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patógenas enloquecedoras
Violeta apareció, con su marido, en la clínica, después de haber cancelado tres veces
nuestra primera entrevista. Parada en el consultorio, tambaleante, sobre-medicada por un
psiquiatra, sacó de su cartera un revolver sin balas, ante la expresión demudada de su
marido. Dijo querer matarse: «Así no puedo más, quiero morirme.»
Se la podía ver sometida e invadida por objetos internos enloquecedores y sádicos que
nos hacía sentir a cada instante: «Nadie pudo ni puede ayudarme. Vengo acá sólo para que
me ayuden a matarme.» Se la veía desesperada por salir de su encierro, interferida
permanentemente por la presencia constante de objetos enloquecedores intra-psíquicos.
En un momento habló el marido, resignado: «Tres internaciones, cuatro o cinco
analistas que siempre termina maltratando, depresiones que la llevan a estar en cama
meses, sin comer, rechazando todo tipo de ayuda. Yo quiero que Violeta vuelva a ser la de
antes, cuando vivíamos en París. Inteligente, brillante.» Durante su estadía en Francia
—que duró más de veinte años—, Violeta trabajó como jefa de prensa de diversas
productoras cinematográficas, actividad por la que siempre estuvo rodeada de intelectuales
y artistas plásticos.
Ahora no tiene amigos, se peleó con todos. Indagando un poco más descubrí que
Violeta, detrás de su aspecto frágil (temblaba de miedo), podía ser también soberbia, crítica
y despectiva, como su padre (a esto me referiré más adelante). Tuvo un solo hijo a los
cuarenta años y resolvió regresar a la Argentina, donde el marido hizo malos negocios y su
situación económica se vino abajo, junto con ella.
Violeta asistía a los grupos terapéuticos todas las tardes, y una vez por semana al
Grupo Multifamiliar, al que iba acompañada por su marido y su hijo. Yo la veía
individualmente dos o tres veces por semana. A veces, ninguna. En ese momento me parecía
que los grupos podían servirle más.
A pesar de su inteligencia, Violeta tenía una gran dificultad para escuchar, y para
conectarse consigo misma y con los demás. Debemos comprender el sentido de pánico que
subyace a esta expresión patológica de Violeta, y que se puede, también, observar en otros
pacientes.
Violeta se sintió exigida toda la vida; sus padres, especialmente, daban siempre por
sentado que era brillante. Pero nunca fue premiada ni reconocida. Actuaba con una
auto-exigencia desmedida y ejercía la misma exigencia sobre los demás, tal como habían
hecho con ella. Podemos imaginar que los gestos espontáneos de Violeta tampoco fueron
reconocidos ni aceptados, dadas las características rígidas de sus padres.
De esa manera, le costaba creer y reconocer las manifestaciones de cariño de los otros
hacia ella. Actuaba así de una forma paranoide, frente a un chiste o un gesto de cariño.
Esta forma de actuar la volvía insoportable para los otros, que terminaban atacándola con
cierto sadismo, alimentando así su masoquismo, lo que aumentaba a su vez sus rasgos
paranoides.
Violeta funcionaba desde identificaciones rígidas y patógenas, que no le permitían
tomar contacto con su sí-mismo ni con su realidad interna. Esto le impedía aceptar nuestra
Violeta hablaba con voz gangosa y demandante, y decía que nunca se iba a curar, que
nadie pudo hacer algo por ella. Su funcionamiento mental era irracional y compulsivo. Sus
pensamientos no eran verdaderos pensamientos. Sus palabras eran para no comunicar
nada. Solíamos quedarnos más de dos horas intentando hacer una descripción de lo que
creíamos estaba sucediendo.
Los demás pacientes, y también nosotros, caíamos en la trampa de las recetas: «Vos
tendrías que hacer esto, o si no, esto otro», dando indicaciones inútiles a esa compulsión a
la repetición exasperante, sin tomar en cuenta que esta resistencia era una necesidad sana
que busca reparación.
Si pensamos la compulsión a la repetición en la resistencia como un potencial sano
virtual, estaríamos actuando como el matrimonio de El fantasma de Canterville [1], de Oscar
Wilde, que al encontrar los signos destinados a aterrarlos, reaccionaron de manera
sorprendente para el fantasma: en lugar de gritar ante las manchas de sangre, las
limpiaron alegremente con un quita-manchas; los crujidos espectrales los resolvieron con un
poco de aceite. Esta naturalización del horror desarmó al fantasma, que se tuvo que ir.
Es inútil tratar de ‘hacer entrar en razón’ y ‘querer tener razón’ ante un paciente de
estas características, de la misma manera que lo es querer hacerlo con un niño pequeño.
