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Nacionalismo español

El nacionalismo español es el movimiento social, político e ideológico que conformó


desde el siglo XIX la identidad nacional de España.[2]

No es propiamente un nacionalismo irredentista: la única reivindicación territorial


identificada como “nacional” ha sido Gibraltar (desde el siglo XVIII); el resto de las
reivindicaciones territoriales han sido históricamente las coloniales o imperiales
(durante el siglo XIX contra la independencia de Hispanoamérica y en el siglo XX
sobre el Magreb). Tampoco ha sido un nacionalismo centrípeto (que pretendiera
unificar comunidades de españoles sometidas a otras soberanías), pero sí ha presenciado
el nacimiento de nacionalismos periféricos[3] que, desde finales del siglo XIX, han
funcionado como movimientos nacionalistas centrífugos (que pretenden la
conformación de identidades nacionales alternativas).[4]

Como en las demás naciones-estado de Europa Occidental (Portugal, Francia e


Inglaterra), la conformación de una monarquía autoritaria desde finales de la Edad
Media produjo el desarrollo secular paralelo del Estado y la Nación en España, bajo las
sucesivas conformaciones territoriales de la Monarquía Hispánica.[5] Como ocurrió en
cada uno de los otros casos, la identidad nacional y la misma estructura territorial
terminó dando muy distintos productos; pero siempre, y en el caso español también,
como consecuencia de la forma en que las instituciones respondieron a la dinámica
económica y social (en ocasiones, a pesar de esas mismas instituciones), y sin acabar de
presentarse en su aspecto contemporáneo hasta que no terminó el Antiguo Régimen. El
factor de identificación más claro fue durante todo ese periodo el étnico-religioso,
expresado en la condición de cristiano viejo. Al final del periodo (siglo XVIII) se fue
acentuando el factor de identificación lingüístico en torno al castellano o español, con
nuevas instituciones como la Real Academia Española.

Históricamente el nacionalismo español surgió con el liberalismo y en la guerra contra


Napoleón.[6] A partir de 1808 puede hablarse en España de nacionalismo: el patriotismo
étnico pasó a ser plenamente nacional, al menos entre las élites. Y ello fue obra
indiscutible de los liberales. Las élites modernizadoras aprovecharon la ocasión para
intentar imponer un programa de cambios sociales y políticos; y el método fue lanzar la
idea revolucionaria de la nación como titular de la soberanía. El mito nacional resultó
movilizador contra un ejército extranjero y contra los colaboradores de José Bonaparte,
en tanto que no españoles (afrancesados). Los liberales españoles recurrieron a la
identificación entre patriotismo y defensa de la libertad: como declaró el diputado
asturiano Agustín Argüelles al presentar la Constitución de 1812, «españoles, ya tenéis
patria».

Desde entonces ha cambiado sus contenidos y propuestas ideológicas y políticas


(sucesivamente "doceañista", "esparterista", incluso brevemente "iberista", propugnando
la unión con Portugal en el contexto de la crisis dinástica de 1868). El carlismo, que era
un movimiento de defensa del Antiguo Régimen, no tenía al adjetivo "nacional" en
ninguna estima (soberanía nacional, milicia nacional, bienes nacionales... eran el
vocabulario de los liberales, más cuanto más progresistas). No obstante, el nacionalismo
español que se demostró decisivo en el siglo XX arranca de la frustración por el desastre

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de 1898, en lo que se ha denominado regeneracionismo, que reivindican movimientos
muy opuestos entre sí: desde los dinásticos (Francisco Silvela, Eduardo Dato, Antonio
Maura) hasta la oposición republicana (de contradictorio y breve paso por el poder)
pasando por los militares (crisis de 1917 y dictaduras de Miguel Primo de Rivera y
Francisco Franco).

