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Semiótica de la Arquitectura. CUAAD.

Universidad de Guadalajara.
Arq. Everardo Camacho Iñiguez.
Consultor.

La anestética de la arquitectura.
Resumen del libro de Neil Leach.

Nuestra condición actual se ha descrito en términos de un “éxtasis de la


comunicación”. La oficina y el hogar modernos se ven inundados con reproducciones de
imágenes y con información: noticias cada hora, en punto; avances de películas, clonadas en
vídeo y alimentadas a goteo a través de la televisión por cable. Es una cultura de la copia,
una sociedad de la saturación: la segunda inundación. El mundo ha sido “fotocopiado” hasta
el infinito.

Generalmente se asume que esta inundación de imágenes lleva a una “sociedad de


la información”, que facilita un alto grado de comunicación. Sin embargo, de acuerdo con
algunos comentaristas, este “éxtasis de la comunicación” tiene precisamente el efecto
contrario; como lo ha afirmado el teórico francés Jean Baudrillard: “Vivimos en un mundo
donde existe cada vez más información, y cada vez menos significado”.

“En todas partes se piensa que la información produce una circulación acelerada de
significado, una plusvalía de significado homóloga a la económica que resulta del
movimiento acelerado del capital. “Pero de hecho ocurre lo contrario. Es precisamente el
exceso de información lo que niega el significado: “La información devora su propio
contenido. Devora la comunicación y el intercambio social”. Baudrillard atribuye esta
situación paradójica en apariencia, a dos factores. Primero, la información, más que generar
significado “se agota a si misma en el proceso de comunicación, por lo tanto el significado se
agota a su vez a si mismo en su propio desarrollo. Segundo, la presión que ejerce la
información persigue una desestructuración irresistible de lo social, así la información
disuelve el significado y disuelve lo social en una especie de estado nebuloso que conduce
no al excedente de innovación sino por el contrario a la entropía total.

En términos del propio Baudrillard nuestra condición cultural, está dominada por la
simulación y la hiperrealidad. La imagen en si misma se ha convertido en una nueva
realidad, o hiperrealidad, un mundo virtual que flota sobre el mundo real. Es un mundo que
ha perdido ya el contacto con sus referentes en el mundo real.

En un mundo donde lo imaginario pasa a ser real ya no hay un lugar para lo real. Es
el crimen perfecto del signo XX, la realidad misma ha sido robada, en ningún lugar ha sido
más obvio que en Disneylandia, el arquetípico centro de los sueños de la sociedad de
consumo, Disneylandia es un reino de la apariencia que contrasta con el mundo real del
exterior y su mayor éxito es hacernos creer que es pura apariencia, de ese modo
Disneylandia otorga autoridad al mundo exterior, un mundo imaginario que hace de muleta
del verdadero, un reino de la apariencia que nos hace creer que el mundo exterior es real,
sin embargo es aquí donde reside el mayor de los engaños porque el mundo exterior ya no
es real sino hiperreal, y Disneylandia es precisamente parte de ese mundo exterior hiperreal,
es la propia réplica de los valores de América, y si la población acepta el mito de lo falaz es
simplemente porque quiere aceptarlo.

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La estetización del mundo.

En la resbaladiza pendiente de la cultura de la simulación la función de la imagen


pasa de reflejar la realidad a enmascararla y pervertirla, una vez que se ha eliminado la
realidad misma, todo aquello con lo que nos quedamos es sólo un mundo de imágenes, de
hiperrealidad y de simulacro puro, el desprendimiento de esas imágenes de su compleja
situación cultural inicial las descontextualiza. Son fetichizadas y juzgadas a partir de su
apariencia superficial a expensas de cualquier lectura más profunda.

Todo lo que existe es imagen.

En la cultura de la imagen y la simulación donde la imagen se ha convertido en una


nueva realidad, el ámbito que gobierna la imagen, la estética, ha pasado a dominar otros
ámbitos, todo se estetiza a si mismo, la política se estetiza a si misma en el espectáculo, el
sexo en publicidad y pornografía y a cualquier gama de actividades puede llamársele cultura,
que es algo totalmente diferente del arte, esta cultura es un proceso semiológico publicitario
y de comunicación que lo invade todo.

La propia liberación de la noción de obra de arte ha conducido al abandono de


cualquier regla fundamental para la misma y si no existe ninguna referencia con la qué medir
la obra de arte, no puede existir igualmente ninguna medida por la cual apreciarla.

En lugar de juicio estético, lo que encontramos es una fascinación obscena por el exceso.

La política de la estetización.

Lo que es crucial es el trasfondo social de la obra de arte, cuando se aparta de su contexto,


la forma artística pura debería exponerse como lo que es, la forma, como apunta Jameson,
carecería de toda eficacia política y alegórica, una vez extirpada de los movimientos sociales
y culturales que le confieren su fuerza. Esto es que el arte sirve meramente como vehículo
para un trasfondo social determinado. Cuando a una obra de arte se le abstrae de su
contexto original y se le trata de una forma diferente cambia su significado.

De la misma forma un objeto podrá adquirir un significado diferente cuando se le


trate como una obra de arte.

La estetización de la arquitectura.

Los arquitectos se vinculan con el proceso de estetización necesariamente por su


profesión, la convención dicta que los arquitectos deberían ver el mundo en los términos de
la representación visual, el mundo del arquitecto es el mundo de la imagen, las
consecuencias de todo esto son notables, este privilegio de la imagen ha llevado a un
empobrecimiento en el entendimiento del ambiente construido, convirtiendo el espacio social
en un fetiche abstracto, el espacio de la experiencia vital a sido reducido a un sistema
codificado de significación y con el creciente énfasis en la percepción visual se ha producido
la correspondiente reducción de otras formas de percepción sensitiva, la imagen mata, como
señala Henry Lefebvre, y no da cuenta de la riqueza de la experiencia vital.

