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VIDA DE SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ

(Actualización del libro Vida del Beato Josemaría)


José Miguel Cejas.

I. BARBASTRO
1. para algo muy grande
2. de esta noche no pasa
3. vergüenza, solo para pecar
4. el proximo año me toca a mi
5. un castillo de naipes
6. la primera comunion
II. LOGROÑO
1. huellas en la nieve
2. yo no me opondre
3. en el seminario de logroño
III. ZARAGOZA
1. en el seminario de san francisco
2. un molino de canela
3. señor, que vea
4. don jose escrivá
5. primera misa en el pilar
6. en una parroquia rural
7. en la facultad de derecho
IV. MADRID
1. entre pobres y enfermos
2. 2 de octubre de 1928
3. ¡todos santos!
4. un encuentro casual
5. mujeres en el opus dei
6. nuevas luces
7. fuego he venido a traer a la tierra
8. tres, tres mil, trescientos mil
9. la limosna de la oracion
10. el cimiento del dolor
11. en los hospitales de madrid
12. en el hospital del rey
13. la academia dya
14. dios me ha metido en esto
15. con los universitarios
V. TIEMPOS DE GUERRA
1. verano del 36
2. en la legacion de honduras
3. una rosa en la noche
VI. BURGOS
1. trabajar sin descanso
2. de un lado para otro
VII. DENUEVO EN MADRID
1. sin un lamento
2. por toda españa
3. ¡ya tenemos un palau!
4. unas veces con espada toledana, otras...
5. terriblemente trata dios a sus amigos
6. la contradiccion de los buenos
7. en un diccionario rabinico
8. confirma a tus hijos
9. ¡este hijo!
10. dos reacciones
11. la sociedad sacerdotal de la santa cruz
12. isidoro
13. un ascetismo sonriente
14. con un siglo de adelanto
VIII. ROMA
1. una oracion en la noche
2. primeros pasos
3. villa tevere
4. enfermo de diabetes
5. en roma y desde roma
6. por todo el mundo
7. por las carreteras de europa
8. hogares luminosos y alegres
9. tres consagraciones
10. una caricia de la virgen
11. carmen
12. lo unico que me interesa es que se haga santo
13. en un barrio obrero de roma
14. el concilio vaticano ii
15. luces y sombras
IX. VIAJES DE CATEQUESIS
1. a los pies de la virgen de guadalupe
2. hacer y enseñar
3. catequesis por españa y portugal
4. por tierras americanas
5. en peru
5. en venezuela
7. como un borriquito
8. en torreciudad, muchos años despues
9. otra locura
X. DIES NATALIS
1. quiero ver tu rostro
2. mirando a la virgen
EPILOGO
I. BARBASTRO

1. para algo muy grande


José Escrivá era, en aquel duro invierno de 1902, un hombre joven y vigoroso de treinta y
cuatro años. Había nacido en Fonz –un pueblo cercano a Barbastro, donde residía–, en el seno de
una familia que hundía sus raíces en la localidad de Balaguer, en la vecina provincia de Lérida.
Alto, moreno y fuerte, lucía unos amplios bigotes de guías recortadas a la moda de la época y
poseía un talante abierto, comprensivo y cordial.
Se había casado en Barbastro cuatro años antes, el 19 de septiembre de 1898, con Dolores
Albás, en la capilla del Santo Cristo de los Milagros de la Catedral. Nueve años menor que su
marido, su joven esposa era una barbastrina de ojos azules y mirada tímida, la penúltima de los
trece hermanos de una familia muy conocida en la localidad. En aquel invierno de 1902 el joven
matrimonio ya tenía dos hijos: Carmen, de dos años y medio, y el pequeño Josemaría, que había
nacido el 9 de enero de aquel mismo año.
Don José se dedicaba al comercio de tejidos y aquel año los negocios le habían ido bien:
pocos meses después del nacimiento de su segundo hijo se había disuelto con bastantes beneficios
la sociedad en la que trabajaba, "Sucesores de Cirilo Latorre", y había constituido, con uno de los
socios de la antigua empresa, una nueva sociedad: "Juncosa y Escrivá". Y además de vender
tejidos, tal como hacían otros comerciantes de Barbastro, había instalado una pequeña fábrica de
chocolate en el sótano de la tienda.
Aquella tienda, situada en el nº 10 de la calle Ricardos, ofrecía el aspecto tradicional de los
comercios de la época: los dependientes se alineaban tras un largo mostrador corrido, que tenía una
ranura de hucha en la que iban introduciendo las sonoras monedas con gravedad de ritual. A su
espalda, en las amplias estanterías de madera, se apilaban generosamente las bolsas de cacao, las
tabletas de chocolate, los paños venidos de Cataluña y los lienzos de colores diversos: sedas, panas,
algodones y terciopelos con todas las variedades del género.
No era mal negocio aquel para una ciudad relativamente próspera como Barbastro, que
rondaba entonces los 7.000 habitantes y ocupaba desde hacía siglos un lugar destacado en la
Antigua Corona de Aragón. Era, además, cabeza de partido y sede de uno de los obispados más
inveterados de España; y el núcleo comercial más importante entre Huesca y Lérida, las dos
capitales de provincia más cercanas. Sus casas blasonadas atestiguaban el rancio abolengo de
muchas de las familias y su entronque inmemorial con la nobleza altoaragonesa.
Sin embargo, la prosperidad de aquel Barbastro de comienzos de siglo, con sus casas
agazapadas junto a la hondonada del Vero, era un tanto inestable: dependía en gran medida del
estado del cielo, al que se dirigían continuamente, con mirada avizora y ansiosa, los ojos de los
campesinos. Una helada intespestiva, como la de los años 87 y 88, una sequía prolongada, o un
inesperado pedrisco de verano, podía arruinar de golpe las cosechas más prometedoras. En esos
momentos de apuro –por ejemplo, en tiempo de sequía– los campesinos sacaban al Santo Cristo de
los Milagros en procesión por la calle para pedir la lluvia. Se comentaba todavía que pocos años
atrás, nada más acabar la procesión, el cielo había abierto sus puertas y había caído el agua a
raudales entre el alborozo general. Es comprensible: de esa lluvia ansiada dependía en gran medida
la pequeña economía de la ciudad, que contaba además con una industria floreciente de pequeñas
fábricas de cerveza, yeso, chocolate y camas de hierro, junto con las hilaturas de seda y de lana, sin
olvidar los molinos de aceite y los pequeños talleres tradicionales de tejedores y alfareros.
El joven matrimonio Escrivá vivía conforme al sosegado ritmo de la vida local: doña
Dolores atendía las labores de su casa, situada en la calle Mayor, en la esquina de la plaza del
Mercado; mientras que su marido trabajaba en su negocio, al otro lado de la plaza, en la calle
General Ricardos. No le faltaban a don José los ratos de esparcimiento tras la brega cotidiana, y los
miércoles por la tarde, al terminar el trabajo, solía acudir a una tertulia en la parte alta de la tienda,
donde jugaba con sus amigos al tresillo y hablaba de negocios. Otras tardes iba al casino "La
Amistad", en la Plaza de la Constitución, muy cerca del Ayuntamiento, donde se charlaba con
pasión de todo lo divino y de lo humano: de los éxitos o fracasos del Club Velocipedista, de lo que
se comentaba por la Asociación de Labradores de San Isidro o de lo que habían dicho aquella
semana los periódicos de la localidad: el carlista "La Cruz del Sobrarbe"; el conservador "La
Epoca"; el independiente "La Defensa" o el republicano "El Eco del Vero"...
Tanto don José como doña Dolores eran buenos cristianos, de una piedad recia y sin
beaterías, y muchos sábados por la tarde se les veía, junto con otros matrimonios, rezando el
Rosario y la Salve en la Iglesia de San Bartolomé. Le gustaba preparar la fiesta de San José en los
siete domingos precedentes y vivir la devoción de los Primeros Viernes. Y los domingos por la
mañana, después de Misa, como mandaba la costumbre, se paseaban con sus trajes de fiesta, por las
calles de El Coso, mientras saludaban a familiares, conocidos y vecinos.
Componían una pareja juvenil, simpática y elegante: doña Dolores iba a Misa tocada con la
mantilla tradicional; y don José, amén del inseparable bastón, lucía un impecable bombín de copa
baja. Era un hombre querido y apreciado, y gozaba de una merecida fama de limosnero. Acudían a
él muchas personas necesitadas de Barbastro en busca de ayuda y nunca se marchaban de vacío.

2. de esta noche no pasa


Dos años más tarde, en 1904, se produjo la primera quiebra en este paisaje de serena
felicidad familiar. El pequeño Josemaría cayó gravemente enfermo. Los doctores Ignacio Camps y
Santiago Gómez Lafarga lucharon durante días y días por salvar su vida, hasta que todo fue inútil:
llegó un momento en el que ya no podían hacer nada por él, salvo rezar y aguardar su muerte.
–Mira, Pepe –le dijeron a don José–: de esta noche no pasa.
José Escrivá escuchó aquellas palabras con serenidad, mientras un escalofrío helado le
recorría el cuerpo. Aquella noche marcó uno de los hitos más duros de su vida. Y cuando
contemplaba en su pequeña cama a aquel hijo de dos años que se le moría, anegado en sudor y
trémulo por la fiebre, se le agolpaban, entre lágrimas, todos los recuerdos de su corta existencia.
Josemaría había venido al mundo dos años antes, pocos días después de la fiesta de Reyes.
Lo habían bautizado cuatro días más tarde, el 13, en la catedral de Barbastro, y le habían puesto
cuatro nombres: José, como él, como su padre y su abuelo; María en honor a la Virgen; Julián,
porque era el santo del día y Mariano, porque así se llamaba el padrino.
Pocos meses después, en la fiesta de San Jorge, lo habían confirmado. Y ahora, ¡tan pronto!,
Dios se lo llevaba.
Dolores Albás no perdía la esperanza. Seguía pidiendo a Dios, con todo el ímpetu y el
fervor de su juventud, que le sanase aquel hijo. Le había prometido a la Virgen que, si se lo curaba,
lo llevaría ella misma entre los brazos hasta la ermita de la Virgen de Torreciudad, a la que se tenía
gran devoción en toda la comarca.
Empezó a anochecer. Don José y doña Dolores se sentaron junto a la cama de su hijo,
mirándolo, rezando, esperando el milagro.
Al día siguiente, a primera hora, llegó el Doctor Camps a casa de los Escrivá.
–¿A qué hora ha muerto el niño?, preguntó nada más llegar.
–No sólo no ha muerto –le dijeron, exultantes– sino que está perfectamente.
Fue el primer lucimiento de Dios, la primera caricia de la Virgen con aquel niño. Con razón
le comentaría su madre varios años más tarde:
–Hijo: para algo muy grande te ha dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más
muerto que vivo.

3. vergüenza, solo para pecar


Doña Dolores cumplió su promesa: poco tiempo después, sentada a la inglesa sobre la
caballería que conducía su marido, subió a darle gracias a la Virgen de Torreciudad por entre las
altas quebradas del Cinca. Pasó un poco de miedo, porque para llegar hasta la vieja ermita tuvieron
que sortear riscos abruptos, entre cañadas y torrenteras que se precipitaban peligrosamente hacia el
río. Pero ese miedo se compensó con la alegría de poder llevar al pequeño Josemaría entre los
brazos para ponerlo, ya completamente sano, bajo la protección de la Virgen.
Completamente sano: no había nada que diferenciase al hijo de los Escrivá del resto de los
chiquillos de la localidad. Alegre, simpático y travieso, jugaba, reía y se enfadaba como los demás
niños de Barbastro entre los soportales de la calle Mayor donde estaba su casa, por el camino que
conducía al parvulario del Colegio de las Hijas de la Caridad, adonde fue desde los cuatro años, o
en el patio de recreo del Colegio Calasancio de las Escuelas Pías –que estaba frente por frente con
el otro, en la calle Mayor– donde estuvo desde los seis. Era un Colegio prestigioso: el primero que
instaló en España la Orden fundada por San José de Calasanz, que había nacido en Peralta de la Sal,
a muy pocos kilómetros de allí.
El pequeño Josemaría tenía los gustos, las rabietas y las manías de cualquier niño de su
edad. Su carácter despierto y vivaracho y su temperamento alegre le llevaban a alborotar con
frecuencia por los pasillos de su casa hasta que su abuela Florencia, con sus setenta años a cuestas,
al grito de: –¡Fuera, fuera! ¡A Pekín!, lo encerraba en el cuarto de al lado.
Como a todos los niños, le gustaba hacer incursiones prohibidas por las alacenas de la
cocina y reirse en las sesiones del cinematógrafo que acababan de inaugurar en Barbastro, en las
que no faltaba el explicador correspondiente que iba comentando todo lo que sucedía en la muda
pantalla.
Por el contrario –como suele suceder también–, no le gustaba nada que "lo enseñaran" a las
visitas y cuando las oía llegar, corría a esconderse rápidamente. Y era muy poco amigo de estrenar
ropa nueva. Me metía debajo de la cama y no quería salir a la calle, tozudo, cuando me vestía
el traje nuevo... Y mi madre, con un bastón de los que usaba mi padre, daba unos ligeros
golpes en el suelo, delicadamente, y entonces salía: por el bastón, no por otra cosa... Doña
Dolores, al mismo tiempo que lo sacaba de su escondrijo, le reñía con paciencia y aprovechaba la
ocasión para dejarle una enseñanza indeleble en el alma: "Josemaría, la vergüenza, sólo para
pecar".
..................
La vergüenza, sólo para pecar: esta frase retrata el ambiente profundamente cristiano de
esta familia altoaragonesa en la que los hijos crecían fortalecidos por la fe y los sacramentos. Doña
Dolores le enseñó a Josemaría las oraciones de la mañana y de la noche, que solía rezar con su
padre antes de acostarse, y cuando llegó el tiempo oportuno, le preparó para recibir la Primera
Comunión.
Un viejo escolapio del colegio –hombre piadoso, sencillo y bueno, como recordaría años
más tarde–, le enseñó la oración de la comunión espiritual que repetiría a lo largo de toda su vida:
Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió
vuestra Santísima Madre; con el espíritu y el fervor de los santos.
Antes de recibir al Señor tuvo su primer encuentro con el que llamaría más tarde el
"sacramento de la alegría". Cuando hice mi primera confesión –tenía seis o siete años– me
quedé muy contento y siempre me da alegría recordarlo. Me llevó mi madre a su confesor.
Eran los Escrivá, en definitiva, una familia reciamente cristiana, que año tras año iba
creciendo en hijos y en alegrías: en 1905 nació otra hija más, Asunción; en 1907, Dolores; y en
1909, la pequeña Rosario. Cinco hijos y un futuro cargado de promesas.

4. el proximo año me toca a mi


Pero Dios sabe más; y muy pronto, mientras el pequeño Josemaría comenzaba a garabatear
las primeras letras en la escuela, Dios comenzó a darle las primeras lecciones de otra Escuela
mucho más honda y decisiva: la del dolor.
En 1910 murió su hermana Rosario, la más pequeña, a los nueve meses de edad; dos años
más tarde falleció Lolita, a los cinco años; y al año siguiente Asunción, a la que todos llamaban
Chon, con ocho años.
"Recuerdo muy bien el entierro de aquellas niñas", comenta Adriana Corrales, una amiga de
los pequeños Escrivá. "Antes habían sido colocadas en la cama, o en la cuna, con muchas flores. En
Barbastro, como en otros lugares en aquel tiempo, a estos entierros no iba más que el padre
acompañado de sus amistades. La madre se quedaba en casa con los hermanos pequeños. Pero
había la costumbre de designar a doce amigas de la niña difunta para que la acompañaran al
entierro: las seis mayores llevaban las andas sobre las que ponían la caja y las otras, más pequeñas,
sostenían las cintas que colgaban del ataúd. (...)
Asistí a aquellos tres entierros: en el de Rosario y Lolita sostenía una cinta, y en el de Chon
llevé ya las andas, porque era suficientemente mayor, pues había cumplido ya doce años".
La casa se llenó de silencios y recuerdos en torno a las camas vacías. Los correteos se
convirtieron en murmullos y los juguetes inmóviles y las ropas intactas en los armarios delataban
ausencias y abrían dolorosas heridas. Josemaría había contemplado aquella sucesión de muertes, sin
entenderlas demasiado y al ver cómo sus hermanas habían ido falleciendo de menor a mayor, le
comentaba ingenuamente a su madre:
–El próximo año me toca a mí.
Dejó de decirlo al darse cuenta de que su madre se entristecía. "No te preocupes –le repetía
Doña Dolores– que tú estás ofrecido a la Virgen".

5. un castillo de naipes
Una tarde de verano Josemaría jugaba en su casa con algunos amigos más pequeños,
componiendo rompecabezas y levantando temblorosos castillos de naipes. "Absortos en torno a la
mesa –recuerda Carmen de Otal y Martí– conteníamos la respiración al colocar la última carta de
uno de aquellos castillos, cuando Josemaría, que no acostumbraba a hacer cosas así, lo tiró con la
mano. Nos quedamos medio llorando, y Josemaría, muy serio, nos dijo:
–Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está
terminado, Dios te lo tira.
"Esta frase –comenta Peter Berglar, uno de sus biógrafos– deja entrever que el alma del
pequeño se encontraba al borde del precipicio: había experimentado la imposibilidad de
comprender a Dios, y sin darse perfecta cuenta, temblaba ante la posibilidad de tener que aceptar
una fría arbitrariedad. Pero el alma, estremecida, se apartó de esa posibilidad".
Berglar compara esta reacción con la de Lenin. "¿Qué sucede en el interior de un chico de
once años –se pregunta– que, por tres veces en tres años, tiene que pasar por el fallecimiento de una
hermanita, el dolor de los padres, las terribles horas y los días de la muerte, las lacerantes visitas al
cementerio? De Lenin sabemos que a la edad de diecisiete años y bajo la impresión del
fusilamiento de su hermano mayor, que había participado en un complot para asesinar al Zar
Alejandro III, perdió la fe cristiana. 'Al caer en la cuenta de que Dios no existía –escribe su amigo
Lepeschinski–, se arrancó la cruz del cuello, la escupió con desprecio y la arrojó lejos de sí'.
«Estamos ante un profundo misterio. Un hombre, al ver en la muerte de su hermano la
adversidad del destino, empieza a recorrer el camino del odio, un camino que acarreará terribles
consecuencias: para sí mismo y para miles de hombres. Otro hombre, ante la dureza de una tragedia
familiar, se fortalece en su amor a Dios y a los hombres, y los frutos serán, en este caso, frutos
admirables y magníficos para la humanidad.
«Ignoramos el sentido profundo de estos hechos: es el misterio de la libertad, para el bien y
para el mal".

6. la primera comunion
El 23 de abril de 1912, en la fiesta de San Jorge, como era costumbre en el Alto Aragón,
Josemaría recibió por primera vez al Señor, siguiendo las enseñanzas del Papa sobre la primera
comunión de los niños. Tenía diez años y en aquella época –recordaba–, a pesar de las
disposiciones de Pío X, resultaba inaudito hacer la primera comunión a esa edad. Ahora es
corriente hacerla antes.
¿Cómo era Josemaría? Sus contemporáneos lo retratan así: un chico alegre y educado, con
un genio vivo que auguraba un hombre de carácter, recio, despierto y sencillo. Y buen estudiante:
en el mes de junio de 1914, según la gacetilla del Semanario Juventud, fue uno de los alumnos con
mejores calificaciones del segundo curso de bachillerato del Colegio de los Escolapios.
"Era un chico normal en el pleno sentido de la palabra" –comenta Adriana Corrales, que
recuerda al pequeño Josemaría marchando a clase con su uniforme escolar: un abrigo de paño azul
marino con los botones de metal, y una gorra con visera de charol con el escudo del colegio en el
centro. Otros familiares y amigos lo recuerdan jugando a las birlas –unos palos con soldados
pintados que se colocaban a cierta distancia y se iban tirando con bolas– con los otros chicos en la
Plaza del Mercado, o contándoles historias de miedo de su propia cosecha a sus hermanas, sentado
en la mecedora de la casa; o disfrutando con sus primos y sus amigos durante las fiestas de la
localidad.
"En Barbastro –evoca Adriana Corrales– era un acontecimiento la fiesta de Santa Ana. Este
día la ciudad despertaba de su monotonía. La Santa Misa se celebraba en la misma plaza del
Mercado, en una capillita que aún existe (...) dedicada a la Santa. Después había la suelta de las
vaquillas ensogadas, tal como solía –y suele– hacerse en algunos pueblos españoles en las grandes
solemnidades. Nosotros nos divertíamos viendo las corridas, sustos y revolcones de los mozos
desde los balcones de la casa de los Escrivá. A los pequeños nos sentaban en el suelo, sacando las
piernas por el barandal. Los mayores estaban en pie, detrás de nosotros".
Se aficionó muy tempranamente a la lectura, y muchas tardes de sol se le veía sentado en el
balcón de su casa con un libro entre las manos. Especialmente en las noches de invierno, cuando el
viento glacial del Pirineo silbaba por entre los tejados de la ciudad, y las gotas de lluvia
repiqueteaban sin cesar en los cristales de las ventanas, Josemaría se "escapaba": unas veces se
marchaba con Salgari y sus valientes marineros a luchar contra los piratas los mares del Sur y otras
se internaba con Julio Verne en las fantásticas profundidades del centro de la tierra. Y con
frecuencia, entre lectura y lectura, soñaba, como todos los niños, con el fin de las clases, con el sol
de verano y con las vacaciones en Fonz, donde vivía un sacerdote ya mayor: su tío Teodoro.
¡Qué rápidos pasaban los días de vacaciones en aquel pueblo, a las faldas de la sierra de
Corrodilla, a la sombra de un castillo moro medio en ruinas! No había tiempo para aburrirse: unas
veces se entretenía contemplando las faenas campesinas; otras veces montaba en el trillo dando
vueltas interminables a la era; y otras, se marchaba a jugar con sus amigos por entre las parvas,
viñedos y olivares, cerca del Canal Imperial o por los caminos que descendían hasta el valle del
Cinca. En Fonz, su gusto por la lectura se enriquecía: Mosén Teodoro tenía una biblioteca con
muchos ejemplares que procedían de la de un tío abuelo, también sacerdote. Allí pudo leer
Josemaría una edición del Quijote, en ocho tomos, y disfrutar con los grabados de la Ilustración
Hispano–Americana; amén de sus lecturas de Julio Verne, aunque este autor no era precisamente
santo de la devoción literaria del tío Teodoro...
En definitiva: era Josemaría un niño con alegrías, tristezas e ilusiones de futuro, como todos
los niños. Y cuando le hacían la consabida pregunta –¿Y tú qué quieres ser de mayor?–, respondía
con aplomo:
–Arquitecto.
Verdaderamente apuntaba cualidades para esa profesión: podía haber sido un buen
arquitecto. Pero Dios tenía otros planes.
II. LOGROÑO

1. huellas en la nieve
Durante las Navidades de 1917 cayó una intensa nevada sobre Logroño, ciudad en la que
residían los Escrivá desde hacía dos años. Desde diciembre a enero, recortadas sobre el cielo
plomizo y ribeteadas de blanco, las torres de las iglesias de Santiago, de la Redonda, de San
Bartolomé y de Santa María de Palacio ofrecían un gozoso y sorprendente espectáculo. Los
viandantes se saludaban por las calles, ateridos por el frío, envueltos en sus bufandas de lana
gruesa, y comentaban asombrados los excesos del barómetro.
–¡A este paso –decía algún exagerado– algún día se nos hiela el Ebro!
Muy cerca del Ebro, junto al puente de hierro, en el cuarto piso de una casa de la calle
Sagasta, vivían los Escrivá, y uno de esos días, Josemaría vio en el suelo blanco algo que le llamó
poderosamente la atención: las huellas heladas de unos pies sobre la nieve; las pisadas de un
carmelita que caminaba descalzo por amor a Dios.
Aquello fue como un fogonazo de luz en su alma. Si otros hacen tantos sacrificios por
amor de Dios –pensó–, ¿yo no voy a ser capaz de ofrecerle nada?
Entendió entonces con total claridad, que Dios le llamaba a su servicio.
Ya.
Le llamaba, sí, pero, ¿dónde? ¿Para hacer qué? No lo sabía. Tenía sólo quince –quizá
dieciséis– años recién cumplidos. Y sentía que Dios se lo pedía todo.
Eran sólo unas pisadas sobre la nieve... pero en ellas había visto, clara, la llamada de Dios.
Y no le hizo esperar a Dios; no dilató su decisión, no pidió "pruebas", ni se excusó con el tan
conocido: "me entregaré cuando lo vea claro". Mostró su corazón generoso y abierto por entero al
querer divino y le entregó, desde aquel mismo momento, para siempre y enseguida, toda su vida a
Dios, sin pruebas, precisamente para eso: para ver más claro.
Y decidió hacerse sacerdote.
............
Puede sorprender que un motivo tan pequeño como unas pisadas en la nieve pudiera mover
a aquel adolescente a tomar una decisión tan grande como entregar a Dios su vida entera; pero ése
es el lenguaje con el que Dios suele llamar a los hombres y así son las respuestas de las almas
generosas que buscan sinceramente a Dios. Es un lenguaje misterioso, compuesto por signos
aparentemente anodinos, cuyo mensaje sólo comprenden, en toda su profundidad, sus propios
destinatarios, que suelen responder de un modo desconcertante para los que no entienden ese
lenguaje.
A partir de aquel día fue creciendo en su alma, de forma cada vez más impetuosa, la
necesidad de conocer y tratar más íntimamente al Señor y de encontrarle personalmente en la
oración y en los sacramentos. Empezó a asistir diariamente a la Santa Misa y comenzó a entablar
un diálogo con Dios cada vez más íntimo, que no terminaría nunca.
Era Dios el que había entablado la conversación, el que había dicho la primera palabra en
aquel diálogo. Josemaría, sin entenderle demasiado, le había contestado sólo una palabra: "sí".
Ahora seguía a la escucha del querer divino, oído avizor, porque Dios, además de hablar bajito –lo
presentía–, no había terminado de hablar.

2. yo no me opondre
Se lo dijo a su padre. Para don José aquello fue una nueva prueba de confianza en Dios: en
los años anteriores había visto morir, una tras otra, a sus tres hijas pequeñas; había sabido aceptar,
con serenidad, la quiebra del negocio familiar que le había obligado a trasladarse a Logroño, en
1915, con su mujer y los dos hijos que le quedaban. A los cuarenta y ocho años había tenido que
partir de cero y no había escatimado ninguna humillación, ningún sacrificio, grande o pequeño, con
tal de sacar a su familia adelante. Y a esos sufrimientos había que añadir la incomprensión de
algunos familiares. Especialmente un cuñado suyo, arcediano del Cabildo de Zaragoza, no había
entendido la rectitud de su comportamiento durante la quiebra económica; le reprochaba su
excesiva lealtad con los acreedores y el que hubiese preferido arruinarse antes que perjudicar a
otras familias.
Trabajaba desde hacía dos años como dependiente en una tienda de tejidos, "La Gran
Ciudad de Londres", situada en la calle del Mercado. Y ahora, cuando empezaba a estabilizarse
económicamente, cuando pensaba que su hijo le podría ayudar el día de mañana... Aquella noticia
inesperada le conmovió.
Fue la única vez que le vi llorar –recordaba san Josemaría–. El tenía otros planes
posibles, pero no se rebeló. Me dijo:
–Hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos... Es muy duro no tener
casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra... Piénsalo un poco más, pero yo no me
opondré.
Y me llevó a hablar con un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de Logroño.
...........
No fue don José el único sorprendido. "Cuando Josemaría dijo que quería ser sacerdote –
recuerda una amiga de la familia, Paula Royo– sus padres lo comentaron a los míos asombrados,
pero en ningún momento le pusieron dificultades. No nos esperábamos que quisiera ser sacerdote.
Era un chico de muy buen carácter, con muchos detalles de delicadeza, muy normal... y nada hacía
presentir esa decisión. Estudiaba en el Instituto por las mañanas y por las tardes me parece que iba
al colegio de San Antonio...".
Quizá el más sorprendido de todos fue el propio interesado. Yo nunca pensé en hacerme
sacerdote, ni en dedicarme a Dios– comentaría años más tarde san Josemaría–. No se me había
presentado ese problema porque creía que no era para mí. Más aún: me molestaba el
pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día, de tal manera que me sentía anticlerical.
Amaba mucho a los sacerdotes, porque la formación que recibí en mi casa era
profundamente religiosa; me habían ayudado a respetar, a venerar el sacerdocio. Pero no
para mí: para otros.

3. en el seminario de logroño
Pocos meses más tarde, a finales de noviembre en 1918, Josemaría comenzó sus estudios
eclesiásticos como alumno externo del Seminario de Logroño. Aquel año la apertura se había
retrasado a causa de la tremenda epidemia de gripe que había asolado Europa y que se había
cobrado millares de muertos en todo el país. Comencé a estudiar en casa –recordaría más tarde–
con un profesor particular y, con permiso del Ordinario, fui examinándome de Filosofía,
curso por curso; después, a la hora de estudiar Teología, ya me metí en el Seminario.
El Seminario, regido por D. Valeriano–Cruz Ordóñez de Bujanda, profesor de Teología
Moral, contaba con un alumnado compuesto por 98 seminaristas internos y 12 externos. Estaba
situado en el centro de la ciudad, en un gran caserón rectangular del siglo XVI, destartalado y viejo,
que se encontraba en bastante mal estado y que ocupaba un ángulo de la plaza del Espolón. Para
hacerse una idea del estado del edificio baste recordar que un año antes, en 1917, la planta baja
había sido ocupada por una sección de Artillería con sus hombres y caballos. Eso explica que
habitualmente se recomendara a los alumnos que pudieran disponer de domicilio en la ciudad que
se matricularan como externos. Así lo hizo Josemaría, y allí completó, durante aquel primer curso,
sus estudios de Filosofía.
Dos sacerdotes amigos de su padre, don Antolín Oñate y don Albino Pajares, le asesoraron
antes de comenzar de sus estudios eclesiásticos; y un condíscípulo suyo, Manuel Sanmartín, le
ayudó a superar las primeras asperezas del Latín y la Filosofía.
Los resultados académicos de aquellos años fueron buenos: y una vez superada las
asignaturas de Filosofía que no le convalidaban sus estudios de Bachillerato, terminó primero de
Teología, el curso siguiente, 1919–1920, con la calificación de meritíssimus en todas las
asignaturas, menos en una, en la que obtuvo un benemeritus.
Durante aquel curso, el 28 de febrero de 1919, nació Santiago, el último hijo de los Escrivá.
Josemaría comprendió entonces que Dios había acogido su oración de diez meses atrás, en la que le
había pedido al Señor que colmase el vacío que su entrega iba a provocar en su hogar. Y pocos días
después tuvo la alegría de ser, junto con Carmen, padrino del Bautismo de su nuevo hermano.
Sus compañeros del Seminario le recuerdan como un chico "muy sencillo, amable y jovial,
siempre de buen talante y muy agradable en el trato". Otro evoca su mirada viva y su conversación
directa y profunda: "iba enseguida al grano".
A otro condiscípulo, que fue siempre uno de sus mejores amigos, le impresionó la profunda
vida de oración y de sacrificio que llevaba durante aquel periodo de su primera juventud, desde los
dieciséis a los dieciocho años. "Desde joven –escribiría años más tarde Ambrogio Eszer, Relator
General de la Congregación para las Causas de los Santos– el Señor le condujo a través de
experiencias místicas que le llevaron a alcanzar las cumbres de la unión transformante: locuciones
interiores, purificaciones y consolaciones que le hacían 'sentir', en toda su humildad, la acción
impetuosa de la gracia, y que, como todos los verdaderos místicos, acompañaba con un
rigurosísimo esfuerzo ascético".
Josemaría estuvo muy poco tiempo en aquel Seminario logroñés. En septiembre de 1920
abandonó la capital de la Rioja para proseguir sus estudios en la Universidad Pontificia de San
Valero y San Braulio, en Zaragoza.
..............
Quería ser sacerdote. Pero desde aquel día en el que había visto aquellas huellas en la nieve,
había ido creciendo en el fondo de su alma una certeza: no había ingresado en el Seminario sólo
para eso. Presentía que Dios lo estaba preparando para algo... Pero, ¿qué era ese "algo"? No lo
sabía. Pedía luz, cada vez con más intensidad, con las palabras del Antiguo Testamento:
–Señor, ¿qué quieres que haga?
III. ZARAGOZA

1. en el seminario de san francisco


No sabemos lo que sintió en su alma el joven Josemaría cuando divisó en la lejanía,
procedente de Logroño, las altas cúpulas del Pilar, con sus torres erguidas junto a la ribera del Ebro.
Quizá resonara en sus oídos aquella vieja oración que solían cantar a coro, al dar las horas, en las
aulas colegiales de Barbastro: "Bendita y alabada sea la hora en que María Santísima vino en carne
mortal a Zaragoza". Quizá le evocara algún requiebro mariano de una jota popular.
No lo sabemos; pero es seguro que su corazón latió con fuerza al contemplar la silueta de
aquella Basílica entrañable y de aquella ciudad en la que iba a estudiar segundo curso de Teología y
donde iba a iniciar una nueva vida –¡tan distinta!–.
Y también es seguro que, como buen aragonés, una de las primeras cosas que hizo al llegar
a Zaragoza fue visitar a la Madre de Dios en la Santa Capilla donde acudían –y acuden– a venerarla
millares de peregrinos desde tiempo inmmemorial.
Quedaban atrás, definitivamente, los felices días de Logroño, las tardes monótonas del
Instituto, los juegos familiares con su hermano Santiago, los paseos con su padre por la Glorieta, y
las excursiones dominicales por la carretera de Laguardia, al otro lado del Ebro...
Zaragoza rondaba en aquel año de 1920 los 150.000 habitantes, y era una de las capitales
más importantes y populosas del país. Atravesaba un periodo difícil y turbulento de su historia. Se
habían producido recientemente numerosos hechos sangrientos: asesinatos en pleno centro de la
ciudad, insurrecciones anarquistas y diversos brotes de pistolerismo que habían provocado la
declaración del estado de guerra. Con razón los zaragozanos habían bautizado aquel año como "el
año del terrorismo".
La capital del Ebro era además uno de los centros espirituales más importantes del país y la
sede metropolitana de una archidiócesis que comprendía las diócesis sufragáneas de Barbastro,
Huesca, Tarazona y Teruel. A su frente estaba, con casi ochenta años de edad, una figura enimente
de la Iglesia española: el Arzobispo Juan Soldevila y Romero, que había sido promovido al
cardenalato en diciembre del año anterior. Eran célebres sus pastorales, como las que escribió sobre
La guerra del Riff y La instrucción religiosa, así como el impulso que había dado a las obras del
templo del Pilar.
La ciudad contaba con dos Seminarios: el Seminario sacerdotal de San Carlos, una
institución de clérigos que colaboraban con el Arzobispo en tareas especiales, y el Seminario de
San Francisco de Paula, "el San Francisco", como le denominaban coloquialmente los alumnos. El
San Francisco estaba situado en el tercer y cuarto piso del edificio que ocupaba el de San Carlos.
Allí se fue a vivir Josemaría.
El edificio que albergaba aquel Seminario era un gran caserón desmañado y frío, surcado
por unos largos corredores que daban a unas habitaciones instaladas de modo tosco y rudimentario.
Como sucedía en la mayoría de los seminarios del país, los cuarenta seminaristas que se alojaban
allí –procedentes en su mayoría de las provincias de Zaragoza y Teruel– contaban sólo los servicios
estrictamente imprescindibles; y su régimen de vida era similar también al de los Seminarios de la
época: por la mañana, tras levantarse, los alumnos hacían media hora de oración y asistían a la
Santa Misa en la iglesia del Seminario de San Carlos. Luego, tras el desayuno, salían hacía las
clases en la Universidad Pontificia, que estaba en la cercana plaza de la Seo, junto al palacio
arzobispal.
Para los zaragozanos de aquel tiempo era un espectáculo cotidiano ver desfilar, por las
calles paralelas al Coso, una larga fila de jóvenes seminaristas acompañados por un inspector.
Vestían todos con sotana, sobre la que llevaban un ropón negro sin mangas y una beca roja con el
escudo metálico del Seminario: un sol reluciente y la palabra charitas.
Por la tarde, tras un rato de recreo, volvían de nuevo a clase. Más tarde, regresaban de
nuevo al Seminario, donde merendaban y se quedaban estudiando. Sólo interrumpían ese tiempo de
trabajo para rezar el Rosario y hacer un rato de lectura espiritual. A las nueve cenaban, y antes de
acostarse rezaban unas oraciones y hacían el examen de conciencia.
............
Entre todo aquel conjunto de jóvenes aragoneses, en su mayoría sólidos y virtuosos al
Rector del Seminario, don José López Sierra, le impresionaron pronto la sencillez y la sonrisa
amable y acogedora de aquel nuevo seminarista procedente de Logroño. Observó que Josemaría
tenía una piedad intensa, recia, constante, y al mismo tiempo, alegre y atractiva. Poseía además, un
fino sentido del humor y una visión positiva de los sucesos, que evidenciaban intenso trato con
Dios. Y advirtió que se esforzaba siempre, con naturalidad, por pasar inadvertido...
A pesar de este deseo, Josemaría no logró pasar inadvertido ni a los ojos del Rector, ni a los
del Cardenal Soldevila, que cuando le veía en la Catedral, en medio de un grupo de seminaristas, se
dirigía directamente a él, e incluso le invitaba a visitarle, lo que suponía un honor desacostumbrado
para un simple seminarista.
De esto no hay que concluir que hubiese nada llamativo en su comportamiento externo;
aunque algunos de sus condiscípulos observaron, junto a la sencillez y la naturalidad de su modo
actuar, algo indefinible; "algo especial".
"Estoy seguro –afirmaba Agustín Callejas, un condiscípulo– que las motivaciones íntimas
que llevaron a Josemaría al Seminario eran un tanto diferentes a las del común de los compañeros.
El no pretendía en absoluto hacer carrera, en el sentido en que entonces se decía entre algunos
eclesiásticos, sino que miraba más allá...".
2. un molino de canela
"Había un molinero que tenía un molino de canela. Un molino que giraba gracias a unas
piedras que sólo se conseguían en un país: Alemania. Y un día se le desgastaron las piedras...".
Los alumnos del Seminario seguían asombrados la historia que les contaba en clase don
Elías Ger. Aquello no tenía nada que ver con la asignatura de Instituciones Canónicas. Pero don
Elías seguía impasible:
"...se le desgastaron las piedras y el molinero no sabía qué hacer. Hasta que un buen día, un
amigo suyo le dio un consejo: ¿por qué no te acercas al río y te traes unas piedras del lecho de la
corriente? Luego le dices a tu hijo que le dé vueltas y vueltas al molino, y a ver qué pasa... Así lo
hizo. Y las piedras se quedaron lisas y pulidas... ¡como las de Alemania!".
Hubo un silencio general envuelto en extrañeza. "Así trata Dios a los que quiere", sentenció
don Elías al terminar la narración. Y dirigiéndose a Josemaría, le dijo:
–¿Me entiendes, Escrivá? ¿Me entiendes?
................
Claro que lo entendía. Aunque dijo siempre de sus compañeros que no recordaba de ellos
más que virtudes, hubo sucesos e incomprensiones durante aquellos años de Seminario que le
hicieron sufrir y rezar. Algunas incomprensiones eran muy propias de la época, y de carácter más
bien anecdótico: por ejemplo, algunos hijos del terruño aragonés no entendían que Josemaría se
lavase, ¡todos los días! de pies a cabeza. Pensaban quizá que la suciedad era virtud y se lo
recordaban de una forma no demasiado académica...
Otros incomprensiones eran más graves, y provenían de algunos parientes próximos que
seguían sin entender la recta actuación de su padre tras la ruina económica. "Era una tremenda
injusticia –recuerda un testigo de aquellos años– no darse cuenta de la recta y honrada actuación
que tuvo aquel hombre durante toda su vida, hasta el extremo de liquidar su negocio, pensando más
en su limpia conciencia cristiana que en los intereses personales materiales".
En todo caso, Josemaría no perdió el buen humor ante estas dificultades y Dios se sirvió de
esas humillaciones para purificar su alma y prepararla para su misión. Mayores incomprensiones
sufriría a lo largo de su vida.

