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PARS DESTRVENS
“El método adoptado en los centros italianos para enseñar las lenguas clásicas es el más
dificultoso y el menos productivo; es poco útil para llegar a conocer la lengua, y es
menos útil aún para conocer el espíritu literario; en la base de este fracaso se encuentran
dos errores de fondo: el primero, más grave y más frecuente, y por tanto del que se
escuchan más lamentaciones, consiste en empezar inmediatamente con la enseñanza
sistemática de la gramática para iniciarse en el conocimiento de la lengua, y en
continuar luego insistiendo en ello como si en el aprendizaje de sus reglas y en el
ejercicio repetitivo para aplicarlas consistiera toda la razón de ser del estudio de la
lengua, o incluso la esencia misma de la lengua. El otro error, también frecuente, pero
menos generalizado, consiste en ampliar, más allá de los conocimientos y necesidades
propios de la enseñanza secundaria, la erudición filológica y el análisis gramatical,
morfológico y sintáctico, de la palabra, de la frase, del período, de manera que la
palabra per se se convierta en el objetivo principal de la instrucción lingüística”.
Hace algunos años tuve la gran suerte de asistir a una conferencia pronunciada
en el Instituto Italiano para los Estudios Filosóficos de Nápoles por el nunca
suficientemente llorado Luigi Firpo. Cuando nos disponemos a verificar las
competencias de nuestros alumnos de instituto, decía más o menos Firpo, nos
encontramos en la misma situación que un directivo de una empresa que, necesitando
una secretaria que sepa inglés, publica un anuncio en el periódico. Al día siguiente se le
presenta una señorita, que sostiene –avalando con documentos su declaración– haber
estudiado el inglés durante cinco años, haber asistido a clases de inglés unas cinco horas
a la semana, y haber estudiado esa lengua en casa una hora durante todos esos años. El
industrial, contentísimo, está seguro de haber encontrado una experta, que domina
realmente el londinense como su propia lengua materna. Así que, sólo por el gusto de
escuchar la pronunciación británica, que imagina perfecta, le pide a la simpática señorita
que hable un poco en inglés. Aquella, por toda respuesta, indignada, lo mira como a un
bicho raro, y con cierto aire de irritación sostiene resueltamente que ella no ha oído
jamás decir, en sus cinco años de estudio, que se pueda llegar al nivel de poder hablar
un buen inglés, si uno no ha nacido en Inglaterra. “Perdóneme, señorita –replica el
potencial patrono– ¿pero si estuviese aquí un inglés para hablar con nosotros, usted
podría hacerme de intérprete y traducirme sus palabras?” “¡Ni lo sueñe! ¿Pero no se da
cuenta que sus exigencias son inverosímiles?” “¿Sabe escribir cartas en inglés?” “¡En
absoluto! Sería una operación incorrecta, que daría lugar a una lengua artificial, tachada
de extraña por los hablantes nativos.” “¿Pero sabrá por lo menos leerme un texto en
inglés?” “¡No, no y no! La traducción es un trabajo exigente, difícil, que requiere
ponderación, análisis de cada palabra, atención detallada y una revisión minuciosa...”
“Bueno, en fin, señorita, ¿me quiere decir que es lo que sabe hacer usted?” “Lo que me
han enseñado: si usted me da un texto de una decena –un docena como máximo– de
líneas y no excesivamente difícil, me concede al menos un par de horas, me proporciona
un buen diccionario en el que haya un considerable número de ejemplos, entre los
cuales yo pueda encontrar al menos un par de frases para traducir directamente, y tiene
la suficiente tolerancia para aceptar tres o cuatro errorcetes, estaré en disposición de
traducirle el texto. ¡En nuestra escuela eso era lo que se entendía por ‘saber inglés’!”
