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LA MADUREZ AFECTIVA

LA EXPERIENCIA DE SER HIJO PARA VOLVERSE PADRE

Extracto de la charla del padre Massimo Camisasca,


superior de la Fraternidad san Carlo Borromeo,
a unos sacerdotes recién ordenados, 2 de marzo 2009.

En el evangelio de san Lucas al final del capitulo 1, al versículo 80, se dice


del Bautista: “El niño crecía y se fortalecía en el espíritu”. Se habla
entonces de un crecimiento y de un caminar hacia una fuerza interior, en
este sentido se puede entender “en el espíritu”, pero también esta fuerza
interior es el espíritu mismo, que se nos dona como fuerza para la vida.
Lo mismo se dice de Jesús, dos veces. En el capitulo 2, versículo 40,
después de la purificación de la madre y la presentación del niño en el
templo, vuelven a Nazareth y dice el evangelio “el niño crecía y se
fortalecía”. Como Juan: crecía y se fortalecía. Por lo tanto también la
humanidad de Jesús ha vivido un camino hacia delante, no todo se le dio
en el inicio. “Lleno de sabiduría y la gracia de Dios estaba sobre él”. El
espíritu del que se habla con referencia al Bautista, aquí se vuelve la gracia
de Dios, es decir Dios mismo, que está sobre él de modo duradero, que se
dona a él de modo duradero y definitivo volviéndolo por tanto fuerte y
sabio.
Después del episodio de los doctores (Jesus perdido y hallado en el templo
ndr), el capítulo segundo que concluye la vida privada de Jesús, al
versículo 52, que es el ultimo versículo del capitulo, el ultimo dedicado a la
vida escondida, dice: “Jesús crecía en sabiduría y gracia delante de Dios y
delante de los hombres”. Entonces: Jesús crecía, también aquí hay un
camino hacia delante. Este camino está marcado por una sabiduría que
aumenta, que crece, entonces por una participación creciente en la
sabiduría de Dios y esta gracia da una capacidad de hospedar, da una
apertura frente a la obra de Dios. Hospedaba cada vez más la obra de Dios
en él, se volvía cada vez más dócil a la obra de Dios. Y esto también delante
de los hombres.
Pienso que estos versículos del evangelio de san Lucas podrían volver en
nuestra oración y en nuestra meditación para confortarnos y darnos
también una indicación de camino.

¿En qué consistía este crecimiento de Jesús desde el punto de vista de la


conciencia de sí? En el crecer de su conciencia de hijo. Esta conciencia de
ser hijo él la aprendía, cotidianamente, a través de la paternidad de san
José. Esta presencia tan decisiva en su vida era, como dice Dobraczynski,
“la sombra del Padre”. El padre en la tierra, que tenia la tarea de abrirlo a
la paternidad de Dios, de abrir su humanidad a la paternidad de Dios, de
volver cada vez más rica, profunda y segura la experiencia de la paternidad.
A partir de un cierto momento Jesús ya no necesitó de esta presencia
terrena y dejó la casa. Desde entonces la paternidad de Dios se volvió en él
un diálogo cotidiano, que ya no necesitaba de José. Sin embargo, al mismo
tiempo, si meditamos bien, a la figura de José se sustituyen los apóstoles.
Es decir: el trámite con la paternidad de Dios ya no era el padre putativo,
sino eran los hijos.

Uno de ustedes me escribió una observación muy aguda: “Dios nos hace
padres confiándonos unos hijos. Dios conoce nuestros limites mejor que
nosotros… por esto nos confía unas personas, unas responsabilidades,
para empezar a tener un cuidado de algo”. En esta experiencia de tener
unos hijos nosotros maduramos en nuestra paternidad, casi la
descubrimos de nuevo cada día.
Quisiera que también ustedes, refiriéndose a la paternidad de san José,
puedan descubrir para ustedes y para los demás, esta experiencia
fundamental que es volverse hijos teniendo un padre en la tierra que me
abre a la paternidad de Dios.
Todas las veces que les hablo a ustedes pienso en que los evangelios no
relatan ni siquiera una palabra de san José, y entonces esto me hace
percibir la necesidad de aprender yo la esencialidad. Frente al océano sin
confines que es la figura de san José, todas nuestras palabras tienen que
medirse frente a aquel silencio. No porque José no haya hablado,
obviamente [lo hizo], sino porque como justamente han entendido los
evangelistas, su palabra era absolutamente “relativa a”, tenía que
desaparecer frente a la paternidad que estaba en los cielos.

Hablando de la madurez afectiva que coincide con la experiencia de la


virginidad, quisiera indicar algunos puntos que han sido el camino que
Dios me ha hecho recorrer, que yo señalo también a ustedes. Recojo todas
mis observaciones alrededor de dos temas.

Qué significa amarse a sí mismo y qué significa amar a los demás.


Amarse a si mismo y amar a los demás son los puntos fundamentales del
camino hacia el amar a Dios. Por lo menos en mi experiencia no hay
separación entre amarme a mí mismo, amar a los demás y amar a Dios.
Esto no quita que este camino necesite de conversiones, de muchas
conversiones y en fin necesita que se entre en una medida que no es la
mía, en una medida del amor, en una forma del amor que no es
enteramente la mía (que está marcada por mi naturaleza herida por el
pecado). Sin embargo, esta medida está en continuidad con el deseo
profundo de mi naturaleza.
Ya en el Evangelio hallamos esta aparente discrasia cuando Jesús dice:
“ama a tu prójimo como a ti miso” y entones pone en el amor a sí el
fundamento y la medida del amor a los demás. Y después dice “quien se
pierde se encuentra”. ¿Debemos entonces amarnos o perdernos? Debemos
amarnos o despreciarnos? Esta claro que la filosofía y la teología en los
siglos han subrayado uno u otro aspecto del dilema. Yo prefiero ver una
continuidad de estos caminos -el amor de sí y el amor de Dios-, una
continuidad al precio de discontinuidad, es decir de sacrificios. No se puede
eliminar el sacrificio de la vida. Pero este perderse, este sacrificio, es parte
del amarse.
En un cierto punto del amor a sí, se descubre que para amarse
verdaderamente hace falta perder la imagen de amor a sí que se ha tenido
hasta entonces. Esto no es un proceso intelectual, no es que yo debo
sustituir una imagen a otra imagen. Es un proceso real: Dios me lleva, para
amarme verdaderamente a mí mismo, sobre caminos que antes no conocía
y que por lo tanto representan un sacrificio, un novum [una novedad], una
apertura repentina. Y costosa.

¿Qué quiere decir amarse a sí mismo?


Empezaría por esto: ¿qué quiso decir para mí amarme a mí mismo? Quiso
decir a lo largo de los años, de muchos años, aprender a mirarme como me
miraba Dios. Para no dejar en la abstracción esta frase, quisiera decir qué
significó este mirarme a mí mismo como me mira Dios.

La primera experiencia que quisiera señalar en mi vida es el


descubrimiento de que yo he sido querido. La experiencia de ser hijo está
en el origen de la mirada positiva sobre mi mismo. He sido querido.
Ciertamente fui querido como causa primera -para utilizar la terminología
escolástica- por Dios. También para nosotros, para cada uno de nosotros,
vale la expresión de Dante sobre María: “Termino fijo de eterno decreto”.
Cada uno de nosotros ha sido pensado, querido en la eternidad.
Esto es un pensamiento, una experiencia siempre nueva, porque ahonda
en algo que no tiene origen y participa de la misma voluntad positiva por la
cual Dios ha querido el mundo, el universo. Este descubrimiento del ser
querido junto al universo abre en mí, frente a toda la negatividad que
puede estorbar mi espíritu, el descubrimiento de la positividad de la vida.

Es el descubrimiento de la positividad de la vida. Escribe Giussani que la


expresión de san Pablo “Omnis creatura bona” (cada criatura es buena
ndr), es la expresión más revolucionaria que haya sido escrita, la que abre
realmente la revolución en la mirada sobre sí mismo y sobre el mundo.
Obviamente refleja las expresiones del libro del Génesis, “Y (Dios) vio que
era una cosa buena”. “Omnis creatura bona”. En el texto griego se refiere
precisamente a toda la creación.
Esta es para mí la experiencia fundamental que me pone en el camino
justo. En el camino correcto hacia la madurez. Por lo tanto el primer paso
es pedir siempre a Dios esta gracia, la gracia de la mirada de María.
“Magnificat anima mea Dominum” (mi alma proclama la grandeza del Senor
ndr): esta es la mirada de María, la mirada del “vidit esse bonum” (vio que
era una cosa buena ndr), esta es la mirada de “omnis creatura bona”, la
mirada de quien privilegia la positividad. ¿Cómo privilegiar la positividad?
Pedir, pedir ver los signos de esta positividad, los testigos.

Esta experiencia del haber sido querido, amado, del ser querido y amado,
se vuelve una experiencia que tiene que ver con el presente, el pasado y el
futuro de nuestra vida, que se abre e ilumina el presente, el pasado y el
futuro.
En primer lugar se abre sobre el presente: es en este momento cuando Dios
me quiere. No me ha querido y [después] abandonado. Los libros proféticos,
sobre todo Óseas mencionan constantemente esta experiencia de Israel
recogido una vez más, rescatado. También nosotros somos constantemente
recogidos.
“Deposuit potentes et exaltavit humiles” (derriba a los poderosos y exalta a
los humildes ndr) También nosotros somos recogidos por Dios, recogidos de
nuestro barro y constantemente recreados. Como dice el Salmo 50, esto
debería ser el contenido de nuestra oración: “Redde mihi laetitiam salutaris
tui”, dame la alegría de la salvación experimentada en el presente, del ser
acogido.
Esta experiencia del ser criatura querida se proyecta hacia nuestro futuro,
porque es posible esperar sólo partiendo de la experiencia de positividad en
el presente. La esperanza es la fe que se proyecta en el tiempo. Esta
experiencia del ser querido me permite mirar al futuro lleno de abandono a
Dios.
Ciertamente es una experiencia a la cual Israel ha llegado muy tarde en su
historia, casi en el umbral de la encarnación: que el futuro es de Dios y
por lo tanto hay algo más allá de la vida. Porque sólo si hay algo más allá
de la vida puedo esperar en el mañana, porque si no hay nada más allá de
la vida, tampoco el mañana tiene sentido.
Pero esta conciencia que Dios está, más allá del tiempo, me da la certeza de
que Dios está en el tiempo, de que Dios me acompaña: la fidelidad de Dios,
que se manifiesta también en la fidelidad de los hermanos. ¿Recuerdan
aquella expresión de Giussani? Siempre hay rostros o fragmentos de
rostros, personas y momentos de personas que mirar.

Es muy importante sanarse del miedo al futuro, que es el tema dominante


de nuestro tiempo. ¿Por qué el caso de Eluana? Tiempo atrás la gente tenía
miedo a morir, ahora tiene miedo de no lograr morir.
Cuando voy a la clínica Moscati, donde está ingresada mi mamá, que ahora
ya no me reconoce -como es comprensible teniendo ella 94 años- todas las
veces se me pone delante de esta experiencia por la cual le digo a la portera
“Espéreme, que dentro de poco llego yo también”. Somos viejos que cuidan
de otros viejos. Uno pregunta: ¿en qué tengo que crecer? Debo crecer en la
certeza que Dios es fiel también a través aquellos que están a mi lado.
Pero después la positividad del presente de a poco se abre de par en par a
reconquistar el pasado. Y se vuelve la experiencia del aprender a amar a los
propios padres. A amar las circunstancias pasadas de la vida. Nuestros
maestros. Nuestros amigos. Amar también aquellos que nos han
obstaculizado el camino y se nos han opuesto. Los enemigos de los cuales
hablan constantemente los salmos.
Por esto en la expresión de Jesús, “amen a sus enemigos”, se encuentra el
signo más grande de la madurez a la cual él quiere llevar al hombre, [el
signo] de la libertad a la cual quiere llevar al hombre: la posibilidad más
profunda de reconciliación consigo mismo, la reunificación de toda la
existencia está en el amor a los enemigos.
Esta es una primera experiencia: criatura querida. Una segunda
experiencia: criatura llamada. No sólo yo he sido querido, sino que soy
llamado. Es verdad, cada uno es llamado, porque venir al ser significa ser
llamado por Dios de la nada: “Pronuncia tu nombre y existes”.
Sin embargo, nosotros [sacerdotes] somos llamados en un sentido propio,
extraordinario, a través de un evento que no a caso se llama precisamente
“vocación”. Hoy, correctamente, se subraya una conciencia más llena de
esta palabra, la vocación de cada uno. Pero es también justo subrayar el
sentido propio de nuestra vocación, del haber sido llamados a un particular
seguimiento e intimidad con Jesús, es decir con aquel que nos ha llamado.

Por lo tanto nuestro rostro coincide con nuestra vocación, el amor a


nosotros mismos coincide con el amor a nuestra vocación, el amor a Dios
coincide con el amor a nuestra vocación. No me interesa que sea más o
menos de otras vocaciones, lo que me interesa es que es aquella con la cual
Dios me mira. Es mi rostro, es la modalidad con la cual Dios me ha
pensado desde siempre.

