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La terapia familiar sistémica. En sintonía con el mundo.

Cristina Trullà i Trillas.


Psicóloga y Terapeuta Familiar. A.C. Servei de Psicoteràpia i Mediació, Barcelona (ESPAÑA-
UE).

Aunque la Terapia Familiar Sistémica cuenta ya con cuatro décadas de historia parece apropiado aquí
hacer una presentación de este tipo de enfoque terapéutico que, afortunadamente y a pesar de los
viejos esquemas que aún rigen las enseñanzas oficiales en nuestro país se va extendiendo de forma
lenta pero segura. Los responsables de la formación y entrenamiento de los estudiantes en la área de
la salud siguen planteando el saber bajo premisas rígidas y de corto alcance, que impiden al futuro
profesional contemplar al ser humano de forma más completa e interrelacionada con su mundo
circundante.

La terapia familiar nació como respuesta alternativa a las limitaciones que desde siempre y hasta
ahora, han conllevado los tratamientos individuales de las personas que padecen algún tipo de
desequilibrio emocional que afecta al curso normal de sus vidas. La historia de la Terapia Familiar
Sistémica es relativamente corta, pero a su vez, intensa, apasionante y llena de esperanza en un futuro
más humano en la comprensión y tratamiento de los trastornos que el hecho del vivir comporta.
Además, se da la situación afortunada, a consecuencia de la juventud de este modelo de intervención,
de que los pioneros de ayer son los grandes maestros de hoy y aunque de edades avanzadas, siguen
incansablemente compartiendo sus conocimientos teóricos y experienciales allí donde se los necesite.

En España, la terapia familiar todavía es un tierno árbol necesitado de cuidados. Tanto en Catalunya
como en Euskadi la semilla empezó a germinar hace apenas un par de décadas. Aquel brote que
inició su crecimiento hoy alcanza unas dimensiones notables y aunque en la actualidad sus
ramificaciones van más allá de las tierras mencionadas y son fuertes y llenas de vida, es del todo
imprescindible seguir con mimo abonando. Este artículo pretende ser un intento de ello.

Nuevos y viejos esquemas

La terapia familiar de modelo sistémico se nutre de raíces distintas a las de la mayoría de terapias que
se administran a los individuos cuando presentan problemas de adaptación a las circunstancias que
viven. La concepción materialista y mecanicista que del mundo tenemos los occidentales -desde que
Descartes y Newton, principalmente, sentaron las bases del pensamiento occidental y científico (1)
nos induce a contemplar y analizar la realidad de una forma racionalmente práctica pero insuficiente,
de manera que acabamos excluyendo, inevitablemente, muchos de los factores que conjuntamente
intervienen en el complejo hecho de vivir. Así pues ya es tradición en los servicios médicos ofrecer -
en el mejor de los casos-, psicoterapia individual a las personas afectadas de trastornos emocionales
o de conducta. En una gran mayoría de casos, no obstante, el tratamiento se reduce a la pura
administración de psicofármacos. (2) En nuestras tierras no es habitual ver a la persona como un ser
codependiente cuyo bienestar también está relacionado con las personas y circunstancias que le
rodean. ¿De qué sirve eliminar con fármacos los síntomas de una crisis de ansiedad (taquicardia,
asfixia, insomnio, fatiga, opresión en el pecho, cefaleas, trastornos gastrointestinales…) si no se
abordan paralelamente los conflictos emocionales que provocan esta crisis (miedo e inseguridad por
la muerte de algún miembro familiar, incertidumbre por el futuro personal o profesional, necesidad
de apoyo afectivo, etc.?).

Tenemos la vieja y cuestionable costumbre de parcializar y dividir todo aquello que nunca debería
separarse para poder ser comprendido. Así pues, nuestras limitaciones se hacen más que evidentes
cuando pretendemos observar y analizar los sucesos de una forma integral, que nos permita captar las
múltiples interrelaciones que se dan en cualquier hecho inherente a la vida. Sencillamente, nunca
aprendimos a hacerlo porque nadie nos enseñó.