Solamente restaba acompañarla en su desamparo, enmascarado por una aparente
omnipotencia.
Pocas veces se habla del sufrimiento psíquico atroz que padecemos los seres humanos.
Alimentado desde la infancia, este sufrimiento permanece intacto hasta la edad adulta. Si
no es detectado por los mayores, llega un momento en que los pacientes como Violeta llegan
desahuciados, con una pistola en la mano, para terminar con este dolor. Si no existe un
interlocutor válido que permita al sufriente salir de esta situación intolerable, donde está
incluida la situación traumática, el paciente se retira con indiferencia, rechazo o la muerte.
A veces caemos en «querer hacerles ver» a los pacientes una realidad intolerable.
Paradojalmente, ignoramos el sufrimiento que para ellos implica esa realidad. Apoltronados
en nuestros sillones, no tomamos en cuenta la falta de ‘recursos yoicos genuinos’ del que
padece y pide, como puede, ser exorcizado de los seres inadecuados que habitan su aparato
psíquico.
Los reproches vengativos y los reclamos compulsivos, inherentes a la compulsión a la
repetición, resistencia, reacción terapéutica negativa, son aspectos que, si no los vemos
como necesidades sanas que buscan reparación, nos llevarán a ver al paciente como un ser
1
Wilde, Oscar: Obras Completas, Editorial Aguilar, Madrid, 1964.
El acting out es un lenguaje de acción normal en los niños. Interpretar el acting out
como una manipulación, sin ver el sufrimiento psíquico subyacente generaba más sadismo
en Violeta. Las «actuaciones» son necesarias para favorecer el crecimiento. En el desarrollo
normal del niño, las conductas son primero actuadas y, más adelante, según García
Badaracco: «interiorizadas en forma de pensamiento sin acción exterior» [2]. Todas son
conductas que incluyen un cambio, en el sentido de que son etapas para salir del
narcisismo, del autismo, hacia una relación objetal más sana.
El bebe y el niño pequeño tienden naturalmente a fusionarse y a simbiotizarse con la
madre; esto es indispensable para su crecimiento. La omnipotencia infantil normal es un
mecanismo sano, por medio del cual el bebé utiliza los ‘recursos yoicos’ del otro, para poder
enfrentar frustraciones y conflictos que encuentra en su camino. Si la madre no se presta
incondicionalmente en este sentido, el sufrimiento será cada vez mayor y, lo que es más,
quedará enmascarado como mecanismo defensivo, por el odio y el resentimiento que
devienen de esta situación penosa. Si la función materna no se presta incondicionalmente
en este sentido, quedaran como núcleos escindidos del Yo que regresarán en la patología
mental adulta, pero esta vez cargados de reclamos y reproches. Estos son los aspectos sanos
que hay que rescatar de la enfermedad mental.
Vuelvo a Violeta. Ella tuvo cuatro analistas, a los que había logrado confundir a través
de su inteligencia y comprensión intelectual. Repetía interpretaciones edípicas muy precisas
de sus anteriores análisis cuando, en realidad, su relación pre-edípica con sus padres había
permanecido intacta. Tuvo una madre sufriente, depresiva e histérica, que la arrancó,
literalmente, de los brazos de su padre y se la llevó a vivir a otro país. Su único sostén fue
una abuela —la madre de su madre—, con quien Violeta contaba en todo sentido.
Inesperadamente, y esta parte de la historia no queda nunca del todo clara, la abuela se fue
sin previo aviso, luego de un desmoronamiento económico. Violeta quedó a merced de esa
madre invasora y depresiva, que le decía continuamente: «Sos la razón de mi vida.» Y eso
era Violeta: solamente la razón de la vida de la madre. Y también la madre era la razón de
la vida de ella, como único veneno indispensable para sobrevivir. También le tiró su trapito
—objeto transicional— adorado, con el cual dormía todas las noches y llevaba a todas
partes. «Tiren esto que es un porquería», dijo su madre al hacerlo.
Violeta, como diría García Badaracco, se quedó frente a la situación aterradora y
paralizante de «depender de» y «necesitar a», cada vez más, un objeto que es enloquecedor,
que conduce, como única salida, a una identificación patógena con el mismo. La madre,
divorciada emocionalmente de su marido, y también el padre, al no tener ninguno de los
2
García Badaracco, Jorge E. [1982a]: Biografía de una esquizofrenia, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires,
capítulo 15, página 300.
García Badaracco, Jorge E. [1989a]: Comunidad Terapéutica Psicoanalítica de Estructura Multifamiliar, Julián Yébenes
Editores, Madrid, capítulo 7, pág. 253.
