Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
Y OTROS FANTASMAS
¿Existen los fantasmas?
¿Crees en los fantasmas y en las apariciones? ¿Alguna vez has tenido una
experiencia en relación con este tipo de fenómenos comúnmente conocidos como
“paranormales” o “parapsicológicos”? ¿O sabes de alguien que tenga algo que contar
al respecto? La mayor parte de las personas, si no es que todas, ha escuchado alguna
historia narrada por alguien conocido, pero son muchas menos las personas que
pueden contar algo vivido por ellas mismas.
Yo no he presenciado ninguno de estos fenómenos o sucesos como para ostentarme
como defensora de su veracidad, pero me es difícil poner en duda lo que algunas
personas me han contado, muchas de ellas bastante conocidas por mí como para
dudar de su buen juicio o de su honestidad. Digamos que mi credulidad se encuentra
flotando en algún punto entre la certeza total y el escepticismo absoluto; no pretendo
afirmar que existen estos hechos, pero de ninguna manera me atrevería a negarlos.
Hay muchos fenómenos, como el hipnotismo, la telequinesia o ciertas formas de
telepatía que tampoco tienen una explicación racional. Estos fenómenos o
“habilidades” han despertado curiosidad y han sido estudiados por algunos
científicos, que afirman la existencia de la energía mental, fluido responsable de
estos fenómenos. No obstante, siguen siendo terreno de la parapsicología y no de la
psicología o la física y la mayoría de los científicos los consideran poco serios. Se
requieren más estudios e investigaciones verdaderamente científicas, experimentos y
análisis que permitan demostrar su veracidad o, bien, desenmascarar su falsedad. En
este orden de ideas estaría, aun más al principio de la carrera, más “en pañales”, la
investigación sobre las apariciones de fantasmas y “espíritus”. Me temo que hasta
ahora no hay investigaciones que se puedan catalogar como serias y permitan, por lo
tanto, demostrar científicamente estos fenómenos y hacerlos verdaderamente
creíbles.
En uno de los extremos de una línea imaginaria que represente la verosimilitud de los
relatos de hechos “sobrenaturales” tenemos las supersticiones populares. Son bien
conocidas las consejas que van desde remedios populares increíbles hasta relatos de
apariciones como la famosísima Llorona y sus múltiples versiones, o fenómenos
conocidos popularmente como “mal aire”, “mal de ojo” o las limpias, y muchas otras
formas de hechicería, tanto la magia blanca como la espeluznante magia negra; el
uso del agua, de sartas de ajo y amuletos para protegerse del mal, o seres de vida tan
extraña que hacen pensar en historias de brujería.
Y entre los relatos de fantasmas contados por la gente de los pueblos hay muchos
demasiado absurdos, ilógicos e inverosímiles, y a pesar de ello abundan las personas
*****
Las historias
En algunos casos sólo presento la anécdota más o menos como me la contaron, en
otros casos le agrego algo, una historia, para dar cuerpo a la narración. Siempre que
incluyo la historia de la persona cuya presencia permanece se trata de una historia
imaginada; ningún fantasma nos ha contado por qué no ha podido irse, qué es aquello
intenso que vivió en ese lugar, de modo que he tenido que suponerlo o inventarlo; los
fantasmas han sido “reales”, las historias que acompañan a algunos de ellos son
cuentos.
Con excepción de tres, todas son historias “verídicas”, narradas por quienes dicen
haber visto, oído o sentido la presencia extraña a la que llamamos fantasma. Algunas
me la narró la persona misma y en otros casos, alguien que conoció a esa persona,
pero en ningún caso pasa por más bocas. Sólo tres de las historias son totalmente
inventadas por mí, sugeridas por un ambiente determinado o una situación, sin que
haya habido la anécdota de por medio. Al final de todas las historias explico cuáles
son, y propongo al lector un juego: trate de encontrarlas, en el transcurso de su
lectura, adivinando cuáles de las historias no son reales, y al final compruebe sus
anticipaciones. Sugiero no ir al final luego de leer alguna que parezca “sospechosa”,
pues podrían verse en ese momento los títulos de las tres, arruinando la posible
sorpresa; propongo mejor que, hasta conocerlas todas, el lector vea la respuesta en el
epílogo.
La serie se divide en dos partes; en la primera de ellas incluyo las historias relativas
al Museo Poblano de Arte Virreinal, que presento agrupadas precisamente por ser
muchas las que se cuentan de ese lugar, que para mí era tan sugestivo; si no vi a sus
fantasmas, sus columnas y las piedras de su patio, sus corredores y sus salas me
hablan de épocas pasadas, de amores y de dolores. En esta parte coloqué también
otras que no son de ese lugar, pero por la época en la que se desarrolla la historia se
perciben como afines: unas y otras corresponderían a la Puebla de épocas antiguas.
Enseguida paso a narrar las demás historias, algunas de las cuales tienen como
escenario también a la ciudad de Puebla. Otras se desarrollan en diversos lugares,
como la ciudad de México, San Juan de Ulúa y otros lugares.
