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El derecho como tecnología del género

Comentarios a partir del fallo “Tejerina”

Por Mariano Gaitán

Pocos días antes de que se conociera la sentencia de la Corte que decidiría sobre el
futuro de Romina Tejerina, algunos medios gráficos informaban que el fallo sería favorable
para la joven jujeña. Sin embargo, para su desgracia y también para indignación de las
organizaciones feministas y políticas que habían tomado como propia su causa y habían
reclamado desde un primer momento su absolución, la sentencia fue adversa. La joven
condenada a 14 años de prisión por haber matado a su beba recién nacida, deberá
permanecer varios años más en la cárcel hasta recobrar su libertad. Y ya no podrá discutir
la condena. Cuatro de los siete jueces que fallaron en el caso, entre ellos las dos mujeres
que integran el máximo Tribunal, entendieron que la sentencia pronunciada por la Sala II
de la Cámara en lo Penal de la ciudad de San Salvador de Jujuy no era contraria a ninguna
norma constitucional ni federal y que, en consecuencia, no resultaba revisable en la
instancia extraordinaria.

Al parecer, el voto que decidió negativa y definitivamente el asunto fue el del juez
Lorenzetti, quien habría cambiado su anunciada adhesión al voto de Zaffaroni por la
aplicación del temido 280. Sería interesante analizar las razones que lo condujeron a ese
inesperado cambio de último momento (razones que, por gracia del legislador, no están
expresadas en el voto que selló el caso). Pero no contamos con la información que nos
permita aproximarnos al tan escabroso asunto de cómo se deciden las causas en la esfera
más alta del Poder Judicial; y, por otra parte, tampoco es ese el objetivo de este trabajo.
Basta con señalar aquí, algo que resulta por demás evidente: no se arribó a esa decisión a
partir de una correcta interpretación del derecho vigente y una posterior subsunción de los
hechos en los preceptos jurídicos generales, como pretendería el más ingenuo formalismo
jurídico, en la idea de que esa operación silogística habría llevado invariablemente al
magistrado a comprender que la solución correcta del caso era la lisa y llana desestimación
de la queja y no, como por ejemplo pretendían dos de sus colegas, la declaración de

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inimputabilidad de la autora. Tampoco parece plausible conjeturar que la decisión fue el
producto de la voluntad individual del juez motivada en factores extrajurídicos, no
necesariamente vincubles con el caso y con los conflictos que el mismo planteaba, como
podría sostenerse desde la corriente realista. Si bien esta concepción acierta en su rechazo
de la (ideológicamente) pretendida racionalidad, universalidad y objetividad del derecho,
no explica satisfactoriamente los conflictos, las disputas, las rupturas, que se presentan en la
construcción del discurso jurídico.

Estos conflictos son particularmente evidentes en el caso Tejerina. No es un hecho


menor que el fallo resultara dividido en cuatro votos contra tres respecto de la admisibilidad
de la queja, que fue el punto sobre en cual en definitiva se “resolvió” el caso. Más
sugerente aún resulta el hecho de que los magistrados tampoco coincidieran en los
fundamentos de sus respectivos votos en uno u otro sentido; y sobre todo, que quienes se
pronunciaron por la admisibilidad del recurso, sostuvieran dos “soluciones” diferentes
respecto del fondo del asunto. Esto obviamente no es algo casual. El caso se vincula
directamente con cuestiones conflictivas, como la violencia (sexual y de otros tipos)
ejercida contra las mujeres, el aborto, los roles de género prescriptos socialmente, que
suscitan debates a veces acallados pero siempre latentetes, que están atravesados por
múltiples discursos. Es por eso que para comprender las divergencias señaladas
anteriormente es necesario tomar en cuenta el papel que juegan en la construcción del
discurso jurídico en el caso concreto, otros discursos que explícita o implícitamente están
presentes, como el político, el moral, el religioso, el científico (médico, psiquiátrico), etc.
Estos discursos son, en algunos casos, rechazados expresamente, y en otros, redefinidos o
adornados con una retórica jurídica, con el objetivo de presentar al discurso jurídico como
un saber puro y neutral, aunque en el fondo (y no tan en el fondo) todos ellos no dejan de
estar presente en sus productos concretos.

