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Este módulo estará dedicado a plantear sucesivos debates que atraviesan el campo de la
literatura. Nos proponemos el planteo acerca de cuál es la relación de la literatura con otras
disciplinas artísticas.
A partir del horizonte teórico que establecen los textos de Calvino y Barthes, se ofrecerán
líneas de lectura de distintos textos literarios que reelaboran otros discursos.
Este planteo es particularmente significativo en tanto que permite a los docentes del área de
literatura reflexionar acerca del objeto de estudio y, al mismo tiempo, plantear líneas de
trabajo compartido con docentes de otras áreas.
Una vieja polémica actual
Este fragmento pertenece a la nota “Los mejores libros se escriben sin fórmulas”, escrita por
el novelista Martín Kohan, en implícita respuesta al extenso ensayo “Un ejercicio de esgrima”
que su colega Guillermo Martínez incluyó en el volumen La fórmula de la inmortalidad
(Planeta, 2005). Ambos escritores pertenecen a la misma generación, son autores de una
obra más o menos extensa y en estos momentos participan de un tradicional enfrentamiento
que atraviesa el campo literario de las sociedades modernas. Ese enfrentamiento, por
supuesto, tiene algunas variantes, pero en términos prácticos pueden subsumirse en la
oposición entre las obras experimentales y aquellas otras que se afilian a distintas
tradiciones del sistema literario.
En una sociedad como la actual, tan interesada en el escándalo, es difícil distinguir entre
verdaderas polémicas y sus simulacros para consumo de los medios masivos. Más allá de ese
reparo, la reflexión sobre ciertos enfrentamientos puede resultar útil a los docentes de
Literatura al menos por dos razones.
En primer lugar, muchas veces las polémicas tienen la virtud de ofrecer una descripción –
simplificada– de las tensiones estéticas e ideológicas que atraviesan el campo literario en un
momento determinado. El enfrentamiento entre los grupos de Boedo y Florida en la década
del 20, o entre las revistas Sur y Contorno en la del 50 son ejemplos a este respecto.
Pero, en segundo lugar, el análisis de las polémicas puede ayudar a los docentes en la
elaboración de hipótesis que expliquen tensiones propias de su trabajo en el aula. En este
sentido, el enfrentamiento entre Kohan y Martínez se relaciona, y muy directamente, con el
problema de la formación del lector. Para ponerlo en términos de preguntas: ¿Qué resulta
más eficaz a la hora de elegir los textos para el programa de la materia? ¿Conviene elegir
textos de relativa transparencia para los lectores jóvenes o, al revés, textos con mayores
exigencias? ¿Deben dominar los textos cuyas pautas temáticas y formales son afines al gusto
medio o, al contrario, los textos que se caracterizan por sus transgresiones? ¿Por dónde
conviene empezar para la enseñanza de la literatura: por la norma o por la ruptura, por la
tradición o por la vanguardia, por lo actual o por lo nuevo?
Presentación
“La excesiva ambición de propósitos puede ser reprobable en muchos campos de actividad, no
en literatura”
Italo Calvino
Sin embargo, ya en la década del 60 existían debates y propuestas que nos permitían
establecer lecturas con otros saberes. De esta manera, dos referentes del campo intelectual
europeo como el ensayista y semiólogo francés Roland Barthes y el escritor de origen
italiano Italo Calvino habían reflexionado acerca de la relación entre literatura y otras
disciplinas científicas y artísticas. En ese sentido, reflexionaron y polemizaron
fundamentalmente sobre la relación entre la literatura y la ciencia.
Esta última aserción molestó a Italo Calvino, especialmente esa perspectiva de que la
relación entre ciencia y materia verbal es sólo una relación ingenua, sin intencionalidad,
puramente instrumental. Por eso, unos meses más tarde, principios de 1968 3, el escritor
italiano contestó a Barthes a través de una entrevista televisiva, haciendo hincapié en la
puesta en crisis, en el curso de este siglo, de la relación de la ciencia con un código
referencial, dando a entender que el relativismo de Einstein había destruido la confianza
absoluta entre el lenguaje y el objeto referido.
Pero quizás, más que las idas y venidas entre estos dos escritores de la segunda mitad del
siglo veinte, lo que más interesa es la preocupación que explicitan ambos durante esos años y
que luego reelaborarán en sendos escritos. En el caso de Barthes, ya se ha dicho, se refiere a
la Lección inaugural, en el caso de Calvino a Seis propuestas para el próximo milenio,
conferencias que escribió para exponer en EE.UU.
Barthes inicia esta conferencia inaugural expresando cierta incomodidad, más exactamente
incertidumbre, frente a lo que él lee en la literatura: no reconoce obras literarias sino la
trama de discursos que la construye. En esas tramas, Barthes cree reconocer un cúmulo de
saberes que ilustra con un extraño y perturbador relato de utopismo negativo. Dice: “En una
novela como Robinson Crusoe existe un saber histórico, geográfico, social, técnico, botánico,
antropológico (Robinson pasa de la naturaleza a la cultura). Si por no sé qué exceso de
socialismo o de barbarie todas nuestras disciplinas menos una debieran ser expulsadas de la
enseñanza, es la disciplina literaria la que debería ser salvada, porque todas las ciencias están
presentes en el monumento literario”4. De este modo, el semiólogo francés parece percibir a la
literatura como una mathesis, como una enciclopedia que encierra y hace girar,
vertiginosamente, por el mundo los distintos discursos y saberes.
El término enciclopedia había ya sido utilizado por Italo Calvino en la citada entrevista
televisiva. Sin embargo, mientras que Barthes utiliza este concepto en el sentido tradicional,
Calvino lo agiganta y lo transforma, en Seis propuestas para el próximo milenio, en una
paradoja: “Lo que toma forma en las grandes novelas es la idea de una enciclopedia abierta,
adjetivo que contradice desde luego el sustantivo enciclopedia, nacido etimológicamente de la
pretensión de agotar el conocimiento del mundo encerrándolo en un círculo. Hoy ha dejado de
ser concebible una totalidad que no sea potencial, conjetural, múltiple” 5. Así, del iluminismo de
Barthes a la multiplicidad relativista de Calvino, se ingresa a un mundo de conocimiento que
no resulta extraño ni ajeno; se puede reconocer en las propuestas de ambos escritores dudas
y preguntas que pueden organizar una forma diferente de trabajar con los textos literarios.
Presentación de la propuesta
El tiempo
Finalmente, más allá de estas cuestiones vinculadas con cómo se narra y cómo se organiza un
relato, lo que se desea presentar es de qué manera se pueden reconocer en esos relatos
literarios conceptos e influencias de otros saberes.
Tiempo y filosofía
El tiempo relatado
(fragmento)
Por Paul Ricoeur (Francia, 1913-2005)
“Se presentan ante nosotros dos perspectivas opuestas sobre el tiempo, entre las cuales
buscamos mediaciones.
Por una parte, se impone la experiencia angustiosa de la brevedad de la vida, con la muerte
en el horizonte. Ahora bien, esa experiencia elemental no es una experiencia muda. Los
gemidos y las quejas se convierten en el lenguaje bajo el modo lírico de la lamentación, que
moviliza todos los recursos de la composición poética. La lamentación se nutre de toda una
sabiduría popular que expresa el paso del tiempo por medio de metáforas que ofrecen
infinitas posibilidades de desarrollo filosófico.
Así decimos que el tiempo corre, huye, sugiriendo que su paso, en cierto modo furtivo,
impide al presente permanecer para siempre. Decimos también que las experiencias que
acabamos de vivir se hunden en el pasado y que en ese receptáculo ya no es posible
modificarlas, aunque el recuerdo que de ellas tenemos y que las conserva esté amenazado de
destrucción por el olvido [...]
A esta simbolización elemental de la experiencia del tiempo que transcurre en una existencia
demasiado breve se opone la simbolización inversa de la inmensidad del tiempo cósmico,
que infatigable vuelve en los grandes ciclos de los años, las estaciones y los días. De este
tiempo decimos que lo envuelve todo y lo representamos simbólicamente como un gran
receptáculo inmóvil: así decimos que nuestra existencia transcurre “en” el tiempo, indicando,
por medio de esta metáfora espacial, la prelación del tiempo con respecto al pensamiento
que aspira a circunscribir su sentido y, en consecuencia, abarcarlo.”
Escalas y medidas
(fragmento)
Por Jean Matricon
El tiempo es inasible, y los hombres saben que nunca podrán aprehenderlo. A lo sumo
pueden aspirar a emplear lo mejor posible el que les ha tocado en suerte.
¿Cómo medir el tiempo? Ya se trate de longitud, volumen, masa o energía, las dimensiones
físicas del mundo que nos rodea son en su gran mayoría manejables. Con excepción del
tiempo: imposible recortar una parcela del tiempo para compararla con otra tomada un poco
más lejos. Si se quiere medir el tiempo, hay que elegir un fenómeno que sepamos manipular
y que sea posible reproducir idéntico a sí mismo y a voluntad. No es el tiempo en sí lo que
medimos, sino su manifestación a través de un fenómeno físico que hemos elegido.
Los ciclos de los astros, la alternancia de las estaciones y de las fases de la Luna indican
divisiones del tiempo que permiten establecer esas cronologías, sugiriendo la existencia de
un tiempo cíclico marcado por un retorno periódico de situaciones idénticas.
La primera Historia de la literatura argentina fue una monumental obra de Ricardo Rojas. Su
edición original constaba de cuatro extensos tomos publicados con estos títulos: Los
Gauchescos (1917), Los Coloniales (1918), Los Proscriptos (1919) y Los Modernos (1922).
Una segunda edición, esta vez en 8 tomos, se reimprimió en Madrid en 1924, y le siguieron
otras dos en Buenos Aires: una de la Editorial Losada (1948) y otra de la Editorial Kraft
(1960).
Con el mismo objeto de estudio, aunque con la menor envergadura de un tomo único, la
Editorial Peuser publicó en 1959 la Historia de la literatura argentina dirigida por Rafael
Arrieta. Poco después, a partir de 1967, el Centro Editor de América Latina editará Capítulo.
Historia de la literatura argentina, obra colectiva publicada en fascículos y distribuida en
kioscos de diarios y revistas, y la misma editorial, con título y distribución idénticos pero
material casi totalmente nuevo y actualizado, publicará una segunda edición de la obra a
partir de 1979.
En 1989 la Editorial Contrapunto publicó Yrigoyen, entre Borges y Arlt (1916 y 1930), único
volumen de los 14 que David Viñas previó para su Historia social de la literatura argentina.
Se trató de un volumen colectivo que durante varios años permaneció agotado y que la
Editorial Paradiso acaba de reimprimir con la intención de continuar y al fin completar el
plan original de la obra.
Por otro lado, y desde 1999, Emecé Editores ha publicado 5 de los 12 tomos de la Historia
crítica de la literatura argentina, dirigida por Noé Jitrik. Si bien la edición no ha seguido el
orden cronológico de la obra, ya han aparecido La irrupción de la crítica (tomo 10, 1999), La
narración gana la partida (tomo 11, 2000), El imperio realista (tomo 6, 2002), La lucha de los
lenguajes (tomo 2, 2003) y El oficio se afirma (tomo 9, 2004).
Cada una de estas obras posee su valor intrínseco no sólo en cuanto a la información que
ofrece, sino además en la perspectiva teórica que aplica sobre su objeto de estudio. Por eso
mismo puede asegurarse que esas distintas “historias” de la literatura son, además, una
historia de la “crítica” literaria en nuestro país.
Más allá de eso, puede observarse que, excepto en el caso de la obra de Ricardo Rojas, todas
las “Historias” que la sucedieron son obras que cuentan con una dirección central –más o
menos férrea– pero cuya realización material quedó a cargo de distintos autores.
Algo, sin embargo, acaba de ocurrir que modifica esa tradición: en febrero de 2006 la
Editorial Taurus publicó en Buenos Aires la Breve historia de la literatura argentina, obra de
550 páginas cuya autoría exclusiva corresponde a Martín Prieto, profesor titular de la
materia Literatura Argentina II de la Universidad Nacional de Rosario.
“¿Cómo escribir, pues, una historia de la literatura argentina después de Borges? ¿Cómo
sostener una lectura autosuficiente de nuestra tradición, más allá de su consabida proyección
occidental? Martín Prieto no se formula estas preguntas en su Breve historia de la literatura
argentina, lo que corrobora que encarar un proyecto semejante se ha vuelto difícil en la
segunda mitad del siglo XX, sobre todo debido a la crisis de los paradigmas del discurso
histórico tradicional (...). Si Rubén Darío y Juan L. Ortiz son vistos como hitos de la poesía
argentina del siglo pasado, Prieto hace lo propio con [David] Viñas en la crítica; y más allá de
ciertos olvidos u omisiones (autores como Copi o Soriano son pasados por alto) escribe un texto
sólido, importante, que en su potencial crítico se resiste a funcionar como libro de consulta.”
“El unipersonal trabajo de Prieto supone en algunos aspectos una exasperación individualista
(...), resulta en exceso proclive a las sentencias sin apelación o a las apologías taxativas (del tipo
‘Eduardo Mallea es hoy más un fenómeno que un escritor’ o ‘Roberto Arlt escribió la máxima
novela argentina del siglo XX”). (...) Si bien condicionado por la relativa brevedad de la Breve
historia..., que favorece la elisión de procesos demostrativos, el discurso no deja de complacerse
en el tomo apodíctico. En la bibliografía de las notas, se siente la falta de las mejores ediciones
críticas de los textos citados (...) así como muchos aportes de la investigación más reciente. (...)
Así como su faz académica resulta discutible, tampoco podría decirse que estamos frente a una
obra de divulgación o un recomendable manual introductorio a la literatura argentina. Es
probable que los estudiantes aprendan más de buenas ediciones anotadas y prologadas, con la
guía de profesores que los estimulen a comprender la literatura nacional antes como legado y
memoria imaginativa que se actualiza, que como un ring donde unos autores derriban a otros,
según criterios que están lejos de ser universales, atemporales y unánimes”.
María Rosa Lojo, “Historiar las letras argentinas”, La Nación, Cultura, 28 de mayo de 2006.
"— [Prieto] Colocó a la poesía en el centro de la literatura argentina de los últimos veinte
años, y ha propuesto un modo de hablar de poesía. Descubre, o cree descubrir, en ella dos polos,
uno volátil, trivial y neobarroco, el otro dramático, conceptual y objetivista. Ha dado luz, en fin,
a una nueva batalla homérica entre culteranos y conceptistas...
— He oído duras objeciones a su particular prosa. Indignó a los académicos por su arbitraria
lectura de la historia literaria.
— Bien está que esas sirenas de alarma ululen alguna vez por algo interesante. Cierto o falso,
lo que diga el libro restituye una historia con tensión vital en el lugar ocupado por estatuas
prematuras".
Jorge Aulicino, “El malestar de los literatos”, Clarín, Ñ Revista de Cultura, 17 de junio de
2006.
"En el prólogo planteo una idea de T. S. Elliot, que dice que cada nueva historia arma una
imagen diferente, y entonces algunos cuerpos que antes no estaban ahora aparecen y otros que
estaban en primer plano pasan a un costado o al fondo. En términos de novedad, diría que
desinflo a los escritores de la generación del 80 (...); desestimo la importancia textual literaria
de Juvenilia o de las novelas de Cambaceres. Por otro lado, le otorgo mucha importancia a la
crítica y sobre todo a la poesía, a la que equiparo con lo que se consideró el género mayor, el de
la narración (...). Al contrario de como se está viendo hasta ahora, más importante que la de
Lugones es la figura de Rubén Darío...”
Martín Prieto, “La literatura argentina está menguada de poetas”, Página/12, mayo de
2006.
“En proyectos como este las omisiones –y aun algunos errores– son inevitables. Señalarlos es
demasiado fácil. Hay que resistirse a esa facilidad y preguntarse si el libro tiene criterios
propios y sólidos. Los tiene. Una historia de la literatura, lo quiera o no, trasmite siempre a sus
lectores cierta imagen de un canon personal. Prieto evita la tentación hoy tan frecuente de
reformularlo incluyendo autores y autoras que a su juicio no han tenido ni suficiente calidad
estética ni una incidencia efectiva en el cambio literario. Se concentra en la serie literaria
concebida al modo clásico, y analiza las transformaciones de los géneros, sean formales o
temáticas, centrándose en autores, obras y movimientos. La suya es una historia
predominantemente ‘intraliteraria’. Minimiza lo externo y hasta los discursos próximos, como
el periodístico, en muchos casos tan cercano al literario, como ocurre por ejemplo durante el
rosismo o con la novela del ochenta. No obstante, la huella del contexto histórico, social y
político se percibe de muchos modos. Las fechas y otros datos funcionan como puntos de
referencia que activan los conocimientos del lector, quien debe aportar o ampliar su
competencia.
Esta historia tiene el mérito adicional de no plegarse a los criterios de la corrección política
imperante en los estudios culturales y literarios. No presenta una visión de la literatura como
instrumento de dominación o de ocultamiento de operaciones ideológicas; plantea una
distinción tácita entre hechos literarios y fenómenos culturales; no teme centrarse en la
literatura ‘alta’; no intenta revertir lecturas clásicas ni rescatar obras y autores supuestamente
olvidados o silenciados; evita las tentaciones denuncialistas y la demagogia hoy exitosa de
desenmascarar mitos inexistentes. Por todo ello constituye una mezcla poco frecuente de
ambición y sobriedad.”
“El desafío de esta breve historia es el de circunscribir los hechos artísticos que inauguran los
textos. Pero tal desafío supone un nuevo riesgo: analizar la historia desde una perspectiva
estética contemporánea. Y más aún, desde una determinada perspectiva. Nos explicamos: si
Viñas lee la literatura argentina desde el realismo de Roberto Arlt –al que redescubre–, el libro
de Martín Prieto parecería leer la biblioteca completa desde la propuesta estética de César
Aira, un novelista que reinventa una tradición que va de Macedonio Fernández y Girondo, pasa
por Osvaldo Lamborghini y llega hasta sus desaforadas y casi infinitas publicaciones. Poca
historia –en el sentido fuerte del término–, actualización y sistematización de lecturas recientes
en torno a las obras fundadoras de tradiciones de la literatura argentina, exposición casi
periodística, problematización de las cuestiones formales, espacio destacado para el género
poético, constituyen algunas de las características destacadas del volumen de Prieto, al que los
docentes de literatura pueden acercarse –hay que costear los 45 pesos– para conocer las
nuevas perspectivas sobre la literatura que se debaten en el ámbito académico pero con un
lenguaje sin jergas, en fin, amable.”
Introducción
Indagar sobre el origen de una materia escolar en la Argentina es siempre acceder a relatos y
disputas que se vinculan con la fundación del Estado. En ese sentido, vamos a reconocer, a
más de un siglo de esos eventos, cuestiones que están aún hoy sin resolver.
Por lo pronto, se puede ir analizando no sólo el lugar de las reformas o los cambios de
currículo, sino también los distintos roles –muchas veces dinámicos, otras veces pasivos–
que tuvo el docente a lo largo de estos acontecimientos.
La literatura ocupaba el lugar de una especie de matesis hasta fines del siglo XIX en el
sistema educativo argentino. Sus textos no sólo integraban el dictado de la materia literatura,
sino que otras disciplinas, como historia y geografía, se estudiaban a partir de obras
literarias. Desde esa perspectiva es muy interesante recordar los orígenes de la enseñanza de
la literatura en el sistema escolar argentino: puede que acceder a esos momentos iniciales
nos permita comprender alguna instancia de las complicaciones, las crisis y los conflictos que
subyacen en su práctica.
En ese sentido, la dramática central se condensa entre los años 1884 y 1938. Si bien la
literatura se enseñaba desde el momento en que empezó a organizarse el sistema escolar
nacional –1863–, la misma formaba parte de la educación humanista. Fue, entonces, durante
la presidencia de Roca y con los programas de 1884 que se “inicia el proceso de constitución
de la disciplina perfilando lo que serán, ya entrado el siglo, los principales ejes de discusión
en torno a la especificidad de su objeto, un canon escolar posible, los saberes establecidos
para ser enseñados y los métodos a aplicar”1. Quienes encabezan este primer diseño de la
enseñanza de la literatura en la escuela media son Calixto Oyuela y Ernesto Quesada, aunque
es el primero quien le imprime su sello particular, registro que, tras arduas y diferentes
reformas, subsistió hasta casi el fin del pasado siglo XX. Oyuela subraya la importancia de la
literatura en la formación moral y nacional de los ciudadanos argentinos. Así, incluye algunas
bolillas de la naciente literatura argentina, propone a la literatura española como precursora
de la literatura iberoamericana y elige como fuentes de la enseñanza literaria a la filología y
la historia. Se ordenó de este modo la materia alrededor de movimientos y nombres
enumerados cronológicamente, en tanto que existía una preocupación por destacar a la
literatura de modo que fuera la máxima expresión de la lengua2. Sin embargo, el mismo
Oyuela intentará sacar ese perfil preceptivo de la materia a la que llamará, veinte años
después, Teoría literaria.
