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Arlette Farge – Jacques Revel (1998)

LÓGICA DE LAS MULTITUDES. SECUESTRO INFANTIL EN PARÍS, 1750

Prefacio a la edición japonesa de 1995

Objetivo: verificar si desplazando la mirada sobre las fuentes, y modificando en forma controlada el sitio de observación para obtener
imágenes y configuraciones diferentes que hicieran posibles otras lecturas. La cuestión del secuestro de niños no era el suceso más
conocido del siglo XVIII francés, pero tampoco era ignorada. Este incidente ha sido citado con frecuencia. Es un episodio
relativamente bien documentado, sólidamente establecido, limitado en el espacio y el tiempo, no obstante lo cual su significado
parecía extraordinariamente ambiguo, incluso evanescente en las fuentes. La ambición de los autores en encontrar los puntos de vista
que permitieran reintegrarle una coherencia a esta historia, de recuperar sus lógicas y sus significados. Quieren captar la significación
de acciones que restaban opacas en su reconstrucción. Para ello tratan de captar y buscar comprender las fugitivas situaciones en las
que los actores –por momentos, un actor además colectivo- dejaban saber las razones múltiples, a veces contradictorias, que los
impulsaban a la acción. La fuente para ellos son los archivos policiales y judiciales, pero sin esperar de ellas una interpretación del
acontecimiento. Lo que buscaban era la manera en que se ligaban en una situación dada relaciones y formas de acción entre los
actores, comprender cómo y porqué los individuos se reagrupaban y decidían intervenir en un suceso; como ellos se expresaban por
medio de palabras, gestos actos individuales o colectivos: cómo encontraban (u ocupaban) su propio lugar. Lo que interesa son los
caminos recorridos por esos individuos para asociarse a un movimiento colectivo que se compone de un encabalgamiento complejo de
trayectorias, de estrategias, de reencuentros. Eligen tomar en serio las lógicas de la multitud. A partir de experiencias parciales cada
uno da un sentido a lo que se desarrolla frente a sus ojos y construye su lugar en el seno del movimiento en curso. De esta forma el
evento produce su propia significación. Esta elaboración progresiva tiene lugar en la acción, alimenta la dinámica y también explica su
eficacia. Las multitudes no son ciegas ni conscientes. Inventan las maneras de actuar a partir de lo que captan de un estado de cosas
sobre el que pretenden influir, en función de reglas de juego de las que se apropian y modifican. Las multitudes, tanto por la violencia
como por el miedo, fueron quienes poco a poco inventaron la efectiva disputa de este movimiento, que finalmente sería un incidente
menor en la sociedad del Antiguo Régimen.

En el París del siglo XVIII el espacio urbano deviene objeto de conocimiento y de experimentación. La capital tiene una reputación
bastante buena. Memorialistas o periodistas están de acuerdo en reconocer que el pueblo es “naturalmente bueno, calmo, alejado de
todo aquello que sea el tumulto”. Pero dicha calma no es pasividad. ¿Es buena? ¿Es mala? Basta un inconveniente menor para que
todo se descomponga en un instante. Una falta de pan, un incendio, una inundación, el rumor y el miedo que circulan por las calles,
una fiesta, una pelea y la apacible superficie se arruga. La ciudad se impone como lo que es: un tejido entrecruzado en el que los
hombres están por todas partes, incrustados y móviles al mismo tiempo, inaprensibles. En 1750 París se levanta contra sus gobernantes
y su policía a la que acusa de robar chicos y de hacerlos desaparecer. La revuelta se inscribe en el registro ordinario de las relaciones
ambiguas que el pueblo mantiene con la autoridad pública. La ciudad es una realidad opaca. La revuelta le agrega su desorden,
enredando todavía más la observación. Entre los testimonios desordenados que componen un relato despedazado, inaprensible del
suceso, buscan sorprender las representaciones y las acciones en su estado naciente; en el momento donde todas sus posibilidades
estaban abiertas, antes que la significación sea proporcionada a estos actos. Porque antes que se le impongan interpretaciones globales
las conductas sugerían ya, en su aparente desorden, la existencia de una escenografía del conflicto.

El paisaje de la revuelta

En mayo de 1750, París tiene fiebre. Una vez más la ciudad está enferma de sus pobres. Desde hace varios meses, los cronistas notan
al aumento de la tensión día a día. En 1747-1748, la carencia ha golpeado de nuevo ciertas provincias del reino, lanzando sobre los
caminos el acostumbrado cortejo de hambrientos y de mendigos, muchos de los cuales terminaron arribando a la capital. El problema
no es nuevo. Las respuestas que intentan aplicar las autoridades lo son menos. Desde el fin de la Edad Media existe un arsenal
represivo, que es forzado a su máxima utilización en tiempos de crisis. Entre diciembre de 1749 y abril de 1750 la represión parece
haber sido particularmente enérgica. La respuesta de los parisinos no lo fue menos: durante cinco meses una quincena de
“conmociones violentas” se suceden a ritmo acelerado. Comienza a difundirse el rumor de que la policía no se contenta con arrestar a
los mendigos, también hay jovenzuelos que han desaparecido no se sabe en que dirección. En esta atmósfera de temor y de sospecha
es cuando la revuelta estalla en toda su dimensión, los días 22 y 23 de mayo. No se produce en un sitio, sino esparcida por sobre toda
al ciudad, en lugares ordinarios, tanto de habitación como de trabajo. La violencia se halla en todas partes lista a manifestarse a la más
mínima ocasión. Entre las calles y las fuerzas del orden, bruscamente sobreviene la ruptura, como en un acceso de cólera. La ciudad se
amotina esporádicamente, como con incendios pasajeros, sin llegar a incendiarse completamente. El 22 de mayo seis enfrentamientos
graves sacuden otros tantos barrios distintos de París. Únicas diferencias la amplitud de los agrupamientos y la gravedad de los
hechos. Al día siguiente, 23 de mayo, la revuelta comienza bien temprano. Con una violencia todavía mayor, el motín dura todo el día.
Un oficial, Labbé, habría intentado atrapar un niño. La multitud acudió y liberó al niño, pero para Labbé sería el inicio de una larga
cacería que se acabaría a la tarde con su muerte.

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Los fragmentos de la revuelta

El relato es completamente falaz, porque entre los fragmentos de esa revuelta introduce un orden, una coherencia que reúne al
conjunto. A partir de una trama cronológica, se sugiere un argumento: un encadenamiento de peripecias que bien o mal, se organizan
entre un principio y un fin. Ocurre que esas certidumbres son completamente extrañas a las experiencias de esas jornadas del mes de
mayo. Miopía de los actores: de una revuelta, como de una batalla, no se ve prácticamente nada. Pero es todavía más grave: la revuelta
es en sí misma, literalmente inenarrable.
La investigación judicial encargada al Parlamento tiene por objeto hacer decir a todos los que pudieron ser identificados sobre la
escena de los desórdenes, qué es lo que han visto y lo que han hecho. Esta investigación es la base de otra gran narración de la
revuelta: narración fragmentada al azar de las intervenciones de los testimonios, como respuesta a las preguntas planteadas por los
magistrados instructores. Los testigos se ocupan sobre todo en desaparecer ellos mismos de cualquier tipo de protagonismo. También,
los testimonios recurren a variantes un poco más sutiles. El testigo puede haber estado allí, pero no reconocer a nadie. Más allá de
estas elementales prudencias, el relato de los testigos lleva consigo la marca más íntima de las condiciones en que los acontecimientos
fuero vividos. En conjunto, espontáneos e ingenuos, estos relatos tienen la forma del rumor de la calle; se recobra allí el eco de la
ciudad, el desmenuzamiento de los rumores que la habitan, de las informaciones que transportan. Entre la prensa y los testigos
inmediatos de los eventos, los memorialistas se sitúan a mitad de camino. Los memorialistas se nutren del detalle auténtico, pero a
diferencia de los actores de la revuelta, ellos no abandonan el gabinete. Ellos conciben el proyecto de dar una visión coherente de esas
jornadas confusas y de extraer de ellas una lección. El estilo, no obstante, no alcanza para resolver todo y los cronistas, también ellos,
penan por dar cuenta de la revuelta. El marqués d’Argerson ha vivido el asunto a la distancia. Distancia geográfica, pero también
distancia política; este gran señor filósofo no ve en los violentos acontecimientos que inquietan a la capital, sino una ilustración de la
justicia de sus análisis. Se halla demasiado obnubilado por lo que cree presentir como un curso ineluctable, para tener éxito en
interpretar lo que pasa por delante de sus ojos. Se encuentran dudas similares en Barbier. Pero se trata de un testigo completamente
distinto. Este abogado lleva una crónica de París durante cuarenta y cinco años. Tiene la pasión de la información y mete su talento al
servicio de una extraordinaria inteligencia sociológica de la ciudad. Su texto comienza a organizarse como una suerte de investigación.
La búsqueda de la verdad se enriquece cada día por detalles novedosos, aunque a menudo contradictorios. Así se deshace, de un texto
al otro, la imposible historia de una conmoción de la calle de la que nunca se sabe exactamente qué decir.

