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Rosa la piñata
-Eduardo Febres-
Para Mercedes y Carlos
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Yo preferiría, no obstante, que viviera usted la experiencia en cuestión.


Edgar Allan Poe

Poder de Beto

I
La primera vez que lo escucho hablar estoy en séptimo grado de Básica y él en primero de
Humanidades. Está sentado en la ventana de un salón con Andreína, que estudia en mi
grado, y de quien soy esclavo, aunque me digo que mejor amigo. Me fijo en su expresión,
en su piel, su cicatriz en la frente y su calvicie prematura y no me explico el interés y la
atracción con que Andreína lo contempla pues sin duda es más feo y más delgado y torpe
que yo. Él antes de decir nada se sube las mangas del suéter y deja ver un brazo desnudo.
En éste hay manchas rojas y verdes, y los ojos de Beto están fijos en un hilo de su suéter,
que manipula. Los mueve hacia mí, dice Mira y Andreína dice Se cortó las venas. Yo
examino con la vista y sé que las marcas son de tinta, pero sigue pareciéndome un brazo
maltratado, y concluyo que debajo de las manchas debe tener una verdadera marca,
probablemente de aguja. Pero no, no tenía ninguna marca.
Todo eso pensé mientras lo registraban. A Andreína y a mí el oficial sólo nos revisó
superficialmente. A él no. A él le olió los bolsillos y los libros, le tocó los testículos, le
quitó los zapatos, desarmó su cámara fotográfica y con la linterna de un teléfono le alumbró
las fosas nasales. No consiguió nada.
Después que lo terminó de registrar vio hacia la estructura de concreto que comunica
el teatro Teresa Carreño con el hotel Hilton y se rascó la cabeza. Tras una pausa nos habló
de cosas que a él le parecían desagradables, y que nos podíamos topar ahí a esa hora. Dijo
recogelatas, dijo droga, dijo un poco de homosexuales pasando por la pasarela, y dijo que
deberíamos estar agradecidos de que él estaba ahí, porque si no habríamos sido cuando
menos violados.
El oficial se fue y, quizá para provocarlo, caminamos por la pasarela hacia el hotel.
Andreína murmuró entre dientes que qué bienvenida a Caracas, le agarró la mano a Beto y
éste se soltó y corrió y rió. Se subió a una de las barandas de la pasarela, agitando su
sobretodo por encima de su cabeza y siguió riendo, o gritando, mientras buscaba la mirada
de la gente en los carros que pasaban por debajo de él en la avenida Libertador.
Permaneció poco tiempo ahí, pero a mí se me hizo largo. Andreína me abrazó por
detrás, sentí sus tetas en mi espalda y me imaginé lo que le pasaba si Beto se caía o se
dejaba caer (se estrella contra el piso y después un carro le da; el carro en lugar de
aplastarlo frena y a la sangre de Beto se suma un charco de vidrio con gasolina y fuego;
Beto cae al mismo tiempo que pasa el carro y lo empuja en el aire y metros más adelante le
vuelve a dar).
Beto se bajó de la baranda e hizo una reverencia con el sobretodo colgado del
antebrazo. Le traté de decir a Andreína que viera, que no pasaba nada, pero la voz se me
apagó antes de hablar y sentí como dejé caer un hilo de baba que se deshizo antes de llegar
al suelo. Ella hizo el amago de acercarse a Beto y él le hizo sosegadamente una señal de
detente con la palma abierta y dijo Bueno, señores, esta es la noche (haciendo una pausa
entre “señores” y “esta es la noche”).
Andreína preguntó que la noche de qué, y Beto le respondió que la noche caraqueña,
y dijo “mami”, imitando (sin éxito, pensé) la manera de hablar de lo que él cree que son los
marginales de la ciudad. Luego hizo con su boca una pista de reggaeton, y avanzó hacia ella
serpenteando las caderas y con los brazos levantados (es decir, bailando reggaeton). Dije en
voz baja Qué vaina con Beto.
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Se acercaron, Andreína al frente y él atrás, todavía bailando. Se acercaron hasta que el


relieve en mi pantalón estaba entre las piernas de Andreína y sus manos sobre éstas. Sus
rodillas estaban flexionadas, sus ojos cerrados y se mordía el labio inferior. Lentamente me
dispuse a bailar también como un pavo real. Pensé que parecía que estábamos en un
menage á trois y, o perdí el ritmo, o Beto se quedó sin aire, o Andreína se sintió muy puta,
porque de un coñazo el baile y la pista se detuvieron, no sé cuál primero, y yo me quedé
haciendo como un pavo real unos segundos de más.

II
Sé que tengo que admitir que yo adoraba a Matías y se lo hacía saber. Él, por su parte, me
sabía escuchar. Yo llegaba con el llanto ahí (mil veces le llegué con el llanto ahí) y me
sentaba a hablarle, primero seca, y después babeando y llenando de llanto y de moco
alguno de sus hombros, para después terminar privada de la risa, o hablando sola. Sola,
pero con él siempre escuchándome, con él siempre ahí.
Me hacía reír, le inventaba términos a Beto. Pasarle el suiche a Beto, los monólogos
fisiológicos de Beto, decía, y uno que me daba risa, y mucha risa, y me da ahora una
mezcla entre horror y pena de mí o de nosotros: el poder de Beto.
Siempre tenía una cosa en la mirada que yo llamaba miedo (porque le daba miedo
verme mal, suponía), pero que ahora sé de qué se trataba, y si me viera ahora de esa manera
o me dijera algo sobre el poder de Beto no sé qué haría, pero no lo tocaría. A lo mejor le
diría eso: No te doy una cachetada, Matías, porque no quiero tocarte. Se lo diría calmada,
sin adrenalina, sin expresión en mi rostro, y así me iría y lo dejaría solo, aunque con eso no
siento rabia ni tristeza (porque eso era cuando lloraba por Beto), sino algo hueco,
nauseabundo, que mi mamá dice que es lástima, pero que Beto llamaría resquemor.
Mi mamá les dice falsos eunucos (y ¡Los eunucos se castran, farsante!, le dije cuando
me di cuenta de las fotos), y dice que tienen, como todos los hombres, un pene que marca
hasta dónde ven, y que nunca han dejado de pensar en metértelo en alguna parte de tu
cuerpo. Así mismo lo dice, y cuando una se da cuenta de que eso es una gran verdad da un
escozor en todos los rincones del cuerpo, donde él no estuvo demasiado, pero de los que le
hablaste en detalle, como si fuera una amiga.
Ella dice que eso siempre pasa con esos muchachos como ese que está siempre detrás
de ti, Andreína, que te abraza y te escucha cuando estás despechada y te acompaña a la
parada y se va caminando solo para su casa, y me dices que nunca ni te ha rozado la pierna.
Si no es homosexual, dice, olvídate que ese está pensando que un día… bueno. Que le vas a
dar.
Así dice ella, y yo siempre había creído que sí, que podía ser que Matías pensara todo
eso, pero cuando me detenía en ello me decía que no, que si él pensara así de mí pensaría
en una playa, unas estrellas, unas palabras al oído, o algo así.
No le dije nada. Simplemente no le hablé más.
No le he vuelto a hablar, debería decir, y cuando pienso en él, en cómo va a ser
cuando me lo tope (si es que me lo topo), lo único que me viene a la mente y al estómago es
un cadáver, como cuando se muere alguien y lo ves y piensas El que estuvo en ese cuerpo
yo lo conocí.
Así le dije a mi mamá, y ella se me quedó viendo y me preguntó si el lío mío no era
con Beto. Y la verdad es que por supuesto. Aquí el único culpable es Beto, mamá, le dije.
Pero de Beto yo nunca he sabido qué esperar, o más bien no he esperado nada. Y, aunque
he estado ahí, dándome como un zancudo contra un vidrio, sé como el zancudo que de Beto
no hay nada que esperar, o al menos nada bueno. Mejor dicho, de Beto no digo una palabra
más.

III
¿Drogas, no-oficial? Ninguna droga. Mi actividad ilegal es escribirle epigramas con grapas
en el culo a mi amante asiática y sacarle fotos. No, marihuana no, oficial, el yesquero es
para hacerle caritas felices en la planta de los pies a mi amante hondureño, y sacarle fotos.
¿Usted no ha oído hablar del neo-accionismo vienés? No, claro que no. Bueno, seguro
usted ni siquiera ha oído hablar del accionismo vienés. De hecho, usted, con mucha suerte,
habrá oído hablar de Picasso. Yo colecciono amantes, oficial, tantos amantes como obras de
arte tengo en esa cámara fotográfica. Si quiere evidencia no me la desarme: saque el rollo y
lo revela. En mi nariz lo único que puede conseguir es semen.
Eso le dije mentalmente mientras me revisaba. Y eso que yo soy de poco pensar. Yo
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soy más de actuar. Sigilosamente, pero de actuar. Por eso cuando el oficial terminó salí en
ese estado de alteración. Porque nunca, en dos años provocando la ley fuera de mi país
nunca.
No quiero decir que no sabía lo que hacía. Yo sabía demasiado bien lo que hacía. Al
menos lo supe desde que recuperé el control, después de hacer todas las estupideces que
hice en la pasarela. Caminé y ellos me siguieron, y mientras les hablaba me di cuenta de
hacia dónde íbamos, y de que el único que podía detenerlo era yo y que yo no iba a
detenerlo.
¿Se acuerdan de cómo yo me desvivía por esa foto de Helmut Newton, de una mujer
desnuda que viste un abrigo de piel y camina por una calle? Bueno, ahora me parece que es
mierda, les dije. Y sí, mientras hablaba pensaba cómo iba a ser, pero se dio como se dio,
dándose. Ellos escuchaban con una atención perpleja, como si lo que yo decía fuera
demasiado importante o como si me tuvieran lástima o miedo.
El único desnudo que ha habido en el arte fue uno de un impresionista, seguí. Creo
que Manet. Por primera vez pintó una mujer sin ropa fuera del contexto mitológico. Le
puso un collar con camafeo, una pulsera y unos zapatos de la época y ya: gran peo. Eso es
un desnudo. De ahí en adelante es pornografía y payasadas masturbatorias, con un par de
excepciones. Auto flagelaciones, violaciones, sexo explícito en vivo, les dije. Eso es arte de
desnudo.
Andreína se disculpó para ir al baño. Matías miraba con avidez en distintas
direcciones. Dijo Coño, un cacho. Lo dijo como un pensamiento en voz alta, y yo lo ignoré,
le pasé el brazo por los hombros y caminamos hacia una de las poltronas del lobby.
Llevo dos años afuera, hermano, y no puede ser que usted todavía no se ha cogido a
Andreína, le dije. Cójase a Andreína hoy o me la cojo yo una vez más. Es más, cójase a
Andreína hoy o me lo cojo yo a usted, seguí. Ya yo ando en otra cosa, Matías, ya no estoy
para esto. O nos vamos ya cada quien para donde se tenga que ir, o vamos a ver quién se
acuesta aquí con quién.
Le dije que no se riera, pero él estaba demasiado nervioso para no reírse. Parecía que
sabía que yo hablaba en serio, sólo que si dejaba de reír se iba a poner a llorar. Tú y
Andreína, o tú y yo, o tú y yo y Andreína cogiéndonos por primera vez, le dije. Eso es estar
desnudo.
Noté que me estaba alterando y vi que Andreína se acercaba. Le dije a Matías antes de
que ella llegara que en mi vida había conocido una mujer de ese calibre. Él continuó en
silencio, creo que temblando. Le pregunté si sabía utilizar una cámara réflex y me dijo que
sí con la cabeza. Le di la tarjeta dorada de mi padre y le dije que fuera a preguntar si había
habitación.
Andreína llegó sosteniendo y chupando un helado en la mano. Habría parado en
alguna tienda del hotel después de mear.
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Rosa la piñata