Joaquín V. González es quien, en esos años de principio del siglo XX, intentará desplegar una
política más progresista que su antecesor. González es quien puede pensar una estructura
curricular que facilite la enseñanza de nuestra disciplina y quien propone como ciencia
didáctico-literaria a la historia de la literatura. A su vez, sugiere la novedad de enseñar
literatura invirtiendo el orden cronológico, ”el que va de lo desconocido a lo desconocido, de
lo inmediato a lo remoto o sugiere que el docente se desplace más hacia una materia un poco
más práctica: “mostrar más que describir”3. Por otro lado, se pretende que el alumno
despliegue en la instancia de la clase una perspectiva crítica, y aparecen en los programas
obras literarias clásicas y contemporáneas europeas y argentinas y se incentiva la escritura
ficcional dentro del aula.
Finalmente, entre 1932 y 1938, la reforma de los planes de estudio establecida por Juan
Mantovani y diseñada por Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña constituirá el paradigma
definitivo del currículo de la materia. Se reafirma el perfil nacionalista del programa, se
reincorpora la tradición literaria americana y se insiste en la lectura de obras de la literatura
universal1.
Quizás no se encuentren en estas propuestas polos de disputa dentro del campo político e
intelectual, todas aquellas preocupaciones que hoy caracterizan al campo de la enseñanza de
la literatura; debería para ello seguirse este relato hasta nuestros días. No obstante, esta
apretada síntesis ofrece ciertas cristalizaciones que, periódicamente, paralizan el dictado de
la materia. De ahí que estas mínimas observaciones pueden servir para plantearnos distintos
interrogantes, y para tratar de mejorar las condiciones intelectuales de nuestra formación y
de la práctica de nuestro trabajo.
1Sigo aquí a Gustavo Bombini en su tesis de doctorado Los arrabales de la literatura, Buenos
Aires, Miño y Dávila, 2004. Para este segmento hemos utilizado también la siguiente
bibliografía: I. Dussel, Curriculum, humanismo y democracia en la enseñanza media (1863-
1920), Buenos Aires, Eudeba, 1997; A. Puiggrós, Sujetos, disciplina y curriculum en los
orígenes del sistema educativo argentino, Buenos Aires, Galerna, 1990; A. Puiggrós
(dirección), Dictaduras y utopías en la historia reciente de la educación argentina, Buenos
Aires., Galerna, 1997.
2I. Dussel, op. cit., p. 45.
3Citado en G. Bombini, op. cit., p. 49
4Significativamente este último punto se perderá en el dictado de la disciplina en la mayoría
de los programas.
En los inicios de la escuela media, en 1863, la enseñanza de la lengua nacional está separada
de la enseñanza de la literatura.
¿Por qué se funden en una sola materia, a principios del siglo XX, para los primeros tres
años del colegio secundario?
Existe durante esos años en la clase dirigente argentina una preocupación por la inmigración
europea que “contamina” el idioma nacional. Por ello, si bien en las últimas décadas del siglo
XIX existen polémicas acerca de si enseñar o no enseñar lengua, en la medida en que la
inmigración llega de Europa se terminan las discusiones: nacionalizar a las masas
inmigrantes es una preocupación básica de las clases gobernantes durante las primeras
décadas del siglo XX.
1Romero, José Luis y Romero, Luis Alberto, Buenos Aires, Historia de cuatro siglos, Buenos
Aires, Altamira, 2000, p. 370.
Concebir la literatura como modelo de la lengua no hace más que explicitar una concepción
acerca de qué se puede estudiar y qué se puede enseñar de la misma. Por ello, la literatura
funciona muchas veces en la escuela como un lenguaje cristalizado y no puede ingresar la
literatura “inminente”, como la califica despectivamente Oyuela, una literatura en la que el
uso oral de la lengua ingresa como parte de las transformaciones sociales, culturales y
políticas y a la que la escuela impide el acceso en la medida en que es ella la que inicia a la
lectura en forma masiva ( por medio de la implementación de la ley 1420 y su sistema de
enseñanza obligatoria). En tanto, las expresiones artísticas de masas, como por ejemplo la
música popular, a través del tango, la radio y el cine, también son permeables a estos
cambios y aquí sí los ciudadanos acceden a ellas con mayor facilidad. De esta manera, la
literatura queda en inferioridad de condiciones frente a los nuevos medios de comunicación
que no necesitan ni de la escuela ni de un adiestramiento especializado para ser consumidos.
Por el contrario, los años 70 son pródigos en actualizar e innovar los contenidos curriculares
en el área de lengua y de literatura. Frente a una gramática normativista y una literatura
preceptiva, se sigue una gramática descriptiva, influida por la corriente estructuralista: “la
gramática moderna, alejada de la perspectiva preceptiva, se interesa básicamente por las
reglas centrales del sistema, que son las que los hablantes adquieren sin aprendizaje”1. Esto
libera relativamente a la literatura de su función preceptiva y permite el ingreso de nuevos
materiales literarios, en la medida en que ya no es el modelo acabado de la norma. No
obstante, las obras literarias siguen cumpliendo un rol ejemplar para la enseñanza de la
lengua. Eso sí, fragmentada en oraciones para proceder, en la mayoría de los casos, al análisis
sintáctico.