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Cuando los arquitectos reivindican que su trabajo es antiestético, cuando lo hacen


bajo parámetros utilitarios, en los que el arte no juega ningún papel es cuando el riesgo de
estetización es más agudo. El discurso del funcionalismo nos proporciona un ejemplo obvio,
Cuando un elemento tan antifuncional como la cubierta plana se incluye en un repertorio de
gestos que vienen registrados bajo la definición de funcionalismo, la propia funcionalidad del
funcionalismo queda en entredicho. La negación completa del estilo se convierte en un estilo.

Es más, la tendencia a privilegiar la imagen puede servir para distanciar a los


arquitectos de los usuarios de los edificios, en tanto que los arquitectos pueden adoptar una
apariencia estetizada alejada de las preocupaciones de los usuarios. Esto por si mismo
podría explicar el fracaso de muchos arquitectos modernos cuyos proyectos nunca fueron
aceptados por el público para el que estaban destinados.

Esto es todavía más claro en el discurso que rodea a movimientos tales como el
brutalismo, cuando el contraste entre una profesión que mira siempre a través de las lentes
de la estética y las visiones del público se hacen más obvias. Lo que para el público es un
entorno carente de sensibilidad es presentado como una pieza de arquitectura de gran
sensibilidad. Es irónico que Alison y Peter Smithson, los más importantes comentaristas del
brutalismo que pretendían celebrar una arquitectura sin retórica, recurran con frecuencia a la
retórica en el lenguaje para poder explicar sus proyectos. Sólo adoptando un lenguaje
fuertemente estetizado para el comentario arquitectónico, pueden salir airosos en disfrazar
por otra parte su severa e intransigente arquitectura.

El arquitecto como fascista.

Quizá fue Nietzsche el primero en articular completamente la estetización del mundo


moderno, donde la “verdad” no era sino una función del intelecto y la “realidad”, una mera
apariencia. Y es también en Nietzsche en donde encontramos los cimientos filosóficos de
una condición en la que la estetización lleva al cabo su potencial más amenazador. El
principio de la estetización fue explotado de la forma más cínica siguiendo el concepto de
Nietzsche de la “voluntad del poder”. Éste fue el caso de la apropiación del proyecto
nietzschiano por parte de los nazis como una base filosófica del concepto de raza superior.
En un mundo donde la verdad no es más que una ilusión, la propia verdad puede ser
conformada y deformada para validar la mitología de la historia. Una vez enajenado el
proceso de estetización hacia la voluntad del poder, la consecuencia lógica es la guerra y
otras formas de destrucción donde, como observa Ansgar Hillach, se hace realidad por
completo la estetización de la política.

Lo que las aceptaciones militar y estética de la política tienen en común con


Nietzsche es esto: el nivel formal históricamente más elevado y estricto...es llamado a
dominar como una fuerza sobre la naturaleza bárbara en una afirmación plena de nihilismo
con el fin de provocar el máximo poder vital y hacer que destaque el superhombre. La
imagen del superhombre vista provisionalmente como mitos, determina el curso de la acción
cuya expresión más elevada es la guerra.

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En el contexto del ensayo de Walter Benjamín se puede ver cómo la preponderancia


de la imagen no es por sí misma inocente. Para Benjamín, existe una corrupción en potencia
en el proceso de estetización. No se trata simplemente de que la estética pueda disfrazar
una tendencia política desagradable y transformarla en un espectáculo embriagador. Más
bien con la estetización se produce un desplazamiento social y político en el que las
preocupaciones éticas son reemplazadas por preocupaciones estéticas. Por lo tanto las
acciones políticas no son juzgadas desde su condición ética intrínseca, sino según el
atractivo de su apariencia externa.

Los nazis fueron suficientemente conscientes de esta situación y supieron explotarla,


recordemos al arquitecto y ministro de defensa Albert Speer, quien cosechó un éxito
impresionante con el espectacular mitin que concibió en 1934 en la pista de Zeppelines de
Nürenberg, Speer convirtió un mitin político en una obra de arte. Involucrando al público para
que fueran una pieza más del espectáculo Speer ejecutó su famosa catedral de la luz
disponiendo de una batería de 130 focos antiaéreos a intervalos de 13 metros alrededor del
límite de la pista y dirigiéndolos hacia el cielo, los haces de luz de los proyectores semejaban
gigantescas columnas de luz. Es en lo sublime donde el arte empieza a aliarse con la fuerza
y la guerra.

La estetización de la arquitectura.

A finales del siglo XX sin embargo podríamos quizás reevaluar la anterior conclusión
en medio de la saturación de imágenes de nuestra sociedad mediática actual. En una era en
la cual todo ha sido transportado al ámbito de la estética, la propia política ha sido estetizada
en todo su espectro, de izquierda a derecha. Por lo que podríamos reconocer que mientras
este proceso puede terminar en la guerra, también puede conducir a una disolución, a una
reducción de lo político al nivel de la imagen. En este caso, la guerra puede ser reducida a la
mera imagen.

Bernard Tschumi, observa cómo este problema se extiende hasta el mismo corazón
de la arquitectura.

“Una forma general de estetización ha tenido lugar, perpetrada por los medios de
comunicación. Del mismo modo que el bombardeo Stealth se estetiza al televisarse sobre
una puesta de sol de Arabia Saudí, o que el sexo se estetiza en la publicidad, así sucede en
toda la cultura actual, y eso incluye por supuesto a la arquitectura, que se estetiza, se
fotocopia. Más aún, la presentación simultánea de las imágenes conduce a la reducción de
la historia a imágenes simultaneas: no sólo las de la guerra del Golfo intercaladas con
partidos de baloncesto y anuncios publicitarios, sino también las de nuestras revistas de
arquitectura y, en última instancia, las de nuestras ciudades.”

Las consecuencias de todo esto son considerables, indudablemente el proceso de


estetización asegura que la Guerra del Golfo se trate de la misma forma que un partido de
baloncesto.

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No solamente es el hecho de que la alta tecnología y los sistemas electrónicos


altamente sofisticados empleados en la guerra hagan que esta no se experimente como una
guerra real, sino que la simulación de los acontecimientos actuales a través de los medios de
comunicación conspira para hacer de esto una guerra virtual. En una cultura de la
simulación, un mundo de televisión, de palomitas de microondas y videos domésticos,
hemos perdido nuestra capacidad para comprender la guerra.

La guerra se consume como si fuera una película de terror o de acción.

En el ámbito de la arquitectura el tema más espinoso no es cómo la arquitectura


podría ser apropiada y explotada por regímenes políticos fascistas, sino como la cultura
arquitectónica (en la que la imagen juega un papel fundamental) puede contener en sí misma
impulsos fascistas., aquí el fascismo debe ser entendido no en su sentido histórico sino en
su sentido genérico del uso o abuso de cualquier forma de poder, sea por parte de la
izquierda o de la derecha.

Los temas de arquitectura con importantes ramificaciones sociales y políticas son


tratados muy a menudo sólo en términos estéticos. En este sentido se ofrece un paralelo
entre la insensibilidad de un dictador forzando a una carretera a pasar por un barrio
densamente poblado, con la insensibilidad de un arquitecto que se embarca en un juego de
poder a través del uso indirecto de las maquetas. Esta diferencia de escala entre el
arquitecto y sus maquetas le permite asumir una actitud de autoridad vis-á-vis, como si fuera
Gulliver frente al emplazamiento real de sus proyectos. Distritos enteros pueden ser
eliminados por el corte del escalpelo en un ejercicio que a menudo opera a un nivel
estético. Uno puede suponer en consecuencia que no es simplemente que dentro de cada
dictador fascista hay un arquitecto, sino también que dentro de cada arquitecto hay un
fascista en potencia.

No es sólo la mediación de la pantalla del ordenador y el adoctrinamiento de la


ideología del proyecto lo que han distanciado frecuentemente a los arquitectos de la vida
cotidiana, sino que toda la estetización del discurso arquitectónico los ha anestetizado, los ha
dejado atrapados en sus cápsulas estéticas, hasta el punto incluso en que la destrucción
podría ser tratada desde el punto de vista de la estética.

El espíritu de los futuristas es retomado por Lebbeus Woods, que en su libro War
and Architecture encuentra claramente en la guerra y la destrucción de Sarajevo una
experiencia estética profunda. “La guerra es arquitectura y ¡la arquitectura es la guerra!”
proclama Woods. Lo que es realmente alarmante en esta ecuación no es el intento de ver a
la arquitectura como una guerra, puesto que de alguna forma el proceso constructivo
presupone la destrucción de lo que haya pertenecido previamente al sitio y en eso es válida
la comparación, sino la tendencia a ver la guerra como una forma de arquitectura. La
destrucción de la ciudad de Sarajevo proporciona el ímpetu estético para nuevas formas de
arquitectura como la “inyección”, la “costra”, y la “cicatriz”, términos que pertenecen al
discurso de cuerpos mutilados. Estas formas aceptan la condición ruinosa de los edificios y
la incorporan a su propia estética.

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La inyección es una estructura inyectada dentro de los espacios vacíos de la


destrucción, la estructura no encaja perfectamente sino que deja un espacio entre lo nuevo y
lo viejo. La costra es una nueva construcción que protege el espacio o vacío interior durante
las sucesivas transformaciones. La cicatriz es, sin embargo, un nivel más profundo de
construcción que funde lo nuevo y lo viejo, reconciliándolos, fusionándolos sin comprometer
ninguno de ellos en el nombre de una unidad contextual o de cualquier otro tipo.

Woods concluye su trabajo con la propuesta de enfatizar las “heridas” que la guerra
ha dejado en los edificios como un recordatorio para las futuras generaciones y que esto
sirva para que la guerra no se repita, y propone espacios libres los cuales según él son
propiciadores de la libertad y las prácticas democráticas. Pero esto es sólo una actitud
ingenua puesto que la forma arquitectónica por sí misma, como lo demuestra Foucault en su
panópticon, no puede determinar ninguna política de uso específica, todo lo que la
arquitectura puede hacer es ofrecer espacios que como máximo, puedan invitar a ciertas
prácticas espaciales.

El panópticon consiste en una estructura de varios pisos y de celdas organizadas


radialmente en torno a una torre de control central. Más tarde incorpora persianas y otros
artilugios para asegurar que los prisioneros en las celdas no puedan verificar si están siendo
observados o no por los guardias, la forma arquitectónica facilita la función de monitoreo, y
asegura el sometimiento y subjetivización de los internos. En una entrevista posterior
Foucault retoma el tema del panópticon: “Espacio, conocimiento, poder”. Donde hace
hincapié en que la forma arquitectónica en sí misma no puede actuar como forma de
liberación ni de control. “Pienso que nunca puede ser inherente a la estructura de las cosas
la garantía del ejercicio de la libertad. La garantía de la libertad es libertad.” Todo lo que la
forma arquitectónica puede conseguir es entorpecer o impedir ciertas políticas de uso.

El sociólogo y filósofo alemán Georg Simmel fue rápido en asociar las nuevas pautas
de comportamiento consciente con el ambiente de la modernidad. En su ensayo The
Metrópolis and Mental Life (1903) Simmel nos proporciona una de las visiones más
perspicaces de la vida de un individuo metropolitano moderno. “Los cimientos psicológicos
sobre los que está constituido el individuo metropolitano, son la intensificación de la vida
emocional debida al movimiento rápido y continuo de estímulos exteriores e interiores”. Al
contrario de aquellos que vivían en pueblos y campos, donde la vida se caracteriza por un
más lento, rutinario y suave fluir de los ritmos, el individuo metropolitano tiene que acomodar
el bombardeo veloz de estímulos dentro de la ciudad, donde incluso cruzar la calle activa los
nervios. La asimilación de impulsos fragmentarios e irregulares de la vida ciudadana tiene un
efecto muy marcado en el perfil psicológico del individuo metropolitano. Mientras que los
esquemas regulares y familiares de la vida rural requieren de un mínimo de esfuerzo mental
para asimilarse, la rápida condensación de imágenes cambiantes de la ciudad, las
diferencias pronunciadas dentro de lo que pueda apreciarse de un solo golpe de vista y la
violencia inesperada de los estímulos, requieren un mayor consumo de energía mental. En
conclusión, la vida del campo puede ser asimilada a un nivel más consciente de sentimientos
y relaciones emocionales, y la vida metropolitana se asimila mejor a un nivel más abstracto e
intelectual.

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En consecuencia, Simmel presenta un modelo de individuo moderno metropolitano


como un tipo cuyos esquemas de comportamiento intelectualizados y antiemotivos dentro de
la metrópolis capitalista coincide con el movimiento del propio capitalismo. El individuo
metropolitano ha desarrollado una forma abstracta y desinteresada del movimiento que
recuerda el movimiento del capital.

El concepto de la actitud blasé es crucial en la tesis de Simmel.

“Igual que una vida sensual no moderada la hace a uno blasé porque estimula los
nervios hasta su reacción más intensa hasta que finalmente no puede producir reacción
alguna, así mismo estímulos menos perjudiciales, a través de la rapidez y la
contradictoriedad de sus cambios, fuerzan a los nervios a ofrecer una respuesta tan violenta
y los agitan tan brutalmente, que agotan sus últimas reservas de energía y, permaneciendo
en el mismo campo, no dejan tiempo para que se formen nuevos nervios”.

La actitud blasé es pues una actitud protectora del individuo ante la sobre-
estimulación, es una forma de adaptación a un exceso de contenido en el que los nervios
renuncian a dar respuesta.

Charles Baudelaire, que había experimentado él mismo con diversos tipos de drogas,
concibe la vida en la metrópolis como un trance de naturaleza narcótica, como una vida
envuelta en una dimensión mítica. Para Baudelaire como observa Benjamín, la metrópolis
era el lugar hipnótico de la embriaguez religiosa.

La narcosis de la ciudad.

Para los surrealistas, que experimentaban con drogas y alcohol para fomentar su
imaginación, la propia cacofonía de la ciudad, los impulsos fragmentarios y caleidoscópicos
de la metrópolis moderna les suministraba una fuente continua de embriaguez y
estimulación. Lo lograban por medio de la elevación de sus conciencias estéticas y jugando
deliberadamente con el fenómeno que había observado Simmel, esta receptividad a la
estimulación sensorial de la ciudad inducía a una forma de trance narcótico que les permitía
“rendirse a tales atractivos, vagar por la metrópolis encantadora en busca de deseo y de
distracción.

Para los surrealistas, como para Baudelaire, la metrópolis era la fuente de la


embriagez perpetua. Tenía un efecto narcótico, la capacidad de inducir a una actitud blasé
en el individuo. Y como Simmel, Baudelaire basó su condición en el principio del “choque”.
Como ha observado Benjamín, la modernidad en Baudelaire está caracterizada por
movimientos cortantes repentinos, como el disparador de la cámara fotográfica y otros
equivalentes visuales:

“Moverse a través del tránsito significa para el individuo una serie de shocks y de
colisiones. En los puntos de cruce peligrosos, lo recorren en rápida sucesión, contracciones
iguales a los golpes de una batería...”

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Benjamin recoge estos temas en Baudelaire, es crítico con la mitología de lo moderno


defendida por el surrealista Aragón pero reclama sorprendentemente, el reconocimiento de
un potencial emancipador en el surrealismo a través de lo que denomina la “dialéctica de la
embriaguez”. En este sentido de modo paradójico la embriaguez de la ciudad podría
proporcionar una especie de “iluminación profana”, un brillo momentáneo de la realidad
detrás del mito, para Benjamin el problema de la modernidad es precisamente el mito. El
mito constituye una forma de falsa conciencia que oculta eficazmente la realidad. Mientras
que la modernidad se ha visto generalmente como la emancipación del mito, de
desencantamiento del mundo, para Benjamín, la metrópolis moderna está trabada con el
mito bajo forma de mundo de los sueños, el lugar embriagador de lo fantasmagórico, lo
caleidoscópico y la cacofonía. La metrópolis moderna no escapa al mito porque
precisamente está esclavizada por él; el mito que ha adoptado nuevos aspectos en el
progresista y elegante mundo de la mercancía. Este proceso se alimenta por la industria de
la moda, “el siempre igual disfraz de lo siempre nuevo”, la moda es un agente incansable
que contribuye a la falsa conciencia de este mundo de los sueños.

Para Benjamin el cometido de todo individuo responsable sería el de ver a través del
mito, desmitificar al mundo. Aquí es donde el surrealismo puede contener algún potencial
revolucionario.

En el remolino de la muchedumbre de las metrópolis modernas, el sujeto, según


Benjamín se ha vuelto una especie de cápsula estética, como si estuviera drogado. El sujeto
principal de Benjamín es el Flaneur, el ocioso urbano, quien como la prostituta y el ratero,
habita en los espacios intermedios, como los pasajes comerciales, en el umbral de la
modernidad, cuando una era deja paso a la próxima. El Flaneur es un blasé pero a diferencia
de aquel éste estudia la vida moderna, se encuentra más a gusto observando a la
muchedumbre desde la ventana de un café y desde ahí podría embriagarse con ella y
efectuar una crítica revolucionaria quizá si no es arrastrado ingenuamente por la misma
muchedumbre como una mercancía envuelta en una corriente de consumidores.

El shock de lo moderno.

Para Benjamín es el shock lo que subyace en el corazón de la cultura moderna,


donde la tecnología no solamente crea un ambiente radicalmente diferente al anterior sino
que también condiciona el comportamiento humano y engendra una actitud mental
predominante.

Para Benjamín la psicología humana es en esencia un mecanismo orgánico en


constante adaptación, debe de ser vista como un mecanismo de defensa para la
supervivencia. En este sentido el ser humano es como un camaleón, dirigido por la urgencia
de encontrar similitudes con su entorno y cuando no las encuentra, dispuesto a adaptarse a
ese ambiente. El término que emplea Benjamín para este proceso es el de mímesis. A
través del impulso mimético es como el ser humano busca replicar los aspectos del mundo
exterior. Este proceso parece estar gobernado por el impulso de muerte, el de ser uno con el
ambiente, pero está basado en la supervivencia, no en la muerte. Por lo que podemos
reconocer el tema del sacrificio en la mimesis.

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Como en la religión, en la que el sacrificio busca prolongar la vida a través de la


muerte. Esto puede reconocerse en los humanos cuando, como muchos animales, se
paralizan frente a un evento que amenaza su vida. Este mecanismo de aparentar la muerte
busca en sí la supervivencia. Aparentando ser inerte una criatura intenta camuflarse y
adaptarse a su entorno como si fuera invisible.

Este principio, según Benjamín subyace en toda actividad humana. El principio


mimético considera que los seres humanos están constantemente adaptándose a su
entorno. Los impulsos fragmentarios de la ciudad, el traqueteo, las experiencias chispeantes
de la vida moderna, se replicarían desde el propio comportamiento humano.

Para Benjamín el comportamiento arquetípico de este fenómeno puede encontrarse


en el comportamiento de la muchedumbre. Benjamín apunta cómo el individuo, en un cuento
de Poe sobre el hombre de la muchedumbre, se ve empujado, se doblega a aquellos que lo
empujan como una especie de autómata. Es en este gesto tan vacío como la sonrisa falsa
donde se reconoce la esencia de la modernidad.

Según Freud:

“Para el organismo viviente la defensa contra estímulos es una tarea casi más importante
que la recepción de éstos: el organismo se halla dotado de una cantidad propia de energía y
debe tender, sobre todo, a proteger las formas particulares de energía que la constituyen
respecto al influjo nivelador, y por tanto destructivo, de las energías demasiado grandes que
obran en el exterior.”

Entonces entendemos que la conciencia trata de protegerse de los shocks de la vida


moderna y por esa razón se produce un efecto de insensibilidad receptiva a los estímulos
propiciados por las metrópolis dado su carácter agresivo.

Lo que ilustra el potencial de la estética para inducir a una especie de anestesia. El


énfasis en el despliegue visual sobrecoge y embriaga al observador, con lo que la
experiencia estética funciona como una forma de narcótico. “Tiene el efecto de anestesiar al
organismo, no a través del entumecimiento, sino de la inundación de los sentidos. Estas
sensaciones estimuladas alteran la conciencia, casi como una droga pero lo hacen gracias a
una distracción sensorial y no por una alteración química.

Es curioso, observa Buck-Morss, que el término estético está aparentemente


asociado con su opuesto an-estético (anestesia). Podría encontrarse alguna explicación en
el modo en que el término estético ha ido cambiando y perdiendo su significado original. El
antiguo término griego, aesthesis, hace referencia, no a teorías abstractas de belleza, sino a
percepciones sensoriales. Implica una elevación de los sentidos y las emociones y una
concienciación de los sentidos, justo lo opuesto a la anestesia. El proceso de estetización
eleva la conciencia hacia la estimulación sensorial, con lo que se desencadena una
anestesia compensatoria como protección contra la sobre-estimulación. La anestesia, por lo
tanto, trabaja paralelamente con la estética; una se alimenta de la otra. La elevación de
nuestra conciencia en materia sensorial-olor, gusto, tacto, oído, y vista-, induce a una
correspondiente indiferencia a desentender, como un manto que lo cubre todo.

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Este proceso genera su propia cápsula sensorial, como una matriz, alrededor del
individuo, una membrana semi-impermeable qua asegura un estado de gratificación
constante al filtrar todo aquello que resulta indeseable. Estetizar por tanto quiere decir
hundirse dichosamente en un estupor embriagador que tiene por función servir al individuo
como una especie de colchón para los estímulos del mundo exterior.

Pero la respuesta que da Benjamín depende de cierta receptividad a estas


condiciones. Para aquellos no dispuestos hacia dicha actitud, la ciudad puede ser un lugar
de aburrimiento e irritación. De hecho la propia crónica de Benjamín es receptiva, en gran
medida estetizada, la visión llega desde un café y no desde una industria. Por tanto la
estetización depende de modo crucial del compromiso activo por parte del observador, de
una elevación deliberada de la propia conciencia estética.

Esta es precisamente la actitud común en aquéllos que trabajan en el ámbito de las


imágenes visuales. El buen diseño depende obviamente de un alto sentido de la conciencia
visual, pero este énfasis en la imagen tiene ciertas consecuencias negativas; es en una
disciplina como la arquitectura, que está tan directamente involucrada con preocupaciones
de orden social donde es más probable que estas consecuencias negativas se produzcan
más acentuadamente. La estetización del mundo produce una especie de entumecimiento,
reduce toda conciencia del dolor a nivel de la imagen seductora. Lo que está en riesgo en
este proceso de estetización es que el contenido político y social se pueda sustraer,
absorber y negar. La seducción de la imagen trabaja contra cualquier sentido subyacente de
compromiso social. En el mundo embriagador de la imagen, la estética dela arquitectura
amenaza con convertirse en la anestética de la arquitectura.

La arquitectura de la pasarela.

Una sociedad inundada de imágenes experimentará una consiguiente reducción en la


sensibilidad social y política, ya que la embriaguez de la imagen conduce a un descenso de
la conciencia crítica. La saturación de la imagen promoverá consecuentemente, una
aceptación acrítica de la misma. Saturación, embriaguez, complacencia. Y este proceso se
volverá sobre si mismo según permita la complacencia una mayor saturación. Esta adicción
a la imagen es lo que marca la sociedad del capitalismo tardío. Blue Lagoon, Tequila
Sunrise, Black Lady. Una cultura del cóctel, una adicción obsesiva a la narcosis de la imagen
con una conciencia crítica cada vez más decreciente.

El artista y crítico francés Guy Debord señaló cómo durante los años sesenta la
imagen había desplazado a la realidad. Mientras que Baudrillard extiende esta teoría hasta
nuestros días, afirmando que hemos entrado en la cultura de la simulación completa. Debord
capturó con increíble lucidez los inicios de este proceso en su libro La societé du spectacle,
publicado en 1957. En realidad, es tan dominante el papel de la imagen en la sociedad
contemporánea que la sociedad misma se ha convertido en espectáculo.

En la sociedad del espectáculo, Debord analiza cómo el ámbito capitalista presenta a


la sociedad en términos de imágenes superficiales y mercantilizadas. “Toda la vida de las
sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se anuncia como una

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inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja


ahora en una mera representación. En la sociedad del espectáculo, la realidad está tan
oculta bajo la acumulación de imágenes, de “espectáculos”, que ya no es posible
experimentarla directamente. El capitalismo tardío había engendrado una sociedad de
individuos alineados que habían perdido todo sentido de cualquier experiencia ontológica
genuina.

“Los situacionistas...mantenían que la alineación fundamental de la sociedad de


clases y de la producción capitalista había penetrado en todas las áreas de la vida social. El
conocimiento y la cultura, con la consecuencia de que las personas se eliminan y alinean, no
sólo de los bienes que producen y consumen, sino también de sus propias experiencias,
emociones, creatividad y deseos. Las personas son espectadoras de sus propias vidas, e
incluso los gestos más personales se viven con cierto distanciamiento.” (Sadie Plant).

“Si la sociedad moderna es un espectáculo, los individuos modernos son


espectadores: observadores seducidos por las presentaciones glamorosas de sus propias
vidas, atados por la mediación de las imágenes, signos y mercancías.”

En este mundo de la cámara Kodak, de la revista Paris-Match, las personas sólo


pueden percibirse a sí mismas como si estuvieran atrapadas por el celuloide o aparecieran
en el papel cuché de las revistas glamorosas. Es un mundo de apariencias propagadas por
los medios de comunicación, un mundo mercantilizado de publicidad que le vende a uno la
imagen de uno mismo “Tú también podrías parecer así”.

Esta situación amenaza con arrebatar al individuo su poder en pos de lo que el


mercado dicta que debería ser permisible. Más aún, tales experiencias sólo pueden ser, en
esencia, de segunda mano. Uno tiene que conformarse y apuntarse a un modelo
predeterminado; se ha eliminado la posibilidad de cualquier participación activa en la
construcción del mundo en el que vivimos.

Para los situacionistas la manera de resistir a este fenómeno se encontraba en la


utilización de su misma lógica, obras de arte, tiras de comics, anuncios, se plagiaron y
subvirtieron mediante estrategias tales como el détournement, que los reapropiaban con
éxito invirtiendo su perspectiva. Tales estrategias se basaban en la noción de que la manera
más efectiva de responder a la sociedad del espectáculo era minarla desde dentro, para
elevar la conciencia del problema. Para los situacionistas y grupos de presión asociados, la
arquitectura era una parte predominante de la crítica a la sociedad contemporánea. Ellos
fueron tremendamente críticos con la racionalidad abstracta de gran parte de la arquitectura
moderna.

El artista holandés Constant en su proyecto de la New Babilón, representó el intento


más completo de traspasar los ideales situacioncitas a formas arquitectónicas. En estos
proyectos, Constant explora temas como la desorientación o el espacio dinámico y, deseoso
por evitar los problemas de los espacios estáticos de la sociedad utilitaria, propuso el
concepto de “laberinto dinámico”, que parte de que la liberación del comportamiento requiere
de un espacio laberíntico, aunque sea un laberinto susceptible de permitir modificaciones
según la imaginación lúdica. Es posible encontrar eco a estas ideas en la arquitectura-evento
de Bernard Tschumi y otros.

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Al mismo tiempo que los polémicos trabajos situacionistas aparecieron otros gestos
artísticos de alguna manera comprometidos con los valores capitalistas. Ninguna tan obvia
como algunas de las teorías supuestamente radicales promovidas en los círculos
arquitectónicos de ese periodo.

Mientras Debord despotrica contra un mundo superficial de imágenes


mercantilizadas, Robert Venturi las acoge y fetichiza en su libro Complejidad y Contradicción
en la Arquitectura. Podríamos excusar esta idolatría aparentemente acrítica de la sociedad
de consumo como una aberración, un punto de vista excéntrico, si no fuera por el hecho de
que pocos años más tarde, junto con Dense Scott Brown y Steven Izenour, Venturi dedicó
todo un libro “Aprendiendo de las Vegas”, para alabar las vallas publicitarias del más
famosos centro de juego del desierto de Nevada. Por supuesto, los autores se dieron prisa
en señalar que ellos no están implicándose en las actividades comerciales de las Vegas. “No
se cuestionan aquí los valores de las Vegas... La moralidad de la publicidad comercial, los
intereses del juego, y el instinto competitivo no están en juicio aquí... éste es un estudio de
método, no de contenido, como ci la disociación de forma y contenido no fuese problemática.
Aunque creen que tratar con el contenido social debería ser parte de “las más amplias
tareas” del arquitecto, ven su propio trabajo como un estudio abstracto de la forma “aislada”,
como una “actividad humanística científicamente respetable”, siempre que todas las demás
preocupaciones sean resintetizadas en el proyecto”. Al descontextualizar las formas de las
Vegas, la desemantizan, estableciendo un modelo que los obsesiona, como vemos en su
obra construida. Así sucede cuando se adopta el argumento de “la forma por la forma,”
donde la forma se abstrae de otras preocupaciones no resulta fácil resintetizar estas
preocupaciones en la forma del proyecto final.

En Aprendiendo de las Vegas promueven una arquitectura de la publicidad; la valla


publicitaria se convierte en el icono último presente a lo largo de todo el libro. De un modo
crudo y directo, apoya la cultura de la imagen, una sociedad del espectáculo en la que los
individuos están alienados de sus verdaderos egos y seducidos por las imágenes
glamorosas de sus propias vidas.

La estética de la revolución.