A continuación intentaré aproximarme de un modo crítico a las dos disidencias del


caso. Estos votos me resultan más atractivos, en primer lugar, por la sencilla razón de que
desarrollan más extensamente sus fundamentos. Pero sobre todo, porque me interesa
analizar una aparente contradicción que creo identificar en los mismos: si bien estos votos
sostuvieron posturas favorables para la imputada y revocaron la cuestionada sentencia de

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primera instancia, paradógicamente, reproducen argumentos que denotan prejuicios de
género y se apoyan en ciertos presupuestos que podrían ser contrarios a la solución que en
definitiva proponen.

En su voto en disidencia, los jueces Zaffaroni y Fayt entendieron admisible la queja


planteada por la defensa en virtud de la doctrina de la arbitrariedad, por considerar que
había existido una errónea valoración de las constancias probatorias de la causa y una
fundamentación sólo aparente de la sentencia condenatoria. De este modo, los magistrados
se arrojaron de lleno a la tarea de valorar cuestiones de hecho y prueba, en principio
vedadas al conocimiento de la Corte. Luego de una esforzada argumentación que abunda en
tecnicismos forenses y citas de autoridad, los magistrados concluyeron que Tejerina no
había sido capaz de comprender, al momento del hecho, la criminalidad del acto y, por lo
tanto, no resultaba imputable. En consecuencia, decidieron revocar la sentencia impugnada.

Independientemente de los argumentos “jurídicos” desarrollados en el voto, que


analizaré a continuación, tengo una fuerte sensación de que, en última instancia, la decisión
se basó en un argumento esencialmente político. El mismo se hace explícito sobre el final
del fallo, a través de una cita de Frias Caballero: “o se construye sobre un puro derecho
penal de seguridad social o sobre un derecho penal espiritual construido sobre la base del
principio de culpabilidad”. Y a renglón seguido se agrega, sin mucha cohesión con lo
anterior: “no puede admirse que se intente combatir con derecho penal al desamparo”.
Según entiendo, ésta última frase resume el verdadero fundamento de la decisión. Parecería
que la impugnación de la condena responde a la convicción de que la respuesta penal
resulta irracional (¿inútil?) frente al caso planteado, pero no tanto por la incapacidad
psíquica de la autora, como se argumenta largamente (lo que eventualmente habilitaría una
intervención administrativa de carácter terapéutico o tutelar, aunque igualmente coactiva),
sino por su situación de “desamparo” (¿vulnerabilidad?). Subyace en este planteo la idea de
que la sociedad es en partes responsable por el hecho ocurrido, o al menos, que no está
capacitada éticamente para reprochárselo a la autora. Esta concepción se enfrenta, en un
plano filosófico, con aquellas que pretenden legitimar moralmente el castigo a partir de
argumentos puramente retribucionistas o utilitaristas de diverso tipo. Ahora bien, una
postura que pretende rechazar, en determinados casos, la respuesta penal prevista en el

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ordenamiento jurídico, no es fácilmente compatible con la función judicial, que por imperio
del mismo ordenamiento jurídico, obliga a los jueces a fallar conforme a sus postulados. No
obstante, si bien los jueces actúan dentro de ciertos límites, pues están constreñidos por el
derecho (normas, principios, precedentes, etc.) y por los hechos, tienen un margen bastante
amplio de acción dentro del cual pueden optar entre distintas “soluciones” posibles para el
caso. En última instancia la opción por una u otra respuesta no deja de ser política. Pero si
esta respuesta pretende mantenerse dentro del terreno del derecho, y no ser desalojada
directemante al ámbito de la política, la moral, etc., debe manejar cuidadosamente el
discurso jurídico (y aquí me refiero también a la retórica) y sobre todo respetar los límites
que éste le impone.

Puntualmente en el caso que estoy analizando, esto implicó sostener la


inimputabilidad de la autora. Así, valiéndose de la doctrina de la arbitrariedad (una creación
pretoriana) se estiraron los márgenes para admitir la queja y hasta para considerar
cuestiones de hecho y prueba en principio no revisables, pero no tanto como para plantear,
por ejemplo, que la joven debía ser absuelta porque el castigo no sirve en ningún caso y
menos en éste en el que la victimaria resultaba a su vez víctima de otras tantas injusticias
propias de un sistema patriarcal o de una sociedad burguesa, etc. Sostener este tipo de
argumentos puede ser útil en otro ámbito, pero no está admitido en el terreno jurídico (al
menos en nuestro sistema liberal o “Estado de derecho”, que pretende reducir el ámbito de
operatividad de la razón de estado). En cambio, argumentar que la autora no era
psíquicamene capaz de culpabilidad parece una opción válida, y puede llevar a una solución
igualmente deseada: la exclusión de la respuesta penal. Podría decirse entonces que opera
aquí una decisión estratégica: se trata de emplear los argumentos que resulten convincentes
y permitan arribar al resultado deseado, sin salirse de los límites impuestos por el
ordenamiento jurídico.

