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LA “PURITAS CORDIS”
EN LA TRADICIÓN BÍBLICA
Y CARMELITANA
INDICE
Introdución
A este primer aspecto claramente contemplativo, hemos de asociar el del camino hacia
el monte de Dios, del que habla el salmo 24 (23).
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Por tanto, es necesario ver los distintos aspectos de este discurso sobre la pureza del
hombre como elementos esenciales de una misma virtud. En especial, hay que negarse
a infravalorar sus dimensiones materiales: no puede haber un corazón puro en un
cuerpo mantenido voluntariamente en la impureza: «La sabiduría no entra en alma
artera, ni habita en cuerpo esclavo del pecado; pues el santo espíritu educador rehuye
el engaño» (Sb 1, 4-5).
Por último, se debe añadir que la pureza de corazón ha de entenderse también como
«buena conciencia». En Génesis 20,5 la imagen «corazón y manos puras» se expresa
con «buena conciencia y manos puras».
Nosotros encontraremos otros aspectos. Es difícil dar un orden sistemático a todo eso.
Daremos a nuestro discurso el aspecto de un paseo por la Palabra de Dios, tratando de
tocar los pasajes más importantes para iluminar este tema y sobre los cuales se
debería trabajar más para la construcción del hombre espiritual.
El Antiguo Testamento
En el Antiguo Testamento la pureza aparece ante todo como la condición exigida para
acercarse a las cosas sagradas, concepción común a las religiones antiguas. Aunque
accesoriamente puede implicar la virtud moral opuesta a la lujuria, esta pureza no la
dan los actos morales sino los ritos.
«Puro» e «impuro» no son sólo cualidades externas, sino fuerzas reales que santifican
o contaminan. Yahvé y todo lo que le pertenece es puro. Lo que de un modo u otro
está en relación con los ídolos es impuro y mancha al hombre: su corazón y su vida
material y espiritual.
Los capítulos 11-16 del Levítico presentan el código de la pureza ritual de la comunidad
santa de Israel, que incluye la limpieza física y es una manera de protegerse de la
idolatría. Este código reglamenta todo lo que concierne el culto y el modo de recuperar
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El israelita piadoso tiene conciencia de no poder realizar el ideal de pureza que Dios le
propone: «¿Puede el mortal ser justo ante Dios o inocente el hombre ante su
creador?» (Jb 4, 17). Con todo, Israel reconoce ahí una exigencia de la creación
misma, porque «el Espíritu que nos ha dado con la vida es puro, y así habrá que
devolvérselo».
La purificación de los pecados es, pues, obra de Dios que interviene personalmente en
las profundidades del ser humano construyéndole un nuevo centro de vida, un corazón
de carne, en el cual se instalará no la concupiscencia de la carne, sino el espíritu de
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Dios para dirigir sus acciones. Esta obra no es, pues, una esterilización del hombre,
sino la obra de una humanización profunda. La pureza se manifiesta así no como
negación de la carne, sino como renovación de sus fuentes, enderezando sus acciones
hechas ya en Dios, según el corazón de Dios, que en el Espíritu ha tomado posesión
del corazón del hombre. Este don de la pureza hará al hombre capaz de poner en
práctica la Ley, gracias al espíritu nuevo que se le dará. En la oración es donde se
expresa esta tensión a la pureza en Israel, ya que: «¿Quién subirá al monte del Señor,
quien puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón»
(Sal 24 (23), 3-4). En este salmo podemos ver el paralelismo entre las manos y el
corazón, entre el aspecto exterior y el interior de la pureza, necesaria para la subida
del monte del Señor, Sión en la figura, el Cristo en la realidad del cumplimiento y del
itinerario espiritual del creyente.
El Salmo 73 (72) nos presenta la crisis del fiel ante la perspectiva de los malvados:
«En vano he conservado puro mi corazón y he lavado en la inocencia mis manos» (v.
13). Pero la fe lleva las de ganar y el creyente puede renovar su acto de fe inicial:
«¡Qué bueno es Dios con los justos, con los hombres de corazón puro!» (v. 1).
Normas más estrictas se reservan a los sacerdotes, que han de observar una pureza
mayor en cuanto están encargados del servicio de Yahvé el Santísimo (cfr. el capítulo
21 del Levítico). Por lo que concierne a la virginidad, el Antiguo Testamento no le
reconoce valor más que en función de un matrimonio puro. Fuera de este caso,
equivale simplemente a la esterilidad: humillación y oprobio.
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Resumiendo esta primera parte de la cuestión, podemos decir que el corazón es para
el Antiguo Testamento «la fuente» (Pr 4, 23) de la que parten los pensamientos, los
sentimientos y las acciones del hombre. De aquí nace la voluntad. Si es verdad que
recibe mucho del exterior, también es verdad que modifica libremente todo esto y que
interviene creativamente en el mundo. Por lo que respecta al valor moral, se ha de
reconocer que el corazón del hombre no es nunca absolutamente puro (Sal 101 (100),
4; Pr 11, 20; 17, 20); él tiende naturalmente hacia lo que es falso, está
profundamente dividido (Sal 12 (11), 3) y lleno de orgullo (Pr 16, 5). Puede cubrirse
de una capa de grasa (Sal 119 (118), 70) o endurecerse como la piedra (Ez 11, 19-21;
Za 7, 12).
Pero el corazón del hombre es también la realidad que más o menos conserva la
memoria y la nostalgia de su Autor. Desea ver su rostro: el hombre todo entero es
impulsado por el corazón a la búsqueda del Dios del que está sediento (cfr. Sal 27
(26), 8).
Con el corazón del hombre es con lo que Dios entra en una relación especial. Él lo
escruta y lo examina (Sal 17 (16), 3; Jr 12, 3; 1Cro 29, 17), lo pesa (Pr 21, 2; 24,
12), lo conoce en verdad (1R 8, 39; Sal 33 (32), 15; Pr 15, 11). A su corazón quiere Él
hablar y el hombre «en la tabla del corazón» (Pr 7, 3) debe conservar sus palabras,
que han de ser el objeto de todo el amor de que su corazón es capaz (Dt 6, 5-6). Así
Dios trabaja el corazón del hombre, lo hace sólido y fuerte uniéndolo a él y haciéndolo
uno como Él es Uno (1R 8, 61; 11, 4; Sal 86 (85), 11; Jr 32, 39).
Por último, el Testamento de Benjamín nos sugiere el poder de la pureza del corazón y
del espíritu, que da claridad no sólo a la mirada, sino de algún modo purifica la
realidad misma, esto a condición de que el Espíritu de Dios habite en nuestro corazón,
ya que es Él el único poder capaz de transformar nuestra mirada y la realidad misma:
«Quien tiene el pensamiento puro y amante no mira a la mujer con espíritu de lujuria.
De hecho, no hay mancha en su corazón, porque reposa en él el Espíritu de Dios. En
efecto, igual que el sol no se mancha con los desperdicios ni con el barro, sino que los
seca quitándoles el olor, así el espíritu puro rodeado por la suciedad de la tierra,
construye más bien, pero no se mancha» (Test. de Benjamín VIII, 2-3).
El nuevo testamento
«Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarlo; sino lo que sale
del hombre, eso es lo que contamina al hombre... ¿Conque también vosotros estáis sin
inteligencia? ¿No comprendéis que todo lo que de fuera entra en el hombre no puede
contaminarle, pues no entra en su corazón, sino en el vientre y va a parar al
excusado?... Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de
dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos,
asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria,
insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al
hombre» (Mc 7, 15.18-19.20-23).
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Pero es sobre todo la muerte de Cristo, que borra los pecados del mundo, la fuente de
esta nueva pureza, que crea en los que se unen a él este estado. Gracias a su
sacrificio, los cristianos son ese pueblo purificado y santificado capaz de realizar las
obras agradables a Dios (Tt 2, 14; 1Jn 1, 7.9).
A la gracia del Espíritu Santo que purifica el corazón (Hch 15, 9), hemos de responder
con la obediencia de la fe que se convierte en práctica de vida fraterna: «Habéis
purificado vuestras almas, obedeciendo a la verdad, para amaros los unos a los otros
sinceramente como hermanos. Amaos intensamente unos a otros con corazón puro,
pues habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por
medio de la palabra de Dios viva y permanente» (1P 1, 22-23).
Esto en la disponibilidad a eliminar todo lo que se opone a nuestra unión con el Verbo,
todo lo que sirve de obstáculo a esta Palabra que nos purifica: «Si tu mano o tu pie te
es ocasión de pecado, córtatelo y arrójalo de ti...» (Mt 18, 8); a separarnos de los
amigos cuando esto es necesario para seguir a Cristo: «El que ama a su padre o a su
madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a
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mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37), y hasta negarse a sí mismo: «Si alguno quiere
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24). Y por
último la disponibilidad a pasar por el gran sufrimiento del odio del mundo: «Esos son
los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado
con la sangre del Cordero. Por eso están delante del trono de Dios, dándole culto día y
noche en su Santuario; y el que está sentado en el trono extenderá su tienda sobre
ellos» (Ap 7, 14-15): ¡los mártires son los puros por excelencia!
San Pablo nos presenta la pureza como un mandamiento de Dios para todo cristiano:
«Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os alejéis de la fornicación,
que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con santidad y honor, y no dominado
por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios... No nos llamó Dios a la
impureza, sino a la santidad» (1Ts 4, 3-5.7).
En la carta a los Romanos retoma la misma enseñanza: «No reine, pues, el pecado en
vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis a sus apetencias. Ni hagáis ya de
vuestros miembros instrumentos de injusticia al servicio del pecado; sino más bien
ofreceos vosotros mismos a Dios como muertos retornados a la vida; y vuestros
miembros, como instrumentos de justicia al servicio de Dios» (Rm 6, 12-13).
Pero es sobre todo en relación a la nueva dignidad del cristiano donde el mandato de la
pureza revela todo su valor y su riqueza. Todo el ser del hombre ha sido santificado y
ha de conservar esta condición divina. El texto de la primera carta a los Corintios sobre
la fornicación es fundamental.
¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? y ¿había de tomar yo los
miembros de Cristo para hacerlos miembros de protituta? ¡De ningún modo! ¿O no
sabéis que quien se une a la protituta se hace un solo cuerpo con ella? Pues está
dicho: Los dos se harán una sola carne. Mas el que se une al Señor, se hace un solo
espíritu con él.
¡Huid de la fornicación! Todo pecado que comete el hombre queda fuera de su cuerpo;
mas el que fornica, peca contra su propio cuerpo.
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¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y
habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados!
Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo» (1Co 6, 12-20).
Subrayemos en este discurso de San Pablo cuatro pasajes importantes, que nos
ayudan a comprender la mirada nueva que el cristiano ha de llevar sobre su cuerpo,
una mirada contemplativa, dado que se trata nada menos que de reconocer en él a
Dios mismo:
B. Nuestro cuerpo tiene un destino que supera el del mundo mortal. No es materia
insignificante, sino que está destinado a la resurrección y a la gloria del cielo, así que
no debe ser humillado con impureza (14).
D. Por último, por el bautismo, el cuerpo del cristiano se ha convertido en Templo del
Espíritu Santo: ya no nos pertenece. Estamos encargados de servir al nuevo destino
que Dios le ha dado: su Templo santo. Eso significa que la función primaria de nuestro
cuerpo es el culto y la alabanza del Señor (19-20).
Lo que hemos dicho afecta en el fondo a todo cristiano. Pero Jesús, permaneciendo
virgen, nos ha revelado el sentido y el secreto de una pureza íntegra: un culto en
espíritu y verdad y la visión de Dios.
San Juan nos lo explica en su primera carta: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y
aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste,
seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta
esperanza en él se purifica, porque él es puro» (1Jn 3, 2-3). Sí, el sentido de la pureza
es la visión de Dios, como Cristo mismo lo ha proclamado solemnemente en el discurso
de la montaña: «Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios» (Mt 5,
8). Nosotros podemos comprender la bienaventuranza como el cumplimiento de la vida
de aquel que «invoca el nombre del Señor con conciencia pura» (cf 2Tm 1, 3).
¡Podemos imaginar qué pureza mora en el corazón de Cristo, Verbo del Padre, que no
cesa de contemplar el rostro del Padre! Para introducirnos en esta visión nos pide
entrar en una nueva pureza de vida, la suya, para participar con él en la ofrenda
agradable al Padre, ofrenda «sin mancha» que purifica «nuestra conciencia de las
obras muertas para servir al Dio vivo» (Hb 9, 14). «Así es el sumo sacerdote que nos
convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado
sobre los cielos» (Hb 7, 26).
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Por eso él no se ha desposado con una criatura especial, él es el Esposo Virgen de una
esposa, la humanidad entera, que ha venido a purificar y fecundar con su sangre, en el
poder del Espíritu Santo: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la
Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el
baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin
que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5,
25-27).
Esta condición de eunucos por el Reino de los cielos, San Pablo la hizo propia e invita a
ella a los Corintios: «Mi deseo sería que todos fueran como yo; mas cada cual tiene de
Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra. No obstante, digo a los
solteros y a las viudas: Bien les está quedarse como yo» (1Co 7, 7-8).
Ante todo porque este mundo va a pasar, es provisional, como el estado del
matrimonio, mientras el estado de los que no se casan para el servicio del Señor es
definitivo, porque anticipa y anuncia el Reino: «Los hijos de este mundo toman mujer
o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la
resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden
ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios por ser hijos de la
resurrección» (Lc 20, 34-36).
se adhiere a ella: «Todo es puro para los puros; pero para los contaminados y los
infieles nada es puro; están contaminadas su mente y su conciencia» (Tt 1, 15).
La unidad de la vida está en función del servicio del Señor: no hay que ocuparse así de
los numerosos problemas de la vida conyugal; su única preocupación es el servicio del
Señor, no busca más que al Señor. Por esto puede esperar la venida del esposo de su
alma, «ceñidos los lomos y con la lámpara encendida» (Lc 12, 35), y aunque se
duerma, dado que el Esposo tarda en venir, a su regreso estará preparado: es
prudente y con la lámpara ha tomado una buena reserva de aceite (cfr. Mt 25, 1-13).
Conclusión
«Estar apegado al Señor sin división» es una fórmula que puede expresar el sentido de
la pureza del corazón: respuesta al amor de Dios por nosotros, es el acto de amor que
acoge el de Dios y que pone en obra todo su poder y todas sus energías para reunir
todo su ser (todos sus sentimientos y afectos, deseos y pasiones, inteligencia,
pensamiento y conocimiento, su voluntad y sus decisiones, ya que de todo eso es
centro y símbolo el corazón) en una unión íntima y absoluta con Dios. Pero este acto
de amor creado por Dios mismo en nosotros, en cuanto está dirigido a Dios, es al
mismo tiempo un verdadero acto de culto, una verdadera adoración permanente de
todo nuestro ser que nosotros le ofrecemos. A esto invita San Pablo: «Os exhorto,
pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que os ofrezcáis a vosotros mismos
como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rm
12, 1).
Bibliografía
La «pureza de corazón» es la condición puesta por Jesús para ver a Dios (cf Mt 5, 8).
La promesa de ver a Dios es otro modo de expresar la entrada en el Reino de Dios[1].
sino parcialmente y que es necesario hacer aún mucha investigación y síntesis para
describir una evolución completa[3], se puede tener una idea exacta de ella leyendo el
artículo de J. Raasch y de M. Dupuy que si hallan en el Dizionario de Spiritualità[4].
Todos los antiguos monjes consideraban la pureza de corazón como esencial en la vida
espiritual. Basilio declara que es el mandamiento fundamental de Cristo (homilía sobre
“Attende tibi” 1, PG 31, 200) (col. 1679). Para los Padres Latinos, Raasch ha tomado
en consideración solo algunos textos de S. Agustín para que aparezca la continuidad de
la tradición (col. 1681).
Según Depuy, se puede ver que algunos subrayan la continuidad entre pureza y visión
beatífica: «Es la que se podría llamar interpretación mística de la bienaventuranza
evangélica de los corazones puros, o al menos la interpretación contemplativa. Pero
otros autores espirituales se mueven o se sitúan al nivel de la acción... Es la que se
podría llamar interpretación moral de la bienaventuranza evangélica. La pureza es
entonces más bien la claridad de la mirada, el vestido nupcial sin el cual no es posible
ser admitidos al banquete celestial...» (col. 2645-46).
Concluyendo su artículo, M. Dupuy dice: «Pocos términos han conocido tal fluctuación
de significado y de resonancia como la palabra pureza, pasando de la moda al
descrédito. Se ha hecho observar el empobrecimiento progresivo de la palabra, que,
después de evocar la unión con Dios, ha venido a significar principalmente la exclusión
de los pecados de la carne» (col. 2651).
Para apreciar la importancia de la pureza de corazón se han de leer con atención las
oraciones y las lecturas que la Iglesia nos propone en la liturgia. Allí se hallan muchas
indicaciones. Por ejemplo, el Tratado sobre la perfección cristiana y la Homilía sobre
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las bienaventuranzas de San Gregorio de Nisa, que la Iglesia nos invita a meditar
durante la XII semana del tiempo ordinario. Hallamos el reto de acceder a Cristo
porque: «Él [Cristo] es la fuente pura e incorrupta, de manera que el que bebe y
recibe de él sus impulsos y afectos internos ofrece una semejanza con su principio y
origen, como la que tiene el agua nítida del ánfora con la fuente de la que procede. En
efecto, es la misma y única nitidez la que hay en Cristo y en nuestras almas» (Lit. de
las Horas, t. III, p. 331).
«El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17, 21). «El que tiene el corazón limpio
de todo afecto desordenado a las criaturas contempla, en su misma belleza interna, la
imagen de la naturaleza divina. Si os esmeráis con una actividad diligente en limpiar
vuestro corazón de la suciedad con que lo habéis embadurnado y ensombrecido,
volverá a resplandecer en vosotros la hermosura divina. Cuando un hierro está
ennegrecido, si con un pedernal se le quita la herrumbre, en seguida vuelve a reflejar
los resplandores del sol; de manera semejante, la parte interior del hombre, lo que el
Señor llama el corazón, cuando ha sido limpiado de las manchas de herrumbre
contraídas por su reprobable abandono, recupera la semejanza con su forma original y
primitiva y así, por esta semejanza con la bondad divina, se hace él mismo
enteramente bueno... La divinidad es pureza, es carencia de toda inclinación viciosa,
es alejamiento de todo mal. Por tanto, si hay en ti estas disposiciones, Dios está en ti.
Si tu espíritu, pues, está limpio de toda mala inclinación, libre de toda afición
desordenada y alejado de todo lo que mancha, eres dichoso por la agudeza y claridad
de tu mirada, ya que, por tu limpieza de corazón, puedes contemplar lo que escapa a
la mirada de los que no tienen esta limpieza, y, habiendo quitado de los ojos de tu
alma la niebla que los envolvía, puedes ver claramente, con un corazón sereno, un
bello espectáculo. Resumiremos todo esto diciendo que la santidad, la pureza, la
rectitud son el claro resplandor de la naturaleza divina, por medio del cual vemos a
Dios» (Lit. de las Horas, t. III, p. 346-347).
El jueves de la semana XVIII del Tiempo Ordinario la Iglesia nos invita a orar con
Balduino de Canterbury: «Quita de mí, Señor, este corazón de piedra, quita de mí este
corazón endurecido, incircunciso. Tú que purificas los corazones y amas los corazones
puros, toma posesión de mi corazón y habita en él, llénalo con tu presencia, tú que
eres superior a lo más grande que hay en mí y que estás más dentro de mí que mi
propia intimidad. Tú que eres el modelo perfecto de la belleza y el sello de la santidad,
sella mi corazón con la impronta de tu imagen; sella mi corazón, por tu misericordia,
tú, Dios por quien se consume mi corazón, mi lote perpetuo. Amén» (Lit. de las Horas,
t. IV, p. 60).
Introducción
I. Fundamentos
a) Prólogo
La pureza de corazón de la que habla Alberto en este pasaje tiene su fuente originaria
en la espiritualidad de los Padres del desierto. Estos ya han regulado cómo se podía
«vivir en obsequio de Jesucristo y servirlo». Pero para esto parece imponerse una
condición: seguir a Jesucristo «fielmente con corazón puro y buena conciencia».
El eremita carmelita, dando este paso espiritual, tiene a la vista el proyecto común, es
decir, «el propósito» del que habla Alberto en el Prólogo. Podríamos decir que esta
frase «con corazón puro» del Prólogo se sitúa realmente a un nivel espiritual, tanto en
los Padres del Desierto, en especial en Casiano, que enseña la pureza de corazón como
método para llegar a Dios, como en el Nuevo Testamento. En este sentido, se podría
decir que el significado patrístico de la pureza de corazón encuentra en cierto modo la
concepción del Nuevo Testamento, en el cual la verdadera pureza de corazón es la
interior, la del corazón del hombre[10].
Por otra parte, casi todo este párrafo de nuestra Regla, en el que se encuentra la frase
«con corazón puro», está tomado de San Pablo, de San Pedro y de los Salmos.
Leyendo estos pasajes de la Biblia, comprendemos mejor el sentido de esta frase. El
eremita carmelita está invitado a abrazar y a practicar lo que la tradición espiritual de
la Iglesia ha llamado siempre «la ascesis»[11] para poder tener un corazón puro y una
buena conciencia en el seguimiento de Jesucristo. Y esta ascesis se hace evidente
cuando la Regla invita a los eremitas carmelitas a tomar «las armas espirituales».
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Así, pues, aunque este combate contra las tinieblas es duro y continuo en el corazón
del hombre (Ef 6, 12), va acompañado por algunos valores ascéticos o medios
privilegiados que nos ayudan a «obedecer» al Padre, a ejemplo de Jesús Crucificado.
