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La desaparición de las hermanas Pérez

Carla miraba desde su ventana como afloraba el agua. Nunca se había podido imaginar
que el invierno recién acabado de llegar sería tan aburrido. Ojeó de nuevo el libro que
su tía, aquella mujer algo desconocida, le regaló por su decimoquinto cumpleaños.
Cuando lo recibió pensó que uso darle. Ahora encontró la lógica a tal obvia cuestión.
Tomó el libro en sus manos y se sentó en el poyete de la ventana. Observó de nuevo el
título del misterioso libro, ‘’La desaparición de las hermanas Díaz’’. Lo abrió y en su
interior encontró una foto muy antigua. La foto era en blanco y negro y la imagen
enseñaba a cuatro mujeres que tenían un cierto parecido.

Le dio la vuelta y encontró algo escrito: ‘’Para Juan, de


tus cuatro amores, Carmen, Juana, Josefa y María Díaz,
1892’’

La curiosidad se le avecinó en cuanto vio esto.

Ya era la hora de irse a la cama pero Carla sentía


verdadero interés en comenzar a leer ese libro y
desencadenar un misterio que había quedado por
resolver unos cuantos años atrás. Antes de dormir, Carla
cogió de nuevo el libro en sus manos y comenzó a leer
lentamente, sin prisa; tan solo la iluminaba la tenue luz de la lamparita de su mesa.

Era verano y la familia se había mudado a vivir a la ciudad de Sevilla después de


mucho tiempo viviendo en un pueblo de la Sierra de Cazorla, en Jaén. Al principio, a
mis hermanas y a mí, nos costó mucho adaptarnos al ajetreo de la ciudad pero poco a
poco nos acostumbramos.

La casa estaba situada en un barrio muy conocido de la capital. Este barrio se


denominaba “El barrio de Santa Cruz”. Nuestra casa era bastante oscura, apenas
entraba un mísero rayo de sol por la ventana durante el día y casi no podíamos salir a
jugar a la calle porque estaba muy solitaria.

Josefa y María, como son las mayores, ayudaban a mamá a lavar, a fregar, a tender y
a realizar todas las tareas del hogar; mientras padre trabajaba en el campo y Juana y
yo jugábamos en el patio cerca de casa.

Pasaron los años y fui creciendo. Uno de esos días cuando yo estaba esperando en la
panadería del señor Patricio para comprar pan, fue cuando lo vi. Era rubio, con los
ojos claros, tenía el rostro como un actor de cine y su cutis era tan blanco como el
mármol de una estatua. En ese momento me miró, yo a él, así estuvimos durante no sé
cuánto tiempo, pero la magia entre ambos se rompió cuando llegaron mis hermanas
para avisarme que era hora de ir a misa.
Era el 16 de julio de 1891, hasta ese entonces, el mejor día de mi vida. Durante el mes
de julio todo transcurrió con la mayor normalidad y rutina posible. Todos los días
siguientes a mi encuentro con él soñé con su pelo, su boca, sus labios, su sonrisa, sus
ojos, incluso todos los días, iba a encontrarme con él en la panadería de su tío, pero ya
no estaba. Se había esfumado y ni siquiera sabía su nombre.
Tiempo después me descubrí a María y a Juana hablando de un chico muy bien
parecido que se habían encontrado el día anterior en el mercado de la Puerta de la
Carne. A María se la veía ilusionada y Juana comenzó a describirlo de nuevo, como si
ésta no lo hubiera conocido. De pronto me dio un vuelco el corazón, el chico del que
hablaban era él, mi gran amor, el hombre de mi vida. Lo último que escuché fue que se
llamaba Juan.

Carla ya empezaba a tener sueño y por eso decidió que seguiría leyendo aquel libro tan
misterioso por la mañana. Pero, tenía muchas preguntas en su cabeza: ¿Qué significado
poseía este libro con la familia? ¿Cómo había llegado a las manos de su tía Josefa?
¿Sería coincidencia el nombre de su tía con el de una de las protagonistas de aquella
leyenda? ¿Y su abuela? Su abuela también se llamaba como otra de las protagonistas…
Por un momento se paró a pensar en el pasado que tenía su familia. Ella nunca tuvo
constancia de la historia que la envolvía. Cuando de niña preguntaba cuestiones
evidentes, todos en su casa, la esquivaban o simplemente cambiaban de tema.

Al día siguiente Carla llegó a su casa. Tenía tanta ilusión por volver a coger el libro que
casi no comió. Su madre estaba extrañada, ya que nunca la había visto así.
Durante el almuerzo intentó sacarle el tema, para ver si su madre podía solucionarle las
dudas que no la dejaban dormir. Pero se paró a pensar un instante; al que le tenía que
cuestionar las preguntas era a su padre, el hermano de su tía y el que sabría más sobre
ese pasado tan oscuro que había surgido de repente la tarde anterior. Cuando terminó, se
fue apresuradamente a su cuarto e hizo los deberes. Al finalizarlos, comenzó a leer.

No sabía que hacer. Mis hermanas estaban hablando de ese hombre, ese con el que
tanto soñaba.
A la mañana siguiente me desperté algo sofocada. Había vuelto a soñar con él. Estaba
agarrado a dos jóvenes muchachas y se alejaba de mi .Las dos jóvenes las conocía muy
bien. Eran mis dos hermanas!
En el desayuno no levanté la mirada del pan tostado. Madre, que se temía lo peor me
preguntó el motivo de mi silenciosa ausencia. Yo, como buena hija, le conté
detalladamente mi motivo, por el cual no había pronunciado palabra. Mis hermanas,
Juana y María, que no sabían el por qué de mi estado se quedaron pasmadas ante
aquel relato y comprendieron mi actitud semanas atrás.
Madre nos agarró las manos y nos pronunció unas palabras que jamás se me
olvidarán:

- No dejéis que un hombre se entrometa en vuestra relación de hermanas. Solo os


tenéis las unas a las otras.

No podía imaginarme que me arrepentiría tanto de no haber hecho caso a lo que nos
dijo.
Dejó el libro en la mesa. Cuanto más leía más dudas le surgían. De repente llamaron a la
puerta. Era su padre. Acababa de llegar de trabajar. Le dio dos besos y se marchó. No
tuvo valor de hablar. Observó de nuevo la foto. Una de las mujeres le resultaba familiar.
La dejó sobre la cama y continuó.

Afortunadamente, me quedaba aún una única aliada, mi querida hermana mayor


Josefa. Era una muchacha tímida, reservada, educada y con unos ideales muy
conservadores, pero yo sabía que podía confiar plenamente en ella. Ayudaba en las
tareas domésticas a mi madre, pero en sus ratos libres se dedicaba a coser, para
algunas señoras ricas. Después de que mis otras dos hermanas se levantaran del
desayuno, sin mirarme apareció mi otra hermana, casi como un fantasma, silenciosa y
tranquila. La miré a los ojos y con un gesto le indiqué que saliera fuera para hablar.
Ella desayunó y tranquila salió para hablar conmigo. Me preguntó con su voz tenue:

-¿Qué te ocurre? -me dijo.


Le expliqué detenidamente lo que me había sucedido con Juana y María. Josefa
consiguió tranquilizarme y me dijo que hablaría con mis otras hermanas.
A la mañana siguiente mi hermana vino contenta a decirme que había llegado a un
acuerdo con Juana y María. Consistía en que todas fuésemos a presentarnos y a
hablar con él. Esa misma mañana tras el desayuno, sin hablar mucho, pero sabiendo
lo que teníamos en mente todas, nos dirigimos hacía la panadería de su tío. El nos
esperaba tan guapo como siempre. Ninguna de las cuatro se atrevía a decirle nada,
pero mi hermana Josefa tuvo la valentía de hablar con él. Ella se acercó y al cabo de
cinco minutos lo trajo hacía nosotras. Ahí estaba yo, frente al hombre de mis
sueños. Durante el camino de vuelta a casa ninguna de las cuatro dijimos nada, solo
tenía una duda, ’’ ¿que hablaría mi hermana Josefa con él antes de que nos lo
presentara?’’. Al llegar a la puerta de casa, miré a los ojos de Josefa y supe que algo
en ella había ocurrido en el momento que conoció a aquel hombre, el amor volvió a
triunfar.

