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Cuando el Arte nos devuelve la mirada, una reflexión sobre el

público en los museos.


Nuria Sadurni

Todos necesitamos los museos para aprender a maravillarnos, o quizá para no


olvidar cómo hacerlo; porque es un hecho que nos asombramos ante objetos
maravillosos… y eventualmente esto nos lleva al asombro ante las manos que
los crearon y ante lo que nosotros mismos somos.
Bruno Bettleheim1

En su libro El Arte como Experiencia, John Dewey2 describe lo que nos


gustaría que sucediera en todos los museos: lograr que el público que nos
visita tenga una experiencia enriquecedora, motivadora de curiosidad, que
genere diálogos que puedan ser compartidos, que promuevan el
descubrimiento, en pocas palabras: una experiencia significativa y distinta a la
que se puede tener en otro tipo de espacio.

El público busca otro tipo de experiencia en los museos de arte, una que tiene
que ver con la intimidad, con la forma de apropiarse del mundo, con lo que las
imágenes u objetos lo hacen sentir, con el poder realizar una interpretación
personal. Aquí es donde nos tenemos que preguntar si los museos están
ofreciendo esta posibilidad:

¿Qué tanto pensamos en el público cuando diseñamos exposiciones?


¿Damos oportunidad a los visitantes para que asimilen los contenidos?
¿Con qué frecuencia los elementos de una exposición invitan a la exploración o
al pensamiento crítico? (siendo que esto es esencial para el proceso de
interpretación y búsqueda de significado)
¿De qué forma las exhibiciones invitan a la utilización de habilidades cognitivas
como la observación, análisis, relación, trascendencia etc..?

Tenemos que poner más atención en nuestros destinatarios, y fomentar que el


arte “les devuelva la mirada”.
En su libro Where’s the me in the museum3, Sarah Grusin dice que los museos
preservan evidencias tangibles de la vida en nuestro planeta, y que por esta
razón cualquier visitante puede tener la seguridad de que encontrará algo que
le sea familiar, y cuando esto sucede, cuando reconoce parte de si mismo en el
museo, ha encontrado un “Yo”, puede haber un “Yo” dentro de un cuadro, un
“Yo” en el recuerdo que desencadena algún objeto…. El visitante asiduo a un
museo sabe que puede encontrar muchos “Yo”: El reflexivo que formula
preguntas y hace hipótesis, el interpretativo que construye, deconstruye y
vuelve a ensamblar el mundo para entender cómo funciona, el que hace
énfasis en los sentimientos y responde al goce, al enojo, o a la emoción.

1
B.Bettleheim, Children, Curiosity, and Museums. Museum Education Anthology, p.18. National Art
Education Association, Virginia 1984.
2
Dewey John. Art as an experience. New Haven and London: Yale University Press 1998.
33
Waterfall Milde, Grusin Sarah. Where’s the Me in Museums. Vandamere Press, Arlington
Virginia,1989.
Encontrar nuestro “Yo” hace la diferencia, en ese momento el museo se
convierte en un lugar en donde nos sentimos cómodos explorando los misterios
del mundo, nos conectamos con los objetos, re-descubrimos el mundo.
Los visitantes adultos que van con frecuencia a los museos se olvidan del
espectro de experiencias que ofrecen éstos espacios. Es una paradoja que se
necesite que alguien con una perspectiva “inedita” (como los niños o visitantes
que van por primera vez al museo) nos devuelva la capacidad de asombro, y
es que en el caso de los no especialistas en arte, la curiosidad trasciende las
expectativas de el “debería ser…” “Se supondría que…” o el “Si porque …” que
genera el miedo a no “saber entender”.

Grusin afirma que ir al museo da al visitante la oportunidad de interesarse en lo


que él elija, y que como asistente a éste tipo de espacios tiene una serie de
derechos y responsabilidades:

 Tiene el derecho de que le guste o no le guste el museo o la exhibición.

 Tiene derecho a sentir curiosidad y por lo tanto a identificar y descubrir


sus propios tesoros.

 Tiene derecho a sentirse confundido por lo que encuentre en el museo.

 Tiene derecho a sentirse aburrido si nada en el museo le parece


interesante.

 Tiene derecho a expresarse o a guardar silencio, a hacer preguntas y a


dar respuestas.