Analizaré ahora en qué consistió esa estrategia. Desde un principio la


argumentación se orientó a demostrar de un modo “científico” la inimputabilidad de la
autora. Para ello, se pasó por un primer momento deconstructivo, donde se desvirturon los
argumentos de la sentencia condenatoria, que se basaba en una interpretación opuesta sobre
este hecho puntual. Esta tarea no resultó dificultosa para los magistrados, debido

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principalmente a algunas inconsistencias en la fundamentación de la sentencia impugnada.
Aquí se echó mano a algunos conceptos jurídicos, principalmente referidos al modo en que
se debe valorar la prueba (valor de los peritajes oficiales, aplicación del principio in dubio
pro reo, etc.). Luego, la argumentación se dirigió a demostrar que el ámbito de
autodeterminación de la imputada al momento del hecho, era lo suficientemente restringido
como para excluir su capacidad de comprender la antijuricidad del acto y conducir sus
acciones conforme a esa comprensión. Esta tarea sí resultó más trabajosa. Para ello se
recurrió sin ambages al discurso científico, particularmente, al médico psiquiátrico, y se
suplieron con abundantes tecnicismos y citas de autoridad las dificultades emergentes de la
falta de elementos probatorios para decidir sobre las cuestiones fácticas.

En este sentido, resulta interesante el modo en que se empleó el concepto de


psicopatía. Los magistrados no afirmaron que Tejerina era psicópata, evidentemetne por la
falta de un dictámen pericial en el cual basarse, pero deslizaron cuidadosamente este
concepto, relacionándolo con diversos elementos probados en el expediente, de modo de
plantear la duda sobre este punto. A partir de allí, les resultaba posible sostener la
inimputabilidad de la autora, independientemente de su capacidad intelectual al momento
del hecho, basándose en una “falla” en su esfera afectiva, que le impedía introyectar
valores, y en consecuencia comprender la criminalidad del acto. De este modo se
interpretan también las caracaterísticas del hecho como un indicio de esta grave
perturbación de la personalidad, y no como agravantes del injusto.

Otro argumento utilizado, con especial insistencia, es el de las alteraciones mentales


experimentadas como consecuencia del estado puerperal. Es sugerente la afirmación de que
el estado puerperal no es una mera fictio iuris, sino un real estado existencial de la mujer al
dar a luz. Con ello se quiere expresar precisamente que la fuerza del argumento está dada
por la realidad misma, y no por el derecho, que sólo viene a reconocer la naturaleza de las
cosas. En esta misma línea se despliega el argumento de la inmadurez biológica de la
autora: “el cerebro de los menores de edad -hasta los 19/20 años- no se encuentra
completamente desarrollado en regiones claves para la valoración y control de las
conductas y la toma de decisiones”. Se apela también al “instinto natural” para señalar la
anormalidad de las conductas que se apartan de éste: “es llamativo el hecho de que,

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contrariamente a lo que señala el instinto natural -tanto en animales como en personas- la
parturienta no haya querido ni siquiera ver a la recién nacida”1. Finalmente se hace
referencia a las particularidades fisiológicas del parto, remarcando que no fue un parto
normal, sino uno “en avalancha”, lo cual implicaba una circunstancia aún más
desequilibrante para la joven parturienta. Si bien se mencionó anteriormente la utilización
de conceptos técnicos de la ciencia médica, cabe insistir en el hecho de que todos estos
elementos son revelados y puestos a disposición del juez por el saber de los peritos. En este
sentido es claro el puente que se tiende entre naturaleza, ciencia y verdad.

