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Universidad de Guadalajara.
Arq. Everardo Camacho Iñiguez.
Consultor.
La anestética de la arquitectura.
Resumen del libro de Neil Leach.
“En todas partes se piensa que la información produce una circulación acelerada de
significado, una plusvalía de significado homóloga a la económica que resulta del
movimiento acelerado del capital. “Pero de hecho ocurre lo contrario. Es precisamente el
exceso de información lo que niega el significado: “La información devora su propio
contenido. Devora la comunicación y el intercambio social”. Baudrillard atribuye esta
situación paradójica en apariencia, a dos factores. Primero, la información, más que generar
significado “se agota a si misma en el proceso de comunicación, por lo tanto el significado se
agota a su vez a si mismo en su propio desarrollo. Segundo, la presión que ejerce la
información persigue una desestructuración irresistible de lo social, así la información
disuelve el significado y disuelve lo social en una especie de estado nebuloso que conduce
no al excedente de innovación sino por el contrario a la entropía total.
En términos del propio Baudrillard nuestra condición cultural, está dominada por la
simulación y la hiperrealidad. La imagen en si misma se ha convertido en una nueva
realidad, o hiperrealidad, un mundo virtual que flota sobre el mundo real. Es un mundo que
ha perdido ya el contacto con sus referentes en el mundo real.
En un mundo donde lo imaginario pasa a ser real ya no hay un lugar para lo real. Es
el crimen perfecto del signo XX, la realidad misma ha sido robada, en ningún lugar ha sido
más obvio que en Disneylandia, el arquetípico centro de los sueños de la sociedad de
consumo, Disneylandia es un reino de la apariencia que contrasta con el mundo real del
exterior y su mayor éxito es hacernos creer que es pura apariencia, de ese modo
Disneylandia otorga autoridad al mundo exterior, un mundo imaginario que hace de muleta
del verdadero, un reino de la apariencia que nos hace creer que el mundo exterior es real,
sin embargo es aquí donde reside el mayor de los engaños porque el mundo exterior ya no
es real sino hiperreal, y Disneylandia es precisamente parte de ese mundo exterior hiperreal,
es la propia réplica de los valores de América, y si la población acepta el mito de lo falaz es
simplemente porque quiere aceptarlo.
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En lugar de juicio estético, lo que encontramos es una fascinación obscena por el exceso.
La política de la estetización.
La estetización de la arquitectura.
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Esto es todavía más claro en el discurso que rodea a movimientos tales como el
brutalismo, cuando el contraste entre una profesión que mira siempre a través de las lentes
de la estética y las visiones del público se hacen más obvias. Lo que para el público es un
entorno carente de sensibilidad es presentado como una pieza de arquitectura de gran
sensibilidad. Es irónico que Alison y Peter Smithson, los más importantes comentaristas del
brutalismo que pretendían celebrar una arquitectura sin retórica, recurran con frecuencia a la
retórica en el lenguaje para poder explicar sus proyectos. Sólo adoptando un lenguaje
fuertemente estetizado para el comentario arquitectónico, pueden salir airosos en disfrazar
por otra parte su severa e intransigente arquitectura.
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La estetización de la arquitectura.
A finales del siglo XX sin embargo podríamos quizás reevaluar la anterior conclusión
en medio de la saturación de imágenes de nuestra sociedad mediática actual. En una era en
la cual todo ha sido transportado al ámbito de la estética, la propia política ha sido estetizada
en todo su espectro, de izquierda a derecha. Por lo que podríamos reconocer que mientras
este proceso puede terminar en la guerra, también puede conducir a una disolución, a una
reducción de lo político al nivel de la imagen. En este caso, la guerra puede ser reducida a la
mera imagen.
Bernard Tschumi, observa cómo este problema se extiende hasta el mismo corazón
de la arquitectura.
