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Alfonso Reyes

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1. GENERALIDADES
EL MIEDO a los “movimientos subversivos” es característico de las grandes transformaciones sociales, ya
sea que una clase pretenda llegar al puesto dirigente ocupado por otra clase, ya sea que pretenda hacer
tabla rasa y nivelar una sociedad sin clases. En nuestra época son frecuentes las quejas contra la autoridad
pública que confunde todo movimiento de censura u oposición con un intento “disolvente”. Y ya cierto
célebre manifiesto de 1848 se abría con estas palabras: “¿Dónde está el partido de oposición que no haya
sido declarado comunista por sus adversarios en el poder?” No de otro modo los oficiales del antiguo
imperio español, en la Nueva España; confundían con el nombre de “afrancesado” a Miguel Hidalgo,
padre de la independencia mexicana. La exageración, la falta de tamiz para las ideas, llegan por ahí a
extremos grotescos. Se sabe de agentes de la policía que, en ciertos países, toman nota, en su libreta de
sospechosos, de todo el que hable de “pacifismo” o de “solidaridad humana”, porque, según parece, en el
fondo de estos conceptos está agazapado el monstruo horrendo de las subversiones sociales.
En un clima así pervertido —que trasciende naturalmente hasta el periodismo al poner de moda
algunos excesos de la “censura”—, la economía obra también sus habituales reacciones. Y así como en el
orden del comercio y la industria el caos de la libre competencia conduce al deplorable remedio de los
monopolios (cuya consecuencia es siempre la restricción del rendimiento, en servicio de unos cuantos y
para mal de casi todos), así también, ante las exigencias del tiempo, o se acentúan las consolidaciones —
declaradas o secretas—, de que se quejaba Garrison Villard, o se usa, por ahorro de esfuerzo, de un
sistema uniforme y cada vez más desarrollado para alimentar, para llenar los periódicos. Esto equivale a
un monopolio, si no de los periódicos, sí de la materia prima que ellos sirven al público.
Si antes este monopolio era de noticias —órgano especial para una función diferenciada, que no ha
dejado de significar un progreso—, después se ha llegado a la empresa de artículos.
El monopolio de noticias contenía ya un peligro en sí, porque ¿dónde está la frontera entre una
opinión y una noticia? ¿Y quién puede saber hasta qué punto el efecto de una noticia se altera con el
modo de darla? Recuérdese, como ejemplo ilustre, el célebre telegrama de Ems, anodino en su origen, y
que, retocado levemente con el lápiz azul de Bismarck, produjo la guerra francoprusiana. Y recuérdese,
mucho más cerca de nosotros, el caso bien conocido de países que, por haberse lanzado a reformas
contrarias a ciertos intereses trabados con los de tales monopolios, se han visto cercados por una
verdadera campaña de descrédito universal. Basta para ello con que las agencias de noticias seleccionen
cuidadosamente los telegramas sobre el país en cuestión, formando sobre él verdaderas antologías de
catástrofes, donde se insiste en todas las sombras del cuadro, prescindiendo de sus luces y claridades.
Quien esto escribe hizo hace años, ante los representantes de una docena de diarios de París, una
experiencia ilustrativa: redactó un supuesto mensaje sobre las actualidades de Francia, fundado todo en
los mismos diarios a la vista, y escogiendo simplemente los rasgos pertinentes al caso; y de este supuesto
mensaje resultó claramente, para un lector desprevenido, que Francia se venía abajo en su agricultura, su
industria, su comercio, su ahorro bancario, su seguridad social y su misma vida doméstica. Pues algo muy
parecido se nos ha hecho a nosotros.
Por otra parte, ante la abundancia de las noticias que, por decirlo así, se compran ya hechas en el
mercado (que esto son las Agencias), los periódicos se han ido acostumbrando a amontonar los telegramas
que se les suministran, uno tras otro, sin orden cronológico muchas veces, y dejando que se
complementen o rectifiquen entre sí como ellos puedan, dentro de la cabeza de cada lector. El sacar
en limpio un suceso es, a veces, un acertijo. Y a veces también, el traductor del periódico hace de las
suyas, como cuando un diario madrileño dio cuenta de un tumulto en la secretaría del Presidente Wilson,
porque el secretario del Presidente era un Mr. Tumulty. En cuanto a los estragos que se hace con los
nombres geográficos, ¿para qué hablar? ¿Y para qué hablar también de las noticias anodinas que todos los
días nos sirven, sobre la riña doméstica entre el cambia-agujas de una estación inexistente y su venerable
consorte? Ante este espectáculo, no es de extrañar que más de un escritor sueñe con fundar un diario
que lleve este o parecido lema: “Este diario carece de información directa y da todas las noticias un
día después que los demás, pero comprensibles, depuradas y juzgadas.”
Ahora bien, en cuanto a las empresas de artículos de que hemos hablado, ellas traen también sus
peligros, singularmente para países como los nuestros, en que los grandes públicos tienen todavía una
mentalidad colonial y, trastocando la frase hecha, prefieren todavía ser cola de león a ser cabeza de ratón.
Estas empresas establecen una inicua competencia contra los escritores indígenas. Mientras cualquiera de
nosotros pide de cincuenta a cien pesos por un artículo, la gran empresa extranjera proporciona,
mediante su sistema de distribución plural, un artículo de Bernard Shaw o de Guglielmo Ferrero por
cinco o diez pesos. Y lo propio acontece con las cubiertas para las revistas ilustradas, con la agravante de
que no cualquiera de nosotros puede escribir un artículo que compita con los de las grandes firmas
europeas, mientras que tenemos artistas a montones capaces de presentar cubiertas mejores que los
cromos, adocenados y anónimos o, dignos de serlo, que aparecen en ciertos seminarios para familias.
Hay, además, otras fuerzas que contrarrestan el impulso hacia la Prensa libre, tal como la define,
concibe y, en cierto modo, la practica Hilaire Belloc. La principal de estas fuerzas nace del camino mismo
que, ha tomado el desarrollo de la política. Vivimos en tiempos de invasora política, al punto que Ortega
y Gasset escribía un día —más o menos— que hasta el astrónomo, al medir la paralaje de un astro, lleva
a su cálculo un subrepticio interés electoral. Esta invasión de la política, como todos los caracteres
esenciales de una época, obedece a una necesidad y dista mucho de ser una simple locura, aun
cuando produzca casos de injustificable desvío. Pues bien, la política trabaja mediante bandos y
partidos. Quien no se embandera, difícilmente es escuchado. Y ni es lo general ni lo deseable que
haya tantos bandos o partidos como posibles grupos de redactores de periódicos. De donde mana,
sobre el periodismo, otra corriente niveladora.

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