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No entiendo bien que hago presentando este libro, y esta confusión se debe
a varias razones, algunas de ellas francamente banales, y otras que merecen
una explicación mayor porque tienen que ver con lo que finalmente voy a
opinar sobre esta publicación.
Entre las primeras está el hecho que no estoy físicamente en este acto de
presentación, y me he tenido que contentar (y pido se me excuse por ello)
con enviar este texto que intenta ser una presentación de un libro que nunca
tuve entre manos (y esa es la segunda razón) sino en su versión digital, lo que
ha tenido que traer alguna consecuencia si nos atenemos a quienes
consideran al libro como un objeto con el que se llega a establecer una
relación especial por íntima.
Entre las razones que merecen más atención está que con la autora tenemos
notables discrepancias: mientras ellas pone a Dios como el centro de sentido
del mundo y de su propia vida (y eso juega un papel muy importante en su
relato), conocido es mi ateísmo; mientras, tal como lo pregona el cristianismo
y la piscología, la autora opta por el perdón; yo sigo creyendo que el odio es
una de las fuerzas más vitales que existen; mientras ella considera a la familia
como un hecho natural y como tal con un valor intrínseco, yo defiendo la
idea de la familia como un asunto cultural a ser transformado; y así
podríamos encontrar algunas otras diferencias de pareceres que podrían
constituir la base de la perspectiva de mi crítica.
Pero creo, dada la diferencia de edades entre la joven autora y el viejo
presentador, y los objetivos que trae consigo toda presentación, que ese no
sería el camino adecuado. Por ello, voy a eliminar de este texto las críticas
que provienen de mi posición ideológica (en el sentido amplio de la palabra)
y voy a concentrarme en los puntos que considero yo hacen valioso el relato
que estamos comentando. Además, con qué autoridad podría yo opinar
sobre la vida de una persona que ha intentado suicidarse en dos
oportunidades; yo, que integré un grupo de poetas cuya única similitud era
nuestro compromiso de quitarnos la vida violentamente, y que a lo máximo
que llegué fue a cortarme (y por impericia) la mejía con una máquina de
afeitar desechable. Soy pues un cobarde comentando la obra de una valiente,
disculpen mi osadía.
En la Grecia Clásica los sofistas caminaban por las calles esperando a que las
personas deseosas de aprender, se les acercaran indagando sobre los temas
sobre los que querían ser ilustrados. Más tarde en la Edad Media el
conocimiento se amuralló, y las universidades eran verdaderas “casas” del
saber, en su sentido arquitectónico. Este hecho de darle al conocimiento un
espacio exclusivo y delimitado tenía la intención de separar los saberes
valiosos, que estaban dentro, de los saberes no valiosos que estaban fuera.
Con el capitalismo, y el reinado del positivismo, las cosas no cambiaron. El
llamado conocimiento científico miraba con desprecio a los otros saberes que
no habían sido obtenidos según su método. Foucault, junto con otros, va a
demostrar luego que el conocimiento es un asunto de poder, y que son los
poderes los que establecen el valor de los conocimientos, según su
conveniencia. Así empiezan a surgir voces que reclaman la valía de los
saberes no científicos, como los ancestrales de las comunidades indígenas,
como los construidos en el fragor de la lucha en lo movimientos sociales, etc.
etc.
Any, la personaje central del libro cuenta una serie de sufrimientos que va a
padecer a lo largo de su vida, desde la niñez hasta el inicio de la juventud. En
medio de la desgracia, me parece interesante el papel que juega la amistad.
Las amigas de Any de una u otra forma siempre van a estar allí, y cuando no
lo están, siempre retornan; y se trata de una amistad de compromiso (una de
ellas se la lleva a vivir con ella), es decir de verdadera entrega al prójimo.
Levinas dice en tono de crítica, que lo más fácil es abrirle nuestros corazones
al prójimo, y Mario Montalbeti completa la idea afirmando: más difícil es
abrirle nuestras billeteras y más difícil todavía, abrirles nuestra casas. Any,
entre todo, tuvo la suerte de contar con amigas que supieron serlo. Algo tan
importante en una época que llamamos “amigos”, así entre comillas, a
quienes visitan nuestro Hi5, o quienes forman parte de nuestra red de
Facebook.
El libro de Said Galló, es una bofetada en la cara para los que no nos gusta
pensar en nuestra condición de culpables, para los que no entendemos nada,
ni siquiera la mediocridad de nuestras vidas. En ese sentido es una lección,
que nos da una jovencita, no a pesar de su juventud, sino precisamente
gracias a ella.
Qué bueno que al final Said declare su apuesta por la vida, nosotros
deberíamos hacer lo mismo, pero no por las nuestras precisamente, sino por
la Vida con mayúscula, no la que se escribe con b de Bhrama ni b de burro,
sino con b de beso, porque esa Vida está toda contenida en los besos que se
dan dos adolescentes completamente enamorados, como si se fuera acabar
el mundo, porque repito, el mundo hace mucho que se está yendo al abismo.