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I. BARBASTRO
1. para algo muy grande
2. de esta noche no pasa
3. vergüenza, solo para pecar
4. el proximo año me toca a mi
5. un castillo de naipes
6. la primera comunion
II. LOGROÑO
1. huellas en la nieve
2. yo no me opondre
3. en el seminario de logroño
III. ZARAGOZA
1. en el seminario de san francisco
2. un molino de canela
3. señor, que vea
4. don jose escrivá
5. primera misa en el pilar
6. en una parroquia rural
7. en la facultad de derecho
IV. MADRID
1. entre pobres y enfermos
2. 2 de octubre de 1928
3. ¡todos santos!
4. un encuentro casual
5. mujeres en el opus dei
6. nuevas luces
7. fuego he venido a traer a la tierra
8. tres, tres mil, trescientos mil
9. la limosna de la oracion
10. el cimiento del dolor
11. en los hospitales de madrid
12. en el hospital del rey
13. la academia dya
14. dios me ha metido en esto
15. con los universitarios
V. TIEMPOS DE GUERRA
1. verano del 36
2. en la legacion de honduras
3. una rosa en la noche
VI. BURGOS
1. trabajar sin descanso
2. de un lado para otro
VII. DENUEVO EN MADRID
1. sin un lamento
2. por toda españa
3. ¡ya tenemos un palau!
4. unas veces con espada toledana, otras...
5. terriblemente trata dios a sus amigos
6. la contradiccion de los buenos
7. en un diccionario rabinico
8. confirma a tus hijos
9. ¡este hijo!
10. dos reacciones
11. la sociedad sacerdotal de la santa cruz
12. isidoro
13. un ascetismo sonriente
14. con un siglo de adelanto
VIII. ROMA
1. una oracion en la noche
2. primeros pasos
3. villa tevere
4. enfermo de diabetes
5. en roma y desde roma
6. por todo el mundo
7. por las carreteras de europa
8. hogares luminosos y alegres
9. tres consagraciones
10. una caricia de la virgen
11. carmen
12. lo unico que me interesa es que se haga santo
13. en un barrio obrero de roma
14. el concilio vaticano ii
15. luces y sombras
IX. VIAJES DE CATEQUESIS
1. a los pies de la virgen de guadalupe
2. hacer y enseñar
3. catequesis por españa y portugal
4. por tierras americanas
5. en peru
5. en venezuela
7. como un borriquito
8. en torreciudad, muchos años despues
9. otra locura
X. DIES NATALIS
1. quiero ver tu rostro
2. mirando a la virgen
EPILOGO
I. BARBASTRO
5. un castillo de naipes
Una tarde de verano Josemaría jugaba en su casa con algunos amigos más pequeños,
componiendo rompecabezas y levantando temblorosos castillos de naipes. "Absortos en torno a la
mesa –recuerda Carmen de Otal y Martí– conteníamos la respiración al colocar la última carta de
uno de aquellos castillos, cuando Josemaría, que no acostumbraba a hacer cosas así, lo tiró con la
mano. Nos quedamos medio llorando, y Josemaría, muy serio, nos dijo:
–Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está
terminado, Dios te lo tira.
"Esta frase –comenta Peter Berglar, uno de sus biógrafos– deja entrever que el alma del
pequeño se encontraba al borde del precipicio: había experimentado la imposibilidad de
comprender a Dios, y sin darse perfecta cuenta, temblaba ante la posibilidad de tener que aceptar
una fría arbitrariedad. Pero el alma, estremecida, se apartó de esa posibilidad".
Berglar compara esta reacción con la de Lenin. "¿Qué sucede en el interior de un chico de
once años –se pregunta– que, por tres veces en tres años, tiene que pasar por el fallecimiento de una
hermanita, el dolor de los padres, las terribles horas y los días de la muerte, las lacerantes visitas al
cementerio? De Lenin sabemos que a la edad de diecisiete años y bajo la impresión del
fusilamiento de su hermano mayor, que había participado en un complot para asesinar al Zar
Alejandro III, perdió la fe cristiana. 'Al caer en la cuenta de que Dios no existía –escribe su amigo
Lepeschinski–, se arrancó la cruz del cuello, la escupió con desprecio y la arrojó lejos de sí'.
«Estamos ante un profundo misterio. Un hombre, al ver en la muerte de su hermano la
adversidad del destino, empieza a recorrer el camino del odio, un camino que acarreará terribles
consecuencias: para sí mismo y para miles de hombres. Otro hombre, ante la dureza de una tragedia
familiar, se fortalece en su amor a Dios y a los hombres, y los frutos serán, en este caso, frutos
admirables y magníficos para la humanidad.
«Ignoramos el sentido profundo de estos hechos: es el misterio de la libertad, para el bien y
para el mal".
6. la primera comunion
El 23 de abril de 1912, en la fiesta de San Jorge, como era costumbre en el Alto Aragón,
Josemaría recibió por primera vez al Señor, siguiendo las enseñanzas del Papa sobre la primera
comunión de los niños. Tenía diez años y en aquella época –recordaba–, a pesar de las
disposiciones de Pío X, resultaba inaudito hacer la primera comunión a esa edad. Ahora es
corriente hacerla antes.
¿Cómo era Josemaría? Sus contemporáneos lo retratan así: un chico alegre y educado, con
un genio vivo que auguraba un hombre de carácter, recio, despierto y sencillo. Y buen estudiante:
en el mes de junio de 1914, según la gacetilla del Semanario Juventud, fue uno de los alumnos con
mejores calificaciones del segundo curso de bachillerato del Colegio de los Escolapios.
"Era un chico normal en el pleno sentido de la palabra" –comenta Adriana Corrales, que
recuerda al pequeño Josemaría marchando a clase con su uniforme escolar: un abrigo de paño azul
marino con los botones de metal, y una gorra con visera de charol con el escudo del colegio en el
centro. Otros familiares y amigos lo recuerdan jugando a las birlas –unos palos con soldados
pintados que se colocaban a cierta distancia y se iban tirando con bolas– con los otros chicos en la
Plaza del Mercado, o contándoles historias de miedo de su propia cosecha a sus hermanas, sentado
en la mecedora de la casa; o disfrutando con sus primos y sus amigos durante las fiestas de la
localidad.
"En Barbastro –evoca Adriana Corrales– era un acontecimiento la fiesta de Santa Ana. Este
día la ciudad despertaba de su monotonía. La Santa Misa se celebraba en la misma plaza del
Mercado, en una capillita que aún existe (...) dedicada a la Santa. Después había la suelta de las
vaquillas ensogadas, tal como solía –y suele– hacerse en algunos pueblos españoles en las grandes
solemnidades. Nosotros nos divertíamos viendo las corridas, sustos y revolcones de los mozos
desde los balcones de la casa de los Escrivá. A los pequeños nos sentaban en el suelo, sacando las
piernas por el barandal. Los mayores estaban en pie, detrás de nosotros".
Se aficionó muy tempranamente a la lectura, y muchas tardes de sol se le veía sentado en el
balcón de su casa con un libro entre las manos. Especialmente en las noches de invierno, cuando el
viento glacial del Pirineo silbaba por entre los tejados de la ciudad, y las gotas de lluvia
repiqueteaban sin cesar en los cristales de las ventanas, Josemaría se "escapaba": unas veces se
marchaba con Salgari y sus valientes marineros a luchar contra los piratas los mares del Sur y otras
se internaba con Julio Verne en las fantásticas profundidades del centro de la tierra. Y con
frecuencia, entre lectura y lectura, soñaba, como todos los niños, con el fin de las clases, con el sol
de verano y con las vacaciones en Fonz, donde vivía un sacerdote ya mayor: su tío Teodoro.
¡Qué rápidos pasaban los días de vacaciones en aquel pueblo, a las faldas de la sierra de
Corrodilla, a la sombra de un castillo moro medio en ruinas! No había tiempo para aburrirse: unas
veces se entretenía contemplando las faenas campesinas; otras veces montaba en el trillo dando
vueltas interminables a la era; y otras, se marchaba a jugar con sus amigos por entre las parvas,
viñedos y olivares, cerca del Canal Imperial o por los caminos que descendían hasta el valle del
Cinca. En Fonz, su gusto por la lectura se enriquecía: Mosén Teodoro tenía una biblioteca con
muchos ejemplares que procedían de la de un tío abuelo, también sacerdote. Allí pudo leer
Josemaría una edición del Quijote, en ocho tomos, y disfrutar con los grabados de la Ilustración
Hispano–Americana; amén de sus lecturas de Julio Verne, aunque este autor no era precisamente
santo de la devoción literaria del tío Teodoro...
En definitiva: era Josemaría un niño con alegrías, tristezas e ilusiones de futuro, como todos
los niños. Y cuando le hacían la consabida pregunta –¿Y tú qué quieres ser de mayor?–, respondía
con aplomo:
–Arquitecto.
Verdaderamente apuntaba cualidades para esa profesión: podía haber sido un buen
arquitecto. Pero Dios tenía otros planes.
II. LOGROÑO
1. huellas en la nieve
Durante las Navidades de 1917 cayó una intensa nevada sobre Logroño, ciudad en la que
residían los Escrivá desde hacía dos años. Desde diciembre a enero, recortadas sobre el cielo
plomizo y ribeteadas de blanco, las torres de las iglesias de Santiago, de la Redonda, de San
Bartolomé y de Santa María de Palacio ofrecían un gozoso y sorprendente espectáculo. Los
viandantes se saludaban por las calles, ateridos por el frío, envueltos en sus bufandas de lana
gruesa, y comentaban asombrados los excesos del barómetro.
–¡A este paso –decía algún exagerado– algún día se nos hiela el Ebro!
Muy cerca del Ebro, junto al puente de hierro, en el cuarto piso de una casa de la calle
Sagasta, vivían los Escrivá, y uno de esos días, Josemaría vio en el suelo blanco algo que le llamó
poderosamente la atención: las huellas heladas de unos pies sobre la nieve; las pisadas de un
carmelita que caminaba descalzo por amor a Dios.
Aquello fue como un fogonazo de luz en su alma. Si otros hacen tantos sacrificios por
amor de Dios –pensó–, ¿yo no voy a ser capaz de ofrecerle nada?
Entendió entonces con total claridad, que Dios le llamaba a su servicio.
Ya.
Le llamaba, sí, pero, ¿dónde? ¿Para hacer qué? No lo sabía. Tenía sólo quince –quizá
dieciséis– años recién cumplidos. Y sentía que Dios se lo pedía todo.
Eran sólo unas pisadas sobre la nieve... pero en ellas había visto, clara, la llamada de Dios.
Y no le hizo esperar a Dios; no dilató su decisión, no pidió "pruebas", ni se excusó con el tan
conocido: "me entregaré cuando lo vea claro". Mostró su corazón generoso y abierto por entero al
querer divino y le entregó, desde aquel mismo momento, para siempre y enseguida, toda su vida a
Dios, sin pruebas, precisamente para eso: para ver más claro.
Y decidió hacerse sacerdote.
............
Puede sorprender que un motivo tan pequeño como unas pisadas en la nieve pudiera mover
a aquel adolescente a tomar una decisión tan grande como entregar a Dios su vida entera; pero ése
es el lenguaje con el que Dios suele llamar a los hombres y así son las respuestas de las almas
generosas que buscan sinceramente a Dios. Es un lenguaje misterioso, compuesto por signos
aparentemente anodinos, cuyo mensaje sólo comprenden, en toda su profundidad, sus propios
destinatarios, que suelen responder de un modo desconcertante para los que no entienden ese
lenguaje.
A partir de aquel día fue creciendo en su alma, de forma cada vez más impetuosa, la
necesidad de conocer y tratar más íntimamente al Señor y de encontrarle personalmente en la
oración y en los sacramentos. Empezó a asistir diariamente a la Santa Misa y comenzó a entablar
un diálogo con Dios cada vez más íntimo, que no terminaría nunca.
Era Dios el que había entablado la conversación, el que había dicho la primera palabra en
aquel diálogo. Josemaría, sin entenderle demasiado, le había contestado sólo una palabra: "sí".
Ahora seguía a la escucha del querer divino, oído avizor, porque Dios, además de hablar bajito –lo
presentía–, no había terminado de hablar.
2. yo no me opondre
Se lo dijo a su padre. Para don José aquello fue una nueva prueba de confianza en Dios: en
los años anteriores había visto morir, una tras otra, a sus tres hijas pequeñas; había sabido aceptar,
con serenidad, la quiebra del negocio familiar que le había obligado a trasladarse a Logroño, en
1915, con su mujer y los dos hijos que le quedaban. A los cuarenta y ocho años había tenido que
partir de cero y no había escatimado ninguna humillación, ningún sacrificio, grande o pequeño, con
tal de sacar a su familia adelante. Y a esos sufrimientos había que añadir la incomprensión de
algunos familiares. Especialmente un cuñado suyo, arcediano del Cabildo de Zaragoza, no había
entendido la rectitud de su comportamiento durante la quiebra económica; le reprochaba su
excesiva lealtad con los acreedores y el que hubiese preferido arruinarse antes que perjudicar a
otras familias.
Trabajaba desde hacía dos años como dependiente en una tienda de tejidos, "La Gran
Ciudad de Londres", situada en la calle del Mercado. Y ahora, cuando empezaba a estabilizarse
económicamente, cuando pensaba que su hijo le podría ayudar el día de mañana... Aquella noticia
inesperada le conmovió.
Fue la única vez que le vi llorar –recordaba san Josemaría–. El tenía otros planes
posibles, pero no se rebeló. Me dijo:
–Hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos... Es muy duro no tener
casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra... Piénsalo un poco más, pero yo no me
opondré.
Y me llevó a hablar con un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de Logroño.