En concreto, con el nombre de panhispanismo (que más propiamente se refiere a un


movimiento centrado en la unidad de las naciones hispanoamericanas) entendido como
imperialismo español, suele referirse concretamente al aparecido tras la crisis de 1898,
dentro del contexto más amplio en en que se encuentran el regeneracionismo y la
generación del 98 (cuyos autores, viniendo de la periferia, coincidían en considerar a
Castilla la expresión de "lo español"), expresada en su forma más clara por Ramiro de
Maeztu (en su segunda etapa). Tuvo como ideólogos y políticos a Ramiro Ledesma y
Onésimo Redondo (fundadores de las JONS) y José Antonio Primo de Rivera (fundador
de Falange Española); utilizando una expresión que tiene su origen en José Ortega y
Gasset, define a España como una unidad de destino en lo universal, defendiendo una
vuelta a los valores tradicionales y espirituales de la España imperial. La idea de
imperio le hace ser más bien universalista que localista, lo que lo hace singular entre
algunos nacionalismos, pero más próximo a otros (sobre todo el fascismo italiano).
También incorpora un componente decididamente tradicionalista (con notables
excepciones, como el vanguardismo de un Ernesto Giménez Caballero), arraigado en
una historia milenaria, la de la monarquía tradicional o monarquía católica (aunque en
muchas ocasiones se muestre indiferente en la cuestión concreta de la forma de estado)
y, de forma destacada, no es laico ni secularizado, sino expresamente católico romano,
lo que permitirá definir (en el primer franquismo) el término nacionalcatolicismo.

La transición política que, junto con cambios sociales y económicos profundos en un


sentido modernizador, se fue gestando desde el franquismo final hasta la construcción
del edificio institucional actual (Constitución de 1978 y estatutos de autonomía),
produjo un retroceso muy marcado de la utilización social de los símbolos de
identificación nacional españoles,[8] mientras que los nacionalismos periféricos
adquirieron una notable presencia y cuotas de poder territorial, que llega a ser
electoralmente mayoritaria en Cataluña (CIU, ERC) y el País Vasco (PNV, EA y la
llamada izquierda abertzale); y sustancialmente menor en Navarra (NaBai) y Galicia
(BNG). Canarias (CC), Andalucía (PA) u otras comunidades autónomas presentan
nacionalismos menos evidentes (frecuentemente calificados como regionalismos),
basados en hechos diferenciales de carácter lingüístico o histórico no menos marcados
que los anteriores.

Desde el ámbito de los nacionalismos periféricos, se suele hablar de nacionalismo


español[9] o españolismo[10] como equivalente a centralismo, normalmente para
identificarle, a efectos polémicos o como argumento político con la extrema derecha
nostálgica del régimen de Franco[11] o con una presunta opresión del Estado sobre esos
territorios, que en casos extremos (particularmente en el País Vasco y Navarra con
ETA) se utiliza como justificación para un terrorismo que se autodefine como lucha
armada encaminada a la liberación nacional.[12] En cambio, ninguno de los partidos
políticos mayoritarios afectados por tal denominación de españolistas o nacionalistas
españoles, se identifican con el término, y suelen, en su lugar, utilizar la expresión no
nacionalistas para designarse a sí mismos frente a los nacionalistas, que es como se
suele designar a los llamados "periféricos".[13]

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Desde una perspectiva más mayoritaria en términos sociales, territoriales y electorales,
[14]
la identificación con España, sus símbolos e instituciones ha adquirido formas más
propias del patriotismo constitucional o nacionalismo cívico,[15] que trata de respetar las
distintas visiones de España encajándolas en un marco plural, incluyente y no
excluyente, conceptos en los que suelen coincidir los partidos políticos mayoritarios
(PSOE y PP) o minoritarios (IU, otros partidos regionalistas o nacionalistas a veces
denominados moderados), a pesar de mantener diferencias políticas profundas a veces
expresadas de forma muy crispada.[16]

Nacionalismo y soberanía
Al igual que todas las monarquías europeas durante la crisis del Antiguo Régimen, el
reino de España sufrió profundos cambios sociales y políticos entre finales del siglo
XVIII y comienzos del siglo XIX, especialmente a partir de la invasión napoleónica.
Las guerras napoleónicas transformaron toda Europa, haciendo surgir sentimientos
nacionales donde antes no los había o no se expresaban con el nuevo concepto
identitario surgido en la Revolución francesa: el de nación como sujeto de la soberanía
(Sieyès). España no fue una excepción a esa nueva corriente nacionalista. Desde la
guerra contra la Convención, la propaganda antifrancesa iba generando la idea de un
enemigo exterior, que se concretó de forma evidente con la Guerra de la Independencia
Española, aunque la adopción de las teorías y prácticas políticas del "enemigo" eran
evidentes: la Constitución de Cádiz de 1812 no era en muchos aspectos menos
"afrancesada" que la Constitución de Bayona de 1808, aunque la influencia de ésta en
aquélla no fuera más que reactiva.[17]

