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de 1898, en lo que se ha denominado regeneracionismo, que reivindican movimientos
muy opuestos entre sí: desde los dinásticos (Francisco Silvela, Eduardo Dato, Antonio
Maura) hasta la oposición republicana (de contradictorio y breve paso por el poder)
pasando por los militares (crisis de 1917 y dictaduras de Miguel Primo de Rivera y
Francisco Franco).
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Desde una perspectiva más mayoritaria en términos sociales, territoriales y electorales,
[14]
la identificación con España, sus símbolos e instituciones ha adquirido formas más
propias del patriotismo constitucional o nacionalismo cívico,[15] que trata de respetar las
distintas visiones de España encajándolas en un marco plural, incluyente y no
excluyente, conceptos en los que suelen coincidir los partidos políticos mayoritarios
(PSOE y PP) o minoritarios (IU, otros partidos regionalistas o nacionalistas a veces
denominados moderados), a pesar de mantener diferencias políticas profundas a veces
expresadas de forma muy crispada.[16]
Nacionalismo y soberanía
Al igual que todas las monarquías europeas durante la crisis del Antiguo Régimen, el
reino de España sufrió profundos cambios sociales y políticos entre finales del siglo
XVIII y comienzos del siglo XIX, especialmente a partir de la invasión napoleónica.
Las guerras napoleónicas transformaron toda Europa, haciendo surgir sentimientos
nacionales donde antes no los había o no se expresaban con el nuevo concepto
identitario surgido en la Revolución francesa: el de nación como sujeto de la soberanía
(Sieyès). España no fue una excepción a esa nueva corriente nacionalista. Desde la
guerra contra la Convención, la propaganda antifrancesa iba generando la idea de un
enemigo exterior, que se concretó de forma evidente con la Guerra de la Independencia
Española, aunque la adopción de las teorías y prácticas políticas del "enemigo" eran
evidentes: la Constitución de Cádiz de 1812 no era en muchos aspectos menos
"afrancesada" que la Constitución de Bayona de 1808, aunque la influencia de ésta en
aquélla no fuera más que reactiva.[17]
Nacionalismo y lengua
La capacidad de la lengua como vehículo de identificación y construcción nacional es
incluso anterior al nacionalismo del siglo XIX, y en el caso español la atribución de una
intención en ese sentido suele remontarse incluso a 1492 por una famosa frase del autor
de la Gramática castellana, Antonio de Nebrija: siempre la lengua fue compañera del
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imperio.[27] Muy sonada fue también la orgullosa reivindicación del idioma por Carlos V
en Roma frente al embajador de Francia (un obispo), el 16 de abril de 1536:[28]
A pesar de lo repetido que ha sido este texto para proyectar hacia el pasado la
identificación nacional española con la lengua castellana, el hecho es que el propio
Carlos había aprendido muy tardíamente ese idioma (una de las causas de la Guerra de
las Comunidades fue las dificultades de relación con sus nuevos súbditos) y que la
Monarquía Hispánica de los Habsburgos no fue de ninguna forma un estado con una
identificación nacional lingüística, incluso si pudiera calificársele de estado.[29] Se ha
llegado a argumentar que el castellano no era más que una de entre las múltiples lenguas
del Imperio, no prevaleciente ni sobre las peninsulares (catalán o portugués) ni sobre las
europeas (alemán, francés, neerlandés o italiano) ni siquiera sobre las lenguas
indoamericanas, sometidas pero persistentes (guaraní, quechua, náhuatl o quiché); y
desde luego mucho menos prestigioso socialmente que el latín.[30]
Más trascendencia supuso la adopción del modelo académico francés bajo el que se
instituyó la Real Academia Española, a partir del siglo XVIII, cuando las posesiones
territoriales de la monarquía se habían reducido y simplificado como consecuencia del
Tratado de Utrecht, y se había producido la abolición del régimen foral en los reinos
orientales peninsulares, reducido a la Nueva Planta. La Academia se aprestó a la
defensa casticista de la pureza de la lengua española, en un comienzo frente a la
invasión de galicismos. Simultáneamente, el castellano fue ganando la consideración de
lengua oficial en todo tipo de ámbitos, incluyendo los más resistentes a los cambios,
como las desfasadas Universidades a las que las reformas ilustradas querían desprender
del vetusto latín, bastante impuro filológicamente, y cada vez más inoperante
científicamente.