Aprendiendo de las Vegas se ve, a menudo, como una crítica influyente de los
valores arquitectónicos heredados. Se ha argumentado cuestiona los propios fundamentos
de la composición arquitectónica. El mensaje está bastante claro. Los arquitectos no
deberían ya nunca más adscribirse acríticamente a las teorías abstractas y académicas de la
composición. En su lugar, deberían aprender de la Main Street.

Deberíamos ser cautos con los teóricos de arquitectura que defienden que su trabajo
es revolucionario. Tales exigencias aparecen a nivel meramente estético, no sólo
apropiándose del lenguaje del orden político, sino también estetizándolo. Este problema se
extiende también a la imagen “radical” que a muchos arquitectos les gusta proyectar. Mas
que ser radicales en sentido estricto, los arquitectos son cómplices en la mayor parte de los
casos, del funcionamiento del status quo económico y político. Cualquier declaración de
independencia profesional debería tratarse con suspicacia.

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Existe el peligro de confundir la estética radical con la política radical y de combinar lo


estético con lo político, una trampa en la que frecuentemente cae la arquitectura. Sin
embargo no se trata de que la estética este segregada de la política. Una estética radical
puede, de hecho, enmascarar e incluso promover una política reaccionaria. La cultura
arquitectónica será siempre susceptible a la política reaccionaria, no a pesar de su fachada
radical, sino precisamente por ella, una fachada que no es más que una fachada de
radicalismo estético.

Podríamos juzgar la “revolución” de Aprendiendo de la s Vegas a través del polémico


trabajo de Raoul Vaneigem “La revolución en la vida cotidiana”. Vaneigem afirma que la
“revolución” es, fundamentalmente, una cuestión de praxis, no el producto de la
contemplación estética, sino de la participación activa. La “revolución” de Vaneigem
constituía un intento por superar la alineación implícita en las relaciones sociales
mercantilizadas de la sociedad del espectáculo. Por el contrario la “revolución” de Venturi,
Scott Brown e Izenour sólo prueba, en última instancia, ser un gesto estético complaciente
que, lejos de minimizar la cultura dominante, sirve simplemente para reforzarla.

Las lecciones de las Vegas.

Estas son las lecciones de las Vegas, el alto capitalismo de la sociedad del
espectáculo, donde los carteles sexistas saludan al visitante y falsos centuriones hacen
guardia frente a un palacio del César igualmente falso. Es un mundo plano y sin profundidad
en el que la ironía domina sobre el contenido, el pastiche sobre la sensibilidad histórica. No
es coincidencia que Venturi, Scott Brown e Izenour celebren Las Vegas, la ciudad de la
publicidad, la ciudad como publicidad. Su tratamiento acrítico de Las Vegas reproduce
exactamente la eliminación del significado en la propia publicidad. Las Vegas, la última
ciudad, no de la arquitectura, sino del signo mercantilizado, el triunfo vacío y seductor de lo
superficial. Es precisamente esta conmemoración de la superficie, como apunta Baudrillard,
el resplandor dela publicidad sin profundidad, lo que borra la arquitectura de las Vegas y
constituye tal forma embriagadora de seducción.

“Cuando uno ve, al anochecer, Las Vegas emerger del desierto bajo el resplandor de
los anuncios, y vuelve al desierto cuando rompe el alba, uno se da cuenta de que los
anuncios no son lo que da brillo o decora los muros; es lo que borra los muros, las calles, las
fachadas y toda la arquitectura, borra todo soporte y toda profundidad; y que esta
eliminación, esta reabsorción de todo en la superficie...es lo que nos asume en la euforia
estupefaciente e hiperreal que no cambiaríamos por nada del mundo, y que es una forma de
seducción vacía e ineludible”.

Seducción, el último refugio.

Para Baudrillard, las Vegas está atrapada en un mundo de apariencias sin


profundidad, donde todo se “liquida” y “reabsorbe” en la superficie. Esta es la lógica de la
seducción (en su sentido más amplio, y no en el estricto sentido de la seducción sexual). La
seducción para Baudrillard, es aquello que extrae el significado del discurso y que lo merma
de su verdad.

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La seducción intenta encantar al espectador a un nivel puramente visual para impedir


un nivel de apreciación más profundo. La seducción por consiguiente puede contrastarse con
la interpretación, mientras que la interpretación se esfuerza por traspasar la apariencia
superficial en busca de alguna verdad subyacente, la seducción busca empujar al
espectador dentro del mundo encantador de la superficie para no ir más allá.

No es que Baudrillard se oponga a la seducción en sí misma. En realidad, él defiende


la seducción por encima del modelo opuesto de interpretación. Baudrillard defiende la
seducción sobre toda forma de discurso significativo, ya que éste es en esencia, poco
seductor, y ahí radica su propio declive. El lenguaje, con sus matices sutiles y sus juegos de
significado, deleita con la propia atracción de su apariencia. Aunque el discurso significativo
puede estar en convivencia con la seducción, en el momento en que trata de contrarrestar el
atractivo propio de la seducción, amenaza con ser seducido y apartado de su camino por el
juego y encanto aleatorio del lenguaje. Por consiguiente el discurso significativo siempre
saldrá perdiendo ante la seducción.

Pero para Baudrillard la seducción actual se aparta de su significado original, el cual


proviene del latín seducere: apartar o apartarse del propio camino. La seducción como se
maneja actualmente se acerca más al sexo explicito, más al concepto de producción, que
proviene de producere, que podría significar: hacer visible o hacer aparecer.

La auténtica seducción extrae algo de lo visible, mientras que la producción construye


todo a partir de lo visible, sea un objeto, un concepto, etc.

En todos los aspectos de la vida cultural, la producción ha eclipsado a la seducción. Y


es en el ámbito de la pornografía donde la producción se manifiesta dentro de la esfera de lo
sexual, “la escena obscena de lo real” donde se retiran todos los velos y el cuerpo se hace
monstruosamente visible. La pornografía es una orgía del realismo, una orgía de la
producción.