...........
No fue don José el único sorprendido. "Cuando Josemaría dijo que quería ser sacerdote –
recuerda una amiga de la familia, Paula Royo– sus padres lo comentaron a los míos asombrados,
pero en ningún momento le pusieron dificultades. No nos esperábamos que quisiera ser sacerdote.
Era un chico de muy buen carácter, con muchos detalles de delicadeza, muy normal... y nada hacía
presentir esa decisión. Estudiaba en el Instituto por las mañanas y por las tardes me parece que iba
al colegio de San Antonio...".
Quizá el más sorprendido de todos fue el propio interesado. Yo nunca pensé en hacerme
sacerdote, ni en dedicarme a Dios– comentaría años más tarde san Josemaría–. No se me había
presentado ese problema porque creía que no era para mí. Más aún: me molestaba el
pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día, de tal manera que me sentía anticlerical.
Amaba mucho a los sacerdotes, porque la formación que recibí en mi casa era
profundamente religiosa; me habían ayudado a respetar, a venerar el sacerdocio. Pero no
para mí: para otros.
3. en el seminario de logroño
Pocos meses más tarde, a finales de noviembre en 1918, Josemaría comenzó sus estudios
eclesiásticos como alumno externo del Seminario de Logroño. Aquel año la apertura se había
retrasado a causa de la tremenda epidemia de gripe que había asolado Europa y que se había
cobrado millares de muertos en todo el país. Comencé a estudiar en casa –recordaría más tarde–
con un profesor particular y, con permiso del Ordinario, fui examinándome de Filosofía,
curso por curso; después, a la hora de estudiar Teología, ya me metí en el Seminario.
El Seminario, regido por D. Valeriano–Cruz Ordóñez de Bujanda, profesor de Teología
Moral, contaba con un alumnado compuesto por 98 seminaristas internos y 12 externos. Estaba
situado en el centro de la ciudad, en un gran caserón rectangular del siglo XVI, destartalado y viejo,
que se encontraba en bastante mal estado y que ocupaba un ángulo de la plaza del Espolón. Para
hacerse una idea del estado del edificio baste recordar que un año antes, en 1917, la planta baja
había sido ocupada por una sección de Artillería con sus hombres y caballos. Eso explica que
habitualmente se recomendara a los alumnos que pudieran disponer de domicilio en la ciudad que
se matricularan como externos. Así lo hizo Josemaría, y allí completó, durante aquel primer curso,
sus estudios de Filosofía.
Dos sacerdotes amigos de su padre, don Antolín Oñate y don Albino Pajares, le asesoraron
antes de comenzar de sus estudios eclesiásticos; y un condíscípulo suyo, Manuel Sanmartín, le
ayudó a superar las primeras asperezas del Latín y la Filosofía.
Los resultados académicos de aquellos años fueron buenos: y una vez superada las
asignaturas de Filosofía que no le convalidaban sus estudios de Bachillerato, terminó primero de
Teología, el curso siguiente, 1919–1920, con la calificación de meritíssimus en todas las
asignaturas, menos en una, en la que obtuvo un benemeritus.
Durante aquel curso, el 28 de febrero de 1919, nació Santiago, el último hijo de los Escrivá.
Josemaría comprendió entonces que Dios había acogido su oración de diez meses atrás, en la que le
había pedido al Señor que colmase el vacío que su entrega iba a provocar en su hogar. Y pocos días
después tuvo la alegría de ser, junto con Carmen, padrino del Bautismo de su nuevo hermano.
Sus compañeros del Seminario le recuerdan como un chico "muy sencillo, amable y jovial,
siempre de buen talante y muy agradable en el trato". Otro evoca su mirada viva y su conversación
directa y profunda: "iba enseguida al grano".
A otro condiscípulo, que fue siempre uno de sus mejores amigos, le impresionó la profunda
vida de oración y de sacrificio que llevaba durante aquel periodo de su primera juventud, desde los
dieciséis a los dieciocho años. "Desde joven –escribiría años más tarde Ambrogio Eszer, Relator
General de la Congregación para las Causas de los Santos– el Señor le condujo a través de
experiencias místicas que le llevaron a alcanzar las cumbres de la unión transformante: locuciones
interiores, purificaciones y consolaciones que le hacían 'sentir', en toda su humildad, la acción
impetuosa de la gracia, y que, como todos los verdaderos místicos, acompañaba con un
rigurosísimo esfuerzo ascético".
Josemaría estuvo muy poco tiempo en aquel Seminario logroñés. En septiembre de 1920
abandonó la capital de la Rioja para proseguir sus estudios en la Universidad Pontificia de San
Valero y San Braulio, en Zaragoza.
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Quería ser sacerdote. Pero desde aquel día en el que había visto aquellas huellas en la nieve,
había ido creciendo en el fondo de su alma una certeza: no había ingresado en el Seminario sólo
para eso. Presentía que Dios lo estaba preparando para algo... Pero, ¿qué era ese "algo"? No lo
sabía. Pedía luz, cada vez con más intensidad, con las palabras del Antiguo Testamento:
–Señor, ¿qué quieres que haga?
III. ZARAGOZA
7. en la facultad de derecho
Mirando de tejas abajo, como era su obligación de buen padre, don José Escrivá le había
recomendado a su hijo en diversas ocasiones que, además de la carrera eclesiástica, hiciera los
estudios de Derecho. Pensaba don José que de ese modo su hijo podría sostenerse mejor en la vida;
y no se equivocó.
También Josemaría presentía que estaría mejor dipuesto para cumplir eso que Dios le pedía
–y que ignoraba todavía– si contaba con un título civil. Y, con el oportuno permiso de sus
superiores se había matriculado en 1923, cuando todavía era seminarista, en la carrera de Derecho.
Asistía desde entonces a las clases de la Universidad, que estaba situada en el viejo edificio de la
Plaza de la Magdalena.
La Universidad zaragozana había tenido una historia tan ajetreada como su propio edificio,
construido en 1587, volado por los franceses durante la invasión napoleónica, reconstruido a
principios del XIX y reformado por última vez en 1913. Contaba por aquel entonces con las
Facultades de Derecho, Medicina, Ciencias y Filosofía y Letras.
Domingo Fumanal, uno de los compañeros de clase de don Josemaría, recuerda a su joven
amigo en medio del ajetreo juvenil de las aulas universitarias, vestido de sotana, siempre sonriente
y abierto a todos. Era "un magnífico compañero, un verdadero amigo. Me llamó siempre la
atención su humildad y su sencillez. Era muy inteligente –listo–, culto, de trato afable y lleno,
educado".
"En la Facultad observé –evocaba José López Ortiz, el futuro Obispo de Tuy, que coincidió
con don Josemaría sólo en fechas de exámenes– que todos le conocían, y además por su carácter
comunicativo y alegre se veía que era muy apreciado".
Fumanal aporta un testimonio significativo: "Llevó muy bien algunas contrariedades
familiares en las que se encontró. Debió de ser muy duro para él –sobre todo por el gran corazón
que tenía– encontrarse con que sus tíos no le ayudaron, ni acompañaron a su madre en los
momentos tan difíciles y dolorosos por los que tuvieron que pasar. Sin embargo nunca murmuró de
nadie".
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Iban pasando los años... y en el fondo del alma latía con fuerza aquella inquietud
indefinible. Dios le estaba como preparando para algo... ¿Qué podría ser? Le afluía constantemente
a los labios, desde el corazón, la misma súplica:
–Señor, que vea; Señor, que sea; ¡Señora, que vea!
IV. MADRID
2. 2 de octubre de 1928
Barbastro, Logroño, Zaragoza, Madrid... cada una de esas ciudades tendrían, en la vida de
san Josemaría, una significación distinta y precisa.
Barbastro sería siempre el paisaje de su infancia, una gavilla de recuerdos entrañables donde
se entremezclaban horas de alegría y de dolor: las vacaciones en Fonz, las muertes de sus
hermanas... Logroño le evocaría la llamada de Dios y el fallecimiento de su padre. Zaragoza le
traería el recuerdo de las incomprensiones familiares, las noches de oración en la iglesia del
Seminario, el día de su ordenación sacerdotal y aquella primera Misa junto a la Virgen del Pilar...
Pero para Madrid guardaría siempre un lugar especial dentro de su corazón: porque Madrid
fue –fue comentaría en varias ocasiones, evocando a San Pablo– su Damasco; allí, en Madrid, Dios
le había hecho ver ¡al fin! su Voluntad y le había dado la luz que venía pidiéndole desde hacía
tantos años.
Fue una llamada, clara, rotunda, que confirmaba plenamente los "barruntos" que había
sentido en su alma desde la juventud.
Todo sucedió de una forma sencilla y profunda, inesperada y jubilosa, "al estilo de Dios".
Durante mañana del 2 de octubre de 1928 se encontraba en la Casa Central de los Paúles de
Madrid, participando en unos ejercicios espirituales junto con otros sacerdotes de la diócesis. Se
retiró a su habitación; y cuando comenzó a releer las notas en las que había recogido las mociones
que había recibido de Dios en los últimos diez años, vio, con total claridad, la misión que Dios le
encomendaba: abrir en el mundo un camino de santificación en el trabajo profesional y en los
deberes ordinarios.
Fue una llamada de Dios, clara y misteriosa al mismo tiempo. Una llamada y una misión:
vio que Dios quería que él promoviese en la Iglesia una institución que difundiese entre los
cristianos que viven en el mundo una honda conciencia de la grandeza y de las exigencias de la
propia vocación cristiana.
Vio, en definitiva, que cualquier persona, de cualquier profesión, estado y condición social,
podía y debía aspirar a la plenitud de la vida cristiana, en y a través de su trabajo, realizado por
amor de Dios, en medio de sus ocupaciones cotidianas.
Desde aquel 2 de octubre supo, con plena certeza, que aquella era la tarea a la que debía
dedicar su vida entera. Eso era por lo que venía rezando desde su adolescencia. No cabía duda: lo
había visto –ver fue el verbo que empleó siempre para designar este momento decisivo– mientras
repicaban las campanas de la cercana iglesia de Nuestra Señora de los Angeles.
Aquel voltear jubiloso de campanas nunca ha dejado de sonar en mis oídos
............
Detengámonos un momento sobre este punto. "Aquello" –que todavía no tenía nombre– no
era algo que don Josemaría hubiese "intuido", o "pensado", o "resuelto" o "concretado", no; lo
había visto, como escribiría más tarde. Es decir, era algo que le había sido entregado, dado,
concedido por Dios.
Don Josemaría utilizó siempre ese verbo –ver– para designar aquel momento. No lo
empleaba en el sentido habitual: con el verbo ver quería designar uno de esos modos misteriosos –
místicos– con los que el Espíritu Santo ilumina el alma, dotándola de una certeza profundísima del
querer de Dios; uno de esos modos inefables del lenguaje divino que el lenguaje humano no acierta
a explicar.
¿Qué es lo que vio? Ante todo –y esto es lo importante– un querer de Dios. Es decir: aquella
luz no fue el fruto de largas cavilaciones personales –no fue un "¡al fin lo resolví!"– ni el resultado
de un plan determinado de acción ante una situación de la Iglesia. Ese modo de actuar puede ser
nobilísimo; pero aquello no fue así.
Fue una llamada de Dios, misteriosa y clara al mismo tiempo; una llamada y una misión: y
él –aunque nunca hubiese pensado fundar nada– era el fundador. A partir de aquel momento supo
cual era su misión específica en esta tierra: fundar el Opus Dei, ayudar a profundizar a todos los
hombres en el sentido de la llamada universal a la santidad, mediante la santificación del trabajo
ordinario.
Verdaderamente, escribiría más tarde, se habían abierto los caminos divinos de la tierra.
...........
Hoy hace tres años –escribió el 2 de octubre de 1931– que en el Convento de los Paúles,
recopilé con alguna unidad las notas sueltas, que hasta entonces venía tomando; desde aquel
día el borrico sarnoso se dio cuenta de la hermosa y pesada carga que el Señor, en su bondad
inexplicable, había puesto sobre sus espaldas. Ese día el Señor fundó su Obra: desde entonces
comencé a tratar almas de seglares, estudiantes o no, pero jóvenes. Y a formar grupos. Y a
rezar y a hacer rezar. Y a sufrir...
Y añadió: recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles.
Conmovido me arrodillé –estaba solo en mi cuarto, entre plática y plática– di gracias al
Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de N. Sra. de los
Angeles.
Borrico sarnoso: así se autodenominaba en sus Apuntes íntimos movido por su humildad.
No valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada, ¡nada!, repetía, con un
reconocimiento de la propia poquedad que le llevaba a alabar constantemente la grandeza de Dios y
las maravillas que estaba haciendo en su vida.
3. ¡todos santos!
Sin embargo, aquel querer de Dios, que aquel sacerdote de 26 años había visto tan claro en
su alma, chocaba profundamente con la mentalidad de la época. Muchos pensaban que la santidad
era un coto cerrado de frailes y monjas y se quedaban perplejos al oírle decir que las personas
normales y corrientes estaban ¡todas! llamadas a la santidad. Simples cristianos –explicaba san
Josemaría–. Masa en fermento. Lo nuestro es lo ordinario, con naturalidad. Medio: el trabajo
profesional. ¡Todos santos!
¿Todos santos? Aquello causaba una gran extrañeza. Y aunque aquella enseñanza era un eco
vibrante de la llamada universal a la santidad de raíces evangélicas, algunos se escandalizaron. Les
pareció una "novedad" peligrosa, una extravagancia de sacerdote joven; una "teoría curiosa" que
cualquiera sabe dónde podía acabar. Eso determinó a don Josemaría a ser prudente y explicar
aquella "novedad" sólo a los que la pudieran entender. Sin embargo, la médula de aquel mensaje
tenía poco de novedoso. Era, como solía explicar, algo viejo como el Evangelio y como el
Evangelio nuevo.