3. señor, que vea


El Seminario tenía prevista la figura de dos Inspectores nombrados por el Cardenal, que
eran elegidos de entre los propios seminaristas. Estos inspectores se ocupaban especialmente de las
cuestiones relativas al orden interno: cuidaban el estudio, acompañaban a los alumnos a clase, etc.
En 1922, cuando Josemaría tenía sólo veinte años, fue nombrado Inspector.
Era un encargo delicado que exigía mucho tacto y prudencia, y supo desempeñarlo con gran
solicitud y caridad hacia los seminaristas que le habían confiado. Me hicieron un gran bien –
recordaba años más tarde san Josemaría– Yo recuerdo tantas virtudes de aquellos chicos,
muchos de ellos después mártires. Tantas cosas maravillosas recuerdo. Y recuerdo (...) que
iba anotando con alegría: van mejor, se les ve crecer, Dios está aquí en esta alma... tantas
veces.
"Ahí se puso de manifiesto –recordaba Agustín Callejas– su espíritu de compañerismo y de
comprensión. Pienso que el sentido de amistad con todos era tan fuerte como el de su
responsabilidad en el cumplimiento del encargo: nunca dejó en mal lugar a ningún seminarista ante
los Superiores. También quizá se ponía de manifiesto su respeto a la libertad de cada uno, que era
el último responsable de su propios actos".
Este mismo compañero del Seminario evocaba los afanes intelectuales de su amigo, no muy
comunes en aquel ambiente, y recordaba que Josemaría entraba en su habitación con frecuencia
para pasar un rato de tertulia, "o leerme cosas que había escrito porque sabía que me gustaban y que
participaba de sus mismas inquietudes culturales. Leía mucho y creo que, sobre todo, autores
clásicos de literatura o espiritualidad. Pasaba frecuentes ratos en la biblioteca del San Carlos y por
las noches se debía a veces de acostar tarde porque se veía luz –una luz tintineante de una pequeña
vela– a través de su puerta. Debía dormir poco, porque también se levantaba puntualmente por la
mañana: no era en modo alguno perezoso".
El 28 de septiembre de 1922 el mismo Cardenal Soldevila le confirió la tonsura y tres meses
más tarde, en el mes de diciembre, las órdenes menores. El 14 de junio de 1924 recibió el
subdiaconado.
Durante aquellos años Josemaría pasó muchas noches en oración, en la iglesia del
Seminario, rezando ante el Señor Sacramentado y enraizando su alma en la Eucaristía. Zaragoza le
evocaría siempre aquellas largas horas junto al Sagrario, y las visitas diarias a la Virgen del Pilar.
Años más tarde visitó de nuevo aquella iglesia del viejo Seminario, que tantos recuerdos le
evocaba y, señalando una tribuna junto al altar mayor, resguardada por una celosía, comentó:
–Aquí he pasado yo muchas horas rezando por las noches.
.............
¿De qué hablaba con Dios aquel joven seminarista durante sus largas horas de oración?
¿Cuál era el tema de aquella plegaria encendida con la que alcanzó, ya en plena juventud, altas
experiencias de vida mística?
Su "tema" fue siempre el mismo: cumplir la Voluntad de Dios. Pero, ¿cuál era esa
Voluntad? ¿Qué quería Dios de él? ¿Qué era eso que presentía, que barruntaba dentro del alma...?
No lo sabía.¡Señor que vea! suplicaba. ¡Que sea! ¡Que sea!
Dios mío, repetía sin cesar: ¡que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro!.

4. don jose escrivá


Aquella mañana del 27 de noviembre de 1924 don José Escrivá se levantó, desayunó, se
detuvo a rezar arrodillado ante la imagen de la Virgen de la Milagrosa que tenía aquellos días en
casa, y se dispuso a salir para el trabajo. Se entretuvo un momento jugando con Santiago, su hijo
pequeño, y se dirigió hacia la puerta. Segundos después cayó desplomado en el suelo, víctima de un
síncope repentino.
Durante las horas siguientes los médicos hicieron todo lo posible para reanimarlo, en vano.
Avisaron a Josemaría, que se desplazó rápidamente a Zaragoza: ya era tarde. Dios se había llevado
de este mundo a su padre antes de que pudiera verle ordenado sacerdote.
Murió agotado –recordaba san Josemaría años más tarde–: con sólo 57 años, pero estuvo
siempre sonriente. A él le debo la vocación.
Recuerdo bien el momento en que llegó Josemaría –escribe Santiago Escrivá de Balaguer–
porque me impresionó mucho. Le dijo a mi madre que estuviese tranquila porque él se ocuparía
siempre de nosotros. Y no recuerdo que al entierro viniese ninguno de nuestros parientes".
A partir de entonces Josemaría se hizo cargo de su madre y de sus dos hermanos, Carmen y
Santiago, que poco tiempo después se trasladaron a vivir a Zaragoza.

5. primera misa en el pilar


El 20 de diciembre de 1924 –cuando no había transcurrido todavía un mes del fallecimiento
de su padre– fue ordenado diácono y pocos meses después, el 28 de marzo de 1925, recibió la
ordenación sacerdotal en la iglesia del Seminario de San Carlos, de manos de Mons. Miguel de los
Santos Díaz Gómara, que había sido obispo auxiliar del cardenal Soldevila, asesinado dos años
antes, el 4 de junio de 1923, en plena calle, por unas balas anarquistas.
Dos días después, el 30 de marzo, celebró su primera Misa solemne en la Santa Capilla de la
Basílica del Pilar, ofreciéndola por el alma de su padre. Asistieron muy pocas personas: su madre,
sus hermanos –aún de luto– y algunos amigos: no llegaron a la docena. Algunos parientes próximos
no quisieron asistir. Tampoco habían hecho acto de presencia durante el entierro de su padre en
Logroño. La Cruz estaría siempre presente a lo largo de toda su vida, y muy especialmente, en las
fechas más señaladas.
Al día siguiente partía para su primer destino: Perdiguera, un pueblecito cercano, a 24
kilómetros de Zaragoza, donde el párroco había caído enfermo.

6. en una parroquia rural


Al bajarse del coche correo tirado por mulas, mientras el hijo del sacristán le ayudaba a
transportar la maleta y le acomodaba en su nueva casa, don Josemaría contempló el paisaje que
rodeaba aquel pequeño pueblo: una larga extensión de llanuras, con trigales, olivos y viñas, donde
el cierzo soplaba con fuerza. Al fondo, la Sierra de Alcubierre.
Perdiguera estaba compuesto en aquel entonces por unos 870 habitantes dedicados a la
agricultura y la ganadería, que vivían en casas sencillas de color pajizo, arracimadas en torno a la
iglesia de la Asunción: una construcción de ladrillo de estilo gótico mudéjar, con un retablo del
siglo XVI, una hermosa talla de la Virgen y una torre que era, como comenta con ironía uno de los
biógrafos de san Josemaría, "menos buena moza de lo que tiene el mudéjar por costumbre".
Los habitantes del lugar acogieron con cordialidad al joven sacerdote recién ordenado y don
Josemaría trabajó allí con un celo ejemplar. Dedicó muchas horas a confesar y cuidó con esmero su
labor pastoral: Santa Misa, rosario por la tarde, hora santa los jueves, catequesis de niños y de
adultos, primeras comuniones y algún que otro bautizo.
Mostró una preocupación especial por los enfermos: los visitaba con frecuencia y procuró
que todos se acercaran a los sacramentos, administrándoselos cuando se los pedían, a cualquier
hora del día o de la noche. En menos de dos meses visitó todas las familias del pueblo, casa por
casa, removiéndolas en el amor a Dios. Y en cuanto acababa sus deberes sacerdotales se entregaba
con intensidad a la oración.
Durante esas horas de oración, Dios seguía sugiriéndole, en la intimidad del alma, algo que
todavía no acertaba a vislumbrar. Seguía esperando, rezando, pidiendo: Señor que vea!
Eran sólo eso: alusiones veladas, sugerencias, presentimientos vagos. En el lenguaje castizo
de la tierra, "barruntos".
..............
Se hospedaba en la modesta casa de Saturnino Arruga, un campesino del pueblo que
cuidaba del joven sacerdote con la prodigalidad propia de la tierra. Le había dispuesto una cama
altísima, sobre la que se apilaban varios colchones mullidos de lana vareada, coronados en la cima
por un colorido edredón; y lo agasajaba diariamente con un puchero sencillo pero generoso en el
que no faltarían las sopas de pimentón y los tropezones de carnero, a los que Saturnino solía añadir
el condimento de una charla amigable al amor de la lumbre. Este campesino, recordaba san
Josemaría, tenía un hijo que todas las mañanas salía con sus cabras, y me daba pena ver que
pasaba todo el día por ahí, con el rebaño. Quise darle un poco de catecismo, para que pudiera
hacer la Primera Comunión. Poco a poco, le fui enseñando algunas cosas.
Un día se me ocurrió preguntarle, para ver cómo iba asimilando las leccciones:
–Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?
–¿Qué es ser rico?, me contestó.
–Ser rico es tener mucho dinero, tener un banco...
–Y... ¿qué es un banco?
Se lo expliqué de un modo simple y continué:
–Ser rico es tener muchas fincas y, en lugar de cabras, unas vacas muy grandes.
Después, ir a reuniones, cambiarse de traje tres veces al día... ¿Qué harías si fueras rico?
Abrió mucho los ojos, y me dijo por fin:
–Me comería ¡cada plato de sopas con vino!
Todas las ambiciones son eso; no vale la pena nada. Es curioso, no se me ha olvidado
aquello. Me quedé muy serio, y pensé: Josemaría, está hablando el Espíritu Santo.
Esto lo hizo la sabiduría de Dios, para enseñarme que todo lo de la tierra era eso: bien
poca cosa.
.................
Poco tiempo después, el 18 de mayo de 1925, don Josemaría regresó a Zaragoza. Se ocupó
entonces de una capellanía en la iglesia de San Pedro Nolasco y desarrolló diversas tareas
pastorales en la ciudad, como la atención de una catequesis en los suburbios. También dio clases de
Derecho en la Academia Amado para sostener económicamente a su madre y a sus hermanos.
Considerando el conjunto de estos años zaragozanos, estuvo poco tiempo en Perdiguera;
pero aquella breve estancia en una parroquia rural –junto con la que pasó en Fombuena, en la
Semana Santa de 1927– se le quedaría grabada para siempre en el alma con trazos indelebles:
–He estado dos veces en parroquias rurales. ¡Qué alegría cuando me acuerdo!,
comentaba años más tarde. Me hicieron un bien colosal, colosal, colosal! ¡Con qué ilusión
recuerdo aquello!

7. en la facultad de derecho
Mirando de tejas abajo, como era su obligación de buen padre, don José Escrivá le había
recomendado a su hijo en diversas ocasiones que, además de la carrera eclesiástica, hiciera los
estudios de Derecho. Pensaba don José que de ese modo su hijo podría sostenerse mejor en la vida;
y no se equivocó.
También Josemaría presentía que estaría mejor dipuesto para cumplir eso que Dios le pedía
–y que ignoraba todavía– si contaba con un título civil. Y, con el oportuno permiso de sus
superiores se había matriculado en 1923, cuando todavía era seminarista, en la carrera de Derecho.
Asistía desde entonces a las clases de la Universidad, que estaba situada en el viejo edificio de la
Plaza de la Magdalena.
La Universidad zaragozana había tenido una historia tan ajetreada como su propio edificio,
construido en 1587, volado por los franceses durante la invasión napoleónica, reconstruido a
principios del XIX y reformado por última vez en 1913. Contaba por aquel entonces con las
Facultades de Derecho, Medicina, Ciencias y Filosofía y Letras.
Domingo Fumanal, uno de los compañeros de clase de don Josemaría, recuerda a su joven
amigo en medio del ajetreo juvenil de las aulas universitarias, vestido de sotana, siempre sonriente
y abierto a todos. Era "un magnífico compañero, un verdadero amigo. Me llamó siempre la
atención su humildad y su sencillez. Era muy inteligente –listo–, culto, de trato afable y lleno,
educado".
"En la Facultad observé –evocaba José López Ortiz, el futuro Obispo de Tuy, que coincidió
con don Josemaría sólo en fechas de exámenes– que todos le conocían, y además por su carácter
comunicativo y alegre se veía que era muy apreciado".
Fumanal aporta un testimonio significativo: "Llevó muy bien algunas contrariedades
familiares en las que se encontró. Debió de ser muy duro para él –sobre todo por el gran corazón
que tenía– encontrarse con que sus tíos no le ayudaron, ni acompañaron a su madre en los
momentos tan difíciles y dolorosos por los que tuvieron que pasar. Sin embargo nunca murmuró de
nadie".
..............
Iban pasando los años... y en el fondo del alma latía con fuerza aquella inquietud
indefinible. Dios le estaba como preparando para algo... ¿Qué podría ser? Le afluía constantemente
a los labios, desde el corazón, la misma súplica:
–Señor, que vea; Señor, que sea; ¡Señora, que vea!
IV. MADRID

1. entre pobres y enfermos


El 20 de abril de 1927 con el correspondiente permiso de su arzobispo, don Josemaría llegó
a Madrid para realizar el doctorado en Derecho Civil en la Universidad Central. Ese título sólo
podía obtenerse, por aquel entonces, en la capital de España.
Madrid era una ciudad populosa y abigarrada que rebasaba ya los 800.000 habitantes. Era
sede de la Corte y centro neurálgico de la vida cultural y política del país, que gobernaba el General
Primo de Rivera. Era una ciudad contradictoria, monumental y popular al mismo tiempo, que
conjugaba su amor por lo castizo con una lenta –muy lenta, lentísima– apertura a la modernidad.
Era también el centro de fuertes tensiones sociales: allí acudían, en busca de mejor fortuna,
miles de desheredados del campo español, que solían acabar en un estado de semimiseria, cuando
no de miseria absoluta, en los barrios de chabolas que rodeaban, como una larga cicatriz de
pobreza, los contornos de la capital.
En esos barrios periféricos desarrolló don Josemaría, al poco tiempo de llegar, una
incansable actividad sacerdotal por medio de su trabajo en el Patronato de Enfermos, una
institución benéfica fundada por doña Luz Rodríguez Casanova.
Esta mujer asturiana de origen aristocrático –era la cuarta hija de los marqueses de Onteiro–
había decidido durante una estancia en Lourdes dedicarse por entero a la labor apostólica con los
pobres, enfermos y niños de la periferia de Madrid. El Patronato de Enfermos era una de sus
múltiples iniciativas asistenciales. Tres años antes había fundado una Congregación religiosa: las
Damas Apostólicas.
Una de esas religiosas, Asunción Muñoz, evocaba su primer encuentro con san Josemaría en
el año 1927. "Recuerdo perfectamente –escribía– que se trataba de un sacerdote muy joven, con la
carrera eclesiástica recién terminada, pero con una personalidad muy definida y muy grata. Si
tuviera que definir alguna cualidad que me impresionara más que otras, me pronunciaría por la
franqueza, la sencillez, el agrado, la simpatía. Todo eso tenía. Llano, sencillo, fervoroso".
Como capellán del Patronato de Enfermos don Josemaría debía cuidar de los actos de culto
de la casa: decir Misa diariamente, hacer la Exposición con el Santísimo y dirigir el rezo del
Rosario. "No tenía –aclaraba Asunción Muñoz–, por razón de su cargo, que ocuparse de atender la
extraordinaria labor que se hacía desde el Patronato entre los pobres y enfermos –en general, con
los necesitados– del Madrid de entonces. Sin embargo D. Josemaría aprovechó la circunstancia de
su nombramiento como capellán para darse generosamente, sacrificada y desinteresadamente a un
ingente número de pobres y enfermos que se ponían al alcance de su corazón sacerdotal. (...)
Para dar una idea –proseguía esta religiosa– de lo que era aquella labor asistencial del
Patronato de Enfermos, en la que D. Josemaría tomaba parte tan importante, puedo recordar –
recojo los datos de las estadísticas que se publicaban en nuestro Boletín trimestral– que en el año
1927 visitamos entre cuatro y cinco mil enfermos; que se hicieron más de tres mil confesiones y se
dieron otras tantas comuniones; se administraron casi quinientas Extremaunciones, se hicieron
entre setecientos y ochocientos Matrimonios y se confirieron más de cien Bautismos. D. Josemaría
iba además a los barrios que teníamos en los barrios madrileños que en aquellos tiempos eran 58 y
daban educación a 12.000 niños y niñas: anualmente hacían la primera comunión unos 4.000. Allí
daba pláticas a los niños y charlaba amistosamente con cada uno empleando toda su simpatía
personal, toda su energía de apóstol en llevar los corazones de aquellos chicos hasta el
conocimiento y el amor de Jesucristo".
Yo tengo sobre mi conciencia (...) –evocaba san Josemaría años más tarde– el haber
dedicado muchos, muchos millares de horas a confesar niños en las barriadas pobres de
Madrid. Hubiera querido irles a confesar en todas las grandes barriadas más tristes y
desamparadas del mundo. Venían con los moquitos hasta la boca. Había que comenzar
limpiándoles la nariz, antes de limpiarles un poco aquellas pobres almas.
Margarita Alvarado, una chica joven que colaboraba con las Damas Apostólicas, recordaba
que "el apostolado era muy penoso y difícil: había que ir por los barrios extremos de Madrid, donde
no sabíamos si nos iban a recibir bien o mal. Se necesitaba mucho espíritu de sacrificio, sobre todo
en aquella época anterior a la República". Un ejemplo entre muchos: en el barrio de Tetuán habían
arrastrado por la calle a varias de aquellas mujeres, "mientras les clavaban una lanceta de zapatero
en la cabeza. Una de ellas, Amparo de Miguel, trató de defender heroicamente a las demás y le
arrancaron el cuero cabelludo y la maltrataron hasta dejarla desfigurada".
Y con los sacerdotes no se andaban con mayores miramientos.

2. 2 de octubre de 1928
Barbastro, Logroño, Zaragoza, Madrid... cada una de esas ciudades tendrían, en la vida de
san Josemaría, una significación distinta y precisa.
Barbastro sería siempre el paisaje de su infancia, una gavilla de recuerdos entrañables donde
se entremezclaban horas de alegría y de dolor: las vacaciones en Fonz, las muertes de sus
hermanas... Logroño le evocaría la llamada de Dios y el fallecimiento de su padre. Zaragoza le
traería el recuerdo de las incomprensiones familiares, las noches de oración en la iglesia del
Seminario, el día de su ordenación sacerdotal y aquella primera Misa junto a la Virgen del Pilar...
Pero para Madrid guardaría siempre un lugar especial dentro de su corazón: porque Madrid
fue –fue comentaría en varias ocasiones, evocando a San Pablo– su Damasco; allí, en Madrid, Dios
le había hecho ver ¡al fin! su Voluntad y le había dado la luz que venía pidiéndole desde hacía
tantos años.
Fue una llamada, clara, rotunda, que confirmaba plenamente los "barruntos" que había
sentido en su alma desde la juventud.
Todo sucedió de una forma sencilla y profunda, inesperada y jubilosa, "al estilo de Dios".
Durante mañana del 2 de octubre de 1928 se encontraba en la Casa Central de los Paúles de
Madrid, participando en unos ejercicios espirituales junto con otros sacerdotes de la diócesis. Se
retiró a su habitación; y cuando comenzó a releer las notas en las que había recogido las mociones
que había recibido de Dios en los últimos diez años, vio, con total claridad, la misión que Dios le
encomendaba: abrir en el mundo un camino de santificación en el trabajo profesional y en los
deberes ordinarios.
Fue una llamada de Dios, clara y misteriosa al mismo tiempo. Una llamada y una misión:
vio que Dios quería que él promoviese en la Iglesia una institución que difundiese entre los
cristianos que viven en el mundo una honda conciencia de la grandeza y de las exigencias de la
propia vocación cristiana.
Vio, en definitiva, que cualquier persona, de cualquier profesión, estado y condición social,
podía y debía aspirar a la plenitud de la vida cristiana, en y a través de su trabajo, realizado por
amor de Dios, en medio de sus ocupaciones cotidianas.
Desde aquel 2 de octubre supo, con plena certeza, que aquella era la tarea a la que debía
dedicar su vida entera. Eso era por lo que venía rezando desde su adolescencia. No cabía duda: lo
había visto –ver fue el verbo que empleó siempre para designar este momento decisivo– mientras
repicaban las campanas de la cercana iglesia de Nuestra Señora de los Angeles.
Aquel voltear jubiloso de campanas nunca ha dejado de sonar en mis oídos
............
Detengámonos un momento sobre este punto. "Aquello" –que todavía no tenía nombre– no
era algo que don Josemaría hubiese "intuido", o "pensado", o "resuelto" o "concretado", no; lo
había visto, como escribiría más tarde. Es decir, era algo que le había sido entregado, dado,
concedido por Dios.
Don Josemaría utilizó siempre ese verbo –ver– para designar aquel momento. No lo
empleaba en el sentido habitual: con el verbo ver quería designar uno de esos modos misteriosos –
místicos– con los que el Espíritu Santo ilumina el alma, dotándola de una certeza profundísima del
querer de Dios; uno de esos modos inefables del lenguaje divino que el lenguaje humano no acierta
a explicar.
¿Qué es lo que vio? Ante todo –y esto es lo importante– un querer de Dios. Es decir: aquella
luz no fue el fruto de largas cavilaciones personales –no fue un "¡al fin lo resolví!"– ni el resultado
de un plan determinado de acción ante una situación de la Iglesia. Ese modo de actuar puede ser
nobilísimo; pero aquello no fue así.
Fue una llamada de Dios, misteriosa y clara al mismo tiempo; una llamada y una misión: y
él –aunque nunca hubiese pensado fundar nada– era el fundador. A partir de aquel momento supo
cual era su misión específica en esta tierra: fundar el Opus Dei, ayudar a profundizar a todos los
hombres en el sentido de la llamada universal a la santidad, mediante la santificación del trabajo
ordinario.
Verdaderamente, escribiría más tarde, se habían abierto los caminos divinos de la tierra.
...........
Hoy hace tres años –escribió el 2 de octubre de 1931– que en el Convento de los Paúles,
recopilé con alguna unidad las notas sueltas, que hasta entonces venía tomando; desde aquel
día el borrico sarnoso se dio cuenta de la hermosa y pesada carga que el Señor, en su bondad
inexplicable, había puesto sobre sus espaldas. Ese día el Señor fundó su Obra: desde entonces
comencé a tratar almas de seglares, estudiantes o no, pero jóvenes. Y a formar grupos. Y a
rezar y a hacer rezar. Y a sufrir...
Y añadió: recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles.
Conmovido me arrodillé –estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática– di gracias al
Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los
Angeles.
Borrico sarnoso: así se autodenominaba en sus Apuntes íntimos movido por su humildad.
No valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada, ¡nada!, repetía, con un
reconocimiento de la propia poquedad que le llevaba a alabar constantemente la grandeza de Dios y
las maravillas que estaba haciendo en su vida.

3. ¡todos santos!
Sin embargo, aquel querer de Dios, que aquel sacerdote de 26 años había visto tan claro en
su alma, chocaba profundamente con la mentalidad de la época. Muchos pensaban que la santidad
era un coto cerrado de frailes y monjas y se quedaban perplejos al oírle decir que las personas
normales y corrientes estaban ¡todas! llamadas a la santidad. Simples cristianos –explicaba san
Josemaría–. Masa en fermento. Lo nuestro es lo ordinario, con naturalidad. Medio: el trabajo
profesional. ¡Todos santos!
¿Todos santos? Aquello causaba una gran extrañeza. Y aunque aquella enseñanza era un eco
vibrante de la llamada universal a la santidad de raíces evangélicas, algunos se escandalizaron. Les
pareció una "novedad" peligrosa, una extravagancia de sacerdote joven; una "teoría curiosa" que
cualquiera sabe dónde podía acabar. Eso determinó a don Josemaría a ser prudente y explicar
aquella "novedad" sólo a los que la pudieran entender. Sin embargo, la médula de aquel mensaje
tenía poco de novedoso. Era, como solía explicar, algo viejo como el Evangelio y como el
Evangelio nuevo.
A la vuelta de tantos siglos –escribía– quiere el Señor servirse de nosotros para que
todos los cristianos descubran, al fin, el valor santificador y santificante de la vida ordinaria –
del trabajo profesional– y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad
y la confidencia.
A partir de aquel día de octubre redobló su oración y su mortificación. Rezó e hizo rezar. Y
empezó a buscar personas que pudieran entender y vivir aquel ideal. Habló con todos los que Dios
le fue poniendo en su camino. Y algunos le entendieron y se entregaron con generosidad, como
Isidoro Zorzano, un viejo amigo de los tiempos de Logroño.

4. un encuentro casual
Don Josemaría e Isidoro se conocían desde la adolescencia: habían coincidido en los
exámenes del Bachillerato en el Instituto de Logroño, ciudad en la que estudiaban, uno –Josemaría–
en el Colegio de San Antonio y otro –Isidoro– en el de los Maristas. Se habían vuelto a ver desde
entonces muy esporádicamente.
Isidoro terminó la carrera de Ingeniería en Madrid en septiembre de 1928, y se fue a trabajar
a Matagorda, un astillero naval de la Bahía de Cádiz. A partir de aquel momento parecía que los
destinos de estos dos hombres iban a distanciarse definitivamente. Pero Dios fue tejiendo
"encuentros casuales" y haciendo coincidir caminos.
El 24 de agosto de 1930, cuando Isidoro se dirigía hacia Logroño para estar con su familia,
hizo una breve parada en Madrid con el deseo de visitar a su viejo amigo Josemaría, que le había
escrito poco antes una postal: cuando vengas por Madrid, no dejes de verme. Tengo que
contarte muchas cosas. ¿De qué se trataría? También Isidoro tenía muchas cosas que contarle...
Pero al llegar a la capital, como no lo había avisado previamente, no lo encontró en casa, y
se dedicó a deambular sin rumbo fijo por las calles.
San Josemaría estaba en esos momentos acompañando a un chico enfermo cuando de
pronto sentí –escribió más tarde– el impulso de tener que salir a la calle. Le dije que me
marchaba y, aunque la madre insistió en que me quedara, por la compañía que hacía a su
hijo, me despedí. No sabía a dónde iba; ya en la calle, sin saber a dónde me dirigía, me
encontré de sopetón con Isidoro, que estaba haciendo tiempo para coger el tren de vuelta y
casualmente pasaba también por allí.
Aquel encuentro marcaría definitivamente la vida de Isidoro. Nada más saludarme –
recordaba el Santo– me dijo a bocajarro: Quiero entregarme a Dios y no sé cómo ni dónde. Ya
en casa, Isidoro le contó detalladamente sus inquietudes espirituales, y al oírle, don Josemaría le
habló extensamente de lo que Dios le había hecho ver poco tiempo antes.
Isidoro comprendió: aquello que su amigo había visto el 2 de octubre de 1928 era
precisamente lo que estaba buscando desde hace tiempo. Era un camino de santidad totalmente
nuevo para él, donde podría llevar a cabo las inquietudes espirituales que sentía en el fondo del
corazón. Y aquel mismo día se entregó por entero a la Obra.
El tenía ya una inquietud de entrega a Dios –recordaba san Josemaría años más tarde–, y
no necesitó pensar mucho para decidirse, porque cuando se trata de darse al Señor no es
necesaria gran deliberación; es el corazón y la fe lo que ha de mandar.

5. mujeres en el opus dei


Desde aquel 2 de octubre de 1928 la vida de san Josemaría sólo tenía un sentido: cumplir la
Voluntad de Dios; ser un instrumento fiel en sus manos para fundar aquello que le pedía: un
camino de santidad para los cristianos corrientes que viven en medio del mundo.
"Aquello" no tuvo nombre hasta que un día de 1930 un conocido le preguntó al Fundador:
–¿Cómo va esa Obra de Dios?
¡Obra de Dios! ¡Ese era el nombre! ¡Opus Dei! Porque, ¿qué era aquello sino una
maravillosa obra de Dios, operatio Dei, un trabajo divino? Para corresponder a ese amor de Dios –
enseñaba san Josemaría– los hombres debían convertir su trabajo ordinario en oración, en
expiación, en apostolado, en camino de santidad.
En un camino de santidad que el Fundador pensaba que era sólo para hombres. Nunca
habrá mujeres –ni de broma– en el Opus Dei, había escrito a comienzos de febrero de 1930. Sin
embargo, pocos días más tarde, el 14 de febrero, mientras celebraba la Santa Misa, descubrió otro
aspecto decisivo de aquel querer divino: en contra de lo que había pensado desde el principio, Dios
quería que hubiera mujeres en su Obra.
Era como si aquella primera luz que había recibido menos de año y medio antes, el 2 de
octubre de 1928, hubiese sido tan poderosa, tan cegadora, que no le hubiese permitido captar, a
causa de su resplandor, algunos perfiles decisivos del querer de Dios. Ahora, acostumbrados ya sus
ojos a esa luz, Dios le mostraba unas perspectivas insospechadas.
Aquel 14 de febrero de 1930, el Señor hizo que sintiera lo que experimenta un padre
que no espera ya otro hijo, cuando Dios se lo manda. Y, desde entonces, me parece que estoy
obligado a teneros más afecto –comentaba a sus hijas en el Opus Dei–: os veo como una madre
ve al hijo pequeño.
..............
Este modo de actuar es típicamente divino: Dios suele darnos a conocer su Voluntad
muchas veces envuelta en la penumbra, para que ejercitemos la virtud de la fe. Muestra primero un
aspecto de su querer; luego otro; luego otro... Es una manifestación de la profunda sabiduría de
Dios y de su paciente pedagogía con los hombres. Si –en 1928– hubiera sabido lo que me
esperaba –comentaba san Josemaría muchos años más tarde–, hubiera muerto: pero Dios
Nuestro Señor me trató como a un niño: no me presentó de una vez todo el peso, y me fue
llevando adelante poco a poco....