“Una forma general de estetización ha tenido lugar, perpetrada por los medios de
comunicación. Del mismo modo que el bombardeo Stealth se estetiza al televisarse sobre
una puesta de sol de Arabia Saudí, o que el sexo se estetiza en la publicidad, así sucede en
toda la cultura actual, y eso incluye por supuesto a la arquitectura, que se estetiza, se
fotocopia. Más aún, la presentación simultánea de las imágenes conduce a la reducción de
la historia a imágenes simultaneas: no sólo las de la guerra del Golfo intercaladas con
partidos de baloncesto y anuncios publicitarios, sino también las de nuestras revistas de
arquitectura y, en última instancia, las de nuestras ciudades.”
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El espíritu de los futuristas es retomado por Lebbeus Woods, que en su libro War
and Architecture encuentra claramente en la guerra y la destrucción de Sarajevo una
experiencia estética profunda. “La guerra es arquitectura y ¡la arquitectura es la guerra!”
proclama Woods. Lo que es realmente alarmante en esta ecuación no es el intento de ver a
la arquitectura como una guerra, puesto que de alguna forma el proceso constructivo
presupone la destrucción de lo que haya pertenecido previamente al sitio y en eso es válida
la comparación, sino la tendencia a ver la guerra como una forma de arquitectura. La
destrucción de la ciudad de Sarajevo proporciona el ímpetu estético para nuevas formas de
arquitectura como la “inyección”, la “costra”, y la “cicatriz”, términos que pertenecen al
discurso de cuerpos mutilados. Estas formas aceptan la condición ruinosa de los edificios y
la incorporan a su propia estética.
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Woods concluye su trabajo con la propuesta de enfatizar las “heridas” que la guerra
ha dejado en los edificios como un recordatorio para las futuras generaciones y que esto
sirva para que la guerra no se repita, y propone espacios libres los cuales según él son
propiciadores de la libertad y las prácticas democráticas. Pero esto es sólo una actitud
ingenua puesto que la forma arquitectónica por sí misma, como lo demuestra Foucault en su
panópticon, no puede determinar ninguna política de uso específica, todo lo que la
arquitectura puede hacer es ofrecer espacios que como máximo, puedan invitar a ciertas
prácticas espaciales.
El sociólogo y filósofo alemán Georg Simmel fue rápido en asociar las nuevas pautas
de comportamiento consciente con el ambiente de la modernidad. En su ensayo The
Metrópolis and Mental Life (1903) Simmel nos proporciona una de las visiones más
perspicaces de la vida de un individuo metropolitano moderno. “Los cimientos psicológicos
sobre los que está constituido el individuo metropolitano, son la intensificación de la vida
emocional debida al movimiento rápido y continuo de estímulos exteriores e interiores”. Al
contrario de aquellos que vivían en pueblos y campos, donde la vida se caracteriza por un
más lento, rutinario y suave fluir de los ritmos, el individuo metropolitano tiene que acomodar
el bombardeo veloz de estímulos dentro de la ciudad, donde incluso cruzar la calle activa los
nervios. La asimilación de impulsos fragmentarios e irregulares de la vida ciudadana tiene un
efecto muy marcado en el perfil psicológico del individuo metropolitano. Mientras que los
esquemas regulares y familiares de la vida rural requieren de un mínimo de esfuerzo mental
para asimilarse, la rápida condensación de imágenes cambiantes de la ciudad, las
diferencias pronunciadas dentro de lo que pueda apreciarse de un solo golpe de vista y la
violencia inesperada de los estímulos, requieren un mayor consumo de energía mental. En
conclusión, la vida del campo puede ser asimilada a un nivel más consciente de sentimientos
y relaciones emocionales, y la vida metropolitana se asimila mejor a un nivel más abstracto e
intelectual.
