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El discurso narrativo
No hay que olvidar que la narración no designa una realidad unívoca; en alter-
nancia con el término relato, puede referirse a la novela, el cuento o la novela corta,
incluso también puede hablarse de narración cinematográfica, televisiva, de poemas
líricos narrativos, etc. A propósito del énfasis narrativo desarrollado en medios afines a
la filosofía de la ciencia, o a la filosofía y teoría de la historia, P. Ricoeur ha hablado de
“plaidoyers pour le récit”, y ha llegado a considerar la narración como uno de los me-
dios de comprensión más relevantes, junto a los teóricos y categoriales, señalados por
L.O. Mink. En la misma línea podría situarse el planteamiento del “saber narrativo”,
propuesto por J.F. Lyotard, o la defensa que hace F. Jameson de una “causalidad narra-
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Cfr. AA. VV. (1966, 1979a), J.M. Adam (1984, reed. 1987; 1985, reed. 1994), T. Albaladejo (1986,
1992), Aristóteles (1990, 1992), E. Artaza (1989), R. Barthes et al. (1977), J. Bessière (1984), C.
Bremond (1973, trad. 1990), J. Bres (1994), S. Chatman (1978, trad. 1990), F. Chico Rico (1988), D.
Combe (1989), J. Courtés (1976, trad. 1980), M. Cruz Rodríguez (1986), A. Danto (1965, trad. 1989), U.
Eco (1979, trad. 1981), A. García Berrio (1975, reed. 1988; 1994), G. Genette (1972, trad. 1989), R.
Ingarden (1937, trad. 1989), R. Jakobson (1981), F. Jameson (1981, trad. 1989), D. Jones (1990), F.
Kermode (1979, 1988, 1990), J.F. Lyotard (1979, trad. 1989), M. Mathieu-Colas (1977, 1986), L.O.
Mink (1970), W.J.T. Mitchell (1980, 1981), Ch. Nash (1990), J.M. Pozuelo (1988, 1992a, 1994), G.
Prince (1982, 1988), P. Ricoeur (1977, trad. 1988; 1977a, trad. 1987; 1983-1985, trad. 1987), R. Scholes
y R. Kellog (1966, trad. 1970), E. Staiger (1946, trad. 1966), F.K. Stanzel (1979, trad. 1986), Ph.J.M.
Sturgess (1992), E. Sullà (1985, 1996), J. Talens et al. (1978), M.J. Toolan (1988), E. Volek (1985), H.
White (1987, trad. 1992). Vid. los siguientes volúmenes monográficos de revistas: Recherches sémilogi-
ques. L’analyse structurale du récit, en Comunications, 8 (1966); trad. esp. en R. Barthes et al., Análisis
estructural del relato, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970; Narratologie, en Poétique, 24
(1975); On Narrative and Narratives, en New Literary History, 6, 2 (1975); On Narrative and Narratives
II, en New Literary History, 11, 3 (1980); Narratology I: Poetics of Fiction, en Poetics Today, 1, 3
(1980); Narratology II: The Fictional Text and the Reader, en Poetics Today, 1, 4 (1980); On Narrative,
en Critical Inquiry, 7, 1 (1980); Narrative Analysis and Interpretation, en New Literary History, 13, 2
(1982); Narrative, en Poetics Today, 3, 4 (1982); Discours du récit, en Poétique, 61 (1985); Raconter,
représenter, décrire, en Poétique, 65 (1986); Les genres du récit, en Pratiques, 59 (1988); Narratology
Revisited III, en Poetics Today, 12, 3 (1991); Narrer. L’art et la menière, en Revue des Sciences Humai-
nes, 221 (1991).
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tológica”, que puede añadirse a las tres que según Althusser actúan en la historia (me-
cánica, expresiva y estructural).
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Cfr. AA.VV. (1987), R. Arnheim (1988), V. Attolini (1988), F. Ayala (1966, 1972), P. Baldelli (1964,
reed. 1966), A. Bazin (1958, reed. 1990), J. Bersani y M. Autrand (1974), G. Bettetini (1984), G. Blue-
stone (1957), D. Bordwell (1986),), S. Chatman (1978, reed. 1990), J.M. Clerc (1985), J.M. Company
(1987), U. Eco (1962, reed. 1970), S. Eisenstein (1986), J.L. Fell (1977), R.W. Fiddian y P.W. Ewans
(1988), A. Gardies (1983), A. Gaudreault (1988), H.M. Geruld (1972, reed. 1981), P. Gimferrer (1985),
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I. Gordillo (1988), Groupe MI (1992, trad. 1993), K. Hamburger (1957, reed. 1995), F. Jost (1978, 1980,
1983, 1984), G. Kriaski (1971), W. Luhr y P. Lehman (1977), J. Mata Moncho (1986), C.B. Morris
(1980), B. Morrissette (1985), G. Navajas (1996), C. Peña-Ardid (1992), L. Quesada (1986), A. Remesal
(1995), J. Romera Castillo et al. (1997), M. Roppars-Willeumier (1981), V. Sánchez Biosca (1985,
1994), V. Sklovski (1923, reed. 1971), A. Spiegel (1975), I. Tenorio (1989), J. Urrutia (1984, 1985), R.
Utrera (1985, 1987). Vid. los siguientes números monográficos de revistas: Cinéma et Roman. Eléments
d’appreciation, en Revue des lettres modernes, 30-38 (1958); Cinema e letterature, en Film Selezione,
13-14 (1962); Cinéma et Roman, en Cahiers du cinéma, 185 (1966); Cinéma et littérature, en Cinéma
70, 148 (1970); Littérature et cinéma, en Magazine littéraire, 41 (1970); Cinéma et littérature, en Ca-
hiers XXe siècle, 9 (1978); Cine y literatura, en Revista de Occidente, 40 (1984); Les écrivans et le ciné-
ma, en Cinématographie, 107 (1985); Cine y literatura, en 1616. Anuario de la Sociedad Española de
Literatura General y Comparada, 8 (1990: 103-157).
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no, en 1927, y obras como la ya citada de Sklovski, sobre cine y literatura, entre otros
títulos como La literatura y el film (1926), de Boris Einchenbaum.
Sólo cuando a lo largo de los años sesenta y siguientes la teoría literaria y lin-
güística de los formalistas rusos es sistematizada y asumida por los movimientos estruc-
turalistas, con el apoyo de nuevos conceptos que han resultado esenciales en el desarro-
llo de la moderna narratología, se ha conseguido un nuevo acercamiento formal al estu-
dio del lenguaje cinematográfico.
A partir de los trabajos de Chr. Metz (1968, 1972), irán surgiendo, desde finales
de los años sesenta, una serie de estudios de R. Barthes, P.P. Pasolini, U. Eco, E. Ga-
rroni y I. Lotman, continuados posteriormente en direcciones muy diversas por la narra-
tología comparada (F. Jost, A. Gardies, A. Gaudreault), la pragmática (K. Hamburger,
R. Odin, F. Casetti), o la semiología generativa (M. Colin).
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Cfr. AA. VV. (1966, 1984b, 1991a), A. Adam (1985, reed. 1994), E. Anderson Imbert (1979, reed.
1992), M. de Andrés (1984), M. Bajtín (1975, trad. 1989), M. Baquero Goyanes (1949, reed. 1992; 1970,
reed. 1989; 1988; 1992), G. Beer (1970), H. Bonheim (1982), C. Brooks y R.P. Warren (1943), K.
Brownlee y M. Scordilis (1987), R.J. Clements y J. Gilbaldi (1977), N. Everaert-Desmedt (1988), H.
Felperin (1980), Y.F. Fonquerne y A. Egido (1986), A. Fowler (1982), P. Fröhlicher y G. Güntert
(1995), N. Frye (1957, trad. 1977; 1976, trad. 1980; 1982, trad. 1988; 1996), G. Gillespie (1967), G.W.F.
Hegel (1835-1838, trad. 1988), A. Jolles (1930, trad. 1972), W. Krysinski (1981, trad. 1997), S. Lohafer
y J.E. Clarey (1989), G. Lukács (1920, trad. 1975; 1955, trad. 1966), Ch.E. May (1976), W. Pabst (1953,
reed. 1967, trad. 1972), J. Paredes (1984), P.A. Parker (1979), V. Propp (1928, trad. 1977; 1974; 1976),
M. Raimond (1967, reed. 1988), M.D. Rajoy (1984), C. Reeve (1930), J. Reid (1977), S. Rochette-
Crawley (1991), M.A. Rodríguez Fontela (1996), E. Serra (1978), V. Shaw (1983), V. Sklovski (1929,
trad. 1971), K. Spang et al. (1995), J. Stevens (1973), E. Sullà (1985, 1996), J. Talens (1977), A.B. Tay-
lor (1930, reed. 1971), J. Voisine (1992, 1992a). Vid. los siguientes volúmenes monográficos de revistas:
Les contes: Oral / écrit, théorie / pratique, en Littérature, 45 (1982); Légendes et contes, en Poétique, 60
(1984); Hispanic Short Story, en Monographic Review / Revista Monográfica, 4 (1988); The Short Story,
en László Halász, János László y Csaba Pléh (eds.), Poetics, 17, 4-5 (1988); Les genres du récit, en Pra-
tiques, 65 (1990); Formes littéraires breves, en Romanica Wratislaviensia, 36 (1991).
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ción, o a relegarlos a un plano secundario. Por otra parte, la novela encuentra con fre-
cuencia sus raíces en algunas de estas formas y tradiciones —algunas de ellas sólo defi-
nibles y considerables acudiendo a relaciones de familia—, en las que se incluyen ma-
nifestaciones no estrictamente literarias, como pueden ser la historiografía o las formas
autobiográficas y epistolares.
Diferentes autores se han referido al cuento como aquella forma narrativa carac-
terizada por lo que se ha denominado “unidad partitiva”: el cuento refiere un suceso o
estado, cuyas circunstancias y contrastes de valores representan un determinado aspecto
de la realidad; el cuento se distinguiría por la brevedad, tendencia a la unidad (acciones,
espacios, tiempos, personajes...), desenlace sorprendente, concentración de los hechos
en elementos dominantes, que provocan efectos sintéticos, etc.
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El presente tema tiene como fin dar cuenta del concepto de novela, y de las dife-
rentes interpretaciones y valoraciones de que ha sido objeto por parte de las distintas
corrientes críticas y teóricas que se han ocupado de la ella como forma literaria.
Los comienzos de la narratología pueden situarse muy a fines del siglo XIX: la
polémica del naturalismo en Francia; los escritos sobre la novela de Menéndez Pelayo,
Galdós, Clarín, Pereda, Pardo Bazán...; la escuela morfológica alemana; los formalis-
mos y estructuralismos, etc.; y especialmente la obra crítica y literaria de Henry James,
patriarca de los modernos estudios sobre retórica narrativa.
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Acaso las aportaciones más célebres, respecto a las investigaciones sobre narratolo-
gía, corresponden al etnólogo y folclorista V. Propp, cuya Morfología del cuento (1928)
ha sido una obra esencial en la configuración y desarrollo de los modernos estudios
sobre la novela. Frente a la variedad de elementos que integran la narración (personajes,
espacios, acciones...), V. Propp se propone identificar en el relato un conjunto de ele-
mentos invariantes, a partir de los cuales resulte posible establecer un determinado nú-
mero de unidades funcionales, cuya ordenación y disposición estructural faciliten la
comprensión del discurso y la identidad de sus diferentes elementos compositivos.
Al igual que los formalistas rusos, los neoformalistas franceses no se separan mucho
de Aristóteles en sus estudios sobre la morfología del relato: el funcionalismo considera
que el elemento fundamental del relato son las acciones y las situaciones en sus valores
funcionales (funciones), y sólo por relación a ellas se configuran los actantes, o sujetos
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involucrados en las acciones. Los personajes son los actantes, revestidos de caracteres
físicos, psíquicos y sociales, que los individualizan. B. Tomachevski consideraba en su
obra de 1928 que el personaje era un elemento secundario en la trama. R. Barthes
(1966), en Comunications 8, también sostenía que la noción de personaje era comple-
tamente secundaria, y que estaba subordinada a la trama; le negaba de este modo su
dimensión psicológica, que consideraba de influjo burgués.
Según Carmen Bobes (1985, 1993), frente a lo que sucede con las unidades de
la sintaxis, que se identifican mediante referencias lingüísticas muy precisas (función
‘carencia’, tiempo ‘presente’, personaje ‘sujeto’...), los valores semánticos carecen de
una entidad formal que permita identificarlos en unos límites concretos, pues se esta-
blecen al interpretar las relaciones intra y extratextuales, varían notablemente de unas
obras a otras, y a causa de la inestabilidad del sentido, específica del signo literario,
exigen una interpretación semántica propia y diferente en cada obra. El narrador deter-
mina con frecuencia el valor de los objetos en el texto, que puede ser óntico (están en el
5
Cfr. T. Albaladejo (1986, 1992), M. Bal (1977, trad. 1985), R. Barthes et al. (1966, trad. 1970), M.C.
Bobes (1985, 1993), E. Benveniste (1966, trad. 1971), C. Bremond (1973, reed. 1990), S. Chatman
(1978, trad. 1990), F. Chico Rico (1988), J. Culler (1975, trad. 1978; 1980), L. Dolezel (1989), U. Eco
(1979, trad. 1981; 1990, trad. 1992), E.M. Forster (1927, trad. 1983), A. García Berrio y T. Albaladejo
(1984), G. Genette (1972, trad. 1989; 1983; 1991), A.J. Greimas (1966, trad. 1976; 1970, trad. 1973;
1976, trad. 1983), A.J. Greimas (en C. Chabrol [1973: 161-176]), D. Maingueneau (1986), J.M. Pozuelo
Yvancos (1988, 1994), V. Propp (1928, trad. 1977), P. Ricoeur (1983-1985, trad. 1987), S. Rimmon-
Kenan (1983), C. Segre (1974, trad. 1976; 1985, trad. 1985), B.H. Smith (1980), T. Todorov (1966;
1969, trad. 1973; 1984), B. Tomachevski (1928, trad. 1982), E. Volek (1985). Vid. el siguiente volumen
monográfico de la revista Poetics of Fiction, en Poetics Today, 7, 3 (1986).
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texto por lo que son: hechos, realidades...) o sémico (están en el texto por lo que signi-
fican en él o en los procesos de su lectura), cuando se trata de realidades que represen-
tan a otras realidades, conceptos, ideas..., cuando funcionan, pues, como signos litera-
rios (presencia semántica).
Una vez que la sintaxis literaria ha identificado las unidades formales y ha des-
cubierto sus relaciones en el modelo estructural en que están ordenadas, es decir, la red
de dependencias internas, la semántica literaria tratará de interpretar los diferentes tipos
de coherencia semántica, o conjuntos de inferencias posibles, para proponer un estudio
de la novela.
Hay que advertir en este sentido que el signo lingüístico posee una capacidad
denotativa respecto a la realidad extratextual; se objetiva en términos de significación
ostensiva, en el uso señalador de determinadas unidades lingüísticas (‘este libro’, ‘mi
lápiz’), y queda interferido por el interpretante (Sinn) del objeto real (Bedeutung) al que
formalmente nos referimos con una expresión verbal (Ausdruck). Por su parte, el signo
literario no está codificado establemente, no es capaz de sostener la precisión denotati-
va del signo lingüístico, y por ello pierde las relaciones referenciales, lo cual hace posi-
ble que se convierta en creador de su propia referencia, remitiéndola a mundos de fic-
ción, actualizables en cada lectura merced al interpretante aportado por el lector6 .
La semántica tiene como objeto de estudio las relaciones que el signo establece
con su denotatum (Bedeutung), objeto o referente, así como el conjunto de sentidos
(Sinn) e imágenes asociadas que suscita en el lector cada una de estas relaciones (la
representación formal del sentido que adquieren las palabras al referirse a los objetos).
En la expresión literaria resulta difícil la distinción objetiva de la forma y del significa-
do, porque las formas se semiotizan y crean su propia referencia, el discurso admite
varias lecturas coherentes y posibles, y el significado del texto no puede precisarse de
forma definitivamente estable.
Estos son los elementos en que se apoya C. Bobes para disponer el estudio de la
semántica narrativa, al considerar las relaciones entre 1) el narrador y el lenguaje que
6
“En procesos semiósicos no literarios, artísticos o convencionales, el mensaje se objetiva en signos
cuyo material no es significante en sí mismo. Los signos literarios proceden de un sistema previamente
semiótico; de ahí que sea necesario tener en cuenta la referencia inicial que corresponda a los signos
lingüísticos, y que se incorpora a la obra literaria. El estudio semántico de una pintura se centra en el
sentido que adquieren sus elementos organizados en un conjunto, pero no en el significado que tienen sus
materiales (tela, colores, aceite, línea...), que nada significan en sí mismos” (M.C. Bobes, 1985: 230).
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La teoría literaria actual considera al narrador como una de las figuras más im-
portantes del relato, hasta el punto de convertirlo en uno de los objetos centrales del
estudio de la narratología, ya que a él corresponde la organización, valoración y comen-
tario en el discurso del material narrativo. El acto de decir, que en el relato literario
equivale al arte de narrar, constituye la actividad estética más específica del narrador.
Como ha señalado J.M. Pozuelo (1988: 240), “narrar es administrar un tiempo, elegir
una óptica, optar por una modalidad (diálogo, narración pura, descripción), realizar en
suma un argumento entendido como la composición o construcción artística e intencio-
nada de un discurso sobre las cosas”.
M.C. Bobes considera que el narrador puede identificarse con aquella persona
ficta, interpuesta entre el autor y los lectores, que manipula directamente las unidades
sintácticas del relato: “El narrador distribuye las unidades en un conjunto cerrado, en el
que cobran sentido literario; el orden temporal, las relaciones formales y semánticas, la
forma de presentarlas, etc., crean nuevas relaciones sémicas, que insisten en el signifi-
cado de la historia y lo orientan hacia el sentido literario” (M.C. Bobes, 1985: 219).
El narrador es, pues, aquel personaje existente en todo discurso narrativo, crea-
do por el autor real del mismo, y que, de forma latente o manifiesta en el enunciado,
envuelve y domina jerárquicamente con su enunciación (voz), modalidad (relación de
7
Cfr. M. Aguirre (1990), T. Albaladejo (1986, 1992), M. Bajtín (1963, trad. 1986; 1975, trad. 1989), M.
Bal (1977, trad. 1985; 1977a), J.M. Bardavío (1977), M.C. Bobes (1985, 1993), C. Brooke-Rose (1981),
S. Chatman (1978, trad. 1990), G. Cordesse (1986, 1988), L. Dolezel (1967, 1973, 1976, 1980a, 1983,
1989), E. Frenzel (1963, 1966, 1980), N. Friedman (en Ph. Stevick [1967: 145-166]), G. Genette (1969;
1972; 1972, trad. 1989; 1989), C. Guillén (1985, 1989), A.W. Halsall (1988), W. Krysinski (1981, trad.
1997), J.M. Pozuelo (1988a), G. Prince (1973, 1982), J. Pouillon (1946, trad. 1970), M. Raimond (1967,
trad. 1988), F. Stanzel (1979, trad. 1986), S.R. Suleiman (1983), E. Sullà (1985, 1996), J.Y. Tadié
(1982), S. Thompson (1955-1958), T. Todorov (1966, 1970), B. Tomachevski (1928, trad. 1982), B.
Uspenski (1970, trad. 1973), S. Volpe (1984). Vid. los siguientes volúmenes monográficos de revistas:
Thématique et thématologie, en Révue des langues vivantes (1977); Sémiotiques du roman, en Littératu-
re, 36 (1979). Vid. también la bibliografía señalada en los capítulos 5.7, 5.8 y 5.9.
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“El narrador es quien encarna los principios a partir de los cuales se establecen juicios de valor: él es
quien disimula o revela los pensamientos de los personajes, haciéndolos participar así de su concepción
de la psicología; él es quien escoge entre el discurso transpuesto, entre el orden cronológico y los cam-
bios en el orden temporal. No hay relato sin narrador” (T. Todorov, 1968/1973: 75).
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L. Dolezel (1973: 6-10 y 160 ss), por su parte, elabora un modelo de cuatro fun-
ciones narrativas, de las cuales las de representación y de control son primarias en el
narrador, mientras que las funciones de interpretación y acción lo son en el personaje.
L. Linvelt (1981), en sus estudios sobre tipología narrativa, censura el modelo de L.
Dolezel, al considerar que no resulta demasiado coherente identificar en el personaje
actividades funcionales propias del narrador, ya que esto conduciría a una neutralidad o
identidad narrador-personaje sumamente discutible9.
En sus escritos sobre las figuras del relato, G. Genette (1972) se ha referido a la
modalidad como aquella forma de discurso (showing / telling, narración / descripción...)
utilizada por el narrador para dar a conocer la historia a un público receptor, y en ella
incluye no sólo los problemas relativos a la descripción en el relato, sino también los
conceptos de distancia y perspectiva.
El diseño de una tipología del discurso verbal puede partir del estudio del siste-
ma verbal que, en la obra narrativa, forman el discurso del narrador y las voces o actos
locutivos del personaje10. Tras las investigaciones llevadas a cabo por L. Dolezel
9
No conviene olvidar, a este respecto, algunos de los planteamientos formulados por teóricos como M.
Bajtín y Ph. Lejeune. M. Bajtín (1963, 1975) establece, en sus estudios sobre la obra de F. Dostoievski,
una estable diferencia polifónica entre autor, narrador y personaje, de forma que el primero de ellos, sin
confundirse en ningún momento con el sujeto de la enunciación ni con los sujetos de la acción narrativa
y sus múltiples voces, trasciende ampliamente cada uno de sus ámbitos, y domina de forma absoluta
sobre el conjunto del universo narrativo, sin renunciar a adquirir una imagen propia en el texto de la
novela, en condiciones acaso muy semejantes a las propuestas por W.C. Booth (1964) para su “author
implied”. Ph. Lejeune (1973), en sus estudios sobre la autobiografía, ha formulado el concepto de “pacto
autobiográfico” con objeto de designar la relación de identidad que el lector establece entre el autor real
del texto, su narrador o sujeto de la enunciación inmanente, y el protagonista o trasunto del autor real en
el texto, entidades todas ellas que adquieren expresión sincrética en la forma Yo.
10
Cfr. E. Anderson Imbert (1979, reed. 1992), E. Aznar Anglés (1996), M. Bajtín (1975, trad. 1989), M.
Bal (1977, trad. 1985), A. Banfield (1973, 1978, 1978a, 1982), L. Beltrán (1992), M.C. Bobes (1985,
1991, 1992), H. Bonheim (1982), W. Booth (1961, trad. 1974, reed. 1983), D.F. Chamberlain (1990), S.
Chatman (1978, trad. 1990), D. Cohn (1978, 1978a), G. Cordesse (1986, 1988), F. Delgado (1973,
1988), L. Dolezel (1967, 1973, 1980a, 1989), E. Dujardin (1931), N. Friedman (1975), G. Genette (1972,
12
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(1973) en este terreno de la narratología, el discurso del narrador y el discurso del per-
sonaje (mímesis / diégesis, showing / telling) han quedado configurados como las dos
categorías locutivas constituyentes del texto narrativo en su estrato profundo.