En cuanto a la forma de contarlas, en primera persona o tercera, no obedece más que
a la comodidad o, si se prefiere, una especie de intuición sobre la forma como
quedaría mejor hacerlo. En algunas de ellas el narrador en primera persona soy
PRIMERA PARTE
EL SEXTO SENTIDO DE ARELI
Hay una película, bastante conocida, sobre un niño que tenía la facultad de ver
personas muertas, y las veía por todas partes. En la película, para hacerla más
impresionante, los fantasmas que el niño veía eran de personas muertas de formas
violentas: una mujer que se cortó las venas, un muchacho con una herida tremenda
en la cabeza, varios ahorcados, una mujer quemada, una niña envenenada, etcétera.
Pero eso es sólo una película.
Como señalé anteriormente, el Museo Poblano de Arte Virreinal fue hospital más de
trescientos años, razón por la cual ahí murieron muchas personas: mucha gente murió
a consecuencia de diversas epidemias, desde el siglo XVI hasta principios del XX.
Ahí llegaron a sanar o a morir de sus heridas personas que estuvieron en
levantamientos y batallas: las revueltas del siglo XIX, la guerra de Independencia, la
batalla de Puebla e incluso la Revolución. Lo que hoy es el enorme patio en que se
encuentra uno nada más entrar al museo, fue camposanto o, mejor dicho, fosa común
donde eran arrojados los cadáveres; cuando se remodeló el edificio para hacerlo
museo, empezaron a sacar las osamentas, pero al ver que luego de sacar muchos
huesos y descender varios metros bajo el nivel del piso continuaba habiendo más
restos humanos, decidieron dejarlos ahí y los cubrieron con las lajas de piedra,
quedando el patio como lo conocemos hoy.
Muchas de esas personas que ahí murieron dejaron algo de ellas; no su recuerdo, ya
que sus nombres han sido olvidados, aunque seguramente fueron conocidos en el
hospital al ingresar como pacientes. Ha pasado tanto tiempo desde entonces que de
esos nombres no queda memoria. Pero sus dolores y temores, sus odios y rencores,
amores y pasiones nobles o innobles, los sentimientos que anegaron sus últimos
momentos u otras circunstancias ahí vividas, permanecen ahí.
*****
Los vigilantes del museo, por ejemplo, dicen oír ruidos extraños en la noche. Uno de
ellos cierta vez vio a una monja, otro vio a un fraile; fantasmas que, además, son
capaces de atravesar puertas y paredes, como se narra en algunas de las historias de
esta serie. “La niña” es uno de los fantasmas que más personas dicen haber visto:
Se levantó del reclinatorio sudoroso, cansado, con las rodillas enrojecidas por la
presión de su hábito, rasposo y burdo. Pero su espíritu seguía tan atormentado como
al llegar ante el altar. La vista de aquella jovencita, la nueva aprendiz de enfermera
en la sala de mujeres, le traía a la memoria tantos recuerdos... Terribles recuerdos.
El parecido era asombroso, la muchacha era igual a su amada Inés, era como volver a
vivirlo. ¿Cómo olvidarla...? Definitivamente se querían y deseaban casarse, estar
juntos para siempre, pero las familias, en ese entonces no era raro, no lo consintieron.
Que Inés casaría con el heredero de una gran fortuna, que el matrimonio era muy
conveniente para ambos, que se lo debían al nombre de sus familias. Se la llevaron a
Europa para separarlos nada menos que por el océano, y él no supo de ella por algún
tiempo.
Antes de cumplirse el año de haberla visto por última vez, él se enteró de que la
familia de Inés, los Gutiérrez de Velasco, estaban de duelo, y tuvo un horrible
presentimiento. Rondó y rondó la casa hasta que lo pudo confirmar: Inés había
muerto, dizque de una enfermedad. Él sabía que no era así, Inés, su dulce Inés, había
*****
Mientras miraba los monitores de las cámaras de los pasillos sentí que me quería
ganar el sueño. No podía dormirme; es cierto que nunca pasa nada, pero mi trabajo es
mantenerme despierto y vigilar.
“¡¡¡Aghhh!!!”, escuché de pronto un grito afuera, que me hizo despertar del todo.
Era de mi compañero, que debía estar en el crucero bajo la cúpula. La angustia de su
grito taladró mis oídos y recorrió mi espalda de arriba abajo. Casi sin pensarlo
alcancé mi escopeta, sin duda la necesitaría.
Hernando era tan impetuoso, tan irreflexivo... Actuaba sin pensar bien lo que hacía y
sin medir las consecuencias de sus actos. Y le costó demasiado caro.
Encorajinado una tarde dio muerte a su propio hermano. Claro, su hermano era el
mayor de la familia y por lo tanto el heredero y en cambio a él, pobre segundón, no
le correspondía más que el nombre y eso con la aclaración de que no era el
primogénito. No se necesitó más que un día, hechos de palabras, José Alonso se
burlara un poco de él y de su pobre condición para que Hernando lo matara.
“¡Qué mal montas, vive Dios!”, fue la provocación de José Alonso.
“Y tú, ¿qué te crees? ¿Que sólo por ser el mayorazgo todo lo haces bien?”
“No, pues yo sólo decía que te ves como... Pareces un capataz en lugar del hijo del
dueño de la hacienda, vaya”.