Esta anécdota, narrada con la incisiva lucidez que caracterizaba la lengua de Firpo, se
me ha quedado grabada en la mente de manera indeleble. La señorita habría quizás
podido añadir que era capaz de indicar cada uno de los complementos y de las
proposiciones contenidas en texto que se le proponía. Porque, como sostiene
Mandruzzato, “el estudiante se comportará en el mundo clásico como el extranjero que
supiera muchas reglas que los italianos ignoran y prácticamente ninguna palabra de
italiano, y no pidiera pane, sino un sustantivo terminado en –e con el plural en –i3”.
Cuando se pasa a la sintaxis –como si, por otro lado, existiera realmente la
posibiliad de escindir la morfología de la sintaxis– la situación empeora
irremediablemente. El muchacho aprende, una tras otra, construcciones, listas de
verbos, estructuras, maneras de formar las proposiciones, que va olvidando con la
misma regularidad, en el mejor de los casos a la semana siguiente, porque, excepto en
las pocas frases (de seis a diez) que se le asignen para casa en esta ocasión, ya no tendrá
la oportunidad de encontrar ningún otro ejemplo de lo mismo, si no es por pura
casualidad y transcurrido demasiado tiempo. Aprende un montón de cosas inútiles para
la comprensión del texto, y que sólo le sirvirían para las ya –menos mal– desaparecidas
traducciones del italiano al latín (“cómo se traduce el verbo fare seguido de infinitivo”;
“verbos fraseológicos que se suprimen en latín”, “cómo se pasa a latín la idea del
futuro perfecto en una proposición subordinada”, etc.), comienza a infectarse de
aquella coniunctiitis professoria que, como decía Pasquali, hace estragos entre los
docentes italianos “más que si se tratara del tracoma en las más sucias aldeas árabes5”
y tiene como consecuencia “que Cicerón en Italia no sería capaz quizás de aprobar la
maturità classica6”. El resultado de todo este proceso didáctico re reduce a que al chico
no le queda nada de la enseñanza del latín –y mucho menos del griego, donde los
desastres son aún peores– excepto un odio feroz y vatiniano contra una disciplina que lo
ha atormentado durante años sin haber podido jamás disfrutar del placer de leer
correctamente una página no ya de Cicerón, sino ni siquiera del banalísimo Eutropio.
Imaginemos qué sucedería en un conservatorio cualquiera, si durante años y años se
estudiara sólo solfeo y teoría musical, y no se tuviera nunca la ocasión de escuchar un
fragmento de Bach, de Beethoven, de Mozart, de Vivaldi: piénsese en qué amor se
podría infundir en los jóvenes aspirantes a músicos, si se les prohibiese sin más ni más
reproducir, tocándolas, las obras clásicas, o si se eliminase completamente la cátedra de
Composición Musical. No hay duda de que obtendríamos el mismo resultado que se
alcanza cada día en nuestras clases de latín: repugnancia, odio, aversión por la materia
ante la puerta de acceso al santuario de la cual, como decía Bally, se ha desparramado
una impresionante cantidad de trampas, de fosos, de barreras, y cada línea de cuyo
estudio “ocultaba una trampa gramatical y costó un esfuerzo y provocó un bostezo7”.
Ante esta dolorosa situación, las actitudes adoptadas por los que se ocupan de la
didáctica, incluso a nivel directivo, son a menudo desconcertantes. En efecto, de una
parte, se continúa insistiendo en la necesidad de formar a los alumnos para que dominen
de la mejor manera posible el arte de la traducción. Es más, hay quienes sostienen que
es precisamente en la consecución de esta téchne donde radicaría toda la utilidad de la
enseñanza del latín, que asume de este modo el mero valor instrumental de un ejercicio
encaminado a profundizar en los conocimientos y a mejorar las competencias de la
propia lengua materna, porque “el traductor pone a prueba la que debe ser su mejor
destreza: el conocimiento del vocabulario y de la sintaxis de la lengua de destino10”.