El concepto rousseauniano de soberanía nacional no se limitó a inspirar a los


revolucionarios liberales, sino que se prolongó hasta los movimientos políticos "de
masas" de la Edad Contemporánea, incluyendo los totalitarismos (comunismo y
fascismo) en su supeditación del individuo a la voluntad general.[18] Otras
interpretaciones ven tanto a Locke como a Rousseau en la línea del contractualismo
individualista, mientras que serían Hegel y la filosofía del derecho del siglo XIX los que
propondrían el principio corporativo, para el que la soberanía y la libertad no es
individual sino colectiva.[19]

Sea cual fuere su génesis intelectual, la irrupción del totalitarismo en el nacionalismo


español se efectuó con toda su fuerza en los años treinta del siglo XX; no tanto por el
reducido aunque influyente Partido Comunista (que no alcanzó más que parcelas
compartidas de poder durante la Guerra Civil) como por los movimientos opositores a la
Segunda República y por el Franquismo, cuya condición fascista o totalitaria ha sido
siempre objeto de controversia, llegándose a proponer la utilización de los términos
autoritarismo (Juan Linz) y fascismo clerical (Hugh Trevor-Roper).

Nacionalismo y lengua
La capacidad de la lengua como vehículo de identificación y construcción nacional es
incluso anterior al nacionalismo del siglo XIX, y en el caso español la atribución de una
intención en ese sentido suele remontarse incluso a 1492 por una famosa frase del autor
de la Gramática castellana, Antonio de Nebrija: siempre la lengua fue compañera del

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imperio.[27] Muy sonada fue también la orgullosa reivindicación del idioma por Carlos V
en Roma frente al embajador de Francia (un obispo), el 16 de abril de 1536:[28]

Señor obispo, entiéndame si quiere; y no espere de mí otras palabras que de mi lengua


española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente
cristiana.

A pesar de lo repetido que ha sido este texto para proyectar hacia el pasado la
identificación nacional española con la lengua castellana, el hecho es que el propio
Carlos había aprendido muy tardíamente ese idioma (una de las causas de la Guerra de
las Comunidades fue las dificultades de relación con sus nuevos súbditos) y que la
Monarquía Hispánica de los Habsburgos no fue de ninguna forma un estado con una
identificación nacional lingüística, incluso si pudiera calificársele de estado.[29] Se ha
llegado a argumentar que el castellano no era más que una de entre las múltiples lenguas
del Imperio, no prevaleciente ni sobre las peninsulares (catalán o portugués) ni sobre las
europeas (alemán, francés, neerlandés o italiano) ni siquiera sobre las lenguas
indoamericanas, sometidas pero persistentes (guaraní, quechua, náhuatl o quiché); y
desde luego mucho menos prestigioso socialmente que el latín.[30]

Más trascendencia supuso la adopción del modelo académico francés bajo el que se
instituyó la Real Academia Española, a partir del siglo XVIII, cuando las posesiones
territoriales de la monarquía se habían reducido y simplificado como consecuencia del
Tratado de Utrecht, y se había producido la abolición del régimen foral en los reinos
orientales peninsulares, reducido a la Nueva Planta. La Academia se aprestó a la
defensa casticista de la pureza de la lengua española, en un comienzo frente a la
invasión de galicismos. Simultáneamente, el castellano fue ganando la consideración de
lengua oficial en todo tipo de ámbitos, incluyendo los más resistentes a los cambios,
como las desfasadas Universidades a las que las reformas ilustradas querían desprender
del vetusto latín, bastante impuro filológicamente, y cada vez más inoperante
científicamente.