Volviendo a los 90, la citada reforma explicitó la cantidad de saberes y disciplinas que debe
enseñar el profesor o la profesora de Lengua y Literatura: Medios de comunicación,
pragmática, gramática textual, análisis del discurso, literatura, son algunas de las disciplinas
que aparecen en los Contenidos Básicos Comunes (CBC) elaborados por el Ministerio de
Educación. Así, si la asociación entre lengua y literatura a lo largo de más de un siglo ha sido
una relación a veces armoniosa y muchas otras de tensión o sometimiento, hoy sigue siendo
por momentos incómoda y hasta, a veces, sin sentido.
1Di Tulio, Ángela, Manual de gramática del español, Buenos aires, Edicial, 1997, p. 19.
La enseñanza de la literatura fue hasta fines del siglo XIX, tanto en Europa como en América,
una disciplina relacionada, fundamentalmente, con el estudio de la lengua a través de sus
máximas expresiones. Concebidas como un modelo del buen uso, las obras literarias,
llamadas justamente belles lettres, son un paradigma de cómo se debía actuar desde la
escritura sobre la lengua. De ahí que existiera una asignatura cuyo nombre, “Literatura
preceptiva”, supone el dictado de preceptos, mandatos lingüísticos, y dictamina cuál es el
modo correcto de tratar la materia verbal con la que se construye. Por esta razón, la retórica
dominó desde un principio en la didáctica de la literatura. Esta tejne de la persuasión verbal,
constituida por estructuras fijas del discurso y por figuras, siguió ocupando un lugar central
de la enseñanza literaria, mientras que en la literatura hacía ya casi medio siglo que se la
había abandonado como paradigma estético. Por ello, el desplazamiento de la retórica a la
historia de la literatura constituye un hecho fundamental a la hora de considerar cuáles son
los objetos que fundan esta disciplina en la Argentina.
Dentro de la enseñanza de la literatura, si hasta ese momento la historia era uno de los
géneros literarios –como puede observarse en el programa de Oyuela–, la relación empezó a
invertirse, y la historia literaria empezó a imponerse como forma dominante[...] empezó a
aparecer como una vía privilegiada para asumir estas tareas.
Pero fue probablemente de Francia de donde llegaron los vientos renovadores más potentes.
Allí Gustave Lanson lideró un movimiento por reformar la enseñanza de la literatura,
centrándose en la historia literaria, que era sólo un aspecto de la historia de la civilización.
Teniendo como marco el predominio de las ciencias y la hegemonía de los historiadores
positivistas de La Sorbonne, Lanson juzgó que la pregunta que debía orientar la enseñanza
de la literatura era “¿cómo contribuyen los estudios literarios en la adquisición del espíritu
científico?”. Para él, la literatura debía volverse objeto de un escrutinio “científico”1.
Hoy, a más de un siglo de estas publicaciones, podemos decir que en la mayoría de los casos
ya han cumplido un ciclo como legitimadores de la enseñanza de la literatura. A su vez, en
términos de la reforma educativa de esta última década, las editoriales han concretado
mucho más rápidamente que los espacios de capacitación los nuevos contenidos y,
paradojalmente, en algunos casos se han constituido en la alternativa para su actualización.
Esta actualización, sin embargo, no implica el abandono de antiguos saberes: el manual o el
libro de texto poseen en general una lógica de la acumulación; no abandonan teorías ya
envejecidas sino que las sostienen y agregan las más recientes.
Introducción
¿Qué lugar ocupa esa pregunta en la enseñanza? Por lo pronto, podríamos decir que el objeto
de estudio no es el mismo que el que se enseña. En el primer caso, son las facultades, los
investigadores, los teóricos y los críticos los encargados de definirla. En el segundo caso, son
las escuelas, los maestros, los profesores y los libros de texto. Ambos campos, no obstante,
tienen algo en común: el interés por ciertos productos que se construyen con el lenguaje.
El concepto “literatura”
Reflexionar sobre el origen del término “literatura” nos ayuda a reconocer dos procesos
lentos y simultáneos. Por un lado, tal como lo ha estudiado el sociólogo Pierre Bourdieu, en el
Renacimiento se constituye un espacio especialmente dedicado a la producción de bienes
simbólicos. Ese espacio, al que el sociólogo francés nomina “campo intelectual”, nos sirve
para identificar de qué modo las producciones intelectuales y sus instituciones, desde el
artista hasta el marchant, desde el escritor hasta el editor, desde el mercado hasta la
academia, se vinculan con y funcionan en la estructura social.
Por otro lado, tal como lo analiza el crítico inglés Raymond Williams, el concepto original de
“literatura” también surge durante el Renacimiento. La palabra tiene su raíz en el término
latino litera, que significa “letra del alfabeto”. Literatura fue, en un principio, la facultad de
leer y el haber leído. De algún modo, esta calificación derivó luego hacia lo que hoy llamamos
“letrado” y recién a mediados del siglo XIX adquirió el significado que tiene en la actualidad.
...durante el siglo XVIII, literatura fue originariamente un concepto social generalizado que
expresaba cierto nivel (minoritario) de realización educacional. Esta situación llevaba
consigo una definición alternativa potencial y eventualmente realizada de la literatura
considerada refiriéndose a los “libros impresos”, los objetos en los cuales, y a través de los
cuales, se demostraba esta realización.
[...]