 Tiene derecho a sentirse cómodo.

 Tiene la responsabilidad de no dañar el museo ni su acervo.

 Tiene la responsabilidad de escuchar la opinión de los demás y no solo


ver desde su punto de vista.

 Tiene la responsabilidad de su propio comportamiento.

¿Estamos logrando establecer el tipo de contacto que Grusin propone en los


museos?
¿Observamos a nuestro público?, ¿Nos tomamos el tiempo de escuchar sus
conversaciones?, ¿Generamos en ellos una curiosidad genuina? ¿Estaremos
perdiendo nuestra mirada, y los espacios de contemplación que antes nos
ofrecían los museos?

El fotógrafo inglés Tomas Struth se ha dedicado a explorar en varios museos


del mundo la relación entre el espectador y las obras de arte. Su trabajo
comenzó cuando se dio cuenta de lo interesante que resultaba fotografiar a los
grupos de visitantes mientras éstos observaban una obra de arte, ver la
expresión en sus rostros, el tiempo que pasaban frente a la obra y su lenguaje
corporal. Para Struth estas fotografías son como algunas obras de Velásquez o
de David Teniers: el recurso clásico de un cuadro dentro de otro cuadro. Quizá
para el fotógrafo estas imágenes son solamente una representación artística e
incluso testimonial de un momento de contemplación, pero al verlas y observar
los gestos y actitudes de los grupos de visitantes, deberíamos reflexionar un
poco acerca del tipo de experiencias que estamos ofreciendo en nuestros
museos: Hacer recorridos de todo el espacio, obra por obra, a través de audio
guías que saturan al visitante de información, llenar las salas del museo con
estímulos visuales o auditivos como “apoyo” a las exposiciones, colocar
cédulas enormes escritas en lenguajes solo para especialistas…
¿Fomentamos de esta manera que el visitante tenga una experiencia
significativa y personal dentro del museo?.

El historiador del arte James Elkins hace una reflexión muy interesante en su
libro: Pictures and tears: A History of people who have cried in front of
paintings.

“Nuestra falta de intensidad es un problema fascinante. Si las obras de arte son


tan importantes, tan valiosas, tan visitadas y tan reproducidas, ¿No es
preocupante que nos cueste tanto trabajo vincularnos emocionalmente a
ellas?” ( Elkins. New York and London: Routledge 2001).

Elkins decide escribir su libro a raíz de una experiencia personal que tuvo
cuando era niño: Su padre acostumbraba llevarlo a un museo en Nueva York
en el que había un cuadro de San Franciso de Asis del artista italiano Giovanni
Bellini, que produjo en Elkins una fuerte impresión desde la primera vez que lo
vió. Cada vez que iban al museo, el niño volvía a pararse frente a éste cuadro y
lo contemplaba absorto, se maravillaba ante las texturas de las rocas y otros
elementos del paisaje, se sorprendía al ver a los animales que rodeaban al
Santo, y lo mas importante: cada vez que veía esta pintura se sentía
profundamente conmovido, por alguna razón le daban ganas de llorar. Cuando
creció y empezó a estudiar Historia del Arte, Elkins descubrió que otro
historiador había escrito un libro monográfico sobre el cuadro de San
Francisco que tanto impacto le había causad en su infancia, sobra decir que lo
leyó de principio a fin. El libro contenía la biografía completa del pintor, las
influencias artísticas de la época, y todo un análisis estético e iconográfico de la
obra, que parecía haber sido “desmenuzada” por el autor sin pasar nada por
alto. Al terminar de leer el libro, Elkins volvió al museo para ver la pintura con
su nueva mirada llena de conocimiento, pero sucedió algo insólito, al pararse
frente al cuadro no sucedió nada, no pudo sentir emoción alguna, la magia se
había perdido Cada nuevo texto que leía transformaba algo que había sentido
en algo que sabía, ¿sería que el conocimiento había literalmente matado su
capacidad de sentir?.
Elkins decidió hacer un experimento, puso anuncios en revistas y periódicos
pidiendo a la gente historias sobre sus experiencias frente al arte,
concretamente a personas que se habían conmovido hasta las lágrimas frente
a una obra. Al mismo tiempo escribió algunas cartas que explicaban el proyecto
a renombrados historiadores del arte, y que hacían la pregunta concreta:
¿Alguna vez lloraron frente a una obra de arte?.
La realidad es que Elkins no esperaba muchas respuestas, pero al poco tiempo
se sorprendió al recibir más de 400 cartas de todo tipo de público, al leerlas, se
dio cuenta de que muchas de estas personas habían llorado frente a obras de
Mark Rothko. Intrigado, Elkins viajó a Houston en Estados Unidos para visitar la
famosa capilla4 que contiene varios lienzos de éste artista. Los encargados de
cuidar el lugar le comentaron que los visitantes que más se conmovían eran los
que pasaban más tiempo en la capilla, de hecho esto era muy fácil de verificar
al leer lo que el público escribía en el libro de comentarios:

Personas que entraron y salieron:

 La capilla es muy bonita.

 Es un oasis de paz y serenidad.

 Un lugar infinito.

 Un lugar para relajarse.

Personas que permanecieron adentro más de 15 minutos:

• Al ver esto me vine abajo.

• El silencio perfora mi corazón.

• Me conmovió hasta las lágrimas.

• Desearía poder llorar.

Elkins se dio cuenta al permanecer sentado frente a los enormes lienzos


oscuros de Rothko de que la parte realmente difícil de ver la obra de éste
artista era sólo mirarla y resistir el mayor tiempo posible la tentación de
encontrar lo que “falta”, y es que la gente que quiere intelectualizar a Rothko se
encuentra con un problema. Como decía Jackson Pollok: “El arte abstracto….
es abstracto”. Y el mismo Rothko al referirse a su obra decía: “Mi obra no es un
cuadro de una experiencia, es LA EXPERIENCIA”.

La diferencia entre las cartas que recibió del público que había llorado frente a
una obra de arte, y las cartas de los historiadores y especialistas en la materia,
era abismal, de entrada muy pocos tomaron en serio la pregunta de Elkins y
menos aún le respondieron. Esto no es de extrañar si leemos algunas
observaciones de los expertos:

“Necesitamos un equipamiento cultural para enfrentarnos al arte”.


Edwin Panofsky.

4
La capilla ecuménica construida en Houston, reúne 14 lienzos que Rothko pintó especialmente para
crear un ambiente dedicado a la meditación. Actualmente funciona como capilla, como museo y como
foro.
“Tenemos la necesidad de ser competentes culturalmente para poder acceder
a lo verdaderamente valioso e importante”.
Pierre Bordieu.

“Necesitamos saber para poder ver”.


Allan Bloom.

Aún así, hubo quien si le contestó, tal fue el caso de Gombrich quien le
escribió:

“Jamás he podido reir o llorar frente a una obra de arte, pero recuerdo que en
una ocasión mi amigo el pintor Oscar Kokoschka lloró frente al cuadro San
Cristóbal sumergido en el agua de Hans Memling. Kokoschka se conmovió
profundamente al ver los delicados pies desnudos de San Cristóbal , lo cual es
realmente curioso si uno piensa en que mi amigo es un hombre realmente
grande y en su obra los pies y las manos siempre son exagerados”.

También el historiador del arte Robert Rosenblum le escribió confesando que


nunca había llorado frente a una obra de arte, pero que recordaba haber
sentido una sensación de sorpresa, asombro y que casi había dejado de
respirar al ver ciertas obras como la del Monje frente al mar de Friedrich o La
Baronesa James de Rotshild de Ingres. Pero en todos los casos esta reacción
sólo se dio la primera vez que los vio, y dice textualmente:

“Para la segunda vez que los vi era yo invulnerable, sospecho que nosotros, los
historiadores del arte en particular, tenemos puesta una gran armadura; pero
gracias por sugerir que nos deshagamos de una parte de ella”.

A partir de su experiencia y de las cartas recibidas, Elkins cuestiona si en


ocasiones el conocimiento histórico nos impide involucrarnos con la obra tal y
como sucedió a Gombrich y a Rosenblum. ¿Debemos resignarnos a
transformar lo que sentimos en lo que sabemos? O quizá como dice R.G.
Collingwood:

“Nadie puede apreciar el arte en su totalidad, cada respuesta es parcial y cada


emoción va entrelazada con pensamientos, así que ¿cómo es posible que
digamos que la experiencia de una persona es legítima y la de otra no lo es?”