Para Iruilda

No, esa vez no fue la peor, la peor fueron todas. La jirafa, por ejemplo. Tú ni habías nacido
cuando la jirafa. Yo tenía dos años acabados de cumplir. Estaba acostado en la cama con la
luz de mi cuatro apagada, y una luz azul e intermitente entraba por la puerta abierta con un
murmullo. Lo veo claramente, hermano. Yo sabía que eso era el televisor que veía Rosa en
el cuarto de en frente, y por eso no me daba miedo. Y, te lo juro, también sabía que la jirafa
era solo por un día. La veía pensando en eso, en lo que le iba a pasar. E igual los años
siguientes, lo mismo con el payaso, el helicóptero, el globo. Y siempre dale, dale. Qué
morbo, ¿no? Es de librito. Es dale, dale, dale, dale. Eso es morbo. Y tú me vas a decir que
la ternura de los niños. Pero no, hermano, cruel un niño.
¿Te acuerdas de esa serie que veíamos, que era un colegio mexicano donde todos los
niños eran pobres, mal intencionados o pobres y mal intencionados? Bueno, no. Había uno
que no era pobre ni mal intencionado pero era judío. Ajá, pero a ese ¿te acuerdas que en un
capítulo lo descalificaban, y le decía a la maestra, llorando, Maestra Jimena, por mi estrella
de David? O uno que era pobre y el único negro, y le dio todos sus juguetes a sus
compañeros a cambio de una pomada que supuestamente lo iba a volver blanco, y no se
volvió blanco. Bueno, eso lo veíamos nosotros con Rosa todas las tardes. Todas.
También había una comiquita japonesa que veíamos siempre, sobre una huérfana de
quince años, castrada, que amaba a escondidas hombres a los que les ocurrían desgracias. Y
nos burlábamos de Rosa cuando lloraba por las desgracias. Como el día en que uno de los
amantes iba con su caballo, lo agarraba una trampa de cacería, el caballo se caía, y el
amante caía y sangraba, y se moría. Ella lloraba y nosotros imitábamos a la huérfana,
gritando ¡Anthony!¡Anthony! Bueno, en verdad tú eras mi hermanito, y tú hacías casi todo
lo que yo hacía. ¿Pero nos metíamos con Rosa o no? Eso es lo que te digo, hermano.
Morbo.
El globo lo vi con Rosa, una vez que logró que la dejaran llevarnos con ella a su curso
de bisutería para no perder una clase. Tú ya eras más grande, pero te hacías el bolsa para
que te cargaran y te mimaran, y en ese paseo estuviste todo el tiempo dormido, pegado de
Rosa. Después del curso fuimos a casa de una amiga de ella y en el camino lo vi. Un globo
anaranjado.
Cuando nos montamos en el metro, Rosa se agachó y me dijo No le digas a tu mamá
para dónde fuimos. ¿Por qué, Rosa, para dónde fuimos? Para un barrio. ¿Para un qué? Para
un barrio. Y yo, para que veas como éramos, sin tener idea de nada le dije que estaba bien,
pero que me consiguiera un globo anaranjado.
Uno que no estaba a la venta, o no era lo que yo vi, porque Rosa lo tuvo que hacer. Le
dijo a mi mamá e hizo un globo. Con gusto, pero le costó, y cuando estaba puesta la serie
mexicana y yo la veía a ella sudando y con las manos llenas de pega, que no lloraba ni veía
la televisión, le decía que no importaba, que era mentira lo de decir algo del barrio, que
mejor me lo compraban. Y Rosa que no y que no, y así lo terminó. Tú seguro ni te acuerdas
cómo quedó. Era más grande y más anaranjado que el que yo había visto, y tenía cesta de
pasajeros.
El día antes de esa que tú crees que fue la peor vez llenamos el globo. No puede ser
que no te acuerdes de eso. Yo llenaba el globo con Rosa, viendo la comiquita japonesa de
la huérfana, y cuando me di cuenta de que el globo que hizo Rosa tenía cesta y el que creí
ver no, se me ocurrió algo, supongo que por la emoción. Si hubiese un globo sin cesta en la
vida real, volaría más arriba que el cielo, ¿verdad?, le dije. Y ella, sonriendo, me dijo No,
Sebastián, más arriba del cielo está Dios. Claro, tú ni idea de lo que estaba pasando, tú
estabas comiendo oreo en su cama, babeándote. Le dije que Dios no existe, y se dejó de
reír, tiró unos caramelos en el globo, se paró en frente mío y me dijo que me callara, que
Dios sí existe. Y yo: mi papá, que sabe más que tú porque es más inteligente, dice que Dios
no existe, así que no existe, y me tapé los oídos y canté. Ahí tú empezaste a llorar. Ella te
cargó y te meció, viéndome de con un extremo de los ojos, hasta que me dijo, porque ya yo
tenía los oídos destapados y había dejado de cantar, que no le importaba lo que dijera ese
señor. Ya tú te estabas tranquilizando, pero ella tragaba grueso y más cuando le dije ¿Ah,
sí? ¿Ese señor?, bueno, o dices que Dios no existe o te acuso con mi mamá. Y ella: ¿Con
qué? Y Con lo del barrio, le dije, con la voz de bobos que poníamos. Ahí se quedó en
silencio. Abrió la puerta y dijo Está bien, ganaste Sebastián, Dios no existe, y nos fuimos
del cuarto sin que nos dijera, y ella terminó de llenar el globo.
Éramos mal intencionados, hermano. Como los mexicanos y como los niños en la
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fiesta, sudados, persistentes, con el dale. Por eso ni globos ni payasos, ni tortugas ninja ni
nada, fiestas en parques nacionales. Porque hasta que no la desgarrábamos, hasta que no la
volvíamos papelillo no parábamos. Darle es darle hasta destruir. A ver qué sale. Colgarla,
darle hasta desvanecerla y tirarse debajo de ella a recoger lo que expulsa cuando cede. Ese
día me convencí, hermano, porque entendí. Si hay una como la que hizo Rosa, que aguantó
eso y no se deshilachó porque era sólida, no importa cuánto resista, igual la van a abrir.
Lo que pasa con el globo que hizo Rosa es que era tan duro que fue ella misma quien
tuvo que ir a buscar un cuchillo para abrirlo. Y ahí ocurre lo que tú confundes: te dieron a ti
el palo para que puyaras el globo, para que cuando Rosa mostrara el hueco creyeras que lo
habías abierto tú. Pero no tuvo nada que ver. A Rosa se le rompió la mano con la misma
piñata. Y cuando corrió a lavarse, gritando, yo me fui detrás.
Gritar

¿¡Oigan, por favor, pueden matarse más bajo?!


Miguel Gila

Hace años Jairo le pegó por la boca a la hija de la conserje con un carrito de madera. Le
sacó sangre, pero ella no se defendió, aunque era más grande que él. Más bien lloró. Su
mamá lo llevó esa noche a la azotea donde vivía la niña, y lo obligó a disculparse. Cuando
volvió a la casa lo reventó a correazos. Él no lloró. Él chilló.
En ese tiempo él chillaba. Por los gritos de esa época en el edificio deben creer que su
mamá es un monstruo. No es una santa, y sí le gritaba y a veces le pegaba, pero la única vez
que de verdad lo reventó a correazos fue esa. De resto nunca.
Igual ahí todo se percibe. A veces a Jairo le incomoda vivir en un edificio donde todos
lo han escuchado gritar, aunque se consuela pensando que ahí a todo el mundo lo han oído
por lo menos tirando una puerta, y eso por el del 3, que ya era adulto cuando Jairo era niño
y todavía vive con su papá y su mamá. Él no grita pero tira puertas.
(se despeja el cielo. Él ve una franja dorada que entra por las rendijas. Piensa El agua
está caliente).
A Carmelita Jairo nunca la ha escuchado gritar. Cuando su esposo grita y golpea las
paredes ella se queda en silencio. Jairo escucha perplejo y no le escucha ni un gemido. El
esposo dice cosas duro. Se le escucha caminando en círculos y luego gritando, añadiendo
golpes que le da a las paredes. Después calla un rato y no se escucha nada.
A veces, cuando Jairo escucha eso, se la imagina a ella quieta, dejando correr las
lágrimas en calma, sosteniendo una sábana, una cobija o una almohada con las dos manos,
arrimada a una esquina. Otras veces imagina que no llora sino que reza, y que debajo de la
almohada guarda un rosario.
Jairo subió una vez una ropa al tendedero y coincidió en la escalera con Carmelita. Iba
a colgar ropa. Ella tenía puesta una franela blanca de algodón y unos chores de flores
azules. Se saludaron con la cabeza. Él le sostuvo la puerta cuando entraron y ella lo miró a
los ojos y le dio las gracias. Los ojos de Carmelita son verdes.
(está viendo por la ventana de la regadera. El esposo de Carnelita está lavando el carro
con el del 3. Están tomando cerveza).
Jairo supo que los domingos Carmelita cuelga la ropa a las dos y media, va a su casa,
se baña y va a la iglesia a las seis. Desde entonces la acompaña a colgar y a la iglesia. Ya
hablan, ya se han reído. Jairo le guinda alguna ropa y la escucha. Ella habla, recoge la ropa
y se la pasa a él para que la cuelgue de la cuerda, porque es alto. Él aprovecha cuando ella
se agacha para mirarle el culo. Carmelita usa pantaletas grandes.
(tocan la puerta. Él está callado. La escucha gritar. Ya voy, mamá, ¡ya voy!, dice).
La iglesia aburre a Jairo, pero cuando va con Carmelita le gusta, porque cree que ella
pide para que su esposo se muera. Él sí lo pide. Eso lo entusiasma un poco, pero se
desespera cuando Carmelita se queda hablado con el cura después de misa. Cree que al cura
también le gusta Carmelita, y que si ella le dice que siente deseos por un niño de quince
años, el cura la disuade de cualquier cosa y la manda a rezar. A veces le provoca pedir para
que se muera el cura.
(se queda viéndose en el espejo. Tiene los ojos rojos. Hace un gesto cuando se acuerda
de que dejó las medias y los zapatos en el cuarto. Sale).
El domingo pasado Carmelita tenía puesto un suéter oscuro. Cuando estaban colgando
la ropa hizo un gesto de hastío y se puso a llorar. Jairo vio que se quedó hincada sobre la
cesta, y después vio contracciones en su espalda. Se le sentó al lado. Ella subió la mirada y
cuando lo vio se llevó las manos a la cara y se volvió a hundir en la cesta, llorando con más
fuerza. Él se quedó un rato en silencio, haciéndole cariño en el cabello mientras las
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lágrimas caían sobre la ropa húmeda. Después levantó la cabeza de Carmelita, y la puso
sobre sus hombros. Lloró más tranquila, sin hablar, mientras él la abrazaba y le pasaba las
manos por la espalda. Sintió la textura de sus carnes debajo de la tela.
(¡voy a subir la ropa, mamá!, dice mientras camina hacia la puerta llevando una cesta.
Está despeinado y tiene las trenzas desamarradas).
Se lo ha imaginado. Mientras ella está recogiendo la ropa, él se le monta encima. Con
una mano le toca los senos y con otra le toma suavemente el cabello rizado y le besa y le
lame el cuello y las orejas y se mueve sobre ella con paciencia.
(está en el pasillo de la planta baja. Camina hacia la escalera. Se detiene a amarrarse
los zapatos antes del primer escalón).
Desde el domingo pasado Carmelita y Jairo no se han visto. Después de llorar ella se
apartó de su hombro y le agarró las manos. Respiró profundo mirando el suelo y dejando
oír sus mocos. Habló con prisa. Por favor discúlpame, qué pena, perdón, he estado débil,
nos vemos luego, excúsame con el cura, reza por mí.
(empieza a subir la escalera y escucha un eco profundo. Se acuerda de cuando subía
corriendo a buscar a la hija de la conserje).
Primero Jairo no supo qué hacer. Caminó alrededor de la azotea y después fue y entró
a la iglesia. Quiso rezar pero no podía estar quieto. Se confesó con el cura por primera vez
desde su primera comunión. El cura le habló de los diez mandamientos y lo mandó a rezar
unos credos que Jairo no rezó. Pídale a Dios el Espíritu Santo, que Él se lo va a dar, le dijo.
(termina de subir despacio, evitando el eco. La puerta está entreabierta. La abre con
calma. Carmelita tiene otra vez un suéter de mangas largas, esta vez blanco. Cuelga una
sábana con las manos levantadas. Él no hace ruido al entrar, ella voltea, le sonríe y sigue
con los brazos extendidos colgando ropa. Se le ve desnuda la parte baja de la espalda)
Jairo nunca ha saludado a Carmelita con un beso en la mejilla. Se saludan con
palabras, y últimamente con miradas y gestos. La primera vez que tuvieron contacto fue el
domingo.
(mira como ella termina de colgar la sábana, baja los brazos y lo mira de frente. Él no
la mira a los ojos. Se acerca a saludarla con un beso, pero en el camino se pisa una trenza y
se cae. Queda en posición de gatear, asustado. Carmelita se acerca para ayudarlo a
levantarse. Está hinchada de la risa. Él mira sus cholas, sus uñas pintadas de rojo).
Carmelita estuvo pensando toda la semana en Jairo y en el llanto. Se estuvo diciendo
que cuando lo volviera a ver se iba a obligar a reír. A reír mucho.
(le tratan de subir la cabeza tomándole la quijada con dos manos. Cede. Ella hace una
morisqueta. Él se muerde el labio inferior y le dice Tú me gustas. Ella no escucha, y él se
incorpora de un golpe y sube su mano desde los tobillos hasta la entrepierna, donde le
aprieta. Tú me gustas, Carmelita, repite, Me vuelves loco, y con la otra mano le toma los
cabellos de la nuca).
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La puñalada

A Raúl García, que se atrevió

Aunque te parezca paradójico, y hasta ridículo, nunca me había sentido tan cómodo como
ahora para explicarte algunas cosas ponderadamente, e ilustrar un poco el desconcierto que
parece haberte causado siempre (y ahora más que nunca) mi manera de ser. En parte porque
estoy a miles de millas de distancia de ti, y en parte porque en este momento tengo muy
poco que perder.
Lo hago de este modo también por consideración. Entiendo que no fue fácil para ti
tener noticias de mi arribo a Estados Unidos, no por una alegre llamada mía desde casa de
la tía Eloína en Tampa, sino por una noticia escabrosa de Últimas Noticias. También
supongo que en cierto modo no exageras cuando dices que no tienes palabras para describir
lo que sentiste cuando tu asistente te mostró esa página del periódico y te dijo (con una risa
sardónica mal reprimida, supongo) ¿Este Guillermo Bracamonte no es Guillermo tu hijo,
verdad?

Voy a hablarte un poco de algo que me he guardado en estos veinte años. Y digo estos
veinte años porque creo que nací con eso encima. Algo genético o quizá un trauma al nacer,
no lo sé. No tengo certeza de qué es exactamente, pero sí estoy completamente seguro de
que estuvo ahí desde que tengo memoria. Tú te diste cuenta tarde, muy tarde, y quisiste
sacarlo muchas veces con sicólogos e interpelándome en las fiestas frente a mis tíos. Ahora
(lo debes estar pensando) pareciera evidente que simplemente se trata de lo que llaman “un
problema sexual”. Pero viéndolo bien esa no es sino la respuesta más fácil, madre, porque a
los dos, tres, cuatro años, qué problemas sexuales se pueden tener.
En esa época ahí estaba, aunque probablemente mi abuelo era el único que se daba
cuenta. Con lo de la pierna, por ejemplo, que yo siempre la movía como quien aguanta las
ganas de orinar. Ese muchacho tiene algo en el cerebro, te decía mi abuelo en secreto. Así
me confesaste una vez una vez que estabas ebria, y yo me reí. Nervioso, porque hacía un
buen tiempo que yo también estaba convencido de que tenía algo en el cerebro.
Recuerdo con especial claridad una vez que lo advertí, creo que por primera vez.
Estoy sentado sobre aquella alfombra marrón en el recibo, mientras ustedes hablan con la
tía Amelia, y de pronto empiezo a notar que algo parecido a una fuerza exterior (creo que el
algo en el cerebro) insiste en que se muevan mis piernas. Piernas que permanecen
inmóviles, en parte porque las tengo cruzadas, y en parte porque realmente no tengo
ninguna necesidad de moverlas. Y ante mi negativa se tensa cada vez más dentro de mí
algo parecido a una liga gruesa, e incluso me empieza a doler.
También me acuerdo con frecuencia, aunque es más borroso, una vez que pasas por el
pasillo y yo estoy sentado sobre la cama (tengo cinco, seis años), sosteniendo entre mis
manos mi glande (ínfimo, por mi edad). Lo contemplo con cierta curiosidad,
probablemente, y quizá también con algún placer. Tú desde la puerta, con un desconcierto
muy mal disimulado, te ves en la obligación de explicarme mucho antes de lo que tenías
pautado (si es que lo habías pautado) que eso se hace en privado, con la puerta cerrada. Yo
no tengo idea de a qué te refieres cuando hablas de eso, pero como ya me empiezo a sentir
incómodo prefiero no profundizar. Sin embargo, de inmediato comprendo que aquello es
importante, y lo empiezo a hacer con más frecuencia, aún como actividad contemplativa y
sin notar que solventa provisionalmente el problema del impulso involuntario, la pierna, la
liga y todo lo demás.
Creo que para ese entonces ya había escuchado (oyendo conversaciones que
probablemente no debía escuchar) sobre aquello. Era confuso, porque allá se habla sobre
dar paja, hablar paja, echar paja, caerse a paja y hacerse (la paja). Aunque no sabía de qué
se trataba, y quizá por cierto énfasis en la entonación, o simplemente por la presencia del
artículo determinante, siempre intuí que esta era distinta y, de alguna manera, más
importante que todas las demás pajas.
Un tiempo después, ya más informado y menos inocente, pensé que eso se refería
simplemente a hacer el amor. De hecho, ahora que lo recuerdo, esta confusión era común a
varios compañeros del colegio, que con mucha propiedad, cuando veíamos a los de
bachillerato besuqueándose en el patio, decíamos Mira, se están haciendo (la paja).
Es ya como a los nueve años cuando Macario, mi primo, después de reírse
comprobando mi confusión, me explica que precisamente lo interesante de aquello es que
no requiere de dos para practicarse. Me pregunta si lo he hecho y yo le digo que claro que
sí, que toda la vida. Entonces entramos en detalles, y ahí vuelve a divertirse viendo que lo
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que yo hago decididamente no es aquello, sino un juego más bien inocente con mi pene. Es
cuando procede, como ya debes haberlo anticipado, a ejemplificar el acto con su propio
miembro, dándome a conocer la técnica correcta para hacerse eso.

Pasaron varios meses, incluso más de un año, antes de que yo dominara la práctica de eso, y
no porque no me terminara de gustar, sino porque era demasiado bueno para ser verdad,
aquello de tener precisamente en mis manos el enigma (de la paja). Probablemente me
asustaba que fuera tan sencillo como encerrarse en el baño, pensar en una mujer y hacerse
eso. Michelle Pfiffer, por ejemplo. O más bien Michelle Pfiffer haciendo de Gatúbela en
Batman vuelve, vistiendo un traje de látex y pasando su lengua por la cara de Batman, que
soy yo, yaciendo boca arriba en el suelo y fingiendo inconsciencia.
En esa época yo estaba enamorado de América. Enamorado platónicamente o más
bien obsesionado con América, una niña blanca, delgada, alta y tímida, de un cabello negro
que le caía como una cascada por la espalda, y unos ojos marrones encendidos y rotundos.
Todos en el salón sabían que yo estaba enamorado de América, aunque mi amor consistía
en contemplarla desde lejos con la boca abierta, y en padecer una ansiedad violenta, que me
ruborizaba, me aceleraba el pulso y hacía que mi pierna se moviera casi como la de un
epiléptico, las pocas veces que llegamos a intercambiar una palabra, o simplemente cuando
pasaba cerca de mí.
Un día, en celebración del fin de curso, vamos a un club todos los niños de cuarto,
quinto y sexto grado. Estamos alrededor de una escalera de la piscina varios niños de
quinto, y Macario que está en sexto, hablando sobre mujeres, o más bien sobre niñas. Es
una conversación que a mí me entusiasma poco, por no decir nada, porque yo sólo puedo
hablar de América, y ya eso lo sabe todo el mundo. Pero entonces escucho con sorpresa que
es Macario quien comienza a hablar sobre América, y más me asombra que habla de ella de
una manera de la que yo hasta entonces no me había atrevido a pensar. Dice que América
es muy tonta pero que qué tetas, que qué culo tiene América, y que qué rico debe ser
metérselo a América, que hay que hacer con ella La (paja) rusa. Yo pregunto que qué
diablos es La rusa, Macario me explica qué es, y yo cada vez estoy más nervioso y más
incómodo con la conversación, aunque finjo serenidad para no desentonar.
Incómodo o no, lo cierto es que desde ese momento no volví a ver a América, y creo
que a más nadie, con los mismos ojos. De hecho, desde ese día, aquello acompañado de la
imagen idílica, televisiva e inasible de Michelle Pfiffer en traje de látex, pasándome la
lengua a mí, Batman, se volvió trivial, insulsa, infantil. En cambio la imagen de América,
que tantas veces estuvo a pocos pupitres de mí, con sus senos tersos, sonrojados, de
pezones mínimos que rozaban mi cuerpo como plumas, invadió por completo mis cada vez
más habituales prácticas de eso. Creo que esa ha sido la época en que más lo he disfrutado.
No había eyaculación, y en su lugar lo que daba por finalizada la jornada era algo que luego
bautizamos entre varios El cosquilleo (de la paja), un hormigueo increíblemente placentero
por unos segundos pero casi insoportable al cabo de ellos (el orgasmo infantil, supongo),
que aunque no dejaba flácido el miembrecillo, sí hacía inminente detener aquello.
Por cierto, creo que en esos días El cosquilleo era lo único en la Tierra que me podía
interrumpir. De hecho, probablemente le debemos a El cosquilleo, el que yo no haya
sufrido esas vacaciones un severo daño físico y nervioso. No como el que de hecho sufrí (o
mejor dicho como con el que nací), sino uno grave, que me hiciera no raro sino
disfuncional.
De cualquier manera fueron semanas muy buenas. Y digo semanas porque creo que al
mes ya la cuestión se empezó a poner mal. En esos días llegué a contar unas siete u ocho
veces diarias. La imagen de América se había desvanecido casi por completo, excepto por
sus tetas, en las que me imaginaba en aquello de La rusa, que llegué a conocer muy bien, o
más bien a imaginar muy bien. Por otro lado, el impulso de la pierna, que en esas semanas
se había ahogado casi por completo, volvió con más fuerza que nunca, y junto a él
aparecieron ensoñaciones terribles, dolorosas. Primero de la pequeña Lassie, aplastada
contra el asfalto, rodeada de algo parecido a carne molida, y más tarde de ti o de la tía
Amelia, inválidas, quemadas o descuartizadas.
Claro, esta asociación del primer mes que hice aquello pensando en una mujer de
verdad (o más bien una niña de verdad) con esas ensoñaciones no la hago hasta ahora. Creo
que nunca antes me había detenido a pensar en ello. Es más, es primera vez en mi vida que
le cuento a alguien sobre esas imágenes. Quizá no eran consecuencia directa de aquello,
pero no lo creo, porque de lo que sí estoy completamente seguro es de que siempre me hizo
sentir una culpa y una vergüenza paralizantes.
Solamente cuando me quedaba solo en la casa me atrevía a hacerlo fuera del baño, y
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lo hacía con muchísimo miedo. En primer lugar, siempre fingí que detestaba quedarme
solo, cuando en realidad lo esperaba cada día con más ansiedad. Lo hacía siempre en el
recibo (en el mismo recibo donde advertí por primera vez lo de la fuerza exterior, dato
curioso), pasaba la cadena de la puerta y ponía un libro abierto al lado para estar
completamente seguro de que sabría cuándo llegaría alguien y que tendría una coartada si a
alguien se le ocurría que yo hacía aquello. Porque era inconcebible para mí que alguien
descubriera que yo hacía aquello. Había escuchado que era normal, que todos lo hacían,
pero que el que se supiera que yo lo hacía era algo que, me parecía, no iba a poder manejar.

Un día años después (tendría, trece, catorce años), recién llegados de la casa de la playa,
donde pasaba todo el día contigo y había un solo baño, llego directo, después de varios días
de abstinencia, casi desesperado, a reencontrarme con eso. Tan desesperado estoy que dejo
mi morral en la sala y olvido cerrar la puerta con seguro. Tú entras a decirme que vaya a
recoger mi morral, y me encuentras, si fui lo suficientemente rápido, de espaldas, con el
bermuda a medio subir y las manos tomadas sobre el pubis, fingiendo inconsciencia como
Batman. En el momento me convenzo a la fuerza de que no me haz descubierto, de que es
ambiguo lo que ves, y después no vuelvo nunca a pensar en ese momento, hasta estas
últimas dos semanas, que he pensado tanto en el asunto de aquello.
Asunto sobre el que, en el resto de la historia, no creo haya más ningún detalle en el
que valga la pena detenerme. Lo he hecho toda la vida, con frecuencia variable, hasta el día
de lo que tú llamas La puñalada, y hasta hoy no he vuelto a ella. Nunca me he acostado con
una mujer, y de hecho nunca he besado a alguna fuera de juegos. Tampoco me atreví
nunca, aunque con frecuencia compraba el periódico y encerraba en círculos los avisos
clasificados de “masajistas”, a acostarme con una prostituta. Ni siquiera llegué a probar
técnicas alternativas para aquello sobre las que escuchaba en la escuela, como abrirle un
hueco del tamaño de un dedo a un melón y calentarlo en el microondas, o untar un bistec
con vaselina. Es más, nunca me atreví, hasta el día de La puñalada, a comprar pornografía.

En la misma época que llegamos de la playa y entraste a mi cuarto sin tocar la puerta me
comencé a preparar tardíamente (y por motivación propia, madre atea) para mi nunca
consumada primera comunión. Tomé un libro de catecismo que la tía Amelia me había
regalado hacía años, y memoricé todas las oraciones que había en él. Padre nuestro que
estás en el cielo, creo en dios todopoderoso creador del cielo y la tierra, dios te salve maría
llena eres de gracia, perdone padre porque he pecado, por la señal de la santa cruz de
nuestros enemigos, por mi culpa por mi culpa por mi gran culpa. Todas las que había para
rezar las memoricé y las recé sin falta cada noche, los primeros meses mentalmente,
acostado, y después cada vez más arrodillado en el piso, con las manos sobre el colchón y
casi gritando.
Esta paranoia religiosa tampoco la había asociado con aquello y con las ensoñaciones
hasta ahora. Y ahora sé que, aunque sustituía un poco el movimiento involuntario de la
pierna y me protegía de la culpa, el miedo y las ensoñaciones (o al menos eso era lo que yo
pensaba), definitivamente no ayudaba. La impulsiva praxis devota terminó volviéndose una
obsesión tan desgastante como aquello y persignarme casi se convirtió en un tic nervioso.
Lo hacía cada vez que me atacaba una de las ensoñaciones (que era con una frecuencia cada
vez más asfixiante) y poco a poco deformé el ritual para disimularlo. Lo convertí en una
pasada de la mano por la frente para secarme el sudor, tres sacudones a la camisa, y una
pasada de la mano por la boca que podía rematar en rascarme la oreja o en pasarme la mano
por el cabello para peinarme (mi abuelo ya estaba muerto, pero en ese tiempo ya era
indiscutible que yo tenía algo en el cerebro).
Muchas veces hice promesas o juramentos sobre dejar de hacer algo que es
comprometedor dejar de hacer (como cortarse el pelo o beber alcohol) si tal cosa, en las que
lo que prometía parar era siempre aquello. Por supuesto, fueron promesas que nunca
cumplí, y que agravaban todo. Creo que nunca llegué ni llegaré a rezar todas las oraciones
que según mi rigor hacían falta para compensar los perjurios e incumplimientos de
promesas que cometí. Tampoco fui nunca a la iglesia a confesarme ni llegó a ocurrir
ninguna desgracia, y simplemente en algún punto de mi vida que no logro ubicar abandoné
de manera inmediata las oraciones, y reduje paulatinamente lo de la santiguación
disimulada.
Aquello no. Aquello nunca hasta después de La puñalada.