Ante todo Alberto nos habla de la castidad que fortalece el «corazón» con
pensamientos santos; la justicia, que nos ayuda a «amar al Señor nuestro Dios con
todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas, y a nuestro
prójimo como a nosotros mismos» (Dt 6, 5; Mc 12, 30ss), luego la fe para luchar
contra el maligno y agradar a Dios; la salvación que engendra la Esperanza del
Salvador, y, por último, la Palabra de Dios, que ha de «habitar abundantemente en
nuestra boca y en nuestro corazón». Esta palabra ha de ser la fuente cristalina de
todas nuestras acciones y de nuestros pensamientos. Porque ¿no es ella la que da al
eremita la «pureza de corazón»? Sería interesante aproximar esta ascesis (corazón
puro) al séptimo capítulo de la Regla, que trata de la meditación continua de la Palabra
en las celdas. El objetivo de la Lectio Divina es ayudar a la persona que se ejercita en
ella a convertirse en «Palabra Viva» de Dios. En este sentido, la Lectio Divina nos
enseña a hacer la «rumiación» de la Palabra durante todo el día, provocando así la
transformación del corazón; sin darse cuenta, el hombre se encuentra así con un
«corazón purificado», fruto de la acción espiritual del Espíritu Santo: Él solo es capaz
de crear en nosotros un corazón nuevo, un corazón puro.
Por último, en el capítulo XIV de la Regla podemos decir que la expresión «pureza de
corazón» no aparece sino parcialmente tres veces en la palabra corazón (= pectus,
corde, cordibus) y que no es unívoca. Primeramente, la palabra corazón está asociada
a la castidad, luego a la justicia y por último a la Palabra de Dios. Además del sentido
antropológico presente en el término «corazón», podemos afirmar también que esta
expresión encierra aquí todo un significado bíblico, moral y espiritual.
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En 1270 Nicolás Gálico, uno de los primeros generales de nuestra Orden, escribe un
opúsculo espiritual que ha marcado la espiritualidad de la Orden del Carmen hasta
nuestros días: vivir en el desierto o vivir en las ciudades, esa es la cuestión.
Por lo que se refiere a nuestro tema, Nicolás utiliza la expresión «pureza de corazón»;
a veces no hallamos más que el término «corazón», como en el capítulo sexto[15].
Aquí el término aparece en una frase de San Bernardo y el sentido es netamente
antropológico: la sede de la vida afectiva de la persona humana, los deseos y los
afectos.
De aquí en adelante nos serviremos del interesante artículo del P. Baudry sobre este
tema[16]. La primera vez que aparece la expresión pureza de corazón es en el capítulo
décimo[17]. Se trata del salmo 23, 4: El Profeta se pregunta: «¿Quién subirá al monte
del Señor, o quién estará en su lugar santo?», e inmediatamente responde a la
pregunta: «El que tiene manos inocentes y corazón puro».
Según, Baudry, Nicolás concibe la vida espiritual según el modelo de los Padres como
una ascensión del alma hacia Cristo, vértice de la montaña. La pureza de corazón
juega un papel determinante en esta ascensión del alma hacia Dios. Analicemos esta
expresión «pureza de corazón».
Pero esta pureza de corazón implica un combate contra tres enemigos: «el mundo, la
carne y los demonios»[20]. Sin embargo, el hombre no está solo en este combate
ascético, sino que siempre puede recurrir a un arma temible: la Palabra de Dios, que
habla al corazón de todo hombre sediento de Dios. Así, con el poder de su Palabra, el
Señor se une al corazón del hombre con «la sólida triple cuerda de la fe, de la
esperanza y de la caridad»[21]. El hombre interior está vinculado, pues, «a la sólida
piedra que es Cristo»[22].
Con Baudry afirmamos que la pureza de corazón se presenta «al mismo tiempo como
condición indispensable para la escucha de la Palabra y como su fruto normal»[23].
«No penséis, insensatos, que Jesús vendrá a vosotros si no cerráis las puertas de los
sentidos externos»[24]. Esa es la actitud de quien quiere ponerse a la escucha de la
Palabra de Dios.
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Para Nicolás, los eremitas carmelitas están llamados a la soledad del desierto, porque
es allí donde el Señor desea hablarles al corazón. Esto exige, sin duda, por parte del
eremita, toda una ascesis de purificación del corazón: «huye», «medita», «soledad» y
«ocupación santa». Así en la soledad de la celda separada, los eremitas carmelitas
huyen de la «triple guerra de ver, oír y hablar»[25]. Permaneciendo en el silencio y en
la soledad de la celda, los eremitas han de afrontar «el combate de los pensamientos
culpables o ilícitos» y evitar el ocio (otium) con una justa ocupación (negotium), que
es doble: la ocupación corporal, es decir, el trabajo manual del que habla la Regla del
Carmelo, y la ocupación espiritual, es decir: «Permanezca cada cual en su celda o
junto a ella, meditando día y noche en la ley del Señor y velando en oración»[26].
En resumen, la pureza de corazón, para Nicolás, abarca los dos sentidos clásicos de la
tradición cristiana: el sentido ascético-moral: el eremita ha de llegar «del monte de la
circuncisión de los vicios al monte que es Cristo, subiendo gradualmente de virtud en
virtud»[30], al corazón purificado del hombre interior. Efectivamente, la pureza de
corazón «dispone» el corazón del hombre para que goce de la «dulce contemplación»,
que es una «gracia dada gratuitamente» (gratia gratis data).
Este libro parece que toma la vida del profeta Elías, «el primer monje», como modelo
acabado de la vida contemplativa. En este sentido, el autor nos enseña el modo de
llegar a la perfección profética y al término de la vida religiosa eremítica, con su doble
fin. El segundo capítulo nos explica mejor los dos fines de esta vida: uno ascético y el
otro místico. El primero, aunque está la ayuda de la gracia, se sitúa a nivel de la
ascesis y de la moral, fruto del esfuerzo del hombre: «ofrecer a Dios un corazón santo
y purificado de toda mancha de pecado»[32]. Es interesante saber que el hombre llega
ahí cuando es perfecto y está en «Carit», o sea, cuando se oculta en la caridad «que
cubre todas las culpas» (Pr 10, 12). Se puede afirmar, pues, que «la pureza de
corazón» parece tener una relación íntima con la ley del Amor que no pasará nunca,
base de todas las virtudes y criterio de autenticidad de nuestro amor a Dios, que pasa
ante todo a través de nuestro amor fraterno.
El segundo fin es místico, y se caracteriza por un don especial de Dios, de modo que
desde ahora el alma puede experimentar y saborear la presencia de Dios y su gloria en
su corazón y en su espíritu.
Nos parece que la pureza de corazón ascética prepara de algún modo la posibilidad de
un conocimiento experimental de Dios en nuestro corazón, nivel ya místico.
Observamos que el autor, a este nivel místico, usa solo la palabra «corazón», que
tiene aquí un sentido netamente antropológico; hacia el final del libro, a este mismo
nivel místico, encontraremos la expresión «pureza de corazón».
Por otra parte, la palabra «corazón», a lo largo de todo este libro, aparece usada en un
sentido típicamente bíblico. El hombre ha de huir al desierto para liberar su «corazón»
de todo apego irregular: «Vete de aquí», ya que solo ha de ocuparse del amor de Dios,
que no admite ídolos (cf. Gn 12, 1; Lc 14, 33; Sir 31, 9; Qo 5, 11; Mc 4, 19). En este
mismo sentido se ha de comprender la frase de San Benito a sus hijos: «No prefiráis
nada al amor de Cristo». Según el autor de la Institución, el contemplativo no puede
alcanzar el fin de la vida eremítica si su corazón está cautivado por los bienes de este
mundo (cf Mt 19, 29). He ahí por qué el Señor pide a sus discípulos que dejen patria y
familia para seguirlo.
