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El Eslabón Perdido
Insisten pues, no sólo en las semejanzas actuales, que demostrarían, en todo caso, que los monos son,
de acuerdo a la hipótesis darwinista, nuestros "primos"; sino también, y sobre todo, en las semejanzas
fósiles, que certificarían la exis-tencia del sedicente "antecesor común”, esto es, un mono en vías de hacerse
hombre: el célebre "esla-bón perdido”, que ya no existe, según dicen, pero que en un tiempo, allá, hace
muchos años, parece que sí.
Este mítico "eslabón perdido”, luego de engendrar al hombre, habría desaparecido; nadie tiene la más
remota idea de por qué. Pero mucho me temo que lo habría hecho para no cargar con la tremenda
responsabilidad de haber engendrado algo tan peligroso e inadaptado como lo que le endilgan haber
engendrado: la oveja negra de la familia, verdaderamente...
De todas maneras, la excelsa dignidad de esta sublime reliquia (el "eslabón perdido”) ha suscitado tanto
fervor entre muchos científicos que desde hace más de un siglo se han emprendido in-numerables
peregrinaciones para hallarlo.
La búsqueda del "eslabón perdido” ha sido, y es, el alfa y la omega de la antropología. Algo así como los
caballeros del Rey Arturo con el Santo Grial.
¿Y cuál es el criterio para decidir si un fósil es el famoso "eslabón perdido"? Pues, muy fácil: todo fósil de
mono que tenga semejanzas con el hombre es -hasta que se demuestre lo contrario- el "antecesor común”.
Fósiles
Y aunque usted no lo crea, lector, existen, definitivamente, fósiles de monos que muestran se-mejanzas con
el hombre. Así es. Resulta que algunos restos fósiles de mono tienen incisivos y caninos más pequeños que
otros monos, en for-ma semejante a los del hombre. Esto constituye, para muchos investigadores, una
"demostración" de que estos monos habrían sido nuestros antepasados, sin tener en cuenta -al parecer- que
Moléculas
Como todo este asunto de los fósiles era tan endeble que no resistía, ni resiste, el menor examen crítico,
los creyentes en la hipótesis del origen simiesco del hombre decidieron buscar nuevos horizontes
hermenéuticos para poder de-mostrar la hipótesis. Y así apareció el argumento de las semejanzas
moleculares.
Antes de proseguir, estimo conveniente hacer una aclaración categórica: todos estos argumen-tos,
basados en semejanzas, para establecer pa-rentescos, son sólo sofismas, pues parecido y parentesco son
dos cosas perfectamente distintas. El hecho de que individuos emparentados ten-gan generalmente
semejanzas, no autoriza, en manera alguna, a concluir que individuos (o especies) con semejanzas estén
necesariamente emparentados.
Sostener lo contrario, esto es que la semejanza por sí misma constituye un prueba de parentesco, es una
proposición que, estoy seguro, ningún biólogo aceptaría defender, ya que por el bien co-nocido fenómeno de
la convergencia biológica, estructuras y funciones prácticamente idénticas pueden desarrollarse en
individuos o especies genéticamente no relacionados. De manera que toda la argumentación basada en
semejanzas, para probar parentescos, carece de fundamento científico.
Pero volvamos a las semejanzas moleculares. Hace ya varios años, algunos científicos, con un tono
deliciosamente jubiloso, demostraron que existen algunas moléculas (proteínas y ácidos nucleicos)
semejantes entre el hombre y el chimpancé. Con lo cual quedaba "demostrado" que el hombre era pariente
cercano de este antropoide. Y el alborozo fue indescriptible. Pero duró poco. Y en breve se transformó en
una verdadera catástrofe, entre otras cosas, porque los árboles genealógicos entre el mono y el hombre
propuestos por los biólogos moleculares estaban en franca contradicción con los árboles genealógicos
propuestos, en base a los fósiles, por los paleontólogos.