Por otra parte, se consideran de modo complementario otros factores de tipo


ambiental, que también influyeron, según los magistrados, en la personalidad de la
imputada, restringiendo su ámbito de autodeterminación. Así, se menciona especialmente la
relación con su madre, la cual habría insidido negativamente en su esfera afectiva: “no está
en discusión el efecto del maltrato causado en la infancia temprana en el ulterior desarrollo
de la conducta antisocial en el adulto (de la matriz materna a la matriz social)”. Aparece
aquí de un modo bastante explícito un presupuesto sobre el rol maternal de la mujer, y su
importancia como factor de socialización. Esta idea parece asentarse en una concepción
esencialista de la mujer, que entiende que ésta tendría determinadas características propias
que la harían especialmente apta para desempeñar su papel natural de madre, de
reproductora. Por distintos factores, esta relación “natural” entre madre e hija no existió en
el caso, y como consecuencia de ello se habría producido una alteración en la esfera
afectiva de la joven. En definitiva, como puede verse, todos los argumentos se ordenan en

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Esta afirmación es interesante también en otro sentido. Muchos medios alternativos, sobre todo en
internet, difundieron la información de que Romina Tejerina “había visto la cara de su violador en
la beba” y que por ello había reaccionado del modo en que lo hizo. Más allá de la veracidad o no de
la información (que de todos modos está descartada por la verdad determinada judicialmente),
resulta llamativo el sentido diverso que cobra la misma si se emplea en uno u otro ámbito. En el
discurso de los medios alternativos de comunicación, que pretenden disputar políticamente la
adhesión de la opinión pública, ese hecho implicaría una razón comprensible, un motivo que si bien
no alcanza a justificar el hecho, al menos hace aparecer a su autora como una persona digna de
compasión y no como un monstruo. En cambio, en el discurso de la psiquiatría, apropiado por el
discurso jurídico, esa afirmación tendría el efecto contrario, pues implica precisamente una
motivación que da sentido al acto, ya sea como venganza o simplemente como expresión de
aversión. De este modo el acto pasaría a ser un acto racional y en consecuencia imputable al autor
que lo realiza.

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el sentido de demostrar la reducción de su ámbito de autodeterminación, es decir, de su
libertad, al punto de afirmar que era incapaz de comprender lo que hacía.

La disidencia del juez Maqueda también presenta algunos puntos interesantes para
el análisis. En primer lugar, el magistrado entendió admisible el recurso basándose en el
original argumento de que la sentencia de primera instancia había incurrido en una
violación del principio constitucional de culpabilidad, al imponer una pena
desproporcionada con relación al reproche que podía efectuarse a la autora del acto. De este
modo, si bien también centra su exposición en torno al problema de la determinación de la
culpabilidad, a diferencia de Zaffaroni y Fayt, deriva sus argumentos de un principio
eminentemente jurídico. Así, luego de explicar el concepto y alcance de este principio,
concluye que “en efecto, la interpretación que se hace respecto del ámbito de
autodeterminación moral de la condenada es insuficiente y lesiona las disposiciones
constitucionales, pues termina por imponer una pena que resulta inadecuada al reproche
jurídico penal que se le puede formular”. Acto seguido, y de la mano de la doctrina de la
arbitrariedad se arroja también a la difícil tarea de valorar una cuestión de hecho y prueba,
consistente en cuán amplio era este ámbito de autodeterminación de la autora en el caso
concreto. En este punto se abre una grieta en el razonamiento expuesto por el magistrado,
que pone en evidencia que su discurso no es tan puro como éste pretende mostrarlo. Pues
apenas un párrafo atrás sostiene que en la sentencia traída a conocimiento de la Corte, “se
ha establecido -de modo no revisable por ésta- que no se ha alcanzado el límete de la
inimputabilidad”. Pero si la culpabilidad depende del grado de autonomía moral que
detenta el autor al momento del hecho, ¿por qué no resulta revisable cuando está por debajo
del límite de la imputabilidad y sí cuando está por encima de éste?. Evidentemente la
respuesta a esta pregunta no se encuentra en ningún precepto del ordenamiento jurídico.
Nuevamente, estamos es presencia de una construcción jurídica que pretende arribar a una
conclusión decidida políticamente. Esta “solución” era reducir hasta el mínimo de la escala
legal2 la pena impuesta a la joven infanticida. Las razones que motivaron esta decisión no
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Aquí aparece otra incongruencia en el razonamiento: si la pena desproporcionada es contraria al
principio constitucional de culpabilidad, ¿por qué no declarar la inconstitucionalidad del mínimo
legal y aplicar una pena menor?. En realidad, la deficiencia del argumento es mucho más evidente:
no existe ninguna regla jurídica que permita cuantificar la culpabilidad del autor y traducirla
proporcionalmente en un quantum de pena. Esta decisión inevitablemente responde a principios
extrajurídicos.