“O el hermano, sólo eso te falta decir, ¿no? Soy sólo el hermano del dueño de la
hacienda, y nada más, ¿no?”
“Bueno, pues sí. Menos mal que lo reconoces, el heredero soy yo, tú eres el
segundo”.
“¡Hijo de...!”
“Y que te quede bien claro, de eso no tengo yo la culpa, pero soy el mayor, el
heredero de nuestro padre, ¿entiendes?”
No dijo más. Hernando se lanzó contra él con su cuchillo de monte y lo hundió en el
estómago de su hermano. Así fue como comenzó la historia. Hernando huyó,
espantado de lo que había hecho y de las represalias que tomarían los amigos de su
hermano, e incluso su propio padre.
Anduvo por muy distintos lugares, escondiéndose y ganándose la vida como simple
peón en haciendas. Pero, amante de las camorras como era, no duraba en ninguna
parte. Buscaba pleito y respondía a la menor provocación, y eso era motivo para que
tuviera que marcharse. En fin, genio y figura...
Jugando a los dados en cierta ocasión con algunos otros peones, enojado por haber
perdido una apuesta en la que, según él, le habían hecho trampa, comenzó una
trifulca en la que le tocó la peor parte. De por sí los compañeros no estaban muy bien
dispuestos hacia él, como era el nuevo, y además no se hacía simpático...
“¡Eh, eh! Así no se tiran los dados, amigo. Con qué razón me vas ganando”.
“¿Tramposo me llamas?”, increpó su contrincante.
“¿Pues de qué otra forma, digo yo, se le puede llamar a quien maneja los dados para
que caigan siempre de ese lado?”
“Lo que pasa es que vas perdiendo y eso no te va, ¿verdad?”
“Estaría bueno perder limpiamente, pero no le llamo perder si se trata de jugar con
un...”
“¡Tente de la lengua, por Dios!”
*****
Unas semanas después empezó a ocurrir algo muy extraño. El enfermero escuchó
una campanilla al fondo de la sala, de las que comúnmente usaban los enfermos para
llamar cuando tenían alguna necesidad. Acudió diligente como siempre, y al buscar
quién lo había llamado no encontró a nadie: todos estaban tranquilos, incluso
durmiendo, y nadie lo había llamado. Esa noche el catre del fondo estaba vacío.
Esto se repitió desde entonces varias veces, cada vez con mayor frecuencia,
sucediendo además que al acercarse al catre donde Hernando había muerto parecía
haber alguien acostado, envuelto en la sábana, aunque estuviera vacío. Se le podía
ver en la penumbra, a la luz de las lámparas de aceite con que se iluminaba la sala
por la noche. O durante el día, a la escasa luz que penetraba por los tragaluces del
techo. Pero siempre, al acercarse el enfermero, nadie sabía quién había tocado la
campanilla y además la cama estaba vacía.
Al siguiente enfermo que ocupó aquel catre hubo que quitarlo de ahí rápidamente:
por las noches alguien lo empujaba o le movían la cama, la enderezaban súbitamente
como si quisieran tirarlo. Una noche la cama estaba casi vertical mientras el hombre
que la ocupaba gritaba de terror. Se llevaron la cama y el lugar quedó vacío, pero no
Se llevaron el hospital a otra parte y quedó vacío el hospital, con eso el asunto
pareció olvidado. Pero la bodega llena de libros y papeles que estuvo en ese lugar
durante algunos años siguió siendo escenario del misterioso tañer de la campanilla,
acompañado a veces de lúgubres quejidos. Y luego, convertida la enfermería en sala
de un museo, todavía se escucha a veces el sonido de una campanita que nadie sabe
de dónde viene. Es Hernando, que llama al capellán para que venga a confesarlo; a su
ánima en pena, que no puede descansar, parece que se le va haciendo largo el
tiempo...
“Creo que mi padre ya se dio cuenta de que vienes a verme”, dijo doña Clara Beatriz
a su novio, refugiados debajo de un árbol atrás de la casa en lugar de hablarse a
través de la ventana, como los amores decentes y los amores permitidos.
“¿Qué hacemos?”, preguntó él. “Si quieres hablo con él hoy mismo”.
“No, no. Déjame que hable yo primero con él. Me quiere mucho, quizá pueda
convencerlo de que no puedo casarme con don Antonio si apenas lo conozco. Lo
poco que sé de él me hace aborrecerlo, y luego estás tú... No puedo casarme...”
“Bueno, habla tú primero con él. Según lo que diga me avisas, yo vengo mañana y...”
A don Rodrigo le parecía que no había de ser tan imposible convencerlo.
Cuando caminaba rumbo a su casa por la calle empedrada, a la luz de las farolas de
aceite, dándose prisa porque no tardaría en pasar el guardia a apagarlas, iba
pensando. Él no era mal partido, el padre de doña Clara no podría dejar de reconocer
que no sería un mal yerno. Quizá no tan rico y tan hidalgo como aquél don Antonio,
que presumía de conde y amigo del virrey, pero no era ningún muerto de hambre y,
además, lo que le faltaba a él quedaba compensado por el amor que se tenían él y
doña Clara. Al menos eso pensaba él.