Ahora bien, si por un lado se nos pregunta por qué esforzarse precisamente en una
traducción del latín y no de una cualquiera de las lenguas modernas, tal vez más útiles
con fines pragmáticos –no considerando nosotros suficiente la justificación según la
cual “en el caso del latín el mundo de los otros es aquel en el que se hunden muchas
raíces del propio” y por tanto se tendría solamente “un factor de utilidad cognoscitiva
más” respecto a las otras lenguas11– por el otro, nos quedamos pasmados al descubrir
que se suele sostener bastante a las claras que la finalidad de la enseñanza del latín no es
en absoluto aprender a leer y comprender la lengua de Roma y de la cultura europea,
sino casi exclusivamente la de perfeccionar el propio conocimiento del italiano: y ello
no a través de una profundización histórica del núcleo semántico de las palabras y de la
estructura sintáctica del discurso, sino mediante la buena traslación del pensamiento
desde la lengua de partida a la de llegada, que cualquier traducción comporta
necesariamente.
Por otro lado, hay no obstante que considerar que lo que los muchachos hacen en
nuestros centros hasta hoy no es en absoluto un ejercicio de traducción. Se parece más
bien a una operación fatigosa y probabilística de desciframiento, semejante a la de
Champollion cuando trataba de leer los jeroglíficos de la Piedra de Rossetta. “El
estudiante, el único desdichado para el que el latín es una obligación, tiene su gran
prueba en la traducción en clase. Es el día del diccionario (...) Durante toda la prueba
se ve compelido frenéticamente. Gran parte del tiempo no la dedica a la docena de
líneas del texto propuesto, sino a la malversación del diccionario, ya hojeándolo
febrilmente, ya examinando las densísimas columnitas de vanas sugerencias. ¿Qué
busca sobre todo en éste el estudiante? Busca la “frase”. Y a veces la encuentra,
exultante, pero por lo general debe contentarse con sucedáneos traidores. Los
ejemplos, traducidos de antemano y confusamente, lo dejan perplejo. No piensa que la
verdadera frase, el ejemplo más en consonancia con el contexto, es precisamente aquel
que tiene delante de los ojos, en el texto que está traduciendo12”.En realidad, si es
verdad, como lo es, que, según la definición de Martinet, la traducción es siempre un
acto de reflexión de las frases de la proposición entera, que de una lengua A es
vehiculada y trasvasada, una vez reformulada, a la lengua B, nuestros alumnos realizan
una operación absurda, que en una buena mayoría de los casos no tiene ningún derecho
a que se la llame “traducción”. En efecto éstos deberían comprender antes de traducir:
inverosímilmente, por el contrario, casi todos, y casi siempre, traducen para
comprender, y no comprenden para traducir. ¿Cuál es el motivo de esta deformación?
La absoluta ignorancia del léxico, debido a la cual el chico no sabe colocar las palabras
en el contexto, porque, no conociendo en la práctica ningún vocablo y presa del sacro
terror de los “falsos amigos” infundido sin parar por sus profesores, no tiene
absolutamente idea alguna del mosaico dentro del cual colocar su tesela. De las
monstruosidades que se derivan de semejante absurdo y estúpido ejercicio parecen
jactarse los profesores, sacando a colación en las conversaciones entre amigos el
muestrario personal de las frases sin sentido y de los errores cometidos por los propios
alumnos.
