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La educación chilena en el siglo XIX: un campo de batalla


Gabriel Bosque Toro

En los primeros años de la década de 1870 se desarrolló una de tantas batallas entre liberales y
conservadores que tuvo como escenario la educación chilena. Desde la rectoría del Instituto Nacional,
el liberal Diego Barros Arana, impulsó la enseñanza científica con asignaturas como física, química y
botánica. Estos cambios que fueron rechazados por la iglesia católica y los conservadores, significó,
tras un largo enfrentamiento, la salida del rector Barros Arana, la proclamación de la libertad de
enseñanza y el quiebre de la coalición gobernante liberal-conservadora. Éste es uno de tantos
episodios de un largo enfrentamiento de ideas al interior de la clase gobernante chilena que, si bien
alcanza ribetes importantes, no deja de ser una discusión intestina de una elite que, con una visión
jerárquica, monopolizaba las posibilidades de cambio.

En Chile la oposición entre vida y muerte del rito sacrificial es reemplazada por la de orden versus
caos, y es esta contradicción la que permite a la clase dirigente chilena, elite heredera de las ideas de
la modernidad, articular el consenso social. Mientras en Europa la ilustración persigue extraer al
hombre de la vida metafísica, de su estado salvaje, poniendo la razón al servicio del hombre; en Chile
“es vista la educación como sustento del orden social”(Stuven;1997:261) un orden que mantenga
lejos el caos y avance hacia el perfeccionamiento social.

Ya durante la década de 1840, período en que nace la Universidad de Chile y la Escuela de


Preceptores, el avance de las ideas liberales acentúa la visión de la educación como la herramienta
que “permitía que las incertidumbres propias de un ideario nuevo y poco consolidado no desembocara
en un proceso de desestabilización social”(Stuven;1997:282) De esta manera el concepto de orden,
como motor, y el temor a la anarquía, como freno, cruzan no sólo el debate político y religioso, sino
también el educacional. Es el hombre moderno, representado por la elite chilena, con la conciencia del
que tiene la verdad, el que verticalmente determina lo que el país necesita, lo que es bueno para el
hombre incivilizado, al que hay que educar en aras de un iluminismo salvador. Pero, sin dejar de
vigilar con el rabillo del ojo cualquier amenaza al orden social, que no es otra cosa que su propio
orden.

La necesidad de fomentar la educación está presente desde los albores de la patria. Los criollos que
coronaron el proceso independista eran fruto de la educación europea y, empapados de las ideas
ilustradas, impulsaron el surgimiento de la educación chilena. Pero, ¿Cómo debía ser esta educación?
La creación del Instituto Nacional en 1813 se realiza en coherencia con las inspiraciones modernas de
los gestores de la independencia, “el primer foco de luz de la nación” presenta una visión laica,
positiva y científica. Pero es un foco que ilumina desde lo alto, no surge de un proyecto cultural de
base, el positivismo y el racionalismo es un proyecto que mira desde arriba, es la expresión de la
creencia de que el Estado tiene el deber de civilizar por medio de la educación. Pero ¿Bajo qué
paradigma educar? Sin duda que en este contexto no cabe otro paradigma que el de la enseñanza. El
sujeto receptor sobre el que se derrama el caudaloso conocimiento racional que le permitirá
abandonar la barbarie.

No podía ser de otra forma, el vínculo racional, fruto del proceso de racionalización de la vida, hace
que prime el método, y el sujeto que piensa se distancia del objeto pensado. Entonces, la educación

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es una actividad sistemática que permite poner la razón al servicio del hombre. Sin embargo, no
podemos dejar de reconocer que el racionalismo europeo se expresó en Latinoamérica de manera
particular y, sin duda, esto se va a reflejar en la educación. El Barroco español, que había permitido
solucionar, mediante la representación, el problema generado por la reforma, se inserta en la cultura
y se vincula con la religiosidad cúltica y ritual amerindia, “el primer contacto tiene que haber sido en el
plano del ritual, de la mimesis y, si esto es verdad, tiene que haber tenido las más importantes
consecuencias para la estructuración del núcleo ético-mítico de la cultura latinoamericana”
(Morandé;1986:57) Estas consecuencias son la manifestación de ambos sustratos en nuestra cultura.
Ejemplo de esto es el valor del trabajo en cuanto a producto sacrificial en las haciendas, una suerte de
sobrevivencia del todo social y, por lo tanto, se trata de roles sociales que cumplir
(Morandé;1986:60).

La ilustración en Europa está instalada sobre el dinero y el texto escrito, es decir, sobre el mercado y
la opinión pública, la apropiación privada del valor social y de la tradición cultural, una realidad
opuesta a la sociedad feudal basada en la propiedad de la tierra y la socialización oral
(Cousiño;2004:102). En Chile estos conceptos no tienen la misma repercusión, es una sociedad que
continúa aferrada a la organización jerárquica determinada por la tenencia de la tierra que, si bien
considera la economía monetarizada hacia fuera, no la considera hacia adentro, el papel de la
oligarquía es en cuanto su rol de representante del valor social. Además, el texto escrito y la opinión
pública están limitados a la elite educada, pero en lo que respecta a la inmensa mayoría de la
población, el vínculo social continúa sentado sobre la oralidad y más aún sobre el rito en oposición a la
palabra misma (Morandé;1986).

En este contexto nace y posteriormente se desarrolla la oligarquía chilena, heredera del rito sacrificial
de renuncio y que da a luz una clase dirigente que, amén a su visión del poder, asume el rol de
agente de cambio y tras la transformación de la dicotomía ritual vida/muerte en orden/anarquía,
determina que el Estado asuma la educación, para desde allí asegurar el orden social.

Este enorme valor que adquiere la educación la transforma en un campo en el que se libran sucesivas
batallas entre católicos y laicos, liberales y conservadores, en pos del control de una de las más
significativas herramientas de influencia social. Mientras los liberales lograron mantener la conducción
del Instituto Nacional, los conservadores controlaron la Superintendencia docente. Mientras la iglesia
católica logró el amparo de la libertad de enseñanza, los laicistas logran eximir a los colegios públicos
de la obligatoriedad del ramo de religión. Esta lucha, acentuada a mediados del Siglo XIX, se va a
extender durante todo el resto del siglo y tiene una serie de hitos que la revelan:
La creación de la Universidad de Chile (1842) en manos del liberal venezolano Andrés Bello y la
Escuela de Preceptores (1842) dirigida por el argentino Faustino Sarmiento son un impulso importante
para la educación laica; La creación de la Escuela de Artes y Oficios (1849) avanza en la dirección de
la educación para la vida; El funcionamiento libre de la educación privada católica (1872) es un triunfo
de la iglesia; La creación de la Universidad Católica (1888) como intento de contrarrestar la influencia
de la U. de Chile; La creación del Instituto Pedagógico (1889) con clara influencia alemana gracias al
laicista José Abelardo Núñez. Son algunos momentos en la historia de la educación del siglo XIX que
no dejaron indiferente a los representantes de la elite dirigente que, dividida en los polos ya
mencionados, utilizó estos nuevos espacios para instalar el debate desde su particular posición.

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