Libertad de conciencia y fidelidad a la conciencia
Manfred Svensson | Sección: Sociedad, Vida
Hace algo más de un año fuimos testigos de cómo alcaldes y
otros funcionarios públicos que consideraban abortiva la píldora del día después buscaron ampararse en la libertad de conciencia para no tener que distribuirla. Hoy comienza –de un modo muy anticipado– a afirmarse que en caso de que lleguemos a tener una legislación que permita el aborto, los médicos deberían poder ampararse en la libertad de conciencia para no practicarlo. En ambos casos parece tratarse de una propuesta razonable: si se reclama libertad de conciencia para tantas otras cosas, ¿cómo no va a ser justo concederla también a quienes están preocupados por el respeto a la vida humana? Parecería un modo sencillo de garantizar “derechos humanos para todos”. Con todo, creo que esto merece ser evaluado críticamente: si se trata de un buen argumento, al menos debiera sorprendernos lo inusual que ha sido en 2.000 años de cultura cristiana. ¿Pero es un buen argumento? A quienes lo enarbolan creo que corresponde preguntarles si lo que buscan es mantener limpias sus propias manos o buscar un cambio cultural respecto del respeto a la vida. Por cierto, ninguna de estas cosas está mal: mantener limpias las propias manos –y la propia alma– ya es gran cosa. Pero si se hace de este modo, será sólo a la defensiva. Y actuar a la defensiva en este tema puede ser una forma, aunque sea mitigada, de individualismo. Revestirlo con la noble palabra “conciencia” es darle un aura de grandeza que tal actitud no merece. Pero –se nos responderá– si las prácticas abortivas llegan a ser amparadas por la ley, ¿hay acaso alternativa? La respuesta a eso depende de cuánto estamos dispuestos a arriesgar. Y dejémoslo claro desde ya: apelar a la libertad de conciencia meramente para abstenerse de participar en tales prácticas es un indicio de que se es “pro- vida”, pero que no se está dispuesto a arriesgar nada por tal convicción. Ahora bien, el objeto de estas líneas no es burlarnos de la debilidad de quien se encuentre en tal posición, pues escribo con conciencia de no ser nadie para exhortarlos a mayor valentía. Pero sí creo que hay algunos consejos saludables que se puede dar a tales personas si les importa esta causa: quien se considere incapaz de arriesgar algo debiera cultivar un bajo perfil, debiera cuidarse de no ser parte de la cara visible del movimiento pro-vida, y debiera procurar no revestirse de títulos de mártir.
Porque si verdaderamente vamos a producir un cambio
cultural, lo que necesitamos es eso: mártires. Con eso me refiero simplemente a personas dispuestas a dar testimonio arriesgando al menos “algo”. ¿La vida? Partamos por algo más sencillo: el trabajo. Comprendo que para nuestro aburguesado cristianismo esto suena completamente inconcebible, pero pido considerar la siguiente situación hipotética. Si existe un 10% de alcaldes adversos a la píldora y un 30% de médicos contrarios al aborto, ¿qué efecto tiene sobre la opinión pública que unos y otros se amparen en la libertad de conciencia? Es difícil pensar en algún efecto positivo. Si tiene algún efecto es más bien el de contribuir a la legitimación de tales leyes, que al conceder tal libertad no parecen “imponer” nada. ¿Cuál sería, por el contrario, el efecto de un alto porcentaje de alcaldes y médicos perdiendo su trabajo –o mostrándose al menos dispuestos a arriesgarlo– por lo que en conciencia consideran no poder hacer? Creo que viendo tales testimonios hasta el más empedernido abortista tendría que reconocer que se equivocó al decir que esta gente sólo buscaba imponer su opinión, que estamos ante un tema muy serio, y que quienes se han mostrado dispuestos a perder algo sí merecen vestirse con la palabra “conciencia”. Y la reacción del amplio público indeciso, fluctuante, confundido, podría ser tanto más positiva. Pero bajo el discurso actual se está poniendo un apresurado énfasis en la libertad de conciencia sin partir antes por transmitir una concepción robusta de la conciencia, de lo que hay que estar dispuestos a perder siguiéndola. Nos quedamos así con una bandera vacía: libertad de conciencia sin conciencia, y esta bandera sirve para organizar desde ya un modus vivendi que nos permita estar tranquilos en un eventual país abortista –eventualidad que no parece horrorizarnos mucho, dado el apuro por ponernos el parche antes de la herida. En los albores de la modernidad incluso Locke tenía claro que en situaciones como ésta los súbditos deberían más bien estar preparados para seguir a sus conciencias, pero “aceptando pacíficamente los castigos que la ley penal imponga a tal desobediencia”. Quien, en cambio, no está dispuesto a poner en juego su propiedad, su libertad o su misma vida –diagnosticaba con razón el padre del liberalismo–, “sólo finge estar actuando en conciencia” (Ensayo sobre la tolerancia). Si los cristianos de hoy no estamos dispuestos a ir al menos tan lejos como Locke –lo cual es muy poco pedir– al menos debiéramos ser honestos y eliminar la palabra conciencia de nuestro vocabulario.