A la vuelta de tantos siglos –escribía– quiere el Señor servirse de nosotros para que
todos los cristianos descubran, al fin, el valor santificador y santificante de la vida ordinaria –
del trabajo profesional– y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad
y la confidencia.
A partir de aquel día de octubre redobló su oración y su mortificación. Rezó e hizo rezar. Y
empezó a buscar personas que pudieran entender y vivir aquel ideal. Habló con todos los que Dios
le fue poniendo en su camino. Y algunos le entendieron y se entregaron con generosidad, como
Isidoro Zorzano, un viejo amigo de los tiempos de Logroño.
4. un encuentro casual
Don Josemaría e Isidoro se conocían desde la adolescencia: habían coincidido en los
exámenes del Bachillerato en el Instituto de Logroño, ciudad en la que estudiaban, uno –Josemaría–
en el Colegio de San Antonio y otro –Isidoro– en el de los Maristas. Se habían vuelto a ver desde
entonces muy esporádicamente.
Isidoro terminó la carrera de Ingeniería en Madrid en septiembre de 1928, y se fue a trabajar
a Matagorda, un astillero naval de la Bahía de Cádiz. A partir de aquel momento parecía que los
destinos de estos dos hombres iban a distanciarse definitivamente. Pero Dios fue tejiendo
"encuentros casuales" y haciendo coincidir caminos.
El 24 de agosto de 1930, cuando Isidoro se dirigía hacia Logroño para estar con su familia,
hizo una breve parada en Madrid con el deseo de visitar a su viejo amigo Josemaría, que le había
escrito poco antes una postal: cuando vengas por Madrid, no dejes de verme. Tengo que
contarte muchas cosas. ¿De qué se trataría? También Isidoro tenía muchas cosas que contarle...
Pero al llegar a la capital, como no lo había avisado previamente, no lo encontró en casa, y
se dedicó a deambular sin rumbo fijo por las calles.
San Josemaría estaba en esos momentos acompañando a un chico enfermo cuando de
pronto sentí –escribió más tarde– el impulso de tener que salir a la calle. Le dije que me
marchaba y, aunque la madre insistió en que me quedara, por la compañía que hacía a su
hijo, me despedí. No sabía a dónde iba; ya en la calle, sin saber a dónde me dirigía, me
encontré de sopetón con Isidoro, que estaba haciendo tiempo para coger el tren de vuelta y
casualmente pasaba también por allí.
Aquel encuentro marcaría definitivamente la vida de Isidoro. Nada más saludarme –
recordaba el Santo– me dijo a bocajarro: Quiero entregarme a Dios y no sé cómo ni dónde. Ya
en casa, Isidoro le contó detalladamente sus inquietudes espirituales, y al oírle, don Josemaría le
habló extensamente de lo que Dios le había hecho ver poco tiempo antes.
Isidoro comprendió: aquello que su amigo había visto el 2 de octubre de 1928 era
precisamente lo que estaba buscando desde hace tiempo. Era un camino de santidad totalmente
nuevo para él, donde podría llevar a cabo las inquietudes espirituales que sentía en el fondo del
corazón. Y aquel mismo día se entregó por entero a la Obra.
El tenía ya una inquietud de entrega a Dios –recordaba san Josemaría años más tarde–, y
no necesitó pensar mucho para decidirse, porque cuando se trata de darse al Señor no es
necesaria gran deliberación; es el corazón y la fe lo que ha de mandar.
6. nuevas luces
Mientras tanto el ambiente antirreligioso iba cobrando cada vez un auge mayor en la vida
social. "Nunca olvidaré –escribe Santiago Escrivá, el hermano menor de Don Josemaría– aquel 11
de mayo de 1931, en el que quemaron varios Conventos en Madrid. Acompañé a Josemaría a llevar
el Santísimo desde la capilla del Patronato, en la calle Nicasio Gallego, a casa de un conocido, en la
misma Santa Engracia, esquina Maudes, casi en Cuatro Caminos. Fuimos andando. Josemaría iba
vestido de paisano y con una boina que le tapaba la gran tonsura que llevaba entonces. Por la calle
se podía circular, pues aunque el ambiente era revolucionario, la agitación estaba centrada
alrededor de los Conventos".
Al día siguiente san Josemaría volvería a vestir de nuevo el traje talar, que no se quitaría,
aún con grave riesgo de su vida, hasta que comenzó la guerra civil.
..........
Durante aquel tiempo Dios le fue dando a conocer su Voluntad cada vez con una mayor
profundidad, entre largos periodos de sequedad espiritual, en los que no faltaron momentos de
intenso gozo y nuevas iluminaciones divinas. Entre éstas hubo una que le corroboró de forma
inmediata y directa el núcleo del carisma fundacional del Opus Dei.
Tuvo lugar el 7 de agosto de 1931, fiesta de la Transfiguración en la diócesis de Madrid,
mientras celebraba la Santa Misa.
Llegó la hora de la Consagración –escribió aquel mismo día en un cuaderno–: en el
momento de alzar la Sagrada Hostia, (...) vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad
extraordinarias, aquello de la Escritura: "Et Ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad
meipsum" (Joann. XII.32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene
el "ne timeas", soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y las mujeres de Dios quienes
levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana...
Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas...
A partir de aquella nueva luz del Señor, predicó con una fuerza especial la necesidad de
poner a Cristo en la entraña de todas las actividades humanas mediante un trabajo
santificado, santificante y santificador.
Tiempo más tarde, nuevas mociones interiores de la gracia fueron completando y
desarrollando en su alma los perfiles de aquel querer divino que Dios le había mostrado el 2 de
octubre de 1928. Hubo uno que se le quedó hondamente grabado: un día del otoño de 1931, en una
oración especialmente elevada, advirtió, con una luz muy viva y de un modo muy particular, el
sentido de la filiación divina, que constituye el fundamento de la espiritualidad del Opus Dei.
En momentos humanamente difíciles –escribió–, (...) sentí la acción del Señor que hacía
germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta
tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide
nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración.
Estuve considerando –contaba en sus Apuntes íntimos– las bondades de Dios conmigo
y, lleno de gozo interior, hubiera gritado por la calle, para que todo el mundo se enterara de
mi agradecimiento filial: ¡Padre! ¡Padre! Y –si no gritando– por lo bajo, anduve llamándole
así (¡Padre!) muchas veces, seguro de agradarle.
Días más tarde, el 17 de octubre de 1931, este sentimiento se reavivó en un rato de oración
en el que se entretejieron la sequedad y la fe viva: Quise hacer oración, después de la Misa, en la
quietud de mi iglesia. No lo conseguí. En Atocha compré un periódico (...) y tomé el tranvía. A
estas horas, al escribir esto, no he podido leer más que un párrafo del diario. Sentí afluir la
oración de afectos, copiosa y ardiente. Así estuve en el tranvía y hasta mi casa.
Esa honda conciencia de la filiación divina se le grabó desde aquel instante en lo más hondo
del alma; y comprendió claramente que la filiación divina era el fundamento de aquel espíritu de
santificación y apostolado que Dios le llamaba a difundir por toda la tierra.
Aquella luz no constituyó sólo un impulso y un estímulo para su oración personal, que se
volvió aún más intensa y confiada ante un Dios Padre que nos ama más que todas las madres del
mundo pueden querer a sus hijos; fue una luz con la que enseñaría a contemplar, con mirada
nueva, todas las realidades humanas.
Precisamente porque somos hijos de Dios –recordaría más adelante– esa realidad nos
lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las
manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo,
amando al mundo.
Conocer a Cristo; hacerlo conocer; llevarlo a todos los sitios, escribió don Josemaría con
trazos fuertes en un pequeño trozo de papel. Estas palabras sintetizaban la meta que, movido por
Dios, se había propuesto llevar a cabo a lo largo de su vida. Para alcanzarla, movilizaría a miles de
hombres y de mujeres de todas las profesiones, de todas las condiciones sociales, y les enseñaría a
sentirse urgidos, por su misma vocación cristiana, a trabajar por ese fin.
Movido por ese afán de llevar a Cristo a todos los sitios don Josemaría recordaba a sus hijos
en el Opus Dei –que denominaba una gran catequesis– que debían dar a conocer a Cristo –cada uno
en el lugar en que Dios los había colocado en el mundo–, mostrando la riqueza y las exigencias de
la vocación cristiana.
Esas exigencias –explicaba– no pueden reducirse al cumplimiento periódico de unos
deberes religiosos: tienen que enriquecer y vivificarlo todo: el quehacer personal, el familiar y el
social.
9. la limosna de la oracion
El Fundador no tenía siquiera ni un local donde reunir a aquellos jóvenes; y en aquellos
momentos no podía mostrarles más que proyectos de futuro. Pero no se desanimaba; les dibujaba,
lleno de fe, un maravilloso horizonte espiritual; un horizonte maravilloso, sí; pero difuso y lejano,
como todos los horizontes.
Sin embargo, la rotunda certeza con la que don Josemaría les hablaba sobre el futuro del
Opus Dei, su fe sin fisuras en que el Opus Dei era plenamente de Dios, confirmaba a aquellos
hombres jóvenes en su decisión de entrega. Se veía a la legua que aquello no era "la idea de un
cura"; y que aquel sacerdote obraba con la seguridad absoluta de estar cumpliendo un mandato
imperativo de Cristo.
Don Josemaría no era un soñador: había visto el Opus Dei; no lo había "imaginado", ni
"soñado", que son cosas muy distintas. Sabía que tarde o temprano sería una realidad gozosa, y que
se extendería por toda la tierra en servicio de la Iglesia. Llenos de fe, aquellos primeros miembros
del Opus Dei confiaron en Dios y en aquel sacerdote, que les repetía con fuerza:
–La Obra de Dios no la ha imaginado un hombre.
A ellos, por tanto, no les correspondía inventar nada: su tarea era la de secundar la gracia
del Espíritu Santo, y poner los medios necesarios para levantar aquel edificio sobrenatural: y esos
medios eran, como les enseñaba el Fundador, en primer lugar, la oración; en segundo lugar, la
expiación y en tercer lugar –muy en tercer lugar, como precisaría en Camino–, como un fruto
granado de todo lo anterior, la acción apostólica.
En primer lugar, la oración: don Josemaría rogaba por todas partes la limosna de la oración.
"Pedía oraciones a todo el mundo –recuerda Jiménez Vargas–: a los sacerdotes, a las monjas de
clausura, a los enfermos".
1. verano del 36
Aquel año de 1936 todo empezaba a consolidarse: la Academia contaba con bastantes
alumnos y la Residencia estaba totalmente llena; y del 10 al 13 de abril de aquel año el Fundador
tuvo la alegría de poder celebrar allí el primer Retiro Espiritual organizado en un Centro del Opus
Dei. Se daban ya los primeros pasos para comenzar en Valencia; se hacían planes para comenzar en
París; y fueron llegando nuevas vocaciones... y llegaron también los sangrientos sucesos del verano
de 1936, que dieron inicio a la terrible guerra civil española.
Esa lucha fratricida que ensangrentó las tierras de España a lo largo de tres años marcó un
hito sombrío en la historia de las persecuciones contra la Iglesia. Sólo en un día de aquel verano, el
25 de julio, fiesta del Apóstol Santiago, Patrón de España, fueron asesinados 95 eclesiásticos. Y en
el mes de agosto la barbarie anticlerical se apoderó de las calles y pueblos: se cometieron 2.077
asesinatos –unos 70 al día– contra sacerdotes, religiosos y religiosas. Y no faltaron también los
asesinatos de muchos hombres y mujeres, laicos, por el solo hecho de ser católicos.
El 20 de julio don Josemaría tuvo que abandonar rápidamente la Residencia de la calle
Ferraz, situada muy cerca del Cuartel de la Montaña, escenario de las primeras acciones de la
guerra. Se trasladó a casa de su madre, en la calle Doctor Cárceles. Pero aquel no era un lugar
seguro. A comienzos de agosto les dijeron que se iba a hacer un registro en aquella casa y su
familia decidió que era peligroso que permaneciese allí: era mejor que se refugiase en casa de un
amigo. No eran temores vanos: poco tiempo después les llegó la noticia de que habían ahorcado a
un hombre que se le parecía mucho.
Comenzó un largo calvario de refugio en refugio. Fue recorriendo sucesivos domicilios
particulares. Era una situación particularmente grave: en aquellas circunstancias, amparar a un
sacerdote bajo el propio techo equivalía a firmar la propia sentencia.
No podía transitar por la calle: cualquier control callejero podía ser fatal. Declararse
sacerdote era declararse convicto de muerte. No tenía documentos, ni dinero para sobrevivir:
únicamente Isidoro Zorzano, ya establecido en Madrid, seguía cobrando su sueldo. Y le llegaban
por todas partes rumores de detenciones arbitrarias, registros, torturas y "paseos"...
El paseo. Esa palabra, hermosa e inocente, había quedado prostituida por la guerra. "Dar un
paseo", en aquel verano del 36, ya no significaba deambular bajo la sombra de las acacias por los
anchos bulevares de Madrid, o charlar con un amigo por entre las arboledas del Retiro, sino algo
dramático, sórdido y terrible. Una noche cualquiera se oían unos golpes en la puerta; entraban unos
milicianos, registraban la casa, insultaban y tomaban al padre o a uno de los hijos, o a cualquiera:
"Ven, ven, que te vamos a dar un paseo". Aquel paseo solía acabar en el depósito de cadáveres,
donde acudían las madres a reconocer los cuerpos de sus hijos entre los insultos de las mujeronas
de las barriadas, o en un charco de sangre junto a los muros de cualquier cementerio, como le había
sucedido a un sacerdote amigo suyo, don Lino Vea–Murguía.