*****
“Pero padre, mirad que no amo a don Antonio. Me... me da algo como miedo, como
asco...”
*****
“Esta monja llegó al convento cuando tenía dieciocho o diecinueve años de edad,
vivió aquí más de setenta años y aquí murió. Tal vez con los años llegó a perdonar a
su padre, eso ya no lo dice la historia; las memorias de la monja terminan con su
llegada al claustro”.
No oímos el nombre de la religiosa, habíamos llegado tarde, cuando la plática había
empezado ya, y además nos habíamos mojado con la lluvia y teníamos frío. Delante
de mí había un lugar vacío, y de mi lado izquierdo otro, a mi derecha estaba Carmen
y atrás sólo la pared de piedra de lo que alguna vez fuera una celda del convento
donde rezó, durmió y se flageló una mujer.
Cuando comencé a oír sollozos pensé que era mi imaginación. Traté de escuchar con
más atención lo que decía el sacerdote que estaba hablando, pero no lo conseguí, los
sollozos se oyeron más cerca de mí, y finalmente un llanto suave, apagado...
“¿Oyes...?”, le pregunté a Carmen.
“¿Qué cosa?”
“¡Están llorando!”
“¿Quién?”, me preguntó ella, extrañada. Por lo visto, ella no oía nada.
EL RAYO DE LUNA
A veces me toca hacer guardia durante el día, pero me agrada más en la noche
porque el trabajo es mucho más tranquilo. Durante el día hay que estar muy atento a
la gente que entra en las salas: que no lleven mochilas, que no vayan comiendo, que
no usen flash para tomar fotos, que no toquen las piezas y un largo que-no más. En la
noche, en cambio, todo está tranquilo; a veces es un poco aburrido y me dedico a leer
mis fotonovelas, aunque algunas las termino pronto y las leo luego dos o tres veces
más, hasta que me chocan porque me las sé de memoria.
Uno diría que no se oye nada si no hay gente, pero no es así. Llegan ruidos de la
calle, los motores de alguno que otro coche con un chofer desvelado, también se
oyen algunos grillos y otros bichos y, de cuando en cuando, el crujir de la madera del
artesonado de los pasillos del museo; algunas personas se atemorizan al escuchar
esos crujidos, pero yo sé que sólo es la madera que todas las noches cruje, en la casa
de mi abuela había un techo que hacía el mismo ruido. Otras veces se escucha el
viento soplar sobre la lona que cubre el patio, y, cuando llueve fuerte o graniza, el
ruido es ensordecedor.
En algunas áreas, donde estamos los guardias nocturnos, permanecen las luces
encendidas toda la noche; el resto del museo se queda casi a oscuras, con una que
otra luz prendida por ahí.
He escuchado hablar de fantasmas y aparecidos en el edificio; alguno de mis
compañeros hablaba el otro día de un fraile al que vieron cruzar la bóveda, y otros
dicen que han oído los gritos de una niña llamando a su papá, algunas noches. Yo
como que no creo en eso de los fantasmas, han de ser figuraciones suyas. Aunque me
parece que sería interesante y hasta divertido ver uno.
*****
*****
Quién sabe cuánto tiempo estuvo inconsciente el guardia nocturno, hasta que a su
compañero le extrañó no oír sus pasos, ni verlo por los monitores del circuito cerrado
y salió a buscarlo.
Lo llevó a la oficina y, cuando por fin volvió en sí, apenas podía hablar; el otro
vigilante vagamente entendió algo de una monja en el pasillo, pero no logró
comprender a qué se podría estar refiriendo. Al día siguiente, al contarle todo al jefe
de vigilancia, decidieron revisar la grabación de la cámara de circuito cerrado.
Todo estaba en orden, no había nadie. Vieron salir al vigilante por el portón y
desaparecer en el pasillo lateral; luego de unos minutos aparecieron sus pies primero,
Cuando recogió las fotos no notó nada raro, todas estaban bien, si acaso la última no;
no se había fijado que cuando la tomó pasaba alguien, no se veía quién porque iba
caminando y la foto estaba movida. Ni modo, habría que tomarla otra vez, se trataba
de tomar el pie de la escalera y lo que alcanzara del patio desde ahí, por entre las
columnas. Nunca había tomado ese ángulo y días antes, al bajar la escalera, pensó
que sería una buena toma.
Volvió a tomarla, para ello se paró en el descanso de la escalera, incluso corrigió un
poco el ángulo y, por supuesto, se cercioró de que no pasara nadie. Las llevó a
revelar y dos horas después fue a recogerlas. ¡Qué raro!, otra vez se veía una persona
en la foto, en el mismo lugar, pero como estaba movida no se veía quién era. Parecía
una figura borrosa, difuminada, un poco transparente. “¡Pero...!” Era de veras raro,
ella estaba segura de que no había pasado nadie.
Tuvo que tomarla otra vez, la tercera. Ahora la acompañó un colega para vigilar que
no se atravesara ningún turista o empleado del museo. Nadie pasó por ahí, era
seguro. Al revelar el rollo ahí estaba otra vez: esa sombra blanca de contornos
imprecisos, en verdad parecía una persona que se hubiera cruzado y la fotografía
estuviera movida. Pero el hecho es que estaba segura de que no había pasado nadie, y
además tenía un testigo.