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“Igual que una vida sensual no moderada la hace a uno blasé porque estimula los
nervios hasta su reacción más intensa hasta que finalmente no puede producir reacción
alguna, así mismo estímulos menos perjudiciales, a través de la rapidez y la
contradictoriedad de sus cambios, fuerzan a los nervios a ofrecer una respuesta tan violenta
y los agitan tan brutalmente, que agotan sus últimas reservas de energía y, permaneciendo
en el mismo campo, no dejan tiempo para que se formen nuevos nervios”.
La actitud blasé es pues una actitud protectora del individuo ante la sobre-
estimulación, es una forma de adaptación a un exceso de contenido en el que los nervios
renuncian a dar respuesta.
Charles Baudelaire, que había experimentado él mismo con diversos tipos de drogas,
concibe la vida en la metrópolis como un trance de naturaleza narcótica, como una vida
envuelta en una dimensión mítica. Para Baudelaire como observa Benjamín, la metrópolis
era el lugar hipnótico de la embriaguez religiosa.
La narcosis de la ciudad.
Para los surrealistas, que experimentaban con drogas y alcohol para fomentar su
imaginación, la propia cacofonía de la ciudad, los impulsos fragmentarios y caleidoscópicos
de la metrópolis moderna les suministraba una fuente continua de embriaguez y
estimulación. Lo lograban por medio de la elevación de sus conciencias estéticas y jugando
deliberadamente con el fenómeno que había observado Simmel, esta receptividad a la
estimulación sensorial de la ciudad inducía a una forma de trance narcótico que les permitía
“rendirse a tales atractivos, vagar por la metrópolis encantadora en busca de deseo y de
distracción.
“Moverse a través del tránsito significa para el individuo una serie de shocks y de
colisiones. En los puntos de cruce peligrosos, lo recorren en rápida sucesión, contracciones
iguales a los golpes de una batería...”
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Para Benjamin el cometido de todo individuo responsable sería el de ver a través del
mito, desmitificar al mundo. Aquí es donde el surrealismo puede contener algún potencial
revolucionario.
El shock de lo moderno.
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Según Freud:
“Para el organismo viviente la defensa contra estímulos es una tarea casi más importante
que la recepción de éstos: el organismo se halla dotado de una cantidad propia de energía y
debe tender, sobre todo, a proteger las formas particulares de energía que la constituyen
respecto al influjo nivelador, y por tanto destructivo, de las energías demasiado grandes que
obran en el exterior.”
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Este proceso genera su propia cápsula sensorial, como una matriz, alrededor del
individuo, una membrana semi-impermeable qua asegura un estado de gratificación
constante al filtrar todo aquello que resulta indeseable. Estetizar por tanto quiere decir
hundirse dichosamente en un estupor embriagador que tiene por función servir al individuo
como una especie de colchón para los estímulos del mundo exterior.
La arquitectura de la pasarela.
El artista y crítico francés Guy Debord señaló cómo durante los años sesenta la
imagen había desplazado a la realidad. Mientras que Baudrillard extiende esta teoría hasta
nuestros días, afirmando que hemos entrado en la cultura de la simulación completa. Debord
capturó con increíble lucidez los inicios de este proceso en su libro La societé du spectacle,
publicado en 1957. En realidad, es tan dominante el papel de la imagen en la sociedad
contemporánea que la sociedad misma se ha convertido en espectáculo.
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Al mismo tiempo que los polémicos trabajos situacionistas aparecieron otros gestos
artísticos de alguna manera comprometidos con los valores capitalistas. Ninguna tan obvia
como algunas de las teorías supuestamente radicales promovidas en los círculos
arquitectónicos de ese periodo.
La estética de la revolución.
Aprendiendo de las Vegas se ve, a menudo, como una crítica influyente de los
valores arquitectónicos heredados. Se ha argumentado cuestiona los propios fundamentos
de la composición arquitectónica. El mensaje está bastante claro. Los arquitectos no
deberían ya nunca más adscribirse acríticamente a las teorías abstractas y académicas de la
composición. En su lugar, deberían aprender de la Main Street.