En cambio, el debate nacionalista lingüístico tuvo que esperar al surgimiento de los


nacionalismos periféricos de finales del siglo XIX, que tomaron la identidad lingüística
como clave de su desarrollo, institucionalizado un siglo más tarde con la formación de
las Comunidades Autónomas (a partir de 1979). Su postura reivindicativa suele
denunciar la imposición del castellano sobre las lenguas vernáculas (catalán, gallego o
euskera), sobre todo durante el Franquismo, que ha llegado a ser calificado de
genocidio lingüístico y cultural.[31] La reacción en sentido contrario implica la
denominada normalización, delimitación o consideración de lengua propia de un
territorio u otro. Esta normalización ha suscitado a su vez nuevas y opuestas denuncias
de imposición, bien sea en nombre de los hispanohablantes locales, bien sea por parte
de quienes consideran que ciertas variedades lingüísticas merecen consideración de
lengua independiente respecto a otra, tal como ha pasado con el valenciano respecto al
catalán;[32] también se rechazan los argumentos basados en injusticias retrospectivas
propios de los nacionalistas periféricos, argumentos tildados de victimismo y
mitificación.[33]

En cambio, la postura institucional de la Academia y la mayor parte de sus


componentes, es negar la identificación nacionalista-lingüística para el caso español. La
idea humboldtiana de la lengua como manifestación del espíritu de un pueblo o la del

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igualitarismo lingüístico se transfiere a las lenguas, que son simples instrumentos, más
o menos afinados y puestos a punto, caracteres que corresponden a los hombres que
las usan. [34] Sí que se patrocina una optimista y nueva imagen del español como
vehículo de concordia, internacionalismo e incluso rentabilidad, [35] en la línea de lo que
se denomina poder blando[36]

La construcción de la historia nacional


Siguiendo las tendencias de los estados liberales europeos, la práctica totalidad de la
producción de la historiografía española hasta mediados del siglo XX se hizo desde una
óptica nacionalista, construyéndose a partir de los segmentos, acontecimientos, datos,
citas o textos que potencialmente tuvieran una coherencia nacional y que presentasen
una significación por sí mismos, eliminando los elementos turbadores o incómodos para
el encaje necesario en el devenir histórico de España como elemento unitario. Para ello
disponía de precedentes bien antiguos, desde los textos visigodos y el corpus cronístico
medieval, particularmente completo en los reinos de Asturias, León y Castilla, sin que
faltaran tampoco materiales de los reinos orientales de la Península. La unificación de
los reinos bajo la Monarquía Hispánica de la Edad Moderna trajo consigo una
continuación del trabajo cronístico desde una perspectiva hispánica, en que tuvo un
papel decisivo la aparición de la monumental Historia de España del Padre Mariana. Se
institucionalizó el oficio de historiador, con las figuras del Cronista mayor, el Cronista
de Indias y a partir del siglo XVIII la Real Academia de la Historia.

No era por tanto una novedad que se demandara de la historia una función ideológica, lo
que ocurrió es que a partir del siglo XIX se centró en explicar y catalizar la realidad
estatal y nacional explicitada desde Constitución de Cádiz y proporcionar la necesaria
cohesión social. Trató por tanto de hilvanar los hechos acaecidos en la península para
corroborar una genealogía de España como nación, con un pueblo dotado, desde la más
remota antigüedad, de una trayectoria vital común. La Historia se convertirá así en el
soporte para construir el relato natural de España como nación.

No es concebible para esta metodología analizar los hechos históricos desde una visión
plural, compleja ni —mucho menos aún— contradictoria con el punto de vista unitario.
Fueron en gran parte obviados los procesos históricos rivales, las memorias alternativas
que se irían construyendo desde los nacionalismos periféricos; pues de la misma manera
tanto en el País Vasco como en Cataluña se desarrolló también el mito y la leyenda en
torno a diversos personajes que debían encarnar la esencia de sus pueblos ancestrales
que se hicieron remontar a la antigüedad clásica o más allá.[38]

Siguiendo ese objetivo, en las décadas centrales del romántico siglo XIX los
historiadores hicieron realidad la visión compacta de un pueblo español dotado de
ingredientes perennes, de una esencia española mantenida inalterable desde Indíbil y
Mandonio. Esta lista de héroes de la Patria, encarnaciones del carácter nacional español
o genio de la raza,[39] nominaría tanto a Recaredo y Guzmán el Bueno, como a Roger de
Lauria, el Cid, Wilfredo el Velloso, Fernando III el Santo, Jaime I el Conquistador,
Hernán Cortés, Juan Sebastián Elcano, Daoíz y Velarde o Agustina de Aragón. Incluso
se encajó en esa lista de "españolidad", sin mayor dificultad, tanto a los emperadores
hispano-romanos, como Trajano o Adriano, como al rebelde lusitano Viriato.