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igualitarismo lingüístico se transfiere a las lenguas, que son simples instrumentos, más
o menos afinados y puestos a punto, caracteres que corresponden a los hombres que
las usan. [34] Sí que se patrocina una optimista y nueva imagen del español como
vehículo de concordia, internacionalismo e incluso rentabilidad, [35] en la línea de lo que
se denomina poder blando[36]
No era por tanto una novedad que se demandara de la historia una función ideológica, lo
que ocurrió es que a partir del siglo XIX se centró en explicar y catalizar la realidad
estatal y nacional explicitada desde Constitución de Cádiz y proporcionar la necesaria
cohesión social. Trató por tanto de hilvanar los hechos acaecidos en la península para
corroborar una genealogía de España como nación, con un pueblo dotado, desde la más
remota antigüedad, de una trayectoria vital común. La Historia se convertirá así en el
soporte para construir el relato natural de España como nación.
No es concebible para esta metodología analizar los hechos históricos desde una visión
plural, compleja ni —mucho menos aún— contradictoria con el punto de vista unitario.
Fueron en gran parte obviados los procesos históricos rivales, las memorias alternativas
que se irían construyendo desde los nacionalismos periféricos; pues de la misma manera
tanto en el País Vasco como en Cataluña se desarrolló también el mito y la leyenda en
torno a diversos personajes que debían encarnar la esencia de sus pueblos ancestrales
que se hicieron remontar a la antigüedad clásica o más allá.[38]
Siguiendo ese objetivo, en las décadas centrales del romántico siglo XIX los
historiadores hicieron realidad la visión compacta de un pueblo español dotado de
ingredientes perennes, de una esencia española mantenida inalterable desde Indíbil y
Mandonio. Esta lista de héroes de la Patria, encarnaciones del carácter nacional español
o genio de la raza,[39] nominaría tanto a Recaredo y Guzmán el Bueno, como a Roger de
Lauria, el Cid, Wilfredo el Velloso, Fernando III el Santo, Jaime I el Conquistador,
Hernán Cortés, Juan Sebastián Elcano, Daoíz y Velarde o Agustina de Aragón. Incluso
se encajó en esa lista de "españolidad", sin mayor dificultad, tanto a los emperadores
hispano-romanos, como Trajano o Adriano, como al rebelde lusitano Viriato.
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Más resistencias tuvo la españolidad de Cristóbal Colón, que era simultáneamente
objeto de reclamación por Italia (con la inestimable ayuda de la emigración
italoamericana, tanto en Estados Unidos como en Argentina). Incluso la localización
exacta de sus huesos fue objeto de vivos debates entre Cuba, República Dominicana y
España, que apostaba por el aparatoso mausoleo que se construyó en la Catedral de
Sevilla.
Desde Riego hasta Martínez Campos, casi todo el siglo XIX está salpicado de
periódicos pronunciamientos de los espadones que agrupaban detrás suya a los distintos
partidos políticos. Fue la propia Guerra de Independencia la que suscitó el prestigio
social de la vocación militar, a la que llegaron gentes de todo origen (hijos segundones
antes destinados al clero, plebeyos) que en una sociedad estamental cerrada no hubieran
tenido tal oportunidad de ascenso social. Algunos de ellos (Ferraz, Valdés) recibían el
mote de ayacuchos por haber participado en la Batalla de Ayacucho, o si no fue así
(como Espartero o Maroto), por al menos haber asistido al final de la presencia española
en la América continental;[53] mientras que también en las nuevas naciones se impuso el
caudillismo como forma de representación política.
Se estaba produciendo una verdadera Edad de plata de las letras y las ciencias
españolas, en la que tuvo un destacado lugar el inicio del debate intelectual sobre el
mismo ser de España.[59] Las distintas posturas ideológicas variaban dramáticamente,
ahondando las divisiones de lo que Antonio Machado comenzó a llamar las Dos
Españas; aunque la identificación con la nación española no era menor en las izquierdas
que en las derechas: