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XII PREMIO UNED

DE NARRACIÓN BREVE
2001
JURADO

Luis Mateo Díez


Rosa Regás
José Romera Castillo
Juan González Álvaro
Francisco Gutiérrez Carbajo
XII PREMIO UNED
DE NARRACIÓN BREVE
2001

MONÓLOGO DEL CAFÉ SPORT


Enrique Vila-Matas

...y otros autores premiados

José Luis Muñoz de Baena Simón


Francisco García Pérez
Armando Ruiz Chocarro
Helena Fidalgo Robleda

Prólogo de Francisco Gutiérrez Carbajo

UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA


Para la ilustración de la cubierta se
ha utilizado un fragmento de la obra titulada
«Foro romano» (óleo sobre lienzo, 100 x 80 cm),
de la pintora Françoise Menard

Todos los derechos reservados.


Prohibida la reproducción total o parcial
de este libro, por ningún procedimiento
electrónico o mecánico, sin el permiso por escrito
del editor.

© UNIVERSIDAD NACIONAL
DE EDUCACIÓN A DISTANCIA - Madrid, 2002

Librería UNED: Bravo Murillo, 38 - 28015 Madrid


Tels.: 91 398 75 60/73 73, e-mail: libreria@adm.uned.es

© Françoise Menard. Ilustración de cubierta


Diseño de cubierta: Dpto. de Dibujo de la UNED

ISBN: 84-362-4596-2
Depósito legal: M. 3.390-2002

Primera edición: febrero de 2002

Impreso en España - Printed in Spain


Imprime: Impresos y Revistas, S. A. (IMPRESA)
ÍNDICE

Prólogo
Francisco Gutiérrez Carbajo.................... 9

PRIMER PREMIO

Monólogo del Café Sport


Enrique Vila-Matas ................................ 25

ACCÉSIT

El Coleccionista
José Luis Muñoz de Baena Simón........... 41

SELECCIONADOS PARA SU PUBLICACIÓN

El canguro rojo
Francisco García Pérez ........................... 57

Carretera perdida
Armando Ruiz Chocarro ......................... 73

Cuestión de competencias
Helena Fidalgo Robleda......................... 105
7
Prólogo

OS BUENOS escritores –como puede

L inferirse de la lectura de El caminan-


te y su sombra de Nietzsche– son
aquellos que aceptan los modelos de los
grandes creadores anteriores y luego saben
superar o modificar estos modelos con gra-
cia, de modo que se note al mismo tiempo la
sujeción y la victoria. Este principio parecen
seguir –con distintos procedimientos expre-
sivos– los ganadores del XII Premio de
Narración Breve de la Universidad Nacional
de Educación a Distancia. Cada uno de los
relatos se atiene en principio a un género
determinado, pero muy pronto se observa
que saben trascender el código estético en el
que inicialmente se habían instalado.

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PRÓLOGO

El ganador, Enrique Vila-Matas, elige en


el relato Monólogo del Café Sport la modali-
dad metafictiva, de tanta potencialidad fabu-
ladora en los escritores geniales como él. En-
rique Vila-Matas (Barcelona, 1948) es autor
de una importante obra narrativa que ha sido
traducida a doce idiomas, entre la que desta-
can La asesina ilustrada (1997, 1999), Impos-
tura (1984), Historia abreviada de la literatu-
ra portátil (1985), Una casa para siempre
(1988), Suicidios ejemplares (1988, 1991),
Hijos sin hijos (1993), Lejos de Veracruz
(1995), Extraña forma de vida (1997), El
viaje vertical (1999), premio Rómulo Gallegos
2001, y Bartlebey y compañía (2000), premio
Ciudad de Barcelona 2001.
De Enrique Vila-Matas ha afirmado la crí-
tica que «es uno de los fenómenos más curio-
sos, originales y seductores de la narrativa
española», que «ha logrado una completa

10
PRÓLOGO

maestría. Una maestría que hace de él un


autor insustituible». Se ha resaltado igual-
mente su «imaginación extraordinaria» y su
«prodigiosa capacidad de invención». Estas
dotes, reconocidas en sus novelas, están
igualmente presentes en Recuerdos inventa-
dos (1994) –una antología de sus mejores
relatos– y en Monólogo del Café Sport, gana-
dor del Premio de la UNED en su XII edi-
ción. En esta última narración, el autor se
acoge, como ya he señalado, a la modalidad
metafictiva. Casi al comienzo, conocemos que
el narrador «tras publicar su peligrosa novela
sobre el enigmático caso de los escritores que
renuncian a escribir, había quedado atrapado
en las redes de su propia ficción».
Desde los estudios de William Gass –acu-
ñador, según viene afirmándose, del término
metaficción en 1970– los trabajos de John
Barth, Margaret Rose, Linda Hutcheon,

11
PRÓLOGO

Patricia Waugh, Robert C. Spires, y de otros


investigadores hacen hincapié en determina-
das estrategias discursivas utilizadas ya en el
Quijote, de Cervantes, en Tristram Shandy, de
Laurence Sterne, y en buenas partes de las
novelas modernas. En fecha muy reciente se
han reeditado en español El cuento del tonel y
La batalla de los libros, de Jonathan Swift
(1667-1745), en los que el autor –instalado
ya en el universo metaliterario– concede
tanta importancia a los paraloquios o paratex-
tos como al propio texto. Los más rentables
desde punto de vista estilístico de estos pro-
cedimientos son magníficamente aprovecha-
dos por Enrique Vila-Matas, y las referencias
–por parte de las investigaciones– a la obra
de Nietzsche como inspiradora de algunos de
estos recursos– aparece explícitamente en
Monólogo del Café Sport, cuando se habla de
la literatura, de la muerte, y de la muerte de

12
PRÓLOGO

la literatura. Al protagonista del relato, como


a Kafka, todo lo que no sea literatura le abu-
rre, le cansa y le molesta.
En Monólogo del Café Sport los recursos
metafictivos y metaliterarios aparecen sus-
tentados en una trama, que si en ocasiones
resulta vecina del género policial, los meca-
nismos discursivos se encargan pronto de
deconstruir para instalarnos en el puro uni-
verso textual. Ello no quiere decir que al lec-
tor se le prive del placer de disfrutar con una
historia sabiamente construida y de acceder a
un espacio perfectamente perfilado. No reve-
laremos la historia ni el lugar donde se de-
sarrolla. Sí puede asegurarse que el lector se
verá atrapado por el «placer del texto», por el
enigma de la intriga y por las maravillas del
escenario. En estos mismos espacios se ha
adentrado recientemente Enrique Vila-Matas
en alguno de sus artículos periodísticos, y

13
PRÓLOGO

análogas sabidurías constructivas ha mani-


festado en narraciones anteriores. En todos
los casos, su escritura subraya el principio
enunciado por el narrador del Monólogo del
Café Sport, según el cual, «uno no puede ir
nunca contra la imaginación».
De la atmósfera cinematográfica en la que
se desenvuelve una buena parte de la historia
de Monólogo del Café Sport participa igual-
mente el relato El coleccionista, de José
Luis Muñoz de Baena Simón (Madrid, 1959).
Muñoz de Baena, profesor de Filosofía Jurí-
dica, ha obtenido varios premios literarios y
es un reconocido cinéfilo. El título del cuen-
to que obtuvo el primer accésit en la XII edi-
ción de los Premios de Narración Breve de la
UNED podría remitirnos a la famosa película
El coleccionista, de William Wyler, pero la
historia del señor Freitas es mucho más
moderna y está abierta a múltiples y diversas

14
PRÓLOGO

interpretaciones. Para explicar el sentido de


los acontecimientos se anuncia ya, casi al
comienzo del relato, que se hace desaconse-
jable «el recurso a la policía». Se trata, como
es obvio, de un guiño hermenéutico, que no
nos permite, en ningún caso, obviar el código
estético y estilístico de los grandes cultivado-
res de la novela negra como Chandler,
Hammett, Cain o Ross McDonald, del género
detectivesco de Simenon, de las estructuras
laberínticas de El manuscrito encontrado en
Zaragoza, de Potocki, o del relato policial de
Jorge Luis Borges o Adolfo Bioy Casares.
Con todos estos referentes, y con una
prosa límpida, impecable, precisa, Muñoz de
Baena logra desde el principio crear una
situación de suspense, en un relato en el que
la aparente sencillez no puede disfrazar un
complejo proceso de elaboración. El aparen-
temente cartesianismo aparece enseguida

15
PRÓLOGO

atravesado por una veta nietzscheana, no de


nihilismo y negatividad, sino de vitalidad y
afirmación: «Los hombres más fríos se dejan
cegar por la pasión», afirma en un momento
el narrador. En seguida se plantea el proble-
ma del ser y el parecer, aquel que ya embar-
gaba a los filósofos griegos en la época del
Edipo rey, de Sófocles. Este importante pro-
blema gnoseológico –y no los aparentes des-
pistes de un aficionado– es el que puede lle-
var al «más minucioso de los criminales a
pasar por alto las relaciones evidentes».
En un bar, como en el relato de Vila-
Matas, transcurre buena parte de la historia
de El canguro rojo, de Francisco García
Pérez (Oviedo, 1953). Su autor, doctor en
Filología con una tesis sobre Juan Benet, es
catedrático de Lengua y Literatura de IES;
fue fundador y director de la revista literaria
Juan Canas; desde 1992 coordina el suple-

16
PRÓLOGO

mento «Cultura», los jueves, en el diario ove-


tense La Nueva España; ha sido Premio
Atlántida y finalista del Premio Nacional de
Fomento a la Lectura. En 1998 vio la luz su
ensayo Una meditación sobre Juan Benet, y
ese mismo año se encargó de preparar y
sacar a la luz una magnífica edición de
Herrumbrosas lanzas, del autor de Volverás a
Región. Ha publicado libros de viajes, una
selección de sus artículos aparecidos en la
prensa y ha colaborado como guionista o
actor secundario en los filmes Despojos, El
llanero solitario y El vivo retrato.
En la acogedora atmósfera del café, creada
por el narrador de El canguro rojo, dice uno de
los personajes: «Háblame con propiedad y
habla con propiedad al compatriota». El na-
rrador –no sabemos si impelido por ese impe-
rativo– se expresa con una propiedad real-
mente encomiable. En El canguro rojo parece

17
PRÓLOGO

tenerse en cuenta la tesis de Óscar Tacca,


según la cual el relato es un juego de informa-
ción, y el reto que se impone al escritor es
saber administrar bien dicha información.
El narrador de El canguro rojo lleva a
cabo con gran tino esta tarea, y conocedor de
las diversas prácticas discursivas dirige la
historia con sorprendente habilidad.
Sin en El canguro rojo, el narrador no es
simple testigo, sino que interviene de forma
decisiva en la historia, esta intervención es
aún más significativa en Carretera perdida, de
Armando Ruiz Chocarro. Ruiz Chocarro,
natural de Cárcar (Navarra), se declara apa-
sionado de la novela negra y de la narrativa de
aventuras, ha sido galardonado en concur-
sos literarios celebrados en Azagra, An-
soain, Lerín, Torrero, Mendavia, Pamplona, y
ha recibido el Premio Gabriel Aresti de
Bilbao. Su relato Carretera perdida participa

18
PRÓLOGO

de la variedad policíaca y de la de aventuras,


aunque, como ya se anunciaba al comienzo de
nuestra introducción –y al igual que sucede
con el resto de los textos incluidos en este
volumen–, la narración no se deja encorsetar
en un solo registro y lleva implícita la posibi-
lidad de un desplazamiento permanente a
otras modalidades constructivas. Comparte
también con el resto de los autores seleccio-
nados la influencia del discurso fílmico, por lo
que no deben causar ninguna especie de sor-
presa las comparaciones que se establecen en
Carretera perdida con los actores del cine
gore, las referencias a los pijamas de dibujos
animados de la Warner, al caballo herido de
John Wayne en las laderas de Mount Valley, o
a los trucos utilizados por Paul Newman en la
película El buscavidas, de Robert Rossen. En
Monólogo del Café Sport, de Vila-Matas, tam-
bién se nos informaba que el personaje Felipe

19
PRÓLOGO

Tongoy –famoso en Francia por haber sabido


interpretar con éxito a un viejo siniestro–
había alcanzado la notoriedad por su actua-
ción como hombre-libélula en una película de
Fellini. Carretera perdida se presentó al con-
curso con el pseudónimo de Atticus Finch, el
personaje interpretado por Gregory Peck en
Matar un ruiseñor, de Rober Mulligan, pelícu-
la, a su vez, basada en una novela autobiográ-
fica de Harper Lee.
Los referentes del discurso fílmico le llevan
a Ruiz Chocarro no sólo a entablar un diálogo
intertextual con personajes y mitos del séptimo
arte sino también a aprovechar algunos de sus
procedimientos. Sobresalen, entre éstos, el
flash-back, el flash-forward, y otros recursos
que nos manifiestan que el tiempo –en la
mente de los personajes y en el universo tex-
tual– no es lineal, uniforme y compacto, sino
discontinuo, heterogéneo y fragmentado.

20
PRÓLOGO

Un cuidado tratamiento del tiempo –y


también del espacio y del discurso narrativo–
presenta el relato Cuestión de competencias,
de Helena Fidalgo Robleda. Helena Fidalgo
es licenciada en Filología Hispánica, editora
y periodista. Colabora como columnista en el
diario El Mundo-La Crónica de León y ha
publicado relatos y artículos en revistas cul-
turales como Turia y Zurgai. Ha llevado a
cabo investigaciones sobre la escritura auto-
biográfica, Mijail Bajtín, el teatro histórico,
la comunicación a través del ordenador y las
estrategias textuales, la reconstrucción histó-
rica y la ficción en la novela; y es una de las
mejores conocedoras de la obra de Ramón
Carnicer, autor al que sin duda va a contri-
buir a situar en su verdadera –y hasta ahora
no reconocida– dimensión.
Al igual que en Monólogo del Café Sport y
en El canguro rojo, el narrador de Cuestión

21
PRÓLOGO

de competencias elige como escenario un bar,


pero en ese reducido espacio, los personajes
se encargan de poner de manifiesto, como ya
anunció Mijail Bajtín, y han ratificado Julia
Kristeva, Gerard Genette y Tzvetan Todorov
–investigadores seguramente bien conocidos
por la autora– que su diálogo no encierra
solamente un valor discursivo sino que cons-
tituye también uno de los más importantes
elementos integradores de la trama. El dis-
curso de Silvino va componiendo, así, una
interesante y sorprendente historia, mientras
en una mesa cuatro hombres, concentrados,
taciturnos, juegan a las cartas, y Tomás el
propietario del local «pasa un trapo oscuro
sobre el viejo y deslucido mostrador trazando
amplios círculos con desgana». El escenario,
construido y presentado por la voz narradora,
se abre muy pronto a otros mundos posibles,
que, en Cuestión de competencias, la palabra

22
PRÓLOGO

de Silvino y de otros personajes se encargan


de proponer y diseñar. Como en el discurso
fílmico, el espacio se revela en toda su insis-
tencia, cuando alcanza una perspectiva que
no se limita a los bordes de lo visible, sino
que extiende su haz de luz a aquello que se
entrevee, se anuncia o se imagina. La narra-
ción en Cuestión de competencias alcanza
esta potencialidad compositiva, apoyada no
sólo en una acertada presentación cinemato-
gráfica del espacio, sino también en un ati-
nado tratamiento del tiempo y en una ajusta-
da utilización del lenguaje.
En resumen, los ganadores del XII Premio
de Narración Breve de la UNED, conocen
bien su oficio y están en posesión de una
poderosa capacidad fabuladora.

FRANCISCO GUTIÉRREZ CARBAJO


Decano de la Facultad de Filología

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MONÓLOGO DEL CAFÉ SPORT

Enrique Vila-Matas
BIOGRAFÍA

Nacido en Barcelona, en 1948, Enrique Vila-


Matas tiene una amplia obra narrativa que ha
sido traducida a doce idiomas, siendo sus títulos
más destacados La asesina ilustrada (1977),
Historia abreviada de la literatura portátil
(1985), Suicidios ejemplares (1988), Hijos sin
hijos (1993), Lejos de Veracruz (1995), Extraña
forma de vida (1997), El viaje vertical (1999),
premio Rómulo Gallegos 2001, y Bartleby y com-
pañía (2000), Premio Ciudad de Barcelona del
2001.
Ha publicado también cuatro colecciones de
ensayos y artículos literarios: El viajero más lento
(1992), El traje de los domingos (1995), Para
acabar con los números redondos (1997), y Desde
la ciudad nerviosa (2000).

26
V
ERÁ USTED, yo estaba enfermo de
literatura, lo mío era grave y alar-
mante, leía el mundo como si fuera
la prolongación de un interminable texto lite-
rario, estaba impregnado de literatura,
hablaba en libro. No desdeñaba como carne
literaria prácticamente nada, es decir, estaba
condenado a fijarme en todo: en las lágrimas
de la viuda, pero también en sus piernas
enloquecedoras, en la mosca que se posaba
en la nariz de la carnicera, en la mágica luz
que invade las ciudades en el instante final

27
ENRIQUE VILA-MATAS

del atardecer. Era un fastidio porque no es


que me interesara la literatura, no es que sin-
tiera cierta atracción por ella, no, es que yo
era literatura.
Estaba muy enfermo de literatura y para
colmo, en un intento de curarme un poco, no
tuve mejor idea que visitar a mi hijo Rodolfo,
ágrafo trágico en Nantes. Fui con el propósi-
to de viajar y airearme un poco, de tratar de
huir de mi enfermedad y, de paso, echarle
una mano a mi hijo, que llevaba una tempo-
rada muy rara, pasaba por momentos delica-
dos pues, tras publicar su peligrosa novela
sobre el enigmático caso de los escritores
que renuncian a escribir, había quedado
atrapado en las redes de su propia ficción y
se había convertido en un escritor que, pese
a su compulsiva tendencia a la escritura,
había quedado totalmente bloqueado, parali-
zado, ágrafo trágico en Nantes.

28
MONÓLOGO DEL CAFÉ SPORT

Fui a verle con la intención de ayudarle,


viajé a Nantes sin escuchar a su madre, que
me había dicho que visitar precisamente al
heredero de todas mis neurosis era lo menos
indicado para intentar salir de mi enferme-
dad. Rosa, mi mujer, tenía toda la razón. En
Nantes no me encontré más que con otro
enfermo de literatura. Y no sólo eso. Desde el
primer momento Rodolfito, que en el fondo
me ha odiado siempre, intentó contagiarme
sus neurosis, y es más –tardé en saberlo pero
en cuanto lo descubrí quedé aterrado–,
intentó matarme de una sobredosis de litera-
tura.
Regresé a mi casa de Barcelona antes de
que Rodolfito cavara mi tumba. Y en los días
que siguieron me dediqué, con un grandísimo
pero sin duda efectivo esfuerzo, a no pensar
en nada que me remitiera a la literatura. Verá
usted, pasó entonces algo horrible. Comencé

29
ENRIQUE VILA-MATAS

a pensar sólo en la muerte, me pasaba horas


enteras pensando en ella. A eso me condujo
eludir a la literatura. Incluso cuando dormía
pensaba en la muerte. Lloraba en sueños y
luego despertaba y le decía a Rosa que no
había sido nada, de verdad, sólo un sueño o
algo parecido, no ha sido nada. Pero no era un
sueño, no era una pesadilla, era una voz lúgu-
bre, la Voz que hasta de noche me rondaba y
me decía que iba a morir y que ya faltaba
poco. Me despertaba de noche y, tras decirle
a Rosa que no era nada, iba a la cocina a
beber algo, cualquier cosa con alcohol, y
hasta la cocina me seguía mi mujer que, en
cuanto me cazaba con una botella de algo; me
decía que yo estaba fatal y que de aquella
forma no podía continuar y que quizás sería
mejor que hiciéramos los dos algún viaje, a
ver si podía olvidarme de la muerte, aunque
fuera a costa de volver a pensar en la litera-

30
MONÓLOGO DEL CAFÉ SPORT

tura. Y un día ella apareció con dos billetes


para las islas Azores.
Y aquí estoy yo ahora, ya ve usted, en la
isla de Faial, en las Azores, en este encanta-
dor Café Sport. Quisiera preguntarle si le
interesa la literatura, pero no voy a hacerlo.
Tampoco voy a preguntarle por el hombre
más feo del mundo, por el feo Tongoy, segu-
ramente no le conoce. Sólo quiero que sepa
que el feo Tongoy ayer me cambió la vida, en
este bar, en el Café Sport. Seguramente
usted no conoce a Tongoy, llegó a esta isla
como mi mujer y yo, el pasado viernes.
Seguramente no ha hablado con él, pero qui-
zás le haya visto, y si lo ha visto no creo que
haya podido olvidarlo, porque es el vivo
retrato de Drácula, es el hombre más feo del
mundo.
Tongoy es de origen chileno, pero tam-
bién polaco. Es actor, vive en París desde

31
ENRIQUE VILA-MATAS

hace medio siglo, procede de una familia de


judíos polacos que emigraron a Chile y se
instalaron en San Felipe, una pequeña
población de ese país. En realidad, él se
llama Felipe Schulz, pero su nombre artísti-
co es Felipe Tongoy. Últimamente se ha
hecho famoso en Francia por una película en
la que interpreta a un siniestro viejo que se
dedica a raptar niños. Y en su momento,
hace ya bastantes años, fue también algo
famoso porque hizo de hombre-libélula en
una película de Fellini. Pero no, ya veo que
usted no ha visto nunca a Tongoy, ni siquie-
ra en el cine. Yo le vi ayer aquí, en este bar.
Rosa se había quedado en el hotel y yo hice
una escapada consentida y no sé cómo fue
que entablé conversación con él. En escasos
minutos se estableció entre los dos una rela-
ción de gran confianza, de pronto era como
si nos conociéramos de toda la vida. Nos

32
MONÓLOGO DEL CAFÉ SPORT

cogimos tan gran confianza que a los pocos


minutos yo me atreví a preguntarle en qué
momento de su vida había descubierto que
era feo.
Pues mira, me dijo Tongoy, yo tenía unos
siete años y fui de excursión con mi familia.
Con nosotros iba Olga, una amiga de mi
madre. Olga estaba embarazada y, en un
momento dado, tras una larga y extraña dis-
cusión, acabó preguntándole a mi madre:
«¿Tú crees que mi bebé sacará la leche de
mi sangre?». Al oír esto, le dije a Olga en mi
lenguaje de niño: «¿Pero cómo puedes ser
tan tonta?». Ella entonces me miró con rabia
y me dijo: «Dios mío, ¿cómo puedes ser tan
malo y tan feo?». Cuando volvimos a casa, le
pregunté a mi madre si era verdad que yo era
feo. Me dijo: «Sólo en Chile». En ese preciso
instante me juré que algún día tendría el
mundo a mis pies.

33
ENRIQUE VILA-MATAS

Tongoy es fantástico. Una vez, cuando era


joven, una chica se enamoró de él. Ella iba a
comprar a una tienda que estaba situada en
el mismo subterráneo donde él vivía. No
había luz. La chica llegó a perseguirle.
Tongoy le explicó que su entusiasmo se debía
a un efecto de luz, que no había que ser tan
literaria en la vida y que si supiera que a él
le gustaban los hombres se moriría. Así cortó
de raíz el sentimiento que había nacido en
ella.
Tongoy piensa que esa chica era maravi-
llosa, una gran persona, y que en general las
historias de amor no son historias sexuales,
son historias de ternura. Tongoy piensa que la
gente no entiende eso, o no quiere entender-
lo. Tongoy, ayer al atardecer, aquí mismo
donde estamos usted y yo ahora hablando, me
cambió la vida. Verá usted, cuando le oí decir
que le había dicho a la chica que no había

34
MONÓLOGO DEL CAFÉ SPORT

que ser tan literaria en la vida, me bebí de un


solo trago una ginebra y me atreví a contarle
mi problema, le expliqué que, cuando logra-
ba dejar de pensar en literatura, pensaba en
la muerte, y viceversa. Le hablé de mi círcu-
lo infernal. Tongoy, Drácula en el crepúsculo,
me escuchó como me escucha usted ahora en
estos momentos, con paciendia y compren-
sión, hasta diría que con ternura.
Cuando terminé de hablar, Tongoy me
dijo, sin saber que iba a cambiarme la vida:
«¡Pero esto es tremendo! ¿Cómo puedes vivir
así? En lugar de dar tantas vueltas a la muer-
te y la literatura, deberías ser menos egocén-
trico y preocuparte por la muerte de la litera-
tura que, de seguir las cosas como van, está
al caer. Eso sí que debería quitarte el sueño.
¿Acaso no has visto cómo están arrinconan-
do a la verdadera literatura?».
La muerte de la literatura.

35
ENRIQUE VILA-MATAS

No sé cómo fue que me vino a la memoria


una frase de Nietzsche, que yo siempre he
leído de mil formas distintas, depende del
sentido que en su momento quiera darle.
Para mí es una frase comodín: «Algún día
mi nombre evocará el recuerdo de algo terri-
ble, de una crisis como no hubo otra en la
tierra».
Verá usted, uno no puede ir contra su ima-
ginación, y yo en ese momento, aquí en el Café
Sport, hablando con el feo Tongoy, Drácula de
todos mis espectáculos, imaginé que algún día
mi nombre sería evocado para recordar una
crisis terrible que la humanidad había supera-
do gracias a mi heroica conducta cuando, qui-
jote lanza en ristre, habría arremetido contra
todos los enemigos de la literatura.
Y es más, tuve el más extraño pensa-
miento que jamás ha tenido un loco en este
mundo y me dijo que sería conveniente y

36
MONÓLOGO DEL CAFÉ SPORT

necesario, tanto para el aumento de mi


honra como para la buena salud de la repú-
blica de las letras, convertirme en carne y
hueso en la memoria de la literatura, en la
literatura misma, es decir, en esa actividad
que a comienzos de este nuevo siglo vive
amenazada de muerte, encarnarme pues en
ella e intentar preservarla de su posible de-
saparición reviviéndola, por si acaso, en mi
propia persona.
Nada le dije al feo Tongoy de estos pensa-
mientos. Pero, eso sí, le agradecí en silencio
que hubiera sabido reconducir el pequeño
espectro de mis obsesiones personales hacia
un tema más amplio, el de la muerte de la
literatura. Le agradecí en silencio que me
hubiera ayudado a ver que la lucha contra la
muerte de la literatura debía tener prioridad
absoluta sobre el combate contra mi propio
mal, bien mirado tan pequeño.

37
ENRIQUE VILA-MATAS

Y aquí me tiene usted ahora, soy la


memoria de la literatura. Lichtenberg
decía que un hombre inteligente acostum-
bra a decir primero en broma lo que des-
pués repetirá seriamente. Lo que yo ayer
imaginé medio en broma mientras hablaba
con Tongoy, hoy ya ni lo imagino ni es
broma, lo digo seriamente, soy la memoria
de la literatura y estoy en pie de guerra.
Hace un rato, Rosa me ha dicho que me
encuentra algo cambiado, no sabe lo acer-
tada que está. Porque lo cierto es que se ha
producido en mí un pequeño cambio, he
tomado la medicina de Tongoy. He dejado
atrás mi mal y ahora soy la memoria de la
literatura, soy una historia ambulante y no
puedo ni quiero ser nada más que eso, por-
que todo lo que no sea memoria de la lite-
ratura me aburre y lo odio, me molesta o
estorba.

38
MONÓLOGO DEL CAFÉ SPORT

Sólo me apena algo, me entristezco si me


pregunto a dónde va la literatura. ¿A dónde
quiere usted que vaya? En realidad la literatu-
ra va hacia sí misma, hacia su esencia que es
la desaparición. Y eso me apena, claro, porque
vuelvo a pensar en la muerte aquí y ahora, en
este triste atardecer, aquí en el Café Sport.

39
EL COLECCIONISTA

José Luis Muñoz de Baena Simón


BIOGRAFÍA

Nacido en Madrid en 1959. Doctor en


Derecho y profesor titular en el Departamento de
Filosofía Jurídica de la UNED, de cuya Facultad
de Derecho es vicedecano desde 1998. Escribe
relatos desde comienzos de los ochenta. Ha gana-
do varios premios literarios, y textos suyos han
sido leídos en sesiones de cuentacuentos y en
programas radiofónicos. Actualmente concluye
su primera novela, Todos los gusanos del mundo.
L
A NUEVA SECRETARIA de Freitas se
había hecho cargo del envío a prime-
ra hora. Del individuo que lo dejó,
apenas pudo aportar datos: un hombre alto y
enjuto, de manos trémulas. Freitas contempló
largamente el paquete lleno de agujeros antes
de rasgar el cartón que lo envolvía. Ante sus
ojos atónitos, una mujer de poco más de vein-
te centrímetros, desnuda, cayó sobre el cuero
verde de la escribanía.
Rebuscó en la caja, tratando de lograr
alguna explicación. Además de dos juegos

43
JOSÉ LUIS MUÑOZ DE BAENA SIMÓN

completos de ropa de muñeca, halló una


misiva escrita a máquina que rezaba así:

«Estimado señor:
La gran estima y alta consideración de
que goza en esta comunidad hacen de usted
la persona idónea para recibir gratuitamen-
te uno de nuestros productos. Sin duda
habrá oído hablar de ellos, aunque tenemos
por norma guardar la máxima discreción y
sustraer a la publicidad unos trabajos cuya
factura artesanal y espléndido acabado
rehuyen la demanda masiva. Éste que hoy
ponemos en sus manos es, como todos los
demás, un pequeño prodigio destinado a
satisfacer los caprichos más exigentes, las
fantasías más arrebatadas y –perdónenos la
confianza– los deseos más inconfesables.
Disfrute con él, es un regalo. Usted se mere-
ce algo así.

44
EL COLECCIONISTA

Si se interesa por nuestros productos,


háganoslo saber. Sea discreto, no lo lamenta-
rá. Atentamente,
D.».

Seguía un apartado de correos, que


Freitas imaginó verdadero. Era cierto que los
rumores sobre tan execrable comercio ha-
bían llegado a sus oídos, si bien en unos tér-
minos que hacían desaconsejable el recurso
a la policía: se hablaba de complicidades en
las más altas esferas, de casos de corrupción
que implicaban a personas aparentemente
irreprochables. Mirando a aquella criatura
indefensa, le acometió una violenta sensa-
ción de desamparo: se supo solo, aprisionado
por la fuerza de su secreto.
Freitas no era un héroe. Decidió no com-
plicar el asunto con una investigación poli-
cial que, en el mejor de los casos, pondría en

45
JOSÉ LUIS MUÑOZ DE BAENA SIMÓN

peligro su prestigio y el de la firma que


representaba. Cuidaría de la mujer con todo
el esmero que le fuera posible, con la dili-
gencia de un padre solícito, proporcionándo-
le cuanto pudiese necesitar. Después de
todo, era responsable de ella.
Durante las semanas siguientes, la tarea
le resultó menos penosa de lo que imagina-
ba. Modificó sus costumbres y adquirió el
saludable hábito de retirarse a horas tem-
pranas; despidió a la criada, temiendo algu-
na indiscreción; se deshizo del gato, un sia-
més artero y (espanta decirlo) carnívoro
impenitente.
La criatura no hablaba ni parecía excesi-
vamente interesada en cuanto le rodeaba,
pero, por lo demás, resultaba una compañía
inmejorable dentro de sus limitaciones.
Freitas, hombre optimista y vital, aprendió
pronto a valorar en su justa medida el lado

46
EL COLECCIONISTA

positivo de una situación tan delicada: la


mujer, de unos treinta años, poseía un rostro
agraciado, aunque no bello, y unas formas
aceptablemente seductoras. Su compañía
resultaba más interesante y menos molesta
que la del gato. En suma, aquella súbita
irrupción vino a alegrar su monótona existen-
cia de solterón vocacional.
El mejor de los sueños puede transformar-
se en pesadilla. A los dos meses, otra caja
agujereada apareció una mañana en su des-
pacho. En el interior, además de un hombre
cuarentón, de pelo entrecano y barriga inci-
piente, había una nota:

«Estimado Freitas:
Nos extraña no haber recibido noticias
suyas. Con el fin de decidirle a aceptar una
oferta tan tentadora, ponemos en sus manos
otro de nuestros productos de forma igual-

47
JOSÉ LUIS MUÑOZ DE BAENA SIMÓN

mente gratuita. Por desgracia, las leyes del


mercado son implacables: bien lo sabe usted,
que ha amasado su fortuna y su merecido
prestigio sometiéndose a ellas. Por tanto, el
próximo envío será contrareembolso de la
cantidad que figura en el papel adjunto (una
miseria, teniendo en cuenta la calidad del
producto y los elevados costes de produc-
ción). No deje escapar esta oportunidad de
poseer una colección única, compuesta por
piezas rigurosamente irrepetibles. Formule
ya su pedido. Al hacerlo, a la vez que aumen-
ta su patrimonio, conseguirá de la forma más
cómoda y discreta reducir el tamaño de sus
problemas.
No lo piense más y rellene el casillero
adjunto. Siempre suyos,
D.».

48
EL COLECCIONISTA

Freitas se derrumbó sobre su sillón.


Intentaba calibrar la magnitud del chantaje,
prever las consecuencias de aquella trampa sin
salida. Por primera vez en muchos años, la san-
gre fría le había abandonado. Imaginó su casa
llena de diminutas criaturas dóciles y silen-
cionsas, de rostros familiares, contemplándole
con ojos inexpresivos. El pánico le llevó a
cometer una torpeza que pudo tener conse-
cuencias fatales: al cerrar la caja, dejó fuera
uno de los brazos del hombrecillo, que quedó
aprisionado y crujió de forma inquietante. Por
fortuna, la cosa no fue a mayores: lo comprobó
cuando aquella noche los dos seres comenza-
ron a acariciarse de forma primitiva, aparente-
mente ausente de calor y ternura, sobre la mesa
de su gabinete. Vencido por el pudor, asustado
por una voluptuosidad largo tiempo dormida,
salió de la habitación. Allí, tras los cristales de
la puerta, se percató por fin de la magnitud de

49
JOSÉ LUIS MUÑOZ DE BAENA SIMÓN

su poder, su implicación activa y complacida


en aquella blasfema parodia del Edén.
Al día siguiente, más relajado, Freitas
creyó tener claro el siguiente paso. Tomó la
pluma (nunca la utilizaba, salvo en las oca-
siones solemnes) y escribió una amable misi-
va al apartado de correos, adjuntando un
talón al portador. Meditó unos segundos
antes de rellenar el casillero. Nadie podría
decir si el motivo de su duda fue moral o si,
como es de imaginar, sólo la prudencia lo
retuvo. No era cuestión de errar el golpe
escogiendo un nombre inadecuado.
A las dos semanas, llegó otra caja aguje-
reada. La recibió con expectación, pronto
mudada en alborozo. El anciano calvo y
enjuto que contenía, empresario de prestigio
y viejo rival suyo, era uno de esos hombres
que tienen la imprudencia de calcular mal
las fuerzas de sus enemigos.

50
EL COLECCIONISTA

Lo dejó en el suelo de la cocina, con la


tapa de la caja abierta, atado con un delgado
hilo de bramante. No olvidó depositar a su
lado algo de comida. «Al fin y al cabo, es un
ser humano», se dijo. Pero no volvió a apagar
la luz de la cocina.
La casa, privada durante muchos años
de calor humano, pareció revivir durante
unas pocas semanas. Pero no se hizo ilusio-
nes: sabía que aquellos juegos de coleccio-
nista, progresivamente privados de inocen-
cia, le llevarían hasta la abyección más
absoluta.
El drama llegó de forma inesperada, con
ocasión de una reyerta pasional. Una noche,
el hombre golpeó a la mujer y ésta gritó,
despertando a Freitas. La confusión y el mal
humor se trocaron en ira cuando contempló
la escena, bañada por la luz amarillenta del
gabinete… Allí, en aquella apacible atmós-

51
JOSÉ LUIS MUÑOZ DE BAENA SIMÓN

fera de placidez burguesa, desmembró al


homúnculo con ayuda de un abrecartas,
ante la suplicante mirada de la mujer. Lo
hizo fríamente, sin repugnancia ni mira-
mientos, como quien da rienda suelta a una
urgencia fisiológica: al terminar, acudió a la
cocina para dedicarse al anciano. Después
no fue ya capaz de detenerse y siguió con
ella. Las primeras luces del alba lo sorpren-
dieron sentado frente a la chimenea, que-
mando los últimos restos, esperando en
vano la amarga visita de la contrición.
Nadie es capaz de sentirse Dios sin conver-
tirse en un demonio.
D. continuó enviándole paquetes, a razón
de uno cada mes. Los elevadísimos costes
esquilmaron su patrimonio, pero eso no pare-
cía importarle. Su nuevo y costoso vicio le
obligó a adoptar continuas precauciones, que
convirtieron su casa en una fortaleza.

52
EL COLECCIONISTA

Freitas era un hombre lúcido: nunca se


engañó con respecto al fin de aquella singu-
lar aventura. Esa conciencia de la finitud de
su relación comercial con D. lo alentaba a
disfrutar con mayor ahínco de sus criaturas,
en un desfile de bajezas cuyos pormenores
serían imposibles de imaginar.
Un viernes de julio, uno de esos días calu-
rosos en que el trabajo se convierte en un
tormento, descubrió, mientras dictaba una
carta, que deseaba a su secretaria. Con más
ímpetu que cortesía, le solicitó una cita. La
inicial ambigüedad de la mujer le decidió a
manifestar sus intenciones de forma que
podríamos considerar explícita. Ella, ofendi-
da, lo abofeteó y se despidió, no sin escuchar
de labios de Freitas insultos irreproducibles.
Esa noche, ciego de ira, optó por la peor de
las venganzas: escribió el nombre de ella en
el casillero del mes.

53
JOSÉ LUIS MUÑOZ DE BAENA SIMÓN

Los hombres más fríos se dejan cegar por


la pasión; el más minucioso de los criminales
pasa por alto relaciones evidentes. Freitas
nunca sospechó la imaginable vinculación
de la mujer con D., ni malició las conse-
cuencias de una humillación como aquella.
Una noche, de regreso a casa, dos hombres lo
introdujeron en un coche y allí lo narcotiza-
ron. Cuando despertó, en un lugar descono-
cido, se sentía extrañamente incapaz de fijar
su pensamiento; por fortuna para él, algunos
detalles harto evidentes (la holgura de su
ropa, el tamaño de la silla, la desmesurada
altura de la habitación) le ayudaron a com-
prender que el proceso estaba en marcha.
Oír la voz de la secretaria al otro lado de la
puerta y descubrir a su espalda la ventana
inmensa, la silla junto a ella, fue todo uno.
Ni siquiera la abrió. Mientras descendía,
con el cuerpo perlado de cristales y la boca

54
EL COLECCIONISTA

llena de aire frío, pensó estúpidamente que


el cielo estaba nublado y, sin embargo, él ya
no iba a ver llover.

55
EL CANGURO ROJO

Francisco García Pérez

A Boni Pérez, que me contó la historia.


A Milo Rodríguez Cueto, que no la usó.
BIOGRAFÍA

Francisco García Pérez (Oviedo, 1953) es


catedrático de Lengua Castellana y Literatura en
Gijón.
Fundó la revista literaria Juan Canas y fue
Director General de Difusión Cultural del
Principado de Asturias, traductor y jurado en
numerosos concursos literarios.
En la actualidad coordina el suplemento
«Cultural», en el diario ovetense La Nueva Espa-
ña. Ha sido Premio Atlántida y finalista del
Premio Nacional de Fomento a la Lectura.
En 1981 publicó el libro de viajes Crónicas de
El Bierzo (Penthalon, Madrid). En 1998, vio la
luz su ensayo Una meditación sobre Juan Benet
(Alfaguara, Madrid), y en octubre, en la misma
editorial, la versión definitiva en un solo volumen
de Herrumbrosas lanzas benetianas, edición que
se encargó de preparar y prologar.

58
P
EOR ES LO NUESTRO –dijo el único de
los tres que no llevaba cazadora–.
Acabamos de matar a un canguro
rojo.
Yo había entrado en aquel bar de carretera
movido por urinarias urgencias: soy un profe-
sor que no orina (con perdón) en cualquier
parte, ni incluso en cualquier parte de aquel
desierto. Es más, soy de la idea de que un pro-
fesor español y de español, debidamente
comisionado por la embajada de Canberra, no
puede dar un mal ejemplo renal a cualquier

59
FRANCISCO GARCÍA PÉREZ

automovilista nativo deteniendo el coche


donde le pete para verter aguas en medio de la
desolación de la Australia profunda. Empero,
y aunque se trate de un asunto de menor cuan-
tía, también necesitaba un café que me des-
pejase el sueño, antes de llegar a Deep Well,
o como se llamase aquel sitio, donde debía
pronunciar, al día siguiente, una conferencia
sobre algunos aspectos sintácticos en la prosa
de la santa Teresa de Jesús.
–Háblame con propiedad y habla con pro-
piedad al compatriota: al canguro rojo lo
mataste tú –corrigió el de la barba, que sí lle-
vaba zamarra: una chupa marrón un punto
raída.
Quiero decir que lo que yo menos espera-
ba encontrarme allí y en aquella noche era a
tres ciudadanos de Orense (o bien Ourense,
mas dejémoslo así), con una aparente manse-
dumbre en sus caras, producto de la perple-

60
EL CANGURO ROJO

jidad y el cansancio, como supe después,


cuando me relataron la historia del canguro.
Trataré de explicarme. Hay españoles que
viajan al más o menos cercano Ayers Rock, a
la montaña de todas las postales preolímpi-
cas australianas, por el purito ése del viaje
de novios. Parejas ecologistas, aventureros
con guía, gente extraña. Nunca tres señores
de Orense. Entré, como cuento, en el bar, con
quizá excesivo apremio de micción. Tal fue
así que tropecé con una de las sillas, mal dis-
puestas a la entrada, por mi interés en
columbrar, a un tiempo, los baños y la barra
donde pedir el café. No caí de bruces por una
nada y me cegó el inconsciente. De modo
que, en lugar de recomponer la figura y la
dignidad propias de un docente, me aver-
güenza confesar que exclamé:
–¡La madre que me parió, casi me
mato!

61
FRANCISCO GARCÍA PÉREZ

Me arrepentí al punto de mi exabrupto (ya


dije que soy profesor de castellano), pero
desde una de las escasas mesas, el barbudo
levantó ojos y voz a un tiempo al grito de
«¡Joder, un compatriota!».
Así pues, me invitaron a sentarme con
ellos, y, al descubrir mi nacencia asturiana,
allí crecieron un regocijo y una hermandad
momentáneos por los inevitables rencores
regionalistas:
–De hermandad, nada –terció el serio, al
referirme yo a ella–. Gallegos y asturianos,
primos hermanos. Parentesco de segundo
orden.
La historia del canguro rojo no tardó en
venir a conversación. Porque el placer de
recuperar lengua común en extraña tierra
lo veía yo ensombrecido por cierta actitud
de mis nuevos conocidos que revelaba una
inquina neta del barbón y del adusto hacia

62
EL CANGURO ROJO

el alto, el único de los tres que desafiaba al


frío de aquella noche australiana de abril
en mangas de camisa. Al preguntarme por
mi estadía en aquella alejada tierra, les
conté cómo el fracaso en mis oposiciones a
profesor de universidad me había llevado a
solicitar plaza, donde fuese, al Ministerio
de Asuntos Exteriores. Fracaso en mo-
do alguno debido, aclaré enseguida, a mi
desconocimiento de los entresijos de la
lengua hispana ni aun de su literatura, sino
a unos injustificados recelos estamentales
que bien supo subsanar el Instituto
Cervantes llevándome de bolos un tiempo
por Europa y enviándome más tarde a la
Australia en que nos encontrábamos a
causa de un asunto que nunca se me per-
mitió aclarar de modo cabal y en el que se
hallaba implicada cierta casquivana alum-
na austriaca.