Cuando Violeta le decía a su madre que se sentía mal, ésta, igual o más necesitada que
ella, le respondía que se sentía peor. Una madre con estas características no puede aportar
nunca ‘recursos yoicos’ para el crecimiento de un sí-mismo. Así, Violeta se sobre-adaptó, o
mejor dicho se adaptó a esa modalidad. Dejó de ser niña muy precozmente, y no volvió a
pedir. Muchas veces se sentía mal, y solita bajaba de su cuna y vomitaba en el baño.
También se desmayaba frecuentemente, y salía del desmayo de manera espontánea, sin que
nadie hubiera reparado en ella. Cuando, luego de mucho tiempo, visitó a su padre, Violeta
recuerda que éste la erotizaba tocándola, mientras le decía: «En que linda mujercita te has
convertido.» Tampoco hubo la inclusión de un tercero que advirtiera o percibiera la soledad
inimaginable de Violeta.
Los únicos momentos gratificantes que recuerda son cuando iba a una Colonia de
vacaciones alemana cuando vivía en París. Caminaba por la montaña y se sentía libre,
rodeada de sus amigas y en comunicación con la naturaleza. Más adelante, avanzado su
tratamiento, me confesó que recién en ese momento había experimentado otra vivencia
unida a ese recuerdo. Me dijo que se daba cuenta que ella caminaba por las montañas como
una forma de calmar una angustia que la acompañó toda su vida.
La madre de Violeta oscilaba entre ser sufriente o, como le decía su hija, víctima
profesional o «una super woman que manejaba una empresa siderúrgica importante,
gritando despóticamente a sus empleados».
Violeta comprende hoy en día por qué se quedó sin amigos en París. Cuando se recibió
en la Sorbonne, y era ya jefa de prensa, también oscilaba entre estar en la cama,
demandante y con deseos de morirse, y en maltratar descalificando a todos los que la
rodeaban.
Se casó, sin estar enamorada, para que alguien la cuidara. Su marido era bondadoso
como una madre buena, pero igual o más necesitado que ella. Al poco tiempo ya extrañaba
a su madre, que vivía a dos cuadras. Nunca perdió la esperanza de que si volvía la podría
cuidar de otra manera. Por ese tiempo quedó embarazada de un amante heroinómano, y su
padre llevó una partera a su casa para que le hicieran un aborto. Violeta estaba
embarazada de cuatro meses, aunque no se había dado cuenta. De ese aborto, realizado en
pésimas condiciones, tiene el recuerdo más sangriento: recuerda mucha sangre y terror.
Retomó la terapia con un analista que no pudo ver la Violeta niña y, ante sus reclamos
incesantes, le dijo: «Usted esta llena de odio y quiere una reivindicación; está pidiendo que
alguien le pague los pagarés que usted cree que le adeudan. Pero eso no la lleva a ningún
lado, renuncie a los pagarés porque nunca le serán devueltos». Violeta tomó esto al pie de
la letra y no solamente sintió que sus demandas jamás serían atendidas, sino que esa
renuncia era casi como renunciar a su vida, a su sí-mismo. Ese mismo día dejó a su
terapeuta, y cayó en una depresión severa que terminó con su internación.
Parecía que el analista se hubiera vuelto en contra de sí mismo y le hubiera dicho:
«Renuncie a mí porque yo no le voy a dar nada.» La compulsión a la repetición de Violeta
fue vista por el analista como una pulsión auto-destructiva, y no como una necesidad sana
de la verdadera Violeta, que buscaba, en realidad, obtener de su terapeuta lo que no obtuvo
de sus padres. También Violeta clamaba, desde sus identificaciones patógenas con esos
objetos enloquecedores, y con un manejo yoico inadecuado de los mismos, encontrar
Me parece importante señalar que el trabajo con estos pacientes nos permite ver que la
enfermedad mental está siempre referida a un otro, y que si trabajamos pensando al Otro
de esta manera nos aliviaremos, y aliviaremos a nuestros pacientes desde nuestra
contra-transferencia, al ver salud donde muchos ven enfermedad. Esto lo quiero subrayar
nuevamente: la transferencia como resistencia, la compulsión a la repetición, la
omnipotencia con que se sostienen los síntomas, la reacción terapéutica negativa, son
aspectos sanos virtuales. Es tarea del analista poder ver a través de estas máscaras.
Violeta había quedado entrampada en una interdependencia patógena con sus padres.
La madre necesitaba de ella para salir de su sufrimiento y Violeta, identificada con esa
madre, también la necesitaba para desarrollar su potencial sano. En este choque de
sufrimientos sin recursos, ambas sucumbieron a la enfermedad.
3
García Badaracco, Jorge [1991a]: «Conceptos de cambio psíquico: aporte clínico», en Revista de Psicoanálisis, 1991,
XLVIII:2, págs. 213-242.