El 30 de agosto se encontraba refugiado con otros perseguidos en un piso de la calle
Sagasta. Uno de ellos no sabía quien era don Josemaría. Años más tarde recordaba lo que sucedió
en un momento crítico: "Los milicianos habían entrado para uno de esos registros que hacían:
revisaban desde el sótano a la buhardilla... comenzaron a inspeccionar los sótanos y pasaban
después a cada uno de los pisos. Antes de que llegaran al nuestro, por una escalera interior, nos
subimos a una buhardilla, llena de polvo de carbón y de trastos, como todas las buhardillas, y en las
que no nos podíamos poner de pie porque llegábamos con la cabeza al techo... Hacía un calor
insoportable. En un momento oímos cómo entraban en la buhardilla de al lado para hacer el
registro...
Estando en esta situación se me acerca don Josemaría y me dice:
–Soy sacerdote; estamos en momentos difíciles; si quieres, haz un acto de contrición y
yo te doy la absolución.
Inexplicablemente, tras haber registrado toda la casa, no entraron en aquella buhardilla.
Supuso mucha valentía decirme que era sacerdote ya que yo podía haberle traicionado y, en caso de
que hubieran entrado, podía haber intentado salvar mi vida, delatándolo".
En vista de la gravedad de la situación, en octubre de 1936 don Josemaría no tuvo más
remedio que refugiarse en la Clínica de un amigo de su familia, el Dr. Suils, dedicada a enfermos
mentales. Qué ironía: ¡tantas veces le habían llamado loco por sus aventuras apostólicas y ahora
debía hacerse pasar por loco!
Aquella Clínica –un chalet de tres plantas en la calle Arturo Soria– era un lugar
relativamente tranquilo y su hermano Santiago no tardaría en reunirse con él. Le trajo noticias
preocupantes: su madre había tenido que refugiarse en otra casa a causa de los bombardeos de las
tropas nacionales.
Con el tiempo se comprobó que tampoco aquel lugar era totalmente seguro: fueron
sucediéndose las sospechas, las denuncias, los sucesos dramáticos y las detenciones de otros
internados supuestamente enfermos. Y no faltaron algunas situaciones tragicocómicas, como la de
aquel día en el que se presentaron unos milicianos para hacer un registro y uno de los dementes
internados, al verlos avanzar con el arma en ristre, les preguntó:
–¿Y esto es un instrumento de aire o de cuerda?
2. en la legacion de honduras
Buscaron un lugar más seguro, y tiempo más tarde, en marzo de 1937, encontró asilo en la
Legación de Honduras, que estaba en la Castellana, muy cerca de plaza de Castelar. Allí
permanecieron varios meses don josemaría, su hermano Santiago, Alvaro del Portillo, Juan Jiménez
Vargas y otros miembros del Opus Dei.
Aquello no era propiamente una Legación; ese era sólo el título altisonante con el que se
autodenominaba, en aquellas circunstancias difíciles, la residencia del cónsul honorario de
Honduras, don Pedro Jaime de Matheu Salazar, que había logrado conseguir para aquella vivienda
el privilegio de sede diplomática. Se hacinaba en aquella casa un buen número de refugiados.
Don Josemaría llegó agotado y consumido por las privaciones; tanto que cuando fue a
visitarle sumadre, sólo pudo reconocerle por la voz.
"Al llegar a la Legación –recuerda Santiago Escrivá– estábamos, además de los otros
refugiados, sólo José María González Barredo, que dormía en el hall, debajo de un bargueño; y mi
hermano Josemaría y yo, que dormíamos debajo de la mesa del comedor, cuando los demás
refugiados se retiraban a su habitaciones. Al cabo de un mes o más, ya tuvimos la habitación que
había junto a la carbonera, al lado de la puerta de servicio. Allí extendíamos los seis colchones
durante la noche y los recogíamos durante el día".
«Comíamos muy poco –prosigue–. Josemaría menos que los demás porque había días que
no comía nada o muy poca cosa, como mortificación, para ofrecerlo a Dios".
Fue un tiempo aquel de intensa oración y penitencia: tiempo de sufrimiento interior y de
maduración espiritual que el Fundador reflejó en el punto 697 de Camino:
Los acontecimientos públicos te han metido en un encierro voluntario, peor quizá, por
sus circunstancias, que el encierro de una prisión. –Has sufrido un eclipse de tu personalidad.
No encuentras campo: egoísmos, curiosidades, incomprensiones y susurración. –
Bueno; ¿y qué? ¿Olvidas tu voluntad libérrima y tu poder de "niño"? –La falta de hojas y
flores (de acción externa) no excluye la multiplicación y la actividad de las raíces (vida
interior).
Trabaja: ya cambiará el rumbo de las cosas, y darás más frutos que antes, y más
sabrosos.
"A finales del mes de agosto –recuerda Santiago Escrivá– Josemaría pudo salir de
Honduras, con una documentación que le facilitó el Cónsul. Recuerdo que llevaba un brazalete con
los colores de la bandera de Honduras". Esa documentación le permitió circular con cierta libertad
por las calles de Madrid y pudo proseguir con su labor apostólica, aunque las circunstancias le
exigieran administrar el sacramento de la Confesión dando un paseo, conferir bautismos a
escondidas, o predicar un curso de retiro cambiando constantemente de sede, para no despertar
sospechas. Atendió también a un grupo de religiosas que sufrían los efectos de la persecución.
Incluso llegó a comprar, en el mes de septiembre, en medio de aquel ambiente de terror, un cuadro
de la Virgen: una reproducción de l'Addolarata del Sassoferrato.
Me acuerdo, como si fuera ahora –evocaría años más tarde–, de cuando compré esa
imagen de la Virgen, en plena guerra civil de España. Fue en la plaza del Angel, en una tienda
donde venden marcos, estampas y, sobre todo, espejos. Se asustaron cuando les pedí una
imagen de Nuestra Señora. Saqué mis documentos, y la sacaron desde la trastienda, muy a
escondidas.
Estas circunstancias de peligro e incertidumbre le llevaron a custodiar consigo siempre al
Señor Sacramentado, en una pitillera envuelta en una funda con la bandera y el sello del Consulado
de Honduras. Muchas veces –recordaba– dormía sin quitarme la ropa, con la Sagrada Forma
encima, abrazando al Señor.
3. una rosa en la noche
¿Meses? ¿Años? Nadie sabía cuánto podía durar aquel largo conflicto. Don Josemaría
intentaba marcharse de Madrid desde hacía muchos meses, y estaba a la espera desde marzo de los
resultados de múltiples gestiones, cuando surgió una posibilidad: pasarse al otro lado a través de los
Pirineos.
Era muy arriesgado; pero al fin, se decidió por esta solución. Viajó hasta Barcelona y, tras
diversas peripecias, el 19 de noviembre de 1937, emprendió la peligrosa travesía por las montañas.
Le acompañaban Juan Jiménez Vargas, Pedro Casciaro, Francisco Botella y algunos otros como
José María Albareda, un joven doctor en farmacia que había acudido semanas antes en Madrid a
unos ejercicios espirituales. Venía también un amigo de Albareda, Tomás Alvira.
Comenzó la expedición un pequeño grupo de fugitivos, bajo el mando de un guía. Don
Josemaría vestía un pantalón bombacho de franela, un jersey azul de cuello alto y una boina negra.
Dormían en los sitios mas inverosímiles. La noche del día 21 la pasaron en un lugar que les pareció
un horno abandonado, y "al día siguiente –contaba Juan Jiménez Vargas– el Padre parecía muy
preocupado, aunque no nos dijo nada que pudiera traducir su estado de ánimo. No había dormido
en toda la noche. Tan mal se sentía que decidió no celebrar Misa en aquel momento. Salió de la
habitación y bajó a la iglesia, que estaba destrozada: los milicianos la habían saqueado y quemado
en diciembre del 36.
«Estuvo allí durante algún tiempo. Al volver, se le veía extraordinariamente alegre y llevaba
en la mano una rosa de madera dorada. Aunque entonces no nos dijo nada, todos sacamos la
impresión de que aquella rosa, que procedía de uno de los retablos destrozados de la iglesia, tenía
para él un profundo significado sobrenatural".
Don Josemaría deseaba llegar al otro lado para gozar de la necesaria libertad de
movimientos para sacar adelante el Opus Dei; pero también pensaba en los que había dejado en
Madrid: algunos estaban refugiados; otros, en la cárcel... En esa situación le había pedido a Dios
algo que no recomendaría jamás: una señal que le confirmara en su decisión y le confortara en
aquellos momentos. Y al entrar en aquella iglesia destrozada había visto en el suelo el brillo de una
rosa de madera estofada que provenía de uno de los retablos de la Iglesia –probablemente del altar
de la Virgen del Rosario– quemados por los milicianos.
Es una rosa de madera dorada –explicaba años más tarde– sin ninguna importancia.
Allí, cerca del Pirineo catalán, la tuve por vez primera entre las manos. Fue un regalo de la
Virgen, por quien nos vienen todas las cosas buenas.
Hablaría poco en el futuro de este suceso: en parte por humildad –era el protagonista de esas
gracias de Dios– y en parte porque no era nada amigo de milagrerías: No olvidéis, hijos míos –
recalcaba con fuerza–, que lo sobrenatural para nosotros se encuentra en lo ordinario.
Días más tarde llegaron a un lugar en el que acamparon durante algunos días, guareciéndose
en una cabaña. Aguardaron allí hasta el día 27, en el que comenzaron las marchas nocturnas hasta
la frontera. Les esperaban cinco noches terribles, en las que tendrían que sortear numerosos
precipicios y desfiladeros, con larguísimas caminatas que durarían hasta el agotamiento.
"Nos llevaron hasta una cueva en el Corb –recuerda Jiménez Vargas–. Allí nos encontramos
con un nuevo guía, que nos dijo que se llamaba Antonio, aunque después nos reveló su verdadero
nombre: José Cirera. Era un contrabandista autoritario, infatigable y audaz, como poco a poco
fuimos comprobando. Avanzamos hasta el interior de la cueva y cuando estábamos en lo más
profundo de la cueva, a la luz de una vela, nos dijo con voz enérgica:
«–Aquí mando yo, y los demás a hacerme caso. Andaremos en fila, de uno en uno. Y no
hablar: no quiero nada de ruidos. Cuando yo tenga que avisar algo se lo diré a los primeros de la
fila, y os lo iréis diciendo unos a otros. Que nadie se separe ni se detenga. Si alguno se pone malo y
no puede seguir, se quedará en el camino. Si alguno quiere acompañarle, se quedará también.
«Todavía de noche salimos de la cueva. El domingo 28 de noviembre llegamos a la Espluga
de las Vacas, en el Barranco de la Ribalera, a unos 800 metros de altitud. Nada más llegar el Padre
dijo Misa sobre una gran piedra, muy cerca de la pared de aquel cortado, para quedar bien a
cubierto del viento. Las personas que estaban allí –más de veinte– no habían oído Misa ni pisado
una iglesia desde julio del año anterior. Siguieron la celebración en medio de un silencio
impresionante. Algunos comulgaron".
"Sobre una roca y arrodillado –escribió entonces uno de los expedicionarios en su bloc de
notas– casi tendido en el suelo, un sacerdote que viene con nosotros dice la Misa. No la reza como
los otros sacerdotes de las iglesias. Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he
oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el sacerdote es un santo".
"Subimos al Aubens –prosigue Jiménez Vargas–. La pendiente era grande y en algunos
momentos sólo se podía andar trepando por las piedras. Apenas empezar este tramo Tomás Alvira
se cayó desvanecido. Estaba en tal estado de agotamiento que pensaba que no podría llegar al final.
«Intentamos reanimarlo. Pero en un determinado momento el jefe dio la orden de seguir
porque había que alcanzar la cumbre antes del anochecer. Ordenó que a Tomás lo dejáramos allí.
Era una decisión brutal y no estábamos dispuestos a aceptarla, pero Tomás no se sentía con fuerzas
para nada. Entonces el Padre tomó al guía del brazo, habló unos minutos con él y dijo:
«–Tomás, no hagas caso. Tú seguirás con nosotros como los demás, hasta el final.
«Aquello era sólo explicable por la fe y la fortaleza del Padre, porque Tomás no se sentía
con fuerzas para nada. Sin embargo, arrastrándole casi, cruzamos el Tosal del Fach y bajamos por
un bosque de pinos en la cara norte de la montaña.
«A poco de comenzar la bajada, perdí pie, y me caí rodando, en medio de la consternación
general. Todos pararon en seco, mirando hacia el precipicio en silencio, porque no podían gritar.
Afortunadamente pude trepar hasta arriba por mi propio pie.
«El guía iba muy nervioso porque temía que amaneciera antes de llegar al Corral de
Fenollet, donde nos refugiamos. Cruzamos luego la montaña de Santa Fe y la montaña de Ares, en
unas jornadas agotadoras en las que tuvimos que andar durante muchas horas a lo largo del río
Arabell, con mucho frío, con la ropa cada vez más mojada y sin descalzarnos.
«En la última noche el agotamiento era cada vez mayor. Estábamos muertos de sueño y
temblando de frío; y los guías nos llevaban de noche por lugares que, según decían, muchos no se
atreverían a pasar de día. Los milicianos estaban cada vez más cerca, y los guías desaparecían a
veces sin previo aviso y volvían al cabo del rato, comentando cosas en voz baja. No entendíamos lo
que pasaba...".
La última jornada de aquella travesía fue especialmente dura: divisaron al fondo, en una
hondonada, una caseta de carabineros; y al otro lado, una hoguera. Debían pasar entre la caseta y la
hoguera, sin que los vieran, entre el ladrido de los perros que parecían haber advertido su presencia.
Cruzaron en silencio, con el alma en vilo, sin que pasara nada. Luego, atravesaron un
bosque, hasta que uno de los guías dijo:
–Ja son a Andorra. Tenen que esperar aquí fins que es faci de dia per no extraviar–se; pone
fer–foc.
¡Ya estaban en Andorra! Era el 2 de diciembre de 1937. Hubo una explosión general de
alegría. Don Josemaría comenzó a rezar la Salve:
–Salve Regina, Mater misericordiae...
Poco tiempo después llegaron a San Juliá. Los gendarmes les quitaron los palos que les
servían de apoyo para caminar, porque tenían orden de "desarmar" a todos los que llegaban. En
aquel pequeño lugar del Principado don Josemaría pudo, al fin, celebrar la Santa Misa revestido
con ornamentos, por primera vez desde el comienzo de la guerra. Tenía las manos hinchadas
todavía por las espinas que se le habían clavado al agarrarse a los matorrales.
Al terminar el Santo Sacrificio dieron un breve paseo por el lugar. ¡Qué rara sensación, que
intenso frescor de libertad, experimentaron al caminar al fin por la calle, sin temores, sin miedo ni
recelos!
VI. BURGOS
1. sin un lamento
Hacía exactamente catorce años, en un día como aquel, don Josemaría celebraba su primera
Misa en el Pilar. Ahora volvía, en aquella fría mañana del 28 de marzo de 1939, entre los soldados
del Ejército Nacional que entraban en Madrid.
Se veían por todas partes las huellas de la guerra, ya a punto de concluir. El último parte
bélico se firmó tres días después, el 1 de abril. Nada más llegar, fue a la casa rectoral de Santa
Isabel. Había sido utilizada como Cuartel del Arma de Ingenieros y estaba abarrotada de catres y
mantas de soldados, que la habían abandonado a toda prisa. La acondicionaron como pudieron y
don Josemaría se instaló en la planta baja, con su madre y sus hermanos.
Más tarde fue hasta la casa de Ferraz 16, donde estaba la Residencia de estudiantes en la que
había puesto tanta ilusión y por la que había rezado y sufrido tanto. No era más que un montón de
ruinas.
Empezaron a recuperar lo poco que la guerra había respetado. Don Josemaría buscó
especialmente una imagen –la "Virgen de los Besos"– a la que tenía especial devoción. No la
encontró. Pero entre los escombros logró recuperar una cartela de pergamino con unas palabras del
Evangelio de San Juan que estaba en la sala de estudio de la Residencia: "Un mandamiento nuevo
os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros". Lo recogió,
conmovido.
Aquellas palabras cobraban ahora un nuevo significado. Lo había perdido todo, desde el
punto de vista material. Algunos de los primeros miembros del Opus Dei habían muerto, jóvenes,
antes de la guerra, como María Ignacia, Luis Gordon o Antonia Sierra; muchas de las personas que
conocía habían quedado dispersadas por el conflicto; y alguno, como Pepe Isasa, había perecido en
el frente de batalla...
Ahora, a la vuelta de diez años, contaba sólo con un puñado de hombres que hubiesen
entendido lo que el Opus Dei significaba y que estuviesen dispuestos a entregar a Dios su vida para
sacarla adelante: Isidoro Zorzano; Jose María González Barredo, un químico al que había conocido
en las Navidades del 32; Juan Jiménez Vargas; un joven arquitecto, Ricardo Fernández Vallespín,
que había conocido en el 33, cuando era estudiante; un historiador recién licenciado, Vicente
Rodríguez Casado; tres ingenieros: Alvaro del Portillo, José María Hernández Garnica y José Luis
Múzquiz; dos valencianos: Pedro Casciaro y Paco Botella; y algún otro universitario de cabeza
eminente, como José María Albareda, que era del Opus Dei desde 1937...
No eran más que un puñado de hombres jóvenes, con la carrera recién terminada, sin
experiencia... ¡y con ellos tenía que hacer el Opus Dei, y extenderlo por los cinco continentes! Sin
embargo, esa cartela le recordaba que tenía lo más importante: el amor de Dios, un amor que todo
lo puede. Ese amor, que había sido su cimiento para comenzar el Opus Dei, sería su cimiento para
empezar otra vez.
Y comenzó de nuevo. Sin un lamento.
..............
Se puso en contacto con las mujeres que se habían acercado antes de la guerra al Opus Dei.
Comprobó entonces dolorosamente que durante la separación física de aquellos años aquellas
mujeres –buenas y piadosas– habían perdido el espíritu laical propio del Opus Dei.
Después de tantos años de oración, después de comenzar dos veces con esta labor, de hecho
sólo contaba con una mujer del Opus Dei: Lola Fisac, a la que había conocido en 1939 durante una
breve estancia en Daimiel. Sabéis que me habéis costado mucho vosotras, hijas mías? –
comentaría más tarde–. Más que los hombres (...). ¡Me habéis salido a la tercera vez!
Pero no se desanimó: juzgaba las cosas desde un punto de vista sobrenatural. El Opus Dei es
de Dios –razonaba–; Dios lo sacará adelante. Y recomenzó, la labor apostólica con más fe, con más
empeño, con más esperanza si cabe, convencido de que el Opus Dei se haría realidad, porque era de
Dios.
9. ¡este hijo!
Doña Dolores comenzó a leer aquel libro sobre San Juan Bosco que le había dejado su hijo
Josemaría. En un pasaje se relataba como Mamá Margarita –la madre de San Juan Bosco–
abandonaba su casa, y su vida tranquila en Castelnuovo, a instancias de su hijo, para marcharse con
él a Turín y ayudarle en su labor apostólica...
Comprendió al fin por qué su hijo tenía un interés tan grande en que leyese aquellas
páginas...
...............
–¿Qué quieres? –exclamó un día doña Dolores, con toda la espontaneidad y la franqueza de
su genio aragonés– ¿Qué haga como la madre de don Bosco?¡Ni hablar!
–Pero –le dijo sonriendo don Josemaría– ¡si lo estás haciendo ya!
...........
Era verdad: doña Dolores le había ido dando progresivamente su tiempo, su dinero, su casa,
sus energías; en definitiva, toda su vida. Sin ella, sin su hija Carmen, el Opus Dei no gozaría de
aquel calor de hogar; un ambiente de familia que –lo sabían todos muy bien– estaba amasado con
los silenciosos sacrificios de aquellas dos mujeres.
Doña Dolores y Carmen estaban siendo la primera "administración" del Opus Dei: con ese
nombre se designa, en la vida del Opus Dei, aquellas labores que contribuyen a crear un ambiente
de hogar, al cuidado material de los centros y a las personas que viven en ellos. Esas labores son, en
palabras del Fundador, "apostolado de los apostolados" porque posibilitaban el resto de las
labores del Opus Dei.
Las manos de doña Dolores y de Carmen sabían de muchas horas de trabajo y de muchos
agobios en aquella Residencia de Jenner a la que se habían trasladado en agosto de 1939. Habían
alquilado tres pisos, dos en la cuarta planta y uno en la segunda. Doña Dolores y su hija Carmen
disponían sólo de una única habitación para ellas dos, bastante oscura y que daba a un patio
interior.
No eran años fáciles. España atravesaba los "años del hambre" y tenían que dar de comer a
varias decenas de chicos que pagaban una pensión escueta. ¡Cuántos aprietos, cuantos quebraderos
de cabeza! Porque, ¡si fueran sólo los problemas de la cocina...! Estaba además la limpieza de la
casa, la lavandería, los encargos, ¡y las cuentas! Había que buscar chicas que hicieran bien aquellos
trabajos, enseñarlas, ayudarlas, y estar al tanto de todo: comprobar si éste seguía acatarrado; si
aquel necesitaba una comida especial o el otro andaba mal de ropa...
"Del trabajo directo de la atención del servicio, comida, limpieza, etc., se ocupaba Carmen –
recuerda Santiago Escrivá–. Mi madre se ocupaba principalmente de la costura: pasaba las horas
cosiendo y recosiendo la ropa de los residentes.
«Cuando mi madre trató a los de la Obra, les tomó gran cariño. Realmente todos eran como
nietos suyos. La llamaban Abuela.
Aunque ni Carmen ni ella eran del Opus Dei, estaban ayudando decisivamente al
crecimiento del Opus Dei en aquella residencia en la que el Fundador había designado como
director a Juan Jiménez Vargas; y colaboraban de una forma singularísima en todo lo que se refería
a la labor con mujeres. El Fundador daba gracias a Dios porque podía contar con ellas para esta
tarea: Veo como Providencia de Dios –decía– que mi madre y mi hermana Carmen nos
ayudaran tanto a tener en la Obra este ambiente de familia: el Señor quiso que fuera así.
A finales de 1940, don Josemaría pudo traer a su madre y a sus hermanos a vivir a una casa
en la calle Diego de León, un edificio amplio y representativo, que iba a albergar a un buen número
de miembros del Opus Dei. En aquella casa, al menos para doña Dolores –para los residentes fue
otro cantar– se acabaron las estrechuras: allí podía disponer –¡al fin!– de una habitación espaciosa
en la planta principal, con un mirador de cristalera que daba a la calle, y de un lugar adecuado para
poner sus macetas de flores.
"En esa habitación, que tenía un mirador junto al que había una mesa camilla –recuerda
Santiago Escrivá–, se pasaba el día mi madre, dedicada a la costura: reconstruía calcetines, ponía
botones, arreglaba camisas, etc. Carmen era la que iba a Jenner diariamente para llevar la
residencia".
.........
Meses más tarde, el 22 de abril de 1941 don Josemaría se encontraba en Lérida, donde había
acudido para predicar unos ejercicios espirituales a los sacerdotes de la diócesis. Asistía entre ellos
el Obispo administrador apostólico.
Muchos de aquellos sacerdotes que se disponían a escucharle en los ejercicios que predicaba
por toda España habían pasado por el largo calvario de los tres años de guerra: algunos habían sido
condenados a muerte por el puro hecho de ser sacerdotes y habían salvado la vida a duras penas;
otros habían sido despreciados, insultados, perseguidos; o habían visto morir mártires a tantos
compañeros suyos de seminario, de su misma ciudad, de su misma parroquia... ¿Cómo negarse
cuando un Obispo le pedía que predicara a estos hombres? Había acudido con alegría, pero con una
sombra en el corazón: había tenido que dejar en Madrid a su madre algo enferma. Los médicos le
habían tranquilizado; no parecía nada grave y en pocos días estaría repuesta.
Al despedirse de su madre le había pedido que ofreciera las molestias de aquella
enfermedad por los frutos de estos ejercicios que iba a predicar. Doña Dolores dijo, como siempre,
que sí. Pero al despedirse, se le escapó un suspiro:
–¡Este hijo...!
Se había quedado preocupado por ella; pero hizo lo que acostumbraba: abandonarse en las
manos de Dios. Señor –oró–, cuida de mi madre, puesto que estoy ocupándome de tus
sacerdotes.
Al comenzar aquella plática estos recuerdos le golpeaban el corazón. Y habló a aquellos
hombres de la labor sobrenatural, inigualable, de la madre del sacerdote junto a su hijo. Aquellas
palabras no las había aprendido en ningún libro de teología: eran fruto de su propia vida.
Y se me ocurrió decir: "Las madres de los sacerdotes –yo estaba con la pena de mi
madre– se debían morir sólo al día siguiente de que muriese su hijo. En aquel momento
vinieron a llamar al Obispo; se marchó, y yo acabé.
Al finalizar aquella meditación, se quedó rezando en la capilla. Al rato, alguien le avisó por
detrás: era el Obispo que venía con la cara demudada. Alvaro le llamaba por teléfono desde
Madrid:
–"Padre –escuchó al otro lado del hilo–, la Abuela ha muerto".
Volvió de nuevo al Oratorio. Hizo junto al Sagrario un acto pleno, rendido, de aceptación a
la Voluntad de Dios: "Fiat, adimpleatur, laudetur... iustissima atque amabilissima voluntas
Dei super omnia. Amen. Amen"
Un amigo le prestó un coche y a las dos de la madrugada llegó a Madrid. Entró en Diego de
León. El cuerpo de su madre yacía en el oratorio. Al verlo, rompió a llorar en silencio.
Al salir del oratorio le contaron como había sobrevenido su muerte, totalmente inesperada.
Dios mío –se le oyó decir en voz baja–, Dios mío, ¿qué han hecho? Me vas quitando todo: todo
me lo quitas. Yo pensaba que mi madre le hacía falta a estas hijas mías, y me dejas sin
nada...; ¡sin nada!"
3. villa tevere
Mientras tanto, los dos Prelados Superiores de la Secretaría de Estado, Mons. Tardini y
Montini (el futuro Pablo VI) le habían aconsejado que consiguiera en Roma un lugar que le sirviese
de Sede Central del Opus Dei. Comenzó la búsqueda del edificio y a principios de 1947 encontró
uno que les podía servir: había sido sede de la embajada de Hungría y se lo ofrecían a buen precio.
Sin embargo, aquella casa tenía un inconveniente: contra todo derecho –porque Hungría,
tras la ocupación de los comunistas, no mantenía relaciones con la Santa Sede– seguía viviendo allí
un funcionario húngaro con su familia.
En el mes de julio de 1947 los inquilinos seguían sin marcharse y el Fundador ya no podía
esperar más; urgido por las circunstancias, no tuvo más remedio que instalarse en la pequeña
portería de la entrada junto con algunos miembros del Opus Dei. Aquellas estrecheces no le
suponían ninguna novedad: la pobreza era una antigua compañera de viaje...
