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El orador
Entre las celebridades colombianas de todos los tiempos, él ha sido el
orador por antonomasia. Sus actividades como abogado, profesor, magistra-
do, fueron más o menos subsidiarias para su inteligencia y su pasión por el
verbo y la elocuencia. Su modo de manifestarse socialmente fue la oratoria,
en el pleno alcance de la definición conocida: “arte de hablar con elocuen-
cia; de deleitar, persuadir y conmover por medio de la palabra”.
En Colombia, la oratoria tuvo inmensa importancia política hasta hace
relativamente poco tiempo. En la década de 1950-1960 se promovieron to-
davía certámenes de elocuencia en los medios universitarios, y no era infre-
1 Cf. Alfredo Vásquez Carrizosa. El poder presidencial en Colombia. Bogotá, E. Dobry, Editor,
1979, “Introducción”.
COLOR
no estuvo ahí. Pero, aunque como agitador de ideas generales no fuese origi-
nal ni profundo, su expresión escrita brinda de cierta manera entre luces y
sombras los rasgos de su perfil intelectual.
En vivo, gravitando con su acción y su gesto tormentoso, fue una perso-
nalidad de veras influyente y de primer plano a lo largo de la peripecia radi-
cal. Se contó siempre con él. Y su identidad fue ante todo su palabra.
Repitámoslo: no la del pensador ni la del estadista, sino la del tribuno en
las ocasiones memorables de aquella lucha de ideologías que constituyó su
escenario sobre el fondo cambiante de las guerras civiles, los golpes de cuar-
tel, los ensayos de Constituciones fallidas y los irregulares relevos de las
individualidades frente a los poderes dominantes.
Su más cuestionada actuación habría de ser, por motivos morales y políti-
cos, su adhesión a Mosquera, incluso en el seno de la Convención de Rionegro
(1863), oportunidad en la que pronunció el formidable discurso acerca de las
cuestiones eclesiásticas, en la noche del 9 de abril, que lo convirtió en el
primer orador de la Convención. Tales asuntos eran tan candentes por enton-
ces en la vida diaria de los partidos, que hoy difícilmente nos hacemos una
imagen precisa de la situación a pesar de la abundancia documental con que
se cuenta. Rojas afirmó allí cosas tan nítidas como:
“... En una palabra: las relaciones entre el Estado y la Iglesia no
pueden existir sino sobre la base de los privilegios del clero, y
un clero privilegiado, a más de ser un contrasentido en una Re-
pública, es un instrumento de conspiración permanente contra
las libertades públicas. Los privilegios del clero hacen servir a la
religión de instrumento de las pasiones mundanas, la desnatura-
lizan, la corrompen y la pierden. En la relación de las dos potes-
tades no hay término medio practicable: o la autoridad religiosa
domina y gobierna al poder civil, o éste oprime y pervierte la
religión. O la España gobernada por los frailes, o los católicos
de Irlanda oprimidos y esquilmados por la Inglaterra. Que la
religión tenga por único apoyo el amor y la fe. Que los gobier-
nos tengan por única base la justicia que inspira confianza, la
libertad que inspira valor...”
Y más adelante:
“En resumen: el clero ultramontano no es aliado sincero de la
soberanía popular, pretende negar en algún caso su obediencia
al poder del Gobierno, pretende ejercer una intervención incon-
ciliable con su carácter en la dirección de los asuntos tempora-
les, y ejerce sobre las poblaciones una influencia temible para la
libertad...”
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2 Cf. Salvador Camacho Roldán. Memorias. Medellín, Editorial Bedout, Bolsilibros número 74,
sin fecha, p. 316.
3 Cf. Salvador Camacho Roldán, ibídem, p. 316.
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Cultura y elocuencia
Ni la función de la cultura, en sentido académico, puede ser igual en am-
bos casos. Forzosamente, por exigencia de su naturaleza de mensaje drama-
tizado, enfático, emocional, la elocuencia se apodera de la información y del
saber de manera superficial e impresionista, pues ser elocuente consiste en
dominar los poderes emocionales de la metáfora bajo sus más diversas for-
mas y ponerlos al servicio de la causa del día. De ahí la típica deformación
profesional del orador clásico, que consiste en cierta veleidad “artística”
respecto de los principios. La palabra del escritor suele ser simbólica y exige
a menudo un complejo proceso de atención por parte de sus lectores. La del
orador casi no puede desprenderse de la alegoría, sin correr el riesgo de per-
der su peculiar eficacia.
Riesgosa para la paz pública fue su alocución sobre la unión liberal pro-
nunciada en la plaza de Bolívar de Bogotá, en 1881, cuya frase final le atrajo
la crítica de no pocos copartidarios: “Que no quede piedra sobre piedra en
el suelo de la patria, antes que consentir en el triunfo del partido
conservador”.
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8 En los artículos titulados Milagros, partes primera y segunda, Rojas discute con Manuel María
Madiedo sobre la posibilidad metafísica del milagro, su comprobación, etc. En Diversión
filosófica, publicado el 1º de agosto de 1871 en El Tiempo sostiene que “el principio de contradicción
es la vida del universo”, fórmula abstractamente dialéctica, por lo menos.
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Decadencia de la oratoria
Aquella vitalidad, su sentido del humor –sin mayores exigencias– y su
habitual bonhomía, eran los rasgos por los que se reconocía un “tempera-
mento” rebosante y sanguíneo. Su imaginación insomne, su réplica pronta,
la singular aptitud para asignarle sobre la marcha de la improvisación su
lugar necesario a la más reciente lectura, a la referencia curiosa tomada al
vuelo en la última tertulia, a la anécdota traída de tercera mano por el amigo
unos minutos antes de iniciar el discurso: todo lo que prometiera el menor
viso expresivo y la mínima posibilidad de subrayar un aspecto cualquiera del
tema principal, absolutamente todo venía enhorabuena a la memoria del
tribuno.
Desde luego, no sería el único en pensar así y obrar así, pues la oratoria
era cultivada por muchos, casi tantos cuantos aspirasen a la actividad políti-
ca, pero sí el más hábil y el que mejor encarnaba al prototipo. Correlativa-
mente existía un público para quien la oratoria era un valor y un poder no del
9 Del libro, Oradores liberales, publicado en la antigua Biblioteca Aldeana de Colombia, colección
Samper Ortega de Literatura Colombiana. No se da allí el nombre del autor de estos recuerdos.
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