Deberíamos ser cautos con los teóricos de arquitectura que defienden que su trabajo
es revolucionario. Tales exigencias aparecen a nivel meramente estético, no sólo
apropiándose del lenguaje del orden político, sino también estetizándolo. Este problema se
extiende también a la imagen “radical” que a muchos arquitectos les gusta proyectar. Mas
que ser radicales en sentido estricto, los arquitectos son cómplices en la mayor parte de los
casos, del funcionamiento del status quo económico y político. Cualquier declaración de
independencia profesional debería tratarse con suspicacia.
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Estas son las lecciones de las Vegas, el alto capitalismo de la sociedad del
espectáculo, donde los carteles sexistas saludan al visitante y falsos centuriones hacen
guardia frente a un palacio del César igualmente falso. Es un mundo plano y sin profundidad
en el que la ironía domina sobre el contenido, el pastiche sobre la sensibilidad histórica. No
es coincidencia que Venturi, Scott Brown e Izenour celebren Las Vegas, la ciudad de la
publicidad, la ciudad como publicidad. Su tratamiento acrítico de Las Vegas reproduce
exactamente la eliminación del significado en la propia publicidad. Las Vegas, la última
ciudad, no de la arquitectura, sino del signo mercantilizado, el triunfo vacío y seductor de lo
superficial. Es precisamente esta conmemoración de la superficie, como apunta Baudrillard,
el resplandor dela publicidad sin profundidad, lo que borra la arquitectura de las Vegas y
constituye tal forma embriagadora de seducción.
“Cuando uno ve, al anochecer, Las Vegas emerger del desierto bajo el resplandor de
los anuncios, y vuelve al desierto cuando rompe el alba, uno se da cuenta de que los
anuncios no son lo que da brillo o decora los muros; es lo que borra los muros, las calles, las
fachadas y toda la arquitectura, borra todo soporte y toda profundidad; y que esta
eliminación, esta reabsorción de todo en la superficie...es lo que nos asume en la euforia
estupefaciente e hiperreal que no cambiaríamos por nada del mundo, y que es una forma de
seducción vacía e ineludible”.
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El propio Baudrillard reconoce en Las Vegas una cierta versión de la seducción que
describe como “la vacía e ineludible forma de seducción”. Podemos asegurar que el principio
que rige a la “arquitectura de la persuasión” es precisamente la versión última y degradada,
una versión de la seducción que revela la obscenidad sin sombras del presente.
A este respecto el juego de Las Vegas actúa como un espejo de este fenómeno. Si el
estado final de la seducción adquiere una forma mecanizada y carente de contenido, esto
mismo se refleja en el juego, que Benjamín compara con la experiencia del trabajador en la
fábrica. La mecanización de la máquina del juego reproduce exactamente la mecanización
de la máquina fabril, mientras que el trabajo del empleado es a su vez el homólogo del
trabajo del jugador.
La arquitectura de la seducción.
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Se podría argüir que esta condición se extiende a todas las formas discursivas,
críticas o de otro tipo. La estetización del mundo ha sido tan virulenta que la única estrategia
remanente es la de la seducción, el juego vacío y persuasivo de las apariencias y la
fascinación se adelantan. La filosofía no escapa a esta situación. De hecho podríamos volver
a los propios comentarios de Debord sobre el modo en que la filosofía se implica con la
sociedad del espectáculo. Para Debord, el espectáculo se aprovecha de todas las
“debilidades” de la filosofía occidental. En este sentido, el privilegio de la vista como el modo
de percepción primario y el dominio de la racionalidad cartesiana que ha crecido a partir de
esta situación, alimentan el propio espectáculo; se convierte en el medio a través del cual
este opera: “el espectáculo no tiene en cuenta la filosofía”, observa Debord, sino que filosofa
la realidad. La vida concreta de cada uno se ha degradado a un universo especulador.
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