6. nuevas luces
Mientras tanto el ambiente antirreligioso iba cobrando cada vez un auge mayor en la vida
social. "Nunca olvidaré –escribe Santiago Escrivá, el hermano menor de Don Josemaría– aquel 11
de mayo de 1931, en el que quemaron varios Conventos en Madrid. Acompañé a Josemaría a llevar
el Santísimo desde la capilla del Patronato, en la calle Nicasio Gallego, a casa de un conocido, en la
misma Santa Engracia, esquina Maudes, casi en Cuatro Caminos. Fuimos andando. Josemaría iba
vestido de paisano y con una boina que le tapaba la gran tonsura que llevaba entonces. Por la calle
se podía circular, pues aunque el ambiente era revolucionario, la agitación estaba centrada
alrededor de los Conventos".
Al día siguiente san Josemaría volvería a vestir de nuevo el traje talar, que no se quitaría,
aún con grave riesgo de su vida, hasta que comenzó la guerra civil.
..........
Durante aquel tiempo Dios le fue dando a conocer su Voluntad cada vez con una mayor
profundidad, entre largos periodos de sequedad espiritual, en los que no faltaron momentos de
intenso gozo y nuevas iluminaciones divinas. Entre éstas hubo una que le corroboró de forma
inmediata y directa el núcleo del carisma fundacional del Opus Dei.
Tuvo lugar el 7 de agosto de 1931, fiesta de la Transfiguración en la diócesis de Madrid,
mientras celebraba la Santa Misa.
Llegó la hora de la Consagración –escribió aquel mismo día en un cuaderno–: en el
momento de alzar la Sagrada Hostia, (...) vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad
extraordinarias, aquello de la Escritura: "Et Ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad
meipsum" (Joann. XII.32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene
el "ne timeas", soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y las mujeres de Dios quienes
levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana...
Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas...
A partir de aquella nueva luz del Señor, predicó con una fuerza especial la necesidad de
poner a Cristo en la entraña de todas las actividades humanas mediante un trabajo
santificado, santificante y santificador.
Tiempo más tarde, nuevas mociones interiores de la gracia fueron completando y
desarrollando en su alma los perfiles de aquel querer divino que Dios le había mostrado el 2 de
octubre de 1928. Hubo uno que se le quedó hondamente grabado: un día del otoño de 1931, en una
oración especialmente elevada, advirtió, con una luz muy viva y de un modo muy particular, el
sentido de la filiación divina, que constituye el fundamento de la espiritualidad del Opus Dei.
En momentos humanamente difíciles –escribió–, (...) sentí la acción del Señor que hacía
germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta
tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide
nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración.
Estuve considerando –contaba en sus Apuntes íntimos– las bondades de Dios conmigo
y, lleno de gozo interior, hubiera gritado por la calle, para que todo el mundo se enterara de
mi agradecimiento filial: ¡Padre! ¡Padre! Y –si no gritando– por lo bajo, anduve llamándole
así (¡Padre!) muchas veces, seguro de agradarle.
Días más tarde, el 17 de octubre de 1931, este sentimiento se reavivó en un rato de oración
en el que se entretejieron la sequedad y la fe viva: Quise hacer oración, después de la Misa, en la
quietud de mi iglesia. No lo conseguí. En Atocha compré un periódico (...) y tomé el tranvía. A
estas horas, al escribir esto, no he podido leer más que un párrafo del diario. Sentí afluir la
oración de afectos, copiosa y ardiente. Así estuve en el tranvía y hasta mi casa.
Esa honda conciencia de la filiación divina se le grabó desde aquel instante en lo más hondo
del alma; y comprendió claramente que la filiación divina era el fundamento de aquel espíritu de
santificación y apostolado que Dios le llamaba a difundir por toda la tierra.
Aquella luz no constituyó sólo un impulso y un estímulo para su oración personal, que se
volvió aún más intensa y confiada ante un Dios Padre que nos ama más que todas las madres del
mundo pueden querer a sus hijos; fue una luz con la que enseñaría a contemplar, con mirada
nueva, todas las realidades humanas.
Precisamente porque somos hijos de Dios –recordaría más adelante– esa realidad nos
lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las
manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo,
amando al mundo.
Conocer a Cristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios, escribió don Josemaría con
trazos fuertes en un pequeño trozo de papel. Estas palabras sintetizaban la meta que, movido por
Dios, se había propuesto llevar a cabo a lo largo de su vida. Para alcanzarla, movilizaría a miles de
hombres y de mujeres de todas las profesiones, de todas las condiciones sociales, y les enseñaría a
sentirse urgidos, por su misma vocación cristiana, a trabajar por ese fin.
Movido por ese afán de llevar a Cristo a todos los sitios don Josemaría recordaba a sus hijos
en el Opus Dei –que denominaba una gran catequesis– que debían dar a conocer a Cristo –cada uno
en el lugar en que Dios los había colocado en el mundo–, mostrando la riqueza y las exigencias de
la vocación cristiana.
Esas exigencias –explicaba– no pueden reducirse al cumplimiento periódico de unos
deberes religiosos: tienen que enriquecer y vivificarlo todo: el quehacer personal, el familiar y el
social.

7. fuego he venido a traer a la tierra


En octubre de 1932, a los cuatro años de la fundación del Opus Dei, hizo unos días de retiro
espiritual en un convento de carmelitas situado en las afueras de Segovia, desde el que se
contemplaba la afilada proa de rocas sobre la que se asienta la ciudad castellana.
Allí, durante un rato de oración, en la capilla de la iglesia conventual en la que reposan los
restos de San Juan de la Cruz, puso las diversas tareas apostólicas del Opus Dei bajo la protección
de los arcágeles San Miguel, San Gabriel y San Rafael, y de los Apóstoles San Pedro, San Pablo y
San Juan.
Meditaba con frecuencia sobre la vida cotidiana de estos apóstoles que siguieron al Señor:
Lo que a ti te maravilla –escribió– a mí me parece razonable. –¿Que te ha ido a buscar Dios
en el ejercicio de la profesión? Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a
Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores.
Siguiendo los pasos del Señor, empezó a buscar a los primeros hombres y mujeres que
pudieran entenderle, y fue reuniendo en torno suyo, con mucho esfuerzo, a un pequeño grupo de
personas: jóvenes universitarios que le ayudaban a cuidar a los enfermos de los Hospitales, y a los
que encendía en el amor a Dios; y también artistas, obreros, artesanos... a los que le mostraba la
perpectiva de una vocación cristiana vivida en toda su radicalidad, en el lugar que tenían en el
mundo, bien identificados con Jesucristo.
Poco a poco, a comienzos de la década de los 30, fueron viniendo los primeros: Isidoro
Zorzano su antiguo amigo de Logroño, Luis Gordon, un joven ingeniero industrial... y con aquel
puñado de jóvenes, que se podían contar con los dedos de las manos, ¡tenía que extender la labor
apostólica en todo el mundo!
Todavía eran pocos, muy pocos, para hacer realidad lo que Dios le pedía; pero no se
desalentaba; y cada día llevaba a cabo, hasta el agotamiento, un apostolado intensísimo con todo
tipo de personas. Aquel querer divino era como un fuego –esa palabra, fuego, está muy presente en
sus escritos de esta época– dentro de su alma, en la que resonaban con fuerza las palabras del
Evangelio: "Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?".
San Josemaría hablaba con unos y otros; insistía, explicaba; no le entendían; volvía a
explicar. Duele ver –comentaba– que, después de dos mil años, haya tan pocos que se llamen
cristianos en el mundo. Y que, de los que se llaman cristianos, haya tan pocos que vivan la
verdadera doctrina de Jesucristo. ¡Vale la pena jugarse la vida entera!: trabajar y sufrir, por
Amor, para llevar adelante los designios de Dios, para corredimir.
Les enseñaba a santificarse en su trabajo y a luchar por ser algo que aquel entonces sonaba a
novedad: contemplativos en medio del mundo.
¡Contemplativos en medio del mundo! Esto asustaba a algunos de los que le escuchaban –
porque estaban también los que no estaban dispuestos ni siquiera a escucharle–. Les parecía que la
contemplación era algo exclusivo de personas alejadas del mundo... A otros esta propuesta no les
llegaba a asustar, sencillamente porque no la entendían...

8. tres, tres mil, trescientos mil


Y estaban también, naturalmente, los que le entendían, pero no querían seguirle. Y los que
le seguían durante algún tiempo y luego no perseveraban. Como comentaría gráficamente años más
tarde, las almas se le escapaban como se escapan las anguilas en el agua.
Juan Jiménez Vargas, uno de los primeros miembros del Opus Dei, conserva bien grabada
en la memoria uno de sus primeros encuentros con "el Padre", como le llamaban todos aquellos
chicos que le rodeaban, siguiendo el uso común de la época para denominar a los sacerdotes. Juan
era un estudiante de Medicina y había ido "dando largas" a aquel joven sacerdote que deseaba
hablar con él desde hacía varios meses, sin conseguirlo.
Al fin, en diciembre de 1932, estuvieron hablando personalmente. Don Josemaría le mostró
el panorama apostólico del Opus Dei –recuerda Juan Jiménez Vargas– "sin la menor nota de
sensacionalismo, sin detalles personales incompatibles con su profunda humildad.
«En aquella primera conversación me explicó el Opus Dei con mucha extensión, detallando
muchas cosas que en aquel momento estaban muy lejos de ser realidad, y que han ido saliendo
muchos años después.
«Quedaba bien patente su correspondencia a la vocación. Y en medio de aquella naturalidad
y sencillez con que hablaba de todo, resultaba evidente que el Padre era la persona que Dios había
elegido para hacer la Obra y que se había entregado de tal manera, que su preocupación por hacer
realidad aquella misión divina era como algo que había llegado a constituir la característica más
decisiva de su propia personalidad".
Pocos días después, el 4 de enero de 1933, aquel joven estudiante de Medicina se
consideraba plenamente de la Obra. Aquella decisión no fue fruto sólo de su generosidad personal:
Dios concedió a aquellos primeros hombres y mujeres una gracia especial para entender, en toda su
hondura y profundidad, el mensaje que les transmitía aquel sacerdote: "Era como si uno hubiese
comprendido la Obra –comenta Jiménez Vargas– con un conocimiento humanamente
inexplicable".
Dos semanas más tarde, el 21 de enero del 33, Juan asistió, junto con otros dos estudiantes
de Medicina, a la primera de las clases de formación espiritual del Opus Dei, que luego se
denominarían círculos o clases de formación. Tuvo lugar en una sala del Asilo de Porta Coeli, que
don Josemaría había pedido prestada a las religiosas que trabajaban allí. Había invitado, con gran
ilusión apostólica, a muchos estudiantes universitarios. Había hablado con unos y otros, y al final,
después de tanto empeño, y de tanta oración... sólo se presentaron tres.
Me vinieron sólo tres –recordaría años más tarde–. ¡Qué descalabro!: ¿verdad? ¡Pues
no! Me puse muy optimista, muy contento, yme fui al oratorio de las monjas; expuse a
Nuestro Señor en la Custodia y di la bendición a aquellos tres. Me pareció que el Señor Jesús,
Nuestro Dios, bendecía a trescientos, trescientos mil, treinta millones, tres mil millones...,
blancos, negros, amarillos, de todos los colores, de todas las combinaciones que el amor
humano puede hacer.

9. la limosna de la oracion
El Fundador no tenía siquiera ni un local donde reunir a aquellos jóvenes; y en aquellos
momentos no podía mostrarles más que proyectos de futuro. Pero no se desanimaba; les dibujaba,
lleno de fe, un maravilloso horizonte espiritual; un horizonte maravilloso, sí; pero difuso y lejano,
como todos los horizontes.
Sin embargo, la rotunda certeza con la que don Josemaría les hablaba sobre el futuro del
Opus Dei, su fe sin fisuras en que el Opus Dei era plenamente de Dios, confirmaba a aquellos
hombres jóvenes en su decisión de entrega. Se veía a la legua que aquello no era "la idea de un
cura"; y que aquel sacerdote obraba con la seguridad absoluta de estar cumpliendo un mandato
imperativo de Cristo.
Don Josemaría no era un soñador: había visto el Opus Dei; no lo había "imaginado", ni
"soñado", que son cosas muy distintas. Sabía que tarde o temprano sería una realidad gozosa, y que
se extendería por toda la tierra en servicio de la Iglesia. Llenos de fe, aquellos primeros miembros
del Opus Dei confiaron en Dios y en aquel sacerdote, que les repetía con fuerza:
–La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre.
A ellos, por tanto, no les correspondía inventar nada: su tarea era la de secundar la gracia
del Espíritu Santo, y poner los medios necesarios para levantar aquel edificio sobrenatural: y esos
medios eran, como les enseñaba el Fundador, en primer lugar, la oración; en segundo lugar, la
expiación y en tercer lugar –muy en tercer lugar, como precisaría en Camino–, como un fruto
granado de todo lo anterior, la acción apostólica.
En primer lugar, la oración: don Josemaría rogaba por todas partes la limosna de la oración.
"Pedía oraciones a todo el mundo –recuerda Jiménez Vargas–: a los sacerdotes, a las monjas de
clausura, a los enfermos".

10. el cimiento del dolor


En segundo lugar, la expiación. ¿Nuestra labor actual? –le escribía a Isidoro Zorzano, que
trabajaba en Málaga–. Cada uno de nosotros somos un sillar de los cimientos. A adquirir vigor
espiritual, a prueba de pruebas, para poder resistir el ingente peso de la Obra de Dios. Orar.
Expiar.
Sus penitencia se hicieron muy intensas durante esos años. Me pide el Señor
indudablemente –le escribía a su director espiritual el 22 de junio de 1933, tras unos días de
retiro– que arrecie en la penitencia. Cuando le soy fiel en este punto, parece que la Obra toma
nuevos impulsos.
Para entender el sentido de las fuertes mortificaciones de don Josemaría durante este
periodo hay que reflexionar sobre este punto: este joven Fundador sentía en el fondo de su alma
que Dios le pedía más, más, más...: miles de hombres y de mujeres, nuevas ciudades, nuevas
naciones, otros continentes, ¡el mundo entero para Cristo! Y él, ¿quien era? Un sacerdote de 31
años sin medios, sin experiencia, sin... ¡nada! Sólo contaba con la gracia de Dios y buen humor.
¡Y tenía que hacer el Opus Dei! ¿Cómo? Le pedía luces al Señor con la oración del alma y con la
oración del cuerpo: la mortificación.
Habitualmente, señala Berglar, los fundadores de cualquier cosa hacen declaraciones,
comparecen ante la prensa, ponen anuncios y explican sus programas. En la fundación del Opus
Dei no sucedió así; y esto es comprensible, si se piensa que las Obras de Dios no pueden estar
hechas de los mismos materiales que las obras de los hombres. Si aquella Obra de Dios debía
luchar por poner la Cruz en la cumbre de todas las actividades humanas, era lógico –con una lógica
sobrenatural– que el Fundador comprendiese que había que poner primero la Cruz en lo más hondo
de sus cimientos.
De pequeño, antes de que Dios leº llamase al sacerdocio, quería ser arquitecto para construir
grandes casas y altos edificios. Y ahora debía levantar uno, altísimo y singular: un edificio
sobrenatural. Dios le pedía que pusiera los cimientos de una Obra de Dios. ¿Dónde encontrar esos
cimientos?
¿Fines sobrenaturales? –pensó– ¡Medios sobrenaturales! La oración, el dolor ofrecido a
Dios, los sufrimientos de los enfermos desahuciados, los dolores de los más desamparados, las
oraciones de los niños!: sí; ¡esos serían los cimientos de esa Obra, de ese trabajo de Dios, del Opus
Dei!
Fui a buscar fortaleza –contaría más tarde– en los barrios más pobres de Madrid. Horas
y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres
vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en
la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios.
11. en los hospitales de madrid
Visitó durante aquellos años a numerosos enfermos de diversos Hospitales de Madrid: el
Hospital General, o Provincial; el Hospital de la Princesa, junto a la Glorieta de San Bernardo; y el
Hospital del Rey, que se llamó más tarde Hospital Nacional, dedicado exclusivamente a la
asistencia y aislamiento de enfermos infecciosos, y algunos otros más pequeños.
En esos grandes Hospitales fallecían cada año millares de personas a causa de la fiebre
tifoidea, de la neumonía aguda, de la viruela y de la tuberculosis. Especialmente en lo que se refiere
a esta última enfermedad, las cifras de mortalidad eran escalofriantes. Algunas de aquellas crujías
repletas de tuberculosos no eran más que una antesala de la muerte, donde aquellos hombres y
mujeres consumían, sin esperanza alguna de curación, los últimos días de su vida.
San Josemaría atendía espiritualmente a aquellas pobres gentes y las socorría en sus
necesidades materiales. Les pedía –contaba años más tarde– que ofrecieran esos dolores, sus
horas de cama, su soledad –algunos estaban muy solos–: que ofrecieran al Señor todo aquello
por la labor que hacíamos con la gente joven.
Al Hospital General, un inmenso edificio situado en la calle de Santa Isabel, acudía muchas
tardes con varios grupos de muchachos, de sacerdotes, de artesanos, etc. Le conmovía contemplar
el espectáculo doloroso de aquellas crujías atestadas de enfermos, donde el ambiente era cada vez
más hostil hacia la fe, como fruto de la creciente propaganda anticatólica. Antes de hablarles de
Dios, tenía que vencer la deconfianza de muchos enfermos con detalles de comprensión, de afecto
y de servicio: les hacíamos las camas, les lavábamos los pies, les cortábamos las uñas –
perdonad estos detalles–, les peinábamos. Les decíamos palabras de cariño...
No eran tareas gratas: con frecuencia había que limpiar hasta los vasos de noche, ya que en
aquellos lugares nadie se ocupaba de eso por escasez de personal. En una ocasión le acompañaba en
estos menesteres un joven ingeniero, Luis Gordon. Al ir a limpiar aquel objeto don Josemaría
advirtió en su rostro un gesto de repugnancia. Le siguió hasta los lavabos, para sustituirle en aquella
tarea, pero al llegar vio que Luis había vaciado ya el vaso de noche y lo limpiaba con sus propias
manos, musitando algo en voz baja.
Años más tarde, evocaría en Camino este sucedido:
¿Verdad, Señor, que te daba consuelo grande aquella "sutileza" del hombrón–niño
que, al sentir el desconcierto que produce obedecer en cosa molesta y de suyo repugnante, te
decía bajito: ¡Jesús, que haga buena cara!?
Un día le señalaron a don Josemaría la cama de un enfermo: era un gitano moribundo, que
había recibido una puñalada en una reyerta. "Este hombre se muere –le comentaron–. Ya no hay
nada que hacer".
Procuré que nos dejaran solos. Dije al gitano unas palabricas y se conmovió. Le
advertí también que se moría, y él quiso confesarse. Luego, cuando le día a besar el crucifijo,
me decía a gritos, sin que pudiera hacerle callar:
–Con esta boca mía podrida no puedo besar al Señor.
–¡Pero si le vas a dar un abrazo –le dije– y un beso muy fuerte enseguida, en el Cielo!
Aquel grito sincero de compunción se le quedó clavado en el alma. ¿Habéis visto –
comentaba años más tarde– una manera más hermosamente tremenda de manifestar la
contrición? Después, alguna vez lo he dicho también yo, a solas, sin dar voces: con esta boca
mía podrida, no puedo besarte, Señor. He aprendido de un gitano moribundo a hacer un acto
de contrición.
Solía acudir también al Hospital de la Princesa, situado en la Glorieta de San Bernardo. "Iba
de sala en sala –recordaba uno de los médicos internos que trabajaban allí–, hablando con los
enfermos, confesaba y daba la comunión, con un cariño y una simpatía que encantaba al personal
sanitario y a los enfermos (...). No temía al contagio, aunque en todas las salas en que entraba había
enfermos contagiosos; más de una vez se le avisó del peligro que corría en el trato con los
enfermos, y siempre contestaba, con simpatía y sonriente, que él estaba inmunizado a todas las
enfermedades".

12. en el hospital del rey


Otro hospital al que acudía con frecuencia era el Hospital del Rey, que en aquellos años de
exaltación republicana había cambiado su nombre por el de Hospital Nacional. Su capellán era un
sacerdote joven de 28 años, don José María Somoano, que era muy amigo del Fundador del Opus
Dei.
En aquel lugar se encontraba hospitalizada una mujer cordobesa de 34 años, María Ignacia
García Escobar, que había ingresado en 1930 con una tuberculosis avanzada e incurable.
Urgido por el Fundador, don José María Somoano, le decía con frecuencia a María Ignacia:
"hay que pedir mucho por una intención que es para bien de todos.– Esta petición no es de días; es
un bien universal que necesita oraciones y sacrificios, ahora, mañana, y siempre. Pida sin
descanso...".
María Ignacia ofrecía todos sus dolores por aquella intención: "De noche –escribía en su
cuaderno de notas– cuando los dolores no me dejan dormir, me entretengo en recordarle su
intención repetidas veces a Nuestro Señor".
En ese cuaderno de notas se advierte progresivamente, de un modo indirecto, la influencia
del espíritu del Opus Dei en el alma de esta mujer. Don Josemaría le fue enseñando, poco a poco, el
"programa" para cursar con aprovechamiento la asignatura del dolor de la que hablaría más
tarde en Camino.
"Sonreiré estos días –escribe María Ignacia en coloquio con el Señor el 7 de febrero– en
medio de cuantas sequedades y tribulaciones quieras enviarme. Todo lo podré contigo".
Casi un año más tarde, el 9 de abril de 1932, aquella mujer desahuciada por los médicos
formaba parte del Opus Dei. Fue uno de los días más alegres y felices de su vida. Dejó constancia
de ello en su cuaderno, que rebosaba agradecimiento y alegría por aquel inesperado don de Dios.
Aquella enfermedad –lo comprendía ahora con una luz nueva– era algo más que una cruz dolorosa
que debía soportar con resignación: era su trabajo, su instrumento de santificación, su camino
concreto y gozoso para llegar a Dios; su medio específico para hacer el Opus Dei en esta tierra.
Meses más tarde, el día 21 de julio de 1932, su cuaderno comenzaba de un modo grave: "El
día 17 de este mes –escribía María Ignacia– nos dejó nuestro celoso y santo capellán". Dos días
antes don José María Somoano se había puesto gravemente enfermo, y había ingresado en el
Hospital con un extraño cuadro de quebrantamiento general: afonía, vómitos, fiebres y sudores
fríos. Fue perdiendo el pulso y empeorando hora tras hora, hasta que el día siguiente, 16 de julio,
fiesta de la Virgen del Carmen, falleció. Al día siguiente lo enterraron.
El Fundador comunicaba esta certeza: aquella muerte repentina, aunque a los ojos humanos
pudiera parecerlo, no podía suponer un retroceso, porque estaba seguro que don Jose María
Somoano intercedería desde el Cielo. Y María Ignacia escribe en su cuaderno, llena de fe, esta
misma idea: "A mis hermanos en la Obra de Dios les diré: '¡No tengáis pena! Nuestra hermosa
Obra dará un paso adelante; no lo dudéis'".
Se desconocen las circunstancias que rodearon aquella muerte, pero todo apunta a que,
como creía el Fundador y confirman los datos médicos, muriese envenenado a causa del fanatismo
antirreligioso.
"Antes de conocer la Obra de Dios –escribía el Fundador tras la muerte de su amigo–,
luego de los incendios sacrílegos de Mayo, al iniciarse la persecución con decretos oficiales,
fue sorprendido en la Capilla del Hospital –del que fue capellán y apóstol hasta el fin, a pesar
de todas las furias laicas–, ofreciéndose a Jesús –en voz alta (creyéndose solo), por impulso de
su oración–, como víctima por esta pobre España.
Nuestro Señor Jesús aceptó el holocausto y, con una doble predilección, predilección
por la Obra de Dios y por José María, nos lo envió: para que nuestro h. redondeara su vida
espiritual, encendiéndose más y más su corazón en hogueras de Fe y Amor; y para que la
Obra tuviera junto a su Trinidad Beatísima y junto a María Inmaculada quien de continuo se
preocupe de nosotros.–(...)
Yo sé que harán fuerza sus instancias en el Corazón Misericordioso de Jesús, cuando
pida por nosotros, locos –locos como él, y... ¡como El!– y obtendremos las gracias abundantes
que hemos de necesitar para cumplir la Voluntad de Dios".
Dios se iba llevando consigo a los que, aparentemente, más necesitaba el Fundador en
aquellos difíciles comienzos. Pocos meses después de la muerte de don José María Somoano, en la
madrugada del 5 de noviembre, tras una breve enfermedad, falleció Luis Gordon, otro de los
primeros miembros del Opus Dei. Y diez meses más tarde, el 13 de septiembre de 1933 murió
María Ignacia.
Aún antes de conocer la Obra –escribió san Josemaría tras su fallecimiento– ya aplicaba
María por nosotros los terribles sufrimientos de sus enfermedades. (...) La oración y el
sufrimiento han sido las ruedas del carro de triunfo de esta hermana nuestra. –No la hemos
perdido: la hemos ganado. –Al conocer su muerte, queremos que la pena natural se trueque
pronto en la sobrenatural alegría de saber ciertamente que ya tenemos más poder en el Cielo.

13. la academia dya


"Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere –se lee en el
Evangelio– produce mucho fruto". Tras aquella intensa oración y aquella expiación generosa vino
el fruto granado, consecuencia de la vibrante acción apostólica que don Josemaría desplegaba entre
todo tipo de personas. Trataba especialmente a un grupo de universitarios jóvenes, que reunía –a
falta de otro lugar– en la modesta casa de su madre, en la calle Martínez Campos.
Aquellas reuniones tenían lugar en una habitación soleada de la casa con varios balcones
que daban a la calle. No eran nada formales: comenzaban tras una alegre tertulia en torno a la
merienda, y luego don Josemaría iba hablando personalmente con aquellos chicos, encendiéndolos
en el amor a Dios, estimulándolos a una entrega generosa a los demás, enseñándoles a santificar el
trabajo cotidiano, y haciéndoles superar una visión estrecha –muy extendida– que reducía el
cristianismo a un conjunto de prácticas "añadidas" a la vida diaria. Al terminar, antes de que se
marcharan, tomaba un misal y les hacía un comentario vibrante del Evangelio del día.
Eran chicos jóvenes, y por lo general, universitarios de diversos cursos de carrera, salvo
algún profesional joven. La mayoría eran de Madrid, aunque no faltaban algunos de otras
provincias españolas. Con algunos de ellos, para que profundizaran en el estudio de la doctrina
cristiana y la pudieran enseñar a los demás, organizó una catequesis para niños de los arrabales de
la capital, en el barrio de los Pinos, en un colegio atendido por unas religiosas. El ambiente de la
barriada era muy hostil; tanto que, como recuerda una de aquellas religiosas, "atravesar aquel barrio
era para un sacerdote un acto heroico por las burlas y las amenazas".
Con algunos de esos universitarios comenzó, el 21 de enero de 1933 una labor por la que
había rezado durante mucho tiempo: la Academia DYA, la primera labor apostólica corporativa del
Opus Dei. Estaba situada en la calle Luchana, en el barrio de Chamberí.
DYA: Derecho y Arquitectura; eso quería decir el nombre grabado en la placa de bronce
que Isidoro Zorzano había encargado en los talleres de Ferrocarriles. Pero aquel título tenía otra
lectura, más profunda y sobrenatural: "Dios y Audacia".
La ayuda divina nunca le había faltado a don Josemaría; la audacia humana tampoco. Con
ese equipaje sobrenatural y humano se lanzó a aquella aventura, con una confianza plena en Dios.
Al comienzo, se arregló como pudo; y con unos muebles que le dio su madre y con los que
le regaló una conocida de la familia, Conchita, se hicieron maravillas: de un banco inmenso,
después de partirlo, sacaron dos; y con unas piezas de damasco confeccionaron unos ornamentos y
el frontal de altar. Poco después, comenzaron a llegar los estudiantes y empezó a crecer la labor.
Aquel primer centro –recordaba Mons. Cantero, Arzobispo de Zaragoza– era "una actividad
civil, no eclesiástica ni confesional". Era simplemente una Academia a la que acudían estudiantes
de todas las carreras universitarias, atraidos por el ambiente de trabajo responsable que se creaba en
aquel piso, donde tenían lugar, en un clima de libertad, diversas actividades de formación espiritual.
"Aquello era –afirma Mons. Cantero– sin duda, una novedad porque suponía un planteamiento
audaz". Y concluye: "lo divino estaba empapado de lo secular, y lo más laical estaba lleno de
Dios".
Don Josemaría recibía a aquellos universitarios en su sencillo despacho y les animaba a ser
sinceros, trabajadores, piadosos y amantes del sacrificio que comporta el cumplimiento del deber.
Ahora lo principal, escribía a uno de esos jóvenes: 1. La oración: en tu primera carta, con
sencillez, háblame de oración. 2. ¿Procuras clavarte en la Cruz de Cristo, cada día un poco,
haciendo vida de expiación? No desprecies las cosas pequeñas: son las que te pide el Señor,
precisamente. 3. Estudio. ¿Cuántas horas sacas?
Pero no sólo llegaban estudiantes a visitar a don Josemaría. Venían a visitarle también los
cobradores de las deudas. Y cuando le llegaba el dinero para pagar la factura de la luz, no le
alcanzaba para la del teléfono. Y cuando había pagado las dos, venía la del agua: no llegaba.
Aquella aventura, no era, a los ojos de algunos, más que un disparatón. Uno de sus amigos
comentaba que aquello era lo mismo que "tirarse desde gran altura sin paracaídas". Vistas las cosas
desde un punto de vista meramente humano, quizá no le faltase razón.
Pero san Josemaría no desfallecía. ¡Dios y audacia! –repetía–. La audacia no es
imprudencia. La audacia no es osadía. Su audacia era, en definitiva, la consecuencia de su plena
confianza filial en su Padre Dios. Por eso, a las pocas semanas de funcionamiento reunió a varias
personas que colaboraban en la Academia DYA y les expuso un nuevo proyecto. ¡Cuando todos
pensaban que iba a echarse atrás a causa de las dificultades!
Su plan era, no sólo continuar con la Academia, sino comenzar, además, en el próximo
curso 1934–35, una Residencia de estudiantes.

14. dios me ha metido en esto


Su madre rezaba por todas estas "locuras", sin comprenderlas demasiado. ¿Qué buscaba su
hijo con estas cosas? ¿Porque no había querido ni plantearse siquiera un posible cargo de canónigo
que le había buscado ella, tras hablar con un familiar suyo, el Obispo de Cuenca? Pasaban los años
y su hijo no parecía demasiado preocupado por "labrarse un futuro". ¿Qué pretendía?
Mientras tanto, en aquel año de 1934, Doña Dolores se había tenido que trasladar de nuevo
de casa, ya que habían nombrado a su hijo Josemaría Rector del Patronato de Santa Isabel. Se
fueron a vivir a la calle del mismo nombre, donde estaba la residencia del Rector.
Este Patronato era una antigua fundación de los Austrias, que comprendía una iglesia
pública, un convento de Religiosas Agustinas de clausura, la citada casa del Rector, la de los
Capellanes, y el colegio de la Asunción. Estaba situado cerca de la Facultad de Medicina de San
Carlos, y de la Estación de tren del Mediodía, en el corazón de una de las zonas más populares de
Madrid; y también, en el núcleo de una de las más afectadas por las revueltas callejeras.
El ambiente era malo y se manifestaban los brotes anticlericales que cada vez iban tiñendo
más la vida cotidiana del país. "Josemaría –recuerda su hermano Santiago– recibía con frecuencia
insultos y amenazas: le llamaban "cucaracha" y le decían que le matarían".
Santiago Escrivá recuerda también las comidas para pobres vergonzantes que daban en
aquel establecimiento y una pequeña anécdota que manifiesta la finura de alma de san Josemaría.
Un dia, una señora, viendo lo sucia que estaba una niña de seis o siete años que venía por allí, hizo
un comentario peyorativo en su pesencia. "Josemaría excusó a la niña –cuenta el hermano del
Fundador– diciendo que en su casa no tenían agua caliente; que esa suciedad estaría mal en mí, que
estaba presente, pero no en la niña".
También recuerda como doña Dolores vivió en aquel lugar "con mucha estrechez y nunca se
quejaba; acomodaba su vida a lo que podía tener, sin crearse más necesidades.
Estoy seguro que todas las contradicciones que tuvo que sufrir en la vida las llevaba con
sentido sobrenatural, con un constante ofrecimiento al Señor."
A doña Dolores le apenaban, además, las mortificaciones corporales de su hijo Josemaría.
"Mi hermano –cuenta Santiago Escrivá– trataba de disimular todo lo que podía y escondía los
cilicios y las disciplinas. Pero era muy difícil que nosotros, que convivíamos con él, a pesar de sus
esfuerzos, no nos diésemos cuenta".
También observaba Doña Dolores, con cierta perplejidad cómo, a trancas y barrancas, la
Academia seguía adelante. Y que, poco después, Josemaría se embarcaba en un nuevo proyecto:
una Residencia en el nº 50 de la calle de Ferraz. Era una casa grande, muy cerca de la Ciudad
Universitaria, en la que había alquilado la primera planta completa, con dos departamentos para
poner la residencia de estudiantes y un piso más, en la segunda planta, para la Academia DYA.
Otra aventura. ¿Por qué?
Un día Josemaría le pidió su colaboración: para sacar la Residencia adelante necesitaba su
ayuda. Quizá con parte de la venta de las tierras de Fonz, con la finca de "El Palau", que habían
heredado del tío Mosén Teodoro...
¡Las tierras de Fonz! Ella pensaba que con lo que sacara de la venta de aquellas tierras iba a
tener, por fin, un pequeño respiro económico tras tantos años de estrecheces. Su hijo le explicó
entonces lo que Dios le había hecho ver el 2 de octubre y le mostró el panorama apostólico futuro
del Opus Dei.
Doña Dolores y Carmen comprendieron y no dudaron en prestar su cooperación; y a partir
de entonces fueron uniéndose, poco a poco, a aquel querer de Dios que humanamente era una
locura. "¡En qué lío te has metido!", le decía Santiago, ya con quince años, a su hermano mayor.
Pero don Josemaría le explicaba:
–Si no he sido yo; ¡Dios me ha metido en esto!
15. con los universitarios
En la Residencia de Ferraz. se fueron resolviendo, poco a poco, las dificultades. Pero en
octubre de 1934, en contra de todos los planes previstos, sólo contaban con un residente. Era
comprensible: había estallado la revolución en Asturias y la Universidad estaba cerrada. Sin
embargo don Josemaría no se desalentaba y animaba a todos. ¡Había que crecerse ante las
dificultades! ¡A través de los montes pasarían las aguas!
En el mes de enero contaban con ocho residentes. El Fundador seguía confiando en
Dios;pero las numerosas plazas vacías iban agravando cada vez más las cifras del presupuesto y los
problemas económicos se agravaban. Si me sacas de esto, te nombro patrono, le dijo un día
mentalmente a San Nicolás, acogiéndose a su intercesión en aquella difícil coyuntura económica,
mientras se disponía a celebrar la Santa Misa en la Iglesia de Santa Isabel.
Pero antes de subir al altar se arrepintió de su falta de confianza en el santo de Bari, y
concluyó:
–Y si no me sacas, te nombro igual...
Tras superar dificultades de todo tipo –nunca han sido fáciles los comienzos de las obras de
Dios–, el 31 de marzo de 1935 don Josemaría tuvo la alegría de poder celebrar la Misa junto al
primer Sagrario que tuvo el Opus Dei en el mundo, en esa residencia universitaria de la calle
Ferraz. Se había hecho realidad la primera locura de su vida.
..................
¿Por qué comenzó primero el Fundador del Opus Dei la labor apostólica con los
universitarios? No obraba así por ninguna razón de elitismo o de exclusivismo social, que detestaba
profundamente. De cien almas nos interesan cien solía repetir con frecuencia. Sus razones era
mucho más profunda. En su predicación recordaba que Dios había venido a salvar a todos sin
excepción; que todos habían sido llamados a la santidad; y que Dios había amado al mundo hasta el
extremo de entregar a su Hijo, hecho hombre, para redimir a la Humanidad entera.
Seguir a Jesús, para un cristiano corriente que vive en medio del mundo –enseñaba–,
comporta imitar su generosidad y su entrega, y luchar por recapitular en Cristo todas las cosas
informando cristianamente toda la sociedad. Y en esa tarea los intelectuales tienen una
responsabilidad especial por el puesto decisivo que ocupan dentro de la sociedad. Comenzando por
ellos se podría llegar más eficazmente a todos los demás.
Por esa razón urgía a aquellos universitarios que le rodeaban a profundizar en la doctrina
cristiana. La ignorancia, enseñaba, es el mayor enemigo de la fe. Animaba a aquellos jóvenes a
difundir esa doctrina con valentía: el mandato de Cristo a sus Apóstoles –explicaba– cobra, si
cabe, una apremiante actualidad: id y enseñad a todas las gentes. No podemos desentendernos,
no podemos cruzarnos de brazos, no podemos encerrarnos en nosotros mismos. Acudamos a
combatir, por Dios, una gran batalla de paz, de serenidad, de doctrina.
...............
En esa batalla, el Fundador se sentía un simple instrumento. Y no se consideraba
imprescindible. Le importaba, por encima de todo, que se cumpliese aquella voluntad de Dios que
había visto tan clara en su alma el 2 de Octubre. Por eso, de vez en cuando, tomaba aparte a alguno
de los jóvenes miembros del Opus Dei y les preguntaba:
–Si yo me muero, continuarás con la Obra?
V. TIEMPOS DE GUERRA

1. verano del 36
Aquel año de 1936 todo empezaba a consolidarse: la Academia contaba con bastantes
alumnos y la Residencia estaba totalmente llena; y del 10 al 13 de abril de aquel año el Fundador
tuvo la alegría de poder celebrar allí el primer Retiro Espiritual organizado en un Centro del Opus
Dei. Se daban ya los primeros pasos para comenzar en Valencia; se hacían planes para comenzar en
París; y fueron llegando nuevas vocaciones... y llegaron también los sangrientos sucesos del verano
de 1936, que dieron inicio a la terrible guerra civil española.
Esa lucha fratricida que ensangrentó las tierras de España a lo largo de tres años marcó un
hito sombrío en la historia de las persecuciones contra la Iglesia. Sólo en un día de aquel verano, el
25 de julio, fiesta del Apóstol Santiago, Patrón de España, fueron asesinados 95 eclesiásticos. Y en
el mes de agosto la barbarie anticlerical se apoderó de las calles y pueblos: se cometieron 2.077
asesinatos –unos 70 al día– contra sacerdotes, religiosos y religiosas. Y no faltaron también los
asesinatos de muchos hombres y mujeres, laicos, por el solo hecho de ser católicos.
El 20 de julio don Josemaría tuvo que abandonar rápidamente la Residencia de la calle
Ferraz, situada muy cerca del Cuartel de la Montaña, escenario de las primeras acciones de la
guerra. Se trasladó a casa de su madre, en la calle Doctor Cárceles. Pero aquel no era un lugar
seguro. A comienzos de agosto les dijeron que se iba a hacer un registro en aquella casa y su
familia decidió que era peligroso que permaneciese allí: era mejor que se refugiase en casa de un
amigo. No eran temores vanos: poco tiempo después les llegó la noticia de que habían ahorcado a
un hombre que se le parecía mucho.
Comenzó un largo calvario de refugio en refugio. Fue recorriendo sucesivos domicilios
particulares. Era una situación particularmente grave: en aquellas circunstancias, amparar a un
sacerdote bajo el propio techo equivalía a firmar la propia sentencia.
No podía transitar por la calle: cualquier control callejero podía ser fatal. Declararse
sacerdote era declararse convicto de muerte. No tenía documentos, ni dinero para sobrevivir:
únicamente Isidoro Zorzano, ya establecido en Madrid, seguía cobrando su sueldo. Y le llegaban
por todas partes rumores de detenciones arbitrarias, registros, torturas y "paseos"...
El paseo. Esa palabra, hermosa e inocente, había quedado prostituida por la guerra. "Dar un
paseo", en aquel verano del 36, ya no significaba deambular bajo la sombra de las acacias por los
anchos bulevares de Madrid, o charlar con un amigo por entre las arboledas del Retiro, sino algo
dramático, sórdido y terrible. Una noche cualquiera se oían unos golpes en la puerta; entraban unos
milicianos, registraban la casa, insultaban y tomaban al padre o a uno de los hijos, o a cualquiera:
"Ven, ven, que te vamos a dar un paseo". Aquel paseo solía acabar en el depósito de cadáveres,
donde acudían las madres a reconocer los cuerpos de sus hijos entre los insultos de las mujeronas
de las barriadas, o en un charco de sangre junto a los muros de cualquier cementerio, como le había
sucedido a un sacerdote amigo suyo, don Lino Vea–Murguía.
El 30 de agosto se encontraba refugiado con otros perseguidos en un piso de la calle
Sagasta. Uno de ellos no sabía quien era don Josemaría. Años más tarde recordaba lo que sucedió
en un momento crítico: "Los milicianos habían entrado para uno de esos registros que hacían:
revisaban desde el sótano a la buhardilla... comenzaron a inspeccionar los sótanos y pasaban
después a cada uno de los pisos. Antes de que llegaran al nuestro, por una escalera interior, nos
subimos a una buhardilla, llena de polvo de carbón y de trastos, como todas las buhardillas, y en las
que no nos podíamos poner de pie porque llegábamos con la cabeza al techo... Hacía un calor
insoportable. En un momento oímos cómo entraban en la buhardilla de al lado para hacer el
registro...
Estando en esta situación se me acerca don Josemaría y me dice:
–Soy sacerdote; estamos en momentos difíciles; si quieres, haz un acto de contrición y
yo te doy la absolución.
Inexplicablemente, tras haber registrado toda la casa, no entraron en aquella buhardilla.
Supuso mucha valentía decirme que era sacerdote ya que yo podía haberle traicionado y, en caso de
que hubieran entrado, podía haber intentado salvar mi vida, delatándolo".
En vista de la gravedad de la situación, en octubre de 1936 don Josemaría no tuvo más
remedio que refugiarse en la Clínica de un amigo de su familia, el Dr. Suils, dedicada a enfermos
mentales. Qué ironía: ¡tantas veces le habían llamado loco por sus aventuras apostólicas y ahora
debía hacerse pasar por loco!
Aquella Clínica –un chalet de tres plantas en la calle Arturo Soria– era un lugar
relativamente tranquilo y su hermano Santiago no tardaría en reunirse con él. Le trajo noticias
preocupantes: su madre había tenido que refugiarse en otra casa a causa de los bombardeos de las
tropas nacionales.
Con el tiempo se comprobó que tampoco aquel lugar era totalmente seguro: fueron
sucediéndose las sospechas, las denuncias, los sucesos dramáticos y las detenciones de otros
internados supuestamente enfermos. Y no faltaron algunas situaciones tragicocómicas, como la de
aquel día en el que se presentaron unos milicianos para hacer un registro y uno de los dementes
internados, al verlos avanzar con el arma en ristre, les preguntó:
–¿Y esto es un instrumento de aire o de cuerda?

2. en la legacion de honduras
Buscaron un lugar más seguro, y tiempo más tarde, en marzo de 1937, encontró asilo en la
Legación de Honduras, que estaba en la Castellana, muy cerca de plaza de Castelar. Allí
permanecieron varios meses don josemaría, su hermano Santiago, Alvaro del Portillo, Juan Jiménez
Vargas y otros miembros del Opus Dei.
Aquello no era propiamente una Legación; ese era sólo el título altisonante con el que se
autodenominaba, en aquellas circunstancias difíciles, la residencia del cónsul honorario de
Honduras, don Pedro Jaime de Matheu Salazar, que había logrado conseguir para aquella vivienda
el privilegio de sede diplomática. Se hacinaba en aquella casa un buen número de refugiados.
Don Josemaría llegó agotado y consumido por las privaciones; tanto que cuando fue a
visitarle sumadre, sólo pudo reconocerle por la voz.
"Al llegar a la Legación –recuerda Santiago Escrivá– estábamos, además de los otros
refugiados, sólo José María González Barredo, que dormía en el hall, debajo de un bargueño; y mi
hermano Josemaría y yo, que dormíamos debajo de la mesa del comedor, cuando los demás
refugiados se retiraban a su habitaciones. Al cabo de un mes o más, ya tuvimos la habitación que
había junto a la carbonera, al lado de la puerta de servicio. Allí extendíamos los seis colchones
durante la noche y los recogíamos durante el día".
«Comíamos muy poco –prosigue–. Josemaría menos que los demás porque había días que
no comía nada o muy poca cosa, como mortificación, para ofrecerlo a Dios".
Fue un tiempo aquel de intensa oración y penitencia: tiempo de sufrimiento interior y de
maduración espiritual que el Fundador reflejó en el punto 697 de Camino:
Los acontecimientos públicos te han metido en un encierro voluntario, peor quizá, por
sus circunstancias, que el encierro de una prisión. –Has sufrido un eclipse de tu personalidad.
No encuentras campo: egoísmos, curiosidades, incomprensiones y susurración. –
Bueno; ¿y qué? ¿Olvidas tu voluntad libérrima y tu poder de "niño"? –La falta de hojas y
flores (de acción externa) no excluye la multiplicación y la actividad de las raíces (vida
interior).
Trabaja: ya cambiará el rumbo de las cosas, y darás más frutos que antes, y más
sabrosos.
"A finales del mes de agosto –recuerda Santiago Escrivá– Josemaría pudo salir de
Honduras, con una documentación que le facilitó el Cónsul. Recuerdo que llevaba un brazalete con
los colores de la bandera de Honduras". Esa documentación le permitió circular con cierta libertad
por las calles de Madrid y pudo proseguir con su labor apostólica, aunque las circunstancias le
exigieran administrar el sacramento de la Confesión dando un paseo, conferir bautismos a
escondidas, o predicar un curso de retiro cambiando constantemente de sede, para no despertar
sospechas. Atendió también a un grupo de religiosas que sufrían los efectos de la persecución.
Incluso llegó a comprar, en el mes de septiembre, en medio de aquel ambiente de terror, un cuadro
de la Virgen: una reproducción de l'Addolarata del Sassoferrato.
Me acuerdo, como si fuera ahora –evocaría años más tarde–, de cuando compré esa
imagen de la Virgen, en plena guerra civil de España. Fue en la plaza del Angel, en una tienda
donde venden marcos, estampas y, sobre todo, espejos. Se asustaron cuando les pedí una
imagen de Nuestra Señora. Saqué mis documentos, y la sacaron desde la trastienda, muy a
escondidas.
Estas circunstancias de peligro e incertidumbre le llevaron a custodiar consigo siempre al
Señor Sacramentado, en una pitillera envuelta en una funda con la bandera y el sello del Consulado
de Honduras. Muchas veces –recordaba– dormía sin quitarme la ropa, con la Sagrada Forma
encima, abrazando al Señor.
3. una rosa en la noche
¿Meses? ¿Años? Nadie sabía cuánto podía durar aquel largo conflicto. Don Josemaría
intentaba marcharse de Madrid desde hacía muchos meses, y estaba a la espera desde marzo de los
resultados de múltiples gestiones, cuando surgió una posibilidad: pasarse al otro lado a través de los
Pirineos.
Era muy arriesgado; pero al fin, se decidió por esta solución. Viajó hasta Barcelona y, tras
diversas peripecias, el 19 de noviembre de 1937, emprendió la peligrosa travesía por las montañas.
Le acompañaban Juan Jiménez Vargas, Pedro Casciaro, Francisco Botella y algunos otros como
José María Albareda, un joven doctor en farmacia que había acudido semanas antes en Madrid a
unos ejercicios espirituales. Venía también un amigo de Albareda, Tomás Alvira.
Comenzó la expedición un pequeño grupo de fugitivos, bajo el mando de un guía. Don
Josemaría vestía un pantalón bombacho de franela, un jersey azul de cuello alto y una boina negra.
Dormían en los sitios mas inverosímiles. La noche del día 21 la pasaron en un lugar que les pareció
un horno abandonado, y "al día siguiente –contaba Juan Jiménez Vargas– el Padre parecía muy
preocupado, aunque no nos dijo nada que pudiera traducir su estado de ánimo. No había dormido
en toda la noche. Tan mal se sentía que decidió no celebrar Misa en aquel momento. Salió de la
habitación y bajó a la iglesia, que estaba destrozada: los milicianos la habían saqueado y quemado
en diciembre del 36.
«Estuvo allí durante algún tiempo. Al volver, se le veía extraordinariamente alegre y llevaba
en la mano una rosa de madera dorada. Aunque entonces no nos dijo nada, todos sacamos la
impresión de que aquella rosa, que procedía de uno de los retablos destrozados de la iglesia, tenía
para él un profundo significado sobrenatural".
Don Josemaría deseaba llegar al otro lado para gozar de la necesaria libertad de
movimientos para sacar adelante el Opus Dei; pero también pensaba en los que había dejado en
Madrid: algunos estaban refugiados; otros, en la cárcel... En esa situación le había pedido a Dios
algo que no recomendaría jamás: una señal que le confirmara en su decisión y le confortara en
aquellos momentos. Y al entrar en aquella iglesia destrozada había visto en el suelo el brillo de una
rosa de madera estofada que provenía de uno de los retablos de la Iglesia –probablemente del altar
de la Virgen del Rosario– quemados por los milicianos.
Es una rosa de madera dorada –explicaba años más tarde– sin ninguna importancia.
Allí, cerca del Pirineo catalán, la tuve por vez primera entre las manos. Fue un regalo de la
Virgen, por quien nos vienen todas las cosas buenas.
Hablaría poco en el futuro de este suceso: en parte por humildad –era el protagonista de esas
gracias de Dios– y en parte porque no era nada amigo de milagrerías: No olvidéis, hijos míos –
recalcaba con fuerza–, que lo sobrenatural para nosotros se encuentra en lo ordinario.
Días más tarde llegaron a un lugar en el que acamparon durante algunos días, guareciéndose
en una cabaña. Aguardaron allí hasta el día 27, en el que comenzaron las marchas nocturnas hasta
la frontera. Les esperaban cinco noches terribles, en las que tendrían que sortear numerosos
precipicios y desfiladeros, con larguísimas caminatas que durarían hasta el agotamiento.
"Nos llevaron hasta una cueva en el Corb –recuerda Jiménez Vargas–. Allí nos encontramos
con un nuevo guía, que nos dijo que se llamaba Antonio, aunque después nos reveló su verdadero
nombre: José Cirera. Era un contrabandista autoritario, infatigable y audaz, como poco a poco
fuimos comprobando. Avanzamos hasta el interior de la cueva y cuando estábamos en lo más
profundo de la cueva, a la luz de una vela, nos dijo con voz enérgica:
«–Aquí mando yo, y los demás a hacerme caso. Andaremos en fila, de uno en uno. Y no
hablar: no quiero nada de ruidos. Cuando yo tenga que avisar algo se lo diré a los primeros de la
fila, y os lo iréis diciendo unos a otros. Que nadie se separe ni se detenga. Si alguno se pone malo y
no puede seguir, se quedará en el camino. Si alguno quiere acompañarle, se quedará también.
«Todavía de noche salimos de la cueva. El domingo 28 de noviembre llegamos a la Espluga
de las Vacas, en el Barranco de la Ribalera, a unos 800 metros de altitud. Nada más llegar el Padre
dijo Misa sobre una gran piedra, muy cerca de la pared de aquel cortado, para quedar bien a
cubierto del viento. Las personas que estaban allí –más de veinte– no habían oído Misa ni pisado
una iglesia desde julio del año anterior. Siguieron la celebración en medio de un silencio
impresionante. Algunos comulgaron".
"Sobre una roca y arrodillado –escribió entonces uno de los expedicionarios en su bloc de
notas– casi tendido en el suelo, un sacerdote que viene con nosotros dice la Misa. No la reza como
los otros sacerdotes de las iglesias. Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he
oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el sacerdote es un santo".
"Subimos al Aubens –prosigue Jiménez Vargas–. La pendiente era grande y en algunos
momentos sólo se podía andar trepando por las piedras. Apenas empezar este tramo Tomás Alvira
se cayó desvanecido. Estaba en tal estado de agotamiento que pensaba que no podría llegar al final.
«Intentamos reanimarlo. Pero en un determinado momento el jefe dio la orden de seguir
porque había que alcanzar la cumbre antes del anochecer. Ordenó que a Tomás lo dejáramos allí.
Era una decisión brutal y no estábamos dispuestos a aceptarla, pero Tomás no se sentía con fuerzas
para nada. Entonces el Padre tomó al guía del brazo, habló unos minutos con él y dijo:
«–Tomás, no hagas caso. Tú seguirás con nosotros como los demás, hasta el final.
«Aquello era sólo explicable por la fe y la fortaleza del Padre, porque Tomás no se sentía
con fuerzas para nada. Sin embargo, arrastrándole casi, cruzamos el Tosal del Fach y bajamos por
un bosque de pinos en la cara norte de la montaña.
«A poco de comenzar la bajada, perdí pie, y me caí rodando, en medio de la consternación
general. Todos pararon en seco, mirando hacia el precipicio en silencio, porque no podían gritar.
Afortunadamente pude trepar hasta arriba por mi propio pie.
«El guía iba muy nervioso porque temía que amaneciera antes de llegar al Corral de
Fenollet, donde nos refugiamos. Cruzamos luego la montaña de Santa Fe y la montaña de Ares, en
unas jornadas agotadoras en las que tuvimos que andar durante muchas horas a lo largo del río
Arabell, con mucho frío, con la ropa cada vez más mojada y sin descalzarnos.
«En la última noche el agotamiento era cada vez mayor. Estábamos muertos de sueño y
temblando de frío; y los guías nos llevaban de noche por lugares que, según decían, muchos no se
atreverían a pasar de día. Los milicianos estaban cada vez más cerca, y los guías desaparecían a
veces sin previo aviso y volvían al cabo del rato, comentando cosas en voz baja. No entendíamos lo
que pasaba...".
La última jornada de aquella travesía fue especialmente dura: divisaron al fondo, en una
hondonada, una caseta de carabineros; y al otro lado, una hoguera. Debían pasar entre la caseta y la
hoguera, sin que los vieran, entre el ladrido de los perros que parecían haber advertido su presencia.
Cruzaron en silencio, con el alma en vilo, sin que pasara nada. Luego, atravesaron un
bosque, hasta que uno de los guías dijo:
–Ja son a Andorra. Tenen que esperar aquí fins que es faci de dia per no extraviar–se; pone
fer–foc.
¡Ya estaban en Andorra! Era el 2 de diciembre de 1937. Hubo una explosión general de
alegría. Don Josemaría comenzó a rezar la Salve:
–Salve Regina, Mater misericordiae...
Poco tiempo después llegaron a San Juliá. Los gendarmes les quitaron los palos que les
servían de apoyo para caminar, porque tenían orden de "desarmar" a todos los que llegaban. En
aquel pequeño lugar del Principado don Josemaría pudo, al fin, celebrar la Santa Misa revestido
con ornamentos, por primera vez desde el comienzo de la guerra. Tenía las manos hinchadas
todavía por las espinas que se le habían clavado al agarrarse a los matorrales.
Al terminar el Santo Sacrificio dieron un breve paseo por el lugar. ¡Qué rara sensación, que
intenso frescor de libertad, experimentaron al caminar al fin por la calle, sin temores, sin miedo ni
recelos!
VI. BURGOS

1. trabajar sin descanso


Desde Andorra don Josemaría viajó hasta Lourdes, para agradecerle a la Virgen el feliz
desenlace de la travesía; y en enero de 1938, tras una breve estancia en Pamplona, decidió
establecerse en Burgos.
A pesar de que estaba exhausto por las penalidades que había sufrido durante los últimos
meses en Madrid y por el cansancio del reciente paso de los Pirineos, tras unos días de retiro
espiritual, resolvió redoblar su oración y su mortificación: hizo el propósito de dormir muy pocas
horas y velar en oración cada semana una noche entera. Intentaba que nadie se diese cuenta de sus
penitencias; aunque no siempre lo conseguía. "Estoy segura de que muchas noches no dormía –
comentaba la Hermana Mª Elvira Vergara, una religiosa Capuchina de clausura que lo atendió
durante su breve estancia en Vitoria– o –al menos a nuestro parecer– no dormía en la cama. En
efecto: las sábanas estaban sin arrugas, y, aunque él dejaba la cama destapada, como si la hubiera
usado, nosotras nos dábamos cuenta de que, si había dormido, no había sido en la cama. Creemos
que se servía del duro suelo para descansar. Por otra parte, muchas noches le encontrábamos de
rodillas, al pie del Sagrario, haciendo oración, hora tras hora".
.........
Después de varios siglos de paz y sosiego, la ciudad de Burgos se había visto convertida,
por los avatares de la guerra, en el centro de operaciones de uno de los dos bandos en conflicto. Fue
un despertar violento tras un largo sueño secular: tropeles de gentes –soldados, civiles refugiados y
fugitivos del "otro lado"– turbaban constantemente la calma de sus calles, que se estremecían día
tras día bajo el paso marcial de las tropas y el estruendo de las máquinas militares.
Cuando llegó don Josemaría, la pequeña ciudad castellana no estaba preparada todavía para
acoger a todo aquel aluvión de gentes que se le venía encima. Eso explica que a su llegada no le
resultase nada fácil al Fundador y a los que le acompañaban encontrar un sitio para alojarse. Al fin
pudieron alquilar una habitación en un modesto hotel –el Sabadell–, que contaba con un mirador
asomado a la vera del Arlanzón. Desde aquel mirador se contemplaba el discurrir plácido del rio y
se divisaban a lo lejos los tejados del Burgos viejo, recortados sobre el arco de Santa María.
Vivieron con el Fundador durante ese periodo tres miembros del Opus Dei: José María
Albareda, que se trasladaba con mucha frecuencia a trabajar a Vitoria y dos universitarios
valencianos de últimos cursos de carrera, que estaban militarizados en Burgos: Pedro Casciaro y
Francisco Botella.
La habitación del hotel no era gran cosa: 28 metros cuadrados en los que cabían a duras
penas unas camas de níquel de muelles ruidosos, un armario, una mesa y un par de sillas. Una
sencilla cortina blanca la dividía en dos. El pequeño mirador contaba con dos butacas y una mesita
de mimbre, y lo denominaron, con bastante sentido del humor y no poca imaginación, "la sala de
visitas". Allí charlaba don Josemaría con los que venían a visitarle.
De vez en cuando prefería charlar dando un paseo hasta el Monasterio de las Huelgas,
donde don Josemaría recopilaba e investigaba el material necesario para escribir su tesis doctoral –
la anterior se había perdido en los avatares de la guerra– que se publicaría más tarde con el nombre
de La Abadesa de las Huelgas; o caminando hasta Fuentes Blancas, o hasta la cercana Cartuja de
Miraflores.
Al fin don Josemaría –pensaban los que acompañaban– podría descansar un poco. Lo
necesitaba: estaba demacrado y delgadísimo. "Se me saltaron las lágrimas al verle –comentó don
Antonio Rodilla, un sacerdote amigo suyo, cuando fue a visitarle–. Me lo encontré hecho un
esqueleto. Estuve allí unos días con él. Vivía en absoluta pobreza". Todos pensaron que
aprovecharía aquel tiempo de calma para reponerse del agotamiento en el que lo habían sumido los
últimos meses. Pero se equivocaron.
Ni la pobreza ni el cansancio inquietaban al Fundador. La pobreza era un antigua
compañera de camino desde los primeros años del Opus Dei; y el cansancio lo superaba con amor
de Dios: por eso, en contra de lo que pensaban todos, convirtió en aquellos meses burgaleses en un
tiempo de trabajo constante y agotador.
Su corazón sólo tenía una inquietud: cómo hacer realidad, en aquellas circunstancias, la
misión que Dios le había encomendado. ¿Cómo podía dedicarse a descansar, cuando tenía que
recomenzar de nuevo la labor apostólica, y todos los chicos que conocía se encontraban dispersos
por los diversos frentes de batalla? De alguno, que estaba en el Ejército Republicano del Sur, no
tenía noticias siquiera.
"Dedicó mucho tiempo y muchos sacrificios –cuenta Casciaro– para tomar contacto y
atender espiritualmente a los miembros del Opus Dei, diseminados la mayoría por los frentes de la
guerra, y atender con gran celo sacerdotal a todas las personas que habían participado en los medios
de formación que había promovido".

2. de un lado para otro


Fueron meses aquellos de intensa oración y de mortificación para el Fundador: con
frecuencia dejaba de comer, de beber agua y de dormir, y ofrecía esas privaciones por la paz, por la
Iglesia y por el Opus Dei. Y para sorpresa de los que venían a verle aprovechando un permiso
militar, su optimismo sobrenatural y su fe en el futuro del Opus Dei no había disminuido un ápice.
En aquella pequeña habitación burgalesa, seguía hablándoles con la misma ilusión y esperanza que
hacía dos años, cuando les comentaba en la Residencia de Ferraz que pronto comenzarían en a
Valencia, que Isidoro Zorzano se quedaría como director de la Residencia de Madrid, y que otro
comenzaría la labor en Francia...
..............
Con los que no podían acercarse hasta Burgos, que eran la mayoría, seguía manteniendo
contacto por carta. No quería perder el contacto con ninguno. A Tomás Alvira, aquel chico que
estuvo a punto de desfallecer durante la travesía del Pirineo, le escribía en el mes de febrero:
Querido Tomás: ¡Qué ganas tengo de darte un abrazo! Mientras, te pido que nos
ayudes, con tus oraciones y con tus trabajos.
Yo voy corriendo de un lado para otro: acabo de venir de Vitoria y Bilbao. Y antes:
Palencia, Valladolid, Salamanca y Avila. Ahora estoy curando un catarro que pesqué en el
Norte. Después, voy a León y Astorga.
Tomasico: ¿cuándo harás una escapada, para que nos veamos?
A Tomás Alvira le había mostrado ya la posibilidad de entregarse a Dios dentro del Opus
Dei en el estado matrimonial. Don Josemaría sabía que los casados formaban parte –con plenitud y
unicidad de vocación– de la luz fundacional del 2 de octubre. Pero Tomás debería esperar unos
años antes de incorporarse definitivamente al Opus Dei: no existía el cauce jurídico adecuado ni los
tiempos estaban maduros todavía.
Dedicó también dedicó mucho tiempo –recuerda Pedro Casciaro– a últimar la preparación
de Camino, que recogía y ampliaba las Consideraciones Espirituales publicadas en 1934.
Mientras tanto, Isidoro le iba enviando periódicamente desde Madrid noticias de su madre,
de sus hermanos Carmen y Santiago y de los miembros del Opus Dei que permanecían refugiados
en algunas embajadas de la capital. Esas cartas, en las que se servían de claves y nombres
convenidos, viajaban primero desde Madrid hasta Francia; de ahí las remitían a Burgos. Y de
vuelta, hacían el mismo recorrido.
Un día, Dios le hizo ver con plena claridad al Beato Josemaría que algunos de los que
estaban en Madrid se pasarían a la otra zona el día de la Virgen del Pilar. Fue a comunicárselo a la
madre de Alvaro del Portillo, que estaba en Burgos:
–El día doce –le dijo– se pasa tu hijo.
También por una especial inspiración del Señor, lo supo en Madrid Isidoro Zorzano, cuando
estaba haciendo un rato de oración en su despacho, frente a un crucifijo. Hasta ese día había
recomendado a algunos miembros del Opus Dei que estaban en Madrid que no intentaran "pasarse"
porque muchos habían muerto en el intento, pero durante aquel rato de oración "supo" que el día 12
podrían alcanzar el otro lado.
Poco tiempo después Alvaro del Portillo, Vicente Rodríguez Casado y Eduardo Alastrué se
alistaron en las filas en el Ejército Republicano y, tras una larga sucesión de peripecias y
"casualidades" realmente providenciales, –donde se advertía la mano de Dios– alcanzaron un
pueblo "del otro lado" mientras repicaban las campanas en honor de la Virgen del Pilar.
VII. DENUEVO EN MADRID

1. sin un lamento
Hacía exactamente catorce años, en un día como aquel, don Josemaría celebraba su primera
Misa en el Pilar. Ahora volvía, en aquella fría mañana del 28 de marzo de 1939, entre los soldados
del Ejército Nacional que entraban en Madrid.
Se veían por todas partes las huellas de la guerra, ya a punto de concluir. El último parte
bélico se firmó tres días después, el 1 de abril. Nada más llegar, fue a la casa rectoral de Santa
Isabel. Había sido utilizada como Cuartel del Arma de Ingenieros y estaba abarrotada de catres y
mantas de soldados, que la habían abandonado a toda prisa. La acondicionaron como pudieron y
don Josemaría se instaló en la planta baja, con su madre y sus hermanos.
Más tarde fue hasta la casa de Ferraz 16, donde estaba la Residencia de estudiantes en la que
había puesto tanta ilusión y por la que había rezado y sufrido tanto. No era más que un montón de
ruinas.
Empezaron a recuperar lo poco que la guerra había respetado. Don Josemaría buscó
especialmente una imagen –la "Virgen de los Besos"– a la que tenía especial devoción. No la
encontró. Pero entre los escombros logró recuperar una cartela de pergamino con unas palabras del
Evangelio de San Juan que estaba en la sala de estudio de la Residencia: "Un mandamiento nuevo
os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros". Lo recogió,
conmovido.
Aquellas palabras cobraban ahora un nuevo significado. Lo había perdido todo, desde el
punto de vista material. Algunos de los primeros miembros del Opus Dei habían muerto, jóvenes,
antes de la guerra, como María Ignacia, Luis Gordon o Antonia Sierra; muchas de las personas que
conocía habían quedado dispersadas por el conflicto; y alguno, como Pepe Isasa, había perecido en
el frente de batalla...
Ahora, a la vuelta de diez años, contaba sólo con un puñado de hombres que hubiesen
entendido lo que el Opus Dei significaba y que estuviesen dispuestos a entregar a Dios su vida para
sacarla adelante: Isidoro Zorzano; Jose María González Barredo, un químico al que había conocido
en las Navidades del 32; Juan Jiménez Vargas; un joven arquitecto, Ricardo Fernández Vallespín,
que había conocido en el 33, cuando era estudiante; un historiador recién licenciado, Vicente
Rodríguez Casado; tres ingenieros: Alvaro del Portillo, José María Hernández Garnica y José Luis
Múzquiz; dos valencianos: Pedro Casciaro y Paco Botella; y algún otro universitario de cabeza
eminente, como José María Albareda, que era del Opus Dei desde 1937...
No eran más que un puñado de hombres jóvenes, con la carrera recién terminada, sin
experiencia... ¡y con ellos tenía que hacer el Opus Dei, y extenderlo por los cinco continentes! Sin
embargo, esa cartela le recordaba que tenía lo más importante: el amor de Dios, un amor que todo
lo puede. Ese amor, que había sido su cimiento para comenzar el Opus Dei, sería su cimiento para
empezar otra vez.
Y comenzó de nuevo. Sin un lamento.
..............

Se puso en contacto con las mujeres que se habían acercado antes de la guerra al Opus Dei.
Comprobó entonces dolorosamente que durante la separación física de aquellos años aquellas
mujeres –buenas y piadosas– habían perdido el espíritu laical propio del Opus Dei.
Después de tantos años de oración, después de comenzar dos veces con esta labor, de hecho
sólo contaba con una mujer del Opus Dei: Lola Fisac, a la que había conocido en 1939 durante una
breve estancia en Daimiel. Sabéis que me habéis costado mucho vosotras, hijas mías? –
comentaría más tarde–. Más que los hombres (...). ¡Me habéis salido a la tercera vez!
Pero no se desanimó: juzgaba las cosas desde un punto de vista sobrenatural. El Opus Dei es
de Dios –razonaba–; Dios lo sacará adelante. Y recomenzó, la labor apostólica con más fe, con más
empeño, con más esperanza si cabe, convencido de que el Opus Dei se haría realidad, porque era de
Dios.

2. por toda españa


Era el momento de realizar la expansión por diversas ciudades españolas que la guerra civil
había truncado. Empezó a viajar por los cuatro puntos cardinales del país. Estos viajes rebosaban
amor de Dios, ilusión apostólica y... dificultades materiales.
En la actualidad, con el desarrollo de los medios de transporte, resulta difícil hacerse una
idea de lo que significaban, desde el punto de vista físico, aquellos viajes de ocho y diez horas,
hacia ciudades que distaban cuatrocientos y quinientos kilómetros, con el traqueteo incesante del
tren, entre baharadas compulsivas de humo y carbonilla, en viejos y desvencijados vagones de
bancos de madera, desde la tarde del sábado y haciendo noche, hacia la ciudad en cuestión; con otro
viaje de vuelta el domingo por la noche para regresar a Madrid, donde don Josemaría proseguía
trabajando, sin descansar, el lunes por la mañana...
En uno de esos viajes se acercó hasta Valencia para predicar unos ejercicios espirituales.
Nada más llegar, la noticia se extendió como la pólvora: ¡Había llegado el autor de Camino y se
disponía a dirigir unos Ejercicios Espirituales para chicas jóvenes en Alacuás!
En Alacuás estaba la Casa de Ejercicios de las Operarias Doctrineras y acudieron tantas
jóvenes que se llenó la casa y un grupo tuvo que ir y volver todos los días hasta la ciudad. Entre
esas jóvenes estaba Encarnación Ortega, una chica muy joven, rubia, con los ojos claros y el gesto
decidido. Estaba allí –pensaba ella– aquel domingo de Ramos 30 de marzo de 1941 por pura
casualidad. No sabía nada del Opus Dei; había leído Camino y su hermano le había hablado muy
bien de aquel sacerdote: eso era todo.
"Comenzaron los Ejercicios –recuerda Encarnación Ortega–. Entramos en la capilla. Poco
después llegó el Padre. Su recogimiento, lleno de naturalidad, su genuflexión ante el Sagrario y el
modo de desentrañarnos la oración preparatoria de la meditación, animándonos a ser conscientes de
que el Señor estaba allí, y nos miraba y nos escuchaba, me hicieron olvidar inmediatamente mi
deseo de escuchar a un gran orador, y se cambiaron por la necesidad de escuchar a Dios y ser
generosa con El... Fui a saludar al Padre.
«Después de un brevísimo preámbulo, con un gran asombro por mi parte, ya que no conocía
su existencia, el Padre me explicó en síntesis la Obra: buscar la santidad en el trabajo ordinario, sin
salirse de su sitio; estar en el mundo sin ser del mundo; vivir vida contemplativa sin ser religiosos,
convirtiendo –sin hacer cosas raras– la calle en celda... Me habló de la filiación divina como nota
que perfilaba la fisonomía de las personas que trabajaban así y su gran importancia; de inquietud
apostólica; de virtudes humanas: sinceridad, laboriosidad, valentía...
«No sabía que existiese el Opus Dei, pero en aquel momento lo vi perfectamente
estructurado y me asustó mucho que Dios me pudiera pedir lanzarme a los comienzos de algo que
me parecía maravilloso, que me iba perfectamente, pero que me lo exigía todo. Hice el propósito de
no volver nunca encontrarme, frente a frente, con el Padre. A pesar de esa decisión no podía dormir
ni casi comer. Veía que Dios necesitaba mujeres valientes para hacer su Obra en la tierra; y, no
sabía por qué, yo me había enterado a través de su Fundador... Aquella idea la tenía viva,
constantemente.
«En cada meditación, como para poner distancia a la llamada de Dios, me ponía en una fila
más atrás de sillas –en la capilla había sillas, no bancos–, pero las palabras del Padre sobre los
novísimos, la vida oculta y pública de Jesús, la elección de los primeros doce... eran un despertador
continuo.
«Llegó el último día y la última meditación de aquella jornada. Sólo faltaba, a la mañana
siguiente, la plática sobre perseverancia y la Santa Misa. Agudicé mis preocupaciones y me puse en
la última fila y en el centro: así me encontraba más defendida.
«Entró el Padre en la capilla. Repitió la oración preparatoria: "Señor mío y Dios mío; creo
firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes...", que siempre me impresionaba tanto, y
comenzó a hablar sobre la Pasión del Señor. Desde el Cenáculo, donde nos había dado la gran
prueba de Amor de la institución de la Eucaristía, nos llevó hasta el Huerto de los Olivos. Allí,
después de dejar a la entrada a casi todos los apóstoles, acompañado de tres, a quienes pidió que
orasen y vigilasen, se postró en oración. El Padre nos hizo sentir el sufrimiento de Jesús: visión de
todos los pecados de los hombres; ingratitud; angustia física ante el pensamiento de la Pasión;
soledad... El Señor fue a buscar un poco de consuelo en aquellos tres discípulos que había llevado
con El y ¡los encontró dormidos! Renovada su oración, era tal su angustia, que ¡sudó sangre!... Con
gran viveza nos presentó este momento. Y a continuación nos dijo: Todo eso lo ha sufrido por ti.
Tú, al menos, ya que no quieres hacer lo que te está pidiendo, ten la valentía de mirar al
Sagrario y decirle: eso que me estás pidiendo ¡no me da la gana!
«Seguidamente nos explicó la flagelación con tanta fuerza que parecíamos testigos oculares.
Y la coronación de espinas. Y la cruz a cuestas. Y cada uno de los sufrimientos de la Pasión...
Después de cada uno de ellos, volvía a repetir: todo eso lo ha sufrido por ti. Se valiente al menos,
y dile que eso que está pidiendo ¡no te da la gana! Al hablar otra vez con don Josemaría sólo
quería decirle una cosa: que estaba dispuesta a todo.
«El Padre, entonces, empezó a ponerme dificultades: la vida iba a ser dura; la pobreza,
grande; había que tener una disponibilidad total hasta para irse lejos; tal vez habría que aprender
japonés y marchar allá... Nada de eso me importaba: tenía una decisión plena que apoyada en la
gracia de Dios, salvaría las dificultades".