Los órdenes en la ciudad

El orden y la tranquilidad pública; sobre estos dos términos se establece una serie de consensos de amplio espectro, que alimentan un
discurso fuertemente organizado, locuaz y repetitivo. Estos valores son proclamados por todos como indispensables al buen
funcionamiento de una sociedad que se da como ejemplo. Y sin embargo, se engañan; el orden no va de sí y el desencanto lo amenaza
a cada momento. Porque el acuerdo colectivo sobre esta configuración apacible no significa que las representaciones de la misma sean
unánimemente compartidas. A partir de una misma exigencia, los convivientes confrontados de la ciudad construyen figuras del orden
y del desorden a veces complementarias, aunque a menudo resultan opuestas. Son ciertamente dos versiones incompatibles del orden
público las que se afirman y se combaten en las jornadas de mayo de 1750. Para las autoridades el motín es percibido como una
ruptura amenazante por el solo hecho de su existencia. Para la calle, el mismo es comprendido como reparación y una tentativa de
retorno al orden después que la policía ha provocado un nuevo desorden en la ciudad. Lecturas antagónicas y no obstante
“verdaderas”, la una como la otra.
En verdad, nada comienza en 1750. Desde fines del siglo XVII los responsables del orden público se inquietan sobre el
acrecentamiento espectacular de la población errante en la capital. Frente a esta multitud incontrolable, el programa es simple. Las
recomendaciones escritas de la policía lo indican claramente, se trata de hacer “operaciones de separación y de discernimiento”.
Separar y discernir, ésta es la urgencia, pero también el equívoco. Porque una vez distinguidos y aislados los errantes, falta decidir su
suerte. La expulsión es una solución a corto plazo. Las respuestas punitivas clásicas, es decir, las prisiones y las galeras, no parecen
haber sido una solución muy limitada, tal vez porque estaban mal aceptadas por una sociedad que se sentía en deuda con la pobreza.
Existe una última respuesta ¿Por qué no reclutar entre esas poblaciones flotantes los colonos que partirían a probar y dar valor a las
colonias americanas? El “discernimiento” es bien pronto olvidado. Bajo la doble presión de la administración y del mundo de los
negocios, el movimiento de deportaciones comienza a acelerarse. Lo que va a provocar la alarma de la capital, se trata menos del
principio de una política represiva que del celo ciego de aquellos que son encargados de ponerla en obra. En abril de 1720, la calle
reacciona contra los agentes que atrapan toda clase de personas sin distinción. Una situación de crisis larvada, interrumpida por breves
llamaradas de violencia, se instala ahora en París. Los datos del problema no cambiarán más durante el último siglo del “Antiguo
Régimen”. La presencia de esta multitud anónima, difícilmente aceptada en tiempos normales, deviene intolerable cuando los tiempos
se endurecen. Frente a esta sorda amenaza el gobierno y la policía parecen incapaces, sobrepasados. Ambos hesitan todo el tiempo
entre múltiples soluciones que son simultánea y contradictoriamente puestas en obra; la asistencia y el trabajo forzoso, la deportación
y el encierro, que habitualmente termina por prevalecer. Incapaces de decidirse por una política, las autoridades dejan desarrollarse
operaciones brutales, a medias legales y que intimidan menos a los mendigos que lo que ellas exasperan a la población parisina.
Y en cuanto al hombre encargado de la ejecución de estos amplios designios, hizo prevalecer el celo sobre sus escrúpulos. El Teniente
General de la policía, Berryer, es un hombre nuevo, hombre de poder, que se hizo detestar muy rápidamente. Berryer quiso obtener
rápidamente resultados tangibles. Para ello monta en pocos días un nuevo equipo. Sin detenerse sobre las consecuencias, dirigió
recomendaciones personales a los inspectores y los oficiales encargándoles actuar con prontitud y fuerza. Tenía además facultades
todopoderosas sobre el personal a su cargo. Todos los testimonios de los participantes en la operación, dan prueba de ese

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encarnizamiento y también parecen haber sido ellos, los hombres que operaban en el terreno, los más sensibles a las consecuencias
posibles de una tal política y la mayoría de ellos pretendió haber expresado sus reticencias.

El mal corre

Desde las primeras violencias, se afrontan entonces dos interpretaciones del orden, que no obstante remiten a un mismo modelo de
referencias y explicación sistemáticas. Ciertamente, cada uno imputa al adversario la falta más grave. Para el pueblo de París, no
deben secuestrarse los niños, ni siquiera en nombre de una ordenanza; para la policía, no se puede hacer una revuelta contra la
autoridad del rey, ni aunque fuere para liberar sus infantes y castigar a quienes los han arrestado. Detrás de estas acusaciones cruzadas
existe no obstante un modelo común de interpretación del desorden. Para unos y otros la ciudad es el espacio privilegiado, y
comprometido al bienestar.
La policía no se contenta con actuar, intervenir, reprimir. Además ella habla, y sobre todo, escribe. Fichas, informes, memorias, notas
borroneadas; lacónicos o fluviales, desganados o alertas, estos textos acaban por componer un comentario de los acontecimientos, en
cuyo interior cada incidente encuentra su lugar y su significación. A través de este discurso a muchas voces, los opacos fragmentos de
la cotidianeidad incidental de la revuelta, pueden reunirse en una intriga argumental, lo que, a su vez, viene a legitimar esa misma
acción policial. Se trata de reconducir lo ignorado hacia lo conocido, convenciéndose al mismo tiempo de la corrección de la
interpretación realizada. No hay desorden sin culpables. Los agentes de la policía conocen perfectamente qué es lo que ha provocado
la cólera de la multitud parisina, y la mayoría de ellos, no intentan ni siquiera disimularlo. Si la paz resulta puesta en causa, si la
violencia se desencadena por todas partes, es que fuerzas malignas se encuentran trabajando en París, y que estas fuerzas han infiltrado
el cuerpo social. Los hombres del orden saben desde siempre reconocer a estas armadas del mal. Consecuentemente, buscan los
responsables allí donde obviamente deben buscarse. En primer lugar, entre aquellos que tenían una revancha pendiente con la policía,
el costado de los vagabundos y de las prostitutas, quienes habían sido las primeras victimas de la ordenanza de 1749. Es claro entonces
que el mundo del delito está en el origen de las conmociones populares. Ellos si que saben además como sacar ventaja de estas
situaciones. Súbitamente, el panorama social se ensombrece. La defensa del orden con que se identifica la policía no deja ahora lugar
para distinguir buenos y malos, los canallas de los sujetos sin rumbo. La revuelta debe ser combatida en todas partes, porque se la
percibe en el modo, en sí mismo inaprensible, de la epidemia. Toda tensión social se ve así reinterpretada y puede encontrar su lugar
dentro de un plan general de subversión. En este cuadro de sospechas generalizadas, los más viejos motivos recuperan
espontáneamente su eficacia. Son los oficios y los barrios peligrosos, distinciones visibles, distinciones cómodas en la geografía de los
peligros. También hay otros seres inatrapables que llenan el imaginario de la policía. Confortada por la memoria, la banda de ladrones
es a la vez un fantasma y una realidad. Los nombres de los “ladrones famosos” forman una cadena desde comienzos del siglo XVIII
que nunca se interrumpe. ¿Por qué las bandas ocasionan tanto temor? Por su sola presencia, entonces, los ladrones revelan los
antagonismos latentes que levantan la gente de la calle contra los agentes inferiores de la policía. Pero también, ramificadas, en redes
infinitamente multiplicadas, las bandas parecen ser indestructibles.

