entre géneros
literarios distintos como la antropología, la historia, la economía, que pienso tienen
que integrarse, que reintegrarse para ayudarnos a recuperar nuestra fracturada
unidad para poder alcanzar una síntesis enriquecedora que nos lance más allá de
este territorio de humillaciones, despojos y desconexiones que es la América Latina
de nuestros días.

Esa recuperación de la historia como rescate de la memoria colectiva de la realidad


actual, y puesta al servicio de un proyecto futuro de cambio, no implica de ninguna
manera una tentativa de ofrecer al lector un cómodo refugio en el pasado, sino todo
lo contrario; se trata de conocer el pasado para no quedarnos condenados a
repetirlo. Creo que si no empezamos por conocer el pasado, difícilmente podemos
escaparnos de él, y difícilmente podemos construir un futuro mejor que no sea la
repetición mecánica y dolorosa de la misma letanía que América Latina padece
desde tiempo inmemorial; no se trata de imitar o repetir la actitud de las clases
dominantes reaccionarias, nostalgiosas, que entran en la historia reculando, y para
las cuales todo tiempo pasado fue mejor; no se trata de hacer una reivindicación de
la historia de lo que fue, sino por el contrario una tentativa de afirmación y de
confirmación de la esperanza de lo que puede ser a partir del conocimiento de lo
que fue América y de lo que puede llegar a ser. Eduardo Galeano[3]

Notas

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[*] Licenciado en Ciencias Sociales, Especialista en Pegadogía, Mugiste en


Historia, Magíster en Investigación Social.
Profesor Asociado, Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Bogotá D.C.

[1] Adaptación y corrección del texto de la Conferencia dictada por Eduardo


Galeano en la Biblioteca Luis Ángel Arango, con motivo del lanzamiento del
libro Memorias del fuego, a cargo de Orlando Villanueva Martínez, profesor
Asociado de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.

[2] Se refiere a la trilogía titulada Memorias del fuego.

[3] Escritor uruguayo autor, entre otros, de los siguientes libros: Las venas
abiertas de América Latina, La canción de nosotros, Días y noches de amor y
guerra.

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