¡Santo cielo! Claro, los nuevos exégetas no se imaginaban ni remotamente en lo que se metían. Con
ingenuidad propia de niños -al fin y al cabo, de ellos es el Reino- se abalanzaron, exultantes de regocijo, a
buscar semejanzas moleculares pa-ra demostrar, esta vez sí, "científicamente", cómo había sido el tránsito
del mono al hombre.
Cuando comenzaron a darse cuenta, ya era tarde. Porque lo que encontraron tiraba por el suelo todos los
supuestos árboles genealógicos construidos pacientemente por los antropólogos, en años y años de
El Lenguaje
Relacionado con esto de la conducta, hay otra línea de investigación que, si bien no goza de muchos
partidarios, hace algunos años suscitó gran entusiasmo entre los investigadores en este tema. Me refiero al
problema del lenguaje, esa ca-pacidad maravillosa, única, exclusiva del ser hu-mano, de expresar su
pensamiento en forma articulada y simbólica, que marca una distancia abismal entre él y los animales.
Los pensadores (científicos y no científicos) de todas las épocas sensatas entendieron que había aquí un
misterio inabordable, un prodigio sin precedentes, y se limitaron a aceptar el hecho que confirmaba, una vez
más, que el hombre es un ser único en la naturaleza.
Pero apareció la hipótesis dawinista, que trans-formó el mundo científico en la ciudadela de la estupidez y
la ceguera (si hemos de tomar en se-rio lo que decía Bernard Shaw), y pronto no falta-ron los investigadores
que, coherentes con la hipótesis, se dijeron: si descendemos de los monos y somos capaces de hablar,
entonces los monos también deben tener esta capacidad, al menos en potencia. Luego, si nos tomamos el
trabajo de en-señarles, ellos también serán capaces de hablar.
Y dicho y hecho. Se realizaron experimentos: Lana (una chimpancé), Washoe (un chimpancé), Koko (un
gorila) y Sarah (chimpancé).
El más famoso fue el realizado por el matri-monio Lachman con Lana. Durante varios años, estos
investigadores se encerraron diariamente en la jaula con Lana, tratando, con abnegado y fervoroso ahínco,
de enseñarle las "primeras le-tras".
Desconozco francamente si estos científicos aprendieron a gruñir correctamente; es cierto que, día a día,
aumentaba su repertorio de gruñidos, pero ¿cómo podríamos saber si estos gruñi-dos, según los monos,
eran correctos? Lo que sí se sabe es que Lana, a pesar de los esfuerzos, no logró articular ni una sola
palabra. ¡Qué digo pa-labra!, ni siquiera alguna forma de comunicación simbólica que fuese más allá de una
simple res-puesta condicionada, tales como las que se pue-den lograr en pájaros, ratas o gusanos, como
sen-tenció categóricamente J.B. Skinner, el “capo" en estos temas.
Ahora digo yo, ¿por qué estos investigadores, en vez de tratar tan esforzado como estérilmente de
enseñarle a hablar a un mono, no emprendie-ron la muchísima más fácil e inmensamente más fructífera
tarea de enseñarle a hablar al único animal que sí es capaz de hacerlo? (¡y en varios idiomas!). Sí, lector,
¿por qué no eligieron al loro? He aquí otro rotundo ejemplo del patrón mosaico o modular de que
hablábamos. Un animal que, in-cluso en los imaginarios árboles genealógicos evo-lucionistas, no tiene nada
que ver con el hombre, comparte con él esta singularisima capacidad de emitir sonidos articulados.
¿Por qué no eligieron el loro? Muy sencillo: porque el loro, de acuerdo a la hipótesis danvinis-ta, no es ni
remotamente antepasado del hombre. Aunque algunos chuscos sostienen que, sí bien el loro no es
antepasado del hombre, sí lo sería de la mujer. Pero esto no tiene suficiente respaldo científico.
La selección natural
Pero analicemos ahora algo sumamente im-portante en relación a este tema: el mecanismo que explicaría
la transición del mono al hombre. Porque si no hay un mecanismo que explique más o menos racionalmente
esta transición, adiós hipótesis darwinista (Darwin dixit).