3. ¡ya tenemos un palau!


La decisión de entrega de Encarnación Ortega no fue un caso aislado. Al día siguiente, le
presentaron al Fundador a Enrica Botella –hermana de Francisco Botella– que había pedido en el
mes de abril la admisión en el Opus Dei. Un mes más tarde lo hizo Nisa González Guzmán, una
mujer a la que había conocido en Madrid en agosto de 1940. Y así, en los años siguientes Dios iría
enviando al Opus Dei sucesivas vocaciones de mujeres jóvenes: una licenciada en Ciencias
Químicas, Guadalupe Ortiz de Landázuri; María Teresa Echevarría; Carmen Gutiérrez Ríos;
Victoria López Amo; Raquel Botella –otra hermana de Francisco Botella–; una catalana, Digna
Margarit...
Como fruto de esos viajes apostólicos y de la decisión de entrega generosa de tantos
hombres y mujeres, comenzaron a ponerse en marcha algunos centros del Opus Dei en diversas
ciudades de España. Desde 1939 contaban en Valencia con un pequeño piso en la calle de
Samaniego, al que llamaban "El Cubil"; en Valladolid habían alquilado otro, también muy
pequeño, en la calle Montero Calvo, bautizado con un nombre bastante expresivo de sus
dimensiones: "El Rincón".
El primer centro del Opus Dei que se puso en Cataluña, en 1940, estaba situado en el
número 62 de la calle Balmes. Era también un pisito pequeño y algo obscuro, pero estaba bien
distribuido; y sobre todo estana a dos pasos del corazón de Barcelona, la Plaza de Cataluña; y muy
cerca de la Universidad, cosa importante para el comienzo de una labor apostólica con
universitarios.
Se alquiló el piso, pero los muebles..., ése fue otro cantar. Al principio llegaron la imagen de
la Virgen, una cruz de palo para el oratorio y poco más. Más tarde hicieron su triunfal –y solitaria–
aparición dos mesas y dos sillas que tardaron bastante tiempo en encontrar compañía.
Cuando volvió don Josemaría de nuevo a Barcelona todavía seguían las mesas y las sillas
solitarias en medio de las habitaciones vacías. Así que, los estudiantes que vinieron a escucharle
tuvieron que sentarse sobre gabardinas y periódicos puestos sobre el suelo. No les importaba, y se
lo tomaron con buen humor. El Fundador les enseñaba que las obras de Dios no fracasan por falta
de medios materiales, sino por falta de espíritu. ¡Ya vendrían esos medios materiales! Ahora, lo
importante era confiar en Dios: rezar, mortificarse, trabajar con perfección humana y sobrenatural y
llevar a cabo un apostolado vibrante.
Ese era el espíritu con el que se encontraban los que venían por allí. Se veía a la legua que
en aquel lugar sobraba alegría, fe y confianza en Dios; y que faltaba algo, de un modo claro,
palmario y urgente: dinero.
Había que darle un nombre al piso. Don Josemaría se lo puso con tono alegre y divertido, al
recordar el nombre de aquella finca de Fonz con cuya venta su familia le había ayudado a instalar la
Residencia DYA.
–¡Bueno!, dijo. Ya tenemos un "palau".
Y con ese nombre –Palau, palacio–, tan lejano de su realidad concreta, se quedó.
4. unas veces con espada toledana, otras...
En el año 1941 los Obispos de numerosas diócesis de España, atraídos por su vigor
apostólico y su fama de santidad, le pidieron que predicara ejercicios espirituales para el clero y
millares de sacerdotes escucharon durante ese periodo su palabra encendida en amor de Dios.
También le llamaban numerosas órdenes y congregaciones religiosas para que les predicara. Don
Josemaría respondía con generosidad "a pesar de las indudables dificultades por las que tuvo que
pasar –comentaba uno de esos prelados, Mons. Moro Briz, obispo de Avila–; por ejemplo, nunca
quiso recibir estipendios por los numerosísimos Ejercicios espirituales que dirigía".
"La confianza que tenía en el espíritu sacerdotal de don Josemaría –proseguía Mons. Moro–
y la seguridad en el bien que su palabra haría a los sacerdotes de Avila me llevó a encargarle –junto
con otro sacerdote– de las tandas de Ejercicios espirituales para el clero que organizamos al
terminar la guerra civil (...).
«Yo estuve presente, como es natural, y como resumen puedo recoger las mismas palabras
que dije entonces a los asistentes: 'Don Josemaría, cuando habla, siempre hiere; unas veces con
espada toledana, y otras con bombas de mano'. Así traté de expresar la fuerza que tenía la
predicación de aquel sacerdote joven, que hablaba de lo que él mismo vivía: de las virtudes
teologales de la Fe, la Esperanza y la Caridad hechas obras en las cosas menudas de cada día".
"Fue una suerte y una gracia muy grande –recordaba el agustino Félix Carmona, que
conoció a don Josemaría en un retiro que predicó a los monjes del Monasterio del Escorial–. Creo
que conocí a un 'santo de altar', a un 'santo canonizable', como él –con tanta firmeza– nos decía que
habíamos de ser. El impacto de su extraordinaria espiritualidad no se ha borrrado con los años".

5. terriblemente trata dios a sus amigos


"Terriblemente trata Dios a sus amigos", escribió Santa Teresa, al enterarse de las
murmuraciones que se decían de su "medio–fraile", como llamaba la Santa a San Juan de la Cruz,
aludiendo a su baja estatura. Tampoco ella se libró, como la mayoría de los santos, de las
persecuciones de los enemigos de la fe y de la "contradicción de los buenos". "¿Obra sin
contradicción? –exclamaba san Enrique de Ossó– ¡mala señal!"
No se libraron de contradicciones, a lo largo de los siglos, entre muchos otros, San Ignacio
de Loyola, San José de Calasanz, San Francisco de Sales, San Juan Bosco, San Antonio María
Claret... San Josemaría no fue en esto ninguna excepción.
Auque había sufrido incomprensiones y recelos desde el comienzo de la labor apostólica,
durante esos años de la inmediata posguerra arreciaron las incomprensiones en torno a su figura. Se
formó tal clamor de insidias en todo el país que uno de sus biógrafos lo comparaba al de una
"charca de ranas al caer la tarde". De la murmuración, se pasó a la calumnia, y de la calumnia, por
la espiral del rumor, se llegó a las fantasías más disparatadas. No había día que no llegaran a oídos
del Fundador nuevas patrañas, tan numerosas y tan constantes que le preguntaba muchas mañanas a
Alvaro del Portillo –uno de sus más fieles colaboradores desde los años treinta–:
–Alvaro, ¿desde dónde nos calumniarán hoy?
.............
Algunas incomprensiones eran de raíz política. En aquella nueva sociedad nacida de la
guerra, donde abundaban las manifestaciones patriótico–religiosas, no se entendía que el Opus Dei
proclamase su finalidad estrictamente espiritual, al margen de compromisos temporales, y que no
cerrase filas, levantando el brazo como tantas otras, a lado de los vencedores.
"En una ocasión –comentaba el Arzobispo de Grado, Fray José López Ortiz– me llegó un
documento de la Falange –el partido único de Franco– en el que se le calumniaba de una manera
atroz. Me pareció un deber llevarle el original, que me había dejado un amigo mío: los ataques eran
tan fuertes que, mientras Josemaría fue leyendo esas páginas delante de mí, con calma, no pude
evitar que se me saltasen las lágrimas.
«Cuando Josemaría terminó la lectura, al ver mi pena, se echó a reír y me dijo con heroica
humildad:
«–No te preocupes, Pepe, porque todo lo que dicen aquí, gracias a Dios, es falso: pero
si me conociesen mejor, habrían podido afirmar con verdad cosas mucho peores, porque yo
no soy más que un pobre pecador, que ama con locura a Jesucristo.
«Y, en lugar de romper esa carta de insultos, me devolvió los papeles para que mi amigo los
pudiera dejar en el Ministerio de la Falange, de donde los había cogido: 'Ten –me dijo–, y dáselo a
ese amigo tuyo, para que pueda dejarlo en su sitio, y así no le persigan a él'".
Pero Fray José seguía inquieto, y una vez que estaba con el Fundador en la Residencia de la
calle Samaniego, en Valencia, al ver un pozo, le dijo a su amigo Josemaría: "Anda con cuidado, no
vaya a ser que un día una persona mal intencionada meta ahí cuatro pistolones viejos, y luego
venga algún falangista, descubra esas armas y surja un lío".
"Mi comentario –explicaba– tenía algo de broma, pero la realidad era que algunos
miembros de la Falange querían crear un conflicto político en torno a la labor de la Obra".
No eran vanos los presentimientos de Fray José: nadie escondió unos pistolones en el pozo,
pero acusaron a don Josemaría ante el Tribunal para la Represión del Comunismo y la Masonería,
que era una acusación particularmente grave en el ambiente enrarecido de la posguerra. Se decía
que el Opus Dei era una "rama judaica de la masonería", una "secta judaica en relación con los
masones".
Alguien afirmó que los miembros del Opus Dei, los presuntos masones, eran trabajadores y
castos. Aquello escamó al temible General Saliquet, presidente del Tribunal:
–Pero, ¿de verdad viven la castidad?, inquirió.
Le dijeron que sí.
–No hay que preocuparse entonces –concluyó rotundo–; si viven la castidad no son
masones. No conozco masones que sean castos.
Y dio carpetazo al asunto.

6. la contradiccion de los buenos


Otras acusaciones procedían, como recordaba el Arzobispo de Grado, "de parte de algunos
eclesiásticos que no veían con buenos ojos que se difundiera un apostolado con una espiritualidad
que no era la suya y que se dejaban llevar de celotipias".
Unos religiosos organizaron una compleja campaña contra el Fundador, en la que no
faltaron las visitas a los padres de los miembros del Opus Dei. Les decían que estaba al caer una
condenación romana fulminante sobre el Opus Dei, y que sus hijos, víctimas de un sacerdote
perverso que los alucinaba diciéndoles que se podía ser santo en medio del mundo, corrían peligro
de condenación eterna. Es fácil imaginarse la congoja en la que quedaban sumidas aquellas
familias.
Hoy puede soprender que alguien se asombre de esta afirmación: santos en medio del
mundo. Pero entonces, algunos, al oír esto, se hacían cruces. ¡Santos en medio del mundo! Aquello
sonaba a locura, a disparate, y de los grandes. Y la campaña no amainaba: se recrudecía en
sacristías, en púlpitos y confesonarios, donde se aseguraba a los fieles que estaba en ciernes "un
tremendo peligro contra la Iglesia".
Lo sorprendente es que algunas de esas maledicencias estaban promovidas por personas de
fe, que pensaban que estaban luchando por una buena causa. Aún más: muchas estaban
convencidas de que agradaban a Dios con ese modo de actuar.
Entre unos y otros fueron alimentando una nube oscura de maledicencias, sospechas y
murmuraciones, a cual más disparatada. "En el noviciado de una benemérita Congregación de
religiosos –contaba don Antonio Rodilla, amigo del Fundador– se le presentó como el Anticristo".
Al final, la tormenta descargó con furia en varias ciudades españolas, y con especial fuerza,
en Barcelona, donde los miembros del Opus Dei se contaban con los dedos de una mano. Los
acecharon, los insultaron en público y llegaron a hacer un auto de fe con Camino, al que arrojaron a
la hoguera por considerarlo la publicación herética de una peligrosa, peligrosísima, "sociedad
secreta".
"En una ocasión –relata Salvador Bernal–, don Pascual Galindo, sacerdote amigo del
Fundador, fue a la Ciudad Condal y estuvo en el Palau. Al día siguiente celebró Misa en un colegio
de monjas situado en la esquina de la Diagonal y la Rambla de Cataluña. Le acompañaron algunos
del Palau, que asistieron a Misa y comulgaron. La Superiora y alguna otra monja allí presente
quedaron muy edificadas por la piedad de esos jóvenes estudiantes, y les invitaron a desayunar con
don Pascual Galindo. En pleno desayuno don Pascual dijo a la Superiora: 'estos son los herejes por
cuya conversión me pidió usted que ofreciera la Misa'.
«'La pobre monja –recuerda uno de ellos– a poco se desmaya: les habían hecho creer que
éramos una legión numerosísima de verdaderos herejes y se encontró con que éramos unos pocos
estudiantes, corrientes y molientes que asistíamos a Misa con devoción y comulgábamos'".
Entre todas las patrañas, hubo una que dolió especialmente a don Josemaría. En el oratorio
del Palau había una cruz de palo, de madera negra y sin brillo. La Iglesia propone desde hace siglos
a los fieles que veneren la Santa Cruz de ese modo, sin la imagen del crucificado, para recordarles
que el camino cristiano es de abnegación y sacrificio, y para moverles a un afán corredentor, como
se lee en Consideraciones Espirituales:
Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor... y sin crucifijo, no
olvides que esa Cruz es tu cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo..., que
está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú.
Pues bien: se corrió la voz de que en el Palau se hacían "ritos sangrientos" y que los
miembros del Opus Dei se crucificaban allí, sobre la Cruz del oratorio...
Don Josemaría aconsejó a los miembros del Opus Dei que no se sintieran nunca enemigos
de nadie –pasara lo que pasara, dijeran lo que dijeran– y les dio un lema para vivir cara a Dios en
trances parecidos: callar, rezar, trabajar, sonreír. Pero su prudencia le llevó a hacer sustituir
aquella cruz por otra más pequeña: Así no podrán decir –bromeó– que nos crucificamos, porque
no cabemos.
...........
Estas acusaciones, contempladas desde la lejanía de los hechos, podrán parecernos absurdas
y aun ridículas, pero alcanzaron extremos de tal gravedad que don Josemaría no podía ir por
Barcelona, porque corría el riesgo de que lo encarcelaran. "Me alegro –comentaba años más tarde
Correa Veglison, que era entonces Gobernador Civil de la ciudad– de no haber sabido que fue
entonces Monseñor Escrivá a Barcelona: tales eran las cosas que decían de él, que hubiera enviado
la policía al aeropuerto a detenerlo".
El misterio del mal se hacía presente de nuevo en su vida; había pasado años de
incertidumbre, durante la guerra, perseguido por los enemigos de la Iglesia; y ahora le perseguían,
paradójicamente, los propios miembros de la Iglesia. Pero no había lugar para el resentimiento en
su corazón: no dividía el mundo en "buenos y malos"; consideraba aquella nueva prueba como un
encuentro con la Cruz de Cristo, y por tanto como un nuevo encuentro con Dios.
Aquello le apenaba, evidentemente; pero más que desanimarle, le confirmaba que la Obra
era verdaderamente de Dios, porque la bendecía con la Cruz: Cruz, trabajos, tribulaciones –había
escrito en Camino–: las tendrás mientras vivas. –Por ese camino fue Cristo y no es el discípulo
más que el Maestro.
A pesar de todo hizo algún viaje a Barcelona desde Madrid, en avión, regresando en el día,
para no tener que alojarse en ningún hotel. El nuncio, Mons. Cicognani, le aconsejó que pusiera su
billete a nombre de Josemaría E. de Balaguer, para no poner en marcha a la policía, porque todos le
conocían como el "Padre Escrivá".
No todos, sin embargo, actuaban del mismo modo. El Abad de Monserrat, Dom Aurelio M.
Escarré, prefirió preguntar a las autoridades competentes qué era aquello del Opus Dei. ¿En qué
diócesis había nacido? En la de Madrid. Allí se dirigió. Escribió una carta al Obispo, don Leopoldo
Eijo y Garay pidiéndole informes sobre el asunto.
Don Leopoldo le contestó el 24 de mayo de 1941, tranquilizándole:
"Ya sé –escribía– el revuelo que se ha levantado en Barcelona contra el Opus. Bien se ve la
pupa que le hace el enemigo malo. Lo triste es que personas muy dadas a Dios sean instrumento
para el mal; claro es que putantes se obsequium prestare Deo".
Después de decirle que conocía el Opus Dei desde su fundación en 1928, concluía el
Obispo: "créame, Rdmo. P. Abad, el Opus es verdaderamente Dei, desde su primera idea y en todos
sus pasos y trabajos. El Dr. Escrivá es un sacerdote modelo, escogido por Dios para la santificación
de muchas almas, humilde, prudente, abnegado, dócil en extremo a su Prelado, de escogida
inteligencia, de muy sólida formación doctrinal y espiritual, ardientemente celoso...".
Se había sembrado a espuertas la semilla de la confusión y las incomprensiones y las
maledicencias duraron años y años, y dieron abundantes frutos amargos. Un día –recuerda el
dominico P. Sancho– don Josemaría se fue a dar un paseo por las afueras de Madrid con el
entonces Obispo auxiliar de Madrid, don Casimiro Morcillo. Este le dijo, "como si se le escapase
un secreto: 'Veremos qué contesta el Santo Oficio'. El Padre le preguntó: '¿Qué tiene que contestar
el Santo Oficio? Morcillo, sorprendido y triste, repuso: 'Pero, ¿no sabes que te han acusado como
hereje?'".
Aquello no era cierto, aunque se lo habían hecho creer así a Mons. Morcillo. De hecho no
hubo acusación ante ese dicasterio, sino ante la Santa Sede. La reacción del Fundador, como
recuerda el P. Sancho– fue instantánea:
«–¡Qué me han acusado al Santo Oficio! –comentó–. ¿Y qué me puede venir de mi
Madre, la Santa Iglesia, sino el bien?".
7. en un diccionario rabinico
Otras contradicciones se desarrollaban en el marco académico y estaban promovidas por un
grupo de profesores universitarios. "Yo no he sabido a ciencia cierta quiénes ni cuántos eran –
escribía Fray José López Ortiz– porque por lo general no se manifestaban delante de mí. Sin
embargo sí me acuerdo claramente de un catedrático de Derecho Internacional, que se jactaba de
haber encontrado en un diccionario hebreo un sentido oculto a las siglar SOCOIN con que era
conocida una sociedad civil –la "Sociedad de Colaboración Intelectual"– creada por algunos
miembros de la Obra para dar un título jurídico, acorde con la legislación vigente en el país, a la
labor cultural y apostólica que se realizaba desde uno de los centros de la Obra".
Al parecer aquel catedrático no le daba demasiada importancia a la diferencia entre una "m"
y una "n"; y como en aquel diccionario rabínico halló una palabra que se parecía a Socoin
–"socoim"–, que era el nombre de una secta rabínica de asesinos "en ello quiso encontrar base –
concluye López Ortiz– para extender la inexplicable injuria de que la Obra era 'una secta judaica de
los masones, o una secta judaica en relación con los masones'".

8. confirma a tus hijos


Nunca perdió la paz el Fundador del Opus Dei ante estos ataques que llegaban, como hemos
visto, hasta los extremos de lo ridículo. "Me hablaba –recordaba su amigo José María García
Lahiguera, que fue su confesor desde el fin de la guerra hasta 1944– de las contradicciones que
tuvo que sufrir (...), tan duras, tan injustas, tan dolorosas; me las daba a conocer sin el menor
dramatismo; las objetivaba de tal manera que yo podía darles la importancia que tenían en sí, ni
más ni menos. Nunca se presentaba como víctima. En realidad (ya entonces yo me daba cuenta, y
ahora, con la perspectiva que dan los años, aún lo veo con más claridad) la grandeza de alma de D.
Josemaría le hacía estar muy por encima de tantos dimes y diretes, aunque no por eso dejase de
sufrir, pero más por la ofensa a Dios que representaba el hecho de que le calumniasen y por el daño
que podría ocasionarse a las almas, que por sentirse él herido personalmente.
Por el trato con el Obispo de Madrid, yo me daba cuenta de lo que estaba pasando, de dónde
venían aquellos injustos ataques y podía valorar cuánto tenían que hacerle sufrir. Y sin embargo,
nunca le oí una palabra de mal humor, ni frases hirientes, siquiera quejas".
Su respuesta ante los agresores fue siempre la misma: el perdón. Perdonó siempre, todo y a
todos, con corazón grande y generoso: yo no he necesitado aprender a perdonar –explicaba–
porque Dios me ha enseñado a querer. Y cuando al cabo de los años algunos de los que le habían
difamado fueron a pedirle perdón, les comentó: No me habéis ofendido; sólo me dio pena de la
ofensa a Dios que quizá hicieron los que os informaron mal, y a ésos también les quiero bien.
......
Don Leopoldo Eijo y Garay, que le había apoyado desde los comienzos de la labor
apostólica y que quiso aprobar el Opus Dei como Pía Unión el 19 de marzo de 1941, le defendía y
animaba constantemente en medio de aquella tormenta. Hace mucho tiempo, muchísimo (...) –
evocaría años más tarde san Josemaría–, una noche, estando ya acostado y empezando a
conciliar el sueño –cuando dormía, dormía muy bien; no he perdido el sueño jamás por las
calumnias y trapisondas de aquellos tiempos–, sonó el teléfono. Me puse y oí: Josemaría... Era
don Leopoldo, entonces Obispo de Madrid. Tenía una voz muy cálida. Ya muchas otras veces
me había llamado a esas horas, porque él se acostaba tarde, de madrugada y celebraba la
Misa a las once de la mañana.
¿Qué hay? le respondí. Y me dijo: ecce Satanas expetivit vos ut crivaret sicut triticum.
Os removerá, os zarandeará, como se zarandea el trigo para cribarlo. Luego añadió: yo rezo
por vosotros... Et tu... confirma filios tuos! Tú, confirma a tus hijos. Y colgó.

9. ¡este hijo!
Doña Dolores comenzó a leer aquel libro sobre San Juan Bosco que le había dejado su hijo
Josemaría. En un pasaje se relataba como Mamá Margarita –la madre de San Juan Bosco–
abandonaba su casa, y su vida tranquila en Castelnuovo, a instancias de su hijo, para marcharse con
él a Turín y ayudarle en su labor apostólica...
Comprendió al fin por qué su hijo tenía un interés tan grande en que leyese aquellas
páginas...
...............
–¿Qué quieres? –exclamó un día doña Dolores, con toda la espontaneidad y la franqueza de
su genio aragonés– ¿Qué haga como la madre de don Bosco?¡Ni hablar!
–Pero –le dijo sonriendo don Josemaría– ¡si lo estás haciendo ya!
...........
Era verdad: doña Dolores le había ido dando progresivamente su tiempo, su dinero, su casa,
sus energías; en definitiva, toda su vida. Sin ella, sin su hija Carmen, el Opus Dei no gozaría de
aquel calor de hogar; un ambiente de familia que –lo sabían todos muy bien– estaba amasado con
los silenciosos sacrificios de aquellas dos mujeres.
Doña Dolores y Carmen estaban siendo la primera "administración" del Opus Dei: con ese
nombre se designa, en la vida del Opus Dei, aquellas labores que contribuyen a crear un ambiente
de hogar, al cuidado material de los centros y a las personas que viven en ellos. Esas labores son, en
palabras del Fundador, "apostolado de los apostolados" porque posibilitaban el resto de las
labores del Opus Dei.
Las manos de doña Dolores y de Carmen sabían de muchas horas de trabajo y de muchos
agobios en aquella Residencia de Jenner a la que se habían trasladado en agosto de 1939. Habían
alquilado tres pisos, dos en la cuarta planta y uno en la segunda. Doña Dolores y su hija Carmen
disponían sólo de una única habitación para ellas dos, bastante oscura y que daba a un patio
interior.
No eran años fáciles. España atravesaba los "años del hambre" y tenían que dar de comer a
varias decenas de chicos que pagaban una pensión escueta. ¡Cuántos aprietos, cuantos quebraderos
de cabeza! Porque, ¡si fueran sólo los problemas de la cocina...! Estaba además la limpieza de la
casa, la lavandería, los encargos, ¡y las cuentas! Había que buscar chicas que hicieran bien aquellos
trabajos, enseñarlas, ayudarlas, y estar al tanto de todo: comprobar si éste seguía acatarrado; si
aquel necesitaba una comida especial o el otro andaba mal de ropa...
"Del trabajo directo de la atención del servicio, comida, limpieza, etc., se ocupaba Carmen –
recuerda Santiago Escrivá–. Mi madre se ocupaba principalmente de la costura: pasaba las horas
cosiendo y recosiendo la ropa de los residentes.
«Cuando mi madre trató a los de la Obra, les tomó gran cariño. Realmente todos eran como
nietos suyos. La llamaban Abuela.
Aunque ni Carmen ni ella eran del Opus Dei, estaban ayudando decisivamente al
crecimiento del Opus Dei en aquella residencia en la que el Fundador había designado como
director a Juan Jiménez Vargas; y colaboraban de una forma singularísima en todo lo que se refería
a la labor con mujeres. El Fundador daba gracias a Dios porque podía contar con ellas para esta
tarea: Veo como Providencia de Dios –decía– que mi madre y mi hermana Carmen nos
ayudaran tanto a tener en la Obra este ambiente de familia: el Señor quiso que fuera así.
A finales de 1940, don Josemaría pudo traer a su madre y a sus hermanos a vivir a una casa
en la calle Diego de León, un edificio amplio y representativo, que iba a albergar a un buen número
de miembros del Opus Dei. En aquella casa, al menos para doña Dolores –para los residentes fue
otro cantar– se acabaron las estrechuras: allí podía disponer –¡al fin!– de una habitación espaciosa
en la planta principal, con un mirador de cristalera que daba a la calle, y de un lugar adecuado para
poner sus macetas de flores.
"En esa habitación, que tenía un mirador junto al que había una mesa camilla –recuerda
Santiago Escrivá–, se pasaba el día mi madre, dedicada a la costura: reconstruía calcetines, ponía
botones, arreglaba camisas, etc. Carmen era la que iba a Jenner diariamente para llevar la
residencia".
.........
Meses más tarde, el 22 de abril de 1941 don Josemaría se encontraba en Lérida, donde había
acudido para predicar unos ejercicios espirituales a los sacerdotes de la diócesis. Asistía entre ellos
el Obispo administrador apostólico.
Muchos de aquellos sacerdotes que se disponían a escucharle en los ejercicios que predicaba
por toda España habían pasado por el largo calvario de los tres años de guerra: algunos habían sido
condenados a muerte por el puro hecho de ser sacerdotes y habían salvado la vida a duras penas;
otros habían sido despreciados, insultados, perseguidos; o habían visto morir mártires a tantos
compañeros suyos de seminario, de su misma ciudad, de su misma parroquia... ¿Cómo negarse
cuando un Obispo le pedía que predicara a estos hombres? Había acudido con alegría, pero con una
sombra en el corazón: había tenido que dejar en Madrid a su madre algo enferma. Los médicos le
habían tranquilizado; no parecía nada grave y en pocos días estaría repuesta.
Al despedirse de su madre le había pedido que ofreciera las molestias de aquella
enfermedad por los frutos de estos ejercicios que iba a predicar. Doña Dolores dijo, como siempre,
que sí. Pero al despedirse, se le escapó un suspiro:
–¡Este hijo...!
Se había quedado preocupado por ella; pero hizo lo que acostumbraba: abandonarse en las
manos de Dios. Señor –oró–, cuida de mi madre, puesto que estoy ocupándome de tus
sacerdotes.
Al comenzar aquella plática estos recuerdos le golpeaban el corazón. Y habló a aquellos
hombres de la labor sobrenatural, inigualable, de la madre del sacerdote junto a su hijo. Aquellas
palabras no las había aprendido en ningún libro de teología: eran fruto de su propia vida.
Y se me ocurrió decir: "Las madres de los sacerdotes –yo estaba con la pena de mi
madre– se debían morir sólo al día siguiente de que muriese su hijo. En aquel momento
vinieron a llamar al Obispo; se marchó, y yo acabé.
Al finalizar aquella meditación, se quedó rezando en la capilla. Al rato, alguien le avisó por
detrás: era el Obispo que venía con la cara demudada. Alvaro le llamaba por teléfono desde
Madrid:
–"Padre –escuchó al otro lado del hilo–, la Abuela ha muerto".
Volvió de nuevo al Oratorio. Hizo junto al Sagrario un acto pleno, rendido, de aceptación a
la Voluntad de Dios: "Fiat, adimpleatur, laudetur... iustissima atque amabilissima voluntas
Dei super omnia. Amen. Amen"
Un amigo le prestó un coche y a las dos de la madrugada llegó a Madrid. Entró en Diego de
León. El cuerpo de su madre yacía en el oratorio. Al verlo, rompió a llorar en silencio.
Al salir del oratorio le contaron como había sobrevenido su muerte, totalmente inesperada.
Dios mío –se le oyó decir en voz baja–, Dios mío, ¿qué han hecho? Me vas quitando todo: todo
me lo quitas. Yo pensaba que mi madre le hacía falta a estas hijas mías, y me dejas sin
nada...; ¡sin nada!"

10. dos reacciones


Una tarde de noviembre de 1942, pocos meses más tarde del fallecimiento de su madre, don
Josemaría fue al Centro que tenían las mujeres del Opus Dei en Madrid. Era una casa de dos
plantas en la calle Jorge Manrique. Al llegar las reunió en la Biblioteca. Eran sólo tres mujeres
jóvenes, y como recuerda Encarnación Ortega, "¡éramos pocas más en todo el mundo!"
Extendió sobre la mesa de la biblioteca un pliego de papel en el que había escrito el cuadro
de labores que las mujeres del Opus Dei iban a realizar en el futuro en los cinco continentes. Les
habló con fuerza, con una fe plena en que todas aquellas labores pronto se harían realidad. Y no
parecía importarle que fuesen sólo tres...
"Sólo el hecho de seguir al Padre –comenta Encarnación Ortega–, que nos las explicaba con
viveza, casi producía sensación de vértigo: granjas para campesinas; distintas casas de capacitación
profesional para la mujer; residencias de universitarias; actividades de la moda; casas de
maternidad en distintas ciudades del mundo; bibliotecas circulantes que harían llegar lectura sana y
formativa hasta los pueblos más remotos; librerías... Y, como lo más importante, el apostolado
personal de cada una de nosotras...
«Debíamos de expresar con la mirada nuestro deseo de realizar lo que el Padre nos había
expuesto, pero también nuestra impotencia, porque doblando despacio aquel cuadro, dijo:
«–Ante esto se pueden tener dos reacciones: Una, la de pensar que es algo muy bonito,
pero quimérico, irrealizable; y otra de confianza en el Señor que, si nos ha pedido todo esto,
nos ayudará a sacarlo adelante. Espero que tengáis la segunda.
«Su fe no le hizo tener en cuenta ni el número de mujeres del Opus Dei, ni la juventud, ni la
falta de preparación en todos los campos.
«Manifestaba esa misma fe ante la expansión del Opus Dei por los países más dispares.
Siempre pensó que si el Señor nos pedía aquello y respondíamos con fidelidad no dejaría de darnos
su gracia, aunque tuviéramos que comenzar sin más bagaje que la bendición del Padre, una imagen
de la Virgen y un Crucifijo".

11. la sociedad sacerdotal de la santa cruz


Eran sólo tres mujeres jóvenes, y el Fundador les hablaba de extender el Opus Dei en los
cinco continentes... Lo mismo les decía a los tres miembros del Opus Dei que se preparaban desde
hacía tiempo para recibir la ordenación sacerdotal: Alvaro del Portillo, José María Hernández de
Garnica y José Luís Múzquiz. Estudiaban según un plan aprobado por el Obispo de Madrid, aunque
don Josemaría no sabía cuándo ni con qué título podía tener lugar la ordenación sacerdotal. Rezaba
y pedía luces al Señor para que se lo hiciera ver.
Dios había sembrado en su alma un profundo celo apostólico por los sacerdotes. Y a ese
amor por el sacerdocio se unía en aquel tiempo una exigencia apostólica cada vez más imperiosa: a
medida que la labor iba creciendo se ponía de manifiesto la urgente necesidad de contar con unos
sacerdotes formados en el espíritu del Opus Dei que pudieran dedicarse íntegramente a esta tarea.
Dios le había hecho ver que los sacerdotes debían proceder de los miembros del Opus Dei.
Llevaba años rezando y mortificándose por ellos. Recé tanto –comentaría más tarde– que puedo
afirmar que todos los sacerdotes del Opus Dei son hijos de mi oración.
Pero había algo que no estaba resuelto: el "título de ordenación" de aquellos nuevos
sacerdotes, dentro del marco jurídico del derecho eclesiástico.
Durante meses, el Fundador estudió el asunto. Se asesoró. Pidió luces y el 14 de febrero de
1943, Dios, de nuevo, aceleró el paso.
Después de buscar y no encontrar la solución jurídica –recordaba san Josemaría– el
Señor quiso dármela, precisa y clara. Durante la mañana del 14 de febrero de 1943, mientras
celebraba la Santa Misa en un centro de mujeres del Opus Dei en Madrid se hizo una luz en su
mente. Al acabar de celebrarla –recordaba–, dibujé el sello de la Obra –la Cruz de Cristo
abrazando el mundo, metida en sus entrañas– y pude hablar de la Sociedad Sacerdotal de la
Santa Cruz.
Dios, una vez más, le había mostrado el camino. Esa era la solución que había buscado
durante mucho tiempo, sin encontrarla: la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz: una solución que
respondía plenamente a la luz que había recibido el 2 de octubre de 1928, en la que había visto el
Opus Dei con seglares y sacerdotes en íntima cooperación.
Con la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, a cuyo título se ordenarían los nuevos
sacerdotes del Opus Dei y que formaría parte integrante e inseparable de la Obra, se hacía posible
la ordenación sacerdotal de algunos laicos del Opus Dei, que podrían asistir espiritualmente al resto
de los miembros y atender las actividades apostólicas promovidas por ellos.
Esta nueva configuración jurídica fue aceptada por la Santa Sede en otoño de ese mismo
año; y el 25 de junio de 1944, tras una preparación intensísima, el Obispo de Madrid, Mons. Eijo y
Garay, ordenó a los tres primeros sacerdotes del Opus Dei: don Alvaro del Portillo, don José María
Hernández de Garnica y don José Luis Múzquiz. Los tres eran ingenieros de profesión.
San Josemaría, por humildad, para no recibir unas felicitaciones que pensaba que no
merecía, no asistió a la ordenación y permaneció durante ese tiempo en su residencia de la calle
Diego de León, celebrando la Santa Misa y rezando por ellos, fiel al lema que definió toda su vida:
ocultarme y desaparecer, que sólo Jesús se luzca.
Horas después les comentó: Cuando pasen los años... y yo, por ley natural, haya
desaparecido hace ya mucho tiempo, vuestros hermanos os preguntarán: ¿que decía el Padre
el día de la ordenación de los tres primeros? Respondedles sencillamente: el Padre nos repitió
lo de siempre: oración, oración, oración; mortificación, mortificación, mortificación; trabajo,
trabajo, trabajo.
Unos años después, hacia 1950, don Josemaría vio que no había inconveniente en que
también los sacerdotes diocesanos pudieran formar parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa
Cruz. El Opus Dei proporciona a esos sacerdotes, que tienen a su propio Obispo como único
superior, cuanto necesitan en orden a su dirección espiritual, para progresar en su vida interior y
vivir con fidelidad la unión y la obediencia a su Ordinario.
12. isidoro
Aquellos primeros meses de 1943 fueron de alegría y de dolor: alegría por la luz que había
recibido el 14 de febrero; de dolor, de sufrimento y de noches en vela porque Isidoro Zorzano había
caído enfermo. Los médicos habían confirmado el diagnóstico, mortal a breve plazo:
linfogranulomatosis maligna, una inflamación crónica de los ganglios que lleva consigo escalofríos,
fiebre alta, gran agotamiento y pérdida de fuerzas, una inapetencia progresiva y una gran fatiga
general, con angustiosas sensaciones de ahogo.
Mientras pudo, siguió haciendo su vida de siempre, entre dolores, insomnios y naúseas.
"Hace mucho tiempo que sabe que puede morir de un momento a otro –comentaba el Director del
Sanatorio de San Fernando donde estuvo internado durante un tiempo– y, no obstante, está
tranquilo; cuando se le dice que está mejor lo agradece con una sonrisa".
Don Josemaría pasó mucho tiempo a la cabecera de Isidoro. Dios se llevaba de su lado a un
hombre fiel, en el momento que más lo necesitaba. Aceptaba esa Voluntad divina, aunque le
costaba: Dios sabía más.
En la primavera de 1943 Isidoro esperaba ya la muerte en el Sanatorio de San Francisco, de
la calle Joaquín Costa; y el 15 de abril, Viernes de Dolores, creyó que ya había llegado su hora.
Vino don Josemaría y le administró la Extremaunción. "¡Qué hermoso día para morir, Padre –le
comentó a don Josemaría–, y ver hoy a la Virgen!".
Pero Dios no lo llamaba todavía y el peligro pasó pronto.
Isidoro siguió rezando, con la misma serenidad de siempre, ofreciendo todos sus dolores por
la Iglesia, por el Opus Dei, y por los primeros sacerdotes del Opus Dei. Al ver su alegría y su
abandono en las manos de Dios, le dijo san Josemaría:
–Mira, hijo, le pido al Señor que me dé una muerte con la tuya.
Isidoro murió, con una gran paz, a las cinco y media de la tarde del 15 de julio de 1943,
víspera de la Virgen del Carmen. "Conviene obedecer al Señor –fueron casi sus últimas palabras–,
dejar todo e irse a los 40 años, cuando habría aún tanto que hacer. Es como hacer un viaje, cambiar
de casa, ser trasladado de un sitio a otro. Aunque sólo fuera para obtener esta paz a última hora,
vale la pena hacer lo poco que hacemos por el Señor".
Por la noche uno de los que le acompañaban, escribió: "Pasó inadvertido. Cumplió con su
deber. Amó mucho. Estuvo en los detalles. Y se sacrificó siempre".
Poco años después se inició el proceso de Canonización de este hombre bueno y fiel; y entre
1948 y 1954 se instruyó en Madrid el proceso informativo sobre su fama de santidad, vida y
virtudes.