El desorden policial

A todo lo largo de la información judicial que se abrió al día siguiente de los motines, los interrogatorios, en principio, ponen la
culpabilidad sobre la multitud por los desórdenes del mes de mayo. Sin embargo, a menudo los testimonios dejan escuchar otra verdad
que, inversamente, lanza toda la responsabilidad de lo ocurrido sobre un mal uso de la policía. Allí donde los investigadores buscaban
las empresas subterráneas del crimen organizado, el pueblo denuncia la presencia de “malandrines” en las filas de as tropas del orden,
y no pocas veces acierta. La policía tiene entonces sus malos héroes, con sus redes sospechosas que infiltran la ciudad. Tiene también
formas de exacción que son igualmente distracciones del ejercicio público de la autoridad, desde donde construye su poder. Entonces
¿Para qué secuestrar niños en París? Respuestas múltiples y contradictorias. Pero si en todos los casos los hombres del orden se
encuentran siendo los instrumentos de ese crimen, podría ocurrir que ellos fuesen también sus beneficiarios inmediatos. Los oficiales
son pagados por “pieza” al hacer sus arrestos. Abundan los testimonios de padres que, alertados por los policías, han encontrado sus
niños en prisión y que para recuperar su libertad han tenido que pagar muy caro. La presunción es entonces fuerte, y los magistrados la
comparten, de que ha sido el anzuelo de la ganancia el que ha empujado a muchos de los oficiales de la policía a trabajar sin
discernimiento alguno. Con su evidente gravedad, estos desordenes no tienen nada de excepcional. Tradicionales, si no es que
ordinarios, estos comportamientos han devenido en 1750 el símbolo amenazador de una nueva lógica policial. La policía se compone
de dos grandes conjuntos cuyo equilibrio se transforma precisamente en aquellos años. Por una parte, y colocados bajo la autoridad del
parlamento, los comisarios son los magistrados encargados de la administración general de una circunscripción de París. El comisario
es conocido por todos en su barrio y a él se le demanda espontáneamente intervención para arreglar los conflictos de la vida cotidiana.
Su autoridad se halla fundada en una familiaridad hondamente arraigada a un espacio. Por otra parte, se opone a ellos este nuevo
aparato policial que ha sido puesto en marcha desde la gestión de Teniente General de la policía por d’Argenson en los primeros años
del siglo XVIII. Este órgano obedece a una definición de su misión completamente diferente y prioritariamente represiva. Su personal
tampoco es el mismo. Su actividad se apoya sobre toda una red de colaboradores que ellos eligen a su gusto y a los que remuneran.
Gracias a ellos, la escucha policial se hace enorme en el espacio de la capital, porque estas “moscas” son gentes comunes que se
confunden con el paisaje. El público soporta mal esta presencia multiplicada. Se inquieta de ver a los inspectores y sus esbirros
haciéndose cargo progresivamente de las tareas de la vieja institución policial, a la que la gente sabía distinguir, engañar, y llegado el
caso, hasta combatir. Berrier está decidido a triunfar. Él emplea a sus hombres, les da las instrucciones, los presiona para que sean
eficaces. Esa misma presión deviene ahora intolerable. La vieja sociabilidad que se anudaba alrededor de la gestión del mantenimiento
del orden parece definitivamente comprometida. Quedan ahora frente a frente, el pueblo y la policía, que ya no es más su policía.

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Siendo que secuestraban infantes “sin distinción” hecha entre los pequeños vagabundos y los hijos de artesanos o comerciantes,
querría decir que, en adelante, todo era posible, que nada más estaba ya asegurado. La violencia de los motines es una respuesta al
desorden de la policía.

Las reglas del motín

Resulta difícil comprender aquello que dice un amotinamiento, cuando ni siquiera su descripción es sencilla. No se encuentran
auténticos bandidos sobre quienes echar el guante, como máximo algunos malos muchachos. Los otros, es decir, la enorme mayoría de
estos presuntos culpables, son miembros del pueblo, de la calle. Algunos mendigos, vendedores ambulantes, empleados, etc., etc. La
elección de estos sospechosos induce de antemano una interpretación de la revuelta. Todo el mundo sabe que no estaban solos, incluso
si eran estos quienes finalmente habían quedado enganchados en la red. Los “burgueses avecindados”, los comerciantes honestos, los
artesanos instalados, que con frecuencia habían sido los denunciantes, fueron también los padres de los niños que la policía
secuestraba; aquellos quienes por medio de gritos y expresando su cólera han provocado los primeros amontonamientos que daban
inicio a la secuencia de los motines. Todo este grupo social quedó fuera del procesamiento. Están protegidos por su status social, que
les vale como una acreditación de respetabilidad, y la policía tiende a distinguirlos del bajo pueblo.
Nunca se conoce el detalle de quienes integraron la multitud revoltosa. Como máximo, se puede entrever que en ella se han mezclado
elementos heterogéneos que se amalgamaron. Si el motín atrae a tantos participantes, venidos de horizontes tan diversos no es porque
algunos profesionales del desorden han logrado arrastrarlos. Es porque, más allá de la monótona repetición de los movimientos de la
multitud, sus gesticulaciones y gritos, la misma propone a aquellos que se reúnen cierta cosa en común, un objetivo sin dudas, pero
todavía más, un lenguaje que se elabora en el corazón de los acontecimientos y que da a cada uno las razones de su propia acción. Se
puede intentar leer la revuelta como un texto que los actores improvisan, aunque valiéndose de antiguos guiones. Eligiendo lugares,
situaciones o deteniendo un ajuste de cuentas, los revoltosos inventan, de episodio en episodio, la significación de su revuelta.