Esta visión fragmentada del saber se manifiesta de forma evidente en la división que la medicina
occidental realiza entre salud mental y salud corporal. (3) Sabemos, sin embargo, que el ser humano
es un complejo sistema que tiene vida gracias al funcionamiento inteligente, equilibrado e
interrelacionado de los distintos subsistemas que lo conforman y a la vez lo definen como especie. Y
a pesar de ello, nuestra medicina moderna cuenta con ejércitos de eminentes especialistas (4) que
parecen tener muchos conocimientos sobre un subsistema en concreto (respiratorio, circulatorio,
nervioso, endocrino...), pero no aciertan a comprender el lenguaje que un subsistema cualquiera
emplea para comunicarse con los demás. Se hace pues fácil de entender -aunque difícil de aceptar- el
porqué un paciente (muy paciente) aquejado de una dolencia -para llegar finalmente a un
diagnóstico- tenga que, invariablemente, llamar a multitud de puertas, contestar burocráticos y
mecánicos cuestionarios, explicar repetidamente las mismas cosas y someterse a diversas y
agotadoras pruebas diagnósticas. Su paciencia, a la postre, se verá recompensada al obtener una
etiqueta que dará nombre a su mal. Pero como toda etiqueta, será sospechosamente incompleta o
inclusive errónea si lo que se hace es aplicarla a un ser humano, rico, complejo, intra e
interrelacionado y en constante evolución. Así es como finalmente nuestra genuina necesidad de
separar, aislar, clasificar y etiquetar, se torna en la principal responsable de nuestra incapacidad para
comprender de una forma integral, sistémica u holística, los sucesos de cualquier índole.

Una historia de amor y violencia

El individuo humano es un complejo sistema de funcionamiento que requiere de la


complementariedad y armonía de sus subsistemas orgánicos para disfrutar de salud, pero, ¿qué
sucede cuando nos referimos al individuo en relación a los lazos afectivos que establece con otros
seres y no en relación a su propio organismo? ¿qué ocurre cuando este individuo por el hecho de
relacionarse se convierte a sí mismo en un subsistema y pasa a formar parte de un sistema mayor que
lo incluye?. Los humanos, como seres sociales que somos, apenas somos nada separadamente del
resto de las personas. Pensemos sino... ¿a quién le obsequiaríamos con una sonrisa? ¿a quién,
amorosamente, le prepararíamos una cena? ¿para quién compondríamos una bella melodía? ¿con
quién soñaríamos una noche de luna llena?

La esencia humana nos diferencia del resto de las especies. Alguna cosa sucedió en la noche de los
tiempos que hizo que nos convirtiéramos en humanos. La necesidad que tenemos las personas de
compartir nuestra experiencia con otros, de ser reconocidos y respetados en nuestros actos y
pensamientos y de sentirnos útiles hacia los demás, conforman, básicamente, nuestras características
sociales humanas. Son las condiciones de solidaridad (5) y colaboración las que nos han mantenido a
lo largo de la historia de la evolución humana. Sin embargo, la leyenda que venimos construyendo
desde antaño no es de color rosa. A poco que seamos honestos y no estemos cegados habría que
reconocer que este paradigma que nos ha constituido como especie está gravemente amenazado. A
puertas del tercer milenio no podemos, de ninguna manera, sentirnos orgullosos de los conflictos que
zarandean, de continuo, al planeta azul. A miles de especies ya desaparecidas de los ecosistemas en el
último siglo, se suman otras tantas amenazadas de extinción. Los humanos no somos, es evidente,
una excepción: viajamos todos en el mismo barco planetario. La ruta que atravesamos de violencia y
destrucción no augura, ni en sueños, un futuro demasiado esperanzador. Creo entonces legítimo
cuestionarnos: ¿Podemos seguir autodenominándonos "homo sapiens sapiens" cuando,
probablemente, nos convirtamos en una de las especies más efímeras de todas cuantas haya generado
nuestra madre-tierra? ¿Seremos los humanos, de entre todas las especies que habitan todavía este
barco-sistema, los únicos que hemos dejado de comprender el mundo del que formamos parte?.