13. un ascetismo sonriente


En medio de aquellas penas y dolores, don Josemaría vivía y enseñaba un ascetismo
sonriente. Recordaba que la alegría tiene raíces en forma de cruz. Quiero que estés contento –
decía– porque la alegría es parte integrante de tu camino. Y les quería dejar como herencia a
sus hijos en el Opus Dei en lo humano, el amor a la libertad y el buen humor.
Esa alegría empapaba toda su predicación, y no faltaba nunca en sus labios una broma
simpática, un rasgo divertido o un comentario chispeante. Ese buen humor era también el rasgo que
definía el trato con sus hijos en el Opus Dei. Juan Hervás, un sacerdote valenciano futuro obispo de
Mallorca, se quedó asombrado, durante la breve estancia que pasó en la residencia de Diego de
León invitado por su amigo Josemaría, por la gran alegría y confianza que reinaba en las tertulias
de familia de aquel centro del Opus Dei.
Recordaba Mons. Hervás que su amigo Josemaría no "permanecía distante, sino al revés,
viviendo plenamente las alegrías o las preocupaciones, la salud o la enfermedad de sus hijos. Se
sentaba en medio de todos, en un asiento cualquiera, y era quien, con su buen humor, animaba más
la conversación y hacía participar con espontaneidad a todos. Yo nunca he visto que un miembro de
la Obra se sintiera cohibido en la presencia de su Padre, aunque en todo momento les haya visto
con gran respeto hacia él. Todos estaban pendientes del Padre, pero eso no impedía que cada uno
contara lo que quisiera y se expresase con libertad: el Padre sabía escuchar lo que se decía con gran
atención y se le veía con gusto.
«En esas tertulias se cantaba, se contaban anécdotas, se bromeaba; y con la misma
naturalidad, se hablaba de las labores de apostolado relatando los sucesos del día y, en todo
momento, había cariño, simpatía, vibración apostólica y presencia de Dios".
............
Sin embargo no faltaron las lágrimas en la vida del Fundador. En julio de 1943 el
propietario de la casa de la calle de Jenner le había expresado su deseo de volver a vivir allí y se
habían traslado a dos hotelitos con capacidad para cien estudiantes, muy cerca de la Ciudad
Universitaria, en la Avenida de la Moncloa. Eran tiempos difíciles de la posguerra española y no
era fácil conseguir alimentos; a eso se unía que la casa estaba todavía inacabada y que trabajaban
todavía en ella los obreros de la construcción. En una ocasión fue a visitar a las mujeres del Opus
Dei que se encargaban de la administración doméstica de esa Residencia de estudiantes.
Aquellas mujeres le comentaron que todas esas circunstancias –las dificultades, las obras sin
acabar, la falta de medios materiales, inexperiencia– habían provocado que descuidaran algunos
aspectos de su vida interior.
Al escuchar esto a don Josemaría –hombre fuerte ante las calumnias y las contradicciones,
ante la persecución física y las dificultades– se le saltaron las lágrimas. Después pidió que le
trajeran un papel y escribió:
1. sin servicio
2. con obreros
3. sin accesos
4. sin manteles
5. sin despensas
6. sin personal
7. sin experiencia
8. sin dividir el trabajo
–––––––––––––––––––––––––
1. con mucho amor de Dios
2. con toda la confianza en Dios y en el Padre
3. no pensar en los desastres, hasta mañana durante el retiro
Lloré, hija mía –explicaría días más tarde–, porque no hacíais oración. Y, para una hija
de Dios en el Opus Dei, el trabajo más importante, ante el que hay que posponer todo lo
demás es éste: la oración.

14. con un siglo de adelanto


En medio de aquel contraste de luces y sombras, de alegrías y contradicciones, Dios fue
bendiciendo abundantemente su labor apostólica; y si en 1939, al finalizar la guerra civil española,
el único centro del Opus Dei estaba destruido, seis años más tarde, en 1945, ya existían centros en
Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, Sevilla, Granada, Zaragoza, Valladolid y Santiago de
Compostela. Centenares de universitarios, movidos por el celo de san Josemaría, realizaban una
intensa labor de formación cristiana en los más diversos ambientes.
Apenas vislumbró el fin de la guerra mundial, el Fundador comenzó a preparar la expansión
apostólica por otros países. Quiere Jesús su Obra desde el primer momento –insistía el Santo–
con entraña universal, católica; y recordaba que el Opus Dei no venía a llenar una necesidad
particular de un país o de un tiempo determinado.
Muy pronto estas palabras se hicieron realidad. En 1946 ya había miembros del Opus Dei
que estudiaban o trabajaban de forma estable en Portugal, Inglaterra e Italia, difundiendo en sus
medios profesionales la llamada a vivir con plenitud la vocación cristiana en medio del mundo.
Sin embargo el Fundador no ignoraba las dificultades que debería vencer el Opus Dei en el
marco jurídico de la Iglesia: sabía perfectamente que era un fenómeno pastoral nuevo y que las
leyes de la Iglesia no contemplaban nada parecido.
Las palabras de aquel prelado le hicieron ver a don Alvaro del Portillo que sin la presencia
del Fundador en Roma todo sería inútil. Y le escribió diciéndoselo: tenía que venir enseguida. No
había otra solución.
Cuando recibió la carta, don Josemaría se encontraba enfermo. El médico le había
diagnosticado una diabetes mellitus y le había aconsejado calma y reposo. ¿Viajar a Roma en esas
condiciones? La respuesta del doctor fue tajante: aquel viaje, y en aquellas circunstancias, podía
poner en serio peligro su salud.
Además, un viaje internacional en aquellos momentos tenía ciertos ribetes de aventura: la
frontera con Francia estaba cerrada a causa de las presiones diplomáticas contra la España
franquista y el transporte aéreo estaba interrumpido a causa de la guerra. La única posibilidad de
llegar hasta Roma era en barco. Y eso suponía emprender un viaje largo y fatigoso: primero debería
viajar de Madrid hasta Barcelona, por carretera; luego le esperaban las penalidades de la
navegación hasta alcanzar las costas italianas. Y luego, un nuevo viaje en automóvil hasta Roma.
Era una locura. Si emprendía ese viaje –dijo el médico–, no respondía de su vida.
El Fundador no dudó: era el futuro del Opus Dei el que lo exigía. A pesar de todo, debía ir.
Se abandonó en las manos de Dios y la tarde del miércoles 19 de junio de 1946 salió de Madrid
rumbo a Barcelona.
Hizo una primera etapa en Zaragoza, donde durmió. Al día siguiente, fiesta del Corpus
Christi, llegó a Cataluña, subió hasta Montserrat y se postró ante los pies de la Moreneta. Allí dejó,
a los pies de la Virgen, todas sus peticiones y todas sus esperanzas.
Al día siguiente, 21 de junio, a primeras horas de la mañana, junto al Sagrario, dirigió una
meditación a los miembros del Opus Dei que residían en Barcelona. Comenzó su oración con unas
palabras de los apostóles:
–Ecce nos reliquimus omnia, et secuti sumus te: quid ergo erit nobis?, He aquí que
nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué será de nosotros?
No había en aquellas palabras la menor sombra de desconfianza en la Iglesia. Nuestro
espíritu reclama una estrecha unión con el Pontífice Romano –había enseñado siempre a sus
hijos en el Opus Dei–, con la cabeza visible de la Iglesia Universal. ¡Tengo tanta fe, tanta
confianza en la Iglesia y en el Papa!
Se encontraba con la misma incertidumbre que han tenido que superar los grandes santos
que han abierto capítulos decisivos en la vida de la Iglesia: sabía la dirección general, pero
desconocía el camino concreto. Es más, en este caso, ese camino no existía y lo tendría que ir
abriendo, superando mil dificultades, al golpe de sus pisadas.
Aquellos hombres jóvenes que le escuchaban lo habían dejado todo –familia, futuro, planes
personales– en las manos de Dios. Allí estaba Juan Jiménez Vargas, José Orlandis, Alfonso
Balcells –que había sufrido, antes de ser del Opus Dei, en carne propia toda la campaña de
calumnias, por el puro hecho de haber alquilado a su nombre el piso de El Palau– y tantos otros.
Todo el afán de estos hombres en esta tierra era servir a la Iglesia en el Opus Dei. Y ahora parecía
que el Opus Dei no encontraba camino en el marco jurídico de la Iglesia. ¿Qué iba a ser de ellos?
–Señor –seguía diciendo el Fundador en su oración confiada–, ¿tú has podido permitir
que yo de buena fe engañe a tantas almas? ¡Si todo lo he hecho por tu gloria y sabiendo que es
tu Voluntad? ¿Es posible que la Santa Sede diga que llegamos con un siglo de anticipación?
(...). No he tenido más voluntad que la de servirte.
Después de la Misa fue a la Basílica de Nuestra Señora de la Merced, Patrona de Barcelona,
para pedirle por los frutos de aquel viaje. Y a las seis de la tarde embarcó en un pequeño vapor
correo de poco más de mil toneladas, el "J.J. Sister", rumbo a Génova.
El mar estaba encrespado. Soplaba fuerte la tramontana, el viento norte del Golfo de Lyon,
y apenas dejaron atrás la bocana del puerto se levantó un fuerte temporal que comenzó a sacudir
violentamente al barco, que empezó a bambolearse a merced de las olas. Los embates se volvieron
tan violentos que se marearon casi todos los pasajeros, incluido el capitán. "Desde el camarote –
recordaba José Orlandis, que acompañaba al Fundador– oíamos el ruido de la vajilla y de la
cristalería del comedor al romperse, y rodar de acá para allá los muebles de la cámara. Nos
llegaban, sobre todo, los llantos y el griterío de las mujeres y los niños. Pedían socorro pensando
que la nave se hundía, porque las olas que barrían la cubierta comenzaron a llegar hasta el hall, y el
agua entró por debajo de las puertas de algunos camarotes. El Padre me comentaba con buen
humor:
«–¡Hay que ver de qué manera el diablo ha metido el rabo en el Golfo de Lyon! ¡Está
visto que no le hace ninguna gracia que lleguemos a Roma!"
VIII. ROMA

1. una oracion en la noche


Dos días después don Josemaría se asomó a la pequeña terraza cubierta de su pequeño
apartamento romano de la Plaza Cittá Leonina, junto a la Basílica de San Pedro. Venía rendido por
el cansancio del viaje: aquella tormenta con la que comenzó la travesía se había convertido en una
furiosa sucesión de borrascas y temporales, que parecían que no iban a acabar nunca.
Luego, cuando amainó el viento y pudieron salir a cubierta, el Mediterráneo les había
ofrecido dos espectáculos inesperados: una preciosa banda de ballenatos, muy rara de ver por
aquellas latitudes, y una gran mina flotante, recuerdo del pasado conflicto bélico, que
afortunadamente los marineros habían avistado con bastante antelación.
Al fin, a media noche, había desembarcado en el puerto de Génova, y al caer la tarde de 23
de junio, tras un largo viaje en automóvil, había llegado a Roma.
Nada más llegar a su apartamento de la Plaza de la Cittá Leonina, junto a la Plaza de San
Pedro, quiso asomarse a la pequeña terraza para contemplar la Basílica.
Se quedó como extasiado: le parecía un sueño estar allí, a muy pocos metros de los Palacios
Apostólicos, donde unas luces delataban la amadísima presencia del Papa.
Muchas veces, paseando por las calles de Madrid, había soñado recibir la Comunión de
manos del Papa. Ahora estaba físicamente muy cerca del Romano Pontífice, en el comienzo de una
nueva etapa dentro del camino del Opus Dei.
¡Había esperado tanto este momento! Ayudadme a saber esperar, les decía a los primeros,
en 1932. Todavía seguía esperando y esperando. Habían pasado dieciocho años desde aquella
mañana del 2 de octubre y trataba ahora de que la aprobación diocesana de la que gozaba el Opus
Dei se convirtiera en pontificia, de tal modo que el Opus Dei lograra el estatuto jurídico universal
que necesitaba para desarrollarse por todo el mundo.
Aquella noche en oración era como el compendio de toda su vida. Era un eco de aquellas
noches de Zaragoza, cuando era un joven seminarista y el alba lo encontraba rezando –ut videam!–
en la oscuridad de la iglesia de San Carlos, alterada sólo por el parpadeo débil de la lamparilla del
Sagrario.
2. primeros pasos
Había viajado hasta Roma para impulsar la universalidad del Opus Dei y para solucionar el
problema jurídico que planteaba el Opus Dei, que no encontraba una fórmula adecuada en el
ordenamiento jurídico de la Iglesia.
Buscaba un cauce jurídico que respetase la secularidad de los miembros del Opus Dei: una
fórmula que se adecuase con fidelidad a lo que Dios le había hecho ver el 2 de octubre de 1928.
¿Qué es lo que yo quería?, recordaba años más tarde: un lugar para la Obra en el
derecho de la Iglesia, de acuerdo con la naturaleza de nuestra vocación y con las exigencias de
la expansión de nuestros apostolados; una sanción plena del Magisterio a nuestro camino
sobrenatural, donde quedaran, claros y nítidos, los rasgos de nuestra fisonomía espiritual.
Todo esto se fue haciendo realidad paso a paso, a lo largo de un complejo camino jurídico
que el Fundador tuvo que recorrer al paso de Dios: con un paso a veces rápido, a veces lento, al
encontrarse ante obstáculos que parecían insuperables: Ante esas dificultades vine a Roma –
explicaba–, con el alma puesta en mi Madre la Virgen Santísima y con una fe encendida en
Dios Nuestro Señor.
El 16 de julio de 1946, festividad de la Virgen del Carmen, el Santo Padre le recibió en una
audiencia privada que siempre recordaría emocionado. No puedo olvidar –comentaba– que fue
S.S. Pío XII quien aprobó el Opus Dei, cuando este camino de espiritualidad parecía, a más
de uno, una herejía; como tampoco se me olvida que las primeras palabras de cariño y afecto
que recibí en Roma en 1946, me las dijo el entonces Monseñor Montini.
El 8 de diciembre de ese mismo año, fiesta de la Inmaculada, el Papa lo volvió a recibir. Y
el 2 de febrero del año siguiente, fiesta de la Presentación de la Virgen, Pío XII promulgó la
Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia. Se iba allanando, de la mano de la Virgen, poco a
poco, el camino.
El 24 de febrero de 1947 se concedió al Opus Dei el Decretum laudis, la primera aprobación
pontificia que sería definitiva el 16 de junio de 1950.
Sin embargo, quedaba todavía mucho trecho por recorrer. Tuvo que pasar el Vaticano II y
muchos años más, hasta que, el 28 de noviembre de 1982, el Opus Dei fuese reconocido con la
nueva figura de las Prelaturas personales. Se alcanzó de ese modo una vestidura jurídica que
respetaba plenamente el carisma fundacional.

3. villa tevere
Mientras tanto, los dos Prelados Superiores de la Secretaría de Estado, Mons. Tardini y
Montini (el futuro Pablo VI) le habían aconsejado que consiguiera en Roma un lugar que le sirviese
de Sede Central del Opus Dei. Comenzó la búsqueda del edificio y a principios de 1947 encontró
uno que les podía servir: había sido sede de la embajada de Hungría y se lo ofrecían a buen precio.
Sin embargo, aquella casa tenía un inconveniente: contra todo derecho –porque Hungría,
tras la ocupación de los comunistas, no mantenía relaciones con la Santa Sede– seguía viviendo allí
un funcionario húngaro con su familia.
En el mes de julio de 1947 los inquilinos seguían sin marcharse y el Fundador ya no podía
esperar más; urgido por las circunstancias, no tuvo más remedio que instalarse en la pequeña
portería de la entrada junto con algunos miembros del Opus Dei. Aquellas estrecheces no le
suponían ninguna novedad: la pobreza era una antigua compañera de viaje...
Lo malo es que mientras vivió en aquella portería durmió con frecuencia en el suelo, y en
marzo de 1948, como no tenían dinero para la calefacción, el frío le produjo una parálisis facial a
frigore...
Al fin se marcharon los inquilinos y en la fiesta de San Pedro de 1948 pudo erigir en aquel
edificio, que denominó "Villa Tevere", el Colegio Romano de la Santa Cruz.
"Colegio" –explicó– porque es una reunión de corazones que forman –consummati in
unum– un solo corazón, que vibra con el mismo amor...; "Romano", porque nosotros, por
nuestra alma, por nuestro espíritu, somos muy romanos. Porque en Roma reside el Santo
Padre, el Vice–Cristo, el dulce Cristo que pasa por la tierra. De la "Santa Cruz", porque el
Señor quiso coronar la Obra con la Cruz, como se rematan los edificios, un 14 de febrero... Y
porque la Cruz de Cristo está inscrita en la vida del Opus Dei desde su mismo origen, como lo
está en la vida de cada uno de sus hijos. Y también porque la Cruz es el trono de la realeza del
Señor, y hemos de ponerla bien alto, en la cima de todas las actividades humanas.
A partir de entonces se formarían en ese Centro miles de miembros del Opus Dei de
diversos países del mundo. Al cabo de los años unos recibirían la ordenación sacerdotal; y todos, al
concluir ese periodo de formación, contribuirían a dar al Opus Dei en sus respectivos países de
procedencia un espíritu universal o reforzarían el trabajo apostólico en otras naciones.
Ese espíritu universal fue siempre un motivo de profunda alegría para el Fundador: le
agradaba comprobar que la universalidad del Opus Dei se había reafirmado "en Roma y desde
Roma"; es decir, que llevaba una fuerte impronta de romanidad, porque romanidad era, para él,
sinónimo de universalidad. El Cardenal Ugo Poletti subrayó la romanidad del Fundador del Opus
Dei cuando abrió en Roma su Causa de Canonización. "Tuvo siempre un empeño apasionado por
ser "romano" –recordaba el Cardenal Ruini, poco antes de la beatificación del Fundador–; es decir,
ejemplarmente fiel a Pedro y por tanto, católico, universal."
Con un fin similar erigió también en Roma, el 12 de diciembre de 1953, un Centro
Internacional de formación para las mujeres del Opus Dei: el Colegio Romano de Santa María.

4. enfermo de diabetes
Desde que llegó a Italia el doctor Faelli se ocupaba de la diabetes mellitus que padecía el
Fundador. Esta enfermedad le deparaba cada día una molestia diversa: un día estaba desfallecido;
otro, le dolía la cabeza o sufría una infección; al siguiente, le fallaba el ojo derecho. En una ocasión
una infección le produjo un giro tan violento en las raíces dentales que el dentista tuvo que hacerle
una extracción con los dedos, porque tenía los dientes sueltos, para evitar una hemorragia que en
aquellos momentos podía ser fatal.
A pesar de las continuas molestias que le ocasionaba esa enfermedad no dejaba de sonreír –
aunque le costara mucho–, ni de mortificarse. Sabía la gravedad de su enfermedad: por esa razón,
hizo colocar junto a su cama un timbre para pedir los sacramentos, por si le llegaba repentinamente
su última hora. Pero no vivía aquella situación dramáticamente: y hacía bromas incluso acerca del
exceso de azúcar en la sangre que le causaba la enfermedad.
Y cada noche, antes de acostarse, rezaba confiado: Señor, no sé si me levantaré mañana;
te doy gracia por la vida que me des y estoy contento de morir en tus brazos. Espero en tu
misericordia.
5. en roma y desde roma
Al llegar a estos años de la vida del Fundador del Opus Dei en Roma, los biógrafos de san
Josemaría se encuentran con la misma dificultad: hasta el comienzo de los años cincuenta su vida
tiene aliento, ritmo y sabor de aventura: los cambios de ciudades, las peripecias de la guerra, el
paso de los Pirineos, las campañas denigratorias, los viajes..., proporcionan elementos biográficos
suficientes para relatar su historia: es una paleta llena de colorido.
Sin embargo, al llegar a los años en los que, desde la serenidad de la sede romana, dedica la
mayor parte de su tiempo a gobernar el Opus Dei, a formar a sus hijos y a impulsar sus apostolados
en todo el mundo, las dificultades del historiador se multiplican. ¿Cómo relatar ese trabajo,
eficacísimo, sí, pero sumamente discreto? La paleta parece reducida al gris.
Surge la tentación entonces de recurrir a lo anecdótico: de aludir en dos párrafos ese intenso
trabajo de formación y gobierno que le ocupó más de veinte años de vida y contar minuciosamente
hechos mucho menos relevantes, pero más "historiables": viajes, anécdotas y sucesos que
sucedieron en pocos días de aquel periodo.
Si hiciéramos esto estaríamos pasando por alto un rasgo decisivo de la vida del Fundador:
su trabajo cotidiano. Porque Mons. Escrivá no se limitó a predicar: enseñó con su propia vida lo
que constituye el mensaje fundamental del Opus Dei: la santificación del trabajo de cada día, ese
esfuerzo amoroso por convertir el gris de lo ordinario en colores agradables a Dios, por hacer
endecasílabos de la prosa de cada día, como le gustaba decir.
Dia tras día, con paciencia y con fortaleza, iba mostrando a aquellos hombres y mujeres que
se formaban a su lado los rasgos esenciales del espíritu del Opus Dei. Abría ante sus ojos
ambiciosos horizontes de apostolado y hacía crecer en sus almas deseos de servir eficazmente a
Cristo y a su Iglesia desde su propia situación en el mundo. Les mostraba también las dificultades
que se podían presentar, y los medios sobrenaturales y humanos con los que contaban para
sortearlas.
Los movía a luchar por ese ideal cristiano sin caer en idealismos fáciles, recordándoles que
el heroísmo de la vida cristiana radica en la santificación de lo cotidiano, y en el cumplimiento fiel
y generoso de los deberes diarios.
Puso todos los medios a su alcance para que los miembros del Opus Dei avanzasen por
caminos de oración y de trato personal con el Señor, hasta llegar a ser contemplativos en medio del
mundo. Al mismo tiempo les urgía a un estudio serio de la doctrina de la Iglesia.
Sus enseñanzas eran exigentes y atractivas al mismo tiempo. Sabía encender en el amor de
Dios a los que le escuchaban, conjugando un gran sentido sobrenatural y una proverbial alegría,
bañada en su característico sentido del humor.
Aquellos años romanos estuvieron ligados también al cumplimiento de los deberes propios
de su tarea como Fundador. Por esta razón dedicó mucho tiempo y esfuerzo a redactar escritos,
instrucciones, y cartas en los que fue esculpiendo los rasgos esenciales del espíritu del Opus Dei. Y
a causa de las novedades institucionales que este carisma comportaba en el marco jurídico de la
Iglesia, tuvo que dedicar mucho tiempo, trabajo y energías para que la fundación quedase bien
asentada desde el punto de vista canónico, de manera que el cuadro normativo en el que se
integrara fuera el más adecuado al mensaje que había recibido de Dios.
Se dedicó a esta tarea, estrictamente fundacional, hasta el fin de sus días, ya que, como buen
jurista, conocía bien la importancia que tiene para el desarrollo de una nueva Fundación de la
Iglesia que la normativa jurídica se adecúe a la sustancia de la institución.
Así fueron pasando, sin ruído externo, sus años romanos, fiel a su deseo de ocultarse y
desaparecer. Su estancia en la Ciudad eterna obedecía a una razón profunda: en Roma está el Papa,
el dulce Cristo en la tierra, como le gustaba decir, haciéndose eco de unas palabras de Santa
Catalina de siena. Este amor al Papa se manifestaba en una jaculatoria que repetía desde su
juventud: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!
Cuando vosotros seáis viejos –les decía a sus hijos en el Opus Dei– y yo haya rendido
cuentas a Dios, vosotros diréis a vuestros hermanos como el Padre amaba al Papa con todas
su fuerzas. Por esta razón acogía conmovido las expresiones de afecto y de estima que los
Pontífices le hacían llegar, y se emocionaba especialmente cada vez que Pio XII y Juan XXIII le
mostraban las esperanzas que tenían en su labor.
Pio XII había comentado, en el marco de una audiencia privada, refiriéndose al Fundador:
"es un verdadero santo, un hombre mandado por Dios para nuestra época".
Un rasgo definitorio de su modo de gobernar fue la humildad: aunque era el Fundador,
aunque había comenzado solo y tenía mucha más experiencia que los que le rodeaban, con
frecuencia gentes jóvenes, vivía –y enseñaba a vivir– la colegialidad en el gobierno, porque, como
le gustaba decir, en el Opus Dei no caben los tiranos.
Esa humildad caracterizó su "estilo de gobierno": pedía el parecer de unos y de otros;
recibía gustosamente las sugerencias, incluso las que provenían de personas muy jóvenes; sabía
confiar y delegar. Yo no soy más que un voto –repetía con frecuencia–, así cada uno se siente
responsable, pero de un modo que no agobia, porque responsables somos todos.
"Nos insistía –recuerda Encarnación Ortega, que fue durante muchos años Directora Central
para las mujeres del Opus Dei– en que cada una, cada uno, tenía que responsabilizarse del puesto
concreto en que estaba. Usaba la expresión castiza 'cada palo que aguante su vela'".
Y como manifestación de delicadeza y humildad, solía opinar el último: "era una forma de
dejarnos esa libertad –explica Encarnación Ortega– y de no coaccionarnos moralmente". Y cuando
se equivocaba, rectificaba y pedía perdón: "pedía perdón –recordaba Encarnación Ortega– y daba
las gracias. Eso se lo he visto hacer muchas veces".
Durante los años sesenta, recuerda José Luis Illanes, "era, no ya frecuente, sino constante,
que cuando nos encargaba un asunto o nos hacía unas indicaciones, añadiera: Estudiadlo; si veis
algo que se puede mejorar, no dejéis de decirlo; estudiadlo vosotros y, si lo veis preferible, hacedlo
de otra manera. Su norma de prudencia fue siempre oír todas las campanas y, a ser posible, conocer
al campanero.
Alentaba constantemente a luchar por amor, sin desfallecer. La santidad –recordaba– está en
tener defectos y luchar contra ellos, pero nos moriremos con defectos. Por esa razón, al formar a
sus hijos en el espíritu del Opus Dei sabía conjugar el cariño con la fortaleza. Sabía exigir con
corazón de padre y de madre. Su hermano Santiago recuerda como tenía con los miembros del
Opus Dei mil detalles de delicadeza. "Se esforzaba por hacer amable el camino de la santidad con
detalles concretos de cariño, de simpatía y de servicio.
«Los miembros del Opus Dei le llamaban "Padre" y era Padre de verdad. Por eso, se notaba
que sufría, y mucho, cuando debía corregir a alguno. Pero, como los buenos padres, sabía hacerlo
con lealtad y con sinceridad, incluso con energía si era preciso. No se permitía sentimentalismos ni
blandenguerías. Pero luego se volcaba con aquella persona con ternura paterna, para no dejar herido
a nadie."
A animaba a comenzar y recomenzar en la vida cristiana con espíritu de hijo pródigo, una y
otra vez, con confianza filial en Dios. Era una exigencia amable y fuerte, cordial y esperanzada,
guiada siempre por su inquebrantable fidelidad a la luz fundacional.
6. por todo el mundo
Durante aquellos años, el Fundador fue enviando a muchos miembros del Opus Dei a abrir
brecha en naciones de los cinco continentes, sin más medios que una bendición y una imagen de la
Virgen. Se ganarían la vida en esos países con su trabajo profesional y pondrían, al mismo tiempo,
los cimientos de la labor apostólica.
Uno de ellos, Juan Antonio Galarraga, doctor en Farmacia, estaba en Londres desde 1946,
donde proseguía sus trabajos de investigación en bioquímica. José Ramón Madurga, un ingeniero,
vivía en Dublín desde 1947; y un abogado, Fernando Maycas, vivía desde ese mismo año en el
Colegio Español en París. Pedro Casciaro, ya ordenado sacerdote, había emprendido un largo
periplo por diversos países de Suramérica, para estudiar la posibilidad de un próximo comienzo de
la labor apostólica en esas naciones.
No tardaron mucho en llegar los miembros del Opus Dei al continente americano: en 1949 y
1950 comenzó la labor apostólica en Estados Unidos, México, Chile y Argentina; en 1951 fueron
los primeros a Venezuela y Colombia; en 1953 a Perú y Guatemala; en 1954, a Ecuador; en 1956 a
Uruguay; en 1957, a Brasil... Y mientras tanto se había ido comenzando en Alemania, en Austria,
en Canadá; en Kenia y en Japón; en 1959 le llegó el turno a Costa Rica. Y en 1960, a Holanda...
En cada uno de esos países, esos hombres y mujeres del Opus Dei luchaban por hacer
realidad, en sus propias vidas, las enseñanzas del Fundador, y por corresponder a las exigencias de
su propia vocación; una vocación que les llevaba a asumir con radicalidad los compromisos
bautismales, a identificarse con Cristo y llevar su luz a los ambientes familiares, profesionales y
sociales de cada uno.
Desde Roma san Josemaría los alentaba con sus cartas y sugerencias; y los estimulaba, con
su oración, su sacrificio y su palabra, a realizar una amplia siembra de doctrina y de vida cristiana
en los diversos ambientes en los que vivían y trabajaban.
Les insistía siempre en la prioridad de la vida interior, fundamentada en la oración y los
sacramentos, y les recordaba la necesidad de realizar un intenso apostolado personal con las
personas que les rodeaban, abriéndoles horizontes de santidad.
En su predicación, en sus cartas, les subrayaba siempre el valor cardinal del trabajo: y les
recalcaba que, para que ese trabajo se convirtiera realmente en un foco de luz cristiana en los más
diversos campos de la vida humana, debían realizarlo muy unidos a Cristo, con la mayor perfección
humana posible y con gran competencia profesional.
Con el paso de los años, como fruto granado del apostolado personal de estos hombres y
mujeres, nacieron en todo el mundo una gama variadísima de iniciativas apostólicas: residencias
universitarias, colegios promovidos por padres de familia, universidades, centros de capacitación
profesional para obreros, escuelas agrícolas, clubs juveniles, casas de retiro, etc. Eran labores que
nacían con el deseo de dar una respuesta y una solución a las necesidades y problemas concretos de
cada lugar.
El Fundador subrayó que esas tareas –promovidas por sus hijos en el Opus Dei, junto con
otras muchas personas deseosas de trabajar por Cristo– eran un mar sin orillas. Los animaba a
iluminar todas las realidades humanas con la luz de Cristo, actualizando el ímpetu evangelizador de
los primeros cristianos, por todas las encrucijadas de la tierra.
Al mismo tiempo era consciente de la falta de medios materiales con la que se encontraban
sus hijos a la hora de realizar toda aquella esa labor. Pero confiaba en Dios y les prevenía contra el
desaliento: les recomendaba que tuviesen una fe audaz en la providencia de Dios Padre y que
trabajasen con tenacidad y constancia en la promoción de esas tareas.
Esa era su "receta" a la hora de poner en marcha una labor de apostolado: una fe fuerte, un
amor de Dios que no conoce el desánimo, una oración confiada y perseverante; y junto con todo
eso, un planteamiento profesional serio y riguroso, porque esas iniciativas debían reflejar lo que
eran: tareas promovidas por fieles laicos, conscientes de su honda responsabilidad social como
ciudadanos y como cristianos.

7. por las carreteras de europa


He sembrado de avemarías las carreteras de Europa, solía decir san Josemaría al evocar
sus frecuentes viajes por el continente europeo durante esos años de expansión de la labor
apostólica y sus desplazamientos de una ciudad a otra, de un país a otro, con el fin de apoyar el
trabajo apostólico de su hijas e hijos y de dar a conocer al episcopado los rasgos esenciales de su
mensaje.
Solía decir que esos viajes constituían la "prehistoria" de la labor apostólica del Opus Dei en
un determinado país. Seguía, como en su juventud, queriendo caminar al paso de Dios; y Dios
seguía caminando deprisa, muy deprisa. En muchas ocasiones, comenzaban en una ciudad
determinada, no prevista, por la insistencia del Obispo de la diócesis que había pedido que se
iniciara cuanto antes la labor apostólica en aquel lugar.
Se ponía de manifiesto entonces su intenso amor por la Jerarquía. Había querido, desde
muchos años atrás, que todos los miembros del Opus Dei rezaran cada día por el Santo Padre y por
el Obispo de sus respectivas diócesis, y que, dentro y fuera del ámbito eclesiástico, les fueran
leales, de palabra, por escrito, y con sus hechos.
En otros casos, como le había sucedido en su primer viaje a Portugal, en febrero de 1945, el
comienzo de la labor apostólica se debía a la insistencia de una persona concreta, como Sor Lucia,
una de los videntes de Fátima. Todo ocurrió de una forma aparentemente "casual"; aunque las
casualidades para un cristiano no son más que la Providencia divina cuando trabaja de incógnito.
Fue con motivo de un viaje a Tuy, una ciudad gallega situada junto a la frontera portuguesa, adonde
fue don Josemaría a visitar a su amigo Fray José López Ortíz, obispo de aquella diócesis. Allí se
encontró con Sor Lucia, que era entonces religiosa dorotea, y le insistió que comenzaran cuanto
antes en Portugal.
Tras una primera conversación con Sor Lucia, tuvieron un segundo encuentro en el que sor
Lucia volvió para decirle que el Opus Dei tenía que ir a Portugal. Le contesté que no teníamos
pasaporte –recordaba don Josemaría–, pero ella respondió: eso lo arreglo yo enseguida. Llamó
por teléfono a Lisboa y nos consiguió un documento para pasar la frontera.
No hablamos para nada de las apariciones de la Virgen; nunca lo he hecho. Es una
mujer de una humildad maravillosa. Siempre que la veo, le recuerdo que tiene una buena
parte en el comienzo de la labor de la Obra en Portugal.
"Era un alma llena de amor a Dios –recordaba Sor Lúcia, evocando la figura de don
Josemaría– a Nuestra Señora, a la Santa Iglesia, al Santo Padre y a las almas, a las que intentaba
salvar por todos los medios a su alcance".
Durante estos viajes apostólicos no faltaba nunca una visita a los lugares de mayor devoción
mariana: Loreto, Einsiedeln, Lourdes, la Rue du Bac, Fátima, Willesdem, María Laach, María
Zell... En cada uno de estos sitios ponía bajo el amparo de la Santísima Virgen, con confianza filial,
su trabajo y el de sus hijos en el Opus Dei.
Dios fue bendiciendo con el paso de los años toda esta siembra con abundantes frutos, y a
medida que venían nuevas vocaciones, san Josemaría iba comprobando cómo aquellas
muchedumbres atraídas por Cristo, que había visto el 2 de octubre de 1928, se convertían, poco a
poco, en una gozosa realidad.