Manifestaciones en la ciudad

A primera vista el desorden es general, la revuelta carece de forma. Conformada por una serie de episodios discontinuos tanto en el
tiempo como en el espacio, que se repiten más de lo que se encadenan. Cada una de estas explosiones esporádicas nace de un
incidente que nadie ha podido prever y que tampoco nadie controla. Todos los incidentes mantienen su autonomía. Si los tumultos
surgen al azar, cada episodio parece obedecer a un guión común que termina con una manifestación que se dirige a la casa de un
Comisario. La repetición de esta misma secuencia no es de ninguna manera el resultado del azar. Para los fugitivos que intentaban
salvar la piel, era la forma de buscar abrigo en un sitio donde pudieran ponerse bajo la autoridad pública; para la multitud que los
venía siguiendo, el forzar al sospechoso a presentarse bajo un magistrado, era también el comienzo de una reparación. Los unos y los
otros pensaban que allí encontrarían como saldar sus cuentas. En el espacio parisino, la residencia del comisario tiene un lugar
excepcional. Se encuentra allí, bien visible, familiar a todos, con sus muros cubiertos de afiches y de informaciones. Lugar de
información, donde uno intercambia y comenta las noticias, abierto a todos. Se trata de un mediador en contacto permanente con el
vecindario, al mismo tiempo autoritario y protector. La figura del comisario se opone completamente a la de ese otro personal policial
que los amotinados identifican simplemente como raptores de niños, a los inspectores, a sus hombres, y sobre todo, a las “moscas” que
s efundían en el anonimato de la calle. Al dirigirse hacia la residencia del comisario, la multitud intenta así aclarar una situación que, a
sus ojos, se halla demasiado incrustada, de equívocos. El recurso esta vez falla. La línea de separación entre la buena y la mala policía
se borra, y el pueblo se lanza al asalto contra el símbolo quebrado de una autoridad arbitraria que se hurta a sus tareas.
Se busca distinguir en la observación más cercana de los comportamientos, los modelos de organización y de acción que sugieren un
orden en el seno del desorden, que hablan de cómo el tumulto dirige la violencia de la que es portador. Se prueba con el episodio más
conocido y mejor documentado, la jornada del 23 de mayo, sobre el que una lectura atenta tal vez permita comprender mejor su
estructura.

Las formas de la violencia

A la mañana el motín atraviesa el mercado de los Quinze-Vingts. Labbé, perseguido, y sus perseguidores pasan corriendo a través del
mercado, donde se está trabajando desde el alba. Quienes estaban allí son interrogados durante la instrucción, fingiendo no guardar
ningún recuerdo preciso. Nadie sabe nada, nadie ha reconocido a otra persona. La revuelta es en primer lugar un rumor; es literalmente
un sonido. Antes mismo de haber visto nada, los habituales del mercado saben que algo va a pasar, y hablan de ello. Reconocen la
violencia de la calle antes de que la misma haga irrupción entre ellos mismos. A un anuncio de esta clase, se responde intuitivamente.
Cada uno lo hace improvisando unos gestos que dan a entender que comprende de que se trata y de los riesgos de la situación. El
rumor circula rápidamente entre los puestos del mercado, amplificándose a la manera de una caja de resonancia. A continuación la
escena se desplaza tras Labbé al inmueble vecino, donde se refugia. El inmueble en sí es una ciudad en pequeña escala. Todo lo que
pasa allí es conocido, todo lo que se dice viene a agregarse a aquello que se cuenta a través de los pisos. En el inmueble el espacio
está saturado y, como la calle, no deja especio para la intimidad. Por lo demás, todo comunica: los pasillos, las galerías, etc. Labbé es
un hombre de recursos. Si se zambulle en este inmueble inmediato al mercado, se debe a que piensa que allí encontrará un escondite, y
tiene razón. De aquí en más interesa atraparlo no sólo porque el rumor dice que había prestado su colaboración en las tareas de
secuestro de niños, sino también porque así se proporciona la ocasión de arreglar viejas cuentas con una policía abusiva y corrupta.
Hasta aquí, el inmueble y los recorridos que en él son posibles dominan la acción, orientando la violencia según estilos que son los de
la vida cotidiana. Todo cambia cuando aparece quien dice ser “el dueño de casa”, Louis Devaux. Mitad gerente, mitad juez de paz,

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tiene como tarea también asegurar el orden y si es posible, la armonía en el espacio bajo su responsabilidad. Devaux, en el fondo
solidario con los perseguidores, elige controlar y canalizar la violencia hacia fuera del inmueble, para lo cual emplea a pleno los
recursos de sus funciones tradicionales. Lo primero que hace es clamar a la multitud, substituyendo por una autoridad reglada la cólera
múltiple que lo rodea. Devaux obtiene lo que deseaba, un arreglo más o menos tranquilo, pero sin interesarse por detener el
movimiento; impide solamente la continuación de actos irremediables en el territorio del que es responsable. Al refugiarse en su casa,
Labbé podría haber hecho pensar a la gente que se metía en un sitio donde lo ampararían. Es necesario disipar las ambigüedades y
cobrar las propias ofensas. Luego de haber impuesto la calma es Devaux quien se pone al mando del desorden, provocando
intencionadamente violencias localizadas que manipula y controla, y que deben ser además conocidas por todos, de manera que
puedan sacarse del incidente las lecciones necesarias.

