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El perfil de los agresores sexuales

Por J. A. García Andrade

En más de una ocasión he manifestado que es preferible ver a una mujer


viva violada, a la que tuviera que asistir en mi despacho de forense, que
estudiarla en la mesa de autopsias por haberse defendido de un violador.
En toda violación hay un momento en que la vida de la víctima corre peligro
de muerte, pues el violador, en la mayor parte de los casos, cuando actúa
lo hace como un perverso sexual que puede ver peligrosamente potenciada
su agresividad por la resistencia de la mujer. En él prima más el poder que
el sexo, y cualquier resistencia que tenga que vencer le estimula en su
patología cada vez más y más, en la búsqueda insaciable de un placer que
no llega.

De todas las violadas a las que tuve que estudiar en la mesa de autopsias
resalta el caso de una mujer de dieciocho años cuyo cadáver fue
abandonado a varios metros de la carretera con múltiples lesiones
traumáticas que tuvieron que ser minuciosamente estudiadas, ya que,
cuando el violador fue detenido, adujo que ella, al asustarse, se tiró del
coche en marcha (como años más tarde haría otra muchacha violada, si
bien en este caso, afortunadamente, la víctima no murió, aunque resultó
con importantes lesiones en las nalgas, que se arrasó al caer
aceleradamente sobre el asfalto tras saltar desde el portaequipajes del
coche para salvar su vida). La autopsia de la primera víctima puso de
relieve que las lesiones no eran por caída, ni por caída acelerada, aún
cuando sí hubo arrastre, ya que ella en su resistencia impulsó al agresor a
apartarla más de la carretera para que sus voces de auxilio no fueran
escuchadas por ningún otro automovilista. Las lesiones perigenitales eran
muy explícitas, pero no por penetración ni desfloramiento, sino por vencer
la resistencia que con los muslos cerrados ofreció la pobre muchacha.
Además, fue golpeada repetidamente con piedras que llegaron a desfigurar
su cara, acto cuyo objeto era retrasar o imposibilitar su identificación. Todo
ello, junto a la sangre y el destrozo de los vestidos y la ropa interior, daba al
cadáver el aspecto patético de haber mantenido una lucha dramática, que
mantuvo no sólo para defender su honestidad, sino también su vida.

La diferenciación entre una violación seguida de muerte y un accidente de


tráfico no ofreció grandes dudas, aún cuando hubo que afinar en el
diagnóstico diferencial. En aquella época no se realizaba aún el análisis de
ADN en el semen, lo que ha supuesto un gran avance, hasta el extremo de
poder establecerse grupos distintos de semen cuando es más de uno el
violador, de manera que es posible adscribir incluso cada ADN a cada
sospechoso.

Al hablar del perfil psicológico del violador debería más bien decirse de los
violadores, ya que no existe un solo tipo de agresor sexual, sino que la
figura comprende un amplio espectro de conductas desadaptativas y
agresivas ante la mujer. Cuándo ésta agrede al varón, hecho más
frecuente delo que podría creerse, forma parte de otro gran capítulo de la
psicopatología sexual.

Existe un primer tipo de agresor sexual: el violador ocasional, que es una


persona convencionalmente normal, pero que en una determinada
circunstancia y ante una mujer bien diferenciada, y casi siempre
desconocida, bajo los efectos del alcohol en la mayoría de las ocasiones,
no pone en marcha sus frenos inhibitorios noéticos y da salida a un acto
violento en forma impulsiva e incontrolada que no suele repetir. Estos
sujetos se reinsertan con facilidad y no suelen suponer un gran riesgo
social, exceptuando el hecho aislado y ocasional a que dieron lugar de
forma totalmente imprevisible incluso para ellos.
En segundo lugar se encuentra entre los violadores el débil mental u
oligofrénico, que, por su situación de hambre sexual, busca a la mujer
para dar salida a sus impulsos, no importándole quién ni dónde sea, ni
siquiera si la víctima es una menor, lo que facilita las cosas, ya que con la
mujer hecha y derecha siempre se encontrará en inferioridad de
circunstancias, no físicas, por supuesto, sino en la propia dialéctica de los
sexos, en que siempre será vencido. Estos sujetos suelen dotar a sus
violaciones de una especial hostilidad ya que en ellos el acto se carga de
venganza, pues en no pocas ocasiones la mujer se ha reído de él y le ha
llamado tonto, lo que vivencia el débil mental como una espina irritativa,
nebulosamente concienciada, que le hace dolerse ante la afrenta de ser
despreciado.
En íntima relación con el segundo grupo se encuentra el perverso sexual,
personalidad psicopática de gran resonancia social y criminal. Hay que
distinguir el cuadro puro con los del débil mental disarmónico de carácter
psicopático y del psicópata sexual con escasa dotación intelectual, mezcla
que, cuando se da, aumenta de forma importante la peligrosidad del
violador, ya que el perverso sexual busca encontrar en la fuerza empleada
contra la mujer la seguridad de su sexualidad precaria y pobre, ante la que
necesita autoafirmarse. Esta es la razón por la que la resistencia de la
mujer estimula su agresividad, siendo éste el motivo del alto riesgo del
perverso sexual, en el que los elementos sádicos determinantes de sus
actos no son superdisponibles, propiamente, a la violencia vindicativa del
oligofrénico, aunque en algunos casos puedan darse de forma conjunta y
mezclada.