8. hogares luminosos y alegres


En la luz fundacional del 2 de octubre de 1928, el Fundador había visto hombres y mujeres,
jóvenes y viejos, sacerdotes y laicos, solteros y casados. Ya contaba con varios centenares de laicos
célibes y con un puñado de sacerdotes: le urgía ahora realizar algunas virtualidades del carisma
fundacional que no había podido llevar aún a cabo, como la vinculación jurídica de las personas
casadas al Opus Dei.
Esa vinculación no había sido posible hasta entonces por diversas dificultades de carácter
jurídico. Mientras tanto, numerosas personas casadas esperaban que se abriese el cauce jurídico
oportuno que les permitiese formar parte del Opus Dei. En la espera confiada de que estas
dificultades se acabarían resolviendo algún día, el Fundador les había aconsejado que viviesen
plenamente según el carisma del Opus Dei, aunque su pertenencia no tuviese todavía un carácter
formal.
Al fin se solucionaron las dificultades jurídicas y ese sueño pudo hacerse realidad. Entre el
25 y el 30 de noviembre de 1948 dirigió un curso de retiro en Molinoviejo, una casa de
convivencias cercana a Segovia. Asistieron quince hombres que estaban dispuestos a ser
plenamente del Opus Dei dentro del estado matrimonial. Eran el comienzo de una labor que llevaría
a millares de almas a asumir la tarea de santificar su vida familiar y convertir sus casas, como le
gustaba decir al Fundador, en hogares luminosos y alegres.
Se confirmaba entonces lo que el Fundador había dejado escrito en Camino y que esos
hombres habían escuchado de sus propios labios muchos años atrás: ¿Te ríes porque te digo que
tienes "vocación matrimonial"? Pues la tienes; así, vocación.
............
Había logrado abrir las puertas del Opus Dei a hombres y mujeres, solteros y casados, que
se sentían llamados por Dios a una entrega total, compatible con su situación en el mundo. Más
tarde, el 16 de junio de 1950, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, cuando la Santa Sede le
concedió la aprobación definitiva del Opus Dei, consiguió que pudieran ser admitidos personas no
católicas, e incluso no cristianas como Cooperadores del Opus Dei, junto a tantos católicos que, sin
formar parte propiamente del Opus Dei, colaboran con su oración, su trabajo o su aportación al
desarrollo de las más variadas iniciativas apostólicas.

9. tres consagraciones
Mientras tanto, las calumnias y las murmuraciones no cesaban; y no faltaron personas que
comenzaron a sembrar inquietudes entre algunos padres de miembros del Opus Dei de Italia.
Se creó una situación grave. Para valorarla hay que situarse en aquel momento histórico: el
Opus Dei no era, como sucede ahora, una institución ampliamente conocida dentro de la Iglesia y
repetidamente bendecida por los diversos Pontífices; sino que aparecía, a los ojos de muchos, como
un camino nuevo, que avanzaba abriéndose paso entre prevenciones e interrogantes.
Aquellas habladurías dolieron especialmente al Fundador porque había procurado que sus
hijos cuidaran con especial empeño el cuarto mandamiento de la ley de Dios, al que llamaba
dulcísimo precepto del Decálogo.
¿Qué hacer? Acudió de nuevo al Cielo en busca de ayuda, y el 14 de mayo 1951 anotó este
propósito: poner bajo el patrocinio de la Sagrada Familia, Jesús, María y José, a las familias
de los nuestros: para que logren participar del gaudium cum pace de la Obra y obtengan del
Señor el cariño para el Opus Dei.
No tardó en llevar a la práctica aquel propósito: pocas horas después fue al Oratorio de la
Sagrada Familia de Villa Tevere, que aún estaba construyéndose, y consagró, lleno de confianza en
Dios, las familias de los miembros del Opus Dei a la Sagrada Familia.
Al cabo de unos días muchas de aquellas inquietudes se disiparon. Y cuando el Oratorio
estuvo terminado hizo instalar, en un muro lateral, una placa de mármol con el texto de la
consagración. Indicó que ese texto se leyese en todos los centros del Opus Dei, todos los años, en la
Festividad de la Sagrada Familia:
...Oh Jesús, amabilísimo Redentor nuestro, que al venir a iluminar el mundo, con el
ejemplo y con la doctrina, quisiste pasar la mayor parte de tu vida sujeto a María y a José en
la humilde casa de Nazaret, santificando la Familia que todos los hogares cristianos debían
imitar: acoge benignamente la consagración de las familias de tus hijos en el Opus Dei, que
ahora te hacemos.
.........
Aunque el Cardenal Schuster conocía relativamente poco al Fundador del Opus Dei, por ese
peculiar "sexto sentido" que poseen las almas santas, desde que se conocieron había visto en él a un
hombre de Dios, y había ayudado eficazmente en los primeros pasos de la labor apostólica del
Opus Dei en Milán. No les faltó a los primeros del Opus Dei que llegaron allí, en unos momentos
de casi total carestía, la mano generosa del Cardenal.
El Fundador tenía noticia ya de que algunos males se cernían sobre el Opus Dei. Y un día de
verano de 1951, durante una visita que hicieron varios miembros del Opus Dei al Cardenal de
Milán, éste les preguntó:
–¿Cómo está el Padre?
–Muy bien, le dijeron.
–¿No tiene ahora una especial contradicción, una Cruz muy fuerte?
–Pues si es así –le comentaron– estará muy contento, porque siempre nos ha enseñado que
si estamos muy cerca de la Cruz, estamos muy cerca de Jesús.
Tiempo después le contaron esa entrevista con el Cardenal al Beato Josemaría. Sus
presentimientos se confirmaron.
–Está pasando algo, comentó. No sé lo que es, pero algo está sucediendo.
En medio de esta situación de incertidumbre, reacccionó como era habitual en él: acudió al
Cielo por la intercesión de la Madre de Dios, la Omnipotencia Suplicante que todo lo puede; rezó e
hizo rezar; se mortificó y pidió oraciones y sacrificios por una intención por la que suplicaba
constantemente con una jaculatoria: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! Corazón dulcísimo
de María: prepáranos un camino seguro. Y el 14 de agosto de aquel mismo año viajó hasta Loreto
donde consagró el día 15, fiesta de la Asunción, el Opus Dei al dulcísimo Corazón de María,
suplicando a la Madre de Dios que conservase firme y seguro el camino dwl Opus Dei.
En enero de 1952 el Cardenal hizo llegar de nuevo la voz de alarma al Padre:
–Decidle que se acuerde de su paisano, San José de Calansanz, y... que se mueva.
Don Josemaría comprendió al fin: a San José de Calasanz, ya muy viejo, le habían acusado
falsamente ante la Inquisición romana y le habían arrinconado, a pesar de ser el Fundador. Y
gracias a las sugerencias del Cardenal se pudieron atajar aquellos ataques externos, que provenían
de personas ajenas a la insitución y se evitó aquel gran mal que se cernía sobre el Opus Dei.
Renovó esa consagración a Nuestra Señora en diferentes santuarios marianos del mundo:
Lourdes, Fátima, el Pilar, Einsiedeln, Willesden, Pompei, Guadalupe, en la Medalla Milagrosa de
París... Nuestro Opus Dei nació –recordaba– y se ha desarrollado bajo el manto de Nuestra
Señora. Por eso son tantas las costumbres marianas, que empapan la vida diaria de los hijos
de Dios en esta Obra de Dios.
.............
Un año más tarde, el 26 de octubre de 1952, fiesta de Cristo Rey, consagró el Opus Dei al
Corazón Sacratísimo de Jesús, acudiendo a la misericordia divina para que protegiese siempre al
Opus Dei y le diese un amor grande a la Iglesia y al Papa, que se traduzca en obras de servicio.

10. una caricia de la virgen


Aquel 27 de abril de 1954 la vida seguía su curso normal en la sede central del Opus Dei en
Roma. Todo parecía indicar que aquel día –fiesta de la Virgen de Montserrat– sería un día más,
lleno de oración y de trabajo, en la cálida primavera italiana.
Durante aquella temporada su diabetes se había agudizado. Todas las semanas se le hacían
análisis y cada vez el resultado era más negativo, a pesar del régimen alimenticio tan riguroso que
observaba y de la alta dosis de insulina que se le aplicaba diariamente. Aquel día, siguiendo las
instrucciones del médico, a la una menos diez del mediodía, don Alvaro del Portillo le puso una
inyección de una nueva marca de insulina retardada. A continuación bajaron al comedor.
De repente, sentado ya en la mesa, sufrió un shock: se dio cuenta que se moría y le pidió
inmediatamente la absolución a don Alvaro.
–Alvaro, dame la absolución.
–Pero, Padre, ¿qué dice?
–¡La absolución!
Como don Alvaro, se había quedado, por la sorpresa, un poco desconcertado, el Fundador
comenzó a decir la fórmula de la absolución –ego te absolvo...– y se desvaneció sin sentido.
Era un shock anafiláctico. Tras darle la absolución, don Alvaro intentó que tomara algo de
azúcar y avisó rápidamente al médico. A los pocos minutos, lentamente, el Fundador empezó a
recobrarse, aunque se había quedado ciego.
El médico se quedó extrañado de la situación: habitualmente las reacciones de ese tipo suele
ser mortales casi de necesidad. Sin embargo, al cabo de varias horas, don Josemaría se repuso y
recobró de nuevo la visión. Y desde aquel día la diabetes quedó totalmente curada. Había sido una
caricia de su Madre la Virgen en el día de la fiesta de Montserrat...
–Personalmente estaba muy tranquilo –comentaba– aunque me daba pena irme de
vosotros. Pero por todo lo que habéis pedido por mí al Señor, El os ha oído.
11. carmen
Tres años más tarde varias mujeres del Opus Dei hablaban con el Fundador en la sede
central de Roma. Les había dicho que iba a darles algunas noticias.
–¿Buenas, Padre?
–Sí, hija mía, buenas, porque la Voluntad de Dios siempre es buena.
A continuación les comunicó que su hermana Carmen padecía un cáncer de hígado y le
médico le había dado dos meses de vida.
...............
La hermana del Fundador –a la que los miembros del Opus Dei llamaban familiarmente
"Tía Carmen"–, disfrutaba al fin de una vida de cierto sosiego, después de largos años de intenso
trabajo en servicio de las labores apostólicas.
Aquel año de 1957 era el quinto que pasaba en Roma, tras haber consumido su vida entera –
sin tener vocación al Opus Dei– en servicio del Opus Dei. Su presencia en los comienzos de la
labor había sido decisiva. Nos vino muy bien –comentaba san Josemaría– que mi madre y mi
hermana quisieran encargarse de la Administración de los primeros Centros. Sobre todo
Carmen, que fue la que más se metió en todo. Si no, no hubiéramos tenido un verdadero
hogar: nos habría salido una especie de cuartel.
En ese último periodo de su vida Carmen Escrivá destacó por su serenidad y por el
abandono pleno en las manos de Dios. Mientras todos le pedían al Señor: 'Señor, si tú quieres,
¡puedes!', ella rezaba: '¡Que se haga lo que Tú quieras!' mientras ofrecía todas sus molestias y su
dolor por la Iglesia, por el Papa y por el Opus Dei.
Su hermano Josemaría le ayudaba a sobrellevar sus dolores con sentido sobrenatural.
Carmen –le decía–: ofrece hoy la sed... la fatiga... el dolor... el cansancio.... Y le iba
desgranando intenciones: por el Romano Pontífice; por los sacerdotes; por esta iniciativa
apostólica; por aquélla labor en un país lejano...
"Se ve que es un milagro del Señor esta docilidad a la Voluntad divina –comentó el
Procurador General de los Agustinos recoletos, que la había confesado durante su enfermedad–: no
he visto ningún enfermo tan unido a Dios. Yo vengo aquí, más que para ayudarla, para edificarme".
Carmen Escrivá murió en la madrugada del 20 de junio de 1957, festividad del Corpus
Christi. La enterraron en Villa Tevere, en la sottocripta del entonces Oratorio –ahora Iglesia
Prelaticia– de Santa María de la Paz.

12. lo unico que me interesa es que se haga santo


En ese mismo año de 1957 nombraron ministro del Gobierno de un determinado país a un
miembro del Opus Dei y una persona se creyó en la obligación de felicitar a don Josemaría, que
rehusó la felicitación. A mí no me va ni me viene –comentó con fuerza–; no me importa; me da
igual que sea ministro o barrendero; lo único que me interesa es que se haga santo en su
trabajo.
En este mismo sentido recordaba que el Opus Dei persigue una finalidad exclusivamente
espiritual y apostólica; y, como consecuencia lógica del respeto hacia la libertad de los fieles
cristianos, no propone a sus miembros ninguna opción determinada en el campo económico,
político o cultural. Cada miembro del Opus Dei –recalcaba con energía– tiene plena libertad para
pensar y de obrar como le parezca mejor en este terreno. En todo lo temporal los miembros
de la Obra son libérrimos: caben en el Opus Dei –decía– personas de todas las tendencias
políticas, culturales, sociales y económicas que la conciencia cristiana puede admitir.
La Obra no les propone ningún camino concreto, ni económico, ni politico, ni cultural
–insistía–. Cada uno de sus miembros tiene plena libertad para pensar y obrar como le
parezca mejor en este terreno. Recordaba que caben en el Opus Dei, por tanto, personas de
todas las tendencias políticas, culturales, sociales y económicas que la conciencia cristiana
puede admitir.
Nunca los directores de la Obra pueden imponer un criterio político o profesional a los
demás miembros –señalaba–. Si alguna vez un miembro del Opus Dei intentara hacerlo, o
servirse de otros miembros para fines humanos, saldría expulsado sin miramientos, porque
los demás miembros se rebelarían legítimamente.
............
Seguía impulsando la labor apostólica del Opus Dei en todo el mundo, que se encontraba,
como es lógico, con dificultades de todo tipo.
En algunos países donde se comenzaba los católicos eran minoría; en otros se respiraba un
clima anticristiano; otros sufrían una gran falta de libertad, como los que se encontraban más allá
del llamado "telón de acero". Con respecto a estos últimos, varios años antes había estado en Viena
–que hacía prácticamente de frontera con esos países del Este Europeo– y había comenzado a
invocar a la imagen de la Virgen que se venera en la catedral de la capital austríaca con esta
jaculatoria: Santa María, Stella Orientis, filios tuos adiuva!. Durante toda su vida pediría
confiadamente a la Madre de Dios con esta invocación por la labor de apostolado con las personas
de la Europa Oriental.
Mientras tanto, la labor apostólica del Opus Dei iba extendiéndose por todo el mundo. Se
hacía realidad de ese modo la predicación constante del Fundador que señalaba que en todos los
sitios donde una persona honrada puede vivir, ¡ahí! tenemos nosotros aire para respirar;
¡ahí! debemos estar con nuestra alegría, con nuestra paz interior, con nuestro afán de llevar
las almas a Cristo. ¿En qué sitios? ¿Donde están los intelectuales?, donde están los
intelectuales. ¿Donde están los trabajadores que trabajan cosas manuales?, donde están los
trabajadores que trabajan cosas manuales. ¿Y cuál es mejor, de esos trabajos? Y os lo diré
como todos los días os he dicho: es mejor aquel trabajo que se hace con más amor de Dios. Y
vosotros, cuando hacéis vuestro trabajo y ayudáis a vuestro amigo, a vuestro colega, a vuestro
vecino, de manera que no lo note, le estáis curando, sois Cristo que sana, sois Cristo que
convive.
Durante un viaje que realizó a España, el 17 de octubre de 1960, pudo comprobar el fruto de
esa expansión apostólica de una forma plástica y viva. Entró en la Basílica de San Miguel de
Madrid y al verla abarrotada de gente –muchos de ellos miembros del Opus Dei–, se llenó de
agradecimiento a Dios. Sentaos... los que podáis, dijo al comienzo de la homilía. Yo quiero
deciros unas palabras en esta iglesia de Madrid, donde tuve la alegría de celebrar la primera
misa mía madrileña. Me trajo el Señor aquí con barruntos de nuestra Obra. Yo no podía
entonces soñar que vería esta iglesia llena de almas que aman tanto a Jesucristo. Y estoy
conmovido.
Sus palabras saltaron a continuación de aquella iglesia hasta el mundo entero, evocando el
desarrollo apostólico de el Opus Dei por casi toda Europa y América y los inicios de la labor en
Africa y Asia... Pocos años después vería la expansión de la Obra por algunos de esos países
lejanos. Fue una gracia singularísima: "nunca, en la historia de la Iglesia –afirmaba Mons.
Altabella– Dios concedió a un Fundador, durante su estancia terrena, ver tantas y tales multitudes
de cristianos que le seguían en su aspiración a la santidad".
13. en un barrio obrero de roma
Como fruto del apostolado de los miembros del Opus Dei surgieron centenares de
iniciativas en todo el mundo. Unas tenían lugar en los países más alejados. Otras se desarrollaban
en la propia Roma, como el Centro Elis.
Aquella labor apostólica había nacido en un barrio muy conflictivo: el Tiburtino,
considerado durante los años cuarenta como uno de los más peligrosos de Roma. Era un barrio
obrero, de mayoría comunista, frecuente escenario de crímenes y tensiones sociales. Por eso no es
de extrañar que durante la guerra, cuando los nazis pensaron en una acción de represalia contra la
Ciudad Eterna, barajasen la posibilidad de deportar al extranjero a todas sus gentes. Era una forma
fácil de quitarse de enmedio un montón de problemas.
Al final, los que se marcharon fueron los nazis, y los problemas del Tiburtino siguieron allí:
el paro, la pobreza, la delincuencia y una fuerte ignorancia cultural y religiosa, que daban como
fruto un rabioso anticlericalismo. Esas fueron algunas de las razones que movieron a Juan XXIII a
utilizar los fondos recogidos para honrar el octogésimo aniversario de su predecesor Pío XII, para
la promoción de una labor social, que decidió encomendar a los miembros del Opus Dei.
No había sido fácil comenzar en aquel lugar: tuvieron que sortear mil dificultades. Sin
embargo, al cabo de unos años se levantaba en medio del Tiburtino la silueta del centro Elis –
Educazione, Lavoro, Istruzione, Sport– y la parroquia de San Juan Bautista al Collatino. Con el
tiempo irían surgiendo una escuela de enseñanza media, un centro de adiestramiento profesional
para jóvenes obreros, una escuela femenina de hospedería... El 21 de noviembre de 1965 tuvo lugar
la solemne ceremonia de la inauguración a la que quiso asistir personalmente el Papa Pablo VI.
–Quise esperarlo de rodillas –comentaría a la mañana siguiente san Josemaría– como un
sacerdote que ama con locura al Papa y a la Iglesia Católica.
Sin embargo, en cuanto el Papa le vio fue a su encuentro, lo levantó y, rompiendo el
protocolo, le dio un brazo emocionado. Apoyando sus manos en los hombros del Fundador le dijo:
Tutto, tutto qui è Opus Dei. "Todo, aquí todo es Opus Dei".
Más tarde, el Papa –cuya Causa de canonización está abierta— le dijo a los asistentes al
acto unas palabras que reflejan los fines que los miembros del Opus Dei buscaban en aquella
iniciativa apostólica de tan honda repercusión social:
"Es una obra del corazón, es una obra de Cristo, es una obra del Evangelio; toda ella
orientada en beneficio de los que la usan. no es un simple albergue, no es una simple oficina o una
simple escuela: es un centro en el que la amistad, la confianza, la alegría, constituyen el ambiente;
donde la vida halla su dignidad propia, su auténtico sentido, su verdadera esperanza; es la vida
cristiana, que aquí se afirma y se desenvuelve y que aquí quiere demostrar en la práctica muchas
cosas de interés para nuestro tiempo".
Durante ese acto san Josemaría recordó que el Opus Dei había acogido aquel encargo
apostólico de la Santa Sede con especial agradecimiento no sólo porque, como acostumbro a
repetir, el Opus Dei quiere servir a la Iglesia como la Iglesia quiere ser servida, sino también
porque la tarea que se le confía corresponde perfectamente a las características espirituales y
apostólicas de nuestra Obra. Ella, en efecto, tanto en la formación de sus socios como en la
práctica de sus apostolados, tiene como fundamento la santificación del trabajo profesional de
cada uno.
...........
Ocho años antes, en Kenia, los miembros del Opus Dei se habían tenido que enfrentar con
dificultades parecidas. "¿Un college en el estudien juntos el hijo de un oficial inglés, el de un
comerciante indio y el de un pastor masai? ¿Y que compartan la misma habitación? ¿Cómo se les
ha podido ocurrir eso? ¡Qué locura!". El comentario se transmitía de boca en boca, en 1958, por
todos los mentideros de Nairobi. Y todos concluían lo mismo: "es una auténtica locura. Se ve que
no conocen el país. Esos recién llegados del Opus Dei no saben lo que quieren. ¡No saben lo que es
Kenia!".
Sí que lo sabían. Kenia era en aquel momento un hervidero de tensiones raciales: un país de
negros gobernado por blancos, dividido en más de cuarenta tribus enfrentadas entre sí: los kikuyus,
wakambas, kavirondos, luyias, luos y dorobos, entre los bantúes; los primitivos suks y turkanas; los
altivos masais... Habían vivido en una situación de miseria que había provocado hacía sólo cinco
años la guerra del Mau–Mau, con un saldo sangriento de más de 10.000 muertos y miles de
prisioneros.
La capital seguía estaba dividida en secciones claramente diferenciadas: blancos, asiáticos,
negros. Cada cual estaba "en su sitio". Y junto con el racismo existía una fuerte tensión social. ¡Y
unos recién llegados del Opus Dei querían hacer la locura de construir un college interracial!
Ahí surgió la primera dificultad. El Gobierno colonial concedía ayudas a los colegios según
fueran africanos, asiáticos o europeos, pero la legislación no contemplaba siquiera que pudiese
existir uno que no discriminase a los alumnos por su origen. A pesar de todo, los miembros de la
Obra empezaron a buscar terrenos y encontraron uno la zona residencial de los europeos. Se armó
un revuelo y no les dejaron instalarse allí.
Encontraron otros terrenos en el actual Mzima Springs Road. En esa zona no podían alegar
nada. Pero las incomprensiones continuaban: ¡era una locura! Desde Roma, don Josemaría les
alentaba a realizar esa locura, y les recordaba: No hay más que una raza: la raza de los hijos de
Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios.
Comenzaron a promover Strathmore entre los peores augurios. "Fracasaréis" –les decían
algunos agoreros–. "No querrán ir a un colegio de ese tipo, todos juntos". Los promotores
contestaban, optimistas y llenos de fe, fieles al espíritu de "Dios y Audacia" que les había enseñado
su Fundador: "Ya tenemos un alumno".
"–Bueno, tendréis eso, uno–les replicaban–. Y si vienen más, ya veréis: vienen de la selva;
no se adaptarán; harán toda clase de barbaridades... ¡no sabéis lo que es el odio entre las tribus!".
Pero después de ese primer alumno vino otro, y luego otro, y otro... y no pasó nada.
Pero quedaba todo por hacer. El primer día que Strathmore abrió sus puertas y llegaron con
los bultos en la cabeza vieron que algunos venían con lo puesto y que a otros había que prestarles
camisas y calcetines...
Con el paso del tiempo Strathmore se consolidó firmemente en aquel país y comenzaron a
formarse allí numerosas generaciones de kenianos.
En los oídos de los primeros miembros del Opus Dei resonaron entonces con especial fuerza
las palabras que les decía el Fundador antes de comenzar la labor en un nuevo país: soñad y os
quedaréis cortos.

14. el concilio vaticano ii


¿Un Concilio? Nadie pensaba aquel 25 de enero de 1959, cuando Juan XXIII anunció su
decisión de convocar un Concilio Ecuménico, que aquel Papa de casi ochenta años y aspecto
sonriente y paternal, que había sucedido a Pío XII, fallecido el año anterior, llegase a hacer algún
día un anuncio semejante.
Pero era verdad: el Espíritu Santo quería promover por medio de aquel Papa de sonrisa
afable una honda renovación espiritual en la Iglesia, gracias a aquella gran Asamblea eclesial.
Al conocer la noticia, el Fundador del Opus Dei comenzó a rezar y a hacer rezar por el feliz
éxito de esa gran iniciativa que es el Concilio Ecuménico.
Desde el primer momento, como recordaba Mons. del Campo, el Fundador "estuvo atento al
desarrollo del Concilio Ecuménico: sabía que allí hablaba el Magisterio solemne de la Iglesia.
Prestó así, primero su contribución y después –como no podía ser de otra manera– su obediencia
más rendida".
"Durante los años de la Asamblea conciliar –recordaba este prelado–, cuando tantos
agoreros de los dos extremos presagiaban desastres futuros o rechazos de todo lo pasado, yo le he
visto rezar con confianza e invitar a rezar al Espíritu Santo, que no podía dejar de iluminar a los
Obispos reunidos en torno al Papa. Y recordaba la continuidad de la Iglesia, precisamente a través
de los Concilios.
Creo con sinceridad que Josemaría contribuyó decisivamente a clarificar doctrinalmente
muchos puntos en los que las luces que había recibido de Dios y sus extraordinaria experiencia
pastoral en el mundo del trabajo eran casi insustituíbles. Fueron muchos los Padres conciliares que,
aprovechándose de su amistad, pudieron recoger sus atinados consejos. Y fueron también varios los
hijos suyos que tuvieron intervención directa en la elaboración de los esquemas conciliares".
Algunos miembros del Opus Dei tomaron parte activa en el Concilio. El Secretario General
del Opus Dei, D. Alvaro del Portillo, fue nombrado Presidente de la Comisión antepreparatoria De
laicis y después Miembro de otra comisión preparatoria; y finalmente Secretario de la Comisión
conciliar De disciplina cleri et populi christiani, y Perito en otras comisiones conciliares.
Durante los años que duró aquella gran asamblea ecuménica numerosos Padres conciliares
fueron a visitarle. Uno de ellos, el obispo de Metz, recordaba "Fue Mons. Claude Flusin, obispo de
Saint–Claude, el que me presentó a Mons. Escrivá de Balaguer hacia la mitad de la primera sesión
del Concilio. Desde entonces tuve la alegría de escucharle en varias ocasiones. Descubrí en él un
hombre excepcionalmente sensible y cercano a los problemas de sus contemporáneos. Estaba a la
vez preocupado por el porvenir del mundo y por el futuro de la Iglesia. Era perfectamente
consciente de la gravedad de cuanto estaba en juego y demostraba la profunda convicción de que
no se podía pensar solamente en algún retoque superficial. Sin embargo, las reformas de
estructuras, por sí solas, le parecían insuficientes. Consideraba que sólo un retorno a las fuentes de
la fe habría permitido a la Iglesia cumplir su misión en el mundo".
Durante ese periodo, recordaba Mons. Peralta, Obispo de Vitoria, "las puertas de su casa
estuvieron abiertas a todos los Prelados que le visitaban y fueron muchos. Nunca se negó a atender
a nadie que le buscara, y nunca dejaba de dar respuesta, en conciencia y con la sinceridad que le
caracterizaba, a las consultas que se le hicieran. Fue siempre muy respetuoso con los puntos de
vista de los demás, porque amaba el legítimo pluralismo en el seno de la Iglesia". Y concluye:
"Defendía tanto el derecho a la libre opinión de los demás –en cuestiones no sancionadas por la
Iglesia– como defendía su propio derecho".
Entre las muchas enseñanzas del Concilio que le alegraron especialmente hay que señalar
las que se referían a la llamada universal a la santidad, que confirmaron de modo solemne algunos
apectos fundamentales de su predicación y de su apostolado desde 1928.
Se llenó de gozo al conocer el llamamiento que los textos conciliares hacían a la
responsabilidad de los laicos en la misión de la Iglesia y a su libertad y responsabilidad en el orden
temporal, para ordenar todas las cosas según el querer de Dios.

15. luces y sombras


Sin embargo, tras el Concilio, hubo algunos que, amparándose en un pretendido "espíritu
conciliar", suscitaron desórdenes, desviacionismos doctrinales y prácticos, desobediencias y
rebeldías dentro del seno de la Iglesia. Esa situación –frecuente por otra parte en los tiempos que
siguen a los Concilios– llegó a ser tan grave que Pablo VI aludió en algunos de sus discursos a "la
descomposición de la Iglesia". Al mismo tiempo se hacían cada vez más fuertes en las sociedades
occidentales las tendencias secularizadoras.
La situación se volvió tan preocupante que en su discurso al Sacro Colegio Cardenalicio del
23 de junio de 1972 el Pontífice denunció con energía "una falsa y abusiva interpretación del
Concilio, que querría una ruptura con la tradición, incluso doctrinal, llegando al rechazo de la
Iglesia preconciliar y al libertinaje de concebir una Iglesia 'nueva', casi 'reinventada' en su interior,
en la constitución, en el dogma, en las costumbres, en el derecho".
Y pocos días después, en su discurso con motivo de la festividad de San Pedro y de San
Pablo, el Papa llegó a afirmar que tenía la sensación de que "a través de alguna grieta ha entrado el
humo de satanás en el templo de Dios".
Unido al sentir y a las oraciones del Santo Padre –que diría que el Fundador del Opus Dei
era "una de las personas que ha recibido más carismas en la Iglesia, y una de las que ha
correspondido con mayor generosidad"–, san Josemaría sufrió indeciblemente por esta situación:
acudió a la oración y a la mortificación, como desagravio al Señor; y el 30 de mayo de 1971
consagró el Opus Dei al Espíritu Santo, pidiéndole que iluminara a la Iglesia y, sin perder el
optimismo, confiando en la acción vivificadora del Espíritu, tomó las medidas necesarias para
asegurar la fidelidad del Opus Dei a las auténticas enseñanzas del Concilio.
En aquella situación su reacción fue la de siempre: rezar, hacer rezar, mortificarse y acudir
confiadamente a la Virgen. Inició una sucesión de peregrinaciones a los Santuarios marianos,
pidiéndole a la Madre de Dios que se acabara pronto aquel tiempo de prueba de la Iglesia. No
hicieron mella en su fe valiente ni en su amor a la Iglesia algunas incompresiones que tuvo que
sufrir durante aquel periodo. Algunos, que no entendían el profundo sentido de su fidelidad a la
Iglesia, le colgaban injustas etiquetas de inmovilismo o conservadurismo a ultranza: ¡precisamente
a él, que había ido por delante en caminos de profunda renovación!
IX. VIAJES DE CATEQUESIS

1. a los pies de la virgen de guadalupe


"En el año 1970 –recordaba el Obispo de Leiría, Mons. Cosme do Amaral– el fundador del
Opus Dei vino a implorar la protección de la Virgen para la Iglesia Santa, herida por el desamor y
por los ataques de sus propios hijos. Yo pude verle emocionado recorrer descalzo la última etapa de
su peregrinación, rezando con recogimiento el Santo Rosario acompañado por un pequeño grupo de
sus hijos espirituales. ¡Mons. Escrivá, gran teólogo y canonista, confundido con la gente sencilla de
nuestra tierra, con viejecitas piadosas y buenas desgranando las cuentas de su rosario cargado de
medallas! Así era el rosario de Mons. Escrivá, adornado con muchas medallas que él besaba
devotamente con la ternura y emoción con que besamos el retrato de nuestras madres. Comprendí
entonces cómo la ciencia de un teólogo se puede aliar perfectamente a la piedad de un niño".
Aquella romería mariana a Fátima fue una entre las muchas que realizó para rezar por la
Iglesia. Aquella petición incesante le llevó en 1970 a los pies de la Virgen de Guadalupe, en la
Ciudad de México, ante la que hizo una novena, acompañado espiritualmente por miles de
personas. El quinto día le dirigió a la Virgen estas palabras de súplica confiada:
Señora nuestra, ahora te traigo –no tengo otra cosa– espinas, las que llevo en mi
corazón; pero estoy seguro de que por Ti se convertirán en rosas...
Haz que en nosotros, en nuestros corazones, cuajen a lo largo de todo el año rosas
pequeñas, las de la vida ordinaria, corrientes, pero llenas del perfume del sacrificio y del
amor. He dicho de intento rosas pequeñas, porque es lo que me va mejor, ya que en mi vida
sólo he sabido ocuparme de cosas normales, corrientes, y, con frecuencia, ni siquiera las he
sabido acabar; pero tengo la certeza de que en esa conducta habitual, en la de cada día, es
donde tu Hijo y Tú me esperáis.
Durante su estancia en Mexico estuvo en Montefalco, el primer sueño que vieron hecho
realidad los primeros miembros del Opus Dei en aquel país. Aquel lugar era, a comienzos de siglo,
una vieja hacienda colonial del valle de Amilpas, en el estado de Morelos, donde la canciones
populares evocaban todavía las andanzas de Emiliano Zapata, que a su paso por la hacienda, la
saqueó, la incendió y la arrasó por completo.
Así se quedó, vacía y abandonada durante largo tiempo, hasta que su propietaria la donó en
1949 para realizar una obra social. Cuando vinieron a verla los primeros miembros del Opus Dei
que llegaron a México –entre ellos don Pedro Casciaro–, la hacienda conservaba poco de su antiguo
esplendor y no era más que una masa ingente de edificios cubiertos de maleza, y en estado ruinoso.
Habían comenzado desde hacía algunos años la tarea de reconstruirlo prácticamente todo.
Parecía una locura. Los miembros del Opus Dei recordaban la sorpresa del arquitecto: "al llegar a
Montefalco –contaba éste– mi impresión fue mayúscula: paredes derruidas, piedras calcinadas... –
Pero, ¿cómo es posible, les dije, que quieran aceptar esto? ¡Si son sólo ruinas! Me contestaron con
unas paalabras del Fundador del Opus Dei que entonces no llegué a comprender en toda su
magnitud: soñad y os quedaréis cortos".
Montefalco es una locura de amor de Dios, comentó san Josemaría durante su visita a
aquel lugar. Suelo decir que la pedagogía del Opus Dei se resume en dos afirmaciones: obrar
con sentido común y obrar con sentido sobrenatural. En esta casa, Don Pedro y mis hijas e
hijos mexicanos, no han obrado más que con sentido sobrenatural. Recibir con alegría un
montón de ruinas, (...) humanamente es absurdo... Pero habéis pensado en las almas, y habéis
hecho realidad una maravilla de amor. Dios os bendiga.
Y añadió: Estoy dispuesto a ir con la mano extendida, pidiendo dinero para terminar
Montefalco. Lo acabaremos, con vuestro sacrificio, y con la ayuda, como siempre, de tantas
personas que están dispuestas a colaborar en una tarea que será un gran bien para todo
México. (...) Es una locura, pero una locura de amor de Dios.
Aquella labor había comenzado, recordaba el Fundador, sin un centavo, con el trabajo de
tantos hijos míos que han tenido que luchar y sufrir, con el cariño y la generosidad de muchas
personas. Cuando lo visitó el Fundador la Hacienda albergaba un Centro de Encuentros, creado en
1952, una Escuela bienal de Economía Doméstica, una Escuela Rural abierta en 1958, una Escuela
Femenina de Montefalco y una Escuela Normal para educadoras.
Los comienzos, como la mayoría de los comienzos, no fueron nada fáciles. Durante aquellos
años de abandono el Valle de Amilpas se había convertido en una de las zonas de México con más
cuatreros. ¡Cuántas lágrimas –comentaba el Fundador–, cuántos apuros, cuántas preocupaciones
habrán pasado para poder preparar esto...!
Todos, vosotros y nosotros –les dijo san Josemaría a aquellos campesinos durante su
estancia en Montefalco–estamos preocupados en que mejoréis, en que salgáis de esta situación,
de manera que no tengáis agobios económicos... Vamos a procurar también que vuestros hijos
adquieran cultura: veréis cómo entre todos lo lograremos y que –los que tengan talento y
deseo de estudiar– lleguen muy alto. Al principio serán pocos, pero con los años... Y ¿cómo lo
haremos? ¿Como quien hace un favor?... No, mis hijos, ¡eso no! ¿No os he dicho que todos
somos iguales?
A los que podían ayudar a esas personas menos favorecidas desde el punto de vista
económico, les insistía: Hay que intensificar las labores con obreros y campesinos. Hemos de
ayudarles, con calor humano y afecto sobrenatural, a que adquieran la cultura necesaria para
que puedan sacar de su trabajo más fruto material, y lleguen a mantener la familia con
mayor desahogo y dignidad. Para eso no hay que hundir a los que están arriba; pero no es
justo que haya familias que estén siempre abajo.
2. hacer y enseñar
Aquella estancia en México supuso un hito importante en su vida. Desde hacía años, con
motivo de sus anteriores viajes por toda Europa, el Fundador había recibido a grupos numerosos de
personas, integrados por miembros del Opus Dei o por personas que participaban de algún modo en
los apostolados del Opus Dei.
A partir de entonces esa tradición se amplió y comenzaron a tener lugar encuentros
multitudinarios que no perdían, gracias a su predicación vibrante y cordial, sabor de intimidad.
"En esta tarea de difundir la sana doctrina –comentaba el Cardenal Sin– Mons. Escrivá de
Balaguer siguió siempre el ejemplo dado por el Señor de 'hacer y enseñar'". El Cardenal filipino
señalaba dos rasgos fundamentales de la personalidad del Fundador: hacía y enseñaba; y esa
conjunción coherente entre su vida y su doctrina, de profunda hondura evangélica, removía
profundamente a los que le oían; y se producían con frecuencia conversiones y decisiones de
entrega y de mejoramiento en la vida cristiana. Era una intensa y extensa catequesis. Muchas
personas venían a escucharle desde lugares lejanos –de otros países en algunos casos– atraídos por
su fama de santidad.
Las noticias que le llegaban de los frutos espirituales de estos encuentros le abrumaban –
quería desaparecer, ser sólo instrumento– y le llevaban a dar gracias a Dios. Comprendió que Dios
le pedía que dedicara una parte importante de los años que le quedaban de vida a esa tarea de
catequesis.
Eso hizo que su estancia en México se prolongara durante un mes, del 15 de mayo al 22 de
junio de 1970. Acudían a escucharle todo tipo de personas: profesionales de la capital, madres de
familia, artesanos, agricultores, inditas que venían con sus hijos a la espalda...
San Josemaría aclaraba un punto de la vida cristiana, daba doctrina sobre otro, indicaba
soluciones y remedios, y alentaba a luchar con un tono optimista y alegre, salpicado de bromas y
anécdotas, que animaban a mejorar.
Durante aquellas semanas se reunió con un grupo numeroso de sacerdotes diocesanos en un
centro del Opus Dei próximo a Guadalajara. Sostuvo con ellos un encuentro largo y animado, pero
como el calor era agobiante, acabó extenuado. Don Alvaro le convenció para que se retirara.
Se recostó para descansar. Observó entonces que frente a la cama había un cuadro de la
Virgen de Guadalupe, en la que la Señora ofrece una rosa al indio Juan Diego. La contempló con
detenimiento.
Así quisiera morir, musitó: mirando a la Santísima Virgen, y que Ella me de una flor...