La definición indicada por este desarrollo se ha conservado a cierto nivel. La literatura
perdió su sentido originario como capacidad de lectura y experiencia de lectura y se
convirtió en una categoría aparentemente objetiva de libros impresos de cierta calidad. Los
intereses de un “editor literario” o de un “suplemento literario” todavía serían definidos de
este modo. Sin embargo, pueden distinguirse tres tendencias conflictivas: primero, un
desplazamiento desde el concepto de “saber” hacia los de “gusto” o “sensibilidad”, como
criterio que define la calidad literaria; segundo, una creciente especialización de la literatura
en el sentido de los trabajos “creativos” o “imaginativos”; tercero, un desarrollo del concepto
de “tradición” dentro de los términos nacionales que culminó en una definición más efectiva
de una “literatura nacional”. 1
1Frigerio, Graciela (comp.), Curriculum presente, ciencia ausente, Buenos Aires, Miño y
Dávila, 1991, p. 37.
De esta manera, durante las dos primeras décadas del siglo XX, los movimientos de
vanguardia resquebrajan la idea del arte que tan pacientemente se había ido constituyendo a
medida que la burguesía se expandía económica, política y culturalmente. Estas
transformaciones obligan a revisar las antiguas concepciones del arte en general y de la
literatura en particular. Desnudan las inconveniencias para definir qué es una producción
artística –en este caso verbal y escrita–, denuncian que no es suficiente pensarlas como obras
“creativas”, únicas, originales; como producciones de un “autor” consagrado; como parte de
una literatura “cerrada” y “nacional”.
Simultáneamente con los movimientos de vanguardia, entre 1916 y 1930 surge una nueva
corriente crítica y teórica que, frente al rechazo de las viejas formas artísticas, trata de
encontrar qué es lo que en definitiva caracteriza lo específicamente literario. Esa corriente es
el formalismo ruso, cuyos principales integrantes son el ensayista Víctor Sklovski, el
historiador de literatura rusa y escritor Yuri Tiniánov, el crítico Boris Eichelbaum, el
periodista Osip Brik y el citado lingüista Roman Jakobson.
En un principio, intentan tomar distancia de la crítica tradicional, que basaba sus juicios
tanto en el estudio de las lenguas clásicas como en el estilo y que estaba saturada de
perspectivas impresionistas y subjetivas, de gustos individuales. Por ello, a lo primero que
aspiran es a trabajar con los materiales literarios: desean fundar una crítica y una teoría
“objetivas” para poder distinguir lo particular del lenguaje literario.
Los formalistas están preocupados por definir su objeto de estudio. Para ellos lo que hace
que una obra dada sea literatura es la “literaturidad”. Esta particularidad la buscan en la
materia verbal, y en los cambios que produce la forma artística sobre esa materia lingüística.
Así, encuentran que el texto literario se define por un uso “raro”, “extraño”, “artificial” de la
lengua, de su normativa, sus sonidos, su sintaxis, etcétera. La forma literaria da un uso
distinto al lenguaje que cotidianamente usamos para comunicarnos y al realizar ese uso
“fuera de lo común” el lenguaje se vuelve “extraño”, lo percibimos de otro modo. La literatura
nos obliga a “desautomatizar” nuestra relación con el lenguaje, a reconocerlo, es decir, volver
a conocer ese instrumento del que nos valemos para hablar y escribir y de esta manera se
convierte en un lenguaje estético.
La “literaturidad” de los formalistas señalaba aquello diferente que hacía literario a un texto,
pero no definía qué era literatura. Por esta misma razón, identificaron un uso “literario” del
lenguaje que se puede, a su vez, reconocer en otros discursos (pensemos, por ejemplo, en el
discurso publicitario) y que vuelve poco específica para la literatura esa particularidad. En
definitiva, pareciera no haber un rasgo único y definitivo que caracterice a la literatura: ni el
autor, ni el gusto, ni la tradición, ni el lenguaje, ni siquiera el contexto de publicación puede
garantizar (cada uno por separado) el reconocimiento de una obra literaria como tal.
Introducción
Hay una vacilación que, al igual que la pregunta sobre el objeto literario, atraviesa el campo
de la literatura y el de su enseñanza. Esta vacilación, llamada canon, es deudora, justamente,
de qué se consideraba literatura y de la improbabilidad de acceder a la totalidad de las obras
literarias.
Así, al igual que la inquietud sobre“qué es la literatura”, el canon depende de una serie de
variables como las de autor, género, lengua, contexto, tradición, gusto, mercado. A su vez, el
campo de la enseñanza de la literatura es particularmente sensible a esta problemática en la
medida en que a través de la literatura el Estado ha considerado que se constituye la
“identidad nacional”. Por esta razón, más adelante nos detendremos en la fundación de la
literatura argentina, ya que allí la noción de literatura nacional se alía con la conformación
del canon escolar.
El concepto de canon
El término “canon”, de origen griego, remite al concepto de “vara o norma”. Dentro del
sistema literario, el concepto de canon subraya la existencia de un modelo o una proporción
ideal al momento de considerar las obras literarias. Esa suma, el llamado canon literario es,
en términos amplios, el total de obras escritas y orales que aún hoy subsiste. Sin embargo,
ese canon potencial se ve limitado desde un primer momento por la posibilidad de acceder o
no acceder a ciertas obras. Entonces, podemos afirmar que todo canon es sólo una parte de
una quimérica totalidad literaria.
Es importante señalar que esa colección de obras puede ser diversa y que, al mismo tiempo,
conviven en una misma época distintos cánones: canon oficial, canon accesible, canon
personal, canon escolar, canon crítico, etc.