Hay un sueño recurrente, en el que tú y yo nos gritamos con violencia por alguna nimiedad,
y en medio de la furia rompo los adornos, y te golpeo con tus jarrones chinos, dándome
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también yo mismo golpes contra las ventanas hasta que inundo el cuarto de sangre.
También hay una visión que me asaltó varias veces despierto (mientas aguanto horas de
tedio al lado de una tía que me repugna esperando que te den alguna condecoración, asenso
o placa de honor, por ejemplo) en la que me quito la ropa y me monto en el escenario a
cagar frente las autoridades (o más bien de espaldas a ellas), por ejemplo, mientras le recito
al público alguna de las actuaciones que me enseñaste y hacía en tus reuniones.
Hasta ahora nunca me había sentido como para contarte eso y todo lo que te he
contado, pero ya no puedo seguir escribiendo. Te tengo que decir, eso sí, que después de La
puñalada, a pesar de mi poco afortunada situación actual (condenado a un año de prisión en
Orange City, que si no estuviera en Florida no sonaría tanto a parque de diversiones), el
miedo, la culpa, las ensoñaciones y la fuerza exterior que insistía en que moviera mi pierna,
incluso cuando era físicamente imposible, están ahora considerablemente reducidos, por no
arriesgarme a decir que derrotados.
Creo que es porque, la verdad, madre, nunca había sido yo mismo hasta el día de La
puñalada. Ahí estoy, sacando las revistas lentamente del morral, con las manos sudando y
temblando. Pienso que qué paradoja esta de que en el momento de tirarte los jarrones
chinos a la cabeza estés a miles de millas de mí; esta de que solamente a esa distancia es
que me voy a atrever a asumir mi verdad, porque si no ni siquiera habría tenido el valor
para comprar las revistas que ahora estoy acariciando en el asiento del avión. Recuerdo que
desde que supe que viajaría solo siento algo dentro de mí, que me grita tan fuerte en los
oídos que no escucho lo que me quiere decir, y mis manos están desabrochando el cinturón.
Pienso que me gustaría que estuvieras mientras abro la bragueta y veo esas caras a mi
alrededor en los asientos de al lado, y después en todo el pasillo, que no son de asco ni de
miedo, sino de vergüenza consigo mismos, y quizá algo de envidia por no poder estar en mi
lugar, liberándose de tantas cosas al mismo tiempo.
Probablemente las dos únicas partes rigurosamente ciertas de ese recorte de Últimas
Noticias que me enviaste con tu carta, son donde dice que decidí masturbarme en público y
donde dice que decidí terminar de descargar energías orinando en el pasillo. Es una infamia
y un gran cinismo, porque todos sabemos que esas revistas no se leen, decir que hice lo que
hice entusiasmado por mi lectura. Eso, te lo aseguro madre, es sensacionalismo.
Te ama

Guillermo
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Una nube

Y desde entonces amó el peso que lo había hecho caer

Pierre Reverdy

Sí, una nube. ¿A usted no le ha pasado que, por ejemplo, un amigo lo llama por teléfono y
le comenta sobre un congreso de psiquiatría que va a haber, para el que posiblemente tal o
cual embajada o tal o cual fundación aportará dinero, y con el teléfono todavía en la mano
usted empieza a pensar en lo que va a escribir para ese congreso, y cuando todavía no tiene
idea de lo que va a escribir ya se está imaginando camino al podio, sobre una alfombra roja,
y después gente que lo ovaciona, llorando, y luego los periodistas encima de usted, y las
niñas de veinte alrededor, mostrándole las rodillas, y después tratando de metérsele en la
habitación del hotel, y usted preocupado porque su esposa, y de repente suena el teléfono
en la vida real y usted se lleva un susto estrepitoso? Bueno, más o menos así soy yo, o
mejor dicho precisamente así soy yo, pero con fantasías distintas a congresos de psiquiatría,
aunque casi siempre con niñas de veinte o aplausos, y pocas veces con ambas, pero muy
buenas. Eso, doctor, eso es la nube.
Una vez, hace años, yo escuché con mi padre una cinta en la que estaba grabada una
sesión de él con una astróloga. La señora pontificaba, como pontifican las astrólogas, con
una severidad científica, Usted tiene un solo hijo que bla bla bla, bueno, usted tiene que
cuidar mucho ese hijo porque ese hijo tiene los humos subidos a la cabeza. Ahí yo me
levanté y dejé de escuchar, porque me fui indignando mientras hablaba de lo ridícula y lo
mediocre que era la astróloga, hasta que me fui del cuarto y tiré la puerta porque a mi padre
le dio un ataque de risa. Para ejemplo un botón, diría mi mamá, y mi padre siempre cuenta
eso.
Sobre eso he reflexionado mucho en estos últimos meses. Lo que dijo esa astróloga,
he empezado a entender que es verdad, si se entiende lo de los humos subidos como esa
otra cosa que puede ser, además de la que casi siempre se cree que es. Porque viéndolo
bien, yo soy más bien tímido y casi nunca alardeo, o por lo menos no es por eso que la
gente me conoce. Esa expresión de la astróloga no se refería a la soberbia, doctor. Esa
expresión de la astróloga hablaba de la nube, de esto que me pasa a mí con la gente y con
las cosas, que le he tratado de explicar y usted dice que no termina de entender.
Yo con frecuencia me pregunto, ¿ya no estamos grandes para esto, Bruno? Porque si
me acuerdo de cuando tenía ocho, nueve años, veo cómo lo de la nube era una gracia. Veo
las fotos mías de esa época, con la mirada perdida en un punto muerto, y me parece que
había algo hermoso en ser un niño con una nube en la presencia, montado sobre
pensamientos en unicornios y los Thundercats. Incluso en la pubertad, aunque en ella,
palabras más palabras menos, se empieza a depravar todo. Ahí, ciertamente, ya el niño con
la nube es que a uno lo raspan en química porque se pasó la clase de repaso viéndole las
pantaletas a Marya, que estaba sentada en frente, y en vez de los unicornios y los
Thundercats el abismo en la mirada es tetas de Kim Bassinger en La fuga y culo de Sharon
Stone en Bajos instintos. Pero incluso, aunque ya no es bello, en ese punto estoy seguro de
que son cuentos con los que uno siempre se podrá reír. Además, la mirada en el punto
muerto es cónsona con el cabello largo y despeinado y las ropas andrajosas. Un chiste de
hormonas y rebeldía, pues, que no deja de ser gracioso.
Ahora, doctor, llega un momento en que se acaba el chiste, y más aún la gracia. No sé
cuándo es. Quizá usted lo sabe porque eso usted seguro lo ha estudiado, pero uno no tiene
idea. Mire, hay un episodio, doctor, un episodio… Me estoy viendo obligado a contar algo
que no quisiera contar pero que quizá lo haga a usted entender. Desde que pasó he estado
preguntándome cuándo me va a tocar hablar de eso, y cómo va a ser, y sí, he pensado que
algún día me va a dar risa, pero esta va a ser la primera vez que lo cuento, y le pido que no
me observe de esa manera porque no voy a poder.
Monique. Hubo una niña, una mujer llamada Monique. Nunca antes le he hablado de
ella, pero con el sonido de su nombre, Monic, ya usted se puede ir haciendo una idea de
cómo era Monique. Sabía hablar español, porque acababa de llegar de Málaga, pero antes
había pasado toda su vida en Francia. No era, sin embargo, una mujer completamente
blanca, y su cabello aunque cobrizo era duro y enroscado y le caía con fuerza hasta la mitad
de la espalda.
Una vez Monique se acerca a mí en el pasillo de la facultad. Tiene un vestido delgado
y corto, y llega hasta donde estoy yo dejando deslizar sus pies sobre el granito. Me está
viendo dos metros antes de llegar y se detiene exactamente frente a mí. Me toma por la
nuca y me besa primero en una mejilla y luego en otra. Me besa con desenfado y paciencia,
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como si no tuviera que terminar nunca o como si no hubiera más nada alrededor.
Yo la había conocido un día antes. Estuvimos juntos en el carro de Eva, donde estaba
sonando un disco que es mío, y Monique me dijo que le gustaba, y yo se lo grabé. Pensé
que para entregárselo tendría que buscarla y, aunque en la nube era otra cosa, lo máximo
que esperaba de ella era que se aprendiera mi nombre. Pero ahí estaba, viéndome directo,
con unos ojos inmensos y amarillos. Yo saco el disco, confundido, torpe, y ella lo agarra,
abre más los ojos riendo y me da un abrazo. Un tipo de abrazo que yo creo que nunca me
habían dado, porque mis primas y mis amigas cuando me abrazaban, no importa cuánto
pegaban el cuerpo, que algunas lo pegaban mucho, siempre empujaban por arriba, como
curvando la espalda. Monique no. Monique me da un abrazo sin hombros hacia delante y
sin aire entre las piernas. Un abrazo.
Con eso pierdo la noción del tiempo, y aparece la nube como un vértigo y una visión
convulsa e invasiva. No estoy ahí, estoy en mi cuarto con ella, quitándole la ropa con los
dientes, con mi boca perdida en su pubis, moviendo mi cuerpo sobre una piel dorada y
dura. Ahora no creo que hayan sido ni cinco segundos, pero incluso desde el primero yo
comienzo a retirarme, porque de inmediato siento mi erección. Primero trato de ignorarla
pero después me alarmo y me separo, y salgo de la nube como se sale cuando se cae o se
derrama algo. No solo estoy convencido de que todos en el pasillo me están mirando, sino
que escucho el murmullo de las conversaciones como si lo único que se comentara fuera mi
perturbación. Pienso que Monique va a sentir repugnancia de mí a partir de ese momento y
esa va a ser la última vez que voy a estar cerca de ella, pero estoy completamente
equivocado: ese instante denso y trémulo termina precisamente cuando Monique me quita
el cuaderno casi a la fuerza, anota su número y me dice Bueno, vamos a ver cuándo es que
van a conocer mi terraza. Van. Como si la gente que estaba espiando lo que conversábamos
o alguien más estuviera involucrado en esa invitación.
Creo que a partir de ese van, doctor, fue que yo empecé tener una idea de lo que es el
lado amargo de esto que yo vengo llamando la nube y que usted insiste en que le explique
qué es. El van, sumado a la insistencia con que los amigos preguntaban cómo-va-la-cosa-
con-la-francesa, hicieron que la nube se volviera una certeza tormentosa: alguno de ellos ya
se estaba acostando con Monique, y lo del número en el cuaderno, la terraza y hasta el
abrazo eran parte de un chiste de mal gusto. Chiste que pasados varios días empecé a
pensar que o no era tal o estaba llegando demasiado lejos.
Después de una semana decido que tengo que tomar el riesgo. El sábado, después de
posponerlo varias horas y masturbarme varias veces, la llamo. Atiende a los dos repiques, y
me reconoce en el acto.
¿Monique?, me dice, y se revela su voz nasal, saliendo de una boca apenas abierta y
unas erres de garganta, como ondas pequeñas. ¡Uy, lo siento!, ella estaba nadando en la
playa y llegaron las olas y el viento y la arena, y se la llevó una bandada de pelícanos a las
rocas más altas.
Recuerdo claramente el sonido de esas palabras. Era verdaderamente una mujer
desconcertante. La nube se volvía inmensa, tratando de conseguirle una explicación lógica
a esos ademanes, y mientras hablaba con ella cruzaban por mi mente todo tipo de
fabulaciones, que se iban haciendo más y más atolondradas conforme concretaba el plan de
ir esa tarde con Eva para su terraza. Ah, porque por Eva era el van.
Eva. Ya usted sabe quién es Eva. En esa época todos pensaban que Eva y yo teníamos
algo, creo que eso sí que no se lo he contado. Y yo, aunque lo negaba con vehemencia,
guardaba un deseo penetrante y la absoluta certeza de que tarde o temprano eso iba a ser
así. Pero no podía ser algo menos posible, y justamente desde esa tarde lo supe para
siempre. Si se pensaba eso era porque ella nunca salió con nadie de la facultad, ni nadie la
vio llegando ni yéndose con un hombre, sino conmigo.
Un mujerón, pero usted sabe. Lacónica, inexpresiva, vestida siempre con ropa que la
tapara. Una mujer de la que, quizá precisamente por su parquedad, todos en la facultad
aseguraban que tenía un cuerpo de competencia y que era una perversa y una experta en la
cama. Y cuando digo todos digo todos, incluyéndome, aunque cuando estaba con ella esos
pensamientos se suspendían porque, como tantas, eran cosas de la nube, que podía
restringir a la intimidad.
Lo cierto, lo que contaba, es que Monique me dice que Eva me pasa buscando y
cuando cuelgo me quedo perplejo mirando el teléfono, no sé por cuanto tiempo, mientras la
nube se vuelve en pleno, para decirlo de la manera más simple, una película de porno
francés.
Yo a usted le he contado que uno de mis anhelos sexuales más asfixiantes y
persistentes siempre ha sido estar con dos mujeres, y así es, pero cuando uno se encuentra
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con esa posibilidad de manera tan clara y real, es más difícil de creer que cuando uno se lo
imagina. De hecho, es más difícil de imaginar. En un punto, frente al teléfono, en medio del
cine porno francés, empecé a cuestionarme: ¿Cómo podrás ser imparcial, Bruno, cómo vas
a complacerlas realmente a las dos? Me parecía imposible, y más aún cuando consideraba
que debía hacerles completa justicia a ambas: a Eva, con el tiempo que llevaba deseándola
secretamente, y a Monique, que no solo es una mujer de gracia y belleza imposible, sino la
primera que me trataba de aquella manera. También me preguntaba algo mucho menos
trascendente pero igual de crucial, sobre el condón. ¿Vas a usar el mismo para penetrar a
las dos, Bruno? ¿No, verdad?, me decía, ¿cómo vas a hacer?
Puede ser muy disonante, doctor, cuando una nube que uno ha visto tanto, de un
momento a otro parece que se va a volver real. Porque en la nube, aunque ahoga y
confunde, las cosas se resuelven sin mucho sudor y uno se acostumbra. En la nube no hay
sorpresas, y en cierto modo todo lo que ocurre es lo que uno desea, así que no tendría por
qué haber detalles innecesarios. Pero esa tarde eran cada vez más numerosas y
desagradables las preocupaciones. La mayor de ellas, y la que me ocupó hasta que Eva tocó
mi intercomunicador, era que se hicieran una idea o ya supieran de sobra la magnitud de
mis expectativas. Esto y que nada parecido a lo que estaba en la nube fuera a ocurrir, y
entonces les repugnara, y el conocimiento de mi morbo rápidamente se difundiera y se
convirtiera en una anécdota generacional. Y lo más tormentoso de todo, lo que había estado
pensando antes, sobre un chiste que llegaba demasiado lejos: un engaño que se descubre en
el momento en que me quito la ropa y me encuentro en la gran dificultad y desorientación
que va a representar verme ante esas dos mujeres, y entonces salen de su escondite un
grupo de personas riendo.
Cuando Eva llega estoy decidiendo dónde esconder los condones para que no sea
difícil encontrarlos, ni quepa la posibilidad de que aparezcan accidentalmente. Al bajar
siento que estoy temblando, aunque probablemente es una percepción distorsionada. Abro
la puerta del edificio y Eva me sigue con la mirada hasta que me monto en el carro. Hay
algo completamente distinto en ella, y eso sí lo percibo claramente. No sé si antes la había
visto con ese vestido negro por las rodillas, de tela delgada y mangas cortas. Pero era más:
tenía pintura en los labios, una pintura de un color imperceptible, el cabello suelto, las
piernas descubiertas. No sé cuánto de eso había visto antes, pero esta vez era todo junto y
era demasiado.
En el carro está sonando el disco que le regalé a Monique. Hola lindo, me dice y me
da un beso pequeño en la boca. Se lo juro. Así, de la nada, sin explicación. Así: después de
años de largas conversaciones y de llegar en su carro innumerables veces hasta esa misma
puerta, siempre con el mismo hastío y el mismo abandono, precisamente esa tarde me da un
beso. Un beso pequeño, un beso mínimo, un beso de chiste, pero un beso.
Cierra la puerta pues, me dice sonriendo. Y yo al cerrar entierro la mirada en el piso.
Hay una bolsa de supermercado, con dos botellas de vino tinto. Si quieres pásalas para
atrás, me dice, y ya va a más de sesenta. Lo hago y me quedo viéndola sin pudor, de arriba
abajo. Hasta ese momento nunca me la he imaginado tan claramente desnuda, sudada,
revolcándose, gritando. Trato de aguantarme, porque escogí unos interiores que me quedan
pequeños, para disimular, y me duele. Pero es imposible. La nube es gigante. Me olvido de
los inconvenientes y comienza de nuevo el cine porno francés. Ella sigue con la mirada fija
en el camino, concentrada, o quizá fingiendo concentración para no advertir que la estoy
viendo con la boca abierta.
¿Bruno, es por aquí, no?, me dice no sé cuánto tiempo después, sin quitar la vista del
camino. Me doy cuenta de que tengo la boca abierta, e incorporándome le digo Sí, sí, por
aquí. Y no tengo idea de dónde estamos. Estamos cada vez más alto, en alguna
urbanización montañosa. Veo un poco a mi alrededor y luego bajo el parasol para mirarme
en el espejo, porque el viento me ha despeinado. Me aplasto el cabello con las manos y
después me quedo mirándome un rato. Y mirándome me digo, le juro que por primera vez
en mi vida doctor, sin miramientos, Eres grande Bruno, eres grande.
El carro se para en frente de la quinta y Monique abre el portón, que abre hacia
adentro. Siento bastante frío, pero ella solo tiene puesta una falda india y una blusa sin
mangas y de tiras delgadas, y eso me hace pensar que es una mujer que ha vivido el
invierno. Me siento incómodo y ansioso porque al pasar la garita de la urbanización he
empezado a sentir los tres condones sudados, pegados de la piel, los paquetes raspándome
con las esquinas. Me cuestiono haberlos guardado en el interior, trato de acomodarlos
disimuladamente, y cuando empiezo a considerar pedir de inmediato el baño para
cambiarlos de lugar, veo a Monique saludando a Eva en la puerta del carro. Las contemplo
dándose dos besos en las mejillas, que oigo como si estuviera a milímetros, y luego siento
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que pierdo el equilibrio, cuando veo la suavidad con que Monique toca el cabello y acaricia
la espalda de Eva, mientras se abrazan y se dicen cosas. Viéndolas creo entender lo poco
que queda para que llegue el momento en que pasa o no pasa lo que yo cada vez estoy más
seguro de que va pasar.
En ese minuto, doctor, me invadieron con la misma fuerza sofocante dos tipos de
imágenes e ideas: unas que figuraban cada una de las palabras y las acciones que iban a
tener lugar desde ese instante hasta el momento en que me iba a ver en una cama con
Monique y Eva, los tres desnudos, cansados, acariciándonos suavemente; y otras que eran
de Eva o Monique en mis manos, o una en manos de la otra, moviéndose, chupando, sus
pezones, sus lenguas… otras que eran el porno francés.
No me doy cuenta de cómo Monique se ha colocado del lado del copiloto, viéndome
con sus manos puestas encima de la puerta y mostrando una mueca. Me río con fuerza, y
ella conmigo, aunque yo me excedo un poco. Me bajo y la tomo de sus hombros mientras le
doy un beso en cada mejilla. Escucho otra vez su voz, que me dice con su tono nasal y de
frecuencias eléctricas, como si fuera algo irrelevante, que la casa está sola, que los papás
están en un coctel y que tenemos hasta que ellos lleguen para hacer ruido. Franceses
liberales, pienso, y el dolor que siento en mis genitales ya es intolerable. Eva se acerca, con
un suéter rojo y una cartera de cuero, y me dice que me acuerde de las botellas.
A partir de ese momento no le puedo decir qué era lo que imaginaba ni si pensaba en
posibles confabulaciones o inconvenientes, aunque lo más probable es que en mi mente
hubiera demasiado: para entonces la nube, como nunca antes y como nunca después, me
había desbordado al punto de que me acuerdo de muy poco. Sé que ellas van hablando y
riendo con fuerza mientras suben unas escaleras, y yo voy detrás llevando las botellas,
lentamente y con una sonrisa leve y estupefacta. Pero eso es un recuerdo muy borroso,
doctor, y no estoy seguro de nada. De hecho, sé que bajaba a la cocina, abría las botellas y
subía con copas, porque en un punto de la escalera, no sé como, llevo una botella abierta en
lugar de dos cerradas, y tres copas en una mano.
Cuando veo que la terraza de la que ella hablaba era la terraza de su cuarto, supongo
que por la impresión, el recuerdo se vuelve más claro. Hay una cama matrimonial inmensa,
de hierro forjado, con sábanas blancas de algodón y almohadas de plumas. El juego de
cuarto es todo blanco, Art Nuveau, y pienso Franceses refinados. También pienso que lo
mejor que puedo hacer es quitarme la ropa, y asomarme a la terraza con dos copas servidas
en las manos, pero lo que hago es tropezarme y casi bañar la sábana blanca, aunque el vino
que cae cae en el piso.
Bruno como que ya está borracho, dice Monique, y se ríen fuerte, sentadas. Yo me
levanto y me quedo parado, con cara de nada, y ellas se ríen más. Eva me dice en medio de
la risa Vente pues, y yo voy y me siento, esta vez sí, temblando. En la terraza hay una mesa
y unas sillas de hierro que hacen juego con la cama, un mini bar y un tocadiscos en el que
creo que estaba sonando Dark Side Of The Moon, aunque de esta parte no me haga mucho
caso, porque de verdad que no me acuerdo de casi nada. Lo que tengo es una impresión
general de que ellas conversaban, y se reían, viéndose cada vez más de cerca, y que yo me
reía como si fuera con ellas, pero en verdad no escuchaba nada de lo que estaban diciendo,
sino que bebía y bebía, y las veía fijo, con una sonrisa cada vez más pasmada. A veces
volteaba a ver la cama y me veía ahí, con ellas en posiciones imposibles, en medio de un
placer desesperado, y luego volvía a verlas en la mesa, y las olía, y las oía, mientras
acariciaba la copa de vino, que se llenaba y se vaciaba, como sola, y me veía en el espejo
del cuarto y me decía Ya casi Bruno, ya casi.
Una de las pocas cosas que recuerdo claramente es que empiezo a ver como si el
sonido de los saxos de una de las últimas canciones del disco que le dije, aparecieran en la
superficie del líquido rojo. Hay dos velas en la mesa, que yo veo en el vino como si
estuvieran bailando la canción, y le doy golpecitos al vidrio con los dedos como si estuviera
tocando piano. Me le quedo viendo a unas formas mínimas de colores que empiezo a ver
haciendo círculos en el vino, y veo a Monique y a Eva deformadas en el vidrio de la copa,
acercándose cada vez más, despacio, y siento que también me acerco al sonido del bajo,
que al final de esa canción es como hipnotizante. Sin sorpresa ni reacción veo como Eva le
pasa mansamente la mano por una mejilla a Monique, y se le va acercando a la boca, y la
besa, primero como si estuviera alimentando un pichón, y después como si despedazara una
presa. Ahí me atrevo a voltear y veo sus cuerpos confundidos. Veo las uñas de Eva saliendo
del pelo de Monique, y las uñas de Monique enterrándosele en la cintura a Eva, y ya no
pienso en nada. Era como si los condones se hubieran desvanecido, doctor. Era como si no
existiera la ropa interior demasiado ajustada, y como si no hubiera más nada que hacer ni
pensar que permanecer ahí viviendo plenamente esa sensación de estar metido en una copa
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de vino nadando con la imagen de Eva y Monique, que se encimaban desbocadamente una
sobre otra y se sacaban la ropa con un ímpetu que no sé cómo podía ser cada vez más tierno
y más brusco al mismo tiempo…
¿Y después? Después nada. Después me despierto y está amaneciendo. Estoy sobre
un charco de baba o rocío en la mesa, temblando de frío, y ellas dos están en pantaletas,
abrazadas, durmiendo o haciéndose las dormidas en la cama, cuyas sábanas blancas están
desgarradas y manchadas, ahora sí, de vino por todos lados. Una imagen que si la hubiera
visto en cualquier otro momento, en una foto, o si la hubiera imaginado, hubiera sido
excitante y aleccionadora, y hubiera desatado en mí toda clase de fantasías placenteras. Si
no hubiera sido un episodio tan ridículo e inexplicable, y si le hubiera ocurrido a otro,
doctor, seguro habría considerado un privilegio poder ver esa escena que vi antes de poner
en stop el tocadiscos, que rodaba en el aire, brincar desde la terraza al jardín, salir a la calle
y caminar durante una hora hasta una parada de autobús.
Eso, doctor, eso es la nube.