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están explicitadas en el voto. No obstante, como hipótesis cognocitiva puedo plantear la
siguiente: al momento de fallar, Romina Tejerina llevaba ya varios años detenida. Si se
reducía la pena hasta el mínimo legal, es decir 8 años, la joven podría obtener salidas
transitorias en poco tiempo. De este modo se lograba una solución salomónica: se
confirmaba su condena, pero se le otorgaba la posibilidad de la libertad.
Independientemente de cual haya sido efectivamente la razón que motivó la disidencia, lo
que me interesa señalar aquí es cómo es posible construir argumentos jurídicos para
fundamentar una decisión política.

Volviendo sobre los argumentos del magistrado, son relevantes aquí también los
conceptos médicos y psiquiátricos, especialmente los referidos al estado puerperal. Pues es
este concepto es el que permite demostrar la reducción del ámbito de autonomía moral de la
autora: “el embarazo genera cambios biológicos con efectos sobre el psiquismo que son
constatados médicamente”. Según una categorízación de estos efectos traída a colación por
el juez, con abundantes citas de bibliografía especializada, la depresión posparto afecta
entre un 10% y un 20% de las madres, y entre sus síntomas se incluye, entre muchos otros,
“sentimiento inadecuados a su rol de madre”. Asimismo, en algunos casos se cuenta entre
los síntomas de esta patología, el “mutismo”, que según se ha señalado “se debe al temor de
la mujer de exponer sus sentimientos negativos hacia la criatura por ser contrario a su rol
social aceptado de madre”. Aparecen así, nuevamente, de la mano del discurso científico,
ciertos prejuicios sobre el rol social que le corresponde naturalmente a la mujer en tanto
madre.

Luego se desarrolla otro argumento relevante en torno al desacierto del legislador al


revocar la figura atenuada del infanticidio. Se señala reiteradamente que si bien esta figura
ha desaparecido en la ley, no ha desaparecido en la naturaleza el hecho que la justificaba:
“el estado puerperal sigue existiendo y es un reductor de la autonomía en la constelación
situacional del hecho constitutivo del injusto que incide necesariamente sobre el grado de
reproche de culpabilidad”. De este modo se recupera la figura del infanticidio, pero
asentada exclusivamente sobre la idea del estado puerperal que incide sobre la capacidad de
decisión de la mujer respecto de sus actos, y por ello se justifica la previsión de una escala
penal atenuada. Al mismo tiempo, se descarta el factor atenuante de la antigua figura del

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infanticio, que alcanzaba incluso a los familiares de la mujer si estaban en estado de
emoción violenta, consistente en el “propósito de evitar la deshonra”.

A partir de estos elementos, y de otros relacionados con factores ambientales y con


las circunstancias del hecho, se concluye que el ámbito de autonomía moral de Tejerina al
momento del hecho era ciertamente más reducido que lo considerado por el Tribunal de
primera instancia. En consecuencia, se reduce la pena impuesta hasta el mínimo de la escala
legal.

Hasta aquí intenté analizar de un modo crítico los argumentos expuestos por los
magistrados disidentes. Como punto común en ambos votos sobresale la idea de la falta de
autonomía de la imputada, debido a factores médicos, psiquiatricos y socioambientales.
Asimismo, señalé cómo en la construcción de los argumentos jurídicos que permitieran
sostener las soluciones decididas por los magistrados, se recurría insistentemente al
discurso científico como saber capaz de revelar la realidad de los hechos y de interpretar la
naturaleza de la mujer. Finalmente intenté mostrar cómo se filtraban en estas
argumentaciones ciertos presupuestos y prejuicios de género, referidos principalmente al
rol de madre que naturalmente corresponde a la mujer. Antes de concluir me interesa
recordar el interrogante que me plantié al comienzo de este trabajo: ¿no existe una
contradicción en argumentar la falta de libertad de Tejerina para obtener su libertad?.
Quizas exista. Pero en todo caso, creo que ese es el precio de mantenerse dentro de los
márgenes del derecho; precio que por otra parte cabe pagar cuando no se cuenta con otros
instrumentos más poderosos que el derecho para lograr los objetivos que se pretenden.

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