T ---> DN + DP
Discurso exterior directo libre es aquel discurso en que se ofrece el diálogo con
las palabras textuales del personaje, sin instancias intermedias entre ellos y el lector. El
discurso del personaje no es introducido por el narrador mediante ningún tipo de fórmu-
la declarativa (verba dicendi o sentiendi) o signos ortográficos (comillas). El discurso
exterior directo referido puede definirse como aquel procedimiento verbal en el que el
trad. 1989; 1983), P. Hernadi (1972, trad. 1978), S.S. Lanser (1981), J. Lintvelt (1981), M. Lips (1926),
P. Lubbock (1921, reed. 1965), B. McHale (1978, 1983), W. Martin (1985, 1986), J. Oleza (1985), J.
Ortega y Gasset (1983: III, 143-242), R. Pascal (1977), C. Pérez Gallego (1988), J.M. Pozuelo (1988,
1988a, 1994a), M. Raimond (1967, trad. 1988), V.K. Ramazani (1988), S. Reisz (1989), Y. Reuter
(1991), S. Rimmon-Kenan (1983), M. Rojas (1980-1981), M. Ron (1981), P. Rubio (1990), D. Sallneve
(1972), R. Scholes y R. Kellog (1966, 1970), F. Stanzel (1979, trad. 1986), E.R. Steinberg (1958, 1979),
O. Tacca (1973, 1986), B. Uspenski (1970, trad. 1973), G. Verdín (1970), F. Vicente (1987), D. Villa-
nueva (1977, 1984, 1989, 1991), S. Volpe (1984), H. Weinrich (1964, trad. 1968, reimpr.) Vid. los si-
guientes volúmenes monográficos de revistas: Narratology III: Narrators and Voices in Fiction, en Poe-
tics Today, 2, 2 (1981); Paroles de personnages, en Pratiques, 64 (1989); Dialogues de romans, en Pra-
tiques, 65 (1990); Análisis del relato. El punto de vista, en Estudios de Lengua y Literatura Francesas, 4
(1990).
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discurso del personaje se recoge textualmente al ser introducido por el narrador median-
te los verba dicendi o sentiendi, o mediante fórmulas declarativas del tipo “sugerir”,
“responder”, “murmurar”... El estilo directo referido está determinado básicamente por
la presencia del verbo dicendi, contenido en el discurso del narrador, quien introduce el
discurso exterior del personaje en estilo directo referido o regido.
Dentro del discurso interior directo libre es posible incluir el denominado monó-
logo interior, que algunos autores designan también bajo la expresión “corriente de con-
ciencia” (M.C. Bobes Naves, 1985: 254-282; E. Dujardin, 1931; M. Mancas; M. Rojas,
1987). La “corriente de conciencia” se caracteriza por ser un discurso interior, pues
constituye un ejercicio de pensamiento y no propiamente un acto de habla; libre, porque
es la cesión de la capacidad épica del narrador en favor de la forma dramática, es decir,
la cesión de la palabra a los personajes y la desaparición textual del narrador; y directo,
porque las categorías de persona y tiempo del personaje no están transpuestas a otro
régimen gramatical en el discurso del narrador.
El discurso interior directo referido es aquel discurso del personaje que, no ver-
balizado exteriormente, constituye un monólogo razonado en el que las palabras textua-
les van entre comillas, y la fórmula declarativa —entre guiones— aparece inserta en el
discurso directo que se desenvuelve en la interioridad del personaje, y nos es referido
por el narrador como la transcripción de un acto de pensamiento.
11
Cfr. Barbotin, E. (1970, trad. 1977), Birdwhistell, R.L. (1970), Bouissac, P. (1973), Coppieters, F.
(1981), Cosnier, J. y Kerbrat-Orecchioni, C. (1987), Davis, F. (1971, trad. 1976), Ekman, P. y Friesen,
W. (1981), Fast, J. (1970, trad. 1983), Felman, Sh. (1980), Heinemann, P. (1980), Helbo, A. (1983,
1987), Iribarren Borges, I. (1981), Kendon, A. (1981), Knapp, M.L. (1980, trad. 1982), La Barre, W.
(1978), Pease, A. (1981, trad. 1988), Poyatos, F. (1993), Ricci Bitti, P.E. y Cortesi, S. (1977, trad. 1980),
Scheflen, A. (1972, trad. 1977), Vergine, L. (1974).
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Los mensajes no verbales que resulta posible codificar carecen con frecuencia
de fuerza locutiva propia, y su sentido viene determinado habitualmente por el contex-
to, que puede adquirir incluso más importancia que en los mensajes lingüísticos. U.
Eco, en su Tratado de semiótica general (1976), se refiere al lenguaje como un sistema
de referencias, y a la lingüística como el método fundamental para su codificación, si
bien el discurso no verbal debe ser integrado en una comunicación traducible a térmi-
nos verbales.
El narrador interviene en la novela con tal insistencia que, con frecuencia, su ca-
pacidad de interpretación limita considerablemente la actuación del lector sobre los
signos no verbales; acaso en la novela conductista, y también en la novela negra, las
intervenciones del narrador, limitadas y muy ocasionales, permiten que los signos de
comunicación no lingüística adquieran una mayor trascendencia desde el punto de vista
de las interpretaciones y competencias del lector.
A. Scheflen (1977), en sus estudios sobre el lenguaje del cuerpo y sus funciones
en el orden social, estudia el comportamiento comunicativo de la persona desde el pun-
to de vista de sus funciones y posibilidades en el seno de la vida social. De este modo,
distingue entre comportamiento verbal, referente al sistema lingüístico y a los medios
de comunicación verbales, y comportamiento no verbal, cuyo análisis dispone según
los principios de la paralingüística, kinésica, mirada, gestualidad, emblemática, sistema
neurovegetativo, comportamiento táctil, proxémica, artefactos y factores de entorno.
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Los gestos se identifican con movimientos corporales concretos, cuyo valor se-
miótico es sumamente amplio y resulta muy utilizado en la literatura. Los emblemas, en
la terminología de A. Scheflen, designan aquellos comportamientos no verbales que
difieren de otros por su uso frecuente, su escasa pero precisa información, su explícita
intencionalidad y su traducción directa al lenguaje verbal.
