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A pesar de que en los 70's la Organización Mundial de la Salud (OMS) consensuó despatologizar la
homosexualidad, hay quienes, normalmente vinculados a alguna congregación religiosa, aún hoy – casi
40 años después – orientan sus esfuerzos a la generación de terapias tanto psiquiátricas como
psicológicas para lograr rectificar conductas y prácticas homosexuales, como si se tratasen de
desviaciones. Sin embargo, pocos son los organismos científicos que se atreven a legitimar estas
investigaciones. En nuestro país, este tipo de terapias están asociadas a instituciones conservadoras
financiadas por grupos económicos y religiosos fundamentalistas, que ocupan un lugar minoritario y
denostado en el debate público, y lejos están de ostentar un espacio en la agenda gubernamental.
Ahora bien, parece justificado el propósito de manifestar el repudio contra cualquier intento que
implique la patologización de la homosexualidad, tal como la niña de la intervención en la conferencia
de Butler. Pero cuando estos intentos no vienen del Estado, ni de ninguna de sus ramificaciones, sino de
particulares que someten a terapia a personas naturales adultas que las aceptan bajo su propia voluntad,
parece más una sobreideologización igual de fundamentalista que la que sostienen estas terapias
“curativas”. Figurémonos a una persona homosexual atormentada por la radical homofobia de su
círculo social de pertenencia, con el que creció y generó una identidad particular. Una persona que vive
una sexualidad culposa, tortuosa y reprimida. O más simple, una persona que sencillamente quiere
participar en estas terapias correctivas, pues piensa que con eso mejorarían sus relaciones
interpersonales y su calidad de vida. Pregunto: ¿ellos no tienen suficiente criterio para tomar esa
decisión? Los y las fundamentalistas del (no)género les quieren quitar su derecho a decidir, tal vez sin
darse cuenta que en ello hay una superioridad moral repudiable. Una pedantería que los trataría como
sujetos irreflexivos incapaces de tomar decisiones por sí mismos.
La sola idea de que este tipo de intervenciones correctivas de la conducta sean aplicadas sin
consentimiento a adultos o a niños sin capacidad aún para decidir, también me produce escalofríos. No
estoy ajeno a la preocupación y a la noción latente de que este tipo de terapias atentan contra el normal
desarrollo psíquico del ser humano. No obstante, sé que muchos de nosotros(as) no vivimos una
sexualidad en paz. Muchos efectivamente llegan a la necesidad de acudir a estas instancias para poder
encajar en la posición social que no eligieron. Y es ahí en donde me parece más efectivo apuntar
nuestros esfuerzos. Justamente en esas estructuras que posibilitan la demanda voluntaria a este tipo de
terapias. Es decir, atacar a la raíz del problema, porque su existencia no puede ser explicada sólo en
términos ideológicos.
Si se dan las condiciones sociales necesarias para el desarrollo sexual y afectivo de personas
pertenencientes a la comunidad GLBT, que apunten a la aceptación, al conocimiento del cuerpo y de
los placeres, nadie nunca más tendrá que verse en la necesidad de asistir a terapias correctivas de su
sexualidad, con independencia del círculo social en el que se encuentra. Si dilapidamos esas estructuras
de opresión pondremos fin a la violencia de género más significativa: la que ejercimos hacia
nosotros(as) mismos(as).
Judith Butler muy probablemente se estaba desayunando junto con muchos otros(as) asistentes a su
conferencia, con la intervención que puso en tela de juicio el pluralismo de la universidad que estaba
visitando. Pero por lo que pude desprender de su conferencia, también estaría de acuerdo en llevar
tanto la religión como la sexualidad según nuestras propias creencias y reglas. Y son justamente esos
espacios de libertad que las democracias occidentales no han demostrado ser capaces de proporcionar
con la frecuencia que nos gustaría.