Brota aquí una pregunta. ¿Qué lugar tienen mis dolores, mis pecados, mis
límites? ¿Cómo puedo yo mirar a esta vocación como fuente de gratitud y
de resurrección constante si la mirada sobre mí mismo está ofuscada por
los límites, los pecados y los errores? Las observaciones que aquí se pueden
hacer podrían ser muy largas, pero me interesa sencillamente indicar tres
caminos que fueron y son los más útiles para mí.

El primero: aceptar mi límite. Camino importante. Aceptar que Dios me ha


dado estos dones y no otros. Que Dios quiere que yo ocupe este lugar en el
designio del mundo, y no este otro… no este otro y todos los lugares, como
quisiéramos hacer cuando somos chicos (¿Qué quieres hacer cuando
grande? ¡Todo!).
Aceptar el propio límite. Por mucho que me esfuerce, nunca seré como
Fulano [que tiene esta capacidad que yo no tengo]. Tampoco seré muchos
otros. Soy yo mismo. No es posible ocupar todos los lugares, en el reino de
Dios.
Dante dice que en el Paraíso cada beato estará contento de estar en el lugar
en que está y no deseará el de los otros. Entonces un camino fundamental
es de aceptar el propio límite, que es también aceptar el propio don.

Segundo: no reconocer el propio error. Es una de las causas principales de


la falta de amor a sí mismo. No aceptar el límite -la primera causa- y no
reconocer mi propio error. Tenemos que ayudarnos, con la gracia de Dios, a
reconocer nuestros errores. Es un camino importante de la purificación del
amor. Pacificante. Dios no nos ha prometido eximirnos de nuestros errores.
No nos ha eximido de los errores. Por lo tanto, aprender a reconocer los
propios errores es un camino importante de la purificación del amor.

Tercero: expiar los propios pecados. Aceptar mis límites no significa: ¡qué
bello, qué bello, soy pecador! ¡No! Aceptar mis límites quiere decir aceptar
que tengo unos dones y no otros; que también tengo unas imperfecciones,
que cumplo ciertos errores. Entonces un camino fundamental para
purificar el amor hacia sí mismo es aceptar expiar los propios pecados.
Dios nos ayuda en esta expiación a través de las pequeñas y grandes
pruebas que nos manda. Debemos aprender a aceptar las pequeñas y
grandes pruebas que nos manda como participación en la cruz de Jesús y
por lo tanto como experiencia de su resurrección. En la medida en que
nosotros aceptamos las pruebas que Dios nos envía como participación en
su cruz, ya nuestro amor se llena de una luz nueva.

Entonces, el primer camino que he indicado es amarse a sí mismo como


criatura querida. Después amarse a sí mismo como llamado por Dios.
Ahora hago una aclaración. Hay algo que en nosotros nos obstaculiza en
este camino hacia la purificación del amor, hacia la madurez del amor, nos
obstaculiza en este camino en el cual de a poco aprendemos a mirarnos
como Dios nos mira. Y es precisamente la realidad del pecado original y
actual
Son nuestras pasiones, la soberbia, el celo, la vanagloria, la lujuria,
nuestros instintos, que se oponen a esta purificación del amor, que quieren
empujarnos a vivir el amor a sí mismo como egoísmo y no cómo apertura al
infinito.
Del camino que someramente he indicado ven que el amor a sí implica
siempre a los demás; el amor egoísta a sí mismo -en cambio- siempre ve a
los demás sólo como algo del que beneficiarse egoístamente. No sale de sí
mismo.
He aquí en qué sentido Jesús habla del perderse. Quien se pierde se
encuentra. Esta es obra de la gracia de Dios, porque no es un camino que
podemos cumplir solos, no es obra sencillamente de nuestra voluntad de
bien, es un camino que Dios actúa en nosotros. De aquí la importancia de
nuestra petición a Dios, de la eucaristía en nuestra vida, porque en la
eucaristía Dios llena nuestro corazón de su amor y -de a poco, según su
medida, muy a menudo lentamente y por esto la paciencia es una virtud
fundamental de nuestra vida- nos purifica de nuestra ira, de nuestra
lujuria, de nuestra soberbia, de nuestra vanagloria, de nuestra avaricia.

El segundo capítulo que voy a tratar es la madurez del amor. Es una


apertura del amarse a sí mismo -primero- y en segundo lugar es un
descubrimiento de la positividad del tú. Entonces la madurez del amor
conlleva la madurez del amor a sí mismo, la apertura del amor egoísta al
amor altruista y la apertura [el cambio] de la consideración del otro de
enemigo a amigo. El otro es como yo criatura de Dios. Todo lo que ha sido
creado es signo de Dios para mi camino hacia él.