La visión que tiene de la Humanidad el neurofisiólogo y biólogo Humberto Maturana (6) y estudioso
de los sistemas vivos y los fenómenos de autoorganización (autopoiesis), resulta ser una bella historia
pero sin final feliz. Entre otros muchos trabajos de este eminente investigador destaca uno que por su
temática puede aportar luz a lo que intento plantear. En su reformulación de la Teoría de la Evolución
de las Especies de Darwin, Maturana postula que la nuestra, la humana, es una historia de amor y de
colaboración, de manera que nuestros antepasados se habrían constituido gracias al aumento en sus
vidas de los sentimientos amorosos y al abandono paulatino de la agresividad y la lucha por el poder,
propia de los chimpancés adultos machos. A medida que la hembra chimpancé fue expandiendo su
período sexual y con él, el de la crianza, las relaciones amorosas fueron ocupando un espacio cada
vez más amplio, generando así emociones relacionadas con el cuidado y el cariño en detrimento de
las provocadas por la agresividad y la competencia.

Según Maturana, la expansión de la inteligencia humana se produjo a raíz de la convivencia amorosa,


de la cooperación. El miedo, la ambición y la rivalidad disminuirían las aptitudes inteligentes
mientras que el amor sería el único camino que facilitaría el aprendizaje, porque es propio de él abrir
espacios para la colaboración. Gracias a estas características, concluye H. Maturana, habría
evolucionado la especie humana. De forma inversa, es de suponer también, cuando la de la
Humanidad deje de ser una historia de amor, cuando la balanza definitivamente se decante hacia una
historia de agresividad y destrucción, habremos comenzado la cuenta atrás de un reloj que nos
llevará, probablemente, a la eliminación entre nosotros y a la extinción de la especie humana. Según
las investigaciones realizadas por este estudioso de lo humano, existe la posibilidad, más que
probable, de que la desaparición de anteriores ramificaciones del linaje humano fuera debida a sus
conductas competitivas.

La soberbia y la arrogancia nos pierden. Nos llevan a considerarnos autosuficientes y la ceguera


resultante no nos permite reconocer la necesidad que tenemos de nuestros congéneres y del resto de
especies y ecosistemas que conforman nuestra morada. La incomprensión y la insolidaridad que
conllevan todo individualismo nos acercan al tristemente conocido “sálvese quién pueda”.
Consecuentemente, las relaciones que mantenemos con las personas más cercanas son, a menudo,
puro reflejo y sincronía del aire enrarecido que se respira en el mundo. La cooperación brilla por su
ausencia y la intolerancia y los intereses de los más poderosos campan a sus anchas. Delante de la
incapacidad creciente que tenemos para escuchar y apoyar a los demás, cada vez más, las consultas
médicas se encuentran saturadas de personas afectadas por trastornos relacionados con el estado de
ánimo: estrés, depresiones, psicosis, fobias y… últimamente y más que nunca, síndromes post-
traumáticos derivados de todo tipo de violencia y conflictos bélicos. Tristemente, al final, una
realidad con la que la mayoría de la gente nos acostumbramos a vivir.

De lo parcial a lo global

Invariablemente y como ya es costumbre en nuestras sociedades “avanzadas”, los individuos que


acaban padeciendo las consecuencias del mundo loco en el que vivimos son separados del resto y
estudiados y tratados individualmente. La persona ni empieza ni acaba en ella misma. Lo que ella es,
lo que a ella le acontece, está necesariamente relacionado con las personas con las que interactúa y
con las situaciones en las que se desenvuelve. (7) Sólo desde esta perspectiva es posible comprender
cualquier trastorno que le sobrevenga en el curso de su vida.

La historia de la Salud Mental en Occidente es ya dilatada. Diversas escuelas, tradiciones y enfoques


han ido acercándose a la comprensión del hombre desde muchas teorías. Algunas, es verdad,
contribuyeron a la amplificación o revisión de los constructos existentes; otras, no pasaron de ser
visiones más o menos mecanicistas coherentes con la forma de pensar de los estamentos médicos
imperantes en el contexto social donde fueron ideadas. Afortunadamente, las corrientes de apertura
que nos airearon en los años sesenta facilitaron muchos de los enfoques que actualmente tienen
cabida en el campo terapéutico. Conceptos humanistas, energéticos y espirituales, poco a poco, se
fueron adentrando en una tierra donde no resultaron del todo comprendidos ni admitidos.
Predominantemente orientalistas, estas filosofías salpicaron de dudas nuestro saber científico y
contribuyeron y siguen contribuyendo a la formación de una mentalidad más abierta y flexible que
permite enfocar los hechos que nos conciernen desde distintos puntos de vista.