63
FRANCISCO GARCÍA PÉREZ

–De modo que te han dado la boleta aus-


traliana –resumió el malhumorado.
–Peor es lo nuestro –fue entonces cuando
lo dijo–. Acabamos de matar a un canguro
rojo.
Les pedí pormenores, al entender que se
trataba de personas atribuladas por haber
disminuido la población de fauna autóctona.
Bien es sabido que la verbalización acalla
negruras de conciencia.
–Para fauna estamos –rió el barbiespeso–.
Por mí que le den por el rasca a la fauna de
este sitio y a toda la fauna, salvedad hecha
del percebe. Cuéntaselo al profesor.
Y allí, al calor del café (mío) y a la acidez
de las cervezas (orensanas), allí tan lejos de
todo, conocí que estaba conversando con tres
geólogos a los que cierta melancolía gallega
y unas perspectivas laborales inciertas les
habían hecho aceptar una contrata en la zona

64
EL CANGURO ROJO

de Meerenie y de Palm Valley para preparar


una memoria sobre yacimientos, que intere-
saba a una conocida empresa multinacional
con sorprendentes ramificaciones en la zona
de Arosa.
–Volvíamos hoy de ver terrenos. Se estaba
haciendo de noche y yo, la verdad –dijo el
espigado– iba conduciendo y creo que corría
un poco.
–Ibas a toda hostia –precisó el grave.
–Yo le advertí que nos íbamos a salir del
camino –continuó el barbas.
–Bien, pues yo iba ciego con la neblina,
con el anochecer, con el cansancio, y bastan-
te tuve para mí al ver frente al otro lado del
parabrisas a aquel bicho enorme, o, mejor, a
los ojos de aquel bicho enorme. Era un can-
guro, un canguro rojo, aislado de su grupo,
porque también les gusta a esos cabrones
andar a su aire. Y, sí, le di de frente.

65
FRANCISCO GARCÍA PÉREZ

–Caramba –traté de animar–. Pero fue un


accidente. Además, ya no son especie tan
protegida: un millón al año se sacrifican.
–Y eso qué coño tendrá que ver –se contrarió
el narrador–. Bueno, nos bajamos del jeep y ahí
estaba el animal, frito, inmóvil del topetazo.
–Muerto –susurré con el debido respeto–.
Debió de ser una impresión.
–De eso ya hablaremos –me cortó el gra-
vedoso–. Lo que le tiene a usted que contar
es lo de la foto.
–Una bobada, fue una bobada que se me
ocurrió –reconoció el geólogo mocetón–.
Pensé que no era mala idea sacarle una foto:
un canguro rojo tieso no se ve a diario.
–Eso –se burló el barbado–. Llegaríamos a
Orense y diríamos a los amigos: «Mira, mira el
canguro que nos hemos trincado en Australia».
–Ya confesé que fue una bobada. Pero
¿qué me decís de lo vuestro? –y pidió el que

66
EL CANGURO ROJO

a todas luces querían culpar sus compañeros


otra ronda y la cuenta.
–Estos dos benditos que usted ve aquí,
profesor, dijeron que cómo le íbamos a sacar
una foto a un canguro rojo ahí tirado, que
foto, sí, pero que entre ellos dos lo alzarían,
lo sujetarían por la cintura, se pasarían sobre
los hombros las patas delanteras y así tendría-
mos foto grupal con canguro al anochecer.
–¡Dios bendito! ¿Están ustedes idos?
–Mire, malo ser geólogo en estos tiempos:
pero ser geólogo gallego en Australia... En
algo hay que dar para alegrarse la vida, ¿me
va comprendiendo? –explicó el nada risueño.
–Pues dieron estos dos en componer la esce-
na, y yo, la Virgen me perdone, me partía de la
risa atisbando por el visor de la cámara aquí a
los amigos levantando la cabeza de aquellos
dos metros de fiera, para que pareciera vivo,
sujetando los setenta kilos de peso muerto. Así

67
FRANCISCO GARCÍA PÉREZ

que eché el resto, quité mi cazadora, una chupa


de cuero negro de verdad, y les propuse a estos
que se la vistiésemos al jodido canguro para, ya
de hacer la gracia, hacerla del todo.
–Sin duda me toman ustedes el pelo. ¿Me
están queriendo decir, aquí en este bar, que
hace unas horas ustedes estaban vistiéndole
una cazadora a un canguro muerto para sacar-
se una foto de conjunto y enseñarla en Orense?
–Exactamente.
–Eso.
–Así es.
–Bien, agradezco la invitación de que he
sido objeto, pero debo confesar que he teni-
do un dudoso gusto en conocerlos. No estoy
para bromas y debo proseguir mi viaje.
Mañana he de hablar en público sobre la
santa reformadora, y…
Me detuvo, ya camino hacia la puerta, la
voz del langaruto:

68
EL CANGURO ROJO

–Pues se queda usted sin saber lo bueno.


–Déjalo, si no se quiere enterar… Le
aguardará una santa austriaca –apuntilló,
con evidente mal gusto, el malhumorado.
–¿Enterar? ¿Enterarme de la burla de que
estoy siendo objeto?
–Señor catedrático… –reconvino el fotó-
grafo de la cazadora.
–¡Profesor! –sostuve con la dignidad que
había perdido al entrar en aquel local y al
asistir al relato de tan demencial historia.
–Pues que sea enhorabuena –continuó–.
Atienda, coño, que así se lo podrá contar a
las alumnas alemanas.
–Pero, ¿qué dice, hombre de Dios?
–Le digo que estaban estos dos carcajeán-
dose y sujetando al canguro, ya con mi caza-
dora puesta, con esos bracitos asomándole por
las mangas; yo, muerto de la risa por el cuadro
que veía. Así que abrevié: «Cuento tres, y dis-

69
FRANCISCO GARCÍA PÉREZ

paro». Conté, uno, dos, tres… y disparé el


flash. Entonces, el canguro del diablo debió
de despertarse de su conmoción al ver el
relámpago de luz. Porque no se había muerto,
el muy traidor, estaba sólo adormilado por el
trastazo, que resisten lo suyo los canguros. Y,
en un instante, braceó, se agitó todo, graznó, o
lo que hagan los canguros, y brinco va y salto
viene, la empredió a correr a toda leche con
nosotros tres detrás, persiguiéndolo.
–¿Con la cazadora puesta? ¿Un canguro
rojo huyendo despavorido y perseguido por el
desierto de Australia con una cazadora pues-
ta? ¿Eso me cuentan?
–Con una chupa de cuero negro y con una
velocidad que no había dios que le alcanza-
ra. Con los cheques y mis papeles en el bol-
sillo interior. ¿Cree que hemos parado aquí
para contarle historias al primer asturiano
que pasease, profesor?

70
EL CANGURO ROJO

A la tarde siguiente, en la Asociación por la


Amistad de los Pueblos de Deep Well, ante un
muy escaso público que me miraba con atenta
expresión, o acaso con la perplejidad que de-
bió de componer el canguro ante el fogonazo;
ante aquella selecta audiencia que escuchaba
con aspecto de culta delectación, aun no
sabiendo una palabra de castellano, mis preci-
siones sobre el implemento y el aditamiento en
Santa Teresa, hube de detenerme varias veces
para beber agua a lingotazos (perdóneseme la
expresión) pues no podía apartar de mi mente,
las últimas palabras del geólogo narratario:
–Así que ya lo sabe. Si ve por ahí a un
canguro con una chupa negra dando brincos,
no cuente nuestra historia. Apueste con
quien vaya con usted a que ese canguro es de
Orense. Atrápenlo, mire la documentación y
cobre lo apostado. Y envíeme los papeles a
Galicia, ande.

71
CARRETERA PERDIDA

Armando Ruiz Chocarro


BIOGRAFÍA

Armando Ruiz Chocarro nació en Navarra en


1964. Estudió Magisterio en Logroño y comezó a
escribir, influido por la novela negra de los años
cuarenta y cincuenta, género por el que siente
auténtica pasión.
Sus relatos han sido premiados en diversas
ocasiones (Azagra, Ansoain, Lerín, Pamplona…).

74
ACE UN BUEN RATO que no me encuen-

H tro con un coche por esta carretera


perdida. Puede que estuviese cam-
biando la cinta del casete y al llegar al cruce no
viera la señal «Carretera cortada, va usted al
infierno Ja, Ja, Ja». Para animarme, me imagi-
no en un Cadillac del 54 cruzando el medio
oeste americano surcado de eternas rectas al
final de las cuales, sobre un rasante, el sol dora-
do se difumina. Puedo oír la música de Willy
Nelson salir desde el bar de un motel para
camioneros. Arpas de boca, bajos y todo eso.

75
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

Un volantazo que hace derrapar el culo de


mi furgoneta, me saca de mis ya habituales
divagaciones. Paro en medio de la carretera
para respirar hondo y de paso pegarle un
trago al termo de carajillo humeante que
viaja como copiloto. Un tasador de seguros
diría que mi situación no es desesperada,
mala sí, aunque se resistiría a poner en su
informe «desguace». Estos tipos, insensibles
como un trozo de pedernal, no se conmove-
rían por más que les dijera que estoy a más
de cien kilómetros de mi casa la víspera de
Navidad transitando por un puerto de prime-
ra categoría con placas de hielo de una cuar-
ta, que mi furgoneta no tiene cadenas, que la
calefacción está estropeada, que falta poco
para que sea de noche y sobre todo que ape-
nas me quedan un par de tragos de carajillo.
Sin contar, esto ya es una minucia, que no
llegaré a tiempo de entregar la pieza para

76
CARRETERA PERDIDA

reparar el único horno de un pueblucho


enclavado en medio de los Pirineos, lo que
supondrá mi despido. Uno más, y van…
siete. Creo.
Algo se posa con suavidad sobre la luna
de la furgoneta. Rezo, sí, querida mami rezo,
para que aquello no sea lo que parece: un
maldito copo de nieve. Mientras dictamino si
lo es o no, otro «algo» gemelo se posa a unos
centímetros y luego otro y otro más, todos
blancos y esponjosos. A este fenómeno en
metereología le llaman nevar, aunque si lo
hace a ese ritmo, mi limpia parabrisas chi-
rriante y con la goma abombada podrá mal
que bien hacer honor a su nombre, el proble-
ma será cuando caigan una docena de copos
a la vez. Trago de carajillo. No todo son malas
noticias en el fuerte del Álamo, al menos sé
que con este tiempo no estará la policía para
controles de alcoholemia.

77
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

Empiezo a estar harto de tanta haya, tanto


abeto, montañas, carreteras retorcidas y
nieve, me importa un pito el paisaje, si quie-
ro ver bellos paisajes ya me compraré una
tarjeta-postal. Para colmo ahora mi furgoneta
está profundamente enamorada de los quita-
miedos a los que se arrima con un descaro
vergonzante. Llevo una media por kilómetro
que me asegura estar en mi destino dentro de
una semana, cuando mi jefe le ha prometido
al panadero entregarle la pieza antes de las
ocho de la tarde de hoy.
–Esté tranquilo –le oí decir por teléfono–,
que esta noche de Nochebuena, su horno va
a poder asar toda la carne del valle. Palabra
de un profesional.
Y la verdad sea dicha, mi jefe aparte de
buen hombre es un profesional en toda regla.
Hace una semana me dio dinero para poner a
punto la furgoneta, aquello incluía arreglar

78
CARRETERA PERDIDA

limpiaparabrisas, calefacción, y la compra


de unas cadenas. Ese mismo día recibí la
visita de mi casera y la monserga del dicho-
so alquiler, con la casualidad añadida de que
me sorprendió con una chica.
–No ponga esa cara de extrañeza señora,
le dije que le iba a pagar y aquí lo tiene.
Le di el dinero de la revisión por no quedar
mal delante de la chica y aún me sobró para
llevarla a cenar. Un amigo que trabajaba en
las oficinas de un taller y del que me aprove-
chaba a menudo por una mierda de favor que
le hice en mis buenos tiempos, me extendió
una factura falsa que justificaba los gastos. Al
menos debí comprar las cadenas con el dine-
ro de la cena, todo me salió mal aquella noche
especialmente el ligue. Una remilgada.

Estoy parado junto a la cuneta, dubitativo.


Sigo adelante o me quedo, me quedo o por el

79
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

contrario sigo adelante. El empleo me hace


mucha falta, pero no a costa de jugarme la
vida. Es lo que quería oír para convencerme.
Claudico, que le den por el culo al panadero
de los cojones. Me levanto las solapas de la
pelliza y recuesto el asiento para echarme
una cabezada. Me tomo una pastilla para dor-
mir, dos no, que me pueden hacer daño con el
alcohol. Mañana me encontrarán los de tráfi-
co, me darán una taza de café caliente y me
remolcarán hasta el pueblo. El plan es bueno
a medias, imagino a sus habitantes, que no
pudieron cenar el asado de Nochebuena,
levantándose sin pan del día, lo que teniendo
en cuenta cómo se las gastan por estos lares,
me induce a pensar que semejante afrenta
debe tener una víctima: el panadero o yo. El
olor de la sangre les calmará.
Oigo un ruido. Es un coche, algo que no
veo desde las cuatro de la tarde. Tardo en

80
CARRETERA PERDIDA

reaccionar, estoy un poco atontado, tal vez


sea la pastilla, el alcohol, o las dos cosas a la
vez. Al salir de la furgoneta piso el hielo y me
caigo de morros, unos focos me deslumbran,
intento levantarme pero caigo porque la
cabeza me pesa un quintal, está descompen-
sada con respecto al resto de mi cuerpo,
desde el suelo hago gestos torpes con las
manos una de las cuales tiene agarrada el
termo de carajillo. El vehículo, una ranchera
Santana, acelera pasando de largo.
–¡Ójala te mates, cabrón! –le grito en un
arrebato de cólera.
¡Ole el espíritu navideño! ¿Acaso ver a un
tipo con toda pinta de borracho saliendo de
una furgoneta vieja en una carretera perdida
es motivo para no parar? Puede que sí, sólo
me faltaba la motosierra y la careta de cuero.
Ya no nieva. Estoy temblando, muerto de
frío, si me quedo aquí toda la noche corro el

81
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

riesgo más que probable de congelación,


primero un dedo del pie negro, luego la
pierna y por último mis verguenzas engan-
grenadas, ¡Que venga la muerte! Debo
seguir mi ruta suicida. La ranchera ha deja-
do unas estrías que me pueden ayudar.
Arranco la furgoneta y coloco las ruedas
sobre las estrías. Agarra. Me siento eufóri-
co, pongo una cinta de Cat Stevens y los
dos cantamos a dúo Moon shadow. En el
casete sí que me gasté una pasta gansa, es
un Pioner punto azul.

Faltan apenas unos kilómetros para el


pueblo cuando en una curva me doy cuenta
que las estrías desaparecen bruscamente. La
furgoneta toca nieve virgen y hace un inno-
vador movimiento de patinaje artístico que
por su alto riesgo el jurado puntuaría con un
diez. Fin de trayecto.

82
CARRETERA PERDIDA

Las huellas de la ranchera han pisoteado


un quitamiedos y van directas al vacío. La
noche tiene una claridad extraña que predi-
ce alguna fatalidad, no me gusta, no me gusta
nada en absoluto este ambiente malsano. A
unos metros veo al Santana incrustado entre
dos abetos. Apelo a la conciencia cívica olvi-
dando el vértigo y sobre todo el feo gesto que
tuvo su dueño conmigo y desciendo hasta lo
que queda del todoterreno. En su interior no
hay nadie, toco la bocina varias veces.
Vuelvo a insistir, por fin oigo una voz casi
agónica proveniente de un peñasco con la
forma de espigón.
–¡¡¡Socorro, ayuda!!!
Desde mi posición distingo a un hombre
aferrado a unas raíces secas que han traspa-
sado el espigón, el resto de su cuerpo se
balancea sobre el barranco como un cerdo en
el gancho del matadero. Llegar hasta él es

83
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

imposible, en cambio una soga facilitaría


enormemente el rescate. ¿Pero dónde habrá
una soga? A buen seguro que un ahorcado
me prestaba gustoso la suya.
–¿Puede aguantar? –le grito con demasia-
da fuerza teniendo en cuenta la poca distan-
cia que nos separa– no tengo con qué ayu-
darle, necesito ir al pueblo a buscar cuerdas.
–Escuche –dice casi en un susurro guar-
dando las pocas fuerzas que le deben restar–.
Apenas si podré aguantar unos minutos. En
mi coche hay unas cadenas de repuesto. Por
favor, dese prisa.
Claro que me la doy. El maletero está
cerrado, al coger las llaves del volante
encuentro una cartera abierta, a un lado su
carnet de identidad, al otro un fajo de bille-
tes de los que no te dan cambios en un super-
mercado. De repente, siento cómo algo abra-
sa mi estómago, o las pastillas que tomo

84
CARRETERA PERDIDA

están caducadas o se me ha vuelto a abrir la


úlcera. Una vez se lo dije a mi médico:
«Créame doctor, cuando algo me impresiona
de verdad, se me abre la úlcera». El tío
incompetente sonrió, conozco esas sonrisas
tranquilizadoras como si uno fuese un inter-
no del manicomio con permiso de fin de
semana. Me recomendó una dieta a base de
verduras que me hizo añorar los tiempos del
aceite de ricino que contaba mi padre, inclu-
so los años de la cartilla de racionamiento y
el pan negro que contaba mi abuelo.
Pues eso, viendo aquella cartera sobre el
asiento del conductor, es tal mi impresión que
a punto está mi estómago de sangrar como un
actor de cine gore. Durante unos instantes no
sé si me hallo por fin ante ese fenómeno
extraño que se les aparece a ciertas personas
y al que llaman SUERTE. No, no es el dinero
que hay en la cartera y que debe equivaler a

85
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

un año de mi sueldo lo que me deja perplejo,


es la estadística. Según el tratado más básico
de estadística, al levantarme hoy viernes a las
siete de la mañana, tenía una posibilidad
contra cuatrocientas treinta y dos mil dos-
cientas tres, de encontrarme con la persona
cuyo nombre aparece en el carnet de identi-
dad, incluso suponía más probable encontrar
la pareja de mi calcetín negro con rombos
rojos en mi vieja bolsa de la colada.
–Pedro Iribarren Muñoz –leo en voz alta
para verificar la información–. ¡Quien lo iba
a decir! Nos volvemos a encontrar y ahora la
situación es distinta, muy distinta.
Miro al cielo y guiño un ojo de complici-
dad. Para que luego digan que no existe.

No puedo creer que lo tenga a unos


metros, a sólo unos pasos de distancia. Han
pasado unos cuantos años (concretamente

86
CARRETERA PERDIDA

ocho menos dos meses) pero raro es el día que


no maldigo el nombre de Pedro Iribarren.
–¡¡¡Tuuu!!! –cada noche le señalo imagi-
nariamente con el dedo frente al espejo
mientras me cepillo los dientes antes de
acostarme–. –Tú fuiste el culpable de mi
desgracia y pagarás por ello.
A veces hasta consigo asustarme con la
imagen que me devuelve el espejo: pelo enma-
rañado, mirada depravada y boca entreabierta
por la que se escurre la pasta dentífrica que en
mi imaginación no es otra cosa que los espu-
marajos de un maníaco homicida con un pija-
ma de los dibujos animados de la Warner.
Desde luego que mis motivos tengo para
estar resentido. Todo empezó con la finaliza-
ción de los contratos laborales en una impor-
tante empresa. Desde la sede central notifica-
ron que sólo renovarían un solo contrato y la
dirección regional propuso a tres candidatos:

87
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

Sandoval, un experto en macroeconomía con


menos apoyos que la presidenta de la liga
pro-castidad; Merche Lacunza, que aparte de
nueva era un auténtico callo; y por último yo.
Las apuestas estaban mil a uno a favor mío.
Todos creían que yo sería el elegido, no había
más que pasar una pequeña formalidad, una
entrevista con Pedro Iribarren, jefe de perso-
nal. Sin aquella formalidad mi vida hubiese
sido bien distinta, de la misma manera que
sin una fulana como Dalila, el buenazo de
Sansón hubiera seguido partiendo la crisma a
los filisteos hasta su jubilación por artritis.
–Es un tío muy majo –me dijo una com-
pañera que lo conocía– siempre pregunta
sobre contabilidad y finanzas. Nunca sobre
macroeconomía, lo odia.
Pobre Sandoval.
Me preparé a conciencia sin dejar cabos
sueltos, moví los hilos que tuve que mover y

88
CARRETERA PERDIDA

llamé a las puertas que tuve que llamar.


También, ¿porqué no? estudié. No quería
sorpresas.
El día de la entrevista me presenté en las
oficinas luciendo una sonrisa que se me salía
del rostro, estrenaba traje y por primera vez en
mi vida llevaba corbata. En el vestíbulo encon-
tré a Sandoval repasando unos apuntes junto a
una morena guapetona a rabiar. ¡Y parecía
tonto Sandoval! Menuda novia tenía.
–Suerte –mascullé–. ¿No ha venido Mer-
che?
La guapetona levantó unos ojos idénticos
a los de una pantera asesina.
–Soy yo –respondió toda seria.
¡Cacho puta! No te saldrás con la tuya, ese
truco ya lo utilizaba Paul Newman en El bus-
cavidas y acabó como acabó. El cuello de mi
camisa, de pronto, me apretaba una barbari-
dad.

89
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

Una secretaria dijo mi nombre y me acom-


pañó hasta un despacho amplio, enmoqueta-
do en color crema, muebles clásicos de ma-
dera y media docena de cuadros impresionis-
tas. De frente, una cristalera con una exce-
lente vista panorámica de la ciudad.
–Me llamo Pedro Iribarren –me saludó un
tipo amable de ademanes estudiados y una
media barba casi cana que le daba un aire
circunspecto.
No sabía el porqué pero intuía que algo
iba mal. Me miraba directamente a los ojos a
la vez que hundía los dedos por entre la
barba moviéndolos como si debajo de aque-
llos pelos blancos habitara una colonia de
piojos rabiosos.
–Ejem... Macroeconomía –dijo con la con-
vicción de que esa palabra iba a dolerme más
que una patada en los huevos– ...qué me
cuentas sobre macroeconomía.

90
CARRETERA PERDIDA

Le dije una mierda, cuatro cosas genera-


les y tan básicas como si para hablar de los
Reyes Católicos uno afirmase que eran un
rey y una reina que se casaron, que eran
españoles y a pesar de ser católicos, se mon-
taban tanto él sobre ella que viceversa.
–¡Hombre! Algo más podrás decirme. ¿No?
¿No era ése el tipo que odiaba la macroe-
conomía? ¿Le había recomendado el médico
desayunarse con cosas desagradables? ¿Era
yo víctima de una conspiración extraterrestre
destinada a colocar a su congénere Sandoval
en mi puesto? ¿Eran en esos momentos las
cuatro de la mañana y estaba teniendo una
desagradable pesadilla? Todas esas pregun-
tas me venían a la cabeza desplazando a un
rincón polvoriento mis vagos conocimientos
de macroeconomía.
–Venga muchacho, esfuérzate –me dijo y
yo le vi disfrutar con la situación.

91
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

La entrevista no daba para mucho más.


Había visto mil veces a John Wayne matar a
su caballo herido en las laderas de Mount
Valley para evitar verle sufrir, por lo que yo
mismo puse fin a esa vana agonía levantán-
dome para irme.
–Un consejo muchacho, todo en esta vida
se debe lograr por sí mismo, con méritos pro-
pios sin esperar ayudas externas.
Bajé la cabeza. Ese hombre se había
enterado de mis contactos y no estaba dis-
puesto a dejarse influenciar. Salí de la
entrevista cabizbajo, había perdido un
empleo pero en cambio había ganado una
lección de la vida. Estos duros correctivos
suelen ser beneficiosos a largo plazo. Me
crucé con Merche, se había quitado el abri-
go para mostrar un vestido negro que tapa-
ba lo justo para que el guarda jurado no la
detuviese por inmoralidad. Rencillas apar-

92
CARRETERA PERDIDA

te, toda la carne que vi era de primerísima


calidad.
–Si crees que eso te va a dar el puesto
–pensé– estás equivocada. Tras de esa puer-
ta hay un hombre íntegro.
Una semana más tarde me llamaron a casa
para decirme que no había sido el elegido.
–Sandoval me figuro –y me sentí un poco
ridículo al contestar algo tan obvio.
–¡Pues no! La señorita Merche Lacunza es
desde hoy nuestra compañera.
Claro, los méritos. Y yo en mi ingenuidad
que creía que se refería a otra cosa.

Sí, hay unas cadenas en el maletero. Bajo


deslizándome por la pendiente hasta llegar al
peñasco. Me acerco con decisión, con la
temeridad que da una buena ración de adre-
nalina y llego a sólo tres metros del hombre.
Un resbalón sería fatal. Mientras ato la cade-

93
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

na a un abeto, oigo la voz del hombre que me


apremia.
–Vamos, dese prisa, ya no aguanto más.
Joder con el cagaprisas. Estoy a punto de
lanzarle la cadena salvadora, pero el instinto
me hace concederme unos segundos.
–Calma, amigo –mi voz suena rara–. ¿No
eras tú el que hablaba de que todo se debe
solucionar por uno mismo sin recurrir a ayu-
das externas? ¡Venga, demuéstralo!
Hay un silencio tan frío que la nieve pare-
ce un tizón incandescente.
–¿Quién eres?
Me deslizo bocabajo como si tirarme
antes que él al vacío, para que viese lo fácil
que es, fuera la solución. Ahora puedo ver
su rostro distorsionado por la angustia y él
puede ver el mío que dudo mucho que le
conforte. Ya ha tenido bastante, se lo he
hecho pasar mal, pero por fidelidad a las

94
CARRETERA PERDIDA

oscuras noches en que me convertía en


Resentido Man, me prorrogo unos segundos
más mi vendetta.
–Soy tu peor pesadilla –digo imitando la
voz de la niña de El exorcista.
Ahora no tengo pasta dentífrica lo que no
impide que me note babear una espumilla
pegajosa por mi barbilla. Pedro Iribarren me
mira como si pensara que aquello va en
serio. ¡No hombre no! Es una broma, un ino-
cente ajuste de cuentas. Entre pensarlo y
hacerlo hay un abismo... como éste. ¡Basta!
A pesar de todo soy un hombre de bien. Qué
te creías, ¿qué te iba a dejar caer? ¡Por
favor!... Si soy incapaz de ver cómo mi cuña-
da mata el pavo por Navidad. Se acabó, toma
la cade...
¡Mierda! Oigo un crujido que resuena en
todo el valle, la raíz se acaba de romper y
Pedro Iribarren alarga la mano derecha bus-

95
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

cando la cadena que le he prometido. Pero


allí donde debía estar, no hay nada. Le veo
caer, hasta que la oscuridad del barranco se
lo traga como la ballena a Jonás. Un lobo
aúlla arriba en la sierra, en un documental
dijeron que el invierno era su época de celo.
Es curioso, con el frío que hace.

Que yo piense que lo sucedido es un des-


afortunado accidente, no quiere decir que lo
crean el resto de los mortales. Para evitar for-
mularios engorrosos me paso diez minutos lim-
piando con un paño las huellas dactilares en el
coche y, tal como vi en una película de pione-
ros de Alaska, barriendo con un puño de ramas
de pino mis pisadas en la nieve. Como hace
tiempo que aprendí a sacar partido incluso de
las desgracias, me llevo las cadenas por nece-
sitarlas y de forma inexplicable dejo el dinero,
que si bien también lo necesito, antepongo

96
CARRETERA PERDIDA

aquello que perdí en el verano del 86 y que se


llama dignidad. Después de colocar las cade-
nas y rezar un Padrenuestro por el difunto, me
alejo de allí como alma que lleva el diablo.
Son aproximadamente las ocho cuando
llego al pueblo, no hay meta pero me siento
como Indurain después de salvar una etapa de
alta montaña. No me da tiempo de preguntar
por la panadería porque un individuo con un
delantal blanco y un rostro sonrosado y acha-
tado como un buldog algo idiota, se me acerca
rogándome que sea quién quiere que sea.
–Sí señor, aquí tiene la pieza para su
horno. Ya le dijimos que éramos unos profe-
sionales.
Me besa en la frente, a pesar del frío suda
como un esquimal en una sauna. Loco de
contento se pierde por una de las callejuelas
de la plaza no sin antes decirme que me tiene
reservada una habitación en Casa Puri. La

97
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

cena también corre de su cuenta, me reco-


mienda corzo asado.
Escucho las cinco de la mañana, estoy en
una cama de la pensión con cinco kilos de
corzo en mi estómago aderezados con un par
de pastillas para dormir y mi cuerpo está
bañado en sudor. He sufrido pesadillas, la
más reiterativa aquella en la que Pedro
Iribarren con la ropa hecha jirones entra por
la ventana, tiene la cabeza abierta en canal y
arrastra una pierna de la que sobresale una
tibia astillada.
–Vengo a por la cadena que te llevaste
–me dice cubriéndose el occipital para tapo-
nar un chorro de sangre negra.
Al margen de las pesadillas, empiezo a pre-
ocuparme por si alguien oculto tras una roca
me vio, si perdí algún objeto que me identifi-
case o si no limpié todas mis huellas. Soy el
discípulo torpe de la escuela de Ray Milland

98
CARRETERA PERDIDA

en Crimen perfecto y tengo la más que probable


sensación de que me van a coger. Puede que
dentro de un rato golpeen a la puerta de la pen-
sión y Puri, en camisón con un candil en la
mano entre en mi habitación. «Es la policía»,
murmura. Al principio siento alivio de que la
dueña de la pensión no venga con propósitos
lascivos, luego me entra el canguelo del culpa-
ble. Un inspector con cara de pocos amigos me
espera en el vestíbulo, lleva una cuidada peri-
lla y fuma con desesperación al tiempo que
toma notas por todo; lo que digo y lo que no
digo. El fulano es un tipo hábil que a base de
preguntas va tejiendo una telaraña en la que
cada vez me enmaraño más, está tan enfadado
que pienso que este caso le ha fastidiado las
vacaciones con la querida y la ha tomado con-
migo. Decididamente hubiese pasado mejor
rato con Puri, a falta de otros encantos le sobra
experiencia.

99
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

–¿Conocía a la víctima?
–No.
–¡Miente! Maldita sea, miente como un be-
llaco. ¡Si lo sabré yo! ¿Es que no me conoce?
Con la misma vehemencia con la que
aspira el humo del cigarrillo, se arranca la
perilla y el peluquín, entonces reconozco a
Sandoval el macroeconomista. Me agarra del
cuello furioso por no haber contado con él
para cargarnos al hijo de la gran puta que se
vendió por un apresurado revolcón en la
moqueta color crema bajo los paisajes impre-
sionistas de Monet.
Oigo las dos de la madrugada en el reloj de
la torre. Abajo unos chiquillos cantan villan-
cicos y los muelles de la habitación de al lado
llevan una hora y veinticinco minutos rechi-
nando a un ritmo más que aceptable. Todo el
mundo está alegre. ¡Es Navidad! En mi cama
hay tanta agua que puedo morir ahogado o por

100
CARRETERA PERDIDA

corte de digestión, aún así me invade un


repentino y placentero sueño que no me deja
oír la repetición de las campanadas de la
torre. ¿Será el dulce beso de la muerte?

Sobreviví a todo aquello como lo he hecho


tantas otras veces.
Ahora miro el calendario con satisfac-
ción. Es la hoja del mes de mayo y tiene en
su día quince, un círculo hecho con bolígra-
fo rojo. Quiere decir que hoy bato mi récord
de estancia en un trabajo, ocho meses y die-
cinueve días y para celebrarlo me estoy
planteando no ir a trabajar. A mí si me tien-
den la mano me tomo el brazo, no se me
puede dar confianza, algo que mi jefe, a
pesar de ser un tío muy enrollado, ya está
empezando a sospechar. Le he presentado la
tercera factura de la revisión de la furgoneta
y no entiende cómo todavía siguen chirrian-

101
ARMANDO RUIZ CHOCARRO

do los frenos. «Al menos has comprado las


cadenas», me dice el bendito. Mi casera está
eufórica porque sólo le debo cuatro meses de
alquiler, y es que las caseras de hoy en día
ya no son lo que eran. Tampoco tengo des-
contenta a Luchy, mi chica actual, ejecutiva
de Telefónica y amante de la comida vegeta-
riana, cree que soy corredor de bolsa lo que
considero una mentira baja en calorías, ya
que antes de que descubra el engaño se
habrá cansado de mí y no quiero destrozarle
su ego revelándole que ha estado haciendo
el amor dos veces por semana con un repar-
tidor de piezas para hornos. La vida sigue
pues como siempre, casi todas las noches
cuando voy a casa tengo algo en la nevera.
Eso, créanlo, ya es algo.
Ayer recordé los hechos del día de
Nochebuena. Al principio me preocupó el
que no tuviese remordimientos, que durmie-

102
CARRETERA PERDIDA

ra a pierna suelta sin falta de pastillas como


no lo hacía desde que vivía en la casa de mis
padres como un marajá. «Soy un hombre sin
conciencia», me decía a mí mismo. A las dos
semanas me autoconvencí de que nadie que
carezca de conciencia podría conmoverse
con la matanza de focas en el ártico, viendo
perecer a los pelícanos por una marea negra
o por la caza indiscriminada de las ballenas.
Y yo me conmuevo. Vaya si lo hago, por la
muerte del último ejemplar de bucardo ibéri-
co, incluso llegué a lloriquear de pura rabia.