La crónica dice que la primera vez que se usó esa calificación para textos escritos se refería al
ámbito religioso. Allí, en el siglo IV se definió qué obras pertenecían al canon bíblico
cristiano. Esta acción tuvo un doble efecto: exhibió el lugar de poder que ejercía la institución
que tomó esta decisión, la Iglesia romana, y, a su vez, legitimó su autoridad. Algo similar
sucede con los literarios. Si hablamos del canon oficial, aquel que representa a toda una
sociedad, debemos decir que las instituciones que lo originan son de distintos ámbitos, como
el político, el educativo, el periodístico, el académico, etcétera. No sucede lo mismo, por
ejemplo, con el canon crítico. Allí intervienen diversas formas, pero sólo del campo
intelectual. Mientras que en el canon accesible actúan tanto el mercado de comercialización
de los libros como las bibliotecas públicas y especializadas. A su vez, cada uno de esos
cánones está vinculado a su contexto histórico.
A esta inserción de lo circunstancial le debemos sumar otras variables que funcionan como
criterio. Veamos, por ejemplo, el tópico de género literario. Durante la segunda mitad del
siglo XIX europeo la novela ocupó un lugar central en la confirmación de la tradición
narrativa burguesa , en tanto que, en el mismo momento, en Estados Unidos, el cuento era la
forma narrativa que crecía por antonomasia. A tal punto es así, que existían ya en esa época
canales de publicación como revistas especializadas sólo en cuento moderno, tal como lo
había descripto Edgar Allan Poe. Por contraste, el género central de siglo XVIII, durante el
romanticismo alemán e inglés, había sido la poesía. Es que la centralidad de un género, del
mismo modo que otros criterios en la configuración de un canon, se cruza con una serie de
variables que conectan el gusto con visiones del mundo, de ideologías, de nación y de clase
social.
En un primer término, la ola inmigratoria, que hizo crecer, por ejemplo, la población de
Buenos Aires de 1880 a 1890 en un 84%, y que modifica el panorama urbano, lingüístico,
cultural y social de la Argentina. En segundo término, el centenario de la Revolución de
Mayo, que fue acompañado por una serie de transformaciones de la sociedad argentina en
cuyo horizonte se encontraba la necesidad de definirse como nación. En ello se incluye la
consolidación del Estado nacional, la inserción del país dentro de la división internacional
del trabajo, el crecimiento demográfico, la alfabetización, los primeros conflictos laborales.
En tercer término, se producen una variedad de cambios dentro de la producción intelectual
que ayudan a pensar que en esas dos primeras décadas del siglo XX se perfila la autonomía
de lo que antes llamamos campo intelectual: se profesionaliza el escritor, se escribe la
primera historia de la literatura argentina, se funda la cátedra de Literatura Argentina en la
Facultad de Filosofía y Letras, y se declara al Martín Fierro, de José Hernández, poema épico
nacional.
Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones son los pioneros de esta última empresa iniciada en 1910
y que culmina en 1916. El primero, que en 1917 comienza a escribir su Historia de la
Literatura Argentina, es quien en su discurso de inauguración de la cátedra de Literatura
Argentina, en 1912, realiza una analogía entre el lugar que ocupan la Chanson de Roland en
Francia y el Cantar de Mío Cid en España con el que ocuparía el Martín Fierro en la cultura
argentina. El segundo dicta en 1913 seis conferencias sobre el Martín Fierro en el teatro
Odeón, donde observa su centralidad en la fundación de la literatura argentina. Están
preocupados por el presente y el futuro de la nación argentina, por el grado de influencia de
la nueva cultura que viene con los inmigrantes. Ambos, a su vez, se dedican a la educación
(recordemos que Lugones escribe una Didáctica en 1910) y tienen plena conciencia de la
importancia de la constitución de una lengua propia al delimitar el concepto de identidad
nacional.
La fundación del canon oficial de la literatura nacional es un hito esencial en el rol que le
cabe a la literatura en su vinculación con las políticas educativas del Estado. Existe en las
clases dirigentes una conciencia plena de que el disciplinamiento social y cultural de los
inmigrantes se realizará a través de la escuela. Desde esa perspectiva, no olvidemos que la
literatura ocupa dentro de la institución escolar argentina un lugar central, pues es texto
escolar de varias asignaturas.
En cuanto al rol del docente en la conformación del canon escolar, debemos subrayar que la
pedagogía que predominó en la formación docente tuvo, durante gran parte del siglo XX, un
perfil autoritario. Esto implicó, por un lado, que el docente aplicara las reglas que le dictaba
el Estado mientras que, por otro lado, “abría el camino a la burocratización de la docencia,
debilitando el esfuerzo inicial de legitimar científicamente la enseñanza y desatendiendo la
comunicación con corrientes más dinámicas en la estética y las disciplinas intelectuales”
(Birgin, 1998:24) Entonces, tal como lo hemos planteado con el canon oficial, aquí la ligazón
entre canon literario y política es intensa y delicada. Por ello, sólo vamos a encontrar
momentos de innovación por parte de los docentes –y también de las editoriales– en los
períodos de mayor libertad política, en particular a mediados de 1960 y 1970. En esos
momentos van a ingresar autores contemporáneos como Pablo Neruda, Julio Cortázar,
Manuel Puig, Juan José Hernández que, luego, con el golpe militar de 1976, serán censurados
o directamente prohibidos.