La negociación

El segundo momento de esta jornada del 23 de mayo se concentra alrededor de la casa del Comisario de la Vergée. Se trata de la
secuencia más brutal de la revuelta, porque se convierte en una batalla campal entre las fuerzas de la vigilancia y la multitud, y que
termina con el masacramiento de Labbé frente a Saint-Roch. Tanto en la memoria colectiva de los autores como en el relato escrito de
los cronistas, la misma ocurre al término de una larga progresión de tensiones, al tiempo que expresa un punto de llegada cerrando
teatralmente la revuelta. Los comportamientos revoltosos parecen obedecer a un cierto número de reglas, las que a su turno, remiten a
valores que la multitud parece haber deseado imponer. Entre las autoridades y el pueblo de París hay un código de buena conducta,
que ha sido transgredido y que debe ser restaurado y mantenido en respeto. Se puede así ensayar la restitución de una lógica al
episodio de la calle Saint-Honoré, distinguiendo detrás de la incoherencia de gestos y palabras una serie de transacciones que la
multitud intenta negociar con la policía. En consecuencia, la violencia de la multitud no es sino un medio de obtener la puesta en
marcha de un proceso habitual. Antes que destinada a intimidar, la violencia se dirige inicialmente a restaurar una relación entre
autoridades y administrados que se concibe como regular. Pero para que la confianza fuera completamente restablecida estaba faltando
que la reparación fuera pública. El comisario y su escribiente insisten ambos en que la transacción fue llevada a cabo a “puertas
abiertas” y a vista de los amotinados. Esta publicidad se contrasta con el secreto que desde el comienzo rodea todas las operaciones de
secuestro de niños. Para que la calma retornase era necesario que la distribución de los roles fuese clara. Porque lo que se reprocha a
Labbé y sus colegas, más allá de los raptos de los que se les hace responsables, es la confusión que rodea a sus personas. En ese punto
todavía las cosas podían ser vueltas al orden. La presión de la gente parece conducir hacia buen término estas transacciones. Pero una
serie de errores frustra en ese instante el equilibrio que parecía alcanzarse. Aunque el arresto de uno de los amotinados pudiera ser
irritante, la decisión de sustraer el acusado y al subsiguiente proceso verbal de la vista del público que pretendía vigilar su
cumplimiento, lo era aún más. Como previsible, la acción revoltosa se desencadena una vez más atacando la casa del comisario. Pero
incluso llegadas las cosas hasta el punto en que la multitud nuevamente tiene a Labbé en sus manos, todavía no están terminadas las
negociaciones. Hay lugar para otras formas de la transacción, ensayando compromisos con nuevos interlocutores. Finalmente, Labbé
fue entregado a la multitud que podrá finalmente consumar su venganza en la calle, públicamente, colectivamente. Le negarán su
última confesión, hecho que atestigua bien que Labbé ya no tiene manera de reconciliarse con nadie, que entre quien ha sido calificado
como criminal y aquellos que los castigan ya no hay más espacio para mediadores, ni siquiera religiosos. Al llevar el cadáver hasta la
puerta de Berryer, hace falta ver otra cosa que una multitud descontrolada, interpretando esta continuación como un desafío. La
multitud ha llevado el servidor hasta lo de su patrón, apuntando su responsabilidad en los acontecimientos, y le hacen saber que
quedan a al espera de su respuesta. Esta respuesta nunca llegará de Berryer. Dos días más tarde se abre una nueva instancia, el
Parlamento toma la cuestión bajo su responsabilidad. El Parlamente deviene mediador entre el rey el pueblo. Ahora entonces la
revuelta puede detenerse.

Hechos y rumores

Es difícil trazar un balance fáctico de los acontecimientos de 1750. De todos modos, en las distintas documentaciones disponibles se
encuentra cierto material como para poder tener una posición al respecto. En primer lugar aparecen un gran número de declaraciones,
ya sean de niños o de sus padres que han sufrido inconvenientes. Puntos comunes: la detención se produce sorpresivamente, sin tener
en cuenta ni la condición ni la edad de los niños, sin tener en cuenta sus protestas; no hay ninguna clase de proceso verbal y el
secuestro está acompañado de amenazas verbales o físicas. Estas declaraciones se confirman ampliamente por los testimonios que
aportan cinco miembros del Cuerpo de Vigilancia que fueron presentados a los jueces a partir del 25 de mayo. Todos aceptan los
hechos aunque tienden a restarles importancia. Al tiempo que aceptan haberse salido de sus roles habituales, dicen haberlo hecho “por
que hay que vivir” dado que tenía una fuerte presión del Teniente de policía y que también les atrajeron las primas prometidas que les
significaban un notable suplemento de recursos. Aún más, todos manifiestan haber tenido dudas sobre el carácter legítimo e incluso de
legalidad del trabajo que estaban llevando a cabo. Los acusados cargan todos contra el teniente de la policía, esperando así hacerse
acreedores de la indulgencia de los magistrados, presintiendo que no será desfavorable para ellos poner en causa las órdenes de
Berryer. Las declaraciones tanto de las victimas como de los acusados despejan las dudas sobre la naturaleza de estos secuestros
¿Quienes fueron los arrestados de 1749-1750? El vocabulario es ambiguo. Términos que cubren desde la corta edad hasta una
adolescencia prolongada que puede llegar a veinte años. Los testimonios reunidos no dejan dudas. Junto a un contingente normal de
jóvenes, delincuentes o no, aparece un buen número de auténticos niños. Pero no es solamente la edad lo que se puso en juego, sino
también la situación social de los niños dio muchos motivos para la indignación. Es muy posible que el proyecto de desembrazar a
Parías de los niños “sin objeto” haya sido acogido de buen grado, pero la cacería ha sido bastante más amplia. Los casos más citados
son hijos de artesanos, comerciantes u obreros, muchos de los cuales ya tienen una actividad profesional. Todas las familias