La situación, por la que estamos emitiendo estos lamentos sólo para poder proponer una
posible solución, ha golpeado ya en un círculo vicioso a muchas generaciones, hasta el
punto de tener nosotros hoy que constatar con dolor que la ignorancia del latín se ha
extendido, como una balsa de aceite, por todos los niveles, y que en nuestros libros de
texto están presentes gravísimas faltas; errores –y ahora sí auténticamente errores–
cometidos imperdonablemente por quienes deberían enseñar el latín. Entre el infinito
número del que se podrían sacar ejemplos, me quedo sólo con estos dos: el primero
tomado de un texto para el bienio, en el que se proponen versiones plagadas de frases de
este tipo: qui sine peccato est, primam lapidem in illam mittebit13, corrección poco
afortunada del evangélico primus in illam lapidem mittat, propuesta a los muchachos
que no han “estudiado” aún el subjuntivo. El segundo ejemplo lo tomo de una antología
de clásicos muy difundida, que recrea la frase de la carta XXVIII de Séneca, en la que el
filósofo romano, exhortando a Lucilio al cosmopolitismo, dice: quod –esto es, el hecho
de no haber nacido para quedarse en un solo rinconcillo, sino para considerar a todo el
mundo como la propia patria– si liqueret tibi, non admirareris nihil adiuvari te
regionum varietatibus, in quas subinde priorum taedio migras; prima enim quaeque
placuisset, si omnem tuam crederes”. Tal expresión, que quiere decir simplemente que
al joven Lucilio, una vez comprendido el valor de ser ciudadano del mundo, le agradaría
la primera tierra que hubiera encontrado, si hubiera pensado que cada región podía ser
considerada como suya, es traducida escandalosamente por los autores del texto en una
nota, y propuesta a los alumnos en estos términos: “la primera (visitada) en efecto te
agradaría, si tú la consideraras tu patria” (omnem tuam = liter. toda tuya14).
Escandalosa, lo repetimos, nos parece esta traducción, no solo por motivos gramaticales
–incluso los pequeños de “quarto ginnasio” saben que, no obstante el cesariano Gallia
omnis y de sus imitaciones, en el noventa por ciento de los casos omnis se distingue de
totus y universus precisamente por el hecho de que el primero indica un todo
fraccionado, mientras los segundos significan un todo completo: omnis vir = ‘todo
hombre’, cada hombre; totus vir = ‘el hombre todo/completo’– pero también y sobre
todo por el equívoco del pensamiento, que parece casi atribuir a Séneca un deseo
hegemónico sobre el territorio de residencia, y no refleja ya el espléndido concepto
según el cual para el verdadero filósofo cualquier lugar es su patria15.
Raramente, y jamás desde las sedes institucionales, se escucha formular la que resulta la
explicación más obvia: al latín se le ha reservado un puesto de honor entre las materias
estudiadas en nuestros institutos, no sólo por la prestancia de su literatura clásica:
subrayaba Mandruzzato oportunamente cómo “hay que envidiar a los griegos modernos
e incluso, en otro sentido, a los judíos y a los indios, cuyas lenguas madre son más
generosas en dones. Séneca no es Platón, Horacio no es Píndaro, Virgilio no es
Homero (...). Pero el latín va más allá; su imperio político ha creado también un
imperio cultural muy superior al griego; durante un milenio y medio el latín ha sido, de
las dos, la primera de las lenguas de la cultura y por suerte se pueden leer pensadores
y científicos de los siglos más recientes en un latín universal que resulta para nosotros
sin comparación más accesible que para un finlandés o un alemán”17. Este es el
verdadero motivo: quien no conoce el latín queda excluido de casi toda la transmisión
cultural europea en el curso de los siglos en todos los campos, desde el derecho a la
filosofía, de la medicina a la física, de las ciencias naturales a la teología. De la mayor
parte de las obras escritas en un latín vivo en cuanto a léxico y fraseología, “muerto”, es
decir fijado para siempre en las formas gramaticales de la tradición clásica, en cuanto a
morfosintaxis18, no existe traducción alguna; y quien ignora la lengua universal que,
precisamente en sus estructuras inmutables, daba garantía de eternidad y permitía la
institución de una respublica litteraria en la que se podía dialogar al menos por escrito
sincrónica y diacrónicamente rompiendo los estrechos diques del propio tiempo y los
apretados confines de la propia nación19; quien ignora esa lengua, decíamos, está
condenado a no conocer jamás las raíces profundas de cualquier campo de que se ocupe.