Por otra parte, el autor termina este capítulo séptimo confirmando todo lo que hemos
dicho sobre la pureza de corazón: «Porque si dejas el mundo y la convivencia humana
para adherirte a Dios con corazón puro, merecerás gozar abundantemente de su
intimidad y recibir la revelación de sucesos ocultos y futuros»[36]. Por tanto, la pureza
de corazón parece ser un medio que ayuda al alma a llegar a la perfección profética y
a alcanzar el fin de la vida eremítica, que es la unión con Dios en esta tierra.
Por último, podemos decir que en este opúsculo carmelita el alma, para adherirse
totalmente a Dios, ha de tener la «pureza de corazón», que a su vez implica dos
niveles distintos pero complementarios. Primeramente, la pureza de corazón consiste
en liberar al alma de toda mancha moral, y así el alma, sumergida en una gran vida de
caridad, puede adherirse a Dios sin obstáculos, ya que ha recibido pasivamente el don
de la pureza de corazón, es decir, el alma ve su corazón totalmente dirigido hacia el
Señor. Aquí estamos ya en la unión mística, donde solo Dios puede darnos un
«corazón nuevo».
II. Desarrollos
Comentando la Regla, Soreth nos recuerda que hay que «fortalecer el corazón con
pensamientos santos»: no olvidemos que estos nacen del corazón del hombre
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espiritual. En este pasaje, Soreth utiliza una expresión equivalente a corazón: «la casa
de la conciencia»[40].
En otro pasaje Soreth dirá que «la finalidad de todo religioso y la perfección de su
corazón consiste en tender a la oración continua, ininterrumpida y perseverante»[51].
Esta cita nos recuerda la antigua tradición del Carmelo, que enseña la práctica de la
«rumiación de la Palabra», hasta que llegue a ser oración continua, y este tipo de
oración brota del corazón del hombre: es la oración aspirativa, ya practicada por los
antiguos monjes del desierto. Por otro lado, la tradición oriental nos habla también de
la «oración del corazón», en especial en el librito del Peregrino ruso.
Nuestro autor, citando el Prólogo de la Regla del Carmelo, nos habla de la pureza del
corazón: «Cada cual, para servir a Jesucristo, ha de vivir y servirlo fielmente con un
corazón puro y una buena conciencia». Juan Soreth no nos explica mucho esta frase, y
se contenta con insertarla, con la Regla, en la más pura tradición de los Padres del
Desierto. Con todo, la expresión «pureza de corazón» puede ser sustituida, en Juan
Soreth, por algunas expresiones equivalentes. Así cuando distingue castidad de
continencia, nos muestra que la castidad es una virtud concedida «a los que
permanecen “vírgenes de espíritu” y en la carne, como hicieron Juan el Bautista, Juan
Evangelista, nuestros Padres Elías y Eliseo»[52]. Después de todo un trabajo ascético,
la pureza es para él «la integridad del espíritu».
Él cita dos preceptos: «Conserva tu corazón con todo el cuidado posible» y «no
conozco mujer y todavía soy virgen» para explicar que la incorrupción de la carne no
es solamente la continencia sexual, sino sobre todo conservar «la integridad del
corazón»[53], sinónimo de pureza de corazón.
Soreth nos muestra que, aunque luchemos para conservar la continencia, no por esto
tenemos la «pureza perpetua» de la castidad o de la «pureza del espíritu», ya que esta
es don de la «gracia de Dios», es decir, «se debe a la elección de la que se es objeto
por parte de Dios»[54].
Por último, por lo que se refiere a la conducta espiritual del carmelita en el coro,
Soreth dice que ha de aprender a «gustar» lo que canta, porque «los salmos ofrecen
un sabor al corazón como el alimento lo ofrece a la boca». Observemos de paso en
esta cita la relación íntima entre la Palabra de Dios y el corazón. Así se ha de aprender
a alabar a Dios con la voz y con «el corazón», en otras palabras, con todo nuestro ser.
A este respecto, citando a San Bernardo, Soreth dice: «No es útil cantar solo con la
voz, sin dirigir el corazón hacia Dios, ya que Dios, al que no se le oculta nada de lo que
se hace mal, no busca la belleza de la voz, sino la pureza del corazón»[56].
Y hablando del «Padrenuestro», Soreth opone el término corazón «a los labios»: «para
que se pida más con el corazón que con los labios»[57].
Tratar el tema de la «pureza de corazón» en un autor tan rico como Juan de la Cruz no
es tarea fácil. Por eso nos limitaremos al análisis de la Subida del Monte Carmelo y de
una parte de la Noche Oscura[58].
Además Juan define con una precisión magistral lo que entiende por ese término:
«Porque la limpieza de corazón no es menos que el amor y gracia de Dios: porque los
limpios de corazón son llamados por nuestro Salvador [bienaventurados]» (NO II; 12,
1). La pureza de corazón es simplemente la renuncia a los apetitos que agobian al
alma impura; el alma busca continuamente la Pureza, que es Dios mismo, pues la
pureza de corazón es un proceso de separación de uno mismo y de apertura a Dios,
realizado con el fin de la unión por amor.
Para Juan de la Cruz, el término «noche» indica el paso del alma a la unión con Dios, y
en este sentido hay tres tipos de noches: «la del sentido (apetitos), la de la fe
(espíritu) y la del término (Dios mismo). Las cuales tres noches han de pasar por el
alma, o, por mejor decir, el alma por ellas, para venir a la divina unión con Dios» (MC
I, 2, 1). «Estas tres partes de noche todas son una noche; pero tiene tres partes como
la noche [natural]» (MC I, 2, 5).
En esta noche, Dios conduce al alma «por un altísimo camino de oscura contemplación
y sequedad» (MC Prólogo 4). Esta es una prueba dura. De hecho, el alma «no halla
gusto ni consuelo como antes en las cosas de Dios» (MC Prólogo 5). «Le da Dios
aquella luz de conocimiento en aquella noche de contemplación» (MC Prólogo 5), de la
que se deriva su gran sufrimiento.
Juan le pide al confesor que deje al alma tranquila, que no la desanime, porque Dios la
purifica personalmente (MC Prólogo, 5). Él da «señales» que hacen comprender si un
alma está ya en el estado de purificación, la de los sentidos o la del espíritu (MC
Prólogo 6).
La pureza de corazón aparece como una condición sine qua non para liberar al alma de
todo apego desordenado y de los hábitos de las imperfecciones que son un obstáculo a
la unión con Dios. Juan nos lo dice utilizando una imagen muy delicada: el ave asida a
un hilo delgado (MC 1, 11, 4-5).
Otra causa vendría de una ley del amor: «Porque el amor hace semejanza entre lo que
ama y es amado... [y] no sólo iguala, más aún sujeta al amante a lo que ama» (MC I,
4, 3). El alma es, pues, invitada a no dar su corazón a los ídolos, porque el amor
produce igualdad y semejanza entre los que se aman (MC I, 4, 4).
Así en esta noche, «le mandó que quemase el corazón del pez, que significa el corazón
aficionado y apegado a las cosas del mundo, el cual, para comenzar a ir a Dios, se ha
de quemar y purificar de todo lo que es criatura con el fuego del amor de Dios» (MC I,
2, 2).
El alma penetra en esta noche de los sentidos «en dos maneras: la una es activa; la
otra, pasiva. Activa es lo que el alma puede hacer y hace de su parte para entrar en
ella... Pasiva es en que el alma no hace nada, sino Dios la obra en ella, y ella se ha
como paciente» (MC I, 13, 1).