Durante los días próximos me mantuve al margen de la situación amorosa de mis


hermanas, aunque me costó bastante porque el amor afloraba por mi piel. Pero algo
raro estaba ocurriéndole a mis hermanas, estaban nerviosas, cansadas a todas horas,
desaparecían misteriosamente, rezaban durante largo tiempo en la iglesia e incluso a
Juana la vi un día hablando sola.

Una noche de agosto de 1891 me encontré a María en el salón de casa con una pistola
en la mano. Me asusté, me asusté muchísimo, quise gritar y decirle que se detuviera
pero comprendí que sería mejor no decirle nada. Si su decisión para olvidar a su amor,
a mi amor, a nuestro amor; era morir, yo no iba a ser la que se lo impidiera. Era
injusto, sí, pero daría mi vida por él, por tenerlo conmigo, solo para mí.

A los pocos días, ocurrió un nuevo suceso que me dejó más asustada si cabe. Josefa no
había dormido esa noche en casa, su cama estaba intacta y toda su ropa hecha harapos
en el suelo. Salí a la calle en su busca, porque intuía que este hecho también tenía
relación con Juan, lo sabía. Media hora más tarde la encontré sentada en un banco del
parque María Luisa, esperando a alguien, quizás a Juan.
Cinco escasos minutos más tarde, apareció él, era Juan con su pelo rubio al viento. Era
la tercera vez que lo veía.
Aunque estaba alejada del banco donde estaban los dos, pude escuchar la
conversación.
- Juan, amor mío, cásate conmigo por favor. Olvida a mis hermanas y ven conmigo al
fin del mundo. Por ti dejo lo que haga falta.
- ¡No! No te amo y nunca te amaré. Si he cedido (he accedido) a venir aquí es solo
porque soy un caballero y no doy plantón a las señoritas. Que te quede muy claro,
Josefa, nunca te he amado y nunca te amaré. Buenos días. (o buenas noches)

Una vez se hubo ido, corrí hacia lo que quedaba de mi hermana. Estaba hundida,
completamente hundida, sin corazón, se lo habían roto. Lloraba y lloraba en mi
hombro sin hablar, pues, sobraban las palabras. Lo único que acertó a decirme fue:
- Perdóname de nuevo hermana. Los hombres no valen, no valen nada. Olvídate de él,
igual que yo lo haré.

Estas fueron las últimas palabras coherentes que escuché decir a mi hermana. Luego,
no supimos nada más de ella. Se marchó, esa misma noche, dejando una nota que
exponía lo siguiente:

‘’Me marcho. ¿Para qué seguir haciendo mi vida aquí, rodeada(s) de cosas que me
recuerdan a él?
Solo os advierto que tengáis muchísimo cuidado; algo oscuro y tenebroso se está
apoderando de nosotros.”

Josefa

Llegados a este punto, Carla paró. Cuanto más leía, más cuestiones se le pasaban por la
cabeza. Así que decidió quedarse leyendo hasta terminar el relato.