EL MÉTODO “NATURAL”
Confortado por todas las consideraciones expuestas más arriba, por mi propia
experiencia personal y por la posición teórica y práctica de un muy nutrido grupo de
pedagogos de primer orden en el curso de los siglos, me hallaba firmemente convencido
de que, cambiando el método de enseñanza, se habría podido conseguir en pocos años
que los chicos, sin un esfuerzo excesivo, pero con un poco de empeño que podía
convertirse en placentero, estarían en condiciones de comprender con soltura y sin –o
con una mínima– ayuda del diccionario textos de prosa latina clásica. Sabía por la
enseñanza de las lenguas modernas que el uso del diccionario hay que reservarlo para
los estadios más altos de la comprensión lingüística, de la profundización y de la
especialización; y por otra parte conocía los estudios sobre el vocabulario de frecuencia
latino, que me confortaban demostrando que 2000 palabras son cerca del 90 % de todo
el vocabulario que un estudiante se encontrará a lo largo de todo su camino académico
en el instituto28. Sabía también que las lenguas se aprenden por los oídos, y no por los
ojos; tanto es así que los que tienen la desgracia de nacer sordos terminan siendo
también mudos; me daban fuerzas las experiencias, que consideraba muy válidas, de
Peckett y Munday29, y, sobre todo, el acercamiento estructural a la lengua dirigido por
Waldo Sweet30. Nótese bien que no se trata de “método global”, que pretende eliminar
la reflexión gramatical y reducir todo el aprendizaje lingüístico a pura repetición
mecánica: se trata solamente de aplazar el estudio de la gramática y colocarlo como
reflexión sobre la lengua, y no como normativa abstracta y rígida. Hice algunos
experimentos, partiendo de textos clásicos fáciles, de los Evangelios, o de autores
medievales: los resultados fueron discretos, pero no tal como yo los deseaba. La
dificultad principal era la misma que ya apuntaba Comenio: las palabras y las
construcciones nuevas salían de tarde en tarde, y las repeticiones eran poco frecuentes,
por lo cual, a menos de obligar a aprender de memoria trozos significativos, vocablos y
gramática no lograban quedarse grabados en la mente de los alumnos de manera
duradera31. La situación en la que me encontraba yo frente a aquella en la que se
hallaban los humanistas era fundamentalmente la siguiente: los jóvenes de entonces
aprendían muchísimo de memoria, mientras que los míos no aceptaban de buen grado
ningún trabajo de memorización.
Descubrí por casualidad el Curso de Latín de Cambridge32, del que había oído
decir, incluso a algunos de los mejores estudiosos de didáctica de las lenguas clásicas,
que se trataba del “único programa de enseñanza del latín elaborado de manera
coherente, y adecuado para alumnos de 13 a 16 años33”. Me pareció de verdad un curso
excepcionalmente válido: solicité entonces a mi Directora –que se mostró
extraordinariamente clarividente y abierta al experimento– y al Consejo de Clase poder
adoptar la metodología, sin modificar por ello los objetivos previstos por los programas
ministeriales.
Los resultados de esta experiencia fueron asombrosos incluso para mí que había
creído en ello ciegamente. En primer lugar, y era una alegría verlos, los chicos no
sentían ninguna aversión por el latín: muchos, por el contrario, se habían apasionado de
él hasta el punto de bromear con frases en latín, de escribir en latín, leer los textos aún
no estudiados para averiguar cómo terminaba la historia. En segundo lugar, sólo un año
y medio después, conseguían leer con la misma soltura con la que podrían leer a un
Boccaccio, por ejemplo, pasajes de Plinio el Joven o la famosa Laudatio Turiae del
Corpus Inscriptionum Latinarum, bien que con una cierta adaptación. Además habían
asimilado un patrimonio histórico y cultural de grandísima relevancia respecto de la
vida y las costumbres de los romanos.
Era un comienzo buenísimo. Pero había que seguir adelante. El Curso de Latín
de Cambridge llevaba paradójicamente más a los muchachos a la comprensión de un
Tácito que de un Cicerón; para los ingleses, en efecto, la incondita ac rudis vox34 del
historiador de los Annales, su concisión, sus oraciones cortas, resultan mucho más fácil
que la concinnitas y el numerus del de Arpino. La estructura de la frase compleja, la
serie de subordinadas situadas de la manera más variada en relación con la principal
creo que constituye un obstáculo difícilísimo de superar para los adolescentes
británicos. Sin embargo no debería ser así, me decía yo, para los italianos, quienes una
estructura así la encuentran en su lengua literaria.
