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¡Resonad, timbales!

[7 de mayo de 2009. Décimo concierto de abono. Ney Rosauro, Concierto para


timbales y orquesta de cuerda. Ney Rosauro, Concierto n. 2 para marimba y orquesta.
P. I. Chaikovski, Sinfonía n. 6 en si menor op. 74 “Patética”. Orquesta de Córdoba.
Cristina Llorens, timbales. Ney Rosauro, marimba. Guillermo Figueroa, dirección. Gran
Teatro de Córdoba. 20:30 horas. Lleno. Valoración: 4]

Cuando en 1675 Jean Baptiste Lully tuvo la ocurrencia de incluir los timbales en la
orquesta, no podría imaginar que esos nobles instrumentos de percusión llegarían a
colocarse al frente para protagonizar con ella el diálogo que constituye la esencia de la
forma concierto. Tampoco lo imaginarían seguramente Bach y los autores del Barroco,
que los emplearon profusamente “para el ordenado fundamento, acompañamiento o
bajo de trompetas”, como dejó anotado el tratadista Mattheson en 1713. Sin embargo,
poco más de un siglo después de la innovación de Lully, la curiosa Sinfonía para ocho
timbales y orquesta (1785) de Johann Carl Fisher (1752-1807) y otras poquitas obras
singulares de la época apuestan por dar protagonismo a los timbales en estructuras más
o menos concertantes.
Pero para que pudiera desarrollarse un verdadero lenguaje de concierto, habría
que esperar a que el instrumento desarrollara las posibilidades de afinación que le
permitieran participar también en la construcción de la melodía. Faltaban los hallazgos
organológicos que jalonan su historia más reciente, desde la invención del pedal de
Dresde (1870) hasta la sustitución en el siglo XX de los parches de piel por los
sintéticos. Faltaba también, lógicamente, una tradición musical paralela que diera vida
artística a esas innovaciones: Beethoven, Berlioz, Nielsen, Béla Bartók, Milhaud,
Britten… Todo eso tuvo que ocurrir antes de que autores como William Kraft, Gordon
Jacob o John Beck empezaran a abonar una tradición que ha dado sus más interesantes
frutos con las aportaciones de Philip Glass (Concerto Fantasía para dos timbaleros y
orquesta, 2000) y Ney Rosauro: el Concerto para timbales y orquesta (2003).
A este último hubo de enfrentarse Cristina Llorens al comienzo de la velada que
vamos a comentar. La brillante percusionista de nuestra orquesta abordó con entusiasmo
y resolvió con elegancia los difíciles retos que plantea la original obra del brasileño.
Éstos no se basan en el virtuosismo rítmico (que sólo aparece en algún grado en la
cabalgata del tercer movimiento), sino en la construcción de un fraseo melódico que ha
de explorar el lirismo en el segundo tiempo y ser capaz de insertarse en el emocionante
contrapunto del “Bachroque” del comienzo. Las dificultades para conseguir ese fraseo
(y, muy especialmente, una aceptable afinación) son enormes con unos instrumentos
cuyas características acústicas hacen sumamente difícil la producción (¡y la escucha!)
de sucesiones de alturas diversas que podamos sentir como melodías. En aún mayor
medida que cuando vemos a un solista de contrabajo intentado que su instrumento hable
en el registro agudo, presenciar la lucha de un buen músico con cinco grandes timbales
para hacerlos cantar (uno más y echaríamos mano de la metáfora taurina), puede ser un
espectáculo magnífico de superación humana. Creo que el aplauso más largo de la
noche también premiaba el encanto, la sencillez y la gracia con que la solista mostró ese
aspecto.
A continuación, el inspirado autor de la obras de la primera parte se puso al
frente de la marimba para demostrar que también es un gran solista. Interpretó muy bien
su Concierto n. 2 para marimba y orquesta, obra llena de hallazgos formales (el
tratamiento de la forma sonata en el primer movimiento), tímbricos (muy interesante la
orquestación de la tercera parte) y melódicos. Estos últimos logran establecer desde el
comienzo una fuerte complicidad con el oyente, que disfruta delicias como la
encantadora melodía con que comienza el segundo tiempo (Reflections and dreams),
construida sobre el bajo del “Aria” de la Suite orquestal n. 3 de Bach.
Manteniendo el aire de romanticismo extremado que inundaba la velada, la
segunda parte suponía no obstante un cambio de tercio. La “Patética” sirvió para que
brillara el otro protagonista de la noche: el director puertorriqueño Guillermo Figueroa.
Si en las obras de Rosauro nos pudo hacer echar en falta mayor complicidad rítmica con
los solistas, en el grandioso testamento musical de Chaikovsky estuvo magnífico,
alcanzando momentos de hondísima emoción en conjunción con la Orquesta de
Córdoba. Una pena que, antes de extinguirse del todo los graves de los contrabajos que
ponen un broche de triste penumbra a esta sinfonía, parte del público de butaca se
levantara aprisa para marcharse sin agradecer, ni en el grado que la corrección exige, la
espléndida actuación que acababa de presenciar: una inolvidable velada construida con
los esfuerzos de un gran conjunto orquestal, muchos años ya al servicio del melómano
cordobés. ¡Dios, qué buen vassallo si oviese buen señore!

Antonio Torralba

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