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según la actitud que adoptan ante Cristo, según que esa actitud sea verdaderamente
racional o, al contrario, profundamente irracional.
La actitud del ciego curado es la de una persona que es fiel a las exigencias
internas de la razón. Estas exigencias comportan (1º) el no negar los hechos (“sólo sé
que era ciego y que ahora veo”), (2º) el narrar los hechos tal como han sido, sin
distorsionarlos (“me puso barro en los ojos, me lavé y veo”) y (3º) interpretar los hechos
según las exigencias internas de la propia razón (“si éste no viniera de Dios, no tendría
ningún poder”; “sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y
hace su voluntad”). El ciego curado es un modelo de racionalidad. Y porque es fiel a las
exigencias de la razón, llega a la fe. Quien es fiel, hasta el fondo, a las exigencias de la
razón, llega a la fe. La razón no es enemiga de la fe, sino, al contrario, es la que conduce
al hombre a creer, porque no hay nada más razonable que otorgar confianza a Dios.
En cambio la actitud de los padres del ciego es profundamente irracional, ya que
actúan movidos por el miedo a la marginación social que comportaba el reconocer a
Jesús: “Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos, pues los judíos ya
habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías”.
También es profundamente irracional la actitud de “algunos de los fariseos”, que
se dejaron llevar por el prejuicio según el cual ellos ya tenían una idea previa,
determinada de antemano, de cual era el marco dentro del cual tenía que actuar Dios,
“prohibiéndole” a Dios salirse de ese marco, actuar fuera de él. La fuerza del prejuicio es
tan grande que llega a negar los hechos: “los judíos no se creyeron que aquél había sido
ciego y había recibido la vista”.
Dice el evangelio que los vecinos discutían sobre si era o no era el mismo ciego
que se sentaba a pedir. Es que “con los ojos abiertos había cambiado de rostro”,
comenta san Agustín. También nosotros experimentamos que, en la medida en que
acogemos la gracia y nuestra libertad corresponde a ella, va surgiendo en nosotros un
hombre nuevo, hecho de humildad, de dulzura, de paciencia, y lleno de misericordia y de
esperanza. La vida, sin cambiar su materialidad, cambia de sabor. Y comprendemos que
no hay nada más bello, más justo, más razonable que adherir a Cristo. Que el Señor,
queridos hermanos, nos conceda ser siempre fieles a la razón, sin dejarnos arrastrar ni
por el miedo ni por los prejuicios; para que adhiramos a Él. Amén.