Crujir

1
La estábamos crujiendo. Solamente eso. La estábamos crujiendo y llegaron las luces azules
y rojas, que abrían zanjas en la herrumbre rancia de debajo del puente. Amílcar seguía
derritiéndola, sumergido en su lata.
El ruido nasal y carrasposo del los voqui toquis me levantó. Antes de cuadrarme, con
una muñeca en la cadera torcida y la otra doblada a la altura de mi hombro derecho, me di
cuenta de que todavía me estaba sangrando la nariz. Cuando me terminé de limpiar ya los
tenía encima.
Se movían lento, pero con hambre. Me pasaron por un lado, y yo me quedé ahí, creo,
con ese gesto que pone una cuando ve que un carro se para y no es a ti que va a montar sino
a la malcomida de la próxima esquina.
¡Teresa!¡Teresa!, gritaba Amílcar, tosiendo. Se retorcía como un gato mojado,
tratando de zafarse de las manos de los gordos azules. Ellos le daban y le daban, en
silencio, mientras yo le daba golpecitos impacientes a la acera con la planta del tacón,
chupándome los dientes y fumándome una colilla.
¡Teresa! ¡Teresa!, seguía el infeliz, como gimiendo, porque me parece que no se dio
cuenta de que yo ya estaba cerquita de él.
Le mordí a un azul el cachete, mientras le metía la colilla prendida en el ojo derecho.
Entonces era Amílcar que se quejaba, el azul que se agarraba la cara, y yo con mi gañote de
desmesurada, dando taconazos y mordiendo.

2
Cuando me desperté ya no era la nariz que me sangraba sino hasta las uñas de los pies. Qué
paliza. Desde el tabique hasta la próstata. Y Amílcar parecía un autista después de una
pelea de boxeo sin guantes. Sí le dieron.
Los dos teníamos los ojos cerrados. Yo medio abiertos, para ver. Teníamos las manos
amarradas a una silla y estábamos rodeados de gordos azules, casi todos sin camisa. Una
luz cenicienta entraba por una ventana. Había cuatro jugando dominó, y el Ministro se
fumaba un puro y sostenía un vaso de güisqui en la mano.
Después nos vaciaron un balde de agua sucia a cada uno. El Ministro se chupó el
güisqui de un sorbo y le pasó el puro al asistente. Se paró en frente de nosotros, vio la hora
en su rolex dorado, le sopló un buche de aliento y se lo pasó dos veces por su corbata de
seda rojiza. Después dijo, mirándonos, Para Zona 2, van para Zona 2. Y Zona 2, repetí entre
dientes. Una vainita, pensé. Amílcar sonrió por debajo de las costras y las contusiones.

3
Cuando llegamos al penal ya era de día. En la noche siguiente ya Amílcar había crujido
cinco, y yo había culeado con seis. A la otra semana teníamos celda privada y miniteca. En
los rincones había montones de latas derretidas. En toda la zona el que no estaba crujiendo
estaba culeando. El que no estaba montado la estaba montando, y a todos nos sangraba
copiosamente la nariz.
Cuando había pleitos vendíamos chuzos y anís con culeid. Organizábamos ruedas de
apuestas y maquillábamos, peinábamos y vestíamos a las pasivas, para que hicieran su
chou. Después las negociábamos a los activos, y después todo era otra vez crujir y culear.
33

4
Cuando el Ministro se enteró de nuestra revuelta nos cambió la sanción. Ahora tenemos
meses en el fuerte, en guarniciones distintas. Me cortaron el pelo y las uñas, y me
prohibieron ocultar los genitales. Me llaman por mi nombre de hombre, Tomás, y todas las
mañanas me despierta la diana para tender mis sábanas limpias, salir a formarme y trotar.
Las melodías y rutinas marciales, y los desfiles con caballos y uniformes de honor,
me secaron. La nariz hace tiempo que no me sangra y el día pasa en blanco, conmigo tiesa
de estar horas en plantón escuchando discursos mientras el fuerte se derrite por dentro.
Cruje, como el esfínter de un niño que se sueña incendiando su escuela mientras escucha el
Himno Nacional.
Montañas andinas

I
Si tuviera el cuaderno azul escribiría: vine al estado Mérida buscando una experiencia
mística en las montañas andinas, y lo que conseguí fue cocaína y Chevy Chase en las
montañas andinas: eso y una felación compulsiva y atormentada: eso y una falsificación de
la Verdad: eso y un monólogo interior aplastante e incómodo, que he puesto en un cuaderno
azul de una sola línea.
Pensar en el cuaderno azul me recuerda las cosas que dejé en Las Nubes. Mi ropa, mi
bulto, mis libros. Pero ahora pienso poco en cosas. En este mismo instante en lo que más
pienso es en una puntada de dolor en mi sien cada vez que suena un bajo de dj, que es decir
unas dos veces por segundo. Puede ser el hambre, o el tiempo que llevo sin pronunciar una
palabra, o el que ha transcurrido desde la última vez que dormí.
Pienso en Ana y Luis. Antes de sentarme debajo del árbol me topé con ellos. Ella
llevaba cables enrollados en su hombro derecho, y él llevaba con dificultad dos maletines
cruzados, llenos de discos. Quise evitarlos, pero me lo impidieron dos segundos de duda.
Luis preguntó por Chevy Chase, y pensé con grima que lo vieron yendo conmigo y Koral
entre los árboles. No sé, dije. Él se volteó halando una tira de uno de los maletines de
discos y Ana hizo un único gesto con una mano que pudo haber sido de saludo o de
despedida.
¿Saben algo de Aquiles?, pregunté, y Luis de espaldas dijo algo que no escuché, pero
que debió ser No, y con eso siguió caminando en silencio. Insistí levantando la voz. Ana
volteó y me miró fijamente sin decir nada, y yo me despedí con la mano sin volver a
insistir. Creí oírla respirar y verla en un costado con una expresión que ahora no sé de qué
fue.
En ese momento concluí que estaba de verdad solo, y comencé a caminar entre los
árboles sin alejarme y sin dirección, hasta que me detuve y le hablé a un árbol. Le dije algo
como vas a ser mi única compañía y mi único alimento, y no me voy a mover de aquí por
mi voluntad a menos que consiga la Verdad, y eso fue lo último que pronuncié, hace unos
nueve metros.
Nada cambió dentro de mí para hacerme mover. Puedo decir que me venció el árbol.
35