Pues bien, hay expresiones que adquieren un poder de sugestión tan grande que anulan la ra-zón y
posibilitan la captación mística de la reali-dad, los "mantras” de los budistas, por ejemplo. La fe darwinista
tiene, naturalmente, sus "matintras', y quizá el más importante de ellos sea la fa-mosa y todopoderosa
"Selección Natural”.
Esta "explica" no sólo la transición del mono al hombre (esto es sólo una pequeña tontería), sino tam-bién
el origen de todas las especies animales y vegetales de nuestro planeta. Sí, señor. Pero con una condición:
que usted no pregunte qué es. Va-le decir, cuál sea su naturaleza. La Selección Natu-ral explica todo, a
condición de que no se intente definirla racionalmente. En cuestiones de fe, nunca hay que racionalizar el
misterio.
Si usted, como recalcitrante hombre de poca fe darwinista, intenta buscar una definición más o menos
coherente de qué es la Selección Natural, no la va a encontrar. Lo que encontrará son una veintena de
balbuceos incoherentes al respecto. Cada científico la "define" como quiere. En reali-dad, casi nunca la
definen; se limitan simplemen-te a invocarla.
Cuando intentan dar una definición, hablan -más o menos "ex cathedra"- de reproducción di-ferencial,
esto es, algunos individuos (los más “aptos") tienen mayor descendencia, y éstos son los favorecidos por la
Selección Natural; mientras que otros (los menos "aptos") tienen menor des-cendencia y son eliminados.
El problema es que -al no existir un criterio de aptitud- lo arriba expresado se convierte, au-tomáticamente,
en una tautología; es decir, un razonamiento circular que no explica ni define nada, y confunde todo.
Para decirlo de otra forma: los individuos más “aptos" tienen mayor descendencia. Y ¿por qué tienen
mayor descendencia? Porque son más "aptos"... La tautología es obvia. Tan obvia que hasta algunos
darwinistas (Waddington, por ejemplo) se han dado cuenta. ¡Cómo será!
Y la razón de porqué la Selección Natural dar-winista no se puede definir con un mínimo de ri-gor (ni
definir, ni observar, ni determinar la in-tensidad de su acción, ni predecir sus efectos) es que ella, en
realidad, no existe. Se trata sólo de una metáfora para decir que algunos individuos viven más que otros
(¡vaya con la novedad!) y, supuestamente, tienen mayor descendencia.
¿Cómo? ¿Que la Selección Natural es una me-táfora? Pero ¿quién se atreve a proferir semejante
barbaridad? ¡Pues el propio Darwin!, en El origen de las Especies, capítulo cuarto. Y allí mis-mo agrega lo
siguiente: "en el sentido literal de la palabra, la Selección Natural es un término falso”.
Como se ve, Darwin no era tan "darwinista” como sus seguidores. Lo que pasa es que los dar-winistas
creen en Darwin, pero no lo leen. Y esto no constituye de ninguna manera una excepción, mi querido lector.
Esto es una constante del ser humano. ¿Cuántos marxistas leen a Marx? ¿Cuántos liberales a Rousseau?
¿Cuántos cristia-nos la Biblia?
Son los científicos antidarwinistas los que leen atentamente a Darwin. Los darwinistas, simplemente creen
en él.
Pero aun tomando la expresión Selección Natu-ral en sentido metafórico, como una "cosa" (que en
realidad no existe) que explicaría "la supervi-vencia de los más aptos", fíjese, lector, que el re-sultado es
exactamente lo contrario de lo que su-ponen los evolucionistas. Porque de ser así, la Se-lección Natural
favorecería, por ejemplo, la supervivencia de los "mejores" monos; esto es, haría que los monos fuesen cada
día más monos, pero no ¡menos monos y más hombres! Esto es un dis-parate.
Lo que creo que sucede en relación a este punto, es que en muchos investigadores subyace, quizá en
forma inconsciente, la íntima convicción -producto de antiguas creencias- de que el hom-bre es un ser
superior al mono; es decir, más "evolucionado", más "perfecto". Pero desde el punto de vista meramente
biológico, esto no es cierto. ¡Para nada!