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Juan de la Cruz nos indica también cuáles son los daños de la impureza del alma: «el
uno es que la privan del espíritu de Dios, y el otro es que al alma en que viven la
cansan, atormentan, oscurecen, ensucian y enflaquecen y la llagan» (MC 1, 6, 1).
Podríamos decir que la pureza del corazón prepara el alma a recibir el espíritu de Dios
en su plenitud. Esta misma pureza del corazón eleva el alma a la mesa del espíritu
increado de Dios (MC I, 6, 2-3), y por eso obliga al alma a liberarse de todos los
apetitos, por pequeños que sean, porque para llegar a la unión divina, la voluntad del
alma no puede tener en ella nada contrario a la voluntad divina (MC I, 11, 2).
Hay, pues, una relación entre purificación y contemplación. De hecho, «esta primera
noche pertenece a los principiantes al tiempo que Dios los comienza a poner en el
estado de contemplación, de la cual también participa el espíritu» (MC I, 1, 3).
El alma, «pasando por la primera noche, que es privarse de todos los objetos de los
sentidos, luego entra el alma en la segunda noche, quedándose sola en la fe» (MC I, 2,
3). Esta «pertenece a los ya aprovechados, al tiempo que Dios los quiere ya
[comenzar a] poner en el estado de la unión con Dios; y ésta es más oscura y
tenebrosa y terrible purgación» (MC I, 1, 3). Esta noche produce la «pureza del
espíritu» (MC II, 11, 10).
En esta segunda purificación, el alma «se quedó ella a oscuras de toda lumbre de
sentido y entendimiento, saliendo de todo límite natural y racional para subir por esta
divina escala de la fe, que escala y penetra hasta lo profundo de Dios» (MC II, 1, 1;
cfr. también MC II, 1, 2).
En esta segunda noche, la del espíritu, Juan de la Cruz introduce, pues, la purificación
de las tres potencias superiores del alma, es decir: el intelecto, la memoria y la
voluntad. Las tres virtudes teologales son el objeto sobrenatural de estas tres
potencias (MC II, 6, 1). En otros términos, el intelecto se perfecciona «en la tiniebla de
la fe, y cómo la memoria en el vacío de la esperanza, y cómo también se ha de enterar
la voluntad en la carencia y desnudez de todo afecto para ir a Dios» (MC II, 6, 1). «La
caridad, ni más ni menos, hace vacío en la voluntad de todas las cosas, pues nos
obliga a amar a Dios sobre todas ellas» (MC II, 6, 4). La purificación de las potencias
es necesaria porque «a Dios el alma antes le ha de ir conociendo por lo que no es que
por lo que es» (MC III, 2, 3). Ella permitirá al alma llegar a la unión.
En este sentido «renacer en el Espíritu Santo en esta vida, es tener un alma simílima a
Dios en pureza, sin tener en sí alguna mezcla de imperfección, y así se puede hacer
pura transformación por participación de unión, aunque no esencialmente» (MC II, 5,
5). El ejemplo del rayo de sol (MC II, 5, 6) nos ayuda a comprender mejor esta unión
mística.
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Por lo que se refiere a la disposición del alma a esta unión, se ha de saber que «no es
el entender del alma, ni gustar, ni sentir, ni imaginar de Dios ni de otra cualquier cosa,
sino la pureza y amor, que es desnudez y resignación perfecta de lo uno y de lo otro
sólo por Dios; y cómo no puede haber perfecta transformación si no hay perfecta
pureza; y cómo según la proporción de la pureza será la ilustración, iluminación y
unión del alma con Dios, en más o en menos; aunque no será perfecta, como digo, si
del todo no está perfecta, y clara, y limpia» (MC II, 5, 8). Hay, pues, una relación
entre pureza de corazón y visión de Dios (MC II, 5, 9-11).
Es interesante ver que la frase «en medio de la noche» significa para Juan de la Cruz
la vida contemplativa (NO I, 8, 1). Ahora bien, para él, «contemplación no es otra cosa
que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios» (NO I, 10, 6). Aquí el alma goza de
la «libertad del espíritu», sin oscurecimiento y cambio de los sentidos» (NO II, 23, 12).
Para Juan de la Cruz, el alma puede esperar a Dios gracias al medio admirable de la fe.
Pero Dios, «era también para el alma naturalmente tercera causa o parte de esta
noche » (MC II, 2, 1).
Ordinariamente esta tercera noche está marcada por densas tinieblas y es seguida
inmediatamente por la unión con la esposa: asistimos aquí a la transformación del
alma en Dios por amor. ¡El alma descubre el Amor Puro!
Quizá tendríamos muchas cosas que decir sobre el tema de la pureza de corazón en
Juan de San Sansón, pero nuestro pequeño estudio es limitado porque la edición crítica
de las Obras[61] no se ha completado aún. Por esto solamente analizaremos las
Observaciones sobre la Regla de los Carmelitas en la publicación de Donaziano[62].
Juan de San Sansón utiliza muy a menudo el término «corazón» en sus obras.
Podríamos decir que es una palabra clave en él, dado que el corazón en cuanto sede
de las emociones, de los sentimientos y de las pasiones de la persona humana juega
un papel muy importante en la educación espiritual del alma que se entrega a Dios.
Como Juan de la Cruz, Juan de San Sansón piensa que la persona entera en todas sus
partes ha de dejarse transformar por la acción delicada de la purificación divina.
En Juan de San Sansón el hombre va a Dios con el corazón, pero si está lleno de otras
cosas fuera de Dios, le será imposible tener una sana vida espiritual. La primera cosa
que recomienda es seguir la soledad de la Regla del Carmelo para reordenar al hombre
animal hacia Dios: «La verdadera soledad es un medio poderoso para llegar
rápidamente al fin de la perfección que se desea. La razón ha de buscarse en el
desorden de nuestra naturaleza, por sí misma inestable. Ella es llevada por su apetito
natural a derramarse con curiosidad en los objetos sensibles, cercanos o lejanos: y si
la razón o el esfuerzo de su apetito racional, con la ayuda de la gracia, no la dominan
con fuerza, el hombre entero permanecerá en el desorden. (...) Para la vuelta del
hombre a Dios, nada es más necesario que la soledad del cuerpo y del espíritu» (cap.
V).
En este contexto de la soledad es donde Juan inserta el término corazón: «Que cada
cual permanezca en su celda, dice nuestra Regla, meditando la ley de Dios día y
noche. Fijemos allí no solo nuestros cuerpos, sino también nuestros corazones y
nuestras almas, para entrar así, plenamente encerrados y solitarios, en posesión de
nosotros mismos y elevarnos con la gracia a Dios, a través de la fuerte y activa
meditación y consideración de la ley. Unamos a ello un intenso ejercicio de nuestra
afección y aspiración, porque la sola consideración intelectual nos sería poco útil si no
estuviera seguida inmediatamente por las afecciones vivas e inflamadas: sería como
pasar el tiempo curioseando sin fruto» (cap. V).
Así la vida solitaria del carmelita en su celda favorece el dominio del cuerpo, del
corazón y del alma, la posesión de uno mismo. Notemos de paso el papel de la
meditación de la Palabra de Dios en la educación del hombre espiritual. Sólo cuando se
- 27 -
A partir de esta definición de la aspiración de Juan, constatamos que esta nace del
corazón y del espíritu del hombre. Por ella el hombre puede llegar a la unión con Dios
a través de una «repentina transformación» de todo su ser. Pero antes de llegar a este
grado eminente de la vida espiritual, Juan nos aconseja «destruir el hombre animal y
carnal» (cap. VI) que hay en nosotros.
