(Artículo publicado en Revista Creciendo en Familia, Nro. 15, 2010,
Prosed, Universidad Católica Argentina)
¿Hasta dónde saber sobre la intimidad de nuestros hijos? ¿Cuál es el
límite entre la presencia parental, el cuidado y la invasión a la intimidad? ¿Confiaremos en el diálogo y en la educación transmitida más que en el control? Son éstas algunas de las complejas preguntas que los padres podemos hacernos a nosotros mismos cuando nuestros hijos empiezan la adolescencia. Me referiré en este artículo a la intimidad intra-personal, o sea, a la relación del adolescente consigo mismo y a la influencia de los vínculos parentales en el desarrollo de esta capacidad.
Desde la más temprana infancia, las personas desarrollamos
progresivamente la posibilidad psicológica de estar a solas con nosotros mismos. Con el logro de estas experiencias de mismidad se va generando en los seres humanos la autoconciencia, y así comienza la fascinante tarea del autoconocimiento. Así, en el juego de la infancia, el niño descubre el apasionante mundo de las fantasías y de los sentimientos. El expresivo juego infantil nos muestra la intimidad de los niños. Al entrar en la adolescencia y con el logro del pensamiento abstracto, la posibilidad de pensar en uno mismo se enriquece con el uso de las palabras y de las imágenes simbólicas como medios de expresión de nuestro ser.
En nuestro mundo interior, residen nuestros pensamientos, fantasías,
emociones y deseos que representan nuestras experiencias de vida y nuestra singularidad. Habitamos un espacio personal y decidimos libremente cómo y cuándo transformar en público ese ámbito privado. La intimidad es así un derecho personal. Intimidad, apego y autonomía
Como reflejo de este derecho, el adolescente empieza a defender
ante los adultos la riqueza de tener su mundo íntimo. Buscando intimidad cerrará sus cajones y mochilas, guardará celosamente sus escritos, protegerá con contraseñas sus archivos y conversaciones en la computadora, pedirá cerrar la puerta de su cuarto cuando esté con sus amigos, etc.
La defensa, por parte del adolescente, de sus momentos de
intimidad, formará parte del logro de la autonomía personal. En la búsqueda de la progresiva independencia de los padres, intentará mantener aspectos personales a reserva de los adultos. Como dice José Antonio Marina (filósofo español), en su libro “El aprendizaje de la sabiduría” (Ed. Ariel, 2009), lo que se va logrando es una “autonomía vinculada”. Es decir, que los seres humanos, nacemos y nos insertamos en una red social que nos brinda apego y contención y que, con el crecimiento, vamos logrando cierta autonomía manteniendo al mismo tiempo una estrecha relación con el otro.
Por la necesidad de apego los seres humanos buscamos durante toda
nuestra vida figuras que nos brinden apoyo y cuidado. En base al tipo de apego recibido en la infancia y en la adolescencia constituiremos nuestra seguridad personal y nuestra confianza en los demás, como seres capaces de cuidarnos, protegernos y darnos contención emocional. El adolescente necesitará y buscará la presencia de los adultos por sobre la ausencia, pero nos pedirá una cercanía sin invasión. Buscará compartir con nosotros aristas de sus vivencias pero también forjará el fortalecimiento de los momentos personales, siendo esta búsqueda de una riqueza invalorable.
Partiendo de una confianza básica en sí mismo y de los adultos
como agentes de cuidado (resultado de un apego seguro recibido en la infancia y en la adolescencia), nuestro hijo buscará alejarse de nosotros para conocerse a sí mismo y afianzar su identidad. Para esto seguirá necesitando de nuestro acompañamiento y de nuestra observación desde la cercanía.
Si surgiesen en nuestros hijos conductas que nos preocuparan,
podremos, sin perder la confianza en ellos, apelar al diálogo como forma de encuentro personal. Podremos explicitar nuestra preocupación y nuestro deseo profundo de ayudarlos a resolver cualquier situación conflictiva. Buscaremos cercanía para que luego de resuelto el conflicto, podamos permitirles un nuevo distanciamiento. Si el adolescente, más allá del contexto complejo en el que se mueve fuera de su hogar, ha incorporado una ética familiar y la ha hecho personal y si ha logrado una buena autoestima producto de un buen nivel de apego parental, contará con recursos para cuidarse a sí mismo en situaciones de riesgo.
Así, nuestros hijos irán logrando el gran desafío de la adolescencia
que es el paulatino logro de la autonomía y de la madurez personal, construyendo un proyecto propio que les permita la salida de la familia de origen.
Intimidad y comunicación familiar
Los padres atravesamos, actualmente, profundos miedos en las
crianzas de nuestros hijos, (el miedo al consumo de sustancias, a las enfermedades de transmisión sexual, a que nuestros hijos se vinculen con adultos que los dañen, a los riesgos por la inseguridad que corren en las salidas nocturnas, a la violencia callejera, etc.). A raíz de nuestros temores, vamos ejerciendo algunas conductas de control que usaremos para intentar tranquilizarnos: revisamos cajones, mochilas, casillas de correo electrónico, diarios personales, escuchamos conversaciones de nuestros hijos con sus amigos y establecemos redes con otros padres a través de las cuales nos intercambiamos información sobre lo que nuestros hijos hacen cuando no están bajo nuestra mirada.