Puedo decir que cuando le hice ese juramento no tomé en cuenta que un árbol se mueve
mientras hay luz. Puedo decir que el efecto de una droga me hizo pensar que podría si
quería quedarme para siempre al lado de un árbol, o que es natural creer que ya no queda
más que entregarse a la Verdad cuando aparentemente se ha perdido hasta el deseo de
moverse, y equivocarse. La sombra se mueve, escribiría si tuviera el cuaderno azul.
Pienso en el día que llegué a Mérida, en el vendedor de inciensos con quien fumé en
la carretera. La discusión que tuve con él, la cantidad de cosas que le grité. Lo que me dijo,
todos los argumentos que consideré necesarios para refutarlo, y el pánico o ira
desproporcionada que eso me causó. Me dijo: no confundas las cosas: ascetas ya no hay ni
en Katmandú y Dharamsala: si fueras religioso no estarías conmigo en esto a orillas de una
carretera. Cuando escuché eso lo interrumpí y le grité una serie de axiomas vagos y
atropellados, que elaboré a partir de algo que leí en un libro de Aldous Huxley. Axiomas, o
gritos, con los que yo aseveraba que son inalienables las drogas y la experiencia mística, y a
los que el viejo no dio más respuesta que una risa y una tos estruendosas, mientras, creo,
me trataba de decir que se estaba yendo mi autobús.
Lo alcancé después de una no tan desgarrada carrera, y una vez montado, el efecto
de fumar influyó sobre mí de manera desproporcionada. La tensión y agitación con las que
percibía no cesaron, y el tiempo transcurrió sin que lograra dormir. Hasta que comenzó a
amanecer estuve viendo los puntos negros y blancos que aparecen en el televisor cuando
está encendido y no tiene señal, y las formas que se hacían en el polvo de la ventanilla, con
la luz de las pocas viviendas que aparecían a orillas de la carretera y de los carros que
pasaban en dirección contraria. Evitaba detenerme a pensar en lo que dijo el vendedor, que
creí oírlo repetirse remotamente varias veces, y lo eludí como si se tratara de algo
inmanejable. Ahora lo puedo oír con claridad, y no me parece nada que merezca una gran
reflexión.

Debo reconocerlo: estoy considerando moverme nuevamente. El sol es más débil y algo me
insiste con fuerza en que resista, pero otro algo dice que ya es bastante resistir no ir a la
casa de la finca. Cuando pienso que ahí hay agua, comida, sombra, marihuana y silencio, y
que eso es lo único que quiero y necesito para que cese el dolor de cabeza, me digo que
todo esto de quedarme en un lugar y no moverme es un esfuerzo exagerado, que solo tiene
sentido si ocurre algo que está fuera de mi control.
Es probable que Aquiles no vuelva. De ser así, en el mejor de los casos alguien se
acerca, me ve pálido y me pregunta si estoy bien, yo no puedo responder y me llevan
cargado hasta el borde de la carretera, donde me descompongo, o me termino de
descomponer. En el peor, estoy todavía vivo y llego contra mi voluntad precisamente a la
casa de la finca, donde están Ana y Luis, y más aún Koral y Chevy Chase.
La primera semana en Mérida, muy por el contrario a ahora, que no me quiero topar
con una serie de personas, hubiese estado muy bien encontrarme con toda la gente que
conozco. Koral, Ana y yo estábamos solos en Las Nubes. Pasábamos todo el día juntos, y
un grupo de personas que poco conocíamos nos seguía y hacía con entusiasmo casi todo lo
que les indicábamos.
Las puertas de la Las Nubes son (o eran, o fueron) pequeñas. La mañana que llegué
una de ellas estaba abierta. Las luces estaban apagadas, y no había nadie recibiendo a los
huéspedes. Caminé cinco escalones de madera hasta una planta con tres puertas y más
escaleras, que al subirlas me llevaron a una planta de techo bajo, con una cama matrimonial
fuera de las dos habitaciones. De una de ellas salieron Ana y Koral en pijamas. Rieron, me
abrazaron, y nos dejamos caer en la cama, donde nos quedamos hablando hasta que fue la
hora de comer. En ese instante, a pesar de lo desgastado que llegué del viaje, comenzó un
momento de euforia y de insomnio, que no terminó hasta días después, cuando estuvieron
Luis y Chevy Chase. Euforia que opacó por completo mi plan inicial, que era dormir una
noche en Las Nubes, y después internarme en la montaña que está detrás de la posada y
devorar los primeros hongos que consiguiera.
Desayunábamos temprano, dábamos un paseo corto por la montaña y después
pasábamos el día fumando en la ciudad, donde se nos anexaba más gente. Siempre
volvíamos a Las Nubes en carro, nunca acompañados de menos de diez personas, de los
que siempre alguien llevaba y preparaba una cena. Después de comer, salíamos a las
afueras de la posada, donde se veía en el horizonte una silueta continua de montañas y
pasadas las doce bajaba una neblina húmeda y fresca. Ahí bebíamos y volvíamos a fumar.
Al final de esas noches, cuando la gente se iba, yo me quedaba con Ana y Koral en
la grama, encimados unos sobre otros, en silencio, mirando alrededor hasta que se
quedaban dormidas. Luego las despertaba con suavidad, y las llevaba a su habitación,
37

donde me sentaba a leer y a verlas dormir hasta que amanecía. El placer se fue a
cavilaciones, escribiría si tuviera el cuaderno azul.

A algunos metros de mí bailan, y un grupo de personas que están sentadas alrededor, sobre
trapos grandes, hablan, ríen, beben agua y comen frutas y chocolates. Los escucho y pienso
cosas desagradables. Me digo: pusilánime: te estuvieron mintiendo: se aprovecharon de ti.
Junto con la marihuana que traje de Caracas se terminó el entusiasmo de los
espontáneos que nos seguían al principio. Duró hasta el día que estuvieron Luis y Chevy
Chase, y después todas las noches y los días que siguieron fueron monótonos y sombríos.
Quedábamos Aquiles, Koral y yo en Las Nubes, los tres con muy poco dinero. Koral
dormía en la misma habitación que antes compartía con Ana, y Aquiles y yo (recuerdo con
no poca sensación de ridiculez) en otra. Ana, Luis y Chevy Chase estaban aquí, en la
misma casa de finca adonde ahora me niego a ir, a riesgo de terminar llegando a ella
derrotado y por cuenta ajena.
Después que ellos se vinieron a la finca nosotros establecimos nuevamente una
rutina, igual de hipnotizante y colectiva que la de los primeros días, pero pesada y tediosa.
Tediosa con excepción de las madrugadas pues siempre me quedé hasta ver el sol
escribiendo en el cuaderno azul, y me desperté después de las doce, cuando Aquiles ya no
estaba en el cuarto. Antes de levantarme me quedaba otro rato pensando o leyendo, y en
algún punto entraba alguno de ellos dos o ambos y me obligaban a levantarme. Después me
comía el desayuno frío y bajábamos a la ciudad, donde pasábamos el tiempo en la plaza,
con los espontáneos de los primeros días. Estos tenían toda su atención puesta en dar con el
paradero de Manito. Aparentemente esta persona, a pesar de que Mérida está más cerca de
Colombia que Caracas, y de que nunca vi en ella un policía (y quizá precisamente por eso),
era la única que podía tener y vender marihuana. Parece que hoy sí aparece Manito, o mira,
¿ese que está ahí no es Manito?, era lo que más se escuchaba. Aquiles era con entusiasmo
parte de esa expectativa grupal, e iba con frecuencia a dar caminatas para conseguirlo. Yo
no me movía de la plaza, e incluso de un banquito, donde fumaba tabaco y bebía de una
botella de aguardiente. Hablaba lo mínimo indispensable.
Una vez que regresábamos a la posada era el único momento del día en el que me
veía obligado a conversar. Lo hacía sin ganas, aunque Aquiles imponía de alguna manera
forzada una especie de rato para compartir. Ese rato, sin embargo, no duraba demasiado.
Llegado a un punto yo subía y hacía como que me preparaba para dormir, y Aquiles y
Koral (por alguna incompatibilidad o desconfianza mutua que todavía no me explico) sin
falta hacían lo mismo. Una vez que así ocurría, yo bajaba al comedor con el cuaderno azul
y me dedicaba a escribir.
La segunda noche, en medio de la madrugada, Koral apareció en la cocina enrollada
en una cobija. Cuando vi su sombra tuve un sobresalto y cerré de un golpe y puse sobre mis
piernas el cuaderno azul. Desde que Aquiles, ella y yo nos quedamos solos en Las Nubes la
había evadido flagrantemente, y hasta ese momento no lo noté.
–No puedo dormir –dijo mientras arrastraba una silla.
Se sentó, apoyó el codo sobre la mesa y su mejilla sobre su palma y se quedó
mirándome. Sus mirada era pastosa y su boca se estiraba hacia las orejas por la presión de
su mano. No aguanté el silencio.
–Va a estar buena esa fiesta entonces –dije.
–Ajá –dijo ella–. No puedo dormir.
Seguía mirando. Otra vez el silencio.
–¿Qué tal Aquiles? –dije yo.
–¿Qué? –dijo ella–. ¿Aquiles? ¿Qué tiene que ver?
–¿Pana, verdad?
–Ah… Sí, pana.
Me callé.
–¿Qué guardaste cuando llegué? –me preguntó.
Puse el cuaderno azul sobre la mesa. Un momento de valor, y de pensar que era
mejor si se enteraba de esa manera, escribí minutos más tarde. Sacó las manos de la cobija
y abrió la primera página. Comenzó a leer y pasado un instante la vi temblar y arroparse
con un solo movimiento. Subió los hombros y las rodillas, se abrazó y friccionó sus brazos.
Yo reaccioné poniendo una mano sobre el cuaderno azul y arrastrándolo hacia mí. Ella
subió el cuello, cerró los ojos y respiró con fuerza varias veces, mientras abría lentamente
los brazos. Los labios le dejaron de temblar.
–Me voy –dijo, cubriéndose–, aquí hace más frío que arriba –y se levantó.
–Que duermas bien –me despedí.
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–Igual –me respondió, subiendo los escalones.


Después de eso no bajó más, y poco trató de que habláramos. Tampoco volvió a
preguntar por el cuaderno azul. Pero en eso no pienso sino hasta ahora. En esos días todavía
estaba obsesionado con lo que pasó el día que estuvieron Luis y Chevy Chase.

Chevy Chase. Cada vez que lo nombro siento que algo no está bien, y me vuelvo a
preguntar cómo y por qué Chevy Chase. La primera vez que lo vi, lo vi bajando unos
morrales de su Renault Twingo amarillo. Fue el día que llegaron. Le hice a Aquiles, a quien
acababa de saludar, una seña con la boca y él dijo Ah, ese es Chevy, Chevy Chase.
Entonces me fijé en el color y la forma de su cabello, los dientes salidos, la nariz
toscamente aguileña y reí con espanto al comprobar su pavoroso parecido al personaje de
las películas de vacaciones. Aquiles no supo decirme de dónde salió.
Cuando llegamos al piso de arriba Koral estaba sacando sus cosas del cuarto que
compartía con Ana, quien se besaba con Luis en la cama matrimonial de afuera. Aquiles y
yo entramos a mi cuarto. Él dejó el morral en el piso y se dejó caer en un futón. Vimos a
Chevy Chase llegar a la última planta respirando hondo, llevando su morral, el de Luis y un
maletín de discos. Oímos que Luis le gritó reclamándole la interrupción, y que él lo insultó
y le dijo que no era su esclavo. Koral entró a mi cuarto riendo y le presenté a Aquiles.
Seguimos escuchando los tres con atención. Luis volvió a gritar y vimos a Chevy Chase
pasar de regreso, golpeando con fuerza la madera en cada paso. Reímos hasta que Koral,
mediante un esfuerzo, paró de reír y salió hacia abajo. Nosotros la seguimos.
Lo reconocí en el reflejo del vidrio del carro: Chevy Chase con una expresión de
amargura. Le colgaba del hombro otro maletín con discos y trataba en falso de cargar un
mezclador. Koral le puso la mano en el hombro y le preguntó si necesitaba ayuda. Él volteó
y se detuvo con brusquedad. Esbozó una sonrisa sardónica y tensa, la besó en la mejilla, le
apretó una mano y le dijo algo que no escuché, y que debió ser algo como encantado,
princesa, Chevy Chase. Ella retrocedió y abrazó mi cintura. Yo pasé mi brazo por encima
de sus hombros.
–Ah, mucho gusto –dijo ella–. Él es Gabriel.
–Epa, Gabriel –dijo él.
Aquiles llegó y tomó lo que faltaba. Chevy Chase se había quedado viendo a Koral
con la boca entreabierta. Ella me apretó repetidas veces la cintura y fuimos a la posada sin
cargar nada, abrazados. El camino fue rápido y ella dijo entre dientes blasfemias contra
Chevy Chase. No lo puedo creer, dijo varias veces. A mí me seguía dando risa.
Cuando llegamos arriba, el cuarto de Ana estaba trancado. Se oía que Luis y ella
estaban discutiendo. Koral se quedó mirando la puerta con las manos puestas en la cintura y
yo fui al piso de abajo y metí a bañar. Al salir vi a Koral en un cuarto de ese piso, sentada
en la litera, escuchando música. Había bajado sus cosas. Me vio y se quitó los audífonos.
–Va a dormir en tu cuarto –me dijo.
Me le senté al lado
–Me voy a tener que venir para el tuyo –le dije.
Entraron Aquiles y Chevy Chase y se sentaron en el piso. Chevy Chase tenía el
mismo tipo de sonrisa que cuando se le presentó a Koral.
–Qué fue –pregunté.
–Estos se van –dijo Aquiles.
–¿Ya? –preguntó Koral–. ¿Y tú?
–No, yo no –dijo él–. Se van este y Luis. Van a buscar a la dj en el terminal.
–¿¿La dj?? –subió la voz Koral– ¿Y Ana?
–Sí. Bueno, la dj no, Julie Delorme, se llama –dijo Aquiles–. En eso están. Ana no
puede ir porque después no caben los equipos.
–¿Qué? –Koral iba a decir algo, pero le apreté una pierna. Me vio y calló. Aquiles
repitió lo que había dicho.
Llegaron Luis y Ana agarrados de las manos. Ella moqueaba un poco. Luis hizo un
movimiento mínimo con la quijada mirando a Chevy Chase, que se levantó de inmediato.
Después me vio a mí.
–¿Un cacho? –me preguntó.
–No –le dije–. Se acabó ayer.
–¿No tenías un pedazote? –insistió él, con un tono distinto.
Ana empezó a reír, cada vez más duro. Se tapaba la boca. Él la tomó de las manos,
también riendo, y las puso sobre sus hombros. Ella puso su cabeza sobre el pecho de él, él
la tomó de las mejillas y la besó de una manera que nos obligó a quitar la mirada. Chevy
Chase se quedó al lado de ellos, con las llaves del carro en la mano, viéndolos fijo.
41

