Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
Introducción.
El enfrentamiento ideológico entre los reformistas liberales y los
inmovilistas absolutistas, que ya se había iniciado durante el reinado de Carlos
IV y que se había endurecido a lo largo de los años de la Guerra de la
Independencia, se convirtió durante el reinado de Fernando VII (1814-1833) en
una violenta lucha armada por el poder.
El rey Fernando VII optó por negarse a aceptar el sistema político
constitucional creado por las Cortes de Cádiz y rechazó todas las medidas
reformistas que habían aprobado los liberales durante la guerra.
Esta etapa estuvo también marcada por la bancarrota económica del
Estado español, por la ineficacia gubernamental, por la participación activa de
los militares en las disputas políticas y por la pérdida de casi todos los
territorios que España poseía en el continente americano.
Desde el punto de vista internacional, la derrota de Napoleón fue
aprovechada por casi todos los gobernantes europeos, a excepción de Gran
Bretaña, con objeto de intentar la reconstrucción del orden tradicional, la
restauración plena del poder monárquico y la eliminación del liberalismo.
1
Por lo tanto, el déficit estatal aumentó rápidamente, los ingresos de la Hacienda
disminuyeron por el restablecimiento de los privilegios fiscales. La situación
financiera del Estado era caótica y las deudas acumuladas llevaron a la
bancarrota en 1818.
Al mismo tiempo, el rey puso en marcha una dura represión política, al
ordenar la detención y encarcelamiento, bajo la acusación de traición, de miles
de liberales y de los afrancesados. Muchos liberales se exiliaron a Francia o a
Inglaterra. La actividad política de los liberales pasó a la clandestinidad bajo la
forma de sociedades secretas.
De hecho, entre 1814 y 1820 se produjo en España toda una serie de
conspiraciones protagonizadas por los liberales, bajo la forma del
pronunciamiento militar. Los protagonistas eran jóvenes militares liberales,
cuyo protagonismo como árbitros de la vida política compensaba la debilidad de
la burguesía en España. De este modo, se produjeron los pronunciamientos de
Espoz y Mina (1814), Juan Díaz Porlier (1815), Lacy, Van Halen y Vidal (1819).
Todos ellos se saldaron con la ejecución de los cabecillas.
Sin embargo, en 1820, el teniente coronel Rafael Riego encabezó un
pronunciamiento en Cabezas de San Juan (Sevilla) que tuvo éxito. El
movimiento revolucionario se fue extendiendo a lo largo de las semanas
siguientes por Galicia, Asturias, Murcia, Aragón, Cataluña y Navarra.
Finalmente, Fernando VII, sorprendido por la extensión de la
insurrección liberal, se vio obligado a aceptar el triunfo de estos, que
recuperaron el poder por la fuerza y restablecieron la Constitución de 1812. De
este modo, se inició la etapa conocida como Trienio Liberal.
Fernando VII declaró nulos todos los actos del gobierno durante el
Trienio Liberal y restauró de nuevo el absolutismo y la represión contra los
liberales, que huyeron en masa del país a Francia e Inglaterra. Se calcula que
unos 130 militares liberales fueron ejecutados y más de 60.000 civiles sufrieron
represalias de diverso tipo.
Sin embargo, esta segunda restauración del absolutismo se desarrolló con
un carácter más moderado que la primera, buscando una cierta modernización
administrativa. Para ello, encargó la gestión de los asuntos de gobierno a
ministros experimentados como Cea Bermúdez, el Conde de Ofalia o López
Ballesteros, que introdujeron algunas reformas administrativas. Estos
personajes eran conscientes de la insostenible situación financiera del Estado y,
sobre todo, de la necesidad de realizar algunas mínimas modificaciones técnicas
para modernizar y mejorar el absolutismo con la intención de asegurar su
supervivencia.
De esta manera, López Ballesteros, ministro de Hacienda, se propuso
pagar las deudas del Estado, controlar los gastos gubernamentales e impulsar
las actividades económicas mediante la creación de un nuevo Código Comercial,
del Tribunal de Cuentas, de la Bolsa de Madrid y del Banco de San Fernando.
Sin embargo, todos sus esfuerzos concluyeron sin resultados positivos, ya que
continuó la decadencia de la ganadería ovina, la caída de las exportaciones de
lana, la paralización del comercio y la disminución de los ingresos fiscales
aduaneros. Y, además, se agravó la situación catastrófica de la Hacienda Pública
a causa de las exenciones fiscales a las clases privilegiadas y a los territorios
vasco-navarros. Por todo ello, el endeudamiento estatal creció hasta
multiplicarse por diez en este período, de manera que el Gobierno no tuvo más
remedio que solicitar créditos a los bancos franceses.
Por otro lado, la lucha por la independencia en América supuso una
fuente de gastos para el Estado español en un momento crítico. Finalmente, en
1824 se produjo la Batalla de Ayacucho, que significó para España la pérdida de
las colonias del continente americano, a excepción de las Antillas.
La oposición al régimen vino tanto de los liberales como de los
“apostólicos”. En el caso de los primeros, los partidarios del liberalismo fueron
incapaces de recuperar el poder, a pesar de las intentonas insurreccionales,
3
como las de Espoz y Mina en 1830 o la de Torrijos en 1831, entre otras.
En el otro extremo, los absolutistas intransigentes comenzaron a
presionar al rey para que restableciese la Inquisición, endureciese aún más la
represión antiliberal y sustituyera a los ministros reformistas. Incluso formaron
grupos armados en las zonas rurales catalanas, aprovechando la revuelta de
campesinos y artesanos rurales, conocida como de los “agraviados” o
malcontents en 1827.
En 1828, los absolutistas más intransigentes ya estaban definitivamente
decepcionados con Fernando VII y se agruparon en torno al infante don Carlos
María Isidro, hermano menor del rey, quien había demostrado ser un
antirreformista convencido. El problema surgió con la cuestión dinástica a
partir de 1830. El rey promulgó la Pragmática Sanción, que derogaba la Ley
Sálica que impedía a las mujeres la sucesión al trono. Fue una sorpresa para los
ultrarrealistas, que esperaban que don Carlos sucediese al monarca. En octubre
de 1830 nació Isabel, princesa de Asturias, y se abrió una grave crisis entre los
partidarios de don Carlos y los defensores de la legitimidad de la Pragmática y,
por lo tanto, de los derechos de la futura reina, Isabel II.
Fernando VII murió en 1833 y con este suceso comenzó la guerra carlista
entre los partidarios de Isabel y los de don Carlos. La sucesión de Isabel iba a
depender de la búsqueda de apoyos entre los liberales más moderados.
Conclusión.