De todas maneras y a pesar de las cuantiosas influencias de culturas lejanas, los tratamientos
terapéuticos, hoy en día, se siguen enfocando de forma individual porque obedecen todavía a una
visión fragmentada que tenemos del saber y a una ilusión de que somos autosuficientes y podemos
estar desligados de los otros. Nada más lejos de la realidad. Aunque parezca una paradoja, la
autonomía personal sólo es posible si aceptamos el hecho de que pertenecemos. El sentido de
pertenencia en un ser social como el humano es inseparable del de autonomía. Un nivel de
pertenencia sano y equilibrado hará posible, en consecuencia, un nivel de autonomía también
equilibrado y sano. Aunque pueda herir el orgullo de algunos hay que decir que las personas somos,
al final, una amalgama de lo que pensamos que somos y de lo que piensan los otros que somos. De
forma similar, podríamos también pensar que nuestras acciones son el resultado híbrido de lo que
nosotros queremos hacer y de lo que desean los otros que hagamos. ¿En qué proporción lo uno y lo
otro? En proporción tan variada como distinta es la idiosincrasia de cada uno.

Del individuo al sistema familiar

A finales de los años cincuenta, un grupo de jóvenes pero brillantes y entusiastas terapeutas que
trabajaban en instituciones de salud mental en los E.U.A., (8) decidieron a raíz de los resultados
insatisfactorios que recolectaban con terapias individuales, comenzar a trabajar conjuntamente con
los pacientes y las familias de éstos. Más tarde incluirían también en su proyecto a las instituciones
mentales que, a pesar de sus buenas intenciones se mostraban, en general, propiciatorias de la
cronicidad de muchas enfermedades. Introducidos estos cambios los resultados se revelaron
notablemente esperanzadores. Ha llovido mucho desde entonces y hoy el camino se encuentra
ligeramente allanado. Pero como siempre sucede en todas las innovaciones en el ámbito del saber, las
dificultades con las que se toparon esos desafiadores del hacer oficial, no fueron pocas. Seguir
adelante con el proyecto familiar e institucional supuso enfrentarse a obstáculos de todo tipo. Sólo
ellos, los que iniciaron el camino, saben de la fatiga que supuso cuestionar el saber oficialmente
establecido. Más eso resultó ser solamente una parte del camino, porque la dificultad verdadera
radicaría, principalmente, en que las teorías formuladas hasta entonces sólo planteaban las cuestiones
inherentes al individuo y a su mundo interior. ¿En qué apoyarse, entonces, para entender y tratar a
una familia? Fue preciso pues, construir los postulados necesarios que reflejaran el “lenguaje”
utilizado por las familias en sus modos de relacionarse los unos con los otros. Y así, con la fuerza que
da la fe y la paciencia que requiere el conocimiento, se empezaron a desarrollar nuevas premisas y
formas de intervención que, poco a poco, fueron ayudando a comprender mejor la dinámica del
sistema familiar.

La base en que se fundamentó, principalmente, la Terapia Familiar Sistémica fue la Teoría de los
Sistemas Generales. (9) Aplicando los conceptos y leyes de esta teoría al trabajo con familias fue
posible reconocer a hombres y mujeres como parte de un todo más amplio –como subsistemas, de
sistemas mayores-. Para el terapeuta familiar, la familia se convirtió en una unidad, en un solo
organismo; y así, cuando uno o más de los miembros del sistema planteaban un problema, la familia
pasó a ser el lugar privilegiado para la intervención terapéutica.

Así, la familia contemplada como un sistema de relación vivo, con sus equilibrios y desequilibrios,
con sus etapas de crecimiento y también de estancamiento, (10) fue perfilando un camino terapéutico
donde el paciente designado (portador del síntoma) no resultaba ni más ni menos importante que el
resto de los miembros familiares. De esta forma, el síntoma se convirtió, básicamente, en una especie
de señal, de alarma; un aviso de que algo no funcionaba bien (crisis) y de que algo había que
cambiar. (11) Los síntomas reflejan un intento por parte del organismo o sistema de curarse y de
alcanzar un nuevo nivel de organización. Y la práctica médica corriente interfiere, normalmente, en
este espontáneo proceso curativo, al intentar la erradicación de los síntomas.