Me dediqué por tanto a la búsqueda de otros textos que fueran más allá del
límite al que llegaban los alumnos con el Cambridge. La búsqueda no fue larga, porque
cayó en seguida en mis manos un texto, al que considero uno de los mejores del
mercado. En Italia existía Ostia, un libro alemán adaptado a los institutos de nuestra
península por E. Coccia, pero me parecía un poco confuso y difícil de seguir en su
recorrido, y además presentaba el mismo defecto del Cambridge, con la adición de un
Cursus grammaticus de consulta a mi entender pesado y aburrido. El Cambridge por
otro lado había hecho escuela, y eran infinitas las imitaciones, pero ninguna superior a
la original36. Existía el Latin for Americans37, pero no me parecía que resolviera mis
problemas. Me hice con el Ad Fontes38, un texto muy bueno, sin duda; la única pega que
tenía era que estaba escrito en finlandés. Pero enseguida, decía, me encontré analizando
un curso en mi opinión extraordiario, escrito en 1965, precursor de los métodos
naturales, editado por los Nature Method Language Institutes. En la redacción y
revisión de los volúmenes colaboraron con el autor, Hans H. Ørberg, los más grandes
filólogos y lingüistas de entonces: G. Devoto, K. Jax, S. Mariotti, R. Schilling, E.
Springhetti, L. Hjelmslev, A.D. Leeman, D. Norberg, W. Schmid, H. Zilliacus, J.F.
Latimer. El método presentaba una ventaja: estaba escrito en latín, y no requería
ninguna traducción39. Recientemente se ha publicado una nueva edición4040. En seguida
me puse manos a la obra con renovado fervor: las líneas fundamentales del Cambridge
estaban ya presentes aquí: una historia continua, lectura intensiva, comprensión directa,
acquisición del vocabulario (¡3500 vocablos!), asimilación lenta y continua de la
morfología y la sintaxis. La diferencia estaba, primero, en el hecho de que en este
método no había ni una sola palabra en ninguna lengua moderna, sino que todo venía
explicado en latín, incluida la gramática; en segundo lugar, a los alumnos no sólo se les
pedía que tradujeran sino que resumieran en latín, que explicaran, que respondieran en
esa lengua a preguntas de comprensión. Los ejercicios de cada capítulo son de tres
tipos: el primero se orienta al refuerzo de las estructuras gramaticales; el segundo a la
fijación del vocabulario; el tercero a la comprensión del texto y al uso activo de la
lengua. La última ventaja y la mayor respecto a los otros métodos radica en que el texto
de Ørberg, tras dos volúmenes –reducidos a uno solo más grueso en la edición nueva–
de preparación y encarrilamiento, se pasa en seguida a los textos clásicos: y a
continuación a textos no adaptados de Eutropio, Livio; Salustio; Nepote; Cicerón; de
este último, con el que se cierra el curso, se reproduce una buena parte del discurso De
imperio Cn. Pompei y completo el Somnium Scipionis. Toda la primera parte contribuye
a proporcionar un notable bagaje de conocimientos no sólo lingüísticos, sino también
culturales sobre la vida romana y sobre el trasfondo social de la antigüedad clásica.
*
Revista semanal italiana muy conocida de rompecabezas, pasatiempos, crucigramas, ... [Nota del trad.]
1
P. Wülfing, I primi testi d’autore nell’insegnamento del latino, en: Temi e problemi nella didattica delle
lingue classiche, Herder, Roma, 1986, p. 72.
2
cfr. G. Pittàno, Didattica del latino, Milán, 1978.
3
E. Mandruzzato, Il piacere del latino, A. Mondadori, Milán, 1989, p. 12.
4
G. Pascoli, Relazione al Ministro de la Pubblica Istruzione, en: Prose, A. Mondadori, Milán, 1946, p.
591.