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Más resistencias tuvo la españolidad de Cristóbal Colón, que era simultáneamente
objeto de reclamación por Italia (con la inestimable ayuda de la emigración
italoamericana, tanto en Estados Unidos como en Argentina). Incluso la localización
exacta de sus huesos fue objeto de vivos debates entre Cuba, República Dominicana y
España, que apostaba por el aparatoso mausoleo que se construyó en la Catedral de
Sevilla.

la institucionalización de la ciencia histórica, incluyó hitos importantes, como la


creación de la Biblioteca Nacional y el Archivo Histórico Nacional. Un papel
importantísimo tuvo la inclusión de la historia en los planes de estudios, tanto a nivel de
la enseñanza primaria como de la media, prevista en el Plan Moyano. Las corrientes
liberal (hegemónica a mediados del siglo XIX: Modesto Lafuente, Juan Valera,) o
reaccionaria (Marcelino Menéndez y Pelayo, que se impone desde finales del siglo
XIX) no tendrán diferencias en cuanto a su incuestionada identificación con España
como nación; sino en cuanto a la consideración concreta de la personalidad de ésta:
resistente a la opresión para los primeros (identificada con unos idealizados comuneros
o con la mártir de la libertad Mariana Pineda), católica e imperial para los segundos
(luz de Trento, martillo de herejes, espada de Roma, mejor representada por Isabel la
Católica o Felipe II).

Desde Riego hasta Martínez Campos, casi todo el siglo XIX está salpicado de
periódicos pronunciamientos de los espadones que agrupaban detrás suya a los distintos
partidos políticos. Fue la propia Guerra de Independencia la que suscitó el prestigio
social de la vocación militar, a la que llegaron gentes de todo origen (hijos segundones
antes destinados al clero, plebeyos) que en una sociedad estamental cerrada no hubieran
tenido tal oportunidad de ascenso social. Algunos de ellos (Ferraz, Valdés) recibían el
mote de ayacuchos por haber participado en la Batalla de Ayacucho, o si no fue así
(como Espartero o Maroto), por al menos haber asistido al final de la presencia española
en la América continental;[53] mientras que también en las nuevas naciones se impuso el
caudillismo como forma de representación política.

En estos líderes se identificaba la propia nación en un concepto de encuadramiento


social que, lejos de ser conservador o reaccionario, era en origen revolucionario: la
nación en armas. No obstante, en la práctica se delegaba también en ellos la iniciativa
política, en ausencia de control efectivo de la sociedad civil. La milicia nacional
instrumentalizada por los progresistas, que encuadraba a las clases urbanas en la defensa
de la revolución liberal, dejó pronto de tener importancia efectiva. Otro cuerpo militar,
nacido a mediados de siglo a iniciativa de los moderados,[54] tuvo una proyección mucho
más importante: la Guardia Civil, con un amplio despliegue territorial que cubría todas
las áreas rurales, encargada de garantizar dos nuevos conceptos: el orden público y la
propiedad privada, de extraordinaria importancia para el nuevo sistema liberal-
capitalista que, tras la Guerra Carlista y la Desamortización, había integrado a la
oligarquía de altos nobles, grandes burgueses y terratenientes.[55]

Se estaba produciendo una verdadera Edad de plata de las letras y las ciencias
españolas, en la que tuvo un destacado lugar el inicio del debate intelectual sobre el
mismo ser de España.[59] Las distintas posturas ideológicas variaban dramáticamente,
ahondando las divisiones de lo que Antonio Machado comenzó a llamar las Dos
Españas; aunque la identificación con la nación española no era menor en las izquierdas
que en las derechas:

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