Podría sernos de utilidad, por ejemplo, y a modo de paralelismo, pensar en el procedimiento que
emplean las medicinas orientales para abordar la enfermedad. Estas, no centran toda su atención en el
síntoma; éste no se convierte en el objetivo directo de sus intervenciones. (12) Si bien los síntomas se
utilizan para comprender las posibles causas de la enfermedad, la terapia en sí no va encaminada a la
supresión de éstos (13) sino que se dirige al restablecimiento del equilibrio energético del individuo,
de manera que un funcionamiento e intercambio más adecuado del flujo de energía entre los distintos
subsistemas posibilite la remisión del síntoma.

El uso de la Medicina Tradicional China en Occidente es reciente y su introducción sólo ha sido


posible gracias a la revisión de los paradigmas de la ciencia a raíz de los últimos avances en la
moderna física cuántica, que contempla la energía como el componente básico de todo cuanto existe
en el Universo. La relación existente entre la moderna visión de sistemas y la milenaria filosofía
china comienza a perfilarse. Ahora bien, el sistema médico chino actual es holístico sólo en teoría.
Aunque la dependencia recíproca entre el organismo y su entorno se examina detalladamente en los
textos clásicos de esta medicina, la mayoría de los médicos actuales no intentan en sus prácticas
ocuparse de manera terapéutica de los aspectos psicológicos y sociales de la enfermedad, tal y como
lo habían hecho los médicos chinos de la antigüedad.

De otro lado, también en la cultura chamánica, tan alejada de la nuestra y ubicada en unas sociedades
que a ojos de la ciencia resultan primitivas, se contempla desde siempre este enfoque sistémico, u
holístico si se prefiere. La visión que del mundo tienen los indígenas no es antropocéntrica como la
nuestra. No se ven a sí mismos en el centro del mundo. Saben que son codependientes de todo lo que
les rodea y que su supervivencia está condicionada al equilibrio de todas las partes. Consideran
igualmente importante: el clima, la tierra, la cultura, las leyes, las relaciones con sus semejantes y
otras especies y…con otros mundos. Así, el chaman sabe que cuando un individuo cae enfermo no es
a éste en particular a quien hay que diagnosticar sino a todo el sistema comunal y circunstancias
adyacentes. El chaman comprende que la enfermedad de ese individuo (síntoma), en el fondo sólo es
el reflejo de una enfermedad o desequilibrio mayor que afecta e incluye al resto de la comunidad. Y
sobre la base de ese conocimiento el chaman utiliza la fuerza y el poder de los mitos de su cultura
para encontrar un nuevo equilibrio, un nuevo orden para su pueblo.

Y de forma similar también, el terapeuta familiar no trata al (paciente) que es portador del síntoma,
sino que su trabajo va dirigido a restablecer el flujo relacional familiar de tal manera que la
consecución de una estructura de funcionamiento más adecuada, sea la que devuelva la homeostasis
perdida que hizo factible la génesis de uno o varios síntomas en uno o varios miembros del sistema
familiar. Saber de esta capacidad que tiene todo sistema de autorregularse utilizando sus propios
recursos y encontrar así un nuevo equilibrio, resulta básico para una mejor comprensión de la
dinámica familiar y la de cualquier otro organismo vivo. El terapeuta familiar confía plenamente
en las capacidades de reorganización y regulación de la familia como sistema vivo y en
crecimiento. La búsqueda primordial de la terapia familiar consiste en liberar posibilidades no
utilizadas o infrautilizadas del grupo familiar. La terapia es la búsqueda de lo que no se conoce,
pero todo lo que en realidad llega a descubrir la familia junto al terapeuta ya estaba allí desde
antes. Lo único que hace el terapeuta –y no es poco- es accionar los mecanismos que ya se
encontraban en el propio sistema.

El terapeuta familiar no es un enfermero que hace curas, tampoco un asesor que da consejos y menos
aún, un prescriptor de remedios milagrosos. El terapeuta familiar es un facilitador para la familia. Un
profesional que se compromete con el problema que hace sufrir a un conjunto de personas
relacionadas entre sí y que intenta, con la colaboración de todos, allanar un camino que resulta
demasiado doloroso para ser andado a diario.