5
G. Pasquali, “Coniunctivitis professoria” en LaCcultura, 15 abril 1927; ahora en G. pasquali, Pagine
stravaganti, Sansoni, Florecia, 1968, vol. 1º, p. 149.
6
Ibíd.
7
G. Pascoli, op. cit., p. 591.
8
cfr. C. Fievet, Apprendre à comprendre (Réflexions pour une pédagogie nouvelle de langues anciennes)
en: Actualités de l’Antiquité, Édtions du CNRS, 1991. Cfr también del mismo autor, Quemadmodum usus
sermonis Latini in schola viam ad legendum planiorem brevioremque aperire possit, in: Atti del convegno
internalizionale sulla didattica del latino “Latino sì, ma non così”, Procida-Vivara, 19-25 ottobre 1991
(en proceso de publicación por parte de la Academia Vivarium Novum, C. da S. Vito, 5, 83048-
Montella-AV)
9
E. Mandruzzato, op. cit. p. 8.
10
T. De Mauro, Guida all’uso delle parole, Editori Reuniti, Roma, 1989, pp. 127-128, cit. en: G. Sega y
O. Tappi, La traduzione del latino, (metodo e strumenti), La Nuova Italia, Florencia, 1993, p. 2.
11
G. Sega y O. Tappi, op. cit., p. 7.
12
E. Mandruzzato, I segreti del latino (per ritrovare quello che abbiamo dimenticato), Mondadori, Milán,
1991, p.15
13
E. D’Anna, Recte reddenda, Le Monnier, Firenze, 1992, versión no 53, p. 28.
14
E. Masetti y M. Pellegrinetti, Latini scriptores, Bulgarini, Florencia, 1994, vol. 2, p. 425.
15
cfr. G. Bruno, Della causa, principio et Uno, ed. G. Aquilecchia, Les Belles Lettres, París, 1996, p. 61.
16
Para un análisis detallado del problema, cfr. R. Titone y E Coccia, Inseganare il latino oggi, Armano,
Roma, 1992; C. W. Valentine, Latin: its place and value in education, univerity of Lndon Press, Londres,
1935; G.B. Pighi, Perché si insegna il latino?, en Didattica del latino, Signorelli, Roma, 1955, pp. 7-11.
17
E. Mandruzzto, Il piacere del latino, cit., p.15; cfr también: P. Thomas, Morceaux choisis de prosateurs
latin du Moyen Âge et des temps modernes, Gantes, 1902, VII-VIII, cit. en: A. Adami, Le radici culturali
e spirituali dell’Europa (Il latino e il greco nella scuola secondaria superiore). Una brevísima alusión en
los programas Brocca del itinerario lingüístico: cfr. Planes de estudio de la “scuola secondaria superiore”
y programas de los trienios. Las propuestas de la Comisión Brocca, parte segunda, vol. II, Le monnier,
Florencia, 1992.
18
cfr. W. Belardi, Il latino lingua viva o lingua morta?, Istituto di Filologia latina, Perugia, 1984.
19
cfr. P. Burke, Lunga vita di una lingua morta - (Come e perché il latino ecclesiatico, accademico e
pragmatico sopravisse all’affermarsi del volgare), en Prometteo, sept. 1989, pp.30-39.
20
cfr. Aug., Confessiones I, XIV, 23.
21
Ibid.: Videlicet difficultas omnino ediscendae linguae peregrinae quasi felle aspergebat omnes
suavitates graecas fabulosarum narrationum. Nulla enim verba illa noveram, et saevis terroribus ac
poenis, ut nossem, instabatur mihi vehementer.
22
cfr. P. Burke, cit., p. 30.
23
Ars Poet., 317-318.
24
cfr. L. Bömer, Die shülersprechen der Humanisten, Berlín 1897/ Amsterdam 1966, passim.