Lo malo es que mientras vivió en aquella portería durmió con frecuencia en el suelo, y en
marzo de 1948, como no tenían dinero para la calefacción, el frío le produjo una parálisis facial a
frigore...
Al fin se marcharon los inquilinos y en la fiesta de San Pedro de 1948 pudo erigir en aquel
edificio, que denominó "Villa Tevere", el Colegio Romano de la Santa Cruz.
"Colegio" –explicó– porque es una reunión de corazones que forman –consummati in
unum– un solo corazón, que vibra con el mismo amor...; "Romano", porque nosotros, por
nuestra alma, por nuestro espíritu, somos muy romanos. Porque en Roma reside el Santo
Padre, el Vice–Cristo, el dulce Cristo que pasa por la tierra. De la "Santa Cruz", porque el
Señor quiso coronar la Obra con la Cruz, como se rematan los edificios, un 14 de febrero... Y
porque la Cruz de Cristo está inscrita en la vida del Opus Dei desde su mismo origen, como lo
está en la vida de cada uno de sus hijos. Y también porque la Cruz es el trono de la realeza del
Señor, y hemos de ponerla bien alto, en la cima de todas las actividades humanas.
A partir de entonces se formarían en ese Centro miles de miembros del Opus Dei de
diversos países del mundo. Al cabo de los años unos recibirían la ordenación sacerdotal; y todos, al
concluir ese periodo de formación, contribuirían a dar al Opus Dei en sus respectivos países de
procedencia un espíritu universal o reforzarían el trabajo apostólico en otras naciones.
Ese espíritu universal fue siempre un motivo de profunda alegría para el Fundador: le
agradaba comprobar que la universalidad del Opus Dei se había reafirmado "en Roma y desde
Roma"; es decir, que llevaba una fuerte impronta de romanidad, porque romanidad era, para él,
sinónimo de universalidad. El Cardenal Ugo Poletti subrayó la romanidad del Fundador del Opus
Dei cuando abrió en Roma su Causa de Canonización. "Tuvo siempre un empeño apasionado por
ser "romano" –recordaba el Cardenal Ruini, poco antes de la beatificación del Fundador–; es decir,
ejemplarmente fiel a Pedro y por tanto, católico, universal."
Con un fin similar erigió también en Roma, el 12 de diciembre de 1953, un Centro
Internacional de formación para las mujeres del Opus Dei: el Colegio Romano de Santa María.
4. enfermo de diabetes
Desde que llegó a Italia el doctor Faelli se ocupaba de la diabetes mellitus que padecía el
Fundador. Esta enfermedad le deparaba cada día una molestia diversa: un día estaba desfallecido;
otro, le dolía la cabeza o sufría una infección; al siguiente, le fallaba el ojo derecho. En una ocasión
una infección le produjo un giro tan violento en las raíces dentales que el dentista tuvo que hacerle
una extracción con los dedos, porque tenía los dientes sueltos, para evitar una hemorragia que en
aquellos momentos podía ser fatal.
A pesar de las continuas molestias que le ocasionaba esa enfermedad no dejaba de sonreír –
aunque le costara mucho–, ni de mortificarse. Sabía la gravedad de su enfermedad: por esa razón,
hizo colocar junto a su cama un timbre para pedir los sacramentos, por si le llegaba repentinamente
su última hora. Pero no vivía aquella situación dramáticamente: y hacía bromas incluso acerca del
exceso de azúcar en la sangre que le causaba la enfermedad.
Y cada noche, antes de acostarse, rezaba confiado: Señor, no sé si me levantaré mañana;
te doy gracia por la vida que me des y estoy contento de morir en tus brazos. Espero en tu
misericordia.
5. en roma y desde roma
Al llegar a estos años de la vida del Fundador del Opus Dei en Roma, los biógrafos de san
Josemaría se encuentran con la misma dificultad: hasta el comienzo de los años cincuenta su vida
tiene aliento, ritmo y sabor de aventura: los cambios de ciudades, las peripecias de la guerra, el
paso de los Pirineos, las campañas denigratorias, los viajes..., proporcionan elementos biográficos
suficientes para relatar su historia: es una paleta llena de colorido.
Sin embargo, al llegar a los años en los que, desde la serenidad de la sede romana, dedica la
mayor parte de su tiempo a gobernar el Opus Dei, a formar a sus hijos y a impulsar sus apostolados
en todo el mundo, las dificultades del historiador se multiplican. ¿Cómo relatar ese trabajo,
eficacísimo, sí, pero sumamente discreto? La paleta parece reducida al gris.
Surge la tentación entonces de recurrir a lo anecdótico: de aludir en dos párrafos ese intenso
trabajo de formación y gobierno que le ocupó más de veinte años de vida y contar minuciosamente
hechos mucho menos relevantes, pero más "historiables": viajes, anécdotas y sucesos que
sucedieron en pocos días de aquel periodo.
Si hiciéramos esto estaríamos pasando por alto un rasgo decisivo de la vida del Fundador:
su trabajo cotidiano. Porque Mons. Escrivá no se limitó a predicar: enseñó con su propia vida lo
que constituye el mensaje fundamental del Opus Dei: la santificación del trabajo de cada día, ese
esfuerzo amoroso por convertir el gris de lo ordinario en colores agradables a Dios, por hacer
endecasílabos de la prosa de cada día, como le gustaba decir.
Dia tras día, con paciencia y con fortaleza, iba mostrando a aquellos hombres y mujeres que
se formaban a su lado los rasgos esenciales del espíritu del Opus Dei. Abría ante sus ojos
ambiciosos horizontes de apostolado y hacía crecer en sus almas deseos de servir eficazmente a
Cristo y a su Iglesia desde su propia situación en el mundo. Les mostraba también las dificultades
que se podían presentar, y los medios sobrenaturales y humanos con los que contaban para
sortearlas.
Los movía a luchar por ese ideal cristiano sin caer en idealismos fáciles, recordándoles que
el heroísmo de la vida cristiana radica en la santificación de lo cotidiano, y en el cumplimiento fiel
y generoso de los deberes diarios.
Puso todos los medios a su alcance para que los miembros del Opus Dei avanzasen por
caminos de oración y de trato personal con el Señor, hasta llegar a ser contemplativos en medio del
mundo. Al mismo tiempo les urgía a un estudio serio de la doctrina de la Iglesia.
Sus enseñanzas eran exigentes y atractivas al mismo tiempo. Sabía encender en el amor de
Dios a los que le escuchaban, conjugando un gran sentido sobrenatural y una proverbial alegría,
bañada en su característico sentido del humor.
Aquellos años romanos estuvieron ligados también al cumplimiento de los deberes propios
de su tarea como Fundador. Por esta razón dedicó mucho tiempo y esfuerzo a redactar escritos,
instrucciones, y cartas en los que fue esculpiendo los rasgos esenciales del espíritu del Opus Dei. Y
a causa de las novedades institucionales que este carisma comportaba en el marco jurídico de la
Iglesia, tuvo que dedicar mucho tiempo, trabajo y energías para que la fundación quedase bien
asentada desde el punto de vista canónico, de manera que el cuadro normativo en el que se
integrara fuera el más adecuado al mensaje que había recibido de Dios.
Se dedicó a esta tarea, estrictamente fundacional, hasta el fin de sus días, ya que, como buen
jurista, conocía bien la importancia que tiene para el desarrollo de una nueva Fundación de la
Iglesia que la normativa jurídica se adecúe a la sustancia de la institución.
Así fueron pasando, sin ruído externo, sus años romanos, fiel a su deseo de ocultarse y
desaparecer. Su estancia en la Ciudad eterna obedecía a una razón profunda: en Roma está el Papa,
el dulce Cristo en la tierra, como le gustaba decir, haciéndose eco de unas palabras de Santa
Catalina de siena. Este amor al Papa se manifestaba en una jaculatoria que repetía desde su
juventud: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!
Cuando vosotros seáis viejos –les decía a sus hijos en el Opus Dei– y yo haya rendido
cuentas a Dios, vosotros diréis a vuestros hermanos como el Padre amaba al Papa con todas
su fuerzas. Por esta razón acogía conmovido las expresiones de afecto y de estima que los
Pontífices le hacían llegar, y se emocionaba especialmente cada vez que Pio XII y Juan XXIII le
mostraban las esperanzas que tenían en su labor.
Pio XII había comentado, en el marco de una audiencia privada, refiriéndose al Fundador:
"es un verdadero santo, un hombre mandado por Dios para nuestra época".
Un rasgo definitorio de su modo de gobernar fue la humildad: aunque era el Fundador,
aunque había comenzado solo y tenía mucha más experiencia que los que le rodeaban, con
frecuencia gentes jóvenes, vivía –y enseñaba a vivir– la colegialidad en el gobierno, porque, como
le gustaba decir, en el Opus Dei no caben los tiranos.
Esa humildad caracterizó su "estilo de gobierno": pedía el parecer de unos y de otros;
recibía gustosamente las sugerencias, incluso las que provenían de personas muy jóvenes; sabía
confiar y delegar. Yo no soy más que un voto –repetía con frecuencia–, así cada uno se siente
responsable, pero de un modo que no agobia, porque responsables somos todos.
"Nos insistía –recuerda Encarnación Ortega, que fue durante muchos años Directora Central
para las mujeres del Opus Dei– en que cada una, cada uno, tenía que responsabilizarse del puesto
concreto en que estaba. Usaba la expresión castiza 'cada palo que aguante su vela'".
Y como manifestación de delicadeza y humildad, solía opinar el último: "era una forma de
dejarnos esa libertad –explica Encarnación Ortega– y de no coaccionarnos moralmente". Y cuando
se equivocaba, rectificaba y pedía perdón: "pedía perdón –recordaba Encarnación Ortega– y daba
las gracias. Eso se lo he visto hacer muchas veces".
Durante los años sesenta, recuerda José Luis Illanes, "era, no ya frecuente, sino constante,
que cuando nos encargaba un asunto o nos hacía unas indicaciones, añadiera: Estudiadlo; si veis
algo que se puede mejorar, no dejéis de decirlo; estudiadlo vosotros y, si lo veis preferible, hacedlo
de otra manera. Su norma de prudencia fue siempre oír todas las campanas y, a ser posible, conocer
al campanero.
Alentaba constantemente a luchar por amor, sin desfallecer. La santidad –recordaba– está en
tener defectos y luchar contra ellos, pero nos moriremos con defectos. Por esa razón, al formar a
sus hijos en el espíritu del Opus Dei sabía conjugar el cariño con la fortaleza. Sabía exigir con
corazón de padre y de madre. Su hermano Santiago recuerda como tenía con los miembros del
Opus Dei mil detalles de delicadeza. "Se esforzaba por hacer amable el camino de la santidad con
detalles concretos de cariño, de simpatía y de servicio.
«Los miembros del Opus Dei le llamaban "Padre" y era Padre de verdad. Por eso, se notaba
que sufría, y mucho, cuando debía corregir a alguno. Pero, como los buenos padres, sabía hacerlo
con lealtad y con sinceridad, incluso con energía si era preciso. No se permitía sentimentalismos ni
blandenguerías. Pero luego se volcaba con aquella persona con ternura paterna, para no dejar herido
a nadie."
A animaba a comenzar y recomenzar en la vida cristiana con espíritu de hijo pródigo, una y
otra vez, con confianza filial en Dios. Era una exigencia amable y fuerte, cordial y esperanzada,
guiada siempre por su inquebrantable fidelidad a la luz fundacional.
6. por todo el mundo
Durante aquellos años, el Fundador fue enviando a muchos miembros del Opus Dei a abrir
brecha en naciones de los cinco continentes, sin más medios que una bendición y una imagen de la
Virgen. Se ganarían la vida en esos países con su trabajo profesional y pondrían, al mismo tiempo,
los cimientos de la labor apostólica.
Uno de ellos, Juan Antonio Galarraga, doctor en Farmacia, estaba en Londres desde 1946,
donde proseguía sus trabajos de investigación en bioquímica. José Ramón Madurga, un ingeniero,
vivía en Dublín desde 1947; y un abogado, Fernando Maycas, vivía desde ese mismo año en el
Colegio Español en París. Pedro Casciaro, ya ordenado sacerdote, había emprendido un largo
periplo por diversos países de Suramérica, para estudiar la posibilidad de un próximo comienzo de
la labor apostólica en esas naciones.
No tardaron mucho en llegar los miembros del Opus Dei al continente americano: en 1949 y
1950 comenzó la labor apostólica en Estados Unidos, México, Chile y Argentina; en 1951 fueron
los primeros a Venezuela y Colombia; en 1953 a Perú y Guatemala; en 1954, a Ecuador; en 1956 a
Uruguay; en 1957, a Brasil... Y mientras tanto se había ido comenzando en Alemania, en Austria,
en Canadá; en Kenia y en Japón; en 1959 le llegó el turno a Costa Rica. Y en 1960, a Holanda...
En cada uno de esos países, esos hombres y mujeres del Opus Dei luchaban por hacer
realidad, en sus propias vidas, las enseñanzas del Fundador, y por corresponder a las exigencias de
su propia vocación; una vocación que les llevaba a asumir con radicalidad los compromisos
bautismales, a identificarse con Cristo y llevar su luz a los ambientes familiares, profesionales y
sociales de cada uno.
Desde Roma san Josemaría los alentaba con sus cartas y sugerencias; y los estimulaba, con
su oración, su sacrificio y su palabra, a realizar una amplia siembra de doctrina y de vida cristiana
en los diversos ambientes en los que vivían y trabajaban.
Les insistía siempre en la prioridad de la vida interior, fundamentada en la oración y los
sacramentos, y les recordaba la necesidad de realizar un intenso apostolado personal con las
personas que les rodeaban, abriéndoles horizontes de santidad.