Los llamados elementos del sistema neurovegetativo son todos aquellos elemen-
tos físicos de la persona que pueden adquirir sentido en los procesos de comunicación
no verbal inherentes a la interacción humana. Se incluyen en este apartado todos aque-
llos actos no verbales que, similares a los anteriores, carecen de movimiento, tal es su
característica principal: color de la piel, olores, rubor de las mejillas, peinado, etc... El
comportamiento táctil se refiere al contacto físico mantenido por dos o más interlocuto-
res durante el tiempo en que transcurre la conversación o diálogo. La proxémica se re-
fiere al uso y percepción que el ser humano hace de la distancia, posición y movimien-
tos en el espacio interlocutivo del diálogo.
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Cfr. M. Bal (1977, trad. 1985: 107-127; 1977a; 1978; 1981), M.C. Bobes (1985, 1991, 1993), W.C.
Booth (1961, trad. 1974: 511-524; 1967, trad. 1970), Cl. Bremond (1964, trad. 1976; 1966, trad. 1970;
1973), W. Bronzwaer (1978), C. Brooks y R.P. Warren (1943), S. Chatman (1978, trad. 1981), A. Díaz
Arenas (1988), N. Friedman (1955, reed. 1967; 1975), W. Füger (1972), A. Garrido Domínguez (1993:
141-155), G. Genette (1966a; 1969; 1972, trad. 1989), P.A. Ifri (1983), R. Ingarden (1931, trad. 1983), J.
Linvelt (1981: 116-176), I. Lotman (1970, trad. 1973), P. Lubbock (1921, reed. 1965), J. Ortega y Gasset
(1983: III, 143-242), J. Pouillon (1946, trad. 1970), J.M. Pozuelo (1988: 243 ss; 1988a, 1994), S. Reisz
(1989), F. Rico (1973, reed. 1982), S. Rimmon-Kenan (1983), F. Rossum-Guyon (1970a), C. Segre
(1984: 85-102; 1985), F.K. Stanzel (1964; 1979, trad. 1986), T. Todorov (1966, trad. 1974; 1969, trad.
1973; 1984), B. Uspenski (1970, trad. 1973), D. Villanueva (1984, 1989), P. Vitoux (1982).
17
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modo el resumen de varias escenas, las cuales se manifiestan ejemplificadas en sus ras-
gos esenciales en una descripción referida o expuesta por el narrador.
En un procedimiento de estas características son dos los hechos que hay que
tener en cuenta: a) Una situación espacio-temporal que se reproduce en sus propios
términos (1) o se resume (2), y b) un lenguaje que se reproduce miméticamente (1) o se
interpreta (2).
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focalización
No han faltado objeciones a la propuesta de G. Genette, entre las que debe men-
cionarse la de M. Bal (1977). Esta autora sostiene un concepto de perspectiva sensible-
mente diferente del de Genette, ya que, si bien define la focalización en virtud de la
relación entre los objetos presentados y el sentido a través del cual adquieren valor en el
discurso, M. Bal sitúa la focalización en una de las fases del proceso de expresión de la
historia, es decir, en el momento en que el material de la fábula recibe una determinada
configuración formal, lo que equivale a sostener, frente al modelo de Genette, la inexis-
tencia de relatos de focalización cero.
13
Cfr. E. Anderson Imbert (1979, reed. 1992), M. Bal (1978, 1981, 1984), E. Benveniste (1966, trad.
1971; 1974, trad. 1977), W. Booth (1961, trad. 1974), G. Cordesse (1986), S. Chatman (1978, trad.
1990), L. Dallenbach (1977, trad. 1991), O. Ducrot (1972, reed. 1980, trad. 1982), G. Genette (1972,
trad. 1989; 1983), W. Gibson (1950), K. Hamburger (1957, trad. 1995), L. Hutcheon (1985), W. Iser
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(1972, trad. 1974), W. Kayser (1958, trad. 1970), W. Krysinski (1977), J. Lintvel (1981), D. Mainguenau
(1981, 1990), W. Martin (1986), F. Martínez Bonati (1960, reed. 1983; 1978; 1980), J. Oleza (1979),
W.J. Ong (1975), M. Pagnini (1980, 1986), M.A. Piwowarczyk (1976), J.M. Pozuelo (1988a; 1990), G.
Prince (1973, 1982, 1988), P. Rabinowitz (1977), M. Raimond (1967, trad. 1988), W. Ray (1977), C.
Reis y A.C. Lopes (1987), S. Renard (1985), Y. Reuter (1991), S. Rimmon-Kenan (1983), F.
Schuerewegen (1987), B.H. Smith (1978), F. Stanzel (1979, trad. 1986), O. Tacca (1973), D. Villanueva
(1989, 1991a), P. Waugh (1984), T. Yacobi (1981, 1987).
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Para Forster (1927/1985: 54), el personaje es una persona que inicia su vida con
una experiencia que olvida y la termina con otra que imagina pero que no puede com-
prender. Situados en un conjunto cerrado dentro del que cobran sentido literario, los
personajes son unidades objeto de distribución y manipulación por parte del narrador,
que es también una de las creaciones autoriales más específicamente novelescas, y mer-
ced a la cual es gobernada la realidad convencional que se nos presenta en la novela.
Ph. Hamon (1972: 99) considera que “ce qui différence un personnage P1 d’un
personnage P2 c’est son mode de relation avec les autres personnages de l’oeuvre, c’est
à dire, un jeu de ressemblances ou de différences sémantiques”. Desde este punto de
vista, el personaje novelesco queda configurado como un signo complejo que desarro-
lla una función e inviste una idea. El personaje adquiere un status de unidad semiológi-
ca al quedar justificadas las siguientes exigencias: 1) Forma parte de un proceso de co-
municación que es la obra literaria; 2) Puede identificarse en el mensaje, pues ofrece un
número de unidades distintas, esto es, un léxico; 3) Se somete en sus combinaciones y
construcciones a unas normas, es decir, a una sintaxis; 4) El personaje es independiente
del número de funciones, de su orden y su complejidad y, consiguientemente, también
de su significado. En suma, el personaje adquiere una significación propia que le permi-
te formar mensajes en número ilimitado.