3. catequesis por españa y portugal


Dos años más tarde, movido por ese mismo afán apostólico, realizó un largo viaje de
catequesis por España y Portugal, de dos meses de duración, desde el 4 de octubre al 30 de
noviembre de 1972. Esas catequesis se desarrollaban siempre en torno a una romería mariana. Los
centros de devoción a la Madre de Dios constituían para él como un polo irresistible. Volvió de
nuevo al Santuario de Fátima.
"Fue en otoño de 1972 –recordaba el Obispo de Leiría–. Centenares de personas de las más
variadas procedencias se unieron a él para rezar devotamente el rosario y para recibir el saludable
influjo de su fuerte personalidad humana y sobrenatural. Lo que más destacaba en este hombre de
Dios era el ansia incontenible del mismo Jesucristo de salvar a todos.
«En aquella ocasión llevó a cabo en Portugal una gran catequesis, sencilla y profunda al
mismo tiempo. Millares de personas, en Lisboa y en Oporto, principalmente jóvenes y sacerdotes,
pudieron oir encantadas la palabra evangélica que él sembraba a manos llenas, en diálogo familiar y
comunicativo. Las palabras le brotaban de un corazón ardiente; por eso convencía y arrastraba".
Al cabo de los años, seguía fiel a su amor de juventud. Fiel a la tarea recibida de Dios aquel
2 de octubre. Y fiel también a su lema de humildad que le llevaba cada día a recomenzar, por amor,
en la lucha por servir mejor a Dios. Es esta la razón por la que se emocionó cuando le regalaron una
vieja sopera, usada y con lañas.
Es una cosa vulgar –comentaba, abriendo su alma a los que le escuchaban–, pero a mí me
encantó, porque se veía que la habían usado mucho y se había roto –debía ser de una familia
numerosa– y le habían puesto bastantes lañas para seguir empleándola. Además, como
adorno habían escrito, y se había quedado allí después de sacarla del horno: amo-te, amo-te,
amo-te...
Me pareció que aquella sopera era yo. Hice oración con aquel cacharro viejo, porque
también yo me veo así: como la sopera de barro, rota y con lañas, y me gusta repetirle al
Señor: con mis lañas, ¡te quiero tanto! Podemos amar al Señor también estando rotos, hijos
míos.
.............
De Portugal volvió de nuevo a España, donde tuvo numerosos encuentros con todo tipo de
personas en diversas ciudades del país. Un miembro del Opus Dei, José María Pemán, evocaba en
uno de sus famosos artículos periodísticos el ambiente de aquellas catequesis multitudinarias. "A la
salida de Jerez –relataba el escritor– hay una finca que se llamaba Santa María del Pino. Era de los
Agreda, viejos tíos de mi mujer. En esta finca, viniendo yo de Cádiz cada tarde, visitaba a mi novia.
Los noviazgos entonces eran largos por estas tierras. Los novios se tomaban tiempo para casarse,
como los cipreses se toman tiempo para crecer.
«Luego, hace ya bastantes años, pasó a ser residencia, casa de retiros del Opus Dei. Desde
entonces tomó el nombre de Pozoalbero". Allí, proseguía Pemán, utilizando una imagen muy
adecuada en aquella tierra que produce vinos de fama universal, "se había habilitado para salón de
actos una vieja nave de lagares. Se le habían añadido reposteros, sillones, sillas. ¿Qué uvas iban a
ser pisadas en tan espectacular vendimia? Los sencillos, los cristianos rasos, en número superior a
los dos millares, eran carretadas de las uvas que iban a extenderse en el salón–lagar.
«Mons. Escrivá de Balaguer, venido a estas tierras del Sur, iba a ser el pisador. Y Santa
María, escondida tras el pozo, se encargaría de dar la última vuelta y apretujón de la prensa al orujo
o al alpechín.
«En el respostero, al fondo del estilizado lagar, lucía esta divisa: 'Siempre alegres, siempre
felices, con alma y con calma'. Casi un pleonasmo esa invocación de la alegría y la calma. Todo el
auditorio venido a Jerez desde Córdoba, Sevilla, Huelva, Cádiz, Málaga, etcétera era andaluz y ya
se habían encargado de traer por su cuenta su propio equipaje de alegría y de calma. Auditorio
abigarrado: hombres, mujeres, chicas, muchachos. Muchos de éstos, con melenas y barba, con
'sueters' y camisas de colores explosivos: rojos, verdes y amarillos de bombona de butano. Estoy
seguro de que habían dejado su guitarra en el perchero.
«Entra el Padre. Lleva prisa porque siempre la lleva, porque va 'a otra parte'. Porque tras
cada vendimia y pisa hay una nueva cosecha esperando y soleándose en el almijar: ayer, no más,
estaba en Lisboa y en Fátima rodeado de muchedumbres ávidas (...). Un viejo sacerdote, capellán
de una ermita mariana, comentaba: 'este es un hombre zarandeado por el Espíritu Santo'(...)
«Pregunta cualquiera –concluye Pemán–. No estamos en un congreso científico. La
pregunta nace, quizá, del ignorante, del despistado, del engañado. Las echan a volar estos modestos
palomares. Y por el aire se van volviendo sabiduría. También siguen una técnica muy personal las
respuestas de Monseñor, que parecen dichas desde una torre de varios pisos superpuestos. En el
bajo, la gracia humana: la anécdota o el comentario que mueve a esa oración de los sencillos que es
la risa. Enseguida el piso central que es la gracia poética, que expende emoción, que sugestiona
tanto como persuade. Pero lo que exige el Padre Escrivá a sus primeras gracias subalternas es que
anticipen el aire de familia de la última, que espera en la azotea y que es la Gracia de Dios".

4. por tierras americanas


Año y medio más tarde, el 22 de mayo de 1974, el Fundador inició su segundo viaje a
América, donde visitó Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador y Venezuela, en una labor de
catequesis que duró hasta el 31 de agosto.
Unos meses después emprendió su tercer viaje. Estuvo en América del 4 al 25 de febrero de
1975, esta vez en Venezuela y Guatemala. Una enfermedad lo obligó a retornar a Roma. En total
fueron 122 días por tierras amaericans, en los que tuvieron oportunidad de escuchar su predicación
muchos millares de personas.
"Aquellas reuniones –comentaba André Frossard, que había visto un documento filmado de
aquellos encuentros– tenían un sabor de familia... Mons. Escrivá iba y venía sobre un estrado, entre
una muchedumbre compuesta por gente de todas las edades. Hijos, padres, hombres, mujeres,
personas de edad... Lo que más me sorprendió fue la alegría de los que estaban allí, alrededor de
aquel hombre, que parecía un padre de familia con muchos hijos, a los que no tenía la posibilidad
de ver con frecuencia y que aprovechaba esa reunión para ocuparse de los pequeños problemas de
cada uno...
«... Las preguntas que le hacían tenían menos importancia que el espíritu con el que se las
formulaban. Esto me permitió constatar que Mons. Escrivá tenía un don particular para adivinar en
el interior de los seres mediante el Amor: ese amor que sentía visiblemente por ellos brillaba al
concretarse en los casos personales, de tal forma que las respuestas que les iba dando aludían,
llegaban, visiblemente a sus pequeños problemas...
«Es curioso: normalmente, cuando uno hace una pregunta en una reunión, se obtiene una
respuesta de tipo general. En este caso, la respuesta convenía al conjunto de los asistentes y había
algo más: algo que se refería unicamente a la persona con la que hablaba. Bastante curioso.
«Lo atribuyo pura y simplemente al Amor. Hay personas en el cristianismo –a los que
generalmente se les llama santos– que son como células fotoeléctricas. Es decir, la oración, la
contemplación, les aportan una luz que los transforman inmediatamente en amor... Todos los
cristianos tendrían que estar hechos sobre ese patrón; pero no es lo habitual. Este caso es un
ejemplo evidente de que todo en la manera de ser de mons. Escrivá provenía de la oración, de ese
diálogo permanente que mantenía con Dios... y eso se vertía finalmente en las almas que tenía a su
alrededor".
.............
El escritor francés no se equivocaba: era el amor de Dios y la santidad del Fundador del
Opus Dei –su locura de amor– lo que arrastraba a aquellas muchedumbres a escucharle. Un
muchacho brasileño le preguntó en Sâo Paulo por el sentido de unas palabras recogidas en Camino
en las que comparaba la vocación a la locura.
¿No has visto nunca nadie que esté loco? –le respondió–. ¡Mírame a mí! Hace muchos
años decían de mí: ¡está loco! Tenían razón. Yo nunca he dicho que no estaba loco. Estoy
loquito perdido, pero de amor de Dios.

5. en peru
Llegó a Perú el 9 de julio de 1974, cuando se cumplía el vigésimo primer aniversario de la
llegada de los primeros miembros del Opus Dei a aquel país. El día 13 viajó hasta Cañete y se
reunió en Valle Grande, una labor apostólica corporativa del Opus Dei, con centenares de
agricultores y ganaderos, con familias de la sierra y con gentes de todo tipo venidos de la montaña
y de la costa:
–Vengo a felicitaros por la labor colosal de promoción humana que se hace aquí. He
dicho promoción humana y, por tanto, no es sólo de promoción profesional, material: es
también promoción espiritual.
Escuchaban al Fundador, asintiendo levemente con la cabeza, cientos de campesinos de
aquella zona, hombres rudos y fuertes, con las manos gastadas de trabajar en esas diminutas
chacras que se encuentran a lo largo y lo ancho del Valle de Cañete; indios de rostro oscuro
quemados por el sol, y mulatos de razas entreveradas, en los que asoman en curiosa mescolanza,
rasgos chinos y negroides... Si hemos de santificarnos –le recordaba san Josemaría a un
campesino– cada uno en nuestro sitio, cada uno a través del trabajo propio, hay que realizar
bien ese trabajo. No se pueden hacer chapuzas. No sé si aquí se dice chapuzas. ¿Cómo se dice?
–Criolladas...
–Criolladas... cosas mal acabadas, donde no se pone el alma y la ilusión. Nosotros
hemos de poner ilusión, gusto, en trabajar. Tú puedes realizarlo así, también porque de esta
manera ganas dinero y levantas la posición de los tuyos; pero, especialmente, por agradar a
Dios, porque el trabajo es oración, porque el trabajo dignifica. Te lleva a ser una persona de
categoría, es decir hace de ti un cristiano cada día más perfecto, santo.
Le hizo entonces una pregunta una campesina de lengua quéchua, que hablaba muy
dificultosamente el castellano. Quería agradecerle la labor que se hacía en Condoray, una labor
promovida por las mujeres del Opus Dei 1963, que desarrolla diversos programas de capacitación
profesional para campesinas del Perú.
–Padre, yo venido de Condoray colegio de mi hija. Soy cooperadora y trabajo en campo.
Padre, yo traí naranjas, leche, para usted. ¿Cómo puedo hacer, Padre, para que las vecinas no se
rían de mí cuando voy a mi misa?
–Oye, hija mía –le contestó san Josemaría con tono comprensivo–, no se reirá ninguna
persona honrada de ti. Es una pena si encuentras alguna que se ríe. Quizá lo hacen porque
sienten envidia... Tú no trates mal a nadie; comprende a tus amigas...; a tus vecinas; no te
enfades con ellas, ten paciencia. Y luego, como he dicho por ahí, habla con cada una en
particular, solas, de corazón a corazón... verás cómo te responden.

5. en venezuela
Durante esos encuentros por diversos países de Suramérica fueron surgiendo preguntas de
todo tipo: un sacerdote le pedía un consejo para su ejercer su ministerio; una empleada del hogar le
hablaba de su profesión; un campesino le contaba una anécdota... Don Josemaría los alentaba a
encontrar a Dios en el trabajo cotidiano: al ama de casa en sus tareas domésticas, al obrero en su
fábrica, y el intelectual en medio de sus libros.
Con frecuencia salían a relucir problemas concretos, de la vida cotidiana. Un padre de
familia venezolano le preguntó que podía hacer para educar a sus hijos en el amor al trabajo en un
ambiente excesivamente cómodo y fácil.
–Yo los pasearía un poco... –le contestó– por esos barrios que hay alrededor de la gran
ciudad de Caracas (...) para que vieran las chabolas, unas encima de otras. (...) Que sepan que
el dinero lo tienen que aprovechar bien; que han de saberlo administrar, de modo que todos
participen de alguna manera de los bienes de la tierra. Porque es muy fácil decir: yo soy muy
bueno, si no se ha pasado ninguna necesidad.
Un amigo, hombre de mucho dinero, me decía una vez: yo no sé si soy bueno, porque
nunca he tenido a mi mujer enferma, encontrándome sin trabajo y sin un céntimo; no he
tenido a mis hijos debilitados por el hambre, estando sin trabajo y sin un céntimo; no me he
encontrado en medio de la calle, tendido y sin un cobijo... No sé si soy un hombre honrado:
¿qué habría hecho yo, si me hubiera sucedido todo eso?
Mirad, hemos de procurar que no le pase a nadie; hay que habilitar a la gente para
que, con su trabajo, pueda asegurarse un bienestar mínimo, estar tranquilo en la vejez y en la
enfermedad, cuidar de la educación de los hijos, y tantas otras cosas necesarias. Nada de los
demás puede resultarnos indiferente y, desde nuestro sitio, hemos de procurar que se fomente
la caridad y la justicia.
.............
En una ocasión se levantó un hombre de raza judía.
–Yo soy hebreo, le dijo antes de formularle su pregunta.
–¡Hebreo! –exclamó el Santo, interrumpiéndole– Yo amo mucho a los hebreos, porque
amo mucho –con locura– a Jesucristo, que es hebreo. No digo era, sino es: Iesu Christus heri
et hodie, Ipse et in saecula: Jesucristo sigue viviendo, y es hebreo como tú. Y el segundo amor
de mi vida es una hebrea, María Santísima, Madre de Jesucristo. De modo que te miro con
cariño: sigue.
–Yo creo que ya la pregunta está respondida, Padre.
.........
Los temas dominantes de aquellos encuentros fueron: un sí valiente a la vida y las familias
numerosas y una defensa firme de la doctrina y la fe de la Iglesia. Y siempre, una recomendación
insistente, casi suplicante: la necesidad de acudir frecuentemente al Sacramento de la Confesión,
porque sin confesión no hay reconciliación con Dios, y sin reconciliación con Dios no hay vida
interior ni frutos de santidad.
A veces enronquecía de predicar durante tantas horas, pero seguía hablando, contestando las
preguntas de unos y de otros, moviéndolos al amor a Dios. Y con frecuencia, como sucedió en
Brasil, el encuentro acababa con una bendición emocionada, que espoleaba a la acción apostólica.
–Que os multipliquéis –dijo a los que le escuchaban, mientras les daba la bendición–
como las arenas de vuestras playas,
como los árboles de vuestras montañas,
como las flores de vuestros campos,
como los granos aromáticos de vuestro café.
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

7. como un borriquito
Durante aquellos años su fama de santidad se había extendido por todo el mundo, y cuando
visitaba un determinado país, las multitudes se agolpaban para verle y escucharle. Sin embargo, en
su humildad, seguía considerándose, como puso de relieve el Decreto sobre sus virtudes heroicas,
un instrumento inepto y sordo, fundador sin fundamento, pecador que ama con locura a Jesucristo.
Un día una persona le pidió un retrato suyo:
–Sí, hombre, sí; con mucho gusto. Ahora mismo te lo doy, le dijo sonriendo.
Y le entregó un borriquillo forjado en hierro, mientras le decía:
–Toma, ahí tienes un retrato mío.
Su interlocutor estaba perplejo.
–Sí, hombre, sí; eso soy yo: un borriquillo. Ojalá sea siempre borriquillo de Dios,
instrumento suyo de carga y de paz.
San Josemaría se sentía y quería vivir así: ut iumentum!, como un borrico fiel, trabajando
humildemente, sin descanso, para llevar a Cristo a todos los rincones de la tierra.
Se sentía un pobre instrumento en las manos de Dios: un humilde sobre portador de un gran
mensaje divino. Y explicaba: Dios escribe una carta, la mete dentro de un sobre. La carta se
saca del sobre y el sobre se tira a la basura.
Por eso, rehuía cualquier personalismo: ¡Pues no faltaba más! –les decía a los miembros
del Opus Dei–. ¡Bonito negocio habríais hecho si, en vez de seguir al Señor, hubiérais venido a
seguir a este pobre hombre! Y no se consideraba imprescindible: ni siquiera yo –decía–, que soy
el Fundador, soy imprescindible.
............
Aquellos encuentros –muchos de los cuales se conservan filmados– produjeron un intenso
impacto espiritual en los asistentes. Muchos de los que asistían salían de aquellas reuniones con la
misma impresión que manifestaba Mons. Wheeler, Obispo de Leeds: la de "haber conocido a una
persona muy santa y muy humana". La pluma de José María Pemán, en uno de sus diálogos con su
personaje imaginario "El Séneca", recoge gráficamente aquel sentir popular:
–"Don José: si le llaman a todo esto 'Obra de Dios' ¿qué obra ha tenido que hacer ese padre?
–No ser estorbo de la obra de Dios, ¿te parece poco? Dios obra por medio de los hombres y
las cosas. Es lo que se llama 'causas segundas'.
–Miró hacia la riada humana. Se rascó la cabeza:
–Pues esta causa segunda, don José, le ha salido a Dios de primera".

8. en torreciudad, muchos años despues


San Josemaría nunca quiso ponerse de modelo de nada, salvo en un punto: el amor que le
tengo a la Virgen. Una muestra concreta de ese amor fue el Santuario de Torreciudad, que se
contruyó, bajo su impulso, junto a la ermita que atraía la devoción popular del Alto Aragón desde
el siglo XI.
Acudió dos veces como peregrino al nuevo Santuario, mientras se realizaban las obras. En
la primera de esas ocasiones, el 7 de abril de 1970, un kilómetro antes de llegar al Santuario se
descalzó y bajo un tiempo inclemente, fue caminando sobre las piedras y la gravilla hasta llegar a la
ermita.
¡Perdóname, Madre mía! –exclamó al llegar, evocando la primera visita de su infancia.
Desde los dos años hasta los sesenta y ocho. ¡Qué poca cosa soy! Pero te quiero mucho, con
toda mi alma. Me da mucha alegría venir a besarte, y me da mucha alegría pensar en las
miles de almas que te han venerado y han venido a decirte que te quieren, y en los miles de
almas que vendrán.
Visitó Torreciudad de nuevo el 23 de mayo de 1975. El Santuario ya estaba terminado y
preparado para abrirse próximamente al culto. Al verlo, comentó: Con material humilde, de la
tierra, habéis hecho material divino. Y añadió: Habéis puesto tanto amor aquí...
¿Qué esperaba de aquel nuevo Santuario mariano? En sus propia palabras, un derroche de
gracias espirituales (...) que el Señor querrá hacer a quienes acudan a su Madre Bendita ante
esa pequeña imagen, tan venerada desde hace siglos. Por eso me interesa que haya muchos
confesonarios para que las gentes se purifiquen en el santo sacramento de la penitencia y –
renovadas las almas– confirmen o renueven su vida cristiana, aprendan a santificar y amar el
trabajo, llevando a sus hogares la paz y la alegría de Jesucristo: la paz os doy la paz os dejo.
Así recibirán con agradecimiento los hijos que el cielo les mande, usando noblemente del
amor matrimonial, que les hace participar del amor creador de Dios; y Dios no fracasará en
esos hogares, cuando El les honre escogiendo almas que se dediquen, con personal y libre
dedicación, al servicio de los intereses divinos.

9. otra locura
Otra de sus "locuras" fue la construcción en Roma de Cavabianca, nombre de la sede
definitiva del Colegio Romano de la Santa Cruz. Vamos a comenzar las obras allá arriba, en
Cavabianca –le comentaba a los miembros del Opus Dei que vivían en Roma–, con el fruto del
trabajo de muchos hermanos vuestros, y con la ayuda de muchas personas que ni siquiera son
cristianas.
Y añadía: En todo el mundo hemos comenzado a preparar instrumentos de trabajo sin
dinero. Yo lo había hecho antes muchas veces, pero desde hace años tenía el propósito de no
volver a obrar así. Sin embargo, pensando que el bien de la Iglesia y el bien de la Obra (...)
hace conveniente que muchos hijos míos pasen por Roma, hemos comenzado a construir
Cavabianca con pocas liras. No quería repetir esa locura, pero ya estamos metidos en esta
tarea.
Quizá sea la última locura de mi vida; ¡he hecho tantas, por amor de vosotros y de
vuestros hermanos!
X. DIES NATALIS

1. quiero ver tu rostro


Durante los últimos meses de su vida perdió una parte notable de la visión del ojo derecho,
por una catarata que se venía formando durante años, y se manifestó el comienzo de otra catarata en
el ojo izquierdo. Llevaba esas molestias con tal naturalidad, que sólo los que estaban a su lado
advirtieron esa pérdida de visión, aunque el 19 de marzo, de 1975, fiesta de San José, abrió así su
alma a Dios Nuestro Señor:
Señor, ya no puedo más, y sin embargo he de ser fortaleza para mis hijos; ya no veo a
tres metros de distancia y tengo que atisbar el futuro, para señalar el camino a mis hijos:
ayúdame Tú: ¡que vea con tus ojos, Cristo mío! ¡Jesús de mi alma!
Durante ese último periodo, quizá presintiendo la cercanía de su muerte con especial fuerza:
—Ya no soy necesario. Os podré ayudar más desde el Cielo.
Junto con ese presentimiento, iba creciendo dentro de su corazón, con fuerza incontenible,
un deseo: ver el rostro del Señor: Señor, tengo unas ganas de ver tu cara, de admirar tu rostro,
de contemplarte...! Te amo tanto, te quiero tanto, Señor!
Había una canción italiana de los años cincuenta que le gustaba especialmente, porque le
hacía pensar en su futuro paso al Cielo:
Aprite le finestre al nuovo sole
è primavera, è primavera.
Aprite le finestre al nuovo sole,
è primavera,
è festa dell`Amor.

Ese amor a Dios se le desbordaba en ansias de estar junto con su Amor, y los que convivían
con él le notaban cada vez más metido en el Señor. Se acercaba al fin de aquel continuo crescendo
de amor y caridad que había sido toda su vida. "El Padre y yo desayunábamos siempre juntos –
recuerda Mons. del Portillo–, y nos dejaban el periódico. Al cabo de tres o cuatro segundos yo
miraba al Padre: nada más comenzar a leer, se había quedado ensimismado en Dios. Desde hace
años al Padre le bastaba coger un libro, tratase de lo que tratase, o el periódico, para que el corazón
se le fuese al Señor. Parecía como si el Espíritu Santo arrebatara su alma y se la llevase arriba".

2. mirando a la virgen
"El 26 de junio de 1975 –escribía Eugenio Montes, de la Real Academia Española– el cielo
estaba azul y yo estaba en mi casa del Pincio viendo desde el balcón, en la lejanía, la cúpula de San
Pedro sobre el Monte Vaticano, el Monte de los Vaticnios.
Sonó el teléfono. Me dieron la noticia escuetamente: 'Ha muerto Mons. Escrivá de
Balaguer'. Ni una sílaba más, porque ante lo decisivo sólo el silencio es grande; el resto, debilidad.
Pero salí a preguntarle a sus amigos. No se encontraba enfermo. En cualquier caso no le
había comunicado a nadie inquietudes acerca de su salud.
El 26 de junio había madrugado, como siempre. La del alba sería cuando salió a tener una
plática con unas hijas suyas en Castelgandolfo. Como Santa Teresa de Jesus, este hombre de
virtudes heroicas podía decir: 'Hijas, cosas son éstas para entretener la espera' ".
En contra de lo que suponía Eugenio Montes, había pasado ya la hora del alba cuando san
Josemaría se reunió en Castelgandolfo con un grupo de hijas suyas, en Villa delle Rose. Antes
había celebrado, a las ocho de la mañana, la Misa votiva de la Virgen. Y a las nueve y media de la
mañana salió hacia Castelgandolfo. Durante el camino rezó los misterios gozosos del Rosario.
Al llegar a Villa delle Rose, el Centro de las mujeres del Opus Dei en Castelgandolfo, entró
en el oratorio, donde permaneció unos momentos de rodillas. Luego se dirigió hacia la sala de estar.
Al entrar, saludó con la mirada una imagen de la Virgen que era un recuerdo entrañable de
su familia. Esa imagen había recogido las última mirada de su madre antes de morir.
Vosotras –les recordó– tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo aquí.
Vuestros hermanos seglares también tienen alma sacerdotal. Podéis y debéis ayudar con esa
alma sacerdotal, y con la gracia del Señor y el sacerdocio ministerial en nosotros, los
sacerdotes de la Obra, haremos una labor eficaz...
Me imagino que de todo (...) –prosiguió– sacáis motivo para tratar a Dios y a su Madre
bendita, nuestra Madre, y a San José, nuestro Padre y Señor, y a nuestros Angeles Custodios,
para ayudar a esta Iglesia Santa, nuestra Madre, que está tan necesitada, que lo está pasando
tan mal en el mundo, en estos momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia y al Papa,
cualquiera que sea. Pedid al Señor que sea eficaz nuestro servicio para su Iglesia y para el
Santo Padre.
Al cabo de veinte minutos se sintió indispuesto y tuvo que interrumpir su visita. Hacía calor.
Tras descansar un poco, regresó a Roma, acompañado como de costumbre por Don Alvaro del
Portillo y Don Javier Echevarría. Se le veía contento y sereno. Al entrar en Villa Tevere, unos
minutos antes de las doce, saludó al Señor en el Sagrario con una genuflexión pausada,
acompañada por un acto de amor, como solía hacer.
"A continuación –recuerda Mons. del Portillo– subimos al cuarto donde habitualmente
trabajaba (...) y pocos segundos después de pasar la puerta, llamó: ¡Javi!".
En aquel despacho estaba una imagen de la Virgen de Guadalupe a la que solía saludar con
la mirada siempre que entraba en esa habitación. Ella se llevó su último saludo de amor, antes de
que cayese desplomado en el suelo. Dios le concedió morir como siempre quiso: mirando una
imagen de la Señora.
"Pusimos todos los medios posibles –sigue contando Mons. del Portillo–, espirituales y
médicos. Yo le di la absolución y la Extremaunción, cuando todavía respiraba. Fue una hora y
media de lucha, de esperanzas: oxígeno, inyecciones, masajes cardíacos. Mientras tanto, yo renové
la absolución (...). No podíamos creer que se cumplía la hora de este grandísimo dolor".
Poco tiempo después comprendieron, entre sollozos, que el Padre había concluido su
peregrinar terreno: aquel era su dies natalis en el Cielo. "Todos nos arrodillamos –prosigue– al lado
del cuerpo (...). Rezamos el responso y seguimos rezando, destrozados por el dolor, sin poder ni
querer contener las lágrimas".
"Para nosotros –contaba en aquel momento Mons. del Portillo a los miembros del Opus
Dei– se ha tratado de una muerte repentina; para el Padre, sin duda, ha sido algo que venía
madurándose –me atrevo a decir– más en su alma que en su cuerpo, porque cada día era mayor la
frecuencia del ofrecimiento de su vida por la Iglesia".
Revistieron más tarde su cadáver con un alba y una casulla sobre la sotana. Se celebraron 51
misas antes del sepelio.
Acudieron a llorar y a rezar junto a su cuerpo yacente, que resposaba delante del altar del
Oratorio de Santa María de la Paz, en la Sede Central del Opus Dei, cientos de personas de todo
tipo y condición: altos dignatarios eclesiásticos, madres de familia, empleadas del hogar,
trabajadores...
San Josemaría sostenía entre sus manos el crucifijo que tuvo Pío X entre las suyas a la hora
de su muerte, y su rostro sereno infundía una gran paz.
El 27 de junio fue sepultado en la Cripta del Oratorio de Santa María de la Paz. Sobre la
losa de mármol se colocó, bajo el sello del Opus Dei, esta inscripción, que era su biografía en dos
palabras:
EL PADRE
y más abajo las fechas de nacimiento: 9.I.1902, y de la muerte: 26.VI.1975
EPILOGO
Semanas después de su fallecimiento se editó en italiano una estampa para la devoción
privada de Mons. Escrivá, que fue impresa en más de 40 lenguas.
El 15 de septiembre los legítimos representantes de todos los miembros del Opus Dei,
reunidos en congreso, eligieron por unanimidad y en la primera votación, a Mons. Alvaro del
Portillo y Diez de Sollano como sucesor de Mons. Escrivá de Balaguer.
Dos años más tarde, en 1977, se publicó un libro póstumo Amigos de Dios, segundo
volumen de homilías del Fundador del Opus Dei.
Tras su fallecimiento la fama de santidad del Fundador del Opus Dei era patente: y las
alrededor de 6.000 cartas postulatorias que enviaron a la Santa Sede personas de más de 100 países
del mundo demostraban el interés con el que aguardaban amplios sectores de la sociedad eclesial y
civil la apertura de la Causa.
Se dirigieron en este mismo sentido al Santo Padre, entre otras personas, 69 cardenales, 241
arzobispos, 987 obispos (más de un tercio del episcopado mundial) y 41 superiores de órdenes y
congregaciones religiosas.
Lo hicieron también numerosos jefes de Estado y de gobierno, personalidades del mundo de
la cultura y de la ciencia, etc.
La Postulación recogió en dos volúmenes de más de 800 páginas, un conjunto de
testimonios personales que probaban que Josemaría Escrivá había gozado de una solidísima fama
de santidad en vida y tras su muerte.
En 19 de febrero de 1981 el Cardenal Vicario de la diócesis de Roma, Ugo Poletti, donde
falleció el Fundador del Opus Dei promulgó el Decreto de Introducción de la Causa para su
Beatificación y Canonización.
El 12 y el 18 de mayo de ese mismo año se abrió en el Vicariato de Roma y Madrid el
proceso cognicional sobre su vida y virtudes. El Cardenal Tarancón presidió la primera sesión del
tribunal constituído en la archidiócesis de Madrid.
En febrero de ese mismo año se publicó Via Crucis, otra obra póstuma del Fundador.
El 28 de noviembre de 1982 Juan Pablo II erigió el Opus Dei en Prelatura personal, de
ámbito universal, dotada de estatutos propios, tal y como había deseado muchos años atrás su
Fundador.
En esa misma fecha el Papa nombró a Mons. Alvaro del Portillo como Primer Prelado del
Opus Dei que es, a la vez, Presidente General de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
El 26 de junio de 1984 el Cardenal Suquía presidió la última sesión del Tribunal de Madrid.
El 8 de noviembre de 1986 concluyó en Roma la primera fase del proceso, con un material
escrito de 8.000 páginas, y 374 sesiones celebradas. Se entregaron 62 tomos de escritos inéditos del
Fundador.
Mientras tanto, la devoción privada hacia Josemaría Escrivá se extendía por todo el mundo
y se multiplicaban los favores obtenidos gracias a su intercesión.
En el mes de octubre de ese año se publicó Surco otra obra póstuma del Fundador. Al año
siguiente se publicó Forja.
El 9 de abril de 1990 la Santa Sede dio lectura al Decreto que proclamaba las virtudes
heroicas del Fundador del Opus Dei, que con ese acto recibía el título de Venerable.
Un año más tarde, el 6 de enero de 1991, Juan Pablo II consagró obispo a Mons. Alvaro del
Portillo en la Basilíca de San Pedro de Roma.
El 7 de julio La Santa Sede dio lectura al decreto de un milagro realizado por intercesión del
Venerable Josemaría Escrivá. Se trató de la curación repentina de Sor Concepción Boullón Rubio,
una carmelita de la Caridad de 70 años que residía en el Convento del Escorial, cerca de Madrid.
El 17 de mayo de 1992 Josemaría Escrivá fue beatificado por Juan Pablo II en la Plaza de
San Pedro en Roma.
Su canonización fue anunciada por la Santa Sede diez años después, con la fecha 6 de
octubre de 2002, en el año del Centenario de su nacimiento.

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