En su predicación, en sus cartas, les subrayaba siempre el valor cardinal del trabajo: y les
recalcaba que, para que ese trabajo se convirtiera realmente en un foco de luz cristiana en los más
diversos campos de la vida humana, debían realizarlo muy unidos a Cristo, con la mayor perfección
humana posible y con gran competencia profesional.
Con el paso de los años, como fruto granado del apostolado personal de estos hombres y
mujeres, nacieron en todo el mundo una gama variadísima de iniciativas apostólicas: residencias
universitarias, colegios promovidos por padres de familia, universidades, centros de capacitación
profesional para obreros, escuelas agrícolas, clubs juveniles, casas de retiro, etc. Eran labores que
nacían con el deseo de dar una respuesta y una solución a las necesidades y problemas concretos de
cada lugar.
El Fundador subrayó que esas tareas –promovidas por sus hijos en el Opus Dei, junto con
otras muchas personas deseosas de trabajar por Cristo– eran un mar sin orillas. Los animaba a
iluminar todas las realidades humanas con la luz de Cristo, actualizando el ímpetu evangelizador de
los primeros cristianos, por todas las encrucijadas de la tierra.
Al mismo tiempo era consciente de la falta de medios materiales con la que se encontraban
sus hijos a la hora de realizar toda aquella esa labor. Pero confiaba en Dios y les prevenía contra el
desaliento: les recomendaba que tuviesen una fe audaz en la providencia de Dios Padre y que
trabajasen con tenacidad y constancia en la promoción de esas tareas.
Esa era su "receta" a la hora de poner en marcha una labor de apostolado: una fe fuerte, un
amor de Dios que no conoce el desánimo, una oración confiada y perseverante; y junto con todo
eso, un planteamiento profesional serio y riguroso, porque esas iniciativas debían reflejar lo que
eran: tareas promovidas por fieles laicos, conscientes de su honda responsabilidad social como
ciudadanos y como cristianos.
9. tres consagraciones
Mientras tanto, las calumnias y las murmuraciones no cesaban; y no faltaron personas que
comenzaron a sembrar inquietudes entre algunos padres de miembros del Opus Dei de Italia.
Se creó una situación grave. Para valorarla hay que situarse en aquel momento histórico: el
Opus Dei no era, como sucede ahora, una institución ampliamente conocida dentro de la Iglesia y
repetidamente bendecida por los diversos Pontífices; sino que aparecía, a los ojos de muchos, como
un camino nuevo, que avanzaba abriéndose paso entre prevenciones e interrogantes.
Aquellas habladurías dolieron especialmente al Fundador porque había procurado que sus
hijos cuidaran con especial empeño el cuarto mandamiento de la ley de Dios, al que llamaba
dulcísimo precepto del Decálogo.
¿Qué hacer? Acudió de nuevo al Cielo en busca de ayuda, y el 14 de mayo 1951 anotó este
propósito: poner bajo el patrocinio de la Sagrada Familia, Jesús, María y José, a las familias
de los nuestros: para que logren participar del gaudium cum pace de la Obra y obtengan del
Señor el cariño para el Opus Dei.
No tardó en llevar a la práctica aquel propósito: pocas horas después fue al Oratorio de la
Sagrada Familia de Villa Tevere, que aún estaba construyéndose, y consagró, lleno de confianza en
Dios, las familias de los miembros del Opus Dei a la Sagrada Familia.
Al cabo de unos días muchas de aquellas inquietudes se disiparon. Y cuando el Oratorio
estuvo terminado hizo instalar, en un muro lateral, una placa de mármol con el texto de la
consagración. Indicó que ese texto se leyese en todos los centros del Opus Dei, todos los años, en la
Festividad de la Sagrada Familia:
...Oh Jesús, amabilísimo Redentor nuestro, que al venir a iluminar el mundo, con el
ejemplo y con la doctrina, quisiste pasar la mayor parte de tu vida sujeto a María y a José en
la humilde casa de Nazaret, santificando la Familia que todos los hogares cristianos debían
imitar: acoge benignamente la consagración de las familias de tus hijos en el Opus Dei, que
ahora te hacemos.
.........
Aunque el Cardenal Schuster conocía relativamente poco al Fundador del Opus Dei, por ese
peculiar "sexto sentido" que poseen las almas santas, desde que se conocieron había visto en él a un
hombre de Dios, y había ayudado eficazmente en los primeros pasos de la labor apostólica del
Opus Dei en Milán. No les faltó a los primeros del Opus Dei que llegaron allí, en unos momentos
de casi total carestía, la mano generosa del Cardenal.
El Fundador tenía noticia ya de que algunos males se cernían sobre el Opus Dei. Y un día de
verano de 1951, durante una visita que hicieron varios miembros del Opus Dei al Cardenal de
Milán, éste les preguntó:
–¿Cómo está el Padre?
–Muy bien, le dijeron.
–¿No tiene ahora una especial contradicción, una Cruz muy fuerte?
–Pues si es así –le comentaron– estará muy contento, porque siempre nos ha enseñado que
si estamos muy cerca de la Cruz, estamos muy cerca de Jesús.
Tiempo después le contaron esa entrevista con el Cardenal al Beato Josemaría. Sus
presentimientos se confirmaron.
–Está pasando algo, comentó. No sé lo que es, pero algo está sucediendo.
En medio de esta situación de incertidumbre, reacccionó como era habitual en él: acudió al
Cielo por la intercesión de la Madre de Dios, la Omnipotencia Suplicante que todo lo puede; rezó e
hizo rezar; se mortificó y pidió oraciones y sacrificios por una intención por la que suplicaba
constantemente con una jaculatoria: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! Corazón dulcísimo
de María: prepáranos un camino seguro. Y el 14 de agosto de aquel mismo año viajó hasta Loreto
donde consagró el día 15, fiesta de la Asunción, el Opus Dei al dulcísimo Corazón de María,
suplicando a la Madre de Dios que conservase firme y seguro el camino dwl Opus Dei.
En enero de 1952 el Cardenal hizo llegar de nuevo la voz de alarma al Padre:
–Decidle que se acuerde de su paisano, San José de Calansanz, y... que se mueva.
Don Josemaría comprendió al fin: a San José de Calasanz, ya muy viejo, le habían acusado
falsamente ante la Inquisición romana y le habían arrinconado, a pesar de ser el Fundador. Y
gracias a las sugerencias del Cardenal se pudieron atajar aquellos ataques externos, que provenían
de personas ajenas a la insitución y se evitó aquel gran mal que se cernía sobre el Opus Dei.
Renovó esa consagración a Nuestra Señora en diferentes santuarios marianos del mundo:
Lourdes, Fátima, el Pilar, Einsiedeln, Willesden, Pompei, Guadalupe, en la Medalla Milagrosa de
París... Nuestro Opus Dei nació –recordaba– y se ha desarrollado bajo el manto de Nuestra
Señora. Por eso son tantas las costumbres marianas, que empapan la vida diaria de los hijos
de Dios en esta Obra de Dios.
.............
Un año más tarde, el 26 de octubre de 1952, fiesta de Cristo Rey, consagró el Opus Dei al
Corazón Sacratísimo de Jesús, acudiendo a la misericordia divina para que protegiese siempre al
Opus Dei y le diese un amor grande a la Iglesia y al Papa, que se traduzca en obras de servicio.
5. en peru
Llegó a Perú el 9 de julio de 1974, cuando se cumplía el vigésimo primer aniversario de la
llegada de los primeros miembros del Opus Dei a aquel país. El día 13 viajó hasta Cañete y se
reunió en Valle Grande, una labor apostólica corporativa del Opus Dei, con centenares de
agricultores y ganaderos, con familias de la sierra y con gentes de todo tipo venidos de la montaña
y de la costa:
–Vengo a felicitaros por la labor colosal de promoción humana que se hace aquí. He
dicho promoción humana y, por tanto, no es sólo de promoción profesional, material: es
también promoción espiritual.
Escuchaban al Fundador, asintiendo levemente con la cabeza, cientos de campesinos de
aquella zona, hombres rudos y fuertes, con las manos gastadas de trabajar en esas diminutas
chacras que se encuentran a lo largo y lo ancho del Valle de Cañete; indios de rostro oscuro
quemados por el sol, y mulatos de razas entreveradas, en los que asoman en curiosa mescolanza,
rasgos chinos y negroides... Si hemos de santificarnos –le recordaba san Josemaría a un
campesino– cada uno en nuestro sitio, cada uno a través del trabajo propio, hay que realizar
bien ese trabajo. No se pueden hacer chapuzas. No sé si aquí se dice chapuzas. ¿Cómo se dice?
–Criolladas...
–Criolladas... cosas mal acabadas, donde no se pone el alma y la ilusión. Nosotros
hemos de poner ilusión, gusto, en trabajar. Tú puedes realizarlo así, también porque de esta
manera ganas dinero y levantas la posición de los tuyos; pero, especialmente, por agradar a
Dios, porque el trabajo es oración, porque el trabajo dignifica. Te lleva a ser una persona de
categoría, es decir hace de ti un cristiano cada día más perfecto, santo.
Le hizo entonces una pregunta una campesina de lengua quéchua, que hablaba muy
dificultosamente el castellano. Quería agradecerle la labor que se hacía en Condoray, una labor
promovida por las mujeres del Opus Dei 1963, que desarrolla diversos programas de capacitación
profesional para campesinas del Perú.
–Padre, yo venido de Condoray colegio de mi hija. Soy cooperadora y trabajo en campo.
Padre, yo traí naranjas, leche, para usted. ¿Cómo puedo hacer, Padre, para que las vecinas no se
rían de mí cuando voy a mi misa?
–Oye, hija mía –le contestó san Josemaría con tono comprensivo–, no se reirá ninguna
persona honrada de ti. Es una pena si encuentras alguna que se ríe. Quizá lo hacen porque
sienten envidia... Tú no trates mal a nadie; comprende a tus amigas...; a tus vecinas; no te
enfades con ellas, ten paciencia. Y luego, como he dicho por ahí, habla con cada una en
particular, solas, de corazón a corazón... verás cómo te responden.
5. en venezuela
Durante esos encuentros por diversos países de Suramérica fueron surgiendo preguntas de
todo tipo: un sacerdote le pedía un consejo para su ejercer su ministerio; una empleada del hogar le
hablaba de su profesión; un campesino le contaba una anécdota... Don Josemaría los alentaba a
encontrar a Dios en el trabajo cotidiano: al ama de casa en sus tareas domésticas, al obrero en su
fábrica, y el intelectual en medio de sus libros.
Con frecuencia salían a relucir problemas concretos, de la vida cotidiana. Un padre de
familia venezolano le preguntó que podía hacer para educar a sus hijos en el amor al trabajo en un
ambiente excesivamente cómodo y fácil.
–Yo los pasearía un poco... –le contestó– por esos barrios que hay alrededor de la gran
ciudad de Caracas (...) para que vieran las chabolas, unas encima de otras. (...) Que sepan que
el dinero lo tienen que aprovechar bien; que han de saberlo administrar, de modo que todos
participen de alguna manera de los bienes de la tierra. Porque es muy fácil decir: yo soy muy
bueno, si no se ha pasado ninguna necesidad.
Un amigo, hombre de mucho dinero, me decía una vez: yo no sé si soy bueno, porque
nunca he tenido a mi mujer enferma, encontrándome sin trabajo y sin un céntimo; no he
tenido a mis hijos debilitados por el hambre, estando sin trabajo y sin un céntimo; no me he
encontrado en medio de la calle, tendido y sin un cobijo... No sé si soy un hombre honrado:
¿qué habría hecho yo, si me hubiera sucedido todo eso?
Mirad, hemos de procurar que no le pase a nadie; hay que habilitar a la gente para
que, con su trabajo, pueda asegurarse un bienestar mínimo, estar tranquilo en la vejez y en la
enfermedad, cuidar de la educación de los hijos, y tantas otras cosas necesarias. Nada de los
demás puede resultarnos indiferente y, desde nuestro sitio, hemos de procurar que se fomente
la caridad y la justicia.
.............
En una ocasión se levantó un hombre de raza judía.
–Yo soy hebreo, le dijo antes de formularle su pregunta.
–¡Hebreo! –exclamó el Santo, interrumpiéndole– Yo amo mucho a los hebreos, porque
amo mucho –con locura– a Jesucristo, que es hebreo. No digo era, sino es: Iesu Christus heri
et hodie, Ipse et in saecula: Jesucristo sigue viviendo, y es hebreo como tú. Y el segundo amor
de mi vida es una hebrea, María Santísima, Madre de Jesucristo. De modo que te miro con
cariño: sigue.
–Yo creo que ya la pregunta está respondida, Padre.
.........
Los temas dominantes de aquellos encuentros fueron: un sí valiente a la vida y las familias
numerosas y una defensa firme de la doctrina y la fe de la Iglesia. Y siempre, una recomendación
insistente, casi suplicante: la necesidad de acudir frecuentemente al Sacramento de la Confesión,
porque sin confesión no hay reconciliación con Dios, y sin reconciliación con Dios no hay vida
interior ni frutos de santidad.
A veces enronquecía de predicar durante tantas horas, pero seguía hablando, contestando las
preguntas de unos y de otros, moviéndolos al amor a Dios. Y con frecuencia, como sucedió en
Brasil, el encuentro acababa con una bendición emocionada, que espoleaba a la acción apostólica.
–Que os multipliquéis –dijo a los que le escuchaban, mientras les daba la bendición–
como las arenas de vuestras playas,
como los árboles de vuestras montañas,
como las flores de vuestros campos,
como los granos aromáticos de vuestro café.