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involucradas no pertenecen por cierto a esta pequeña burguesía satisfecha de su rango. También se encuentran entre los padres a
simples ganapanes, zurcidoras, porteros, lavanderas; entre los niños hay aprendices, tejedores de sogas, mandaderos y limpiabotas.
Además, sin importar donde se hayan situado en la sociedad parisina, todos los que se quejan tienen oficio. Han sido arrestados en
momentos en que interrumpían sus actividades normales, lo que aumenta enormemente la indignación de sus próximos. Todavía es
peor tolerado el hecho de que las detenciones muchas veces fueran acompañadas de amenazas verbales o presiones físicas, cuando no
el fruto de trampas organizadas.

El rumor de los niños

Es asombroso que la amplitud de las repercusiones del caso parezca ser desproporcionada en relación a lo ocurrido. Después de todo,
los procedimientos suspendidos por el Parlamento en 1750, atribuyen súbitamente una importancia excepcional a prácticas que, por
arbitrarias que fueran, no eran en sí nada nuevo. Los arrestos de jóvenes, aunque no se trate de niños en el sentido actual del término,
son práctica conocida desde hace un siglo. Sin embargo, ni esos antecedentes, ni la posibilidad de la reactualización de tales
operaciones, alcanzan a responder los interrogantes que suscita este acontecimiento, tan intrigante y opaco como escandaloso y que da
mucho que hablar. Necesidad de buscar otras interpretaciones de este misterio. La multitud no es la única puesta en causa, porque la
convicción de que había algo por detrás de las cosas se encuentra igualmente en el costado de las autoridades.
Todos los expertos están de acuerdo en que el rumor es un personaje familiar de la ciudad. En 1750 hubo un rumor, o mejor una serie
de rumores encajados los unos dentro de otros. En un primer nivel, es el único medio de información rápida en una ciudad enorme. La
mayor parte de los arrestos dio lugar a grandes reuniones de público, y su noticia circuló rápido dentro de París. Al principio fueron
episodios minúsculos y triviales. Esto alcanzó hasta sublevar la multitud con una eficacia fuera de lo común. ¿Por qué? En primer
lugar porque cada una de estas escenas son públicas e incomprensibles. A medida que se hacen más frecuentes, los secuestros son
todavía mejor conocidos. La gente comienza a notar mejor los detalles, a conocer los nombres de los protagonistas, y probablemente
hasta saber cual era el modo de la operación y de las salidas. Transportada de boca a boca, la información sobre todo retiene aquello
que debe permitir fijar lo esencial, conocer las victimas y los enemigos. Los testimonios también apuntan a algunos grupos
particulares más inclinados a hacer circular las noticias. En primer lugar se exponen los domésticos, que constituyen una temible red
informativa, en las calles o desde las ventanas. Pero las mujeres lo son todavía más. Claro es que se trata de niños, aunque no sean
siempre los propios Niños sorprendidos en medio de sus actividades cotidianas, a vista y paciencia de todo el mundo. Lo que quiere
decir que el honor de sus padres está públicamente puesto en causa. Lo que las mujeres denuncian en los secuestros es una puesta en
cuestión de los lazos sociales. La amenaza que pesa sobre París al mismo tiempo que desequilibra todo el juego de relaciones sociales
y las redes de solidaridad y reconocimiento, fundamentalmente toca a la fuente misma de la vida. Los “niños” devienen el símbolo
enfático de una defensa colectiva.
También durante esos años una sensibilidad insistente con respecto a los niños se encuentra un poco por todas partes. No tiene que ver
con las preocupaciones pedagógicas y morales que alimentan, en el mismo momento, una literatura erudita. Esta sensibilidad se
enraíza mejor en una serie de sucesos policiales, cuya repetición ha terminado por convertirla en historias ejemplares. Estos
fenómenos señalan un lugar de inquietud de la sociedad. Estas anécdotas se encuentran en muchos lugares; en los cronistas, en la
literatura barata y en la información que recoge la policía en la calle. Tomadas aisladamente cada una de estas historias no tiene
mucha importancia; puestas en serie, ellas no dicen tampoco una historia única. Pero ofrecen variaciones alrededor de un pequeño
número de temas comunes. En todas aparecen los niños sometidos a la voluntad, mala o buena, de los adultos que pretenden forzar su
vida apara adecuarla a sus designios. Tal cosa ha devenido el objeto de un comentario inquieto y que prolifera.