Del Psicoanálisis a la Terapia Familiar Sistémica

En la época en que se inició la terapia familiar, el psicoanálisis se había convertido, desde hacía
mucho tiempo ya, en un reino incuestionable que imperaba en la mayoría de las facultades de
medicina y psicología y de las instituciones mentales, tanto privadas como públicas. Introducir algo
diferente a lo entronado fue visto, era de esperar, como una sublevación contra el orden académico.
Es necesario aclarar sin embargo, que lo que cuestionaban en un principio esos recién estrenados
terapeutas familiares no era el cuerpo teórico del Psicoanálisis –ya que los pioneros de la terapia con
familias tuvieron, en general, formación analítica-, sino la estructura del sistema terapéutico. La
transformación que supuso pues, pasar de un terapeuta y un paciente a tener un equipo de terapeutas
y un equipo familiar, fue el verdadero cambio que hizo posible ver un abanico de realidades y
posibilidades interrelacionadas que antes no hubieran podido ser vistas, jamás, desde el enfoque
psicoanalítico. Así fue cómo un puñado de profesionales de la salud mental de orientación analítica
fue cambiando, poco a poco, el enfoque terapéutico y el hábito de bucear en la mente torturada del
paciente designado. A partir de ese momento, las diferencias con la teoría psicoanalítica se
acentuaron, y ya casi nada volvió a ser igual para esos impulsores de otras realidades más acordes
con la naturaleza de las leyes de la sociedad humana.

Los terapeutas familiares, al igual que los psicoanalistas, también reconocen la atracción que ejerce el
pasado en nosotros y el hecho de que, en alguna medida, las personas vivimos a la sombra de la
familia que fuimos; pero, a diferencia de aquellos, también reconocen el poder del presente y
encaran la influencia en curso de la familia que somos. El principal objetivo de la terapia familiar es
conseguir el cambio en la organización de la familia, sobre la base de que cuando se transforman las
relaciones del sistema familiar la vida de cada miembro también se ve, consecuentemente,
modificada. La reunión de los miembros de la familia y el trabajo terapéutico con ellos facilita la
elaboración de los conflictos, pero es también y sobre todo, una nueva forma de abordar la
comprensión de la conducta humana en su complejidad, como fundamentalmente conformada por su
contexto social y también cultural.

De todas maneras no sería justo terminar esta exposición sin reconocer el mérito a los muchos
avances que se realizaron gracias a los grandes estudiosos y humanistas del psicoanálisis en relación
al conocimiento del hombre, sobre todo, de su mundo interno. Ellos también –como sucede siempre
en la revisión del saber- padecieron la incomprensión de su tiempo. Los pioneros del psicoanálisis
también sufrieron, en su momento, todo tipo de ataques desde el saber oficialmente establecido que
les cuestionaba, de continuo, la “validez científica” de sus postulados. Solo por poner un ejemplo, el
corpus teórico que planteó Sigmund Freud a principios de siglo sobre las relaciones humanas y el
papel que jugaban los impulsos libidinosos en el individuo, resultó ser una especie de bomba
demasiado peligrosa para la burguesía bien pensante y la clase intelectual de la época.

Hace algún tiempo ya, en un pueblo del desierto mexicano, un anciano lugareño me confió: …este
lugar está concurrido la mayor parte del año. Algunos sólo son curiosos (yo me encontraba entre
ellos) pero la mayoría llegan de lejos en busca de la armonía atribuida a estas tierras y sobre todo
a un monte cercano considerado por todos sagrado. ¿Qué tiene de especial ese monte?, pregunté
yo. Une a las gentes, les brinda su calma y sabiduría para comprender que todos somos hermanos.
Después regresan a sus lugares de procedencia con más conocimiento de la naturaleza que nos
envuelve; me explicó él. ¿Qué hacen para conseguir eso?, de forma ingenua pregunté. Y él respondió:
Se comunican con las fuerzas que nos dan la vida; cada uno a su manera, según las creencias de su
pueblo, de su familia y de las indicaciones de los ancianos conocedores de la tradición sanadora
del alma colectiva.

