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Uno de ustedes me escribió una observación muy aguda: “Dios nos hace
padres confiándonos unos hijos. Dios conoce nuestros limites mejor que
nosotros… por esto nos confía unas personas, unas responsabilidades,
para empezar a tener un cuidado de algo”. En esta experiencia de tener
unos hijos nosotros maduramos en nuestra paternidad, casi la
descubrimos de nuevo cada día.
Quisiera que también ustedes, refiriéndose a la paternidad de san José,
puedan descubrir para ustedes y para los demás, esta experiencia
fundamental que es volverse hijos teniendo un padre en la tierra que me
abre a la paternidad de Dios.
Todas las veces que les hablo a ustedes pienso en que los evangelios no
relatan ni siquiera una palabra de san José, y entonces esto me hace
percibir la necesidad de aprender yo la esencialidad. Frente al océano sin
confines que es la figura de san José, todas nuestras palabras tienen que
medirse frente a aquel silencio. No porque José no haya hablado,
obviamente [lo hizo], sino porque como justamente han entendido los
evangelistas, su palabra era absolutamente “relativa a”, tenía que
desaparecer frente a la paternidad que estaba en los cielos.
Esta experiencia del haber sido querido, amado, del ser querido y amado,
se vuelve una experiencia que tiene que ver con el presente, el pasado y el
futuro de nuestra vida, que se abre e ilumina el presente, el pasado y el
futuro.
En primer lugar se abre sobre el presente: es en este momento cuando Dios
me quiere. No me ha querido y [después] abandonado. Los libros proféticos,
sobre todo Óseas mencionan constantemente esta experiencia de Israel
recogido una vez más, rescatado. También nosotros somos constantemente
recogidos.
“Deposuit potentes et exaltavit humiles” (derriba a los poderosos y exalta a
los humildes ndr) También nosotros somos recogidos por Dios, recogidos de
nuestro barro y constantemente recreados. Como dice el Salmo 50, esto
debería ser el contenido de nuestra oración: “Redde mihi laetitiam salutaris
tui”, dame la alegría de la salvación experimentada en el presente, del ser
acogido.
Esta experiencia del ser criatura querida se proyecta hacia nuestro futuro,
porque es posible esperar sólo partiendo de la experiencia de positividad en
el presente. La esperanza es la fe que se proyecta en el tiempo. Esta
experiencia del ser querido me permite mirar al futuro lleno de abandono a
Dios.
Ciertamente es una experiencia a la cual Israel ha llegado muy tarde en su
historia, casi en el umbral de la encarnación: que el futuro es de Dios y
por lo tanto hay algo más allá de la vida. Porque sólo si hay algo más allá
de la vida puedo esperar en el mañana, porque si no hay nada más allá de
la vida, tampoco el mañana tiene sentido.
Pero esta conciencia que Dios está, más allá del tiempo, me da la certeza de
que Dios está en el tiempo, de que Dios me acompaña: la fidelidad de Dios,
que se manifiesta también en la fidelidad de los hermanos. ¿Recuerdan
aquella expresión de Giussani? Siempre hay rostros o fragmentos de
rostros, personas y momentos de personas que mirar.
Brota aquí una pregunta. ¿Qué lugar tienen mis dolores, mis pecados, mis
límites? ¿Cómo puedo yo mirar a esta vocación como fuente de gratitud y
de resurrección constante si la mirada sobre mí mismo está ofuscada por
los límites, los pecados y los errores? Las observaciones que aquí se pueden
hacer podrían ser muy largas, pero me interesa sencillamente indicar tres
caminos que fueron y son los más útiles para mí.
Tercero: expiar los propios pecados. Aceptar mis límites no significa: ¡qué
bello, qué bello, soy pecador! ¡No! Aceptar mis límites quiere decir aceptar
que tengo unos dones y no otros; que también tengo unas imperfecciones,
que cumplo ciertos errores. Entonces un camino fundamental para
purificar el amor hacia sí mismo es aceptar expiar los propios pecados.
Dios nos ayuda en esta expiación a través de las pequeñas y grandes
pruebas que nos manda. Debemos aprender a aceptar las pequeñas y
grandes pruebas que nos manda como participación en la cruz de Jesús y
por lo tanto como experiencia de su resurrección. En la medida en que
nosotros aceptamos las pruebas que Dios nos envía como participación en
su cruz, ya nuestro amor se llena de una luz nueva.