25
cfr. I.A. Comenio, Opere, (ed. de Marta Fattori, UTET, Turín, 1974. “Sensus –dice Comenio en el
prefacio del Orbis sensualium pictus- obiecta sua semper quaerunt, absentibus illis hebescunt, taedioque
sui huc illuc se vertunt; praesentibus autem obiectis suis hilarescunt, vivescunt, et se illis affigi, donec res
satis perspecta sit, libenter patiuntur. Libellus ergo hic ingeniis... captivandis et ad altiora studia
praeparandis bonam navabit operam”.
26
J. Locke, Thoughts Concerning Education, §§ 165-168; cfr. R. Titone y E. Coccia, op. cit, pp. 18-19.
27
Sobre la historia del “método naturale”, además de R. Titone y E. Coccia, op. cit., pp.16-20, véase
también: A. Fritsch, Ab Erasmo ad Asterigem (Exempla historica atque hodierna Latine viva voce
docendi), en: Vox Latina, tomo 25, 1989, fasc. 96, pp. 173-181.
28
Cfr. G. Lodge, the Vocabulary of High School Latin, Teachers Coll., Nueva York, 1907; G. Cauquil y
J.Y. Guillaumin, Vocabulaire de base du latin (alphabétique, fréquentiel, étymologique), Arelab,
Besançon, 1984.
39
C.W.E. Peckett y A.R. Munday, Principia e Pseudolus noster, (a beginner’s Latin course, Wilding &
son, Shrewsbury, 1949-50.
30
W. Sweet, R.S. Craig, G. Seligson, Latin: a structural approach, The University of Michigan Press,
1957-1966; W.Sweet, Artes Latinae Program, Encyclopaedia Britannica Educational Corporation,
Chicago (Illin.); Bolchazy-Carducci, Wauconda, (Il.), 1985.
31
I.A. Comenio, Ianua linguarum, praef., par. 11, ed. UTET, Turín, 1974: “Dijo bien Isaac habrecht con
estas palabras: (…) “De la misma manera que sería mucho más fácil conocer directamente todos los
animales, visitando el arca de Noé, que contiene una selección de cada especie, mejor que viajando por
toda la tierra hasta toparse por casualidad con algún animal; así también se aprendererían mucho más
fácilmente todos los vocablos de una lengua mediante un compendio en el que se contuvieran los
fundamentos de todas las cosas, mejor escuchando, leyendo, etc., hasta uno se topa por casualidad con
las palabras”.
32
Cambridge Latin Course, Units I, IIa, Iib, IIIa, IIIb, IVa y Ivb y sus correspondientes Teacher’s Books,
CUP, Cambridge, 1983 y ss. edd. [Existe versión española en la Universidad de Sevilla. Nota del trad.].
33
P. Wülfing, op. cit., p. 47; véase tb. pp.72-74.
34
Tác. Agr., cap. 3.
35
E. Coccia, W. Siewert, W. Straube y K. Weddigen, Ostia, Armando, Roma, 1991.
36
Véase, p. ej., Ecce Romani (A Latin reading Program), Longman, N. York, 1984; M. Balme y J.
Morwood, Oxford Latin Course, OUP, Oxford, 1987; H.A. Derix, H.L. van Gessel, A. Schaafsman y
J.C.Surber, Via nova, Meulenhoff Educatief, Amsterdam, 1986.
37
D. Peet y M. Stille, Latin for Americans, Glencoe/Mc Graw-Hill, Mission Hils, California, 1990.
38
Kallela, Paananen y palmén, Ad Fontes, Helsinki, 1991.
39
Hans H. Ørberg, Lingua Latina secundum naturae rationem explicata, The Nature Method Institute,
Copenhague, 1965.
40
Hans H. Ørberg, Lingua latina per se illustrata, Museum Tusculanum Press, Univ. de Copenhague,
Njalsgade 92, DK, 2300 Copenhague S., 1985-94. Pars I Familia Romana, pp. 328; Pars II: Roma
aeterna, pp. 424. Latin-English Vocabulary, pp. 22; Indices, pp. 64; Colloquia personarum, pp. 90;
Exercitia Latina, pp. 148.