Ese mismo mes mi madre calló enferma y murió. Juana, María y yo tuvimos que
hacernos cargo de todas las tareas de la casa.
Pasaron los días, y mis hermanas no parecían ellas. Era como si una cruel sensación
rondase a su alrededor, produciéndoles una actitud diferente.
Decidí ir en busca de Juan. Era la primera vez que lo hacía con la intención solamente
de informarme. Quizás él tuviese algo que ver en todo esto.
Pues sí. Me contó que estaba tan cansado de que mis hermanas no lo dejasen en paz
que se le ocurrió visitar a una bruja que habitaba en la calle San Jacinto, situada en
un barrio sevillano bastante famoso, que la gente lo denominaba Triana. La
‘’Morena’’, era gitana, muy conocida en el barrio. Maldijo que si alguna de las
hermanas Pérez se acercaba a él, el mal acecharía sobre ellas para siempre. Y si, por
el contrario, él era el causante del acercamiento, al cabo de los años, Juan caería en
una enfermedad que le causaría la muerte.
Fue clara la explicación. En ese mismo momento lo entendí todo. Pero Juan no había
acabado. Me cogió la mano y mirándome a los ojos se pronunció:
-Carmen, te quiero como nunca he querido a nadie.
Me quedé petrificada. ¡Mi amor era correspondido! Pero mis otras hermanas seguían
estando ahí… No podía hacer más que marcharme y dejar que mi pena obstruyera mi
pensamiento.
Esa misma noche, pude presenciar lo más terrible que me podía pasar, cuando dieron
las doce de la noche, en el gran reloj del salón, sentí como chirriaba la puerta de mi
hermana María. Me sobresalté, y rápidamente fui a ver lo que sucedía, y en efecto,
como sospechaba, era María, que se dirigía de manera silenciosa hacia el cuarto de
baño.
Dejó la puerta entreabierta pensando que nadie la observaba, se sentó en el filo de la
bañera con la miraba pérdida, tras unos largos e interminables minutos volví a mi
cama. A las tres de la madrugada volví a oír el reloj del salón y me senté en la cama y
pude observar, a través de un pequeño orificio de la puerta de mi cuarto, que la luz del
cuarto de baño seguía encendida. Me acerqué hacia la puerta para ver que pasaba y
fue cuando me encontré, una desagradable desgracia, mi hermana yacía en el suelo
muerta, con las venas cortadas con el mismo cuchillo que le vi días antes y que nunca
pensé que utilizaría, me quedé transpuesta y tras unos minutos di un grito.
Seguidamente mi hermana Juana se levantó asustada, durante unos segundos no
dijimos nada, solo nos abrazábamos muy fuerte.

Unos meses después, mi casa parecía desértica, el ajetreo de madre y mis hermanas de
un lado a otro ya no se escuchaba. Juana ya no era la misma, se llevaba todo el día en
su cuarto sin hacer nada de ruido solo salía para comer. Su habitación estaba siempre
oscura y su cama siempre hecha, como si nunca durmiera en ella. Cuando caía el sol se
la escuchaba cantar, era algo curioso y que me daba algo de miedo, cantaba
canciones infantiles y sin letra y paseaba por la casa hasta llegar a la chimenea donde
se sentaba y se quedaba mirando la leña consumirse con la mirada perdida.

Por las noches la escuchaba abrir su puerta y salir a la calle, yo la observaba por la
ventana y siempre caminaba con el mismo rumbo. Alguna que otra vez me había ido
detrás de ella para saber qué hacía y me quedé sorprendida, siempre iba al parque y se
sentada en un banco mirando a un árbol en el cual dejaba siempre una carta escondida
y se volvía a ir; cuando una vez leí una de esas cartas vi que estaba escrita para Juan.

Pasaron algunos días y mi hermana ya no volvía por las noches, hasta que un día
llamaron a la puerta de mi casa. Era muy temprano y el sol todavía no había salido, las
hojas estaban llenas del roció de la mañana. Abrí la puerta despacio, era Juan.
Cuando lo vi en la puerta parado no sabía qué hacer, me llamó la atención que estaba
despeinado, parecía como si se acabara de despertar, entonces lo invité a entrar, Juan
estaba muy serio y algo tenso. Nos sentamos y me empezó a contar que mi hermana
Juana había llegado muy tarde a su casa y lo había llamado, venía empapada y
cantando una canción. Acto seguido, se le lanzó a sus brazos y le había amenazado si
no se casaba con él. Me dijo que no le había quedado más remedio que llamar al
guarda y decirle que se la llevaran, que estaba algo confusa y desconcertada.

No sabía qué decir, no me podía creer que acabara de perder a la última hermana que
me quedaba y que Juan había tenido que pasar por esa situación. Inmediatamente, le
pedí perdón y le dije que lo sentía. Él me dijo que no me preocupara, que ahora tenía
que ser fuerte por que en pocos meses había perdido a todas mis hermanas y a mi
madre. Al acompañarlo a la puerta le di un abrazo y le despedí, estaba sola y no sabía
qué hacer, no sabía si volvería a ver a mi hermana.
Lo que menos me podría imaginar es que todavía me faltaba por llorar la muerte de mi
padre. Fue de repente, por un infarto, o quizás por la pena de perder a su mujer y a sus
hijas en solo un mes.