En un libro que he vuelto a leer, Rousselot, retomando a santo Tomás,


afirma que cualquier nivel del ser aspira a Dios. También la piedra. El otro
es siempre signo de Dios para mi camino hacia Dios. Siempre. Entonces
delante del otro, que me ha sido puesto al lado, me pregunto: ¿Qué querrá
decirme Dios a través de él? (He aquí la idea de prójimo que tiene Jesús: el
prójimo es aquel que me ha sido puesto al lado, más cerca que otros, con
una significatividad particular en mi camino hacia Dios).
Quiero subrayar dos experiencias que para mí son fundamentales. La
experiencia de la corrección y la experiencia del perdón, en la relación con
el otro y de manera particular con el prójimo.

La experiencia de la corrección. La corrección ciertamente es un arte,


porque la corrección verdadera nace siempre de la caridad. En efecto, existe
una corrección que nace de la ira, que nace del celo, que nace de una
infinidad de raíces impuras, entonces esta corrección es mejor frenarla,
aplazarla, purificarla.
La corrección que nace de una raíz pura necesita conocer el tiempo del
otro. La corrección es posible y es fecunda cuando se da un crédito a priori
[una estima previa].Si yo sé que tú quieres mi bien, no tengo miedo de tu
corrección. Quizás en un primer momento me hará sangrar, pero de a poco
reconoceré su fecundidad.
Por lo tanto, siempre es importante en la relación con nuestro prójimo que
el otro perciba este prejuicio positivo sobre él, que es el eco [el reflejo] del
prejuicio positivo de Dios sobre toda criatura. Es la invitación de Jesús a
no juzgar, que obviamente no es la invitación a no tener juicios, sino a no
encerrar el otro en un juicio, a no enjaularlo en un juicio, a -utilizando una
expresión de Montale- no encerrar el otro en algo que lo escuadre [mida -
encierre] por todos lados. “No me digas la palabra que escuadre por cada
lado el espíritu nuestro informe”. Entonces la corrección se vuelve
realmente el ángel de Dios. Quien me corrige se vuelve el ángel de Dios.

En segundo lugar, el perdón. Alguien de ustedes escribió: “El perdón es la


experiencia de una muerte voluntaria, que educa y recrea la posición
verdadera del amor como don de sí”. Perdonar es posible sólo si reconozco
que Dios existe, es decir que existe una medida más grande que la mía, que
yo no soy quien lo ha entendido todo del otro.

De esta manera, a través de este camino - la corrección dada y recibida, el


perdón dado y recibido - aprendemos constantemente a purificar nuestra
relación con el otro de la morbosidad y de la falta de vinculos que “sepulta”
[mata] la relacion. La morbosidad y la falta de vinculos sepultan en la
mentira la relacion con el otro. La morbosidad, es decir una relacion
posesiva con el otro, llena de pretensiones, que en el fondo quisiera que el
otro fuera como yo (es el contrario de lo que dice Jesus). O en cambio la
ausencia de vínculos, la distancia llena de gana que el otro no exista; la
falta de interes por el otro; el cansancio por la diversidad del otro, por el
hecho que no es como yo. La morbosidad y la ausencia de vínculos.
Morbosidad y cinismo son las dos caras de la misma moneda que sepultan
en la mentira la relación con el otro.

Amar al otro finalmente quiere decir anunciar la salvación a quien está


lejano. Éste es un aspecto importante de nuestra identidad de persona.
Anunciar que Dios se ha hecho hombre y ha venido también para quien es
distinto de mí, para quien no comprendo. He aquí la necesidad de entrar en
las lenguas de los pueblos a los que somos enviados, entrar en su historia,
en su cultura. También esto es amar: descubrir lo que otro me puede
enseñar.
Acoger lo que en el otro exalta mi encuentro con Cristo, lo que me ayuda a
caminar hacia Cristo. Conocer su camino hacia Cristo, hacia la verdad, y
acoger lo que en él exalta mi caminar hacia Cristo, ayudarlo desde dentro
de su camino a reconocer lo que lo aleja de Dios.
Son los aspectos más profundos del amor al otro: otro como signo de Dios
en mi vida, otro como horizonte último hacia el cual Dios me envía.

He querido contarles la experiencia que he ido haciendo en estos años de


camino nunca concluido, siempre abierto y que ofrezco también a ustedes
como ayuda a su camino de seguimiento de Jesús, como ayuda a crecer -
como nos ha dicho en evangelio de san Lucas- delante de Dios y delante de
los hombres.

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