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Domingo IV de Cuaresma (ciclo A)

La historia del ciego de nacimiento es como una parábola del bautismo y de la


vida cristiana que se inicia con él. Uno de los nombres del bautismo es, precisamente,
iluminación, porque mediante él reconocemos que Cristo es la “luz del mundo” y nos
dejamos iluminar por Él: “Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y
Cristo será tu luz” (2ª lectura).
La liturgia de la palabra de este domingo subraya la gratuidad del bautismo, la
gratuidad del don de Dios. De la misma manera que el joven David no había hecho
ningún mérito para que fuera elegido por Dios como rey de Israel, el ciego de nacimiento
ni siquiera le pide a Jesús que lo cure, su papel es meramente receptivo: está ahí, en la
oscuridad de su ceguera. Pero consiente que los dedos del Señor se posen sobre sus
ojos con el barro que había hecho con su propia saliva: “Escupió para que advirtieras que
el interior de Cristo es luz. Y ve realmente, quien es purificado por lo que procede del
interior de Cristo”, escribe San Ambrosio.
Así pues lo primero para ser cristiano es dejarse alcanzar por Cristo (y esto es lo
que hacéis los padres cristianos cuando traéis a vuestros hijos recién nacidos a la Iglesia
para que sean bautizados: se los presentáis y ofrecéis a Cristo, para que Él los ilumine).
Y esto es, queridos hermanos, lo que hacemos cada vez que recibimos alguno de los
sacramentos: nos dejamos alcanzar por Cristo, para que Él nos toque y realice en
nosotros su acción salvadora.
En segundo lugar, una vez recibido este don gratuito, la libertad del hombre tiene
que ponerse en juego secundando la acción de la gracia, obedeciendo a lo que nos pide:
“Vete a lavarte a la piscina de Siloé, que significa Enviado”. Y el ciego, todavía invidente,
fue. Es decir, hay que sumergir la propia vida en la vida del Enviado, que es Cristo,
“caminando como hijos de la luz (…) buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte
en las obras estériles de las tinieblas” (2 ª lectura). La libertad del hombre tiene que
corresponder al don recibido, viviendo coherentemente con ese don, aceptando incluso
el sufrimiento de la marginación social, como lo hizo el ciego curado que fue tachado de
“empecatado” y expulsado de la sinagoga.
La presencia de Cristo en medio de nosotros provoca un juicio, una discriminación,
una división entre los hombres: “Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los
que no ven, vean; y los que ven, se queden ciegos”. Así los hombres quedan divididos

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según la actitud que adoptan ante Cristo, según que esa actitud sea verdaderamente
racional o, al contrario, profundamente irracional.
La actitud del ciego curado es la de una persona que es fiel a las exigencias
internas de la razón. Estas exigencias comportan (1º) el no negar los hechos (“sólo sé
que era ciego y que ahora veo”), (2º) el narrar los hechos tal como han sido, sin
distorsionarlos (“me puso barro en los ojos, me lavé y veo”) y (3º) interpretar los hechos
según las exigencias internas de la propia razón (“si éste no viniera de Dios, no tendría
ningún poder”; “sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y
hace su voluntad”). El ciego curado es un modelo de racionalidad. Y porque es fiel a las
exigencias de la razón, llega a la fe. Quien es fiel, hasta el fondo, a las exigencias de la
razón, llega a la fe. La razón no es enemiga de la fe, sino, al contrario, es la que conduce
al hombre a creer, porque no hay nada más razonable que otorgar confianza a Dios.
En cambio la actitud de los padres del ciego es profundamente irracional, ya que
actúan movidos por el miedo a la marginación social que comportaba el reconocer a
Jesús: “Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos, pues los judíos ya
habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías”.
También es profundamente irracional la actitud de “algunos de los fariseos”, que
se dejaron llevar por el prejuicio según el cual ellos ya tenían una idea previa,
determinada de antemano, de cual era el marco dentro del cual tenía que actuar Dios,
“prohibiéndole” a Dios salirse de ese marco, actuar fuera de él. La fuerza del prejuicio es
tan grande que llega a negar los hechos: “los judíos no se creyeron que aquél había sido
ciego y había recibido la vista”.
Dice el evangelio que los vecinos discutían sobre si era o no era el mismo ciego
que se sentaba a pedir. Es que “con los ojos abiertos había cambiado de rostro”,
comenta san Agustín. También nosotros experimentamos que, en la medida en que
acogemos la gracia y nuestra libertad corresponde a ella, va surgiendo en nosotros un
hombre nuevo, hecho de humildad, de dulzura, de paciencia, y lleno de misericordia y de
esperanza. La vida, sin cambiar su materialidad, cambia de sabor. Y comprendemos que
no hay nada más bello, más justo, más razonable que adherir a Cristo. Que el Señor,
queridos hermanos, nos conceda ser siempre fieles a la razón, sin dejarnos arrastrar ni
por el miedo ni por los prejuicios; para que adhiramos a Él. Amén.

Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

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