Juan usa varias expresiones con el término corazón, que se halla así asociado a
diversas dimensiones de la vida espiritual, como por ejemplo: moral, antropológica,
afectiva, penitencial, bíblica y psicológica: «sencillez de corazón» (cap. IX),
«tranquilidad de su corazón» (cap. VIII), «humildad de su corazón» (cap. VIII, XI,
XIII, XIV), «ternura del corazón» (cap. VIII, X), «sin obligación del corazón» (cap.
XIII), «bondad de su corazón» (cap. XIII), «compunción de corazón» (cap. XIII),
«buen corazón» (cap. XIII), «amor en su corazón» (cap. XIII), «paz y descanso del
corazón» (cap. XIV), «perder valor» (cap. VII), «amargura de su corazón» (cap. VIII),
«de su inestabilidad voluntaria del corazón y del espíritu» (cap. VII), «ellos se
prodigaron de corazón y de alma» (cap. VII), «abrir la puerta del corazón a la malicia
de los diablos» (cap. VII), «que se apegue uno a Dios de corazón y de espíritu con
todas las fuerzas» (cap. VII), «por doblez de corazón» (cap. XI), «el corazón agitado
por pasiones furiosas» (cap. XIII), «hasta el corazón; transierunt in affectu cordis, dice
la Escritura» (cap. XIII), «a los que tienen el corazón recto y el espíritu sano» (cap.
XIII), «a desgana» (cap. XIV).
Juan de San Sansón utiliza también un término técnico que concierne el corazón: «la
unidad del corazón». Se ha de saber que esta «se establece a un nivel psíquico inferior
a la unidad del espíritu, e indica tradicionalmente la armonía y el recogimiento de las
potencias sensitivas del alma atenta a la presencia de Dios»[65].
Según los editores del Aiguillon, «la vida afectiva», en Juan de San Sansón, no indica
el conjunto psicológico de las emociones y de los deseos, sino la vida del amor
espiritual y místico, en oposición a la vida especulativa a través de la cual el hombre
organiza su universo de manera autónoma y racional. A sus ojos, es la capacidad de
amar lo que define al hombre: indica su proveniencia divina, lo dispone al toque divino
y prepara en él la posibilidad de vivir en relación con Dios. Juan de San Sansón no es
por fuerza antiintelectual, sino que se opone fundamentalmente a toda forma de
autosuficiencia del hombre y de replegamiento ilusorio en sí mismo. «Vida afectiva»
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significa entonces vida de relación amorosa, que va más allá de una existencia
encerrada en la propia individualidad[66].
Juan de San Sansón se dirige en especial «a los religiosos de vida ordinaria» que no
tienen la costumbre «de la atención requerida» durante la oración. La causa de estas
distracciones parece deberse a que estos religiosos están aún en «sus apetitos
animales», los de los sentidos.
Justamente aquí aparece la expresión «pureza de corazón»: «Para tener esta santa
atención, se requiere una gran pureza de corazón, de intención y de afección, una paz
del corazón y del espíritu, y otras disposiciones semejantes, que son propias solo del
hombre ejercitado desde hace tiempo en la vida espiritual» (cap. VII).
También podemos decir que Juan de San Sansón nos de una definición indirecta de lo
que se debe entender por pureza de corazón. Ante todo, santa atención significa
recogimiento activo de los sentidos, tan difícil para los principiantes en el camino de la
oración. Esta santa atención implica disposiciones (= exigencias) por parte del
religioso: pureza de corazón, de intención (=conciencia) y de afectos, de donde nace la
aspiración. Estas tres disposiciones, con la paz del corazón y del espíritu, parecen
formar un solo dinamismo que ayuda al hombre a llegar a esta santa atención en la
oración; es una ayuda a tomar conciencia de la presencia de Dios en la esencia de su
alma.
Pureza de corazón es todo el trabajo ascético que el alma ha de hacer para liberar el
corazón de lo que no es Dios y llegar así a lo que Juan de San Sansón llama «santa
atención», mediante la cual el hombre «ve a Dios con ojos sencillos, puros y limpios, y
goza de una paz inconcebible en su corazón» (cap. XI).
Juan precisa qué es este combate espiritual de las «almas guerreras»: «Destruyen los
pensamientos malos, las imágenes impuras, los sentimientos y los apetitos del placer
sexual con la castidad y la pureza; las muchas palabras con el silencio bien regulado...
no estando a solas sino con Dios. Destruyen la injusticia con la justicia, el vicio con la
virtud, el desorden con el orden, los excesos con el justo medio, y finalmente todo mal
con su contrario. Tienen una sed insaciable de estar ocupados pura, fuerte y
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En este combate espiritual el corazón del hombre tiene una gran importancia, y él lo
dice usando esta bellísima imagen: «Hemos de velar continuamente sobre nosotros
mismos con una gran humildad de corazón, y derramar continuamente este mismo
corazón como un agua preciosísima ante su infinita Majestad» (cap. XI).
Por último, Juan nos enseña que existe otra manera más eficaz de combatir al
demonio: «Mediante el rigor de una continua mortificación de la vida, sin remisión ni
indulgencia para con uno mismo». En este pasaje hallamos de nuevo la expresión
pureza de corazón: «Pensemos solamente en resistir a nuestros sentimientos y
apetitos malos, y en cumplir pura y simplemente nuestro deber ante Dios, para darle
gusto y satisfacción, y conservar nuestro corazón puro y limpio en su divina presencia»
(cap. XI). Para estar en la presencia de Dios, el hombre necesita tener un corazón puro
y por esto ha de practicar la ascesis del corazón, es decir, domar al viejo Adán con sus
pasiones.
Juan nos muestra aún la importancia de la función del corazón en la vida espiritual y
de la oración, donde un corazón agitado no puede concentrarse para contemplar a
Dios: «Así es imposible que allá donde no hay nada de todo eso, y donde la vida
animal manda siempre sobre la persona, el corazón no sea vanamente agitado durante
el tiempo de la oración, como un mar furiosamente movido por el viento. La oración es
para estas personas una látigo doloroso, especialmente porque piensan que no
merecen nada» (cap. VII).
En este capítulo undécimo, Juan utiliza los términos corazón y pureza separados, pero
relacionados entre sí, como por ejemplo: «En cuanto a aquellos que con paciencia y
caridad poseen sus almas y sus corazones, en la presencia actual de Dios para
ofrecérselos en toda pureza...».
Para concluir, podemos decir que, como Juan de la Cruz, Juan de San Sansón habla
también de pureza de espíritu y de cuerpo: «Los que son realmente espirituales o
quieren serlo, pueden ocuparse en Dios con verdad, en pureza de espíritu, en paz
verdadera y tranquilidad de corazón, y en la conversión total a él y en él» (cap. III).
En efecto, no solo el corazón, sino también el espíritu ha de ser purificado, dado que
los grandes místicos cristianos no tienen una visión dicotómica del hombre; esto para
ellos es siempre una unidad de corazón, espíritu y alma. Todos estos niveles del
hombre se alcanzan por la transformación o divinización.
En Juan de San Sansón parece que la purificación del espíritu sea obra del movimiento
dinámico de la oración aspirativa. Esta, viniendo de la afección del corazón pacificado,
conducirá el espíritu a la educación de sus potencias, en especial de la voluntad. Pero
no olvidemos que Dios está sujeto a causa de esta aspiración pasiva, por la que el
alma puede llegar a los «supremos abrazos» del Puro Amor, dado que posee ya un
«corazón puro».