II
El dj ya no está, aunque los equipos siguen ahí. Pienso que de un momento a otro va a
aparecer alguien a poner una música aún más intolerable. Hace un rato estuvo muy cerca
Julie Delorme. Me puse boca abajo y me cubrí la cara con la chaqueta. Me dije: si me ve y
me reconoce tendré que fingir inconsciencia: irá a la casa de la finca, dirá que yo estoy
aquí, y vendrán a buscarme: antes de que vengan me iré solo a la carretera a mendigar.
La sombra del árbol es cada vez más borrosa y el sol dentro de poco se va a
empezar a ocultar. Oigo cantos de aves y el sonido del viento pasando sobre las montañas,
pero también escucho remotamente un golpe tan seguido como el del bajo, y el dolor de
cabeza cada vez es más doloroso y más opresivo. Pienso en cuando cese, y pienso que ya
habré dejado de hablarme y de recordar, y de esperar a Aquiles, y de evitar que me
reconozcan. Voy tranquilo, entro y están todos fumando, sentados a una mesa en la que hay
un puesto vacío, con la comida recién servida y humeante. Me miran, los saludo con un
gesto leve, y me siento a comer y a fumar sin decir una palabra.
Pienso en esa noche, cuando Luis y Chevy Chase dejaron a Ana en Las Nubes.
Pienso en lo que hice y pienso que no hice nada. De hecho, quizá porque era obvia la
posibilidad de que pasara algo, lo que hice más bien fue evadir a Ana, hablando con
Aquiles en el comedor, o más bien oyendo a Aquiles hablar sobre el tipo de espectáculo
que era capaz de dar Julie Delorme. A las doce y media, cuando lo más probable era que
Luis no regresara, subí adonde estaba la cama matrimonial. Ahí estaba Ana sentada con los
brazos cruzados, y Koral hablándole en voz baja. Llevé una bolsa de moras y un último
cacho que había guardado para una emergencia. Con eso ella se distrajo una media hora, y
después se durmió. Koral se quedó acompañándola y Aquiles y yo tratamos de bajar sin
ruido, aunque al pasar por la cocina quebramos un vaso.
La luna estaba llena. Aquiles y yo nos sentamos a observarla. Yo estaba
experimentando nuevamente una alteración inusual, quizá por el día entero que había
transcurrido desde la última vez que fumé. Pronunciaba mentalmente y de manera
involuntaria una serie de palabras y oraciones que continuamente dejaban pasar a otras.
Palabras empujadas por una brisa suave, voces líquidas arrastradas por la gravedad, escribí
luego en el cuaderno azul. Después de un rato en silencio (que no puedo decir con
responsabilidad si fue infinito o breve) Aquiles me habló sin verme.
–Entonces –dijo–, le estás metiendo a Koral.
Creo que en ese momento concluí de manera estrepitosa que Koral me gustaba cada
vez más, y que lo de Ana más que tristeza me estaba causando repulsión, aunque de
inmediato pasé a pensar en otra cosa, no recuerdo qué. Cuando pensé en aclararle a Aquiles
que no, llegó ella. Se sentó entre los dos con una cobija, mirando el suelo y abrazándose las
rodillas.
–¿Se durmió? –pregunté.
–Ahí, ahí –dijo Koral–. Habla y se mueve dormida.
–Qué empeño el de Ana –dije.
Koral me miró fijamente. Aquiles se levantó y caminó hasta más cerca del barranco.
–Sí –dijo–, pero yo no le digo nada. Cuando alguien se obsesiona es mejor no
decirle. Es peor. Pero sí, no entiendo. Igual prefiero no pensar mucho en eso.
Volteó y se dio cuenta de la luna. Se levantó. Aquiles ya estaba acostado sobre la
tierra, con la chaqueta y las manos debajo del cuello. Nos acostamos en fila, separados, en
silencio. Entre la silueta continua de las montañas y hasta la mitad del cielo había nubes
blanco azulado, delgadas, casi horizontales. Las palabras sucesivas que antes pronunciaba
mentalmente habían callado. Vi que Koral estaba temblando. Me arrastré hasta ella y la
abracé, frotando sus brazos. Primero suspiró y después se rió con un escalofrío.
–Me estaba muriendo –dijo–, gracias.
Empecé a sentir una satisfacción con su olor, quizá desproporcionada, e intenté
decirle que cómo que gracias si no sé qué. Ella me tapó la boca y señaló la luna. Oí que
Aquiles se reía. Sentí latidos de corazón, y no supe si era el de Koral o el mío.
–¡Koral! –se oyó la voz de Ana, ahogada.
Koral se levantó como si la hubieran despertado. Yo volteé sin levantarme y vi que
Ana estaba en la puerta de Las Nubes. Dudé un poco hasta que entraron, y decidí quedarme
afuera. Estuvimos ahí acostados, en silencio, hasta que las nubes taparon la luna. Después
fuimos a dormir.
Cuando me desperté Aquiles no estaba en el cuarto. Koral y Ana estaban en la cama
matrimonial. Una acostada, con los audífonos puestos, y otra sentada, ojerosa, con las
manos en las orejas y el celular al lado.
43

–Epa –dijo Ana, sin mirarme.


Me le senté al lado y le toqué la espalda. Estaba tiesa. Sentí que Koral se sentó
detrás mío. Aquiles llegó del piso de abajo. Se estaba bañando.
–¿Lo llamaste? –preguntó él.
–Tiene el teléfono apagado –respondió Koral.
–Vamos a Mérida –dijo él–. Alguien ahí debe saber.
–Yo le dije –dijo Koral–. No quiere. Dice que no se mueve hasta que no lleguen.
–Yo me voy –dijo Aquiles–. Tengo hambre. Me voy ya.
Koral se levantó de un salto y bajó a su cuarto. Aquiles me miró.
–¿Vamos, Ana? –le pregunté.
–Ve tú si quieres –me dijo–. Tranquilo.
Aquiles seguía mirando.
–Si llegan yo los llamo –le dije–. Traigan algo.
Él me chocó el puño y bajó.
Pasó un rato sin que dijéramos nada. Volví a ponerle la mano en la espalda, y la
acaricié. Continuaba rígida. Hice círculos cada vez más grandes con mis manos sobre su
espalda. La masajeé entre el cuello y un hombro. Después entre el cuello y ambos hombros.
Comenzó a relajarse, y un poco después a llorar, unos segundos suave, y después ahogada.
Traté de abrazarla, pero ella no articulaba, y lo que hice fue sostenerla. Así estuvimos un
rato, hasta que la dejé caer y quedamos los dos acostados en la cama. Quedé frente a ella,
muy cerca. Le hablé despacio, acariciándole el cabello. Ella cerraba los ojos con fuerza.
–Respira –le dije–. Más lento.
Pasé mis pulgares por debajo sus ojos, la mano por las mejillas. Se comenzó a
calmar.
–Qué bolas –dijo. Me puso una mano en la cabeza. –Soy una idiota. Este cabrón
debe estar…
Cerró los ojos, y se acurrucó. Puso su rostro sobre mi cuello y su mano debajo de mi
brazo. Se secó las lágrimas, frotando su cara contra mi franela. Subió la cabeza, tomó la
mía con la mano y yo hice lo mismo con la de ella. Nuestras narices estaban unidas, sus
ojos seguían cerrados. Apretó mi cabello y frotamos las narices. Pensé algo como ahora o
nunca, y recorrí la poca distancia que separaba nuestros labios.
Me metió la lengua en la boca. Besaba con fuerza, hasta que chocaban los dientes.
Se montó sobre mí, pasó sus manos debajo de mi franela y me abrió el pantalón. No soltaba
mi boca. Empezó a masturbarme. Me apretaba duro, bajaba hasta más abajo de donde
duele. Traté de meter mi mano dentro del pantalón de su pijama, pero me detuvo con la
mano libre, y separó su boca. Se arrodilló a los pies de la cama, haló mis piernas hasta que
mis botas tocaron el suelo, tomó la base de mi pene y lo metió en su boca. Puse mi mano en
su cabello, y ella la quitó de un golpe, la aplastó contra la cama y me tomó los testículos.
Chupaba sin sacarse el miembro y sin abrir los ojos. Lo metía todo, lo sacaba casi todo y lo
volvía a meter, sin parar. Yo levantaba el cuello y veía su cabeza moviéndose de arriba
abajo rápidamente. Volví a tratar de acariciar su cabello, esta vez con las dos manos, y ella
volvió a aplastarlas contra la cama. Ahí las dejé, y luego ella apretó debajo de los testículos,
chupando más lentamente, hasta que eyaculé dentro de su boca. Se quedó unos segundos
más ahí. Después se levantó, apoyando sus manos sobre la cama, se pasó una por los labios
y bajó al baño sin mirarme. La escuché toser.
Cuando oí que la regadera se abrió sentí que no podía levantarme. No pestañeaba.
Estaba apoyado sobre mis codos y veía fijamente mis piernas desnudas, mientras
corroboraba con desconcierto y conmoción que ella había estado ahí. Pensaba en lo rápido
y lo exaltado que fue, y que debería bajar, meterme en la ducha y hacerle el amor. Escuché
la regadera cerrarse y advertí que ella estaba por subir y verme en esa posición penosa. Me
levanté de un golpe y me acomodé los pantalones. Me senté en la cama, y cuando la vi
aparecer en las escaleras, con la toalla puesta, sonreí y me quedé mirándola. Ella me vio
menos de un segundo, con una expresión parca. Después entró en su cuarto. Cerró la puerta
de un golpe.
Esperé un rato, viendo la puerta, y después toqué. No escuché nada. Volví a tocar.
–¿Ana? –la llamé.
Nada. Toqué otra vez.
–¿Ana? –insistí.
Se movió el picaporte, y la puerta se abrió con la gravedad. Ella estaba de espaldas,
recogiendo algo de la mesa de noche. El cabello le goteaba. Había ropa tirada por todo el
cuarto y un morral abierto en el piso. Ana apartó una gorra de Luis y la tiró contra la pared.
Me costaba tragar, y me atoré cuando intenté preguntarle qué ocurría. Dejó caer unas
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cremas en el morral y cogió más cosas, sin mirarme y sin hablar. La garganta me empezó a
doler.
–Me voy –dijo. No dejaba de tirar cosas en su morral.
–¿Qué? ¿A dónde? ¿Por qué? –pregunté. Estaba trastornado.
–Discúlpame –dijo–. A Caracas.
Cerró el morral de un tirón y se lo puso. Se dirigió hacia fuera. Se detuvo frente a
mí, que estaba en la puerta. La tomé de los brazos y la vi a los ojos. Ella veía mis zapatos y
se sujetaba con las manos las tiras del morral. Se pasó una mano por la cara, aplastándola, y
me vio. Cerré los ojos y respiré. No pude hablar.
–Permiso –me dijo. Quitó mis manos de sus hombros, se dio la vuelta y bajó.
Sentado en la cama matrimonial oí sus pasos rápidos sobre la madera de las
escaleras, alejándose. Dejé de aguantar y lloré, primero en silencio, y después, cuando
escuché que hubo salido, con fuerza. Estuve en eso un rato y después me quedé viendo el
techo hasta que me dormí.
Me desperté al poco tiempo con un ruido de carros llegando, pero fingí que dormía
hasta que alguien me movió. Chevy Chase.
–Que si te vienes –dijo–, cabe uno más.
–Ana se fue –dije.
–No, la alcanzamos –dijo–. Luis se quedó con ella allá en la carretera, en una
escena.
Me levanté. Había tres tipos cargando equipos y recogiendo las cosas de Luis.
Reconocí a uno de los que estuvo con nosotros los primeros días. Me saludó con un
movimiento de cuello. Entré al cuarto a buscar mi teléfono.
–¿Cabe uno más? –pregunté–. Yo no voy. Pasen por Aquiles y Koral.
–No, no caben –dijo el amigo–. Tú y porque te conseguimos aquí. Estamos llenos.
–Vente y le metes a la holandesa –dijo Chevy Chase.
–Búsquenlos –insistí.
–Sacudiéndose a la mujer –dijo Chevy Chase–. Mira, no. Nos vamos ya.
–Nos vemos allá –dijo el amigo, y bajaron y prendieron los carros, todo muy
rápidamente.
Llame a Aquiles y le dije que se habían ido. Mientras él y Koral llegaban escribí las
primeras páginas en el cuaderno azul.

III
Ya no hay sombra, aunque todavía no está completamente oscuro. El dolor de cabeza ha
disminuido un poco, y ahora mi mayor molestia es un pito en el oído (no sé en cuál) que, o
no había notado, o comenzó a afectarme hace poco. Sigue sin haber nadie haciendo ruido,
aunque hace un rato pasó un grupo al que creo haber escuchado comentar que de un
momento a otro se va a volver a montar Julie Delorme.
No puedo evitarlo: sigo aferrado a la idea de que Aquiles va a volver. Pero es una
idea necia, obcecada. No tiene porqué volver. La última vez que hablamos de eso estaba
amaneciendo, y por quinta vez me aseguró que sí, que iba a volver, que me quedara
tranquilo, que iba a ir a Mérida, a recoger un envío de dinero, cambiarlo en el banco y
volver. La primera vez que lo dijo, cuando compramos las pastillas en el autobús, sonaba
menos improbable. Fue hace un día, cuando llegamos a la finca. Estaba haciéndose de
noche.
Desde la carretera había que caminar unos veinte minutos. De lejos vi que Ana
estaba hablando con alguien en la entrada a la fiesta, al lado de la casa. Me adelanté a
Aquiles y a Koral, y logré pagar la entrada y entrar sin toparme con ella. Igual creo que me
evitó. Me quedaba un solo billete.
Caminé rápido un sendero de tierra hasta un grupo de colinas pequeñas donde había
carpas y gente sentada, o caminando a oscuras. Además de las linternas que tenían algunos,
lo único que alumbraba era un quiosco de bebidas, en el que pedí una cerveza.
Una de las colinas, que más que una colina es un barranco moderado, termina en
una explanada pequeña, donde todavía está la tarima. Detrás está la montaña, y mucho más
allá (ahora lo sé) el río. Ahí no había carpas, sino gente sentada o acostada, con los mismos
picnic de frutas y marihuana que todavía quedan, y me revientan, aunque no dejo de
preguntarme por cuánto más van a estar. Me instalé lo más apartado que pude y contemplé.
Se veían montañas perdidas en el horizonte, en todas las direcciones, y en un punto
pequeño se veía algo que parecía un volcán de relámpagos. Volcán que luego entendí o me
dijeron que era el Catatumbo, y que ahora que ha anochecido, sé que desde el sitio que hace
horas escogí para quedarme, no se ve.
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Cuando terminé la cerveza caminé por fuera de la zona donde estaban las carpas y
conseguí un sendero. Lo seguí y llegué a un lugar donde estaban unos desconocidos,
instalados al borde de un precipicio, con una carpa y una fogata. Estaban fumando, y salía
un humo blanco, que luego capitulé (creo que por sus expresiones) era heroína. Me senté
con ellos sin presentarme y sin fumar y me dio la impresión de que, o me confundieron con
alguien conocido, o prefirieron no preguntar.
Al rato uno de ellos encendió otro cacho, sin heroína, del que solamente fumé yo,
porque después de encenderlo me lo dio y se dedicó a jugar con una perinola de madera.
Uno a uno se fueron levantando y yo me quedé ahí, hablando, o tratando de hablar con el de
la perinola sobre algo que comenzó siendo el fenómeno de los relámpagos del Catatumbo y
que luego era la Guerra de las Galaxias, cuando él se levantó con un sobresalto al escuchar
que comenzaba a sonar la música.
Tomé una botella de agua que había entre las cosas de los desconocidos, me tragué
la pastilla y me quedé ahí, jugando con la perinola. También me distraje manteniendo viva
la fogata mientras pude, hasta que todas las raíces que podía conseguir se acabaron. Me di
cuenta de que cuando las brasas se consumieran iba a estar completamente a oscuras y abrí
la carpa para buscar una linterna. Indagué en la oscuridad los bultos que había y toqué algo
que, por la temperatura, supe que era un cuerpo humano.
Se levantó una figura delgada, con dreadlocks, que cuando se asomó a la puerta de
la carpa supe que era una mujer. Se estrujó los ojos.
–Qué hora es –me preguntó. Hablaba con la doble dificultad de quien se acaba de
despertar y no sabe hablar español.
–No sé –le respondí. Se rió sola, duro, pensé que por mi inglés.
–Qué desastre –dijo, ya en inglés–. Me tengo que ir ya. ¿Te puedes quedar aquí,
mirando las cosas?
–Sí –le dije–. Me puedo quedar un rato. Me da igual, en realidad. Por mí me quedo
toda la noche. Tengo curiosidad por ver a Julie Delorme, pero seguro para cuando toque
tendré mucho sueño. No he dormido casi, y la pastilla que me tomé aparentemente fue una
estafa.
Rió con más fuerza, y yo un poco. Entró a la carpa y sacó una linterna y un libro en
holandés, que cuando le pregunté me dijo que era The Naked Lunch. Me dio la linterna, se
sentó en el piso, con el libro entre las piernas y puso encima una bolsa de cocaína del
tamaño de una cebolla pequeña. La abrió, vació una porción en el libro, la cerró y la guardó
dentro de su ropa interior. Me pidió una tarjeta y un billete. Le presté el último que me
quedaba y mi cédula. Enrolló el billete y con una mano se sujetó el cabello, mientras
esnifaba, alternando las fosas nasales, cuatro de las seis líneas que hizo sobre la portada del
libro de Burroughs. Levantó la cabeza, con una expresión sobria, y me pasó el billete sin
mover el libro de entre sus piernas. Metí la cabeza entre ellas y olí las primeras rayas de
cocaína de mi vida. Fue algo que pensé comentarle en ese momento, pero que cuando subí
la cabeza y la vi, me pareció que hubiera sido como decirle a una recién conocida que
acababa de perder la virginidad, después de una revolcada impulsiva sobre la tierra. Se
levantó y se sacudió la tierra de su ropa.
–Si quieres deja las cosas ahí –dijo y rió, esta vez más tranquila–. Adiós –se
despidió, intentándolo otra vez con su pésimo español.
La miré caminado por el sendero hasta que su silueta se desvaneció por completo en
la oscuridad. Seguí contemplando el espacio que ella había ocupado un instante antes de
hacerse invisible a mis ojos, y me di cuenta del efecto que estaba experimentando. Sentí los
músculos, la circulación de la sangre, y una presión trepidante en mi mandíbula. Un peso
inexplicable, como de fuerza de gravedad aumentada, me empujaba contra la tierra. Un
peso bajo el que, sin embargo, me sentía en plena capacidad de moverme, con una agilidad
impetuosa, como de kung-fu. También advertía pensamientos que se sucedían unos a otros
en una dinámica similar a la que distinguí cuando estaba viendo la luna afuera de Las
Nubes. Palabras inasibles, empujadas por un tren japonés, creo que escribiría en el
cuaderno azul.
Me quedé un tiempo sentado, no sé cuánto, tratando de distinguir y seguir el
movimiento de insectos entre la maleza oscura, a la que mi vista se había acostumbrado.
Eso hasta que vi que se acercaba un grupo alumbrado por unas llamas pequeñas, que supuse
eran yesqueros. Mientras llegaban me di cuenta de que había estado arrancando raíces de la
tierra.
En el grupo venían el de la perinola, dos más de los que estaban cuando llegué, y
Aquiles. Aquiles se rió desconcertado y me pidió explicaciones. Mientras fumábamos le
respondí con un discurso extenso, en el que le relaté con gestos exagerados y detalles
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innecesarios todo lo que había pasado hasta ese momento, incluida la conversación sobre el
Catatumbo y la Guerra de las Galaxias, y una explicación sobre el libro que tenía la
holandesa, que Aquiles concluyó sin mucho asombro, aunque con incredulidad, que era
Julie Delorme.

Ya están desconectando los equipos. Pienso que lo que creí escuchar sobre que iba a volver
a montarse Julie Delorme fue una alucinación, y que lo que he estado esperando no es a
Aquiles, sino esa música. Recuerdo que ese sonido me hizo pensar en mitad de la fiesta que
todo el viaje había sido para asir en él todo lo que había leído, o pensado a solas, sobre la
eternidad contenida en el momento presente, o sobre el asesinato de cada momento, por
otro al que empuja una brisa suave o un tren japonés.
Me digo: todo lo que pensé y sentí en las cuatro horas que estuve bailando frente a
la holandesa, como un caballo que persigue una zanahoria (o como un perro que se persigue
una cola en la que unos niños amarraron unas latas), no era sino el entusiasmo de dos líneas
de cocaína, que se suponía fuera de Mérida, pero que bien pudieron haber sido de
Ámsterdam o de Medellín: lo que perseguía, forzándome a encerrarme en el tiempo, o a
escaparme de él, era el deseo secreto de que en algún momento la holandesa sacara otra vez
la bolsa, que ya debía ser del tamaño de un ajo, y se bajara mientras dejaba sonar los discos
a darme un poco más de esa sustancia, que hasta ayer me parecía que era, entre otras cosas,
la ruina de la juventud, y que hoy no sé qué me parece, pero que si tuviera el cuaderno azul
escribiría que lleva a experimentar la falsificación narcótica más verosímil posible de la
Verdad. Escribiría: una falsificación que más que pasear, aplasta contra la Verdad, y no de
una manera placentera y tormentosa, como lo hacen las sustancias a las que se rinde culto y
sobre las que se sostiene que develan al mundo tal como es, sino de la manera como ahora
sé que es la Verdad: seca, sólida como una roca de mil quinientos años, que se quiebra
cuando nadie la ve, o cuando todos la ven, la mayoría por televisión, y una minoría debajo
de una columna, protegiéndose de los escombros, o debajo de los escombros, desprovistos
ya de la angustia de protegerse de nada.
Escribiría: así estaba frente al río, despojado, contemplándolo fijo, como nunca se
contempla nada, sin ver para los lados ni pensar qué se está dejando de ver en los lados,
sino siguiendo sin conmoción el movimiento de las venas del agua abriéndose y
cerrándose: viendo sin sobresaltos la naturalidad con la que el mundo se aplasta a sí mismo,
sin dejar de saber, aunque sin detenerse a pensar en ello y sin precipitación, que Chevy
Chase y Koral estaban diez, o cien, o dos mil metros más allá, cogiéndose.
Cuando el sol estaba comenzando a salir, después que Julie Delorme se hubo bajado
de la tarima, Luis estaba montado poniendo música y Ana delante de él, ligera, aplaudiendo
con las manos arriba, como si se hubiera quitado la ropa y estuviera haciendo el saludo
yogui al sol, pero vestida y mirando de frente a Luis, quien hacía sonar una música que al
menos a mí me daban ganas de vomitar, o de defecar, o de salir corriendo a esconderme,
aunque lo que hice fue quedarme donde estaba, en el barranco que terminaba en la tarima.
Detrás de mí había una mujer inmensa, sin cabello, con una buchaca de cocaína por lo
menos tres veces más grande que la que tenía en la carpa Julie Delorme, y alrededor de ella
cada vez más gente. Estaba sentado, con las manos apoyadas sobre la tierra, contemplando
a Ana y a Luis y sintiendo unas nauseas que eran probablemente imaginarias, porque no
había nada que se moviera en mi cuerpo, ni por dentro ni por fuera.
Cuando vi a Chevy Chase subiendo el barranco me pareció que no había nada en él
distinto a la última vez que lo vi. Koral sí. A Koral le temblaban las manos. Tenía una
mueca que le estiraba de una manera casi imperceptible los labios hacia atrás. Parecía
frustrante pronunciar una palabra. Nos vimos a los ojos desde que ella empezó a subir el
barranco, pero lo que yo veía era una sombra, dos agujeros dentro de una circunferencia
blanca y fría que me miraba, o trataba de mirarme, pero como si estuviera viendo algo que
ella no sabía si era un antepasado o una fotografía, o al menos así me gustaría escribir en el
cuaderno azul. Cuando llegó hasta el punto donde yo estaba se sentó al lado mío y se quedó
viendo adonde veía yo, que podía ser a Ana, a Luis o al sol, pero que en ese momento era la
maleza en la que se perdía la montaña y aparecía el río. Chevy Chase apareció en frente de
nosotros, se agachó y estiró los brazos, poniendo las dos manos hacia arriba. Yo saqué mi
último billete y se lo di. Koral siguió el movimiento, y después se quedó mirándome de una
manera en la que distinguí una expresión de desgracia. Chevy Chase se volvió a perder a
nuestras espaldas y regresó antes de que pudiera detenerme a pensar o a ver nada, con una
tarjeta telefónica y una bolsa de cocaína del tamaño de un ajo.
Me lo dio todo a mí, no sé si porque yo había dado el billete, o porque quería
probarme. Yo lo tomé y metí cocaína a mi nariz como quien desentierra un tesoro, no sé si
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porque yo había dado el billete, o para probarle algo a Chevy Chase, o para herir a Koral, o
para herirme a mí, o para encontrar la Verdad. Me detuve cuando Chevy Chase me dijo
algo. Le pasé todo a Koral, que inhaló dos montoncitos, y después cerró los ojos y se movió
como si su columna fuera un látigo y lo hubieran azotado. Chevy Chase se terminó todo lo
que había en la bolsa, y después la lamió, la masticó, la sacó de su boca y la aplastó contra
el piso. Yo me levanté y dije mis últimas palabras antes de hablarle al árbol.
–Vamos al río –le dije a Koral–. Tiene que haber un río.
–¿Te vienes, Jesús? –le dijo ella a Chevy Chase

Ya recogieron todos los equipos. Sigue el pito en el oído, o en ambos, y suena más fuerte.
Hace un rato creo haber visto a Ana y a Luis llevándose algo de la tarima. Acabo de ver que
se acercan dos linternas, y se está empezando a divisar que son tres personas. Son voces
masculinas, tres hombres o dos hombres y una mujer callada. Pueden ser Koral, Luis y
Chevy Chase. Pueden ser Aquiles, Koral y Chevy Chase. No, son tres hombres, o dos
hombres y una mujer con el pelo corto o recogido. Pueden ser tres personas que no
conozco. Pueden ser Luis, Aquiles y Chevy Chase. Están alumbrando hacia mí. Me tapo
con la mano. Es Aquiles. El otro es el de la perinola. Y el otro es un hombre gordo, de
bigotes, con una camisa por dentro. Aquiles me está haciendo señas, se está riendo fuerte.
Creo que el hombre de bigotes es Manito.

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