14
Cfr. AA. VV. (1984, 1984b), G. Achard-Boyle (1996), A.I. Alonso Martín (1986), M.C. Bobes (1984,
1985, 1986a, 1991), C. Bremond (1973, reed. 1990), J. Campbell (1949, trad. 1959), C. Castilla del Pino
(1989), J. Courtés (1976, trad. 1980), S. Chatman (1978, trad. 1990), R.E. Elliott (1982), E.M. Forster
(1927, trad. 1983), R. Gaudeault (1996), E. Garroni (1973, trad. 1980), J.E. Gillet (1974 [en G. y A.
Gullón: 273-285]), R. Girard (1961), A.J. Greimas (1966, trad. 1976; 1966a, trad. 1974; 1970, trad.
1973; 1976, trad. 1983), Ph. Hamon (1972), H. James (1934, trad. 1975), U. Margolin (1989), F. Mau-
riac (1952, trad. 1955), M. Mayoral (1990), J.H. Miller (1992), J.A. Pérez Rioja (1997), J.M. Pozuelo
(1994), V. Propp (1928, trad. 1971), F. Rastier (1972), J. Ricardou (1971), P. Ricoeur (1990, trad. 1996),
V. Sklovski (1975), G. Torrente Ballester (1985), D. Villanueva (1990), J. Villegas (1978), M. Zéraffa
(1969).
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El personaje ha sido considerado por M.C. Bobes como una unidad sintáctica
del relato, al igual que las funciones, el tiempo y el espacio, también elementos estruc-
turantes de la trama, y sobre los que es igualmente posible un análisis semántico y
pragmático. El personaje literario se configura como: 1) Unidad de función : puede de-
limitarse funcionalmente al ser sujeto de acciones propias; 2) Unidad de sentido : es
objeto de la conducta de otros personajes y puede delimitarse por relación a ellos; 3)
Unidad de referencias lingüísticas : es unidad de todas aquellas referencias lingüísticas
y predicados semánticos que se dicen sobre él, de modo que es posible delimitarlo ver-
balmente como depositario de las notas intensivas que, de forma discontinua, se suce-
den sobre él a lo largo del relato. El estudio del personaje novelesco puede abordarse
teniendo en cuenta los siguientes aspectos.
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Acaso las aportaciones más célebres, respecto a las investigaciones sobre narratolo-
gía, corresponden al etnólogo y folclorista V. Propp, cuya Morfología del cuento (1928)
ha sido una obra esencial en la configuración y desarrollo de los modernos estudios
sobre la novela. Frente a la variedad de elementos que integran la narración (personajes,
espacios, acciones...), V. Propp se propone identificar en el relato un conjunto de ele-
mentos invariantes, a partir de los cuales resulte posible establecer un determinado nú-
mero de unidades funcionales, cuya ordenación y disposición estructural facilite la
comprensión del discurso y la identidad de sus diferentes elementos compositivos.
15
Cfr. AA. VV. (1984, 1984b), A.I. Alonso Martín (1986), M.C. Bobes (1985, 1991), C. Bremond
(1973, reed. 1990), J. Campbell (1949, trad. 1959), C. Castilla del Pino (1989), J. Courtés (1976, trad.
1980), S. Chatman (1978, trad. 1990), R.E. Elliott (1982), E.M. Forster (1927, trad. 1983), R. Gaudreault
(1996), R. Girard (1961, trad. 1985), A.J. Greimas (1966, trad. 1976; 1970, trad. 1973; 1976, trad. 1983),
Ph. Hamon (en R. Barthes et al. [1977: 136 ss]), H. James (1884, trad. 1975), J. Kristeva (1969, trad.
1981), U. Margolin (1989), F. Mauriac (1952, trad. 1955), M. Mayoral (1990), J.H. Miller (1992), F.
Poyatos (1993), V. Propp (1928, trad. 1977), J. Ricardou (1971), P. Ricoeur (1977, trad. 1988; 1977a,
trad. 1987), V. Sklovski (1975), J. Villegas (1978), M. Zéraffa (1969). Vid. los siguientes números mo-
nográficos de revistas: Character as a Lost Cause, en Novel, 11, 3 (1978); Theory of Character, en Poe-
tics Today, 7, 2 (1986); Le personnage, en Pratiques, 60 (1988).
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acciones a personajes diferentes. Esto es lo que nos permite estudiar los cuentos a par-
tir de las funciones de los personajes “ (V. Propp, 1928/1972: 32).
V. Propp., en su Morfología del cuento (1928), se propone estudiar las formas inva-
riantes de los cuentos tradicionales: “La palabra morfología significa el estudio de las
formas”. Se apoya en el concepto de “función”, que representa un valor constante en
los relatos, son limitadas en número, y su sucesión es con frecuencia idéntica; además,
el concepto de función habrá de sustituir en la teoría de Propp las nociones de motivo
(Veselovski) y elemento (Bédier). Como veremos, sus ideas fueron desarrolladas am-
pliamente por los formalistas franceses, en Europa, y por A. Dundes (1958), en Nor-
teamérica.
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método fue concebido para el estudio de formas elementales del relato”. No hay que
olvidar, finalmente, la nueva lectura que Gaudreault propone del cuadro actancial grei-
masiano, en su trabajo “Renouvellement du modèle actantiel”, publicado en número
107 de la revista Poétique (1996).
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En sus estudios sobre las figuras del relato, Genette ha elaborado un modelo
desde el que pretende identificar formalmente los diferentes procedimientos o figures
del tiempo en el relato. En su obra de 1983, Nouveau discours du récit, Genette trató de
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actualizar algunos de sus argumentos, y dar respuesta a varias de las objeciones que la
crítica le había planteado. Genette distingue tres aspectos de la temporalidad (orden,
duración y frecuencia), con objeto de conocer la disposición del tiempo en el discurso y
su organización en la historia.