O como dice John Dewey :

“Tener una experiencia implica tener una sensación integradora, tiene que
haber una transacción viva, consciente y reflexiva, en la que hay una sensación
de anticipación y de culminación”.

En 1837, Honoré de Balzac escribió una pequeña historia llamada Gillette o la


obra maestra desconocida, en ella, un reconocido pintor llamado Frenhofer
trabaja en lo que él considera su obra maestra por 10 años sin enseñársela a
nadie. Ante la mirada extasiada del artista, esta pintura es la representación
más perfecta de una mujer que jamás se haya pintado. La obra se convierte
más en una amante que en una pintura, en una compañía viva más que en un
objeto.
En la historia también aparece Nicolás Poussin como un artista egocéntrico y
celoso que quiere conocer el secreto de Frenhofer, para lograrlo, Poussin
convence a su amante y modelo Gillette a posar para Frenhofer, quien
finalmente decide mostrar a sus amigos su gran obra maestra. Al develar su
cuadro, lo único que aparece en el lienzo es una especie de mancha neblinosa
con un pie maravillosamente logrado en una esquina. Al ver la cara de sorpresa
de los presentes, Frenhofer ve con desmayo que su obra maestra no es sino
una especie de caos de colores y trazos vagos. Se da cuenta de que ha
desperdiciado 10 años de su vida, llorando dice: -Nada, no hay nada, soy un
viejo tonto y no tengo talento.
En un abrir y cerrar de ojos Frenhofer pierde su obra maestra, sus ambiciones
y su cordura.
En otra parte de la historia, hay un fragmento en el que se narra una discusión
entre Poussin y Gillette anterior a la crisis de Frenhofer, en este fragmento ella
se queja de que cuando modela para Poussin, éste la mira como si fuera un
objeto, deja de ser su amante para convertirse en un maniquí.

Balzac nos muestra dos caras de la moneda; Poussin convierte a su amante en


un objeto, mientras que Frenhofer convierte un objeto en su amante. El
historiador del arte AIDI-Huberman dice que esta es una historia subversiva
porque aunque en un principio la pasión de Frenhofer podría parecer envidiable
aún si la llevó demasiado lejos, todos acabamos invariablemente del lado de
Poussin, no nos arriesgamos a enloquecer como Frenhofer ni siquiera un
momento en nuestra imaginación. La racionalidad es más segura, no entra en
honduras, no nos confronta.
Elkins concluye sugiriendo que al espectador tener una experiencia íntima y sin
tanta información de entrada, y ya después si se quiere, disectarla en
conocimiento de valor histórico.

En su libro Liberar la imaginación. Ensayos sobre educación, arte y cambio


social,5 la filósofa Maxine Greene dice que la experiencia siempre ofrece más
de lo predecible, y la imaginación abre oportunidades a lo impredecible. Esta
apertura nos obliga a estar en una búsqueda continua de nosotros mismos. La
imaginación hace posible la empatía, por eso debemos abrir lugares de
encuentro cada vez más amplios, no podemos permanecer pasivos y
dispuestos a coincidir para siempre con nosotros mismos.
Cuando liberamos nuestra imaginación ponemos orden en el campo de lo que
percibimos y permitimos que nuestros sentimientos informen e iluminen aquello
de lo que debemos ser conscientes.

Todo comienza con nuestra propia experiencia, si nos tomamos el tiempo


necesario, las obras de arte de pronto cobran vida ante nuestros ojos.
Deberíamos buscar nuevas “conmociones” de consciencia, nuevas
exploraciones, nuevas aventuras del significado, nuevas formas activas e
incómodas de participar, para hacer perceptible, visible y audible o que ya no
es (o no ha sido todavía) percibido, dicho ni oído en la vida cotidiana.
5
Maxine Greene. Releasing the Imagination,.Essays on Education, the Arts, and Social Change. The
Jossey-Bass education series. San Francisco CA 2000.
Para terminar, y como dice John Dewey, en muchas ocasiones la experiencia
se convierte en algo más grande que el significado y esto debe convertirse en
el gran reto para los museos: Diseñar experiencias significativas.
Sería maravilloso que todos pudiéramos llorar aunque sea una vez frente a
una obra de arte.

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