Nuestros hijos necesitan de nuestra confianza. Un riesgo para el
logro de la autonomía sería que podamos llegar a confiar más en estas acciones invasivas que en la conversación, el diálogo y la formación que les hemos dado a nuestros hijos desde la más temprana infancia.
Al sobrevalorar el control como mecanismo para evitar posibles
riesgos, podemos someter a nuestros hijos a interrogatorios que muy probablemente no nos conduzcan a un lugar constructivo. Podemos preguntar buscando datos con el único objetivo de querer manejar y controlar sus decisiones. ¿Cómo reaccionaríamos nosotros como adultos si sorpresivamente alguien nos hiciera preguntas incisivas sobre nuestra vida privada? ¿Por qué nuestros hijos deben respondernos cuando por ansiedad nosotros preguntamos de una forma inquisidora? Cuando la comunicación se utiliza con fines de control y no para generar confianza el clima en el vínculo se enrarece.
También podemos interrogarlos para introducirnos en sus vidas y así
vivenciar como “nuestra” la vida de ellos; buscar sentir o hacer lo que les pertenece como si nos sucediese a nosotros. Esto suele ocurrir en situaciones en las cuales la adolescencia de los hijos llega en un momento de crisis vital de uno o de ambos padres, los cuales también cargan sus frustraciones y sus angustias propias de un período de crisis. Al no querer tolerar esta circunstancia, buscan posibilidades de “vivir la vida del hijo”, invaden su espacio para parecerse a él o contagiarse de su vitalidad y fuerza, intentan sentirse jóvenes ante una adultez que viven como carga y sobrepeso. Son padres-pares que viven la vida de los hijos perdiendo la simetría y ante los cuales el hijo también sufrirá por sentirse invadido y huérfano de una figura de referencia. Volviendo a la comunicación familiar, nuestros hijos no responderán a un cuestionario sorpresivo. La escena se repite: el padre sorprende con preguntas incisivas a las que el hijo contesta con monosílabos, quizás como defensa a la intromisión. Los padres preguntan, el hijo calla y el silencio retroalimenta la ansiedad de los padres. El clima familiar se enrarece porque se instala la desconfianza, (“si no me cuenta por algo será”). Surgen las peleas y discusiones con los padres cuando el hijo vivencia la invasión a través de un control policiaco que los padres ejercemos muchas veces por miedo. En estas ocasiones se escuchan algunas frases en las familias como: “No me revises mis cosas”, “Dejame solo”; “No te metas en mi vida”, “Dejame respirar” etc.
El logro de la distancia óptima con nuestros hijos es uno de los
desafíos de mayor complejidad en la educación. ¿Cómo acompañar sin invadir? ¿Cómo dar afecto sin obturar la singularidad? ¿Cómo mantener la presencia a pesar de los progresivos alejamientos y acercamientos que el hijo propone? El hijo elegirá el momento adecuado para abrirnos su mundo. Aprovecharlos podrá prevenir conflictos o riesgos propios de la etapa.
La presencia continua de los padres a lo largo del crecimiento, la
tolerancia a la autonomía de los hijos y el respeto por su intimidad personal serán características centrales en nuestros vínculos paterno filiales que harán que nuestros hijos se vivencien a sí mismos como únicos, especiales y con una riqueza personal que les permitirá realizarse como personas con derecho a la intimidad.
Recuadro uno: Estilos de familias y respeto a la intimidad.
Un terapeuta familiar argentino, Salvador Minuchin, trabajó
clasificando a las familias en base al estilo de vínculo que sus miembros establecen entre sí. Se podrían describir dos tipos de familias como polos disfuncionales que se denominan desligadas y aglutinadas. Las familias aglutinadas se caracterizan por la indiferenciación en los roles y espacios. Los miembros se aglutinan y pierden así su sensación de identidad individual y de autonomía. Son sistemas familiares que viven como un clan en el que las funciones se mezclan, producto de lo cual los hijos tienen dificultades en el logro de la autonomía y la intimidad. En el polo opuesto, una familia desligada, la distancia entre los miembros es tan profunda que la autonomía podrá existir, pero sin la confianza básica del adolescente para pedir ayuda si la necesita. Es un desligamiento que abandona. Por el contrario, en las familias funcionales y flexibles hay claridad en los roles, cada miembro conserva su lugar y su identidad, promoviendo la autonomía con apertura al crecimiento personal y el respeto por la singularidad. ¿Hay algo del estilo relacional de nuestra familia que nos gustaría intentar modificar para que nuestros hijos se enriquezcan en su intimidad?
Lic. Matías Muñoz
Psicólogo Profesor Universitario (Uca) matiasmunozQhotmail.com