Algunos autores han negado la existencia del tiempo como unidad de sentido y
de estructura en la obra literaria. K. Hamburger (1957) sostiene que el pretérito épico,
forma verbal específicamente narrativa, se destemporaliza y pierde su valor denotativo
de pasado desde el momento en que se utiliza desde la tercera persona en un discurso de
ficción, mientras que en las narraciones autobiográficas, y en los discursos enunciados
desde la primera o segunda personas (yo/ tú) el pretérito conserva sus valores específi-
cos. H. Weinrich (1964) sostiene, al igual que Hamburger, que las formas verbales ca-
recen de referente temporal en el discurso de ficción. Weinrich trata de identificar en
los adverbios temporales el sentido del tiempo en el relato, y considera que las formas
verbales sólo expresan la actitud del hablante ante el objeto del enunciado.
P. Ricoeur (1983-1985), por su parte, considera que la mayor parte de los estu-
dios narratológicos sobre el tiempo se caracterizan por cierta abstracción que desembo-
ca en falta de atención hacia la experiencia creativa (autorial) e interpretativa (lecto-
rial). Desde el punto de vista de Ricoeur, la obra literaria no puede considerarse desde
una autonomía absoluta (estructuralismo), ya que en todo relato está contenida una de-
terminada concepción temporal, resultado de una experiencia literaria que representa un
lugar de encuentro para el autor y sus lectores reales, de forma que el tiempo vivido
actúa decisivamente en la comprensión e interpretación del tiempo literario. Tal es la
tesis recogida en sus estudios sobre el tiempo y la narración, al abordar la etapa de refi-
guración (Mímesis III) del fenómeno estético por medio de las formas del arte.
17
Cfr. J.M. Adam (1992), J.M. Adam y A. Petitjean (1989), M. Aguirre (1990), E. Anderson Imbert
(1979, reed. 1992), J. van Appeldoorn (1982), G. Bachelard (1957, trad. 1965), M. Bajtín (1975, trad.
1989), M. Baquero Goyanes (1970, reed. 1989), R. Barthes (1968a, 1968b, 1982), M.C. Bobes (1985,
1991), H. Bonheim (1982), S. Chatman (1978, trad. 1990), R. Debray-Genette (1988), J. Frank (1945,
trad. 1972; 1978), A. García Berrio (1989), A. Gelley (1979, 1980), R. Gullón (1980), Ph. Hamon
(1981), R. Ingarden (1931, trad. 1983), M. Issacharoff (1976, 1991), J.A. Kestner (1978), H. Miterrand
(1980, 1990), J. Oleza (1979a), L.M. O’Toole (1980), C. Pérez Gallego (1971), R. Ronen (1986), C.
Segre (1981), J.R. Smitten y A. Daghistany (1981), J. Weisgerber (1978), A. Wright (1987), G. Zoran
(1984). Vid. los siguientes números monográficos de revistas: Sémiotique de l’espace, en Communica-
tions, 36 (1982); Le décrit, en Littérature, 38 (1980); Sur la description, en Poétique, 43 (1980); To-
wards a Theory of Description, en Yale French Studies, 61 (1981); Approches de l’espace, en Degrés,
35-36 (1983); Payages, en Littérature, 61 (1986); Espaces et chemins, en Littérature, 65 (1987); Con-
ceptualiser l’espace, en Imprévue, 1 (1988); Análisis del relato. La descripción, en Estudios de Lengua y
Literatura Francesas, 5 (1991).
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El concepto aristotélico del espacio como lugar en el que se sitúan los objetos
—y sujetos— se mantiene, sin discusión teórica, hasta el Renacimiento, y en la práctica
lingüística y literaria hasta mucho más tarde. La novela precisa los perfiles de los per-
sonajes por relación a los lugares donde viven y a los objetos de que se rodean: predo-
minio de paisajes en las novelas románticas y de interiores en las del realismo, por
ejemplo. El concepto bajtiniano de cronotopo resulta en este contexto especialmente
útil. La novela concreta las ideas de los personajes y las relaciones que establecen en
conductas que se proyectan sobre coordenadas temporales y espaciales, y encuentra,
tanto en el espacio como en el tiempo, valores sémicos que aprovecha como expresión
y forma de modos de ser y de actuar (Bobes, 1985: 199 ss).
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superficial, como mero soporte de una acción igualmente referencial y exterior a la vi-
vencia psicológica del personaje.
M.C. Bobes (1985: 196-7 y 213) ha hablado a este propósito de mirada semán-
tica, con objeto de designar la mirada narrativa que interpreta los objetos más allá de la
mera presencia, y que requiere el análisis de la forma en que la novela y el drama crean
los ambientes, es decir, lo que está en el espacio y desde él adquiere sentido. De este
modo, el espacio subjetivo son las sensaciones: el hombre se constituye en centro de
percepciones en un círculo más o menos amplio, del que puede dar testimonio total o
parcial.
J.M. Pozuelo (1988), en su libro Teoría del lenguaje literario, reproduce una
clasificación, propuesta por Hamon, de las posibles funciones que la descripción puede
desempeñar en los relatos. Estas funciones generales de la descripción serían las si-
guientes: 1) Función demarcativa: señala las divisiones o fronteras en el discurso entre
la narración y la descripción (sintaxis); 2) Función dilatoria o retardataria: el desarro-
llo de la intriga se detiene al introducirse una descripción de determinados efectos esti-
lísticos y semánticos (temporalidad); 3) Función decorativa o estética: quizá la más
específica de sus funciones. “Descriptio” u ornamento del discurso era, para la retórica
clásica, cuya cultura antigua reconocía también el género “epidíctico”, una propiedad
ornamental destinada a la sola admiración del público, que no a su persuasión (retóri-
ca); 4) Función simbólica o explicativa: guarda estrecha relación con la semántica lite-
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© Jesús G. Maestro · Introducción a la teoría de la literatura – ISBN 84-605-6717-6
raria, pues otorga a los objetos, vestidos, moblajes, etc., una presencia semántica, una
mirada semántica, de tal modo que no sólo están “presentes” en el relato por su valor
testimonial óntico, sino, muy especialmente, por su valor sémico, como realidades que
remiten a otras realidades o conceptos, esto es, como signos (competencia reflexiva del
narrador).
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