Un caso realmente sugerente fue el del "violador del antifaz", un sujeto de


veintiocho años de edad, estudiante todavía de tercer curso de Físicas y
portador de un estrabismo, circunstancia que le acomplejaba en peculiar
manera, aun cuando fue operado en la infancia y sometido a psicoterapia.
Esta, ciertamente, no le sirvió de mucho, ya que ocultaba sus auténticos
problemas al terapeuta, el cual ponía todo su acento en la separación de
los padres como causa de sus alteraciones psicopatológicas. Su ansiedad
e inmadurez le llevaban al extremo de asaltar a mujeres con una navaja en
búsqueda de un coito rápido, fugaz y temeroso, refugiado tras una máscara
hecha con unas bragas y cubriendo sus manos con guantes.
José Luis era básicamente un sujeto que sufría un trastorno histérico de la
personalidad constituido por una afectividad superficial e inestable que
necesitaba de constante aprecio y notoriedad. Ello aportaba a su conducta
un marcado carácter teatral, que le facilitaba la neurotización de su
comportamiento al someter su personalidad a tensiones emocionales.
La peculiar relación con la figura tutelar femenina impidió la maduración de
su sexualidad, fijándola en un estadio infantil en el que vivenciaba el sexo
opuesto como algo hostil, castrante y temeroso. Así se entiende el valor
simbólico de su antifaz, los guantes y la navaja, y podemos comenzar a
entender la dinámica de sus actos, pues sin la interpretación psicodinámica
todo resultaría incomprensible y aberrante.

El fetichista utiliza objetos que le puedan estimular sexualmente, pero en


este caso no sólo le excitaban los fetiches, sino que además, los integraba
en sus actos. Nos estamos refiriendo a las bragas que utilizaba en los
hechos como antifaz, y que el informado refirió como de una muñeca. Sin
embargo, en realidad el uso de esa prenda se correspondía con un
travestismo fetichista, pues eran las bragas de la madre, con la que se
identificaba hasta esos extremos, de tal manera que solo podía realizar el
acto sexual a través de la vagina materna. Por supuesto, esto no suponía
que realmente la prenda perteneciera a la madre, bastaba con que José
Luis la vivenciara como tal, por supuesto a nivel inconsciente. Ahora bien,
todo ello tenía un precio muy alto: no sólo la neurotización de su
personalidad alterada, sino también su aversión al sexo, razón por la que
utilizaba los guantes, ya que el sexo, en su fuero interno, era algo antiético,
lo que explica que su sexualidad fuera pobre y escasa, salvo cuando
utilizaba la violencia.
No tenía novia, no "conocía" a la mujer en el sentido bíblico y de forma
global, y sus masturbaciones eran muy escasas y carentes de orgasmo en
muchas ocasiones. Todo ello suponía que, psicopatológicamente, fuera
impotente y precisara un falo auxiliar, la navaja, la cual le permitía el
acceso rápido, más o menos completo y violento, a la mujer. Sin el arma
blanca no hubiera podido mantener una erección suficiente para la
sexualidad, que él vivenciaba no como donación y entrega, sino como
autoafirmación, para lo que precisaba la vagina de la madre y un falo
auxiliar. Y todo ello, por supuesto, con la falta de erección íntima que
suponía la práctica de sexo, del que se alejaba con los guantes, pues sin
ellos la vivencia sexual hubiera sido muy próxima y contaminante, pero en
su caso la más peligrosa de las contaminaciones sexuales: la madre. La
caricia de la pareja con las manos había perdido todo significado de
aproximación y contacto; la sola idea desencadenaba en él un peculiar
rechazo.