En nuestra cultura occidental no es común comunicarse con las fuerzas que nos dan la vida por la
sencilla razón de que no tenemos consciencia de que esa “extravagancia” sea posible. Pero,
afortunadamente, también es verdad que a la par florecen toda una serie de movimientos
encaminados hacia esa otra comprensión de la realidad que nos envuelve y de la que formamos parte.
Así pues, todo “nuevo” conocimiento provoca tarde o temprano la revisión de la verdad. Es de
sabios, rectificar, nos aconsejaron algunos sabios. Se torna bueno entonces, avanzar hacia lo que uno
cree mejor, más completo, más humano, y dejar atrás aquello que se juzga poco útil para comprender,
cuestionar y cambiar las relaciones que mantenemos entre nosotros y con el mundo al que
pertenecemos.

Es de esperar que el tiempo, como juez implacable que es, muestre los aciertos y los errores
cometidos. Entonces, cuando eso suceda, nosotros estaremos quizás lejos, y será tarea de otros la de
continuar el trabajo amoroso de acercarse, cada vez más, a la tan olvidada esencia humana.

Notas:

1. En los siglos XVI y XVII la visión del Universo como algo orgánico, vivo y espiritual fue reemplazada por la concepción
de un mundo similar a una máquina, como consecuencia de los cambios introducidos en la física y la astronomía que
culminaron en las Teorías de Copérnico, Galileo y Newton. Estos cambios que resultarían básicos para el pensamiento de
la civilización occidental fueron completados por las teorías del filósofo y matemático René Descartes. La filosofía
cartesiana de la certeza científica absoluta es aún muy popular y se refleja en el cientifismo racionalista que caracteriza a
nuestro saber occidental. No obstante, la física moderna ha demostrado que no existe una certeza científica absoluta y que
todos nuestros conceptos y teorías son limitados, limitadores y aproximativos.
2. Nunca antes el ser humano había consumido tal cantidad de drogas (entiéndase aquí, tanto las de orden clandestino como
las adquiridas en los establecimientos farmacéuticos). En E.U.A., y sólo por poner un ejemplo, una gran mayoría de
mujeres ocupadas en sus hogares ingieren de forma regular PROZAC. Pero dicho fármaco también se comienza a
prescribir, indiscriminadamente, a niños y a adolescentes.
3. Desde que Descartes afirmara: "Pienso, luego existo", el pensamiento racional se convirtió en el motor de nuestra cultura,
al punto que el hombre occidental llegó a identificar su identidad con la mente en lugar de con todo su organismo. Esta
desintegración del ser humano en dos partes, mente y cuerpo, se refleja en todos los ámbitos del saber occidental pero se
muestra clarísima en la medicina; los médicos actuales, devotos de la imagen cartesiana del cuerpo humano como un
mecanismo de relojería desprovisto de emociones, no pueden llegar a entender muchas de las enfermedades que nos
preocupan actualmente.
4. Parece claro que la medicina actual ha olvidado totalmente las raíces hipocráticas en las que se basó durante siglos.
Hipócrates, en uno de sus aforismos, apuntó: Todas las partes del organismo forman un círculo. Por lo tanto, cada una de
las partes es tanto principio como fin.
5. No me refiero aquí a la solidaridad que ejercen las ONG´s y a la de quienes contribuyen con ellas económicamente -que
tan de moda está- sino a ese valor humano intrínseco que, de existir, no harían precisas las intervenciones
humanitarias de unos pocos mientras la gran mayoría -incluidos los gobiernos- consiente y hasta fomenta, el abuso, la
expoliación y el genocidio, tanto de humanos como de otras especies.
6. La contribución de Humberto Maturana, Premio Nacional de Ciencias Biológicas 1994, a las ciencias de complejidad es
reconocida. Representante de la Escuela Chilena de pensamiento post-racionalista, sus aportes son, entre otros, el rechazo
al racionalismo de "verdad objetiva única", el papel de la autoorganización de toda adaptación y conocimiento, y el
involucramiento del conocimiento en el ser integral, lo cual desafía la dualidad cartesiana donde mente y cuerpo se
contemplan por separado. En relación a sus estudios sobre la evolución humana, consultar Maturana, H., y Verden, G.
Amor y juego. Fundamentos olvidados de lo humano. Santiago de Chile: Instituto de Terapia Cognitiva; l993 y Maturana,