Era noviembre de 1981 y lloré amargamente las muertes de los miembros de mi


familia. El único apoyo que tuve fue el de Juan, aunque en realidad fuese él el causante
de mi desgracia. Las vecinas me miraban mal, me culpaban de las desgracias de mi
familia y murmuraban acerca de mi relación con Juan.

Dos meses más adelante, en enero, yo estaba un poco más repuesta y me había
acostumbrado a vivir sola. Uno de esos días, Juan apareció por sorpresa y me pidió
que me fuera con él a su casa, que me olvidara de todo por una noche, solo por una. Él
quería que disfrutáramos de nuestro amor aunque fuera a escondidas. Por supuesto, no
me negué.

Esa noche fue la mejor de toda mi vida, fue una noche de pasión, ternura, besos,
caricias, abrazos y confidencias. Pero mi felicidad duró poco, quizás el destino, quizás
la suerte, lo que sé es que día a día veía a Juan apagarse como una vela. Por los
síntomas deduje que tenía tuberculosis, así que decidí mudarme a su casa hasta que
pereciera. Y así fue, en marzo ya todo había acabado. Ahora sí mi vida no tenía sentido
en esta tierra, debía estar con él dondequiera que fuera.

Pero esa idea rondó por poco tiempo en mi cabeza cuando descubrí que estaba
embarazada. ¡Tenía un hijo de Juan en mi vientre! La vida me había castigado muy
duro pero también me había regalado lo más preciado para una mujer, un hijo. En ese
momento decidí el nombre de mi bebé, se llamaría como su padre, Juan.
También busqué una foto de las cuatro hermanas para guardarle en el libro. Se la
dedicaba a Juan, el hombre que nos unió y a la vez nos separó.

Durante los meses de embarazo decidí escribir esta historia qué ahora tú estás leyendo,
quizás seas tú Juan o quizás alguno de mis nietos. Sea quien sea, Carmen Díaz ha
resumido su vida en unas líneas.

El libro terminaba con una dedicatoria a Juan. Carla tenía muchas preguntas que hacerle
a su padre puesto que ya había resuelto otras tan obvias como que Carmen era su
abuela, Juan su abuelo y su propio padre era el fruto de su relación.
Mientras meditaba sobre qué le preguntaría a su padre sentada en la cama con el libro en
las manos, vio pasar a su padre por el pasillo.
-Papá, ¿te importaría venir un momento?
- Claro, hija.
- Verás, acabo de terminar de leer el libro que me regaló la tía María y tengo algunas
preguntas que hacerte.
- Está bien, supongo que sabrás que la que escribió el libro era mi madre, o sea, tu
abuela.
- Sí, hasta ahí todo claro, pero… yo he estudiado en el colegio los amores de Bécquer y
le encuentro mucha relación con lo que les pasó a Josefa, María y Juana. No sé es como
si estuvieran relacionadas las dos épocas.
- Vale. Verás Carla, tu abuela me contó que el hermano de Juan, mi padre, se llamaba
Gustavo Adolfo Bécquer; que por ese entonces era un poeta de pacotilla, entonces él
necesitaba alguna historia que lo inspirase para hacer buena poesía y la abuela le contó
la historia de sus tres hermanas. De ahí viene la historia de los tres amores de Bécquer,
precisamente del puño y letra de tu abuela. ¿Qué te parece?
- Me parece fenomenal, la verdad. Y pienso que la abuela fue una persona muy valiente
y que logró salir adelante gracias a ti y al abuelo. Gracias por contestarme a las
preguntas, papá.
- De nada.

Carla suspiró, lo que menos se podía esperar es que un poeta tan importante como fue
Bécquer estuviera relacionado con la historia de la vida de su abuela. Cerró el libro y lo
guardó en el cajón de su escritorio, no sin antes, coger la foto con la dedicatoria para
pegarla en la pared de su habitación.

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