El asunto se convirtió en una especie de reto: ni modo que la foto pudiera más que
ella, tendría que volverla a tomar, pero la revelaría ella misma para que no hubiera
dudas. No fuera a ser que los muchachos del estudio, como tenían tiempo de
conocerla y sabían que trabajaba en ese viejo edificio, donde ella misma les había
*****
Esa muchacha, ¿por qué tendría que empeñarse tanto en tomar la foto de ese lugar?
Precisamente de ese lugar, teniendo todo el edificio, tan grande, para tomarle fotos,
tenía que ser de ahí, de mi lugar. Porque ha sido mi lugar desde hace doscientos años,
desde que me trajeron malherido, cargando en hombros entre dos amigos. Ahí expiré,
al pie de la escalera, antes de subir. Cuando llegamos arriba, cuando entramos a la
sala, yo ya estaba muerto. Flotando cerca del techo pude ver cómo el médico revisó
mi cuerpo y dijo que ya no había nada que hacer; oí llorar a mis amigos, luego me
envolvieron en un sudario y me enterraron.
Desde entonces he estado ahí, parado en ese lugar, esperando poder vengarme del
traidor que me dio la cuchillada. He visto pasar a mucha gente, pero al miserable,
nunca. Cuando el patio estaba tan lleno de gente pensé que ahí estaría el malnacido
traidor, pero me equivoqué.
Y ahora... ahora me han descubierto. Vendrán a tomar más fotos, a curiosear, tal vez
echen agua bendita. Tendré que irme para siempre. Lo peor es que ya no podré
vengarme.
*****
Nadie le creía. Las fotos estaban trucadas, manipuladas, para que pensaran que ahí
había un fantasma. Pero los fantasmas no existen. Y eso de su amigo... ¡Bah!, estaba
de acuerdo con ella, era obvio. ¿Y por qué...? Por alarmistas, o tal vez pensaban
hacer negocio con la foto, venderla a alguna revista de parapsicología o algo así. O
atraer mayor cantidad de visitantes al museo.
Cuando se lo dijeron ella se indignó. Tenía que demostrarlo, así que tomó una última
foto y la reveló delante de un testigo imparcial: no había nada.
Una de dos: o ella era una embustera, o... los fantasmas no se dejan retratar.
LA CARRETA DEL SEPULTURERO
*****
No sé si fue real lo que vi esa noche o si lo imaginé. No había habido trabajo, sólo
había hecho dos dejadas en mi taxi y ya eran las cuatro de la mañana, para ser
viernes era demasiado poco. Estaba preocupado y muy cansado, hacía mucho calor y
yo tenía sueño, tal vez por eso lo vi. O quizá sólo lo imaginé.
Iba bajando por la 4 Oriente, a un costado del antiguo hospital, San Pedro, y de
pronto el portón de madera se abrió solo. Por lo menos, no alcancé a ver a nadie que
lo abriera.
Yo sé que ahí había vecindades, ahí vivía gente, algunas veces traje a alguien pero de
eso hace mucho tiempo; ahora creo que las vecindades ya no están habitadas. Jamás
vi que la puerta se abriera a esa hora, ni vi salir nunca un carro o lo que fuera jalado
por caballos. Y eso fue lo que vi esa noche a la luz de las farolas de la calle. Me tuve
que frenar porque salió a todo lo que daba una carreta tirada por dos caballos, aunque
más bien eran mulas grandes, y el que conducía las iba fustigando con un látigo, así
que iban rápido. Del hombre no pude ver nada más que llevaba ropa oscura y una
especie de gorro como si hiciera mucho frío, aunque yo había sudado toda la noche.
En el interior de la carreta, que no era muy profunda y se veía bastante vieja y
desvencijada, alcancé a distinguir unos bultos blancos, como costales llenos de
cualquier cosa y aventados de cualquier modo en la batea. Por la ventanilla abierta
escuché mezclarse los ruidos que hacían las pezuñas de los dos animales sobre el
*****
LA PROCESIÓN
Cuando me propusieron que nos fuéramos a vivir a la casa vacía donde antes había
estado el convento de las madres de La Cruz, dije que sí sin pensarlo. Creí que era
una posibilidad muy remota y que la proposición no era en serio o que las madres
encontrarían otra forma de resolver su problema: la casa estaba en venta, pero
mientras se vendía era conveniente que la habitara alguien de confianza para evitar el
deterioro o, peor, el vandalismo o la ocupación por abusivos usurpadores.
Luego de un par de meses resultó ser cierto, y estábamos por mudarnos. Confieso
que sentí mucho temor por lo que pudiera haber en esa casa: tan grande, tan vieja,
con tantos recovecos, ¿no iríamos a meternos en medio de presencias inmateriales,
*****
La casa era enorme: cada uno de los seis niños tenía su propio cuarto, su propio baño
y su propio estudio. Había tres cocinas y cinco patios, y un enorme comedor. Mis
hijos contaron en total 101 piezas y 29 baños.