Me enteré que Pedro Iribarren era creyen-


te y ofrecí tres misas por su alma. Ya sé que
no es mucho pero me siento más tranquilo.
De todas formas sigo sin tener claro si aque-
lla noche pude hacer más de lo que hice.
Y no me refiero a llevarme el dinero.

103
CUESTIÓN DE COMPETENCIAS

Helena Fidalgo Robleda


BIOGRAFÍA

Helena Fidalgo Robleda nació en Ponferrada.


Es licenciada en Filología Hispánica, editora y
periodista. Ha publicado relatos y artículos en
revistas culturales como Turia, Zurgai, etc.
Columnista en el diario El Mundo-La Crónica de
León. Ha trabajado también como profesora de
Enseñanza Media e impartido conferencias sobre
literatura y cine. En la actualidad prepara su
tesis doctoral sobre la obra de Ramón Carnicer.

106
ERO, ¿qué pasó aquel día, Silvino?

P Cuéntanos, hombre, un buen cazador


como tú, que no perdía ocasión de
salir al monte... Y ahora en cambio...
Mientras habla, Tomás pasa un trapo
oscuro sobre el viejo y deslucido mostrador
trazando amplios círculos con desgana; deja
en suspenso la frase y mira a Silvino con ojos
maliciosos.
Silvino está acodado en la barra del redu-
cido local, uno de tantos entre los numerosos
bares y tabernas del pueblo; tiene delante una

107
HELENA FIDALGO ROBLEDA

taza de café de la que toma de vez en cuando


pequeños sorbos con expresión ausente.
Parece distraído, ignora las palabras de
Tomás, como si no le hubiera oído, y le pide la
pequeña botella de orujo. Tomás insiste.
–Venga, a qué tanto misterio, ¿o es que
tuvisteis un encuentro con las ánimas?
Hay poca gente en el local; en torno a una
mesa cercana cuatro hombres juegan a las car-
tas, concentrados, taciturnos, ajenos al menos
en apariencia a las preguntas del dueño del
bar. Silvino ha echado un poco de aguardiente
en la taza y se lo toma de un trago. Tomás deja
el sucio trapo junto a las copas y vasos sin fre-
gar, se apoya en el mostrador y le mira pacien-
te, esperando que comience a contar la histo-
ria. Silvino se sirve otra ración de orujo.
–¡Qué ánimas ni qué...! Era bien real
aquello. Lo que pasa es que no quiero hablar
de ese tema... No debo contarlo.

108
CUESTIÓN DE COMPETENCIAS

¡Vaya tontería! –le replica Tomás, tratan-


do de incitarle a la confidencia–, pero si
medio pueblo lo sabe. Parece que ahí la
Guardia Civil no anduvo muy fina, o vosotros
os callasteis el asunto, o...
–Claro, hombre. Ya sabes que la gente
habla demasiado sin tener ni idea. ¿Cómo
fue exactamente?
Los jugadores de cartas van abandonando
su apatía. La conversación se anima, alguno
se gira en la silla y mira con atención a los
dos hombres, otro protesta, pero también
mira. Dentro del bar hace frío, casi más frío
que en la calle. En el exterior llueve intensa-
mente; ha llovido durante todo el día. Es una
de esas tardes de otoño, de temperatura
intermedia y cielo oscuro, de aire húmedo y
luz atrapada, tan frecuentes en esta tierra de
agua. Las hojas doradas de los árboles, las
vides rojizas, los tejados de pizarra como

109
HELENA FIDALGO ROBLEDA

espejos, todo lavado y acicalado, brillando


suave con sus mejores colores, es sensual y
triste. Silvino mira a Tomás y luego a los de
las cartas, suspira con aire melancólico y,
finalmente, comienza a contar.
–Íbamos Julián y yo, como tantas veces, y
ya debíamos de llevar andando una media
hora. Casi sin cruzar palabra, porque la cues-
ta no es como para cansarse hablando.
Habían quedado citados a las seis y media,
de modo que subían prácticamente a oscuras,
con decisión, pero sin demasiada prisa.
Gracias a que había luna y el cielo estaba des-
pejado, se veía algo. Llevaban la escopeta al
hombro y cuatro perros correteando nerviosos
a su alrededor. Los perros olfateaban y busca-
ban, corrían un poco y volvían sin alejarse
mucho. Era el día en que se abría la media
veda, el primer día. A Julián y a Silvino no les
preocupaba demasiado el resultado de la jor-

110
CUESTIÓN DE COMPETENCIAS

nada, se trataba de sacar a los perros, de ver


cómo estaba el monte, un poco para tantear.
Cuando se toparon con él ya comenzaba a ama-
necer. La experiencia fue desagradable, desde
luego, pero no tanto como resultaría serlo des-
pués. ¡Quién se lo iba a imaginar!
Tomás mueve la cabeza arriba y abajo y le
sirve otro poco de aguardiente. Los jugadores
de cartas le escuchan ahora con atención.
Afuera sigue lloviendo y ya se ha hecho casi
de noche. Entra un niño del pueblo a com-
prar una chocolatina, el dueño del bar se la
da deprisa y vuelve a su puesto.
Los perros se acercaron ladrando y por
eso dice que lo vieron, estaba en la cuneta,
semioculto por los arbustos, tieso y mojado,
con la aguja aún clavada en el brazo. Le
impresionó un poco verlo allí tirado, con su
camisa de cuadros azules y rojos, con los ojos
hundidos y la boca entreabierta. ya debía de

111
HELENA FIDALGO ROBLEDA

llevar unas cuantas horas muerto. Volvieron


al pueblo rápidamente, sin apenas levantar
la vista de la carretera negruzca, tirando de
los perros y algo fastidiados al tener que dar
por perdido el primer día de caza.
–Pero, qué se le iba a hacer, había que dar
cuenta del suceso.
Tomás asiente en silencio, los de las car-
tas también permanecen callados. Nadie se
atreve a hacer un comentario, no vaya a ser
que se rompa el encanto y Silvino dé por
concluida la charla.
Al salir del Ayuntamiento, cada uno se fue
a su casa, sin ganas de hablar, ni de comer ni
de nada. No resulta muy grato tropezarse de
pronto con un muerto. Así quedó la cosa y
casi lo olvidaron. Las autoridades se encarga-
rían de resolver el problema. Al fin y al cabo,
todo era normal dentro de lo que cabe. Mala
suerte que les tocase a ellos encontrarse con

112
CUESTIÓN DE COMPETENCIAS

lo que no andaban buscando. Todos esos chi-


cos que van por ahí con la mirada ansiosa y la
obsesión continua de meterse algo. No es
extraño que de vez en cuando alguno acabe
así. Pero la segunda vez...
La segunda vez fue diferente. Silvino ase-
gura que el alcalde se puso de muy mal
humor y que al principio no les creía. «Si es
una broma, os mato», decía. Pero cómo iban
a estarle gastando una broma semejante, con
la muerte no se juega. Además, era imposible
fingir tan bien la preocupación y la alarma.
Julián y Silvino estaban pálidos, tremenda-
mente asustados. Ahora sí, era como si hu-
bieran visto un fantasma. Ni siquiera estaban
muy seguros de que no se tratase de una apa-
rición. No parecía posible descubrir al
mismo muerto dos veces; sin embargo, la
camisa de cuadros, y la cara flaca y oscura...
Era él, sin duda.

113
HELENA FIDALGO ROBLEDA

Silvino afirma que estuvo durante mucho


tiempo inquieto y malhumorado; todo le
sobresaltaba. Luego se le fue pasando. Pero
cuando planeó volver a salir de caza comen-
zaron las pesadillas.
–Yo soñaba que estaba en el monte, dispa-
raba y cuando acudía a recoger la pieza me
encontraba allí con el chico, cada vez más
seco, más pegado a la tierra. Me acercaba, y él
entonces abría los ojos y me miraba con cara de
pena. En ese momento me despertaba. Desde
entonces no he vuelto de caza, ni por esa zona
ni por ninguna otra. No es para menos.
Ha dejado de llover. Una mujer calzada
con unas gruesas galochas y envuelta en una
especie de impermeable gris se asoma por la
puerta del bar, mira a los presentes, como
buscando a alguien que al parecer no está
allí. Hace un gesto de contrariedad y se mar-
cha sin decir nada.

114
CUESTIÓN DE COMPETENCIAS

Silvino ha interrumpido su relato. Agacha


la cabeza con el semblante apesadumbrado,
como si le pesara el recuerdo. Mientras se
oye cada vez más lejano el ruido de las galo-
chas. Tomás le sirve despacio otra copa de
aguardiente. A ver si al final se van a quedar
sin saber qué pasó realmente.
–Entonces, ¿qué os dijo el alcalde? –le
pregunta, tratando de no aparentar demasia-
do interés.
–Qué nos iba a decir. El alcalde nos pidió
que no contáramos nada. Qué necesidad
había de montar un escándalo. El pobre cha-
val no tenía familia, no tenía a nadie que
fuera a reclamarlo y, por otra parte, ya estaba
muerto cuando lo vimos la primera vez.
Quién podía salir beneficiado con sacar todo
aquello a relucir, la prensa, nada más, y
algún que otro enredahistorias. Tenía razón,
así que decidimos callarnos.

115
HELENA FIDALGO ROBLEDA

Silvino dice que cuando el alcalde se con-


venció de que no mentían, de que el muerto
seguía allí, en la misma cuneta donde lo
habían hallado hacía ya quince días, llamó
otra vez al cuartel de la Guardia Civil y al
final se aclaró lo ocurrido. Todo había sido
una simple cuestión de competencias: la
zona no correspondía a su jurisdicción, de-
bían pasar el aviso al cuartel de Monzones.
Pero, claro, quien tenía que comunicarlo no
lo hizo, se le fue el santo al cielo. Quizás
había un importante partido de fútbol ese
día, o recibió otra llamada; puede que en ese
momento estuviera hablando con su novia y
se olvidara de todo, o qué sé yo. Da igual, el
muerto nunca se iba a quejar por una peque-
ña negligencia burocrática, un lamentable e
involuntario descuido.

116
ESTE LIBRO SE TERMINÓ
DE IMPRIMIR EN EL
MES DE FEBRERO
DE 2002.
MADRID

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