La fábula de sangre

En palabras del memorialista Barbier: “Se murmura que el objeto de estos secuestros infantiles era que había un príncipe leproso para
cuya curación hacia falta un baño, o baños de sangre humana…”. Esta base limitada de informaciones (que repiten otros cronistas), no
permite extraer sino una sola convicción, y es que mientras que se conocen otras explicaciones más inmediatas y tranquilizadoras que
corren por las calles de París, el rumor de los baños de sangre, tiene en la ciudad una medida que no se puede conocer precisamente.
El silencio relativo de las fuentes en este punto no prueba nada. Además esta fábula no está aislada, sino que se inscribe en otra corta
serie que deja ver nuevamente el modelo de las historias ejemplares, listas para ser servidas. El tema es ciertamente muy insistente
para no tener ninguna significación. Estos testimonios nada indican acerca de la existencia de tales prácticas bárbaras; tampoco
prueban que aquellos que hacían correr estos rumores los creían. Hay una verdad más oscura, menos articulada, que tiende a cobrar
forma por medio del rumor, como fue en el caso de los comportamientos revoltosos. En principio, ¿de dónde vienen esos rumores? No
queda sino preguntarle sus razones al rumor mismo. Éste presenta dos aspectos que conviene separar inicialmente. El primero,
extensamente atestiguado, identifica los secuestros de niños con la masacre de los Inocentes (Herodes). La segunda faz de la fábula, es
aquella que habla del príncipe leproso y que evoca los baños de sangre. Existe una asociación entre lepra y pecado. A todo lo largo de
la tradición judeo-cristiana la lepra hace figura de enfermedad real por excelencia. Para esta enfermedad sólo hay un remedio. La
tradición no lo menciona sino con horror: la sangre humana.
Este saber tradicional multiforme propone los elementos de un escenario posible. ¿Para expresar qué? La lepra es una enfermedad del
alma, que golpea a los que por orgullo o por falta de fe, no se han sometido a la voluntad divina. Es también una enfermedad del
espíritu. El leproso es también una presa de la angustia, del abatimiento, cede a los caprichos y a la cólera, no sabe resistir a sus deseos
y sus apetitos sexuales son desenfrenados. Ahora, existe un hombre en el reino de Francia, en 1750, que pudiera corresponder a este
retrato. He aquí, entonces, a quien la fábula de la sangre deja conocer; él no es ni un príncipe ni tampoco delfín; él es Luis XV, el
nuevo Herodes.

6
El mal amado

Las sanciones que imponen los magistrados hacen ver que la cuestión del secuestro infantil no ha estado prioritariamente en el centro
de sus deliberaciones. Lo que intentan punir prioritariamente es la insurrección de las calles contra las autoridades, como muestra bien
la asimetría de las penas infligidas. Los oficiales de vigilancia arrestados y los responsables de escuadras son condenados a penas
simbólicas. Esta reparación esta desbalanceada por la severidad de las penas impuestas a tres de los revoltosos, a los que se condena a
la horca. Golpeando fuerte, el Parlamento desea intimidar al público de la revuelta. Esta severidad no está exenta de prudencia. Todos
los otros son liberados. Todo está en orden, pero nada se ha arreglado.
Pasa ahora al primer plano aquel cuyo nombre hasta aquí nadie pronunciaba sino para eximirlo de toda responsabilidad en el asunto
de los secuestros infantiles. Durante el verano de 1750, d’Argenson descubre con entusiasmo que el pueblo no ama más a su rey. De
Luis XV se denuncia prontamente la debilidad de su carácter. Especialmente esa indolencia a la que se denomina holgazanería. Sólo
atento a sus gustos, Luis XV no cumple ni siquiera con los gestos que están tradicionalmente asociados al ejercicio de la función
soberana. Se rehusa a tocar las escrófulas, rápidamente dejo de hacer la Pascua. Se sustrae así a estas formas algo irrisorias, pero que
son tenidas por los símbolos que tejen entre el rey de Francia y su pueblo una complicidad que Luis pretende ignorar. Indolencia,
egoísmo. Pero casi a continuación se evoca también su indiferencia al sufrimiento, incluso su crueldad. Estos malos dichos son
algunos de los que recogen las “moscas” en París desde los primeros años de su reinado. Pues contrariamente a lo que se ha dicho a
menudo, esos rumores hostiles no provienen solamente de la corte ni de la alta nobleza frustrada en sus ambiciones políticas. En los
años 1740, este discurso malintencionado cambia de naturaleza y de amplitud. Los defectos de la persona privada se han acentuado, la
inconducta del rey es pública. Lo que se reprocha a Luis no es tanto el dejar a la reina en beneficio de sus amantes, sino el hecho que
mal use su virilidad soberana. A las queridas reales se les reprocha también el papel creciente que juegan en los asuntos del Estado. La
llegada a la escena pública, en 1745, de la marquesa Pompadour cristaliza esa hostilidad. La crítica toma durante esos años una
coloratura expresamente política, al tiempo que encuentra potentes amplificadores. Un clima de enemistad se instala en pocos años.
Entre el rey y la ciudad, la desafección es recíproca. En estas condiciones, si algo sorprende durante el motín de mayo de 1750, es el
tono casi moderado de las manifestaciones hostiles. Lo esencial de estas amenazas e injurias apunta preferentemente a la policía y sus
jefes. El rey no aparece sino excepcionalmente. No. No es el trono el que está amenazado por la multitud furiosa contra los ladrones
de niños, es la persona misma del monarca en el ejercicio de sus virtudes soberanas. La revuelta no es sin embargo una revolución. Es
solamente una etapa mayor, en el camino de la enemistad que en esos años aleja al soberano del pueblo.
El caso del secuestro infantil es un acontecimiento minúsculo a la escala del siglo XVIII. Pero es el signo de una transformación
decisiva que solamente ahora se percibe. Entre la violencia y el miedo ella da la ocasión de decirse a una verdad nueva y terrible: “El
pueblo no ama más sus reyes, a los que tanto amaba”.

[Arlette Farge – Jacques Revel, Lógica de las multitudes. Secuestro infantil en París, 1750, Homo Sapiens Ediciones, Rosario,
1998. ]

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