El perverso transforma la dialéctica sexual (medio para alcanzar el pleno


encuentro de la pareja) en un fin, ya que el encuentro para él es la lucha, el
dominio y el poder; nunca la entrega ni la donación del amor. De ahí que
estos sujetos, al igual que los débiles mentales, sean difícilmente
resocializables, y que sólo pongan fin a su carrera de sexo inútil y violento
con la edad, la cual, por razones obvias, atempera sus impulsos sexuales,
ya de por sí pobres y escasos. Esta es la razón por la que tantas veces
precisan el estímulo del alcohol, las drogas o, lo que es más peligroso, el
grupo, que potencia el anonimato, la regresión, y por tanto el primitivismo y
la barbarie.

Últimamente ha hecho su aparición otro tipo de violador que parecía


superado en la historia de la humanidad. Ello se debe a que el hombre, a
pesar de la cultura y la civilización, no ha terminado de despojarse de sus
mitos, del miedo a lo distinto, a lo diferente, a lo nuevo, del misoneísmo de
nuestros clásicos y de la xenofobia. Así, ha vuelto a aparecer entre
nosotros el violador fanático, esta vez en Bosnia. Y es que el racismo,
cuando llega a sus últimas consecuencias, llega también a la violación para
lavar la raza y la sangre, cuando puente a lo monolítico, a lo estable, a lo
permanente, a través de la idea sobrevalorada de la raza pura, criterio bien
alejado, por supuesto, del rapto de las sabinas y del mestizaje como
expresión de apertura y progresismo.
Todo lo anterior permite contemplar al violador como negador de la libertad,
elemento esencial del encuentro, del trato-con, del contrato sexual y
amoroso de la pareja, y en su negación van a influir no sólo factores
tóxicos, sino también de inteligencia, de emoción alterada, y
socioculturales, de intolerancia y racismo.

Se habla últimamente del aumento de las violaciones, hecho que supone


una contradicción con la mayor libertad sexual de estos últimos años. Ello
me llamó la atención ya en mi época ibicenca; la posibilidad de mantener
relaciones amorosas con las turistas no era difícil y, a pesar de ello, una
muchacha de la isla fue salvajemente violada por un payés que le puso un
saco en la cabeza para que no le reconociera, la ató con cuerdas las
extremidades a los arbustos del lugar y, en su precipitación, la hirió en el
vientre con la navaja que llevaba al romperle las bragas para penetrarla.
Después del forzamiento se fue por el monte, escondiéndose por miedo de
haber sido reconocido. De madrugada llegó a la ciudad y esperó,
escondido en las escaleras del Juzgado, a que éste abriese para
entregarse, huyendo de sus vecinos, que sabía le estaban buscando, y a
los que temía con razón, pues el precio de la violación era allí muy alto,
como en las prisiones, precio que aumenta en relación directa con los
valores de la defensa del honor ultrajado.
Es decir, que, a pesar de las grandes posibilidades que ofrecía Ibiza para la
relación sexual en cualquiera de sus formas, ello no evitaba la violación; es
más, es posible que la incentivara, pues, como he dicho, se trata de una
lucha, en la que no hay donación, sino que, en el encuentro sexual, prima
el poder y, por tanto, la pérdida de la libertad del otro, de modo que
cualquier circunstancia externa que favorezca la libertad de la mujer
aumenta el impulso a la agresión.

Es estos últimos años se ha producido un hecho de gran trascendencia,


que ha tenido su reflejo no sólo en un aumento de la violación, sino en la
alteración de las pautas de comportamiento de la pareja, y es que la mujer
ha logrado su plena libertad, no por causas políticas, religiosas,
económicas o sociales, sino precisamente a través de la medicina; y es
que, por primera vez en la historia de la humanidad, la mujer ha podido
controlar la natalidad a su antojo, a través de anticonceptivos. Y no me
refiero a los preservativos, cuyo uso supone la aceptación voluntaria por
parte de los dos componentes de la pareja, sino a los prostágenos, que
puede utilizar ella cuando quiera, con conocimiento o no del varón, que ya
podrá esforzarse lo que quiera en "preñar" a su compañera, que si ella no
lo acepta y no deja de tomar los anticonceptivos todo será inútil. Es decir,
actualmente es ella la que aceptará o impedirá su natalidad, que era el
gran temor de las mujeres de generaciones anteriores y la amenaza que
esgrimía el varón ante las actitudes de la mujer; ello, además, le ha
permitido ser igual que el varón, tener o no descendencia a su antojo y
desentenderse de las posibles consecuencias de un coito, de la gran
amenaza del embarazo que tanto frenó a nuestras abuelas.

Al fin, la mujer es libre, pero no gracias a las ideologías, pues son más bien
éstas las que han cambiado gracias a la medicina. Y digo gracias porque la
libertad siempre debe perseguirse y utilizarse en aras de la autenticidad de
la realización del sujeto como persona. Pero esta libertad de la mujer,
evidentemente, no es tolerada por el violador, que en el fondo es un
machista frustrado, impotente y degradado.
Los anticonceptivos han permitido a la mujer ser más activa sexualmente, y
por tanto olvidar sus temores a las maternidades no deseadas, pudiendo
así dedicarse con más plenitud a un sexo más gratificante para ellas, lo que
les estaba vedado. Esta actitud asusta mucho a los hombres, ya que
pierden la dirección del encuentro y no aceptan que la verdad del mismo no
radica en la imposición machista o hembrista, sino en la unión libre, total e
íntima de la pareja, lo que supone, sin duda, el gran hallazgo de estos
años. La negación de tal hallazgo lleva a la impotencia y a la frigidez, y ello
a la perversión sexual y a la violación, como acto compulsivo de un poder
erotizado sustitutivo del auténtico amor.

La perversión sexual, por tanto, es aquella que no sigue los elementos


constitutivos formales de la función, en este caso la sexualidad, que no solo
es procreativa, sino también de proyección, protectora de la descendencia
y de la comunicación interpersonal; debe ser íntima, completa y libremente
aceptada por los dos miembros de la pareja. De ahí que la pedofilia (la
relación sexual con niños) sea una perversión psicopatológica, pues el
impúber no es aún libre para aceptar las maniobras a que, por definición,
es forzado, violencia a la que se unen el miedo, el asco y no pocas veces el
dolor, por razones obvias.

La pedofilia es por tanto uno de los trastornos psicosexuales más


profundos y graves, ya que la atracción por los niños suele adoptar un
carácter progresivo. La relación con la mujer adulta conlleva un tipo de
comunicación dialéctica que el pedofílico es incapaz de sostener y ante la
que se siente inferior, inferioridad que se expresa en forma de impotencia.
La niña o el niño (pues también se da la pedofilia homosexual), al no
"exigir" condiciones completas de virilidad y potencia en la relación,
"permiten" al perverso realizar un tipo de acto sexual pobre, vicariante e
incompleto, elementos que le autoafirman en una supuesta hipersexualidad
que, sin embargo, es primaria, regresiva y de excasa dotación. Es
precisamente por esta precariedad por la que el pedófilo adquiere su alta
peligrosidad, haciéndole entrar en una trágica escalada en que cada vez
busca mayores estímulos para obtener algún tipo de respuesta. Así, no es
extraño que inicie su actividad por la más inocente de las sexopatías: la
exhibición de los genitales, que se inicia con mujeres para continuar con
niñas, pues las primeras terminan por no asombrarse, asustarse o
asquearse ante esa exhibición patética, ridícula y decadente del pene.
En esta primera fase de auténtico anonimato sexual, en la que incluso la
relación es apersonal, pues no existe más contacto que la mirada a la que
pretende erotizar el exhibicionista, el riesgo para la víctima es mínimo. Pero
como los fines no suelen conseguirse, se suele dar un paso más, que lleva
al acoso sexual y a los tocamientos para, mediante esta parodia de
propaganda, autoconvencerse de sus grandes dotes sexuales. Ante el fallo
de la propaganda, se pasa ya al acto de la fuerza, pues la violación es la
erotización del poder, el cual sustituye a un falo y exige el estímulo del
dominio ante su escasa respuesta sexual. De la violación de la mujer, cada
vez menos asequible a estos sujetos castrados por la imagen de la vagina
de la hembra adulta, se pasa a la búsqueda de una nueva víctima sin
riesgo de castración y en fase asexuada, como es la niña, con la que se
intentan actos más violentos que libidinosos.
La muerte de la víctima, cuando surge, no es inicialmente buscada, pero
tampoco rechazada. Forma parte de la parafernalia dramática del
pedofílico, cuya "conciencia social" no le permite dejar testigos de su
precaria actuación, pues en el fondo su pobreza sexual le avergüenza y
humilla.

La biología, que no la ley, impone su norma a estos sujetos, ya que su


escasa dotación sexual acelera precozmente su final en una tragicómica
andropausia, y esos embriones sexuales que venían manteniendo desde
hacía tiempo acaban en un marasmo sexual que limita su conducta
libidinosa. Conviene resaltar, no obstante, que estos pedofílicos no son
superponibles al llamado coloquialmente "viejo verde", que es otro
personaje, tanto en su origen y motivaciones como en su comportamiento.

El último paso que se da en esta escalada de la perversión es la necrofilia,


en la que el perverso ya no busca ningún tipo de respuesta, es más, no la
desea, se relaciona con el cadáver en un inútil esfuerzo final de
convencerse a sí mismo de su gran potencia sexual. Las referencias que
me aportó "el Arropiero", uno de los criminales más carismáticos de
España, eran alucinantes; en algunas ocasiones afirmó haber mantenido
relaciones sexuales con sus víctimas mezclando en un infernal carrusel la
homosexualidad de cualquier tipo, la violación, el sadismo y la necrofilia.

VALORACIÓN PENAL DEL VIOLADOR

Creo importante que exista la posibilidad de incentivar a los reclusos con la


obtención, lo más pronto posible, de su libertad, o incluso que puedan
disfrutar, en su auténtico significado, de permisos ocasionales de fin de
semana, pero cuando ello sea un beneficio del que haya que hacerse
acreedor, no un cumplimiento sistemático de carácter administrativo, y por
supuesto en presos comunes, pues, aunque esto parezca un contrasentido,
el violador, el pedofílico y el sádico no son nunca presos comunes, aun
cuando sean responsables de sus actos. Y no son comunes porque su
reclusión debiera considerarse no como una pena, sino como un
tratamiento. O, al menos, y cuando ello no sea posible, como una
prevención, pues las posibilidades de reincidir son muy elevadas.
Según mi experiencia personal con más de ciento noventa sexópatas o
sexodependientes delincuentes, reinciden más del 77 por ciento,
descendiendo esta posibilidad al aumentar la edad, la cual constituye un
importante factor de riesgo en relación inversamente proporcional con la
peligrosidad, junto a otros supuestos que hay que valorar: cociente
intelectual, valencias psicopáticas, consumo de drogas, familia
cohesionada o no, disposición futura de la pareja, etc.

Las consideraciones anteriores suponen, en definitiva, que, aunque el


delincuente sexual no sea en sentido estricto un enfermo mental, sí precisa
ser sometido a tratamiento, al igual que el drogadicto, incluso contra su
voluntad, pues su enfermedad es la patología de la libertad. Los Estados
parecen no estar por esta labor, y creen que es más económico dejar que
los delincuentes evolucionen a su aire o privarles compulsivamente de
libertad que tratarles, aunque en la mayoría de los casos sea un intento
inútil.
Ello quiere decir que los permisos de salida, las libertades, los podrá
obtener el sexópata cuando su trastorno lo permita, y no antes, aun cuando
conozco la inquietud de los juristas ante la indeterminación de la pena. Y es
que precisamente a estos sujetos no se les debe considerar como reclusos
comunes. De ahí mi afirmación anterior y, por supuesto, añado que a la
patología no se le puede fijar un tiempo; ello es absurdo, como sería
absurdo cuantificar el tiempo que debe durar un tifus o una tuberculosis.
Sin embargo, la ley cuantifica en tiempo una condena con la que se
pretende serenar las conciencias, aunque ello permita dejar en libertad a
asesinos que reincidirán en su conducta criminal.

Así, es preciso modificar la ley, para que los jueces, los magistrados y la
sociedad en general no caigan en la trampa de sus propias normas,
viéndose obligados a dejar salir a estos reclusos a la calle de forma
prematura y cuando aún no están en condiciones para ello. Esta situación,
además, pone de relieve un viejo dicho de la psiquiatría forense, y es el de
que en épocas normales el psicópata está controlado por la sociedad,
mientras que en épocas de crisis es la sociedad la que se ve manipulada
por los psicópatas, siendo tal vez ésta la razón por la que parecen haber
aumentado estos delitos en los últimos tiempos, ya que los autores no
están suficientemente custodiados y tutelados por la ley, que les concede
beneficios que no están en condiciones de disfrutar.
Los beneficios penitenciarios no deben darse sistemáticamente, sino de
forma estudiada y meditada, particularizando y personificando cada paso a
través de un estudio pormenorizado a cargo de un grupo de expertos que,
como ya he referido en otras ocasiones, debería estar compuesto de un
psiquiatra, un psicólogo, un criminólogo, un sociólogo, un educador y un
penalista. Estos emitirían un juicio de valor sobre la peligrosidad psicosocial
del interno y lo remitirían al juez, el cual a su vez estaría asesorado por el
médico forense de su Juzgado.
Este sistema reduciría el riesgo de la reincidencia y evitaría conceder la
libertad a todos aquellos sujetos que no han conseguido su propia
liberación (aunque, por supuesto, el acierto o error no llegaría nunca al 100
por ciento), pues, en definitiva, cada hombre debe ser el hacedor de su
propia historia, la cual debe enmarcarse en un contexto ético, maduro y
libremente aceptado. Los propios gobiernos deben favorecer estos
procesos a través de instituciones adecuadas, bien dotadas y gestionadas,
sin caer en ese eufemismo estúpido de nuestra actual sociedad que
concede la "reducción de penas por el trabajo", cuando no es el sitio más
adecuado para el establecimiento del ocio enriquecedor, sino que más bien
es allí donde surgen precisamente gran número de las alteraciones
conductuales por la patología del ocio, las cuales hacen oscilar a los presos
entre la exaltación incontrolada y el tedio desolador cuajado de depresivo
aburrimiento.

LA VIOLENCIA FEMENINA

Es cierto que la violencia de la mujer hacia el hombre es excepcional y


jurídicamente indemostrable, como las denuncias en dos ocasiones
distintas que sendos padres de muchachos débiles mentales hicieron sobre
sus vecinas, a las que acusaron de haber violado a sus hijos, en un
auténtico abuso de la libertad sexual, al entender que la condición
patológica de sus hijos, con índices intelectuales precarios, no les permitía
conocer, discurrir y futurizar el alcance del coito al que les había lanzado
esas dos mujeres, ya maduras y no muy agraciadas.
La otra violencia, que no violación, de la mujer sobre el varón, es más
habitual de lo que podría pensarse, y no me refiero al acoso sexual a que a
veces se ven sometidos algunos hombres, sino a la violencia que supone
muchas veces el ejercicio de la "vagina dentada", que castra
psicológicamente al varón, le maltrata o le hiere, dando lugar a secuelas
emocionales difíciles de superar y que a veces se realizan de forma
especialmente cruel a través de la ironía, la risa, la humillación o el
rechazo, con esa sutileza que tantas veces tiene la agresividad femenina.
No en balde las grandes envenenadoras fueron siempre mujeres,
conocedoras de los efectos tóxicos delas plantas y los fármacos.
Por supuesto "la vagina con dientes" es un término psicodinámico, y es
también psicodinámica la interpretación de la castración masculina a
manos de la mujer, lo que sólo excepcionalmente trasciende a los
tribunales de justicia, salvo en aquellos juzgados de familia en que se
tramitan los problemas de la pareja. Aun así, el hombre, avergonzado de su
situación, difícilmente denunciará una circunstancia que sólo suele quedar
en el secreto del despacho del psiquiatra. La sutileza de este tipo de
castraciones es tan inaparente que incluso pasan desapercibidas para las
propias mujeres castradoras, desconocedoras tantas veces de sus propios
actos, de sus intenciones y, por supuesto, de los resultados. El caso más
frecuente es, quizá, el de la castración materna, situación de la que
muchos hijos son incapaces de salir, de manera que permanecen
castrados incluso en edades avanzadas, llegando así a la Gran Madre, la
Tierra, que al final recibe los restos de su hijo inmaduro y dependiente.

Nota:

José Antonio García Andrade es titulado en Pediatría, Cirugía General,


Tisología y Medicina Forense y profesor de Psiquiatría Forense en la
Universidad Complutense hasta su jubilación, es el especialista más
veterano y reconocido de Medicina Forense en España.
Para más información, consultar sus obras: "Lo que me contaron los
muertos" y "Crímenes, mentiras y confidencias".

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