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
7. como un borriquito
Durante aquellos años su fama de santidad se había extendido por todo el mundo, y cuando
visitaba un determinado país, las multitudes se agolpaban para verle y escucharle. Sin embargo, en
su humildad, seguía considerándose, como puso de relieve el Decreto sobre sus virtudes heroicas,
un instrumento inepto y sordo, fundador sin fundamento, pecador que ama con locura a Jesucristo.
Un día una persona le pidió un retrato suyo:
–Sí, hombre, sí; con mucho gusto. Ahora mismo te lo doy, le dijo sonriendo.
Y le entregó un borriquillo forjado en hierro, mientras le decía:
–Toma, ahí tienes un retrato mío.
Su interlocutor estaba perplejo.
–Sí, hombre, sí; eso soy yo: un borriquillo. Ojalá sea siempre borriquillo de Dios,
instrumento suyo de carga y de paz.
San Josemaría se sentía y quería vivir así: ut iumentum!, como un borrico fiel, trabajando
humildemente, sin descanso, para llevar a Cristo a todos los rincones de la tierra.
Se sentía un pobre instrumento en las manos de Dios: un humilde sobre portador de un gran
mensaje divino. Y explicaba: Dios escribe una carta, la mete dentro de un sobre. La carta se
saca del sobre y el sobre se tira a la basura.
Por eso, rehuía cualquier personalismo: ¡Pues no faltaba más! –les decía a los miembros
del Opus Dei–. ¡Bonito negocio habríais hecho si, en vez de seguir al Señor, hubiérais venido a
seguir a este pobre hombre! Y no se consideraba imprescindible: ni siquiera yo –decía–, que soy
el Fundador, soy imprescindible.
............
Aquellos encuentros –muchos de los cuales se conservan filmados– produjeron un intenso
impacto espiritual en los asistentes. Muchos de los que asistían salían de aquellas reuniones con la
misma impresión que manifestaba Mons. Wheeler, Obispo de Leeds: la de "haber conocido a una
persona muy santa y muy humana". La pluma de José María Pemán, en uno de sus diálogos con su
personaje imaginario "El Séneca", recoge gráficamente aquel sentir popular:
–"Don José: si le llaman a todo esto 'Obra de Dios' ¿qué obra ha tenido que hacer ese padre?
–No ser estorbo de la obra de Dios, ¿te parece poco? Dios obra por medio de los hombres y
las cosas. Es lo que se llama 'causas segundas'.
–Miró hacia la riada humana. Se rascó la cabeza:
–Pues esta causa segunda, don José, le ha salido a Dios de primera".
9. otra locura
Otra de sus "locuras" fue la construcción en Roma de Cavabianca, nombre de la sede
definitiva del Colegio Romano de la Santa Cruz. Vamos a comenzar las obras allá arriba, en
Cavabianca –le comentaba a los miembros del Opus Dei que vivían en Roma–, con el fruto del
trabajo de muchos hermanos vuestros, y con la ayuda de muchas personas que ni siquiera son
cristianas.
Y añadía: En todo el mundo hemos comenzado a preparar instrumentos de trabajo sin
dinero. Yo lo había hecho antes muchas veces, pero desde hace años tenía el propósito de no
volver a obrar así. Sin embargo, pensando que el bien de la Iglesia y el bien de la Obra (...)
hace conveniente que muchos hijos míos pasen por Roma, hemos comenzado a construir
Cavabianca con pocas liras. No quería repetir esa locura, pero ya estamos metidos en esta
tarea.
Quizá sea la última locura de mi vida; ¡he hecho tantas, por amor de vosotros y de
vuestros hermanos!
X. DIES NATALIS
Ese amor a Dios se le desbordaba en ansias de estar junto con su Amor, y los que convivían
con él le notaban cada vez más metido en el Señor. Se acercaba al fin de aquel continuo crescendo
de amor y caridad que había sido toda su vida. "El Padre y yo desayunábamos siempre juntos –
recuerda Mons. del Portillo–, y nos dejaban el periódico. Al cabo de tres o cuatro segundos yo
miraba al Padre: nada más comenzar a leer, se había quedado ensimismado en Dios. Desde hace
años al Padre le bastaba coger un libro, tratase de lo que tratase, o el periódico, para que el corazón
se le fuese al Señor. Parecía como si el Espíritu Santo arrebatara su alma y se la llevase arriba".
2. mirando a la virgen
"El 26 de junio de 1975 –escribía Eugenio Montes, de la Real Academia Española– el cielo
estaba azul y yo estaba en mi casa del Pincio viendo desde el balcón, en la lejanía, la cúpula de San
Pedro sobre el Monte Vaticano, el Monte de los Vaticnios.
Sonó el teléfono. Me dieron la noticia escuetamente: 'Ha muerto Mons. Escrivá de
Balaguer'. Ni una sílaba más, porque ante lo decisivo sólo el silencio es grande; el resto, debilidad.
Pero salí a preguntarle a sus amigos. No se encontraba enfermo. En cualquier caso no le
había comunicado a nadie inquietudes acerca de su salud.
El 26 de junio había madrugado, como siempre. La del alba sería cuando salió a tener una
plática con unas hijas suyas en Castelgandolfo. Como Santa Teresa de Jesus, este hombre de
virtudes heroicas podía decir: 'Hijas, cosas son éstas para entretener la espera' ".
En contra de lo que suponía Eugenio Montes, había pasado ya la hora del alba cuando san
Josemaría se reunió en Castelgandolfo con un grupo de hijas suyas, en Villa delle Rose. Antes
había celebrado, a las ocho de la mañana, la Misa votiva de la Virgen. Y a las nueve y media de la
mañana salió hacia Castelgandolfo. Durante el camino rezó los misterios gozosos del Rosario.
Al llegar a Villa delle Rose, el Centro de las mujeres del Opus Dei en Castelgandolfo, entró
en el oratorio, donde permaneció unos momentos de rodillas. Luego se dirigió hacia la sala de estar.
Al entrar, saludó con la mirada una imagen de la Virgen que era un recuerdo entrañable de
su familia. Esa imagen había recogido las última mirada de su madre antes de morir.
Vosotras –les recordó– tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo aquí.
Vuestros hermanos seglares también tienen alma sacerdotal. Podéis y debéis ayudar con esa
alma sacerdotal, y con la gracia del Señor y el sacerdocio ministerial en nosotros, los
sacerdotes de la Obra, haremos una labor eficaz...
Me imagino que de todo (...) –prosiguió– sacáis motivo para tratar a Dios y a su Madre
bendita, nuestra Madre, y a San José, nuestro Padre y Señor, y a nuestros Angeles Custodios,
para ayudar a esta Iglesia Santa, nuestra Madre, que está tan necesitada, que lo está pasando
tan mal en el mundo, en estos momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia y al Papa,
cualquiera que sea. Pedid al Señor que sea eficaz nuestro servicio para su Iglesia y para el
Santo Padre.
Al cabo de veinte minutos se sintió indispuesto y tuvo que interrumpir su visita. Hacía calor.
Tras descansar un poco, regresó a Roma, acompañado como de costumbre por Don Alvaro del
Portillo y Don Javier Echevarría. Se le veía contento y sereno. Al entrar en Villa Tevere, unos
minutos antes de las doce, saludó al Señor en el Sagrario con una genuflexión pausada,
acompañada por un acto de amor, como solía hacer.
"A continuación –recuerda Mons. del Portillo– subimos al cuarto donde habitualmente
trabajaba (...) y pocos segundos después de pasar la puerta, llamó: ¡Javi!".
En aquel despacho estaba una imagen de la Virgen de Guadalupe a la que solía saludar con
la mirada siempre que entraba en esa habitación. Ella se llevó su último saludo de amor, antes de
que cayese desplomado en el suelo. Dios le concedió morir como siempre quiso: mirando una
imagen de la Señora.
"Pusimos todos los medios posibles –sigue contando Mons. del Portillo–, espirituales y
médicos. Yo le di la absolución y la Extremaunción, cuando todavía respiraba. Fue una hora y
media de lucha, de esperanzas: oxígeno, inyecciones, masajes cardíacos. Mientras tanto, yo renové
la absolución (...). No podíamos creer que se cumplía la hora de este grandísimo dolor".
Poco tiempo después comprendieron, entre sollozos, que el Padre había concluido su
peregrinar terreno: aquel era su dies natalis en el Cielo. "Todos nos arrodillamos –prosigue– al lado
del cuerpo (...). Rezamos el responso y seguimos rezando, destrozados por el dolor, sin poder ni
querer contener las lágrimas".
"Para nosotros –contaba en aquel momento Mons. del Portillo a los miembros del Opus
Dei– se ha tratado de una muerte repentina; para el Padre, sin duda, ha sido algo que venía
madurándose –me atrevo a decir– más en su alma que en su cuerpo, porque cada día era mayor la
frecuencia del ofrecimiento de su vida por la Iglesia".
Revistieron más tarde su cadáver con un alba y una casulla sobre la sotana. Se celebraron 51
misas antes del sepelio.
Acudieron a llorar y a rezar junto a su cuerpo yacente, que resposaba delante del altar del
Oratorio de Santa María de la Paz, en la Sede Central del Opus Dei, cientos de personas de todo
tipo y condición: altos dignatarios eclesiásticos, madres de familia, empleadas del hogar,
trabajadores...
San Josemaría sostenía entre sus manos el crucifijo que tuvo Pío X entre las suyas a la hora
de su muerte, y su rostro sereno infundía una gran paz.
El 27 de junio fue sepultado en la Cripta del Oratorio de Santa María de la Paz. Sobre la
losa de mármol se colocó, bajo el sello del Opus Dei, esta inscripción, que era su biografía en dos
palabras:
EL PADRE
y más abajo las fechas de nacimiento: 9.I.1902, y de la muerte: 26.VI.1975
EPILOGO
Semanas después de su fallecimiento se editó en italiano una estampa para la devoción
privada de Mons. Escrivá, que fue impresa en más de 40 lenguas.
El 15 de septiembre los legítimos representantes de todos los miembros del Opus Dei,
reunidos en congreso, eligieron por unanimidad y en la primera votación, a Mons. Alvaro del
Portillo y Diez de Sollano como sucesor de Mons. Escrivá de Balaguer.
Dos años más tarde, en 1977, se publicó un libro póstumo Amigos de Dios, segundo
volumen de homilías del Fundador del Opus Dei.
Tras su fallecimiento la fama de santidad del Fundador del Opus Dei era patente: y las
alrededor de 6.000 cartas postulatorias que enviaron a la Santa Sede personas de más de 100 países
del mundo demostraban el interés con el que aguardaban amplios sectores de la sociedad eclesial y
civil la apertura de la Causa.
Se dirigieron en este mismo sentido al Santo Padre, entre otras personas, 69 cardenales, 241
arzobispos, 987 obispos (más de un tercio del episcopado mundial) y 41 superiores de órdenes y
congregaciones religiosas.
Lo hicieron también numerosos jefes de Estado y de gobierno, personalidades del mundo de
la cultura y de la ciencia, etc.
La Postulación recogió en dos volúmenes de más de 800 páginas, un conjunto de
testimonios personales que probaban que Josemaría Escrivá había gozado de una solidísima fama
de santidad en vida y tras su muerte.
En 19 de febrero de 1981 el Cardenal Vicario de la diócesis de Roma, Ugo Poletti, donde
falleció el Fundador del Opus Dei promulgó el Decreto de Introducción de la Causa para su
Beatificación y Canonización.
El 12 y el 18 de mayo de ese mismo año se abrió en el Vicariato de Roma y Madrid el
proceso cognicional sobre su vida y virtudes. El Cardenal Tarancón presidió la primera sesión del
tribunal constituído en la archidiócesis de Madrid.
En febrero de ese mismo año se publicó Via Crucis, otra obra póstuma del Fundador.
El 28 de noviembre de 1982 Juan Pablo II erigió el Opus Dei en Prelatura personal, de
ámbito universal, dotada de estatutos propios, tal y como había deseado muchos años atrás su
Fundador.
En esa misma fecha el Papa nombró a Mons. Alvaro del Portillo como Primer Prelado del
Opus Dei que es, a la vez, Presidente General de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.
El 26 de junio de 1984 el Cardenal Suquía presidió la última sesión del Tribunal de Madrid.
El 8 de noviembre de 1986 concluyó en Roma la primera fase del proceso, con un material
escrito de 8.000 páginas, y 374 sesiones celebradas. Se entregaron 62 tomos de escritos inéditos del
Fundador.
Mientras tanto, la devoción privada hacia Josemaría Escrivá se extendía por todo el mundo
y se multiplicaban los favores obtenidos gracias a su intercesión.
En el mes de octubre de ese año se publicó Surco otra obra póstuma del Fundador. Al año
siguiente se publicó Forja.
El 9 de abril de 1990 la Santa Sede dio lectura al Decreto que proclamaba las virtudes
heroicas del Fundador del Opus Dei, que con ese acto recibía el título de Venerable.
Un año más tarde, el 6 de enero de 1991, Juan Pablo II consagró obispo a Mons. Alvaro del
Portillo en la Basilíca de San Pedro de Roma.
El 7 de julio La Santa Sede dio lectura al decreto de un milagro realizado por intercesión del
Venerable Josemaría Escrivá. Se trató de la curación repentina de Sor Concepción Boullón Rubio,
una carmelita de la Caridad de 70 años que residía en el Convento del Escorial, cerca de Madrid.
El 17 de mayo de 1992 Josemaría Escrivá fue beatificado por Juan Pablo II en la Plaza de
San Pedro en Roma.
Su canonización fue anunciada por la Santa Sede diez años después, con la fecha 6 de
octubre de 2002, en el año del Centenario de su nacimiento.