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III. Conclusión
7. La «Virgen Purísima»[67]
Desde los orígenes de la Orden, los Carmelitas se han colocado siempre bajo la
protección de María. Ella es contemplada ante todo como la «Patrona», luego como la
«Madre» y la «Hermana». Más adelante María será venerada como el modelo de la
«Pureza» y de la «Virginidad» de nuestra vida.
Sin duda alguna hay una profunda relación entre la virginidad de María y los
carmelitas. Según Ludovico Saggi, los primeros documentos de nuestra Orden nos
muestran casi siempre el nombre de María acompañado por el adjetivo «virgen»[68].
Pero quien, con leyendas, expone mejor la relación entre la virginidad y los carmelitas
es el autor del De institutione primorum monachoum en «Lege Veteri exortorum et in
Nova perseverantium». La idea central de este antiguo texto es que los carmelitas, por
su virginidad, tiene una vida semejante a la de María. Así el profeta Elías habría visto
una nubecilla subir del mar hacia el Carmelo. Dios explicó a Elías el sentido: el
nacimiento de una niña, preservada del pecado, la cual abrazaría la virginidad a
ejemplo del profeta Elías, y Dios se encarnaría en su seno para la redención de la
humanidad.
Cuando los carmelitas se han dado cuenta de la semejanza de su vida con la de María,
la han llamado «Hermana» y le han construido una capilla junto a la fuente de Elías.
Hacia finales del siglo XV, las Constituciones carmelitas de 1499, en el título oficial de
la Orden, añaden a María el adjetivo «virgen»: «Orden de la Bienaventurada Madre de
Dios y Virgen María del Monte Carmelo». Así también en la liturgia, especialmente en
el misal carmelita de la reforma tridentina, donde encontramos las misas votivas de
María: donde decía «Santa María», los carmelitas pusieron «la Bienaventurada Virgen
María».
De Chimineto habla de la capa blanca como signo de castidad que pone en íntima
relación con la Virgen: es evidente la alusión a los carmelitas que profesan esta virtud
en honor e imitación de María.
Para A. Bostio, los carmelitas, descendientes de Elías, «fueron los primeros en emitir el
voto de castidad, imitando la vida de pureza de Cristo y de su madre».
Por otra parte, santa María Magdalena de Pazzi habla de la pureza de un modo original.
Para ella, la pureza es «un íntimo candor del alma, un dirigir todas las obras e
intenciones a Dios»; también «una virtud que da un gran esplendor», ilumina y abre el
alma a la visión de Dios y constituye la belleza de María y el vínculo que la ha unido al
Verbo. María Magdalena presenta también a María como modelo de las religiosas y
añade que vírgenes son los que reciben de ella esta belleza porque «han amado en ella
su pureza».
Los autores carmelitas han asociado también la virginidad y la pureza de María con la
estructura del hábito de la Orden, sobre todo con la capa blanca. El cambio de la capa
barrada por la capa blanca (Montpellier 1287) suscitó entre ellos muchas explicaciones.
El primero que puso la capa blanca en relación con la Virgen es Juan Baconthorpe: la
llama «palio de María». El arzobispo de Armagh, Ricardo Fitzralph, afirmó en Aviñón en
1342 que los carmelitas tenían que llevar la capa blanca en la fiesta de la Inmaculada
Concepción para honrar a María.
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También el De institutione menciona «el palio blanco», que significa que los monjes
blancos de la Orden de Elías han de conservar la pureza de la mente y del cuerpo.
Por último, es verdad que los autores carmelitas asocian la virginidad y la pureza con
la contemplación de las cosas divinas, pero no olvidemos que este aspecto está ya
presente en San Pablo (1Co 7, 5.28.33) y en Santo Tomás de Aquino.
Por otra parte, muchos carmelitas han declarado la devoción mariana fin de su vida
religiosa. En resumen, eso demuestra que sin duda hay en la tradición carmelita
razones para que los carmelitas asocien su vocación contemplativa a la «Virgen
Purísima». Los carmelitas consideraban a la Virgen como una Madre que educa a sus
hijos en el espíritu de oración y en la unión con Dios.
[1] J. Dupont, OSB, Introduction aux Béatitudes, en Nou-velle Revue Théologique, n. 2 (1976), febrero, p.
106.
[2] J. de Fraine et A. Vanhoye, Coeur en X. Léon-Dufour, Vocabulaire de Théologie Biblique, col. 176. Cf.
también J. Lévêque, Interiorité: I Le thème dans la Bible en DSAM, L-LI, 1880-1882.
[3] B. Secondin, Puritas cordis: Spunti per una rilettura acculturata en «L'antropologia dei maestri
spirituali», p. 328. A esta bibliografía se puede añadir otra más reciente indicada en «La Vie Spirituelle», n.
701, tomo 146, septiembre-octubre 1992, que tiene por título Les coeurs purs, y en especial J. Letellier, La
pureté de coeur chez les Pères du désert, pp. 453-481.
[4] J. Raasch, Katharsis: De l'Ancien Testament aux Pères de l'Église, DSAM, t. LVII-LVIII, col. 1670-1683; y
M. Dupuy, Pureté-Purification: II. Chez les spirituels, DSAM, t. LXXXIII-LXXXV, col. 2637-2652.
[5] Dupont, ibid.
[6] C. A. Bernard, Théologie symbolique, p. 80.
[7] M.-A. Vannier, Du bonheur à la béatitude d'après St. Augustin et St. Thomas, en «La Vie Spirituelle»,
698, enero-febrero 1992, pp. 51-52.
[8] Dupont, art. cit., p. 105.
[9] Hemos usado el texto que precede a las Constituciones de 1995, Madrid 1996.
[10] Hemos utilizado la edición de la Biblia de Jerusalén de 1998.
[11] El término «ascesis» viene del griego askesis, que se puede traducir por ejercicio. En un sentido general
ascesis significa la práctica de ejercicios austeros que condicionan el desarrollo de las facultades intelectivas
o espirituales. En la tradición cristiana el ascetismo lo estudia la teología ascética o la teología moral, que se
ocupan de la perfección del obrar del cristiano.
[12] AA. VV., Un Proyecto de Vida . La Regla del Carmelo Hoy, preparado por Bruno Secondín, Ed. Paulinas,
1985, pp. 64-84.
[13] Un proyecto de vida..., pp. 75-81.
[14] Edición crítica de A. Staring, O. Carm., Ignea Sagitta en Carmelus, 1962/2, pp. 237-307. Trad. italiana
de Silvano Giordano, O.C.D., en Primi scritti carmelitani, Città Nuova - Ed. O.C.D., Roma 1986, p. 63-106.
[15] La Flecha, cap. VI, p. 79.
[16] Baudry, Joseph, O.C.D., Pureté de coeur et Parole de Dieu selon Nicolas le Français, en "La Lectio
Divina", en Carmel, 34, 1964-2, pp. 93-105.
[17] La Flecha, cap. X, pp. 92-93.
[18] La Flecha, cap. IX, pp. 89-91; cap. XI, pp. 95-98; cap. XIV, pp. 103-106.
[19] La Flecha, cap. XII, pp. 98-100.
[20] La Flecha, cap. IX, p. 89.
[21] La Flecha, cap. XII, p. 89.
[22] La Flecha, cap. XII, p. 100.
[23] Baudry, Joseph, Pureté de coeur, p. 96.
[24] La Flecha, cap. X, p. 93.
[25] La Flecha, cap. VIII, p. 86.
[26] Regla del Carmelo, cap. VII; La Flecha, cap. VIII, p. 87.
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