Con el desplazamiento del énfasis hacia la producción, la seducción ha perdido parte


de su fuerza vital. Se ha disipado hasta el punto de que lo que tenemos hoy día es una
versión reducida y degradada. Al igual que lo sexual a degenerado en lo pornográfico, así la
seducción ha sido reducida a una estrategia mecanizada y carente de profundidad.

En esta degradación de la seducción, hay ecos de evolución de las actitudes hacia el


arte. Benjamín apunta cómo la obra de arte tuvo su origen como objeto ritual en cultos, antes
de pasar a ser una forma cultural o estética profana, y sucumbir, finalmente, a su forma pura
con la pérdida de aura en la época de la reproductividad mecánica, cuando la obra de arte
pierde su cualidad única y no contiene demasiado valor, También la seducción tiene su
origen en el ritual anterior al paso hacia la fase estética, donde la seducción se convierte en
juego, un juego de apariencias superficiales. El próximo paso sería aquel en que la
seducción, como arte, se reduciría a la reproducción infinita de forma sin contenido. Este
escalón, se podría argüir, se ha alcanzado.

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La seducción de Las Vegas.

En Aprendiendo de las Vegas se quiere promocionar precisamente una imagen de


Las Vegas totalmente desprovista de contenido. Es, después de todo, un estudio de método,
no de contenido. Ya no se trata de una cuestión ética o significado, sino, simplemente,
forma, en su estado desnudo y obsceno: la forma por la forma. Lo que cuenta en todo caso
no es la batalla de la forma contra el contenido, estética versus ética, o seducción contra
significado. Más bien es el encuentro banal entre forma y forma.

El propio Baudrillard reconoce en Las Vegas una cierta versión de la seducción que
describe como “la vacía e ineludible forma de seducción”. Podemos asegurar que el principio
que rige a la “arquitectura de la persuasión” es precisamente la versión última y degradada,
una versión de la seducción que revela la obscenidad sin sombras del presente.

A este respecto el juego de Las Vegas actúa como un espejo de este fenómeno. Si el
estado final de la seducción adquiere una forma mecanizada y carente de contenido, esto
mismo se refleja en el juego, que Benjamín compara con la experiencia del trabajador en la
fábrica. La mecanización de la máquina del juego reproduce exactamente la mecanización
de la máquina fabril, mientras que el trabajo del empleado es a su vez el homólogo del
trabajo del jugador.

La arquitectura de la seducción.

Evidentemente una arquitectura qua aspira a la seducción al tiempo que reclama


ofrecer algún sentido de crítica radical debe estar comprometida. Pero no olvidemos que
aunque la crítica puede ser seductora, la seducción por si nunca podrá ser crítica.

El problema es que dentro de la carencia de profundidad de nuestra cultura de lo


instantáneo, la significación del contenido se ha eliminado. Lo que facilita el proceso de
fetichización es esta misma falta de cualquier sentido de contexto, de especificidad histórica
o geográfica. Esto es, ciertamente, lo que permite a los autores de Aprendiendo de Las
Vegas abstraer las formas de Las Vegas y pasar por alto su significado social, y esto es lo
que les permite reinscribir dichas formas en su propia obra construida con muy poca
preocupación por su significado original. Si aceptamos que el contenido no es una propiedad
de la forma, sino que meramente mantiene alguna relación categórica con ella, el declive de
cualquier sentido de contexto o relieve en la cultura contemporánea borrará dicha atadura
simbólica. Como tales, “teoría”, “concepto” y otros términos que representan el “contenido”
de la arquitectura serán a su vez deslizados del contexto original que les dio significado para
convertirse en “objetos de deseo”, flotantes listos para adherirse a la superficie. La propia
teoría puede convertirse en objeto de deseo adherido. Desde este punto de vista no existe
quizás una falla tan grande entre el texto cargado conceptualmente y las sensuales
imágenes del libro Forum to Programme. Ambos pueden resultar seductores, y ambos
anestesian potencialmente al lector en una condición de consumo sin sentido.

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Se podría argüir que esta condición se extiende a todas las formas discursivas,
críticas o de otro tipo. La estetización del mundo ha sido tan virulenta que la única estrategia
remanente es la de la seducción, el juego vacío y persuasivo de las apariencias y la
fascinación se adelantan. La filosofía no escapa a esta situación. De hecho podríamos volver
a los propios comentarios de Debord sobre el modo en que la filosofía se implica con la
sociedad del espectáculo. Para Debord, el espectáculo se aprovecha de todas las
“debilidades” de la filosofía occidental. En este sentido, el privilegio de la vista como el modo
de percepción primario y el dominio de la racionalidad cartesiana que ha crecido a partir de
esta situación, alimentan el propio espectáculo; se convierte en el medio a través del cual
este opera: “el espectáculo no tiene en cuenta la filosofía”, observa Debord, sino que filosofa
la realidad. La vida concreta de cada uno se ha degradado a un universo especulador.

La elección entre una existencia intelectualizada y una vida de exposición elevada a


los estímulos visuales, que Simmel había identificado, subraya este fenómeno. La
implicación distraída en el mundo por parte del individuo blasé reproduce exactamente la
distancia establecida por una actitud abstracta teórica. Y si los dos modos de implicación son
tan co-extensos, ¿es extraño que la filosofía, el propio modelo de existencia intelectualizada,
pueda rendirse a la influencia de la estetización? En este contexto, incluso los filósofos que
critican el sistema están inevitablemente atrapados dentro del mismo. ¿Podría ocurrir,
entonces, que el propio Baudrillard sea víctima involuntaria de su propia prognosis y que en
el mundo hiperreal de la imagen, la propia filosofía se ha estetizado como el último icono de
la cultura hiperreal?

Más específicamente, dentro de una cultura arquitectónica de imágenes seductoras,


carentes de profundidad, y de efectos relucientes, la filosofía siempre amenaza con
absorberse y apropiarse como un barniz intelectual, una superficie brillante. En dicho
contexto, ¿qué es la filosofía sino un mero accesorio de moda?

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