De los patios, el primero y más grande era un jardín bellísimo y agreste: durante el
tiempo que estuvimos ahí no pudimos pagar un jardinero y la hierba creció como si
le pagaran por crecer. Y también las rosas, los belenes y las nochebuenas florearon
como si les pagaran por florecer. Decíamos que con toda seguridad la tierra de ese
lugar, que tantas oraciones y cantos religiosos escuchó, tenía “indulgencias”. Había
además muchos árboles frutales: duraznos, aguacates, nísperos, naranjas, una lima y
una higuera, y otros que en lugar de frutos daban mucha sombra y alfombraban el
suelo de semillas y hojas secas.
Otros dos eran patios con una fuente en el centro y un empedrado misticismo
rodeándola, y otro más, el cuarto patio desde la entrada, era aún más místico, con una
pequeña ermita rodeada de muchas plantas y un par de árboles, para cuando, en vez
de orar en la gran capilla de mármol, alguna monja prefería la soledad, el retiro y el
silencio de atrás de las cocinas.
El último patio, el que sirvió a las monjas como huerta para sembrar sus chícharos y
sus jitomates, tenía un rincón húmedo y sombrío donde había cuatro lavaderos
alineados, ocultos tras una enredadera. Ese cuarto patio y lo que lo rodeaba eran la
parte más vieja de la casa. Por un lado, una barda lo separaba de la propiedad vecina;
por otro, un obrador donde se hacían las hostias en máquinas antiguas, y por los otros
dos, las celdas de las monjas: un pasillo y las celdas alineadas, un ventanal al patio y
en la esquina, la enfermería; otro pasillo de altísimo techo y paredes de un color azul
intenso con celdas a ambos lados, pequeñísimas y muy austeras, con ventanas a uno
u otro patio.
Esa parte de la casa, aunque me parecía tan hermosa como el resto, no me gustaba;
nunca vi ni escuché nada, pero no me gustaba; era de esos lugares donde se siente
algo raro, como “cosa” que no se puede explicar qué cosa es.
El gobierno del estado compró la casa y la remodeló para establecer ahí las oficinas
para el Órgano Superior de Fiscalización del Congreso. Entonces fue cuando
nosotros empacamos nuestros bártulos y nos mudamos. Luego, hemos sabido que
LA CONFESIÓN
Cuentan que en los primeros años del siglo que acaba de terminar, cuando la ciudad
de Puebla aún se extendía apenas un poco más allá de lo que hoy es su centro y sus
calles eran empedradas, y las de las orillas eran de tierra, ocurrió este extraño suceso.
El “tío padre”, que así le decían sus familiares que me contaron esta historia, estaba
una noche lluviosa a punto de retirarse a descansar, rezando sus últimas oraciones del
día, cuando sonaron en la puerta unos golpes impacientes. Al asomarse, un hombre
vestido de paisano lo urgió a acompañarlo para escuchar la confesión de un
moribundo. Quizá un sacerdote menos cumplidor de sus deberes de estado, en vista
del tiempo lluvioso y la noche oscura, habría dicho que iría a la mañana siguiente.
Pero dicen quienes lo conocieron que este hombre de iglesia no era tal, sino celoso
de sus obligaciones para con Dios y con las almas, de modo que sin hacer siquiera un
gesto de flojera o desagrado pidió al visitante que lo aguardase unos segundos.
Luego de ponerse el capote y tomar su estola y su breviario salió, dispuesto a
marchar a pie. “No, su mercé —le dijo el desconocido—, que vamos lejos. Monte
usté en su burro, que yo traigo el mío”.
Al paso más rápido que se pudo lograr de los pacienzudos animales anduvieron
durante un rato bastante largo; atravesaron calles y callejones y llegaron a la orilla de
LA FIESTA
LA NIÑA
Me llamo Zenaida y tengo ocho años. Hace sesenta y un años que cumplí ocho. Les
voy a contar algo.
Vivo aquí, sí, en las casas de allá atrás; la entrada es por la otra calle, la Calle de las
Cruces. Siempre he vivido aquí, dicen que alguna vez esto fue un hospital, pero yo
no lo creo, no me lo puedo imaginar lleno de enfermos y de doctores.
De un tiempo acá me pasan cosas muy raras. Lo último que recuerdo que no haya
sido extraño fue un poco después de cumplir los ocho años, cuando en el día de
Reyes me trajeron una pelota.
El Pepote, el vecino feo y grosero de arriba, tenía una pelota y como sabía que me
gustaba siempre se burlaba de mí: me la pasaba por enfrente, hacía como que me la
iba a prestar y luego se iba corriendo, y jugaba y jugaba enfrente de mí
presumiéndome su pelota. “¡Mira mi pelota roja!, ¿te gusta?”, me decía
enseñándomela, y cuando me veía mirarla la abrazaba y se iba corriendo y gritando
“¡Pues es mía, es mía y no te la presto!”
Pero ahora ya no puede, porque yo tengo mi pelota. Claro que el Pepote quién sabe
dónde está, hace mucho que no lo veo.
۞
EL ÚLTIMO VISITANTE
Era un fastidio dejarlo entrar a esa hora, las 4 y veinte, pero las instrucciones son que
hasta las 4 y media se permita la entrada a quien desee, advirtiéndole, eso sí, que a
las 5 debe abandonar las salas pues ya se van a cerrar. Se lo dijo el vigilante de la
entrada, se lo dijo la chica de la taquilla, y también el vigilante que está afuera de las
salas.
Pasaron los cuarenta minutos y el visitante del pantalón de mezclilla y la camisa a
cuadros rojos, negros y blancos no salía. Entró el vigilante a buscarlo a la sala, entre
las vitrinas y frente a los cuadros, pero no estaba. “Tiene que estar aquí adentro,
puesto que no ha salido”. Pero el hecho es que no estaba.
Se comunicó con el jefe de vigilancia que subió a ayudarle a buscar. Ni que fuera tan
difícil, no había donde se pudiera esconder y no era algo pequeño que se ocultara en
cualquier rincón. En cuanto a para qué se querría quedar escondido, sólo había una
posibilidad y era preocupante: tener proyectado el robo de obras de arte. Lo buscaron
en las cuatro salas de exposición, pero no estaba.
“¿Estás seguro de que no ha salido?”, preguntó el jefe de vigilancia.
“Pues claro que estoy seguro, si estaba bien al pendiente porque entró cuando ya
faltaba poco para cerrar”.
Cerraron, pues, las puertas de las salas con una vaga inquietud, y fueron a preguntar
al vigilante de la puerta de entrada al museo, que ya había cerrado, si lo había visto
salir.
“No, jefe, si bien que he estado atento, con eso de que entró tan tarde...”
“Además –confirmó la cajera– hoy ha habido muy poca gente. Desde hace buen rato
que había salido el último y el señor de la camisa a cuadros era, entonces, el único
que quedaba allá arriba. Yo tampoco lo vi bajar ni pasó enfrente de mí”.
Incluso, para cerciorarse, revisaron la película de la última hora de la cámara de
circuito cerrado; se le vio entrar, el último visitante como dijo la empleada de
taquilla, como dijeron todos, pero no se le vio salir.
No había que hacer. Ningún visitante se podía quedar en las salas luego de cerrar el
museo, pero ¿cómo se podía hacer salir a un visitante que se había vuelto invisible?
A lo mejor, si alguna vez recorres las salas del museo te encuentres todavía,
admirando las pinturas o quizá recordando algún suceso vivido allí, en un momento
del pasado, al visitante de la camisa a cuadros al que todos vieron entrar y nadie vio
salir.
SEGUNDA PARTE
EN LAS TINAJAS DE SAN JUAN DE ULÚA
*****
*****
El vigilante que hace la ronda todas las noches no consigue explicárselo. Al principio
pensó que era su imaginación, hasta que una noche el gerente de la oficina lo vio
también y le preguntó qué podría significar. En cuanto se apagan las luces, con la
poca luminosidad que llega de la calle se ve en el rincón vacío una sombra: es un
perchero inexistente con un sombrero colgando, y la figura de un hombre, encorvado
como bajo el peso de un gran cansancio, estirando la mano para tomarlo. Pero si se
prende la luz, o se dirige la de una linterna hacia ese rincón, enseguida desaparece la
sombra.
*****
No sé cuánto tiempo llevaba ahí, parada en ese lugar, frente a mí, o si había estado
allí en otras ocasiones.
Yo la vi una tarde, al levantar la vista de mi periódico, detrás de la cortina que sirve
de vestido al ventanal, frente a mi sillón favorito. Era una sombra extraña, una silueta
apenas dibujada. No sentí temor, sólo curiosidad, pues pensé que sería una ilusión de
mis ojos enajenados por las filas de letras que como hormigas recorrían las hojas
blancuzcas del diario. Parpadeé varias veces y enfoqué bien, y ahí seguía.
*****
¿Cómo pudo hacerme esto? Pasé por encima del permiso de mis papás para casarme
con Carlos, porque lo quería; dejé mi ciudad, mis amigos y mi carrera para seguirlo.
Y nunca he tenido ojos para otro hombre, aunque muchos me han buscado. Pero yo
era sólo suya. ¿Por qué me hizo esto? ¿Acaso no fui suficiente para él?
Tal vez él sospecha que ya me he dado cuenta. Quizá por eso, porque se imagina que
lo voy a dejar, es que planeó unas vacaciones. Dice que se ha empeñado en ahorrar
para que tengamos una segunda luna de miel. Dice que quiere enseñarme a esquiar
en la nieve en los Alpes suizos; lo que no sabe es que alguna vez aprendí, hace años,
y obtuve tercer lugar en un campeonato de invierno.
Y lo que tampoco sabe es que él no va volver a sentarse a leer en ese sillón. No sabe
que ni siquiera va a regresar de este viaje...
LA LLAMADA TELEFÓNICA
Esta historia me la contó Mami Lucy, una señora inglesa muy anciana que había
vivido en México desde joven. Le ocurrió a ella cuando tenía dieciséis años y
trabajaba con una señora y su hija en una tienda donde vendían accesorios para
dama: sombreros adornados con plumas y flores, guantes, bolsos de mano de tela o
de piel, abanicos y otras monerías, algunas importadas y otras confeccionadas por
ellas tres. Doña Paz era muy hábil en el bordado, y su hija Pacita hacía maravillas de
frivolité, flores de migajón y delicadas pinturas sobre casi cualquier material. Lucy
no desaprovechaba ninguna oportunidad de aprender lo que ambas pudieran
enseñarle.
Todas las tardes al terminar la jornada y cerrar el negocio, cada una se iba a su casa:
Pacita se había casado, y doña Paz esperaba la llegada de su primer nieto para unos
tres meses después. A veces, el esposo de Pacita la esperaba al salir para llevarla a
casa.
Una tarde de un mal día Pacita se enfermó. Al parecer se trató de una infección
estomacal que se complicó con una afección cardiaca que padecía desde niña, y sin
*****
Unos quince días después Lucy tuvo un sueño extraño. En una habitación vacía,
estaba sobre el piso gris un trapo gris, el cual era jalado por una mano invisible hasta
quedar pegado en la pared de enfrente, también gris. Luego, el trapo otra vez estaba
en el suelo y volvía a ser levantado por esa fuerza que no se veía, y lo mismo varias
veces. En una de esas ocasiones, mientras el trapo se deslizaba hacia la pared, oyó la
voz clara y dulce de Pacita que le hacía un encargo: “Lucy, por favor, dile a mi
mamá que no le hablo porque donde estoy no hay teléfono”.
Casi de inmediato, Lucy despertó y sonrió con tristeza. Pues claro que no había
teléfono en el interior de una tumba, o en el cielo o donde quiera que Pacita
estuviera.
En la tienda, doña Paz hacía un gran esfuerzo para no pensar todo el tiempo en
Pacita, pero no podía evitarlo. Por lo menos, trataba de no hablar mucho de ella para
que su tristeza no se contagiara a la empleadita, a los clientes que pudieran
escucharla al entrar y al ambiente mismo. Pero ese día, luego de comer, en un rato
que no entró nadie la pobre mamá dejó llorar a sus palabras.
Lucy sintió casi un choque eléctrico cuando doña Paz le dijo: “¿Sabes, Lucy, lo que
más extraño? Todas las noches, luego de irnos ella a su casa y yo a la mía, Pacita me
llamaba por teléfono para darme las buenas noches. No sabes cómo extraño esa
llamada; antes de apagar la luz de mi recámara siempre miro al aparato, que no
volverá a sonar para darme las buenas noches de Pacita”.
LA DIRECTORA DE LA ESCUELA
La maestra Aguedita tenía el ceño fruncido desde hacía muchos días, pero esa tarde
no era sólo el ceño, también su boca estaba fruncida, las arrugas de su cara se habían
acentuado y su mirada, de por sí dura, se había convertido en un cuchillo de
pedernal. Luego de varias notificaciones indicando su jubilación, que no habían
surtido efecto, la última que había recibido hacía una semana iba definitivamente en
serio.
Le parecía imposible, luego de tantos años, luego de toda su vida entregada a la
enseñanza de sus queridos niños, que le dijeran sin más ni más que ya era suficiente
y que se fuera a descansar, ¿qué sabían en esa oficina, donde ni siquiera la conocían
sino a través de lo que el inspector iba y contaba, cuándo era suficiente? Mientras
EL PASAJERO
Muchas personas piensan que exagero cuando digo que manejar un taxi es la mejor
forma de conocer a las personas. Y es que conoces de todo; tal vez más a la clase
media, pero también de repente algún riquillo a quien se descompuso el coche o debe
hacer uso de los servicios de un taxi por cualquier otro motivo, y algunas veces
personas tan pobres que, la verdad, da vergüenza cobrarles. Tiene uno la oportunidad
de platicar con ellos, saber un poco sobre su vida, sobre lo que hacen y sobre cómo
piensan.
*****
Tardé mucho tiempo en relacionar con este pasajero lo que me empezó a ocurrir
después. Con frecuencia, al ir circulando por las calles, atento por si alguna persona
me hacía la parada, algunas personas me daban la impresión de estar esperando un
۞۞۞
EPÍLOGO
*****
Mi propio fantasma
Una de las vivencias personales más intensas para mí ha sido el año que trabajé en el
Museo Poblano de Arte Virreinal, hoy San Pedro Museo de Arte. Tanto que, de
modo algo –o bastante– cursi, suelo decir, cuando invito a alguien a visitarlo, que
miren bien por todas partes por si ven extraviada en algún rincón, empolvándose, la
mitad de un corazón: es el medio corazón que ahí dejé.
En vista de ello, puedo agregar que si alguien que me conoce me encuentra de pronto
en ese bellísimo lugar, dando visitas guiadas y contando historias de fantasmas,
seguramente no soy yo. Lamentablemente y por causas ajenas a mi voluntad, ya no
trabajo ahí. Sin duda, se trata entonces de mi fantasma. Pero no se asusten, pues no
creo que mi fantasma pretenda espantar a nadie, sino tan sólo recuperar ese medio
corazón que me pertenece.