H. El sentido de lo humano. Dolmen Editores. Santiago de Chile; 1990. También en Maturana, H. y Varela, F. De
máquinas y seres vivos. Autopoiesis: la organización de lo vivo. Ed. Universitaria. Santiago de Chile; 1998.
7. Ubicar los fenómenos dentro del contexto donde tienen lugar resulta de la máxima importancia para poder comprenderlos.
Resulta totalmente distinto ver la psicosis como una enfermedad incurable y progresiva de una mente individual o entender
la psicosis como la única respuesta posible frente a un contexto absurdo o insostenible.
8. Salvador Minuchin, profesor de Psiquiatría en la Universidad de Nueva York, director del Centro Familiar Minuchin de la
misma ciudad y uno de los máximos representantes de este modelo, publicó un texto donde relata los orígenes de la terapia
familiar a la vez que nos explica su historia personal y profesional. Lectura recomendable para quien esté interesado en la
trayectoria histórica de este enfoque terapéutico. Ver Minuchin, S y Nichols, Michael P. La recuperación de la familia.
Relatos de esperanza y renovación. Paidós; 1994.
9. Un sistema es un conjunto de objetos o sujetos que se relacionan entre sí gracias a sus atributos y que a la vez interactúan
con el medio que constituye un sistema mayor. De ahí, que ningún sistema o subsistema vivo pueda alcanzar su propio
equilibrio aislado de los otros. La Teoría de los Sistemas Generales es aplicable a todos los sistemas en evolución:
biológicos, económicos, políticos, ecológicos… Así, la interacción humana se describe como un sistema de relación
caracterizado por las propiedades de los Sistemas Generales. Durante cuatro siglos la ciencia se ha ocupado de relaciones
lineales y progresivas de tipo causa-efecto, excluyendo toda una serie de fenómenos que no era posible analizar en los
laboratorios. También se realizaron, constantemente, esfuerzos para estudiar la memoria, la atención, la inteligencia, la
percepción o la autonomía personal, pero siempre en situaciones de aislamiento artificial. Puesto que los sistemas vivientes
tienen tratos cruciales con su medio parece inadecuado y equívoco aislarlos de manera aséptica para su estudio. Entre los
principales contribuyentes a la formulación de la Teoría de los Sistemas Generales cabe destacar a los químicos Ilya
Prigogine y Manfred Eigen; al antropólogo Gregory Bateson; a los biólogos Conrad Waddington y Paul Weiss y a los
teóricos de sistemas Erich Jantsch y Ervin Laszlo. La aplicación de esta teoría a la interacción humana se puede consultar
en Watzlawick, P., Helmick, J., y Jackson, D. Teoría de la Comunicación Humana. Barcelona: Herder; 1981.
10. Aunque la familia resulta importante para el equilibrio del individuo, también es verdad que ésta le impide la totalidad de
su expresión creativa al encontrarse éste ceñido a las normas y pautas propias de toda familia. La familia, como todo
sistema complejo, tiende a la conservación de sus características. Pero a menudo sucede que este organismo conservador,
más que en un equilibrio se instala en la estaticidad, en un inmovilismo que asfixia e impide cualquier movimiento
independiente de sus miembros. Es entonces cuando se hace preciso intervenir para liberar ese bloqueo en el flujo
relacional. Sólo así la familia podrá retomar su camino evolutivo y de crecimiento.
11. Por ejemplo, la palabra china para la crisis –wei-ji- se compone de los términos correspondientes a “alarma” y
“oportunidad”. Los momentos difíciles de la vida se convierten, para los chinos, en una situación oportuna para cambiar
aquellas estructuras que no permiten un funcionamiento adecuado.
12. A menudo, la medicina occidental confunde el síntoma con la enfermedad. En cambio, entender el síntoma como una
señal, como una metáfora de la enfermedad o conflicto, ayuda enormemente a comprender el problema y por tanto a
aplicar el tratamiento adecuado.
13. Los médicos occidentales, en general, ven la enfermedad como a un enemigo al que hay que vencer y eliminar. La
pretensión utópica de los científicos modernos de erradicar todas las enfermedades en el futuro obedece a una visión
deficiente y confusa del proceso vital. Estar totalmente libre